El futbol es un reflejo de todo país desigual. Es un espacio masculino que ha marginado cualquier forma de expresión que no sea heterosexual o patriarcal. ¿Podremos concebir un deporte más diverso donde quepamos todos? ¿La fuerza del cambio está en la propia comunidad LGBT?
Dice una nota de Los Ángeles Times del pasado primero de noviembre: “La afición no aprendió y, como consecuencia del grito homofóbico, la Selección Mexicana volverá a jugar a puerta cerrada”.
La redacción no aclara cuál es la lección que la afición no aprendió, pero se entiende que es la del castigo: si la gente sigue gritando “puto” en el estadio, como lo hicieron en los encuentros pasados ante Canadá y Honduras, la comisión disciplinaria de la Federación Internacional de Futbol Asociación (FIFA), que ha adoptado una línea dura sobre asuntos de discurso de odio, seguirá sancionando a nuestro equipo de futbol.
Ahora peligra la calificación de México al Mundial de Qatar del próximo año. Por lo pronto la entrada del público está prohibida a los partidos contra Costa Rica y Panamá que México disputará como local en enero de 2022, y habrá que pagar una multa por más de dos millones de pesos.
Ésta es una discusión que lleva décadas y, en efecto, nadie parece aprender. Por su puesto que los términos han cambiado un poco: se ha pasado de minimizar la carga que soltar el grito homofóbico de “puto” al portero del equipo contrario –como una manera de disminuir su hombría, para debilitarlo, feminizarlo y que pierda el rumbo– a considerarlo una ofensa que debe castigarse, incluso con multas millonarias, como la que se impuso a la Federación Mexicana, el pasado mes de junio, por cientos de miles de pesos. Pero creo que las sanciones tienen un doble filo: por un lado, es cierto que ponen al frente la idea de que no está bien insultar a nadie usando un recurso homofóbico; por el otro, dejan a todo el mundo enojado: a la afición, a los jugadores, a los directivos. De modo que nadie aprende de verdad y, si me presionan un poco, sólo alientan un mayor odio a la población gay, a quienes se nos considera ya no las víctimas, sino los verdugos de una cultura de la cancelación.
El siglo XX nos ha enseñado que hay dos formas de combatir el discurso de odio: una es prohibiéndolo; otra es alentando una mayor discusión, más información, más representación, más presencia de nosotros, los otros, para que la gente deje de deshumanizarnos. En general, es una responsabilidad de todos: el Estado, los líderes de opinión, las instituciones religiosas y los medios de comunicación.
En todo caso, no sé si sea la FIFA o la Federación Mexicana el mejor instrumento para alentar un cambio de cultura alrededor de la diversidad sexual y el deporte. Me parece que debe ser el Estado quien debe instigar esta discusión en primer lugar. Es un asunto que debería de ser atendido desde las escuelas, con una adecuada educación sexual. Pero desde los años treinta del siglo pasado cualquier avance en este sentido se ha topado con resistencias conservadoras de los padres de familia y las iglesias. El Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) hace lo que puede en esta materia. Desde 2019 tiene un convenio firmado con la Federación Mexicana para erradicar las conductas discriminatorias en los estadios. He hablado sobre el tema con algunos de sus funcionarios –y me consta que tienen las mejores intenciones– pero los resultados son escasos.
Medios de comunicación y líderes de opinión (damos por descontadas a las iglesias) han avanzado en general hacia un mayor entendimiento de la diversidad sexual. Pero algunos comentaristas deportivos siguen sin muchas luces. A propósito de las sanciones de junio pasado, escuché a dos de ellos, muy famosos, decir que los mexicanos no entendemos; comparaban el grito homofóbico de la afición con esa misma naturaleza rebelde que te lleva a pasarte un alto, e insistían en que lo verdaderamente preocupante eran los castigos de la FIFA.
En fin. Creo que la mayor fuerza del cambio está en la propia comunidad LGBT. En octubre pasado leí una noticia extraordinaria: un jugador australiano del equipo de primera división Adelaide United salió del clóset. Josh Cavallo escribió en su cuenta de Twitter “soy futbolista, soy gay”, iniciando una pequeña revolución en la prensa de lengua inglesa. A algunos les parecerá raro, pero Cavallo es el primer jugador de primera división en la historia del futbol en haber manifestado su preferencia por la gente de su mismo sexo, y su valentía echa un poco de brisa al humo de la simulación y la negación en la que viven otros futbolistas. También le da a la afición un asidero para entender mejor que la preferencia sexual es inocua a la hora de patear el balón.
Lo mismo pasa con el futbol femenil. Las mujeres gays son ahora muy celebradas. El papel cultural de la estadounidense Megan Rapinoe, por ejemplo, sólo crece con el tiempo. Apenas hace unos días, su equipo fue eliminado de un circuito de juegos locales, pero sus declaraciones no fueron sobre cómo perdió el partido, sino sobre cómo la historia de Estados Unidos era asquerosa, destructiva y violenta.
En México tenemos el señero ejemplo de Marion Reimers, la periodista de Fox News que ha puesto las luces y los micrófonos, su inteligencia y simpatía al servicio de un entendimiento diverso del deporte. Reimers dirige la organización Somos Versus que combate la discriminación en el periodismo deportivo y fue nominada la semana pasada Embajadora de Buena Voluntad de ONU Mujeres en México. En entrevista, dijo que el futbol sigue siendo un reflejo de un país desigual. Veo, finalmente, un signo de cambio en las barras feministas del futbol; mujeres a las que les gusta el deporte, como al resto de la gente, pero que han dado en la diana del asunto: señalar a este deporte, las porras, la afición, como espacios de socialización masculina que han marginado cualquier forma de expresión que no sea heterosexual o patriarcal, y hasta hace poco, blanca. Su idea es explorar las posibilidades de un futbol menos centrado en los hombres, más diverso, donde quepamos más gente.
Ellas cambian las palabras de las porras con mensajes positivos, detectan y sancionan jugadores machistas y están organizadas en redes para denunciar cualquier expresión misógina en el balompié. Por ejemplo, mientras una porra contra los Pumas dice “¡en dónde están, en dónde están los pinches pumas que nos iban a ganar!”, la barra feminista adapta la porra y dice: “¡En dónde están, en dónde están los directivos que van a pagar igual!”, aludiendo al pago justo a las jugadoras mujeres frente al sueldo desproporcionadamente alto de los hombres.
Hay un camino grande por recorrer. A principios de noviembre, el entrenador Ricardo “Tuca” Ferretti dio una conferencia de prensa al final de un partido. Preguntó al comenzar: “¿Hay viejas? No, verdad. ¿Maricones? El primero, ¿quién va a ser el primer maricón?”, refiriéndose a quién de los asistentes iba a lanzar la pregunta primero, para cerciorarse luego de que allí había puros machos. Sus declaraciones incendiaron las redes.
Si alguno de los aficionados al futbol pudo ver al Tuca Ferretti fuera de tono, irrespetuoso, o de plano, como una persona vil; si alguno pudo cuestionar su autoridad, en algo habrán triunfado los esfuerzos para eliminar la homofobia. Tal vez no sea necesario castigarlo, ponerle una multa. Basta y sobra que la gente cuente con un marco de referencia distinto para que se entienda que sus palabras son simplemente inaceptables, no por el mandato de una autoridad, sino porque son inhumanas.