La izquierda y la democratización del régimen político conforman una parte sustantiva del corpus bartreano –las otras son la teoría de la cultura y la sociología del campesinado–, por lo que no sorprende su interés por el tema en su nuevo libro, Regreso a la jaula: el fracaso de López Obrador (Debate, 2021). Desde sus trabajos juveniles acerca del modo de producción asiático, pasando por La democracia ausente (1986) y La jaula de la melancolía (1987) o por textos más próximos en el tiempo como Fango sobre la democracia (2007) y La fractura mexicana (2009), hasta su libro más reciente, el problema del poder, las condiciones de la democracia y las mediaciones entre el Estado y la sociedad son líneas de reflexión que el antropólogo mexicano ha trazado con firmeza. De igual manera, las metamorfosis bartreanas –tomo la feliz metáfora del ajolote de La jaula de la melancolía– son frecuentes en su ensayo político, todas ellas bien fechadas por las circunstancias y sus elecciones políticas e intelectuales.
Roger Bartra militó en el Partido Comunista Mexicano (PCM) y el Partido Socialista Unificado de México (PSUM), sin subirse al carro cardenista del Partido de la Revolución Democrática (PRD) –aunque después sería referente intelectual de la Nueva Izquierda (los Chuchos), corriente perredista en la que quiso ver el embrión socialdemócrata (adjetivado de moderno) que daría viabilidad a la izquierda en el siglo XXI–. Comunista duro cuando fue estudiante en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, Bartra cofundó con Enrique Semo la revista Historia y Sociedad, de la que fue secretario de redacción, director y colaborador a lo largo de los 17 años en que se publicó. En ese ciclo, Bartra se esmeró en aplicar las categorías marxianas a las sociedades antiguas, en esclarecer la producción precapitalista de mercancías y en ser el enfant terrible del gremio antropológico, cuestionando la orientación campesinista de los jerarcas de la llamada antropología mexicana (Arturo Warman, Rodolfo Stavenhagen, Ricardo Pozas) con una teoría de las clases sociales de orientación marxista, convocando a leer con cuidado a los clásicos. Como buen comunista, Bartra consideraba que las revoluciones seguían una secuencia más o menos lineal hasta llegar al socialismo.
Eurocomunismo
El giro eurocomunista de los partidos italiano, francés y español, al emanciparse de la directriz soviética y abandonar el leninismo, convence al Bartra de la segunda mitad de los setenta de que la lucha democrática es un terreno fértil para la consolidación del proyecto socialista, más aún con la reforma política de 1977 en México, que permitirá al PCM obtener el registro definitivo dos años después. El Bartra de entonces, siguiendo al influyente politólogo griego Nicos Poulantzas, consideraba que el Estado avanzaba hacia una extinción paulatina (el reverso de la expectativa socialdemócrata). Sin embargo, en la década de los ochenta, cuando se funda el PSUM, el antropólogo moderaría su postura y abandonaría esa tesis.
En ese momento, Bartra identificaba tres corrientes dentro de la izquierda mexicana: el izquierdismo, el reformismo y el comunismo. El primero se perdía en la inoperancia. El reformismo gravitaba en la órbita de la Revolución mexicana y su Estado paternalista. El comunismo habría de renovarse, pues “el modelo soviético, el modelo chino, el modelo eurocomunista o el modelo socialdemócrata no nos ofrecen ya ninguna alternativa viable”. La eventual opción socialdemócrata, lastrada de origen por el corporativismo cardenista, requería, según él, “una intelectualidad nacionalista, una organización obrera reformista y una capacidad gerencial para administrar reformas dentro del sistema”.
En La jaula de la melancolía escribió que el nacionalismo revolucionario era el cepo ideológico que sujeta a las clases populares a la dominación de las clases propietarias. Esa potente radiografía de la mexicanidad desarrollaba las ideas de José Revueltas con respecto de la imposibilidad de la independencia y la emancipación proletaria mientras la clase obrera aceptara la ideología de la Revolución mexicana, sometiéndose a su Estado. Para Revueltas, la posibilidad de salir de “la jaula” suponía la revolución socialista, una convicción compartida por el joven Bartra, quien encontraría posteriormente la llave en la democracia liberal; esta mudanza, sin embargo, tardaría años en consumarse.
A pesar de su aversión al nacionalismo revolucionario, Bartra criticaría en la prensa el fraude electoral que llevó a la presidencia a Carlos Salinas de Gortari –en sentido contrario a los capitanes intelectuales de las revistas Vuelta y Nexos– y afirmaría que el levantamiento neozapatista, si bien era una línea izquierdista con la que no simpatizaba, tuvo como primer resultado “inscribir con tinta indeleble el tema de la democracia en la agenda política”.
La socialdemocracia light
Antes de la alternancia de partidos en el 2000, Bartra concebía a la izquierda como la única fuerza democrática dentro del sistema político; a la derecha la consideraba retardataria y antidemocrática dado que “los tradicionales administradores del capitalismo son cualquier cosa menos democráticos”.
“Hasta cierto punto, la reforma democrática mexicana es una secuela del gran sismo de 1989”, escribiría el antropólogo, contemplando la jaula abierta y tomando una de las tesis de Pequeña crónica de grandes días (1990), de Octavio Paz, a saber, un mismo proceso condujo al colapso del socialismo soviético y al fin del régimen de la Revolución mexicana: la era de la revolución había concluido. La sustitución de la revolución socialista (no violenta) por la democracia representativa sería una idea conexa a la adscripción socialdemócrata del Bartra de los noventa, quien veía en esta perspectiva política “una fusión de socialismo y liberalismo”. La socialdemocracia de la nueva generación –recordemos– había tomado distancia de sus postulados históricos, por lo que tras el fin de la Guerra Fría aceptaba los fundamentos innegociables del programa neoliberal.
Empero el cambio de piel fue total. Bartra no se reconocía ya en ninguna de las tres corrientes históricas de la izquierda nacional identificadas por él en los ochenta (la reformista, la comunista y la izquierdista). Se sumó entonces a la corriente socialdemócrata, prácticamente inexistente en México y América Latina, menguada con la hegemonía neoliberal y sumida en una crisis identitaria que llega hasta hoy día.
De acuerdo con la cartografía política bartreana del nuevo milenio, el reformismo del régimen de la Revolución mexicana y del lombardismo devino reaccionario; sin embargo, en contra de lo que antes había dicho, la derecha se había vuelto moderna y democrática, y la izquierda, antidemocrática y esclerótica. El primero se agotó y no podía sino promover una restauración. La derecha se había modernizado con el liberalismo práctico de “las campañas electorales, la gestión municipal o la administración de empresas”. La izquierda, en cambio, arrastraba los opresivos fardos de la Revolución de Octubre y la Revolución mexicana, consecuencia de su fusión con el cardenismo, y encima la amenazaba un acechante “movimiento populista de tintes conservadores e incluso, en ocasiones, reaccionarios”.
La mudanza también incluiría su paradigma teórico. Quien había dedicado mucho tiempo y tinta a elaboraciones alrededor del marxismo, diagnosticó su muerte clínica: “El marxismo y el socialismo comunista se encuentran en un proceso de desaparición y no parecen ser campos fértiles que podrían ser trabajados por un reformismo intelectual renovado”. Las clases subalternas –reducidas a una farragosa cultura antidemocrática–, la desigualdad social –en el país de clases medias imaginado– o la guerra contra el crimen organizado –cebada en aquellas clases– serían mero paisaje en las múltiples páginas dedicadas por él a la transición democrática, gratamente sorprendido “por el liberalismo ilustrado que impregna muchos sectores del PAN” y ya no digamos por el “fenómeno extraño y novedoso” del “viraje hacia la izquierda de Ricardo Anaya”.
El consenso neoliberal
La convergencia fallida de “las fuerzas democráticas de la derecha y la izquierda”, diría Bartra en 2012, fue el trasfondo de la involución que comenzó como “un pantano político” nutrido “con las aguas negras del antiguo autoritarismo”, el cual reanimó al partido del “antiguo régimen” –el PRI– y le permitió recuperar la presidencia. Su prolongación “natural” sería la victoria lopezobradorista de 2018, una de las ideas más fuertes de su último libro.
Con una inocultable animadversión política hacia esta expresión partidista, el antropólogo la enterró más de una vez. En 2006, porque un nacionalismo trasnochado “y el estilo priista” lo hicieron sucumbir ante el candidato de la derecha moderna, Vicente Fox. Después, pronosticó la derrota inminente en 2018 al argumentar que el espacio populista se ha ido cerrando lentamente, “[sumado a] que López Obrador como candidato tiene una tendencia a equivocarse, a meter la pata, y no la puede refrenar y cuando ya se ha equivocado, trata de dar marcha atrás, pero vuelve a caer”. En suma, el populismo iba a la baja y la personalidad del candidato lo condenaba de antemano. También precavió al PRD de aliarse con Morena; calificó el despropósito como “un suicidio político”, no así a la “utópica y deseable” coalición con el PAN.
Si triunfó finalmente López Obrador, y de la manera más contundente desde que hay una verdadera competencia electoral, ello no se debió –aventura Bartra– al carisma del candidato, la estrategia electoral o algún dato duro de la realidad, sino a una alianza espuria con el PRI, el cual entregó la elección al morenista al designar a un competidor gris para frenar a Anaya, el joven prospecto de la derecha democrática.
Regreso a la jaula caracteriza el lopezobradorismo como un populismo de derecha (“en 2018 se produjo un extraño regreso a la jaula con el triunfo de un movimiento populista de signo reaccionario”) y lo es, según su autor, tanto porque recupera la ideología priista del nacionalismo revolucionario y adopta una política económica desarrollista como porque el presidente tiene un talante indubitablemente conservador. Para cerrar la argumentación, advierte que el peligro latente de este populismo de derecha es que se convierta en la restauración –no idéntica y posiblemente peor– del viejo régimen autoritario, de tal manera que el lopezobradorismo sería la reencarnación posmoderna del priiato.
Infortunadamente, ni antes ni ahora se ha desmontado el “antiguo régimen”, como lo denomina el antropólogo mexicano, pues el sistema de dominación (es decir, el capitalismo) y el régimen autoritario siguen todavía en pie. De hecho, los mecanismos de ambos facilitaron la implantación del modelo neoliberal y contuvieron la respuesta de los subalternos ante la reconversión industrial, la desregulación económica y el incremento de la desigualdad. Además, fueron bastante funcionales a la expansión de la economía criminal y a la opción militarista tomada por la segunda administración del PAN, de la que tampoco se ha desprendido el gobierno lopezobradorista.
Desde esta perspectiva, la llamada Cuarta Transformación sería consecuencia de las enormes grietas sociales del edificio neoliberal más que del afán masoquista de los subalternos por encerrarse dentro de la jaula autoritaria, pues, como parte de las protestas globales de los últimos años, en 2018 irrumpió la “cuestión social” en la escena pública mexicana. Los asuntos abandonados por Bartra en sus mudanzas intelectuales y políticas recobraron centralidad mientras él, aprisionado en la jaula del consenso neoliberal, luce falto de respuestas.