Tiempo de lectura: 4 minutosLas protestas por la brutalidad policial contra la población negra en Estados Unidos resonaron en todo el mundo en 2020, sobre todo, después del asesinato del ciudadano afroamericano George Floyd a manos de un oficial de Mineápolis, en Minnesota. La acumulación de casos similares trajo consigo demandas drásticas, desde recortes al presupuesto de la institución para redirigirlos a programas sociales hasta su desmantelamiento o abolición, por parte de los más radicales. La primera demanda tuvo éxito: a ocho meses del hecho, el ayuntamiento destinará menos recursos a su policía en 2021. En México, estas reivindicaciones permearon con facilidad, alimentadas por la crisis de confianza en las instituciones de seguridad pública. Pero, en especial, llamó mi atención el eco que hicieron entre las feministas, un sector con exigencias legítimas de acceso a la justicia. El problema es que, al aterrizar en nuestro país, esas demandas no solo quedan fuera de contexto, sino que desvían la atención de la agenda urgente para miles de víctimas directas e indirectas, incluyendo a las madres de mujeres y niñas asesinadas, desaparecidas o abusadas. Hoy estamos lejos de que se discuta en el Legislativo qué tiene que cambiar en el sistema de procuración de justicia para reducir la impunidad. Las fiscalías y su incompetencia para investigar delitos han quedado fuera de la agenda; también la reforma policial.
Por simple rigor de método, descarto de entrada el recorte presupuestal porque, mientras que en el país vecino el argumento es que a las policías se les destinan demasiados recursos públicos, en México están famélicas. En todas es insuficiente el personal y los sueldos son precarios. Un diagnóstico del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública reportó que en 2015 el salario promedio en policías estatales a nivel nacional era de 10 mil 400 pesos y de 9 mil 200 en las municipales. Cada año ocurren paros de labores por retrasos en los pagos y el personal paga de su bolsillo uniformes y otros materiales de trabajo. Bastante se ha documentado en este sentido.
Me centraré en los problemas de la demanda de abolir la policía. Entiendo de dónde proviene. En momentos en los que las protestas ocurrían en ciudades estadounidenses, en México cientos salían a marchar contra la impunidad prevaleciente para el feminicidio, el secuestro o los delitos sexuales. Solo la mitad de los asesinatos de mujeres por razones de género y uno de cada 10 homicidios se resuelven, de acuerdo con la organización no gubernamental Impunidad Cero. Ante esto, la respuesta de los gobiernos ha sido echar mano de la policía en las protestas sin repensar ni un minuto las causas de la falta de sanción para los delincuentes y los violentos.
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En Quintana Roo, por ejemplo, el gobierno estatal llegó al absurdo de dispersar a punta de armas largas a manifestantes desarmadas de los alrededores del palacio municipal en Benito Juárez. Y, sin embargo, lo que subyace en las protestas no es la anarquía, sino la aspiración de justicia por la vía institucional.
En efecto, el sistema en su conjunto falla en su deber de proteger a las mujeres –antes, durante y después de que la violencia ocurra– mientras que la policía, en particular, es omisa en lo que le corresponde para prevenirla. Además, ha abusado de su autoridad en episodios como el de Quintana Roo. Desde mucho antes, en 2006, estas formas brutales de operar quedaron en evidencia cuando al menos 11 mujeres fueron abusadas y torturadas sexualmente durante su arresto en las manifestaciones en Atenco, Estado de México (por este caso, el Estado mexicano recibió una sentencia por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 2018).
Por otro lado, puedo ver que las voces que piden abolir la policía provienen del rechazo a una institución machista desde sus cimientos. Es cierto que una de las debilidades fundamentales del sistema de justicia penal en su conjunto es que se construyó excluyendo la perspectiva y las necesidades de la mitad de la población. Dos ejemplos a continuación. De acuerdo con una investigación de Alejandro Londoño, la Ley de Jurados de 1869 –que estableció un sistema de juicios orales con jurado en el Distrito Federal– excluyó a las mujeres del entonces órgano de participación ciudadana en la impartición de justicia. Como segundo ejemplo, actualmente solo dos de cada 10 policías son mujeres según la primera encuesta nacional que el INEGI realizó en 2017 (Encuesta Nacional de Estándares y Capacitación Profesional Policial, ENECAP).
Pero ni la aspiración de justicia para las mujeres, ni el rechazo a la visión misógina con la que operan la policía o el sistema en su conjunto hacen deseable que dejen de existir. Más aún, cuando la función de la seguridad pública está cada vez en mayor medida en manos de las fuerzas armadas, una tarea para la que no cuentan con preparación. Miles de víctimas y personas en situación de vulnerabilidad ante el delito y la violencia quedarían en la desprotección total. Sobran además actores privados ansiosos de tomar su lugar, como grupos delictivos de pequeña y gran escala y mercenarios de la seguridad; ninguno de ellos tiene interés en el bien público.
No quiero decir con esto que las cosas deben seguir como están. Todo lo contrario. Abogo por reformas profundas que transformen a la policía desde sus cimientos. Abolición no; refundación sí. Por lo mismo, me escandaliza que ni en las protestas ni en el debate público se habla ya de qué falta para que las fiscalías de todo el país logren resolver más casos y para que la policía contribuya a este objetivo. ¿Qué engranes se tienen que mover para que se encuentre y demuestre la culpabilidad de quienes cometen delitos? ¿Qué resultados han dado las fiscalías especializadas? El gran problema de que las protestas de las feministas pierdan el foco en sus demandas es que nadie más hará suya la causa de la transformación del sistema penal, del que forma parte la policía.
Si algo ha hecho temblar como ningún otro actor social al sistema político en México recientemente es la claridad de las mujeres al señalar las fallas del sistema de justicia. Lo hizo Marisela Escobedo en Chihuahua, convertida en detective, y lo hacen en varios puntos del país las madres buscadoras de sus hijos desaparecidos. Lo hicieron las activistas el 8 de marzo del año pasado. Su mensaje no debe difuminarse entre eslóganes importados, carentes de sustancia en México. En 2021 la nitidez de su demanda de justicia debe volver para seguir señalando lo que está mal con nuestro sistema penal y con la policía.