En el edificio de la revista había una cola inmensa para tomar el elevador. Era horario de almuerzo y la gente de los otros pisos también dejaba sus oficinas por un rato, abarrotando los pasillos y las escaleras. Subí corriendo los nueve pisos y entré en la redacción. Evité chocar la vista con mis colegas, no estaba de ánimos para, “¿Cómo estás, Abraham? ¿Almorzamos juntos? Oye, es viernes, tomemos algo. ¿Ya viste lo que publicó fulano? El dueño está aquí hoy”.
Me senté frente a una computadora desocupada que daba la espalda a todos. Revisé el mail, abrí las redes sociales, recorrí las poses, los egos, los gritos disfrazados. Twitter e Instagram son tribunas para exponer la vida con la que la gente sueña, no la que vive. Abrí la pagina de la revista, vi que estaba publicado lo que escribí dos madrugadas atrás. Leí el primer párrafo, perfecto, sin cambios, el segundo, también, el tercero tenía unas correcciones, le habían añadido unas pausas con comas mal colocadas que rompían por completo el ritmo. Dejé de leer, cerré la computadora de nuevo y me levanté. Pasé junto a la editora, que chateaba y comía a la vez un plato de arroz congrí con cerdo asado que tenía encima del escritorio, y pensé: imbécil.
Cuando salí del edificio mi madre estaba ahí. Su cara, rígida como un palo, pero aún con algo de ternura, esa que adopta cuando escucha mis meteduras de pata. Me dio un beso y me dijo, “vamos a almorzar”. Sentí su mano tomar la mía.
Terminamos de comer y mi madre no me había preguntado cómo haría para largarme de la isla. Debió haber pensado que fue solamente un arranque de locura, pero se equivocó. Me dijo que la dejara acompañarme un rato más antes de mi cita con unos amigos con los que iba a escuchar música en vivo y a tomar cervezas. Fuimos al malecón y caminamos por el muro mirando el mar. Una ola nos empapó y reímos a carcajadas. Al día siguiente desperté con un dolor de cabeza insoportable por tanta cerveza. Salté de la cama y la habitación se movió. Me di una ducha, tomé la bicicleta y salí.
Llegué a casa de Pelao y estaban todos reunidos allí, afinando los detalles. Fue la última vez que vi a Lachy, a Mocha, a Wilbert y a Pelao, porque Mico, que también estaba ahí, no ha podido irse aún. Tiene demasiada mala suerte encima.
Refugiados cubanos intentan arrancar el motor en su balsa, adaptado de un motor de planta eléctrica. 24 de agosto, 1994. Costa de Cojimar, cerca de La Habana. / Reuters.
En el barrio todos sabían lo que tramaban, y ellos no lo escondían. Solían pasar los días sentados en la esquina tomando ron y hablando de cualquier sandez, pero cuando se les ocurrió armar un bote y tirarse al mar rumbo a Miami, dejaron de hablar de deportes, de sexo, de política y de cualquier otro tema que usaban para acompañar los tragos. A partir de ese momento solo hablaron, día tras día, de cómo harían para marcharse. Decían que en Cuba no hay manera de prosperar, de salir adelante, de tener un trabajo digno con un salario digno, pero que en el resto del universo, todo era diferente. Eran mis amigos y en parte tenían razón, Cuba es diferente al resto del mundo.
El Mocha fue quien me abrió la puerta. Lo seguí por todo el pasillo hasta que llegamos al patio trasero. Allí estaba la obra, hecha con varios tablones de madera sobre seis cámaras de gomas de tractor y varias capas gruesas de poliestireno entre sus partes. Ese sería la embarcación que los iba a transportar 90 millas hasta llegar a Miami. Ellos estaban orgullosos, pero yo no pude evitar pensar que tan pronto tocaran el agua se hundirían en ese manojo de maderas.
Ellos no imaginaban que había ido hasta allí para sumarme a la expedición y no para darle el visto bueno a su creación. Pero me bastó ver semejante cosa para retractarme de la idea. Procedí a fingir que los visitaba por el motivo que ellos pensaban.
“Pasado mañana nos viene a buscar un camión que nos va a llevar hasta Pinar del Río, allí vamos a pasar el día en casa de un amigo y esconderemos el bote. Saldremos a la madrugada siguiente, nos llevamos una brújula, pomos de agua y comida para el camino. Verás que vamos a llegar sin lío”, me dijeron.
Tras un par de horas me fui de ahí. Dejé a mis amigos tomando ron y preparando la peripecia. Llegué a casa y sin comer nada, me tiré en la cama. Intenté leer, pero no pude concentrarme. Las palabras no me decían nada. Me quedé mirando el bombillo del techo y me pregunté por qué quería escapar de Cuba. ¿De quién huía? Del régimen, de mis circunstancias, de mi mala suerte, de mi familia, de los amores imposibles… ¿Qué quería dejar atrás? Y qué tanto iban a cambiar las cosas una vez que pusiera mis pies mojados en la arena de la Florida. Qué iba a ser de mi periodismo y de mis ganas de contar Cuba. Cómo iba a lidiar con la idea de haber complacido al régimen convirtiéndome en otro periodista independiente que se les quita voluntariamente del camino.
Mi furia era en defensa de mi libertad, de tener la opción de hacer con mi vida lo que yo quisiera. De escuchar a mi interior y poder dirigirme en esa dirección. Lo que me sacudió el mundo fue que el gobierno había decidido castigarme por escribir lo que escribía, por colaborar en una revista que no les simpatizaba y haber fundado un medio independiente, El Estornudo, para hablar de todo aquello que ellos buscan callar. Era 2016 y habían decidido que no iba a poder salir de Cuba hasta 2021. Eso se llama estar preso, y no hay nada más importante en la vida que la capacidad plena de obrar en libertad. Mis cinco años de sanción son un reflejo de la incapacidad que tiene el régimen cubano para propiciarle una vida justa a sus ciudadanos. Sin ese látigo autoritario, Cuba dejaría de ser la capital del totalitarismo occidental.
Una semana después del 2 de junio de 2016, nadie en el barrio tenía noticias de mis amigos. O se habían perdido en altamar, o habían pasado a engordar la lista de balseros cubanos muertos. La guardia costera de Estados Unidos había reportado que durante las tres últimas décadas habían interceptado a más de 70 mil cubanos. Según Associated Press, uno de cada cuatro balseros, que en esa época intentaron escapar de Cuba, falleció, por lo que estiman que la cifra de muertos superó los 18 mil. Que mis amigos llevaran una semana desaparecidos me deprimió. Pasé casi dos semanas sin salir de casa. Había perdido a cinco amigos de un tirón y pude ser yo otro cuerpo deshidratado, quemado o devorado por los tiburones. El barrio no era el mismo sin las charlas vacías de la esquina, sin pasar por donde estaban después del trabajo, aceptar un par de traguitos, y entrar en discusiones acaloradas, entre chismes y deportes.
Era de noche cuando tocaron a la puerta. Me estaba bañando y mi abuela me gritó que me buscaba una señora. Era la madre de Pelao y al verla pensé lo peor. Por fortuna, me equivoqué. La señora fue a verme para avisarme que su hijo le había llamado por teléfono. Mis cinco amigos estaban vivos.
Así ocurrió todo: el camión los recogió y los llevó hasta Bahía Honda en Pinar del Río, allí descargaron el armatroste y pasaron un día más en casa de un conocido. En la madrugada siguiente, cuando el pueblo dormía, se internaron en el mar. Todo iba saliendo como lo habían planeado, hasta que un temporal los azotó en cuanto el sol del primer día de viaje se escondió. En un abrir y cerrar de ojos el cielo y el mar se habían tornado negro carbón. Olas que los sobrepasaban por metros los zarandearon de un lado a otro con todo y la embarcación, como en una montaña rusa. Las gotas de lluvia caían en sus cuerpos como proyectiles. No veían absolutamente nada y el sonido de los estrepitosos truenos y la furia de las olas los tenían aturdidos. Cuando un relámpago caía y alumbraba aquella oscuridad, podían verse abrazados unos con otros. Sus rostros eran los rostros de quienes están viviendo los últimos instantes de una tragedia, los rostros de muertos vivos. Pensaron que la barca no aguantaría, que quedarían a la deriva en altamar. Pensaron en sus familias, en el barrio, en la maldita tarde en que se les ocurrió aquella travesía, en la mala suerte de haber nacido en Cuba, en lo jodido de ser cubano, en Fidel Castro, en su régimen… pero sobrevivieron.
Balsa de refugiados vista desde un helicóptero de la Guardia Costera de Estados Unidos a 15 millas de la costa cubana. 10 de septiembre, 1994. / Reuters.
No saben con exactitud cuánto duro el suplicio, pero permanecieron agarrados unos de otros, por un pie, por un brazo, por las costillas, por las cinturas, pidiéndole a Yemayá, diosa del mar en la religión yoruba, que terminara con aquel castigo. Poco a poco la lluvia fue cesando y el oleaje fue a menos, pero no querían levantar la cabeza. Estuvieron varias horas en silencio, casi toda la madrugada sin pronunciar una palabra. Puede que hayan pasado seis o siete horas abrazados hasta que el cansancio los venció. El primero en despertar fue Mico, quien me contó la historia. Abrió los ojos y se desprendió del grupo. Habían perdido todos los suministros. Se puso de pie y la barca se viró de costado. Mico perdió el equilibrio y cayó encima del resto. Todos se despertaron al instante con gritos, asustados. La embarcación había perdido dos cámaras de tractor y por eso estaba inclinada hacia un lado. Decidieron dividir el peso, cuatro del lado fuerte y uno solo quedó en la parte dañada. De pronto, vieron luces a lo lejos. No lo podían creer. Lo habían logrado. Estuvieron al borde de la muerte y ahora tenían ante sus ojos el sueño añorado: la Florida.
“¡Pinga, cojones, lo logramos, somos unas bestias!”, gritaron. Se dieron besos y nuevos abrazos. La madrugada comenzó a escurrirse y el sol fue subiendo. Decidieron comenzar a remar con sus propios brazos hacia unos edificios hermosos, nuevos, tan diferentes a los cubanos, que veían enclavados en la tierra. Aquellas edificaciones, que se elevaban entre cocoteros y una gran vegetación, eran como los imaginaban: lujosos, modernos, todo lo opuesto a lo añejo del malecón de La Habana. El mar era un plato llano y ya no quedaba rastro de oscuridad.
Pero había varios Jeep sobre la arena, idénticos a los soviéticos que usan los militares en Cuba: los Uaz. A bordo, los hombres vestían todos de verde, pero no le dieron mucha cabeza al asunto y comenzaron a gritar y a hacerles gestos con las manos. Minutos después vieron a una lancha salir hacia ellos. La alegría llegó a su fin cuando vieron que decía: “Guardafronteras”.
El Lachy, el Mocha, Wilbert, Pelao y Mico habían llegado a Varadero.
Los detuvieron y los llevaron al calabozo. Pasaron ahí tres semanas respondiendo preguntas en interrogatorios diarios. Los acusaban de salir ilegalmente del país, un cargo que no es punitivo en Cuba, pero que siempre está ligado al tráfico de personas.
La madre de Pelao había ido a verme para que hablara con mi padre, que es militar, y que intercediera por ellos. Pero no hizo falta, pues la policía se percató que aquellos cinco muchachos lo único que querían era largarse de la isla a como diese lugar y a las tres semanas los pusieron en libertad. Días después, El Lachy, el Mocha, Wilbert y Pelao volvieron a la carga: un amigo les prestó dinero para comprar pasajes a Ecuador, que por esa fecha no pedía visa de entrada y hacía allá volaron. Luego pasaron casi dos meses de travesía por toda la selva centroamericana en manos de coyotes y delincuentes, hasta que llegaron a México y de ahí cruzaron a Estados Unidos, antes que Barack Obama derogara la “Ley pies secos, pies mojados” que hasta enero de 2017 permitía a todo cubano que llegará a ese territorio, quedarse en el país.
Mico, por su parte, siguió en Cuba. No se enroló en la travesía por la selva, pero sí lo intentó nuevamente por mar. Esa vez, los que lo interceptaron fueron Guardafronteras bahameses, quienes lo llevaron a una prisión en su país, donde pasó ocho meses encerrado, hasta que lo deportaron de vuelta.
En 2020, yo, como Mico, sigo en Cuba. Toda mi vida ha transcurrido en esta isla. Han pasado cuatro años desde que el Ministerio del Interior me impuso la sanción que me impide salir de aquí. No he podido asistir a eventos, talleres, cursos o entregas de premios a los que me han invitado fuera del país. Tampoco he podido impartir conferencias ni aceptar trabajos en otras partes del mundo. Sigo haciendo periodismo y todos los días intento contar a Cuba, desde su complejidad. La pandemia me hizo posponer mi boda y espero un bebé que aún no tiene nombre.