Elon Musk es el hombre más rico del mundo y sus logros no son pocos: ha impulsado la revolución de los automóviles eléctricos, ha renovado interés por los viajes al espacio y ha fundado y dirigido varias de las empresas más innovadoras del mundo. Sin embargo, a pesar de la narrativa del gran hombre que se ha construido alrededor de él, Musk también es un tipo volátil, paladín de las causas de extrema derecha, capaz de destruir a quien se atreva a contradecirlo.
Los ojos verdes de Elon Musk te miran desde la portada de su biografía. Todo, absolutamente todo en esa imagen del fotógrafo Art Streiber, para un perfil de la revista Wired en 2012, pide a gritos que tomes en serio, lo más en serio posible, a este hombre vestido de negro. Su rostro iluminado, cuyas sombras acentúan los ángulos de sus pómulos. La mirada fija, insinuante y asertiva a la vez. Las manos juntas debajo del mentón en señal de plegaria o súplica. Pero no es perdón, no es indulgencia o nada parecido lo que piden esas manos. Es admiración. Musk te mira desde la tapa del libro escrito por Walter Isaacson para que te rindas ante sus logros y éxitos. Ante la evidencia —incuestionable— de su superioridad. Admírame, quiéreme, témeme, incluso. Durante más de seiscientas páginas, el libro de Isaacson cumple la misma función: he aquí un gran hombre que merece toda tu admiración, parece decir el biógrafo especializado en retratar íntimamente la grandeza de hombres grandes (valga la redundancia): Leonardo da Vinci, Benjamin Franklin, Albert Einstein y Steve Jobs, este último la vara con que mide a su nuevo biografiado, Elon Musk.
Musk, el niño víctima de bullying en su infancia en Sudáfrica, en la escuela y en el veldskool, un campamento que describe como “El señor de las moscas en versión paramilitar”, donde según recuerda aprendió que “si alguien me acosaba, podía pegarle un puñetazo fuerte en la cara y ya no volvería a intimidarme”. Esa violencia, así como la física y psicológica que su propio padre ejerció sobre él y su hermano menor, marcó su carácter de forma indeleble. Se trata siempre de pegar más fuerte. El mundo, en última instancia, no es sino un lugar hostil donde rige la ley de la selva y no hay, en su visión, otra forma de avanzar. Golpe a golpe, duela a quien duela.
El hombre más rico del mundo. El hombre que disparó la revolución de los automóviles eléctricos. El hombre que resucitó los viajes al espacio exterior. El hombre que ha fundado y dirige varias de las empresas más innovadoras del mundo —Tesla, SpaceX, The Boring Company, Neuralink, etc.— y que, aun así, nadie sabe bien cómo encuentra tiempo para tuitear —perdón, postear en X— a un ritmo promedio de veinticuatro veces al día, amén de retuits, likes y otras interacciones, desde que adquirió la compañía en octubre de 2022. Todo, incluida la compra de Twitter, con “la misión de preservar la civilización”.
El gran hombre se ve a sí mismo de esa forma, en esos términos grandilocuentes. Él y su misión amenazados por conspiradores que quieren acabar con la humanidad o, más bien, con los planes que él ha concebido para ella. Ya sean los impulsores del “virus mental woke”, que quieren destruir “la libertad de expresión” y, con ello, “la democracia”, o los enemigos de la innovación, que ponen trabas burocráticas al desarrollo de nuevas tecnologías, como sus automóviles eléctricos o cohetes espaciales.
Hoy, a finales de 2023, mientras presenciamos cómo Elon Musk destruye día a día la plataforma que compró por 44 000 millones de dólares —la caída publicitaria, principal sostén económico de la empresa, no se detiene, y muchos de sus principales usuarios se muestran cada vez más descontentos con la experiencia —, o cómo ha ido mutando en paladín de causas de extrema derecha y propagador de teorías de la conspiración (algunas de claro corte antisemita), resulta difícil recordar o poner en perspectiva sus logros.
Como escribió Laura Miller en Slate: “Así como los idólatras de Elon Musk se niegan a creer que algunas veces no tiene idea de lo que está haciendo, a las personas que desprecian sus ideas políticas, formas y actitudes de patán les gusta insistir en que no es más que un charlatán que se roba las innovaciones de otros y se vende a sí mismo como un genio”.
Un tipo “volátil” (mercurial, en el inglés original de su biógrafo), que entiende la vida como un videojuego en que él es siempre el héroe, desata pasiones por igual entre sus seguidores —no solo es el dueño de X, sino el usuario más seguido de la plataforma— y quienes lo desprecian. Pasiones que él mismo se encarga de inflamar día a día tanto en la vida real como en su red social. Porque Elon Musk es y será siempre “un adicto al drama”, en palabras de su biógrafo. Es “un dragón que escupe fuego”. Es un “rey” al que una de sus exesposas intentaba controlar para que no se convirtiera en “un loco nivel rey”. Un “amante del riesgo” que desciende de “una familia de aventureros”. Es “una fuerza de la naturaleza”. Un “hombre-niño” que, pese a su edad —52 años—, tiene dentro “un niño de pie frente a su padre”. Un hombre con “la capacidad de hacer pasar su misión por un mandato de los cielos”.
“Así como los idólatras de Musk se niegan a creer que algunas veces no tiene idea de lo que está haciendo, a las personas que desprecian sus ideas políticas […] les gusta insistir en que no es más que un charlatán que se roba las innovaciones de otros y se vende a sí mismo como un genio”.
Y la misión de Elon Musk no es otra que salvar a la humanidad. Como recuerda Jill Lepore en una reseña que escribió para The New Yorker, el comediante y presentador Stephen Colbert le preguntó alguna vez si estaba sinceramente intentando salvar el mundo. Antes, Colbert le había dicho: “La gente te llama el Tony Stark [el multimillonario que se transforma en Iron Man en el universo de Marvel] de la vida real”, lo que despertó una tímida sonrisa en el multimillonario. A la pregunta de Colbert, un Musk titubeante respondió: “Bueno, estoy intentando hacer cosas buenas, sí, salvar el mundo no es, quiero decir…”. No siempre duda así. Por el contrario, es habitual escucharlo decir cosas como “La misión de mi vida es hacer que la humanidad sea una civilización multiplanetaria”.
Durante una discusión con su entonces amigo (se pelearían después por sus diferencias acerca de este tema) Larry Page, uno de los fundadores de Google, sobre los alcances de la inteligencia artificial y el peligro de que “las máquinas algún día superen a los humanos en inteligencia e incluso conciencia”, Elon Musk le soltó: “Bueno, sí, soy prohumano. Carajo, a mí me encanta la humanidad”. Pero si uno escucha con atención, descubrirá que en realidad Musk quiere salvar a la humanidad de sí misma. O, más bien, de los humanos. Dice adorarla, pero no parece nada interesado en sus miembros. Incluso un concepto tan humano y sencillo como la empatía le es casi ajeno. Su primera esposa, Justine Musk, madre de sus primeros cinco hijos, recuerda que un día iban conduciendo por la carretera y ella intentaba explicarle qué era “la verdadera empatía”, a lo que él respondió que, debido a su asperger, “había aprendido a ser psicológicamente más astuto”. Justine, frustrada, le dijo que no tenía que ver “con lo racional ni con lo analítico”, sino con “sentir de verdad a la otra persona”. El matrimonio, es obvio, no duró demasiado. Nadie que se atreva a contradecirlo permanece mucho tiempo a su alrededor. Musk cree que no debe ser cuestionado por sus familiares, amigos o empleados, ya que, como un padre autoritario —o líder de un culto apocalíptico—, él y solo él sabe lo que es bueno para nosotros. Mudarnos a Marte antes de que la Tierra deje de sernos útil o terminemos de destruirla entre todos. “Tenemos que llegar a Marte antes de que me muera. Aparte de nosotros, y a veces eso significa ‘aparte de mí’, no hay ninguna fuerza impulsora que vaya a llevarnos a Marte”, le dice a su biógrafo.
El libro de Isaacson, Elon Musk (Debate, 2023), tiene un problema similar. Al escritor le interesa un solo humano, el representante mayor de esa humanidad, destinada gracias a su genio y empeño a trascender la Tierra y convertirse en una especie interplanetaria. Solo él importa, el resto son apenas actores de reparto al servicio de la gran narrativa del gran hombre, o meros daños colaterales. Ya sea Jenna, su hija trans —cuyo presunto marxismo y cambio de género se encuentran, según Isaacson, entre las razones del odio de Elon Musk hacia el “virus mental woke”—, o sus empleados, a los que grita e insulta o despide de forma intempestiva cuando se atreven a contradecirlo. Todo parece estarle permitido a este gran hombre que un día nos llevará hasta Marte.
De entre las muchas preguntas que guían el libro, ninguna es más importante que la siguiente: ¿acaso aguantar a un tipo insufrible —al que el mismo biógrafo llama “imbécil” (asshole) en más de una ocasión— es un costo asumible y necesario para lograr avances científicos como la propagación de automóviles eléctricos o los viajes interplanetarios?
La pregunta la responden distintas voces:
Michael Marks, inversor de Tesla que pasó un tiempo como director general interino antes de marcharse debido a diferencias profundas con el estilo de gestión de Musk —“brutal” y “abusón”—, dice: “Si el precio que el mundo paga por este tipo de logros es que haya un auténtico imbécil detrás de ellos…, bueno, quizá merece la pena pagar el precio”.
Steve Wozniak, el cofundador de Apple, en un paralelismo favorito de Isaacson (hay por lo menos veinte alusiones a Steve Jobs, aun cuando nunca tuvieron ningún tipo de relación), se pregunta acerca de su amigo y cofundador Jobs: “¿Tenía que ser tan malvado? ¿Tan severo y cruel? ¿Tan adicto al drama?”. Y el mismo Wozniak responde que si él hubiera estado al mando habría sido más amable, “pero si yo hubiera dirigido Apple, quizá nunca habríamos construido el Macintosh”.
El propio Walter Isaacson, para que no quede duda, termina el libro así:
“Pero ¿un Musk contenido lograría tantas cosas como un Musk desatado? ¿Es esa forma de actuar, sin filtro y sin ataduras, parte integral de la persona? ¿Se puede poner cohetes en órbita o completar la transición a vehículos eléctricos sin aceptar todos los aspectos de Musk, los estables y los desquiciados? A veces, los grandes innovadores son hombres-niños con una compulsión por el riesgo que se resisten a que nadie les enseñe a usar el orinal. Pueden ser imprudentes, dar vergüenza ajena, ser, a veces, incluso tóxicos. También puede que estén locos. Lo bastante locos para creer que pueden cambiar el mundo”.
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La narrativa del gran hombre que hace cosas grandes se apoya en esas respuestas, que parten de una pregunta equivocada. El contrafáctico impide responderla. No tenemos cómo saber si un Elon Musk menos “imbécil” habría conducido sus empresas a logros similares. Como tampoco podríamos saber si otra persona habría alcanzado éxito de haberse planteado los mismos retos. Su innegable éxito no depende de que maltrate a la gente de la forma en que lo hace. Existe una multitud de razones, muchas de las cuales el propio Isaacson explora en el libro —su capacidad para concentrarse, su perfeccionismo, sus habilidades como ingeniero, el talento que ha sido capaz de atraer, el apoyo de amigos con muchísimo dinero, la mera suerte en ocasiones puntuales, incluso—, pero que el biógrafo siempre ubica en segundo y tercer lugar para apuntalar la narrativa del gran hombre que vence debido únicamente, o sobre todo, a su empeño sobrehumano y a que está dispuesto a poner el fin siempre por delante de los medios.
La narrativa del gran hombre sirve para excusar el mal comportamiento, el maltrato y el daño que inflige a otros en pos de llevar a cabo su gran visión. Lo sabe el propio Elon Musk, que en el monólogo inicial de su aparición en el famoso programa Saturday Night Live en 2021 dijo: “Reinventé los autos eléctricos y voy a enviar gente a Marte en cohetes espaciales. ¿Pensaron que también iba a ser un tipo relajado normal?”.
En ese monólogo también dijo: “Estoy haciendo historia esta noche al ser la primera persona con asperger en presentar Saturday Night Live”. Esa condición aparece repetidas veces en la biografía escrita por Isaacson, siempre como una forma de excusar la falta de empatía o el maltrato al que somete a otros. “Las personas como Elon, con asperger, no captan los códigos sociales ni piensan de manera espontánea en el impacto de lo que dicen sobre otras personas”, dice Gwynne Shotwell, directora de Operaciones de SpaceX y una de las colaboradoras más cercanas de Musk. Sin embargo, difícilmente el asperger o el síndrome bipolar que dice tener —aunque no ha sido diagnosticado— sirvan para excusar sus ataques matonescos y la deriva extremista que todos venimos presenciando en los últimos años.
Lo sabe el propio Musk, que en el monólogo inicial de su aparición en el famoso programa Saturday Night Live en 2021 dijo: “Reinventé los autos eléctricos y voy a enviar gente a Marte en cohetes espaciales. ¿Pensaron que también iba a ser un tipo relajado normal?”.
Al poco tiempo de que compró Twitter, cuando todavía había quienes estaban dispuestos a brindarle el beneficio de la duda respecto al manejo y futuro de la plataforma, Eon Musk trabajó estrechamente con Yoel Roth, entonces jefe de Seguridad y Confianza de la empresa. Roth había sido el responsable de muchas decisiones difíciles relacionadas con la moderación de contenido y la suspensión de cuentas, como la del expresidente Donald Trump.
Roth, según cuenta Isaacson, en un inicio consiguió explicarle a Elon Musk la forma en la que trabajaba su equipo y se granjeó su aprecio y apoyo. Incluso cuando grupos y troles conservadores atacaron a Roth por una serie de tuits antiguos en que había lanzado insultos y burlas en contra de Trump, Musk lo defendió públicamente. “Todos hemos escrito algunos tuits cuestionables, yo más que la mayoría, pero quiero dejar claro mi respaldo a Yoel. Estoy convencido de su elevada integridad, y todos tenemos derecho a profesar nuestras creencias políticas”, tuiteó.
Todo cambió, poco después, cuando Roth dejó la empresa y osó criticar a Musk en una columna publicada en The New York Times.
“Aunque [Musk] critica lo caprichosas que son las reglas de la plataforma, él perpetúa esa misma falta de legitimidad a través de sus cambios impulsivos y pronunciamientos a través de tuits sobre las reglas de Twitter. Al autonombrarse ‘tuitero en jefe’, Musk ha dejado claro que al final del día es él quien toma las decisiones. Es por esto que opté por dejar la empresa: si en Twitter las reglas se decretan por mandato del jefe, no hay necesidad de un responsable de Seguridad y Confianza dedicado a desarrollarlas de acuerdo con unos principios”, dejó escrito Roth.
Pocas semanas después, Elon Musk publicó un tuit con un fragmento sacado de contexto de la tesis doctoral de Roth y escribió: “Parece que Yoel está argumentando a favor de que se permita el acceso de niños a servicios de internet para adultos”. En realidad, la tesis de Roth señala que estos servicios deben hacerse responsables por la seguridad de los menores de edad que usan las plataformas, y no escudarse en que su uso está autorizado solo para mayores y hacer como que sus usuarios menores no existen.
Las acusaciones de pedofilia o de complacencia con la pedofilia son un arma habitual de extremistas de derecha en redes sociales. Al publicar ese tuit, Musk puso una diana sobre Roth, que se convirtió en un objetivo para un ejército de acosadores online. Elon Musk, un tipo inteligente, era perfectamente capaz de entender lo que la tesis de Roth en realidad decía, pero se sumó con alegría al linchamiento de un exempleado que sentía que lo había traicionado.
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Según escribió el propio Roth en otra columna, tras el tuit de su exjefe empezó a recibir miles de correos y mensajes amenazantes. La cosa fue a mayores cuando la congresista Marjorie Taylor Greene, del ala más radical del Partido Republicano, declaró en una entrevista a Fox News que Roth tenía “unas posturas muy perturbadoras sobre los menores y la pornografía infantil” y que había permitido “la proliferación de la pornografía infantil en Twitter”. Como consecuencia de estos ataques, dice Roth: “He vivido con guardias armados en la puerta de mi casa y he tenido que trastocar la vida de mi familia, así como esconderme durante meses y mudarme una y otra vez”.
A finales de septiembre de 2023, Roth participó en una conferencia de tecnología, en la que fue entrevistado por Kara Swisher, una conocida y aguda periodista que ha criticado con severidad a Elon Musk en el pasado. Ahí recordó este terrible episodio y alertó sobre los problemas de seguridad que siguen creciendo en la plataforma. La respuesta de Musk a esos comentarios no se hizo esperar. Un par de días después, posteó en X: “Pocas veces he visto el mal en forma más pura, los corazones de Yoel Roth y Kara Swisher están llenos de odio hirviente”. Esto dicho por un hombre que acusó de pedófilo a un exempleado que se atrevió a abandonar el redil y mostrar su desacuerdo públicamente. Dicho, además, a posteriori y a sabiendas del peligro en que lo había puesto.
Fuera de la discutible narrativa del gran hombre y sus logros, y las diversas excusas que sus seguidores, amigos, acólitos e incluso su biógrafo se empeñan en esgrimir, este es el principal problema con Musk: sus acciones tienen consecuencias, para bien y para mal, aunque él, el hombre más rico del mundo, tenga recursos y poder más que suficientes para vivir aislado de ellas, concentrado únicamente en el coro de voces zalameras que celebra sus dislates en X, el patio de recreo que se compró por 44 000 millones de dólares. Es eso, a fin de cuentas, lo que lo hace tan peligroso para todos. Y lo que todos debemos recordarle y recordarnos como podamos.
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DIEGO SALAZAR. Es periodista. Su trabajo ha aparecido en medios como The Washington Post, The New York Times, El País, Foreign Policy, Etiqueta Negra y Radio Ambulante. En 2018 ganó el Premio Nacional de Periodismo de Perú en la categoría de Reportaje. Es autor de los libros No hemos entendido nada. Qué ocurre cuando dejamos el futuro de la prensa a merced de un algoritmo y ¿Ahora qué? Apuntes urgentes para entender una campaña interminable. Acaba de publicar, como editor, la colección de ensayos Populismos. Una ola autoritaria amenaza Hispanoamérica. En la actualidad reside en la Ciudad de México.
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