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Piedad Bonnet, poeta encumbrada en tierra de poetas enormes, reconocida con el XXXIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, nos recibió en su departamento en Bogotá.
Repartió su vida entre el matrimonio, la academia, la crianza de tres hijos y la escritura. En junio pasado se anunció que era la ganadora del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, lo que la coloca definitivamente en la primera línea de la poesía de su país y de la región.
Piedad Bonnett vive en el tercer piso de un edificio añoso del oriente de Bogotá. Al entrar al apartamento, lo primero que aparece es la pintura al óleo, enorme, de la cabeza de un rottweiler silenciado por un bozal que le otorga una apariencia de cyborg postpunk. Hay otros óleos de perros, todos son grandes animales del terror silenciados, amordazados, encadenados, apabullados, muertos en vida. La sala de estar se abre con grandes sofás y una mesa cuadrada con dos sillas en cada lado. Hay un retrato, el de un hombre menudo, delgado, el trazo en carbón hábil, la cara borroneada, desenfocada, muda. Todas las pinturas llevan la firma de Daniel Segura Bonnett, que se suicidó en mayo de 2011, cuando tenía 28 años y llevaba un tiempo largo padeciendo esquizofrenia.
Piedad Bonnett habla y sonríe.
—Este es un óleo que hizo en la universidad, allá tengo más perros; era muy buen dibujante, mira. Creo que él era, sobre todo, un gran dibujante.
Él es Daniel, el hijo menor que en la adolescencia sufrió un brote psicótico, al parecer empujado por el uso de un medicamento. Así se desató una esquizofrenia que lo acompañó hasta la muerte. Daniel había estudiado Artes en la Universidad de Los Andes y cursó varios posgrados; fue profesor en el Gimnasio Campestre, un colegio de jóvenes de familias ricas de Bogotá, donde vivió días difíciles de burlas por parte de los estudiantes.
—Yo creo que él estaba con ese tema del bozal, del secreto de su enfermedad. Mira esta belleza, es una obra de Chuck Close, un norteamericano, y de esa pintura él hace un zoom a la boca con un óleo. Subamos, que arriba está encerrado mi marido, que por fortuna se ocupó con un partido de fútbol.
En el corazón de la segunda planta, donde hay un baño y dos habitaciones, está el estudio de Piedad, abarrotado de libros en estantes y mesas, en muebles y escritorios. Sobre un tapete hay dos sofás y un equipo de sonido con la funda del último sencillo de The Beatles encima, “Now and Then”, que fue mejorado con inteligencia artificial y que publicó Paul McCartney —“Me lo envió una amiga desde Londres”—. Los libros refieren a una lectora voraz y sofisticada. Si bien están omnipresentes Gabriel García Márquez y Jorge Luis Borges, y poemarios de José Watanabe, Blanca Varela y José Manuel Arango, también hay autoras como Rachel Cusk, Irene Solà y Vivian Gornick. Los estantes están adornados con alebrijes, porcelanas y juguetes minúsculos que refieren a alguna infancia remota, o a Daniel. Hay retratos, más perros.
—Daniel estaba pintando a los perros de los guardias de seguridad. Mira, ese es su cuarto, que mantuve cerrado durante meses, intacto.
“Pinté un perro para que cuidara mi puerta, / un perro triste y feroz al mismo tiempo / que disuadiera a cualquier atacante. / Pero cuando fui a colgar el perro en mi puerta / vi que no había puertas, ni ventanas. / Pasé mi mano por la pared rugosa buscando una grieta, / tal vez un agujero. Comprendí que yo era la pared, / que iba a morir sin aire, / que la única grieta está en mis adentros / y que por los agujeros de mis ojos / miraba un perro triste, / triste y feroz al mismo tiempo”, se lee en “Vigilante”, un poema de Piedad Bonnett que aparece en Los habitados (Frailejón Editores, 2021).
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Un retrato de Piedad Bonnett podría empezar de otra manera, diciendo quizá que, en un país de poetas enormes como Porfirio Barba Jacob, León de Greiff, José Asunción Silva, José Manuel Arango, Aurelio Arturo y María Mercedes Carranza, ella se levanta ahora como la más importante. Podría empezar diciendo que el 3 de junio de 2024 se anunció que sería galardonada con el XXXIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, que entregan en España la Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional, un premio que reconoce la obra de un autor vivo. María Dolores Menéndez, gerente de Patrimonio Nacional, dijo que Piedad Bonnett “es una voz actual de referencia en la poesía iberoamericana con un trato elaborado del lenguaje que le permite acercarse a la experiencia vital con profundidad y belleza y a responder con humanidad a la tragedia de la vida. Su poesía es luminosa, aun cuando trata temas arduos, como el desamor, la guerra, la pérdida o el duelo”. Habría que buscar un esguince, otro inicio, pero Piedad tiene una galería personal de su hijo montada en su casa, aunque ella diga que el cuarto de su vástago menor ya ha cambiado y se convirtió en el refugio de sus nietas. Todo parece un “museo de la inocencia”, ese artefacto que construyó un personaje de Orhan Pamuk en la novela del mismo nombre para honrar los objetos más cotidianos de un amor fenecido, pero es una cosa a la que ella se niega.
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Daniel Segura Bonnett se lanzó del techo de un edificio ubicado en el Upper East Side de Nueva York el 14 de mayo de 2011 y dejó su habitación en pulcritud monacal: la cama tendida, los libros sobre el escritorio, la tarjeta con un regalo de la madre y, en línea prolija, el reloj, la billetera, el iPod, el celular. Daniel era el hijo menor de Piedad, su más protegido, sobre cuya vida, enfermedad y muerte escribió un libro sangrante: Lo que no tiene nombre (Alfaguara, 2013), que ya lleva 32 ediciones: “¿Cómo puedes vivir cada segundo sabiendo que tu hijo está iniciando un episodio de paranoia, quizá un estado psicótico, y que no puedes hacer realmente nada porque hay en todo una cierta apariencia de normalidad que no te autoriza a tomar medidas drásticas? A las seis de la tarde Daniel llegó de la consulta médica con semblante sombrío y con una caja de un medicamento nuevo que debía empezar a tomar. Le pregunté con delicadeza cómo se sentía, y por supuesto me di cuenta de que nada había cambiado desde el día anterior: aunque leve, la sensación de amenaza persistía en él.
"Para animarlo me ofrecí a hacerle un masaje. Traje un enorme frasco de aceite color ámbar y una toalla e hice con mis manos lo mejor que pude: pasé mis dedos por sus hombros, su nuca, su cabeza. Escarbé entre su pelo, acaricié los lóbulos de sus orejas como había visto que hacían los masajistas. Daniel, sonriente, volvió a ser un niño entre mis manos”.
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Amalfi es un pueblo del departamento de Antioquia célebre por dos cosas: por el mito de un tigre poderoso que mataba novillos y caballos, cazado el 18 de noviembre de 1949, y por ser el lugar donde nacieron los hermanos Vicente, Fidel y Carlos Castaño, precursores del paramilitarismo en Colombia, hoy muertos, aunque sus cuerpos nunca fueron encontrados. En ese pueblo nació Piedad Bonnett en 1951, la primogénita de Iván Bonnett Henao y Bertha Vélez Trujillo —él tiene 98 años y ella, 101—, una bebé de ojos pequeños y una mancha en la boca que desapareció con los meses.
“Mi madre me dio unos días de plazo para desamoratarme, desarrugarme, y entonces sí develar mi verdadero ser, acorde a su noción de belleza. Imposible que la genética le hubiera jugado esa broma cruel, ignorando las pestañas cerradas, la barbilla perfecta y la piel lechosa de ella misma y de mis innumerables tías y primas. Tendría paciencia, pensó, mientras se recuperaba de los malos tratos de la naturaleza, que había hecho que yo desgarrara su vagina, causándole una hemorragia que obligó a mi abuela y a un par de asistentas a extender al sol sábanas y trapos durante casi dos semanas”, escribe en la novela, una autobiografía falsa, El prestigio de la belleza (Alfaguara, 2010), en la cual dice que era una niña fea en medio de mujeres bellas.
—Rápidamente me di cuenta de que yo no era una niña linda, porque mi mamá trataba de hacerme muchas cosas para que me viera bien y decía: “Mire, péinese como sus primas, despéjese la frente, haga esto y aquello”. Por eso, porque yo me sentía fea, me casé con Rafael, a quien conocí cuando tenía como 15 años. Dije: “Este es el mío”.
Piedad es la hermana mayor de Diana, historiadora; de Fabián, quien estudió teatro y es editor, y de Mauricio, cineasta y autor de cuatro novelas publicadas en Editorial Norma y Alfaguara. Crecieron en una familia conservadora habitada por sacerdotes y monjas, como manda la tradición antioqueña, donde el padre es una especie de ser omnipotente que puede castigar con severidad y la madre es un ser omnipresente y puro que debe saberlo todo de sus hijos.
En el libro El hilo de los días, que ganó el Premio Nacional de Poesía en 1994 y le trajo la notoriedad literaria, están expuestas la infancia en Amalfi y la vida del encierro religioso. “Aquí golpeaba airadamente el padre sobre la mesa causando un temblor de cristales, una zozobra en la sopa, / volcaba el jarro de su autoridad aprendida, de sus miedos, / de su ternura incapaz de balbuceos. / Adelantaba su dedo acusador y el silencio / era como una puerta obstinada que defendía a los niños del llanto. / Aquí solo hay ahora una mesa de cedro, unos taburetes, / un modesto frutero que alguien hizo / con doméstico afán. / ¿Dónde los niños, / dónde el padre y la madre arrulladora? / La tarde esplendorosa asoma añil y roja detrás de los vitrales. / Y pareciera que tanta paz, tanto silencio pesaroso / fuera el golpe de Dios sobre la mesa”.
Padre y madre decidieron abandonar Amalfi en 1958, cuando Piedad tenía siete años. Viajaron en avión —uno de los orgullos de los amalfitanos es su pequeño aeropuerto— hacia Medellín, donde permanecieron un par de días, y luego partieron con rumbo a Bogotá. Piedad siempre creyó que Amalfi era epicentro de la barbarie del conservadurismo más taimado, por eso nunca quiso volver, hasta que el periodista Daniel Samper Ospina le propuso que escribiera un texto para la revista SoHo. Ella se negaba, contumaz, pero finalmente accedió. La crónica se titula “Un pueblo sin Piedad” y se publicó en agosto de 2004. Allí se lee: “Desde el aeropuerto de Amalfi viajé yo a Medellín hace más de 40 años, cuando el pasaje costaba 16 pesos; en la avioneta vi el llanto silencioso de mis padres, que sabían que se iban para siempre, soñando con un futuro incierto en la lejana Bogotá”.
"Los recuerdos de la infancia temprana son aciagos, pues en Amalfi —como en gran parte de la Colombia rural de esos años— se vivía una violencia política enraizada en la que conservadores perseguían liberales para cercenarles la garganta y sacar por allí la lengua, en una práctica que llamaban “la corbata”. Dice la crónica: “En ese pueblo que ha visto verter tanta sangre, encuentro sin embargo pequeños milagros culturales: una emisora, La Voz de Amalfi, un canal de televisión, un periódico, una modesta biblioteca perfectamente clasificada. Hay allí gente que trata de dignificar el gusto de la región, como Alberto Asuad, quien dirige un programa de música clásica cuatro veces a la semana, y jóvenes que sueñan, como Jorge, quien me persigue con su cámara para hacer un video institucional. Alberto me muestra la carta donde un campesino le dice que ha oído hablar de Tchaikovsky, y que le gustaría oír algo de su música. Estamos de acuerdo en que ese solo hombre justifica ya su esfuerzo. Una y otra vez me he preguntado cuál habría sido mi destino si mis padres no hubieran elegido el éxodo”.
¿De haberse quedado en Amalfi hubiera escrito nueve libros de poesía —De círculo y ceniza, Nadie en casa, El hilo de los días, Ese animal triste, Todos los amantes son guerreros, Tretas del débil, Las herencias, Explicaciones no pedidas, Los habitados—, siete novelas —Después de todo, Para otros es el cielo, Siempre fue invierno, El prestigio de la belleza, Lo que no tiene nombre, Donde nadie me espere, Qué hacer con estos pedazos— y el libro de entrevistas Imaginación y oficio: conversaciones con seis poetas colombianos, que es un texto de obligado estudio para estudiantes de literatura colombiana?
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En los poemas de Piedad Bonnett hay una voz que ama y no es correspondida, que ama y no se sacia, que ve transcurrir la vida del hogar con hastío y temor. En su poesía aparecen las tradiciones de los hogares conservadores colombianos y la figura vicaria de Dios que cumple el padre terrenal; aparece la violencia de los campos colombianos, la violencia de las ciudades, las víctimas, la soledad. Esa poesía solo fue alabada entre poetas en los primeros años de este siglo, cuando se publicó Lo que no tiene nombre, el libro del luto, el libro de la muerte de un hijo. Esa obra triste la mostró al mundo, la sacó definitivamente de los salones de clase.
En el prólogo de Los privilegios del olvido, una antología personal que el Fondo de Cultura Económica hizo de la obra de Piedad Bonnett en 2008, el poeta José Watanabe escribe: “Hay poemarios como espejos brumosos donde la realidad reflejada aparece detrás de una neblina asfixiante. Hay otros cóncavos o convexos donde el mundo adquiere acaso su verdadera figura grotesca. También los hay trizados que se esfuerzan por componer una realidad fragmentada. El primer poemario de Piedad Bonnett, De círculo y ceniza, es un espejo múltiple, un poliedro girando en el aire. Su unidad está dada por la diversidad de sus varias caras. Y visto desde la perspectiva actual, cuando la poeta lleva firmados seis poemarios notables, también puede considerarse un meditado y temprano planteo de temas a desarrollar, un índice o advertencia de lo que después serían sus estaciones temáticas más recurrentes. Cada poema es como el hito fundacional de un largo camino que se desarrolla sobre una superficie terrible: la soledad”.
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Escribió el crítico Augusto Escobar Mesa para la edición de El hilo de los días que el Metro de Medellín publicó y reparte gratuitamente en sus estaciones: “Galería de espejos donde hombres y mujeres se ven en su repetida, diminuta y más de las veces absurda cotidianidad, es lo que nos muestra Piedad Bonnett en sus poemas, novelas y piezas de teatro. Cotidianidad que enreda, ata, aliena y deja ver los despojos de nuestra mísera condición: seres en busca de un no sé qué, de un otro que complete lo que de naturaleza es incompletud, de un sentimiento de vacío, de permanente frustración, de violencias que escinden los cuerpos y las conciencias, de idearios que se extravían en las equívocas palabras”.
La escritora Yolanda Reyes, columnista del diario El Tiempo, publicó en 2013 sobre Lo que no tiene nombre: “En los artículos escritos durante estos días se ha alabado la contención emotiva que le da el oficio de escritora a Bonnett para expresar un dolor tan hondo, sin caer en el sentimentalismo. Pero lo que a mí más me maravilla es la forma como ‘estrena’ para nuestra literatura esa cierta tonalidad que da cuenta de los cuidados esenciales que prodigamos a los hijos. La maternidad, que ha sido vista como sospechosa en la literatura, es manejada con esa misma contención para iluminar sutilmente un campo emocional en el que poco se había ahondado: ‘Yo lo amaba, lo cuidaba, de esa manera elemental y sin embargo entrañable en que las madres amamos y cuidamos a nuestros hijos’… ‘Yo lo miraba vivir, con un secreto temblor’, se lee en el libro”.
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Tiene una tos persistente desde hace varias semanas y lo cuenta divertida.
Muchas veces en su manera de contar las cosas hay un tono infantil, mas no inocente; un tono infantil un poco malévolo, de niño cruel. Dice que cuando la llamó la presidenta de Patrimonio Nacional para anunciarle que había ganado el Premio Reina Sofía —la ceremonia de entrega será en noviembre—, estaba en una terapia respiratoria, tenía puesta una mascarilla y se escuchaba el llanto de un niño y el escándalo de alguna enfermera que ululaba por la clínica.
Entonces vuelve esa tos y aclara que no es covid-19 ni un virus extraño, que es una alergia, y propone que bajemos nuevamente. El marido ni se escucha desde la habitación que está junto al estudio. Ella se pone de pie: mide más o menos un metro y medio y es ágil, viste de colores ocre. Mientras bajamos habla de los perros al óleo y tose de nuevo con persistencia.
—Creo que tengo una cosa alérgica, según me dicen, porque me han hecho exámenes de todo tipo para descartar. Llevo como tres semanas así. No hay regalo que no venga envenenado. Cuando gané el Premio Casa de las Américas fue un jueves y Daniel se mató el sábado, y con esa plata hice el libro que repartí el día del aniversario, un libro que tenía todas sus pinturas. Y bueno, no voy a comparar con el Reina Sofía, pero ese premio me exige hacer una antología de 200 poemas y he estado clavada haciéndola. Todo trae tareas aparejadas.
Lo dice sin queja, reconociendo su sino; antes de esta entrevista estaba preparando una conferencia que daría dos días después a los estudiantes de la maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional Autónoma de México. Me lo dijo en una llamada telefónica mientras me instruía cómo llegar a su apartamento: “Les voy a hablar sobre el oficio, sobre cómo buscar la voz propia, de que uno tiene que mirar cuáles son las afinidades y para esto tiene que leer y después indagar, porque no te puede bastar con que te guste un escritor para creer que vas a ser como él. Pero ven que acá te cuento”.
La cocina está iluminada por la luz que llega desde grandes ventanas, es espaciosa y tiene un mesón de piedra negra con cajones amarillos.
—¿Cómo hará esa selección de 200 poemas para el Reina Sofía?
—Para mí es fácil, porque ya el ojo me dice cuáles son mejores que otros. O por lo menos yo creo eso. Voy, cojo libro por libro, medio hojeo, porque no voy a poner a leerme todo, escojo los poemas que creo que tienen más calidad, porque tengo suficiente autocrítica para ver que este es mejor que este otro. Por ejemplo, cuando escribí el poema del padre que le pega a la mesa, inmediatamente me di cuenta de que era muy bueno. Para mí ese es uno de los buenos. A veces pasa que lo escribes y dices: “Guau, salió como debe ser”. Hay otros que son poemas buenos, hay unos que son malos e inmediatamente se van a la caneca, pero casi nunca me pasa, ¿sabes?, con la poesía no me pasa. Cuando me siento a escribir el poema es porque tiene una fuerza que hace que salga. Hay muy pocos que yo me haya puesto a lidiar…
—Pero ¿usted corrige sus poemas, los trabaja durante días?
—No, yo lo trabajo mientras estoy sentada haciéndolo. Hasta que no considero que está perfecto, no me dejo, pero eso no es en días, eso es en horas. A los dos o tres días lo reviso, y ahí de pronto borro cositas. Si de pronto me pusiera demasiado quisquillosa es porque el poema no sirvió.
—Además de haber estado enferma y en una terapia respiratoria, ¿cómo la sorprendió el anuncio del premio?
—No sabía en cuál fecha iban a dar el premio, yo sabía que era por esos días y que estaba postulada, porque me postuló el Ministerio de Cultura de Colombia. Entonces qué te digo. Claro, como cualquier noticia de esas, me impactó, cómo no, pero lo que he dicho por ahí: cuando gané el Premio Nacional en 1994 mi alegría fue mucho mayor, y no porque considere que este no es el mayor premio que me haya ganado, sino porque la vida lo va poniendo a uno en un lugar en el que puede relativizar las cosas. Es que yo ya perdí un hijo, imagínate. No sobredimensiono nada. Pero lo que vino después fue muy bonito, porque han sido y siguen siendo miles de mensajes de la gente más increíble. Ha sido una cosa divina. Mucho cariño de la gente. Tú nunca sabes hasta dónde te aprecia la gente hasta que pasa una cosa de estas. Yo sé que tengo mis lectores fieles, divinos, devotos, la mayoría jóvenes, y eso me halaga mucho, porque ellos han leído Lo que no tiene nombre. Este año en la Feria del Libro de Bogotá no te imaginas la fila que había para ver mi presentación; siempre tengo filas inmensas, pero este año tuvimos que abandonar porque ya llevábamos una hora y media firmando, ya estaba exhausta. Y no te imaginas la tristeza.
—No les pasa a muchos poetas en Colombia…
—Debe pasarles a algunos. Sin embargo, sucede más con los novelistas. Entonces vienen los chicos, muchachos de los barrios de clases populares que hasta uno dice: “Dios mío, cuánto les costó ese libro”. Vienen con sus piercings, con sus tatuajes, con sus nombres rarísimos que los tienen que deletrear y se ríen. A veces me abren el libro y me dicen: “En este poema, Piedad”. Con Lo que no tiene nombre sucede que piden una dedicatoria para la madre, para la abuela, para la suegra. Cuando me gané el Reina Sofía parece que las redes se llenaron de cosas, pero yo no vi, yo no veo. Yo tengo una conciencia perfecta de por qué no uso redes. No es porque no sea capaz de manejar la tecnología, porque yo podría aprender, cualquiera me va a decir cómo hacerlo, pero mira lo que yo tengo por leer. Yo para qué me voy a poner a curiosear eso que me lleva a no sé dónde y que siga a no sé qué y me esté una o dos horas mirando cosas. Sí tengo unas redes sociales, pero sigo como a cinco personas, nunca las abro, yo no quiero meterme en polémicas en Twitter, o X o como se llame.
Escribe una columna de opinión todos los domingos en El Espectador, el periódico más antiguo de Colombia, con 137 años de existencia. Habla allí de política y de problemas sociales, y aunque ella se define como de izquierda, ha sido crítica con algunas decisiones que ha tomado el presidente Gustavo Petro, el primer mandatario de ese espectro político, quien en los años ochenta fue guerrillero del M-19.
—Por mis columnas, en las que hablo de política, me dicen: “Poeta, vaya, hable de poesía, de las nubes y del sol”. Eso a veces me mortifica. Pero tengo la virtud de que se me olvidan las ofensas. Y rápidamente sé reaccionar ante eso. No me amargo. Solo me he amargado cuando dicen cosas contra Daniel, de un hijo muerto, de un hijo al que le tocó suicidarse.
Cuando Piedad habla de las ofensas hacia su hijo se refiere a un correo que una mañana recibió de Lucas Ospina, origen de la única desavenencia pública que ha tenido la poeta.
Lucas Ospina es un profesor universitario y crítico de arte que durante años tuvo una columna de opinión en Arcadia, la que fue la revista de divulgación de arte y cultura más influyente de Colombia. Fue alumno de Piedad Bonnett y, años después, maestro en la misma Universidad de Los Andes de Daniel Segura Bonnett, con quien tuvo una relación más cercana, pues se convirtió en su asesor de proyecto final de grado. Para decirlo claro: entre los tres había una relación bastante estrecha, por lo menos en el ámbito académico.
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El 20 de agosto de 2016, Piedad publicó una columna en El Espectador titulada “Historia de un oprobio”. En ella contó que Lucas Ospina le había enviado un correo electrónico infame en el que le revelaba un ensayo presentado por uno de sus alumnos universitarios. Ospina explicaba que este muchacho había sido estudiante de Daniel en un colegio de la capital. El ensayo relataba —según la columna de opinión— que Daniel había sufrido “la mala fortuna de enseñar en un colegio masculino teniendo una voz algo afeminada. Cada clase, sin falta, se la montábamos y nos reíamos en su cara. Parecía que él no se lo tomaba personal, pero para poder dictar su clase nos tenía que gritar o amenazar con jodernos disciplinariamente”. Escribe Piedad que, años después, cuando esos adolescentes se enteraron del suicidio, recordaron que en una oportunidad Daniel le metió la cabeza a un estudiante debajo de un escritorio, en una medida desesperada por defenderse de las burlas continuas, y recordaba su cara roja, “probablemente muy similar a la cara roja que vieron quienes pasaban por la calle cuando Daniel se votó [sic] desde su apartamento y dejó pintado el piso de sangre […] la cosa fue que nosotros todavía teníamos tiempo para vivir, nosotros no decidimos quitarnos la vida, así que decidimos reír otro rato”.
—Lucas fue alumno mío e hijo de un compañero de la universidad, Sebastián Ospina, a quien aprecio mucho; he tenido una amistad con su hermana, que también tiene una enfermedad mental, y yo nunca le hice nada malo a Lucas. Yo sabía que a mi hijo lo matoneaban en ese colegio, lo sabía porque el primer día de clase no había nadie en el salón y a él le tocó salir a buscar a los estudiantes. Él preparaba las clases con mucho amor, pese a que tenía la enfermedad mental, porque tenía una capacidad de trabajo impresionante.
Piedad no entendió por qué Lucas le había enviado un correo que mancillaba la memoria de su hijo, además de que le otorgaba la imagen macabra de la cara roja, en una comparación burda e infantil. Así que después de leer se limpió las lágrimas y llamó al rector de la universidad, Pablo Navas —a quien conocía por sus más de 30 años como profesora allí y porque es un gran amigo de su esposo Rafael—, para ponerlo al tanto de la situación y anunciarle que le enviaría una carta al Consejo Superior —máxima instancia de autoridad de las universidades en Colombia— para preguntarle por qué un profesor le enviaba este ensayo a la madre “de un niño muerto”. Piedad asegura que no quería que sacaran a Lucas de la universidad, aunque le parece que el hecho merecía una revisión, cosa que nunca sucedió, pues fue eximido de toda culpa.
Lucas escribió una disculpa en el portal web Las 2 Orillas, donde justificó su proceder en que quizá aquel ensayo académico podía entregarle a la madre una imagen nueva de su hijo, quizá explicaciones de cómo fue llegando a la decisión de suicidarse.
Apenas se asoma un poco de impaciencia en la voz de Piedad cuando cuenta la historia; es la impaciencia y la rabia de quien no entiende el comportamiento de otro. Se pone de pie y me invita al cuarto de Daniel, donde están intactos una parte de la biblioteca, una chaqueta café de pana, las botas Dr. Martens, el alebrije que trajo una vez de México, las cámaras fotográficas, los utensilios de pintura; la cama está un poco desordenada porque ella tomó una siesta allí. Volvemos al sofá y entre una pila de libros saca uno de Issa Watanabe, hija del famoso poeta peruano. Es un libro-álbum en el que se narra a través de ilustraciones —una mezcla de los cuentos de los hermanos Grimm, El pato y la muerte (de Wolf Erlbruch) y Pixar— el drama de las migraciones contemporáneas.
—Es que mira qué hermoso —dice con un tono de voz que es como si hablara un cristal golpeado por una cuchara—. Me encantan estos libros ilustrados, porque yo tengo una parte infantil que nunca se me fue. Yo soy una dibujante frustrada. Te voy a mostrar algo.
Trae del cuarto de su hijo un cuaderno japonés Muji de color café. Es uno de los cuadernos que Daniel nunca ocupó con sus dibujos y que ella usó para dibujar “cositas que él dejó”. Abre el cuaderno con delicadeza y empieza a pasar las páginas. Son copias exactas de lo que quedó en el cuarto. Además de las botas, la chaqueta, las cámaras, el alebrije, hay dibujos de unos juguetes de Fisher-Price; están el alfeizar, la ventana y el árbol que afuera se levanta con prepotencia; están la cama y los patines. El talento es evidente, los objetos están dibujados con exactitud: se replican las imperfecciones, los desgastes del tiempo.
—Soy una dibujante naíf, pero hubiera podido hacer algo interesante. Sin embargo, creo que no me equivoqué al ser escritora. ¿Y sabes por qué? Porque el mundo de las artes plásticas es infinitamente más salvaje que el de la literatura, y el rumbo que ha tomado el arte es muy desapacible, a los muchachos los angustia, porque cuando tienes que hacer una instalación, y quieres ser un pintor, te estrellas con todo lo que se exige en las galerías y que además eso ni se vende. Con Alfaguara íbamos a publicar un libro de poemas con estos dibujos míos, pero el proyecto se paró por la época de la pandemia.
La noche ha caído y Piedad se disculpa porque no hemos comido nada.
—¿Puedo hablar con su esposo? —le pregunto mientras bajamos las escaleras, cuando voy a salir del apartamento.
—Ay, no. Qué tal. Pero antes de que te vayas, me quedé pensando en el Premio Reina Sofía. Pienso que estos premios se los dan a la gente que tiene cierta edad, entonces tengo por delante dos cosas: el éxito o la muerte.
Piedad Bonnett, la mujer de 73 años, la poeta más premiada de Colombia, cierra la puerta y promete que dentro de tres días no solo habrá agua. Comeremos algo, porque qué tal, qué pena, dice.
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Fue una niña relativamente feliz. Fue amada, protegida y castigada. Fue rebelde. El padre era severo y ella llegó a fingir fiebre para recibir de él alguna caricia; y la madre fue una maestra católica. Ambos le inculcaron la culpa de que hasta los pensamientos eran vigilados por Dios. Le aterraba el infierno y durante meses se preguntó qué les decían los demonios a las almas que torturaban allí.
Entró de lleno en la lectura con la enciclopedia El tesoro de la juventud, un regalo que le hizo el padre —tiene una copia de la colección en su biblioteca personal y dice que guarda el mismo olor de la que tuvo en la infancia—. Su madre le enseñó a recitar, y ella empezó a practicar las rimas espontáneas, los sonetos, los endecasílabos; participó en concursos de oratoria en los que conoció el sonido de las palmas que ovacionan y desarrolló una personalidad histriónica y juguetona que fue un escape de la timidez. El viaje a Bogotá, dice, tuvo una razón: la madre quería que estudiaran, que recibieran buena educación, y por eso fueron tras los pasos de la abuela, que ya vivía en la capital. Vivieron en el barrio Teusaquillo. El padre consiguió trabajo como contador en el poderoso Grupo Santo Domingo, en el cual ascendió hasta ser parte de la junta directiva. Rápidamente se endeudó, compró una casa. Dice en El prestigio de la belleza: “Así que lo teníamos todo, pero la supervivencia era difícil, y eso se veía en la cara de mi padre, en sus fruncidas, en sus furias intempestivas. Mi madre callaba, porque era la que había iniciado aquella aventura y tenía culpa. Ella misma cosió nuestros uniformes y, para que la pobreza no fuera demasiado notoria, se encargaba de hacer milagros en la cocina. De tanto en tanto sus silencios y los de mi papá invadían todos los resquicios como gases asfixiantes”.
Siempre estudió con monjas: en Amalfi y en Bogotá. En uno de estos colegios, un sacerdote trató de abusarla, cosa que contó a su familia; nunca le creyeron. A los 13 años sufrió de una úlcera duodenal, que nadie entendió muy bien y que asociaron con su rebeldía: “Yo era una chica que somatizaba todo, pero en mi entorno no entendían eso, que sufría una hipersensibilidad casi enfermiza”. A esa edad, su rebeldía se enraizó, empezó a tener novios y las monjas españolas que la educaban la echaron del colegio. Los padres decidieron encerrarla en un internado de Bucaramanga, una ciudad que por esos años estaba a casi 12 horas de viaje en carro desde Bogotá. De ese tiempo recuerda varias cosas: tuvo una depresión honda, fue atendida por un psicólogo, sufrió una infección vaginal de la que no podía hablar con las monjas que cercenaban los órganos sexuales hasta del vocabulario, tuvo un profesor de literatura que la inspiró, aunque no recuerda el nombre, y empezó a escribir versos. Que la enviaran al internado devino en una dicha: publicó su primer poema en el periódico estudiantil de la Universidad Industrial de Santander, gracias a Pablus Gallinazus, un cantautor revolucionario muy respetado por la izquierda colombiana, quien era el encargado del diario. En el internado estuvo un año, y regresó a Bogotá cuando cumplió 15. La familia Bonnett vivía por entonces en el barrio Galerías de esa ciudad. Allí Piedad conoció a Rafael Segura, con quien novió durante cuatro años, hasta que a los 19 quedó en embarazo y se casaron. Era 1970, el país vivía en una ebullición estudiantil importante y Piedad aprovechó el embarazo y el matrimonio para abandonar el hogar y construir el propio. Era estudiante de Filosofía y Letras de la Universidad de Los Andes, carrera que nunca abandonó. Se dedicó a su primera hija, Renata. Luego nació Camila y, finalmente, Daniel. En sus palabras: aunque quiso ser escritora desde los 15 años, se la tragó el embarazo, se la tragó el matrimonio, se la tragó la academia.
Cuando tenía 39 años publicó su primer libro, De círculo y ceniza, un poemario compuesto por tres partes: El hombre en su trinchera, La batalla del fuego y El sueño de los años. En la primera aparece una ciudad nocturna, de travestis y desposeídos, una ciudad que la autora recorre casi autómata —“Aquí voy yo, sin metas y sin rumbos / odiándome en tu esquina sin sorpresas”—; en la segunda, los poemas son de amor —“Tu boca viene a mí, solo tu boca. / Viene volando, / libélula de sangre, llamarada / que enciende esta mi noche de ceniza”—, y en la tercera hay un regreso a la incertidumbre, como un amante que comió de toda carne y continúa hambriento —“¿En qué dura ciudad, bajo qué noche, / detrás de qué ventana / otro mi placer goza? / Y yo aquí condenado, reo a muerte, / siento el ruido del tiempo que se arrastra”.
En 1994 se publicó Nadie en casa, una estocada al matrimonio y a la languidez de la vida cotidiana —“sentimos el silencio de dos quebrando los sonidos del mundo”— y ese año ganó el Premio Nacional de Poesía con el manuscrito de El hilo de los días, que se publicó en 1995. Siempre ha dicho que ese premio la ubicó en el mundo literario, le dio confianza, la validó. En estos encuentros me dijo: “Para mí fue importantísimo porque yo era una poeta relativamente desconocida, solamente había recibido apoyo de un poeta que no había conocido personalmente que era Juan Manuel Roca, que había sacado una reseña en El Espectador; yo sobre todo estaba dedicada a la vida académica. Era un premio mucho más importante de lo que es hoy, daban una suma de dinero importante que yo usé para mandar a mi hija mayor para que conociera Europa. Lo que yo hacía en esa época era repartirme entre la preparación de clases y las tareas de la maternidad, tenía a Daniel todavía muy pequeño. No fue un premio que llegara con veneno, en lo absoluto”.
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Consuelo Gaitán es la mejor amiga de Piedad Bonnett. Se conocieron en 1984, cuando la primera era estudiante de último semestre de Filosofía y Literatura de la Universidad de Los Andes, y la segunda era una escritora que escribía versos solitarios que pocas personas conocían, pues aún no había publicado. Se hicieron amigas en un curso: Gaitán era monitora y Bonnett, profesora; 10 minutos después del encuentro ya reían a carcajadas.
Es una mañana lluviosa en Bogotá y Consuelo está en Ficciones, un bar-librería recién inaugurado que es de su propiedad y que pretende emular la librería Biblos, que la misma Consuelo abrió en 1988 y fue el epicentro del mundo cultural capitalino, donde se encontraban escritores, editores y periodistas como Álvaro Mutis, Antonio Caballero, María Mercedes Carranza, Iván Hernández, Enrique Santos Calderón, Laura Restrepo, William Ospina y, por supuesto, Piedad Bonnett.
Mientras la librería empieza a llenarse, Consuelo pide que espere un rato, porque está arreglando cuentas. La ayudan dos mujeres y un hombre de unos 30 años, hablan de presentaciones, de homenajes, de pedidos. Consuelo tiene el pelo rojizo y un acento capitalino que ondula al final de las palabras, alargándolas y otorgándoles melodía. Fue también editora de la colección de filosofía de la Editorial Norma, directora del Museo de los Niños de Bogotá y directora de la Biblioteca Nacional, además de miembro del partido de izquierda Polo Democrático.
—Una de las primeras cosas que nos unió fue el sentido del humor. La conocí en un curso de historia latinoamericana donde había varios personajes que hablaban, estaban Rodrigo Pardo, Hugo Fazio, Francisco Leal, todos profesores de Los Andes muy importantes, y Piedad estaba en primer orden. Empezamos ella y yo a hablar de libros y de gustos literarios, porque ella es una gran lectora, buenísima, moderna. Para las dos es una pasión muy maravillosa. Tenemos un grupo de WhatsApp que llamamos “Trío del juicio”, allí está Clemencia Echeverri —artista, historiadora y teórica de arte contemporáneo—, y ahí hablamos de nuestros temas personales y también de lo que nos interesa.
—Piedad dice que en sus primeros años dudó de que fuera una escritora buena…
—Ella siempre ha tenido un magnífico criterio y una excelente formación. Me resulta extraño pensar que no se sintiera dueña de su talento cuando fue capaz de tomar tantos riesgos, porque es una persona que empezó tarde, que publicó tarde, a los 39 años, y encontró una voz poética propia, original, una voz que busca la precisión. Y luego decidió ser narradora. Todo eso me parece evidencia de que es una persona que cree en ella misma, que sabe las posibilidades que tiene entre manos. Probablemente, como todo escritor, tuvo sus dudas, pero me parece muy valiente haber buscado esos caminos y hacerlo tarde, porque se casó a los 18 años, tuvo su primera hija a los 20, ha sido una vida llena de retos y los ha ido superando con creces, ha aprovechado las experiencias de la cotidianidad para reflejarlo en su escritura. Cuando se ganó el Premio Nacional de Poesía le dije que era la única a la que lavar y planchar ropa le generaba plata.
Consuelo saca su teléfono celular y muestra el momento en el que Piedad les escribió por el grupo “Trío del juicio” que la habían llamado desde España: “Amigas, un secreto por ahora, gané el Reina Sofía”, y más adelante una foto de la poeta con una mascarilla, en plena terapia respiratoria.
—Nos han pasado muchas cosas emocionantes. Hemos tenido viajes gloriosos, estuvimos en Nueva York y no parábamos de reír. Recuerdo que en ese momento ella estaba leyendo a Wisława Szymborska, eso fue a mediados de los años noventa, y relacionaba todas sus lecturas con lo que nos pasaba. En las noches, después de ir a los museos, cansadas en la habitación, me decía: “Consuelito, quiero leerte”. Después de ese viaje publicó el libro Todos los amantes son guerreros, donde hay varias imágenes que secretamente hacen alusión a lugares que vimos, todo el tiempo estaba pensando en lo que le podía servir para sus elaboraciones poéticas.
En Todos los amantes son guerreros hay un poema dedicado a Consuelo: “Para el día en que vuelvas / ya habré hecho mi aprendizaje con persistencia animal […] / Me encontrarás de piedra / me encontrarás amarga / ¿Me encontrarás?”.
Llueve y la librería, a pleno mediodía, se llena de oficinistas que vienen a almorzar. Antes de terminar, Consuelo habla de quienes “le han hecho daño” a su amiga, y menciona a Lucas Ospina y al escritor Harold Alvarado Tenorio, quien escribió hace más de 20 años: “Los poemas de Bonnett no deslumbran con imágenes y su acento es de cotillera, de confidente, de persona que pasa la mayor parte de día no en una biblioteca, ni hablando con periodistas o promotores culturales, sino en la sala de la casa, o el cuarto de costura, la cocina o el comedor, mientras plancha o lava los platos o prepara un buen sancocho o hace las arepas para el desayuno”.
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Emilia es una mujer que tiene más o menos 60, es periodista y escribe crónicas sobre mundos lejanos donde hay una tensión entre lo tradicional y el capitalismo rampante. Es una mujer a la que se le murió un hijo, aunque no se sabe muy bien cómo ni cuándo ni por qué. Tiene un matrimonio que se asemeja a una rata muerta cuyos gusanos apenas comen el interior con pereza, con violencia tímida, y en esta figura caprichosa los gusanos son el marido. Gana un premio por uno de sus textos, y ese premio, como un orisha escondido dentro de una virgen prístina, llega a su vida con el desastre de un luto. Emilia es el personaje de Qué hacer con estos pedazos (Alfaguara, 2022), una novela que Piedad Bonnett escribió después de remodelar la cocina de su apartamento, y en ella el conflicto marital sale a flote porque se repara una cocina y todo sale mal.
Son las 4:30 de la tarde de un viernes y Rafael Segura, su esposo, está en ropa de casa y prepara un café. Es un hombre amable, que ríe fácil.
—¿Cómo ponen ustedes una entrevista a esta hora? —dice porque en 30 minutos la selección colombiana de fútbol jugará un partido de la Copa América contra Costa Rica.
Piedad se ríe y dice que ella no tenía ni idea, que tampoco le importa mucho el fútbol.
Rafael sirve café, que Piedad no ha tomado nunca ni sabe preparar porque dice que la aqueja desde siempre una gastritis pertinaz, y se va a su habitación.
—¿En qué pensaba cuando construyó el personaje de Emilia?
—Pensaba en que las mujeres fuimos educadas para aguantar. Por lo menos las de mi generación. A mí mi mamá me educó para aguantar, y te digo que sigue ahí, porque mi mamá y mi papá están vivos, dos viejitos de 101 y 98 años. El caso es que Emilia no es una vieja que aguante, el caso es que ella construyó su burbuja, por eso le pongo como un cuartito donde trabaja. Eso se parece al cuarto propio de Virginia Woolf, aunque yo no estaba pensando en eso. El trabajo es lo que la salva. En su trabajo es ella, pero en esa casa es como aplastada por la figura de ese personaje, del marido.
—¿Usted qué opina del matrimonio?
—Me parece una mierda en general. Es muy difícil. Es lo que cuento en el libro que voy a publicar (La mujer incierta). Pero no cuento las intimidades ni mucho menos, ¿qué tal? Eso no me importa. Yo me he ido dos veces de la casa y he vuelto, hay que decir que he vuelto. Una vez me fui para España a estudiar, pero era que estaba harta de la institución familiar. Mis hijas estaban adolescentes y de mi niño me daba pesar, porque tenía siete años, pero me busqué una beca y me fui. Fueron como unas vacaciones, pero las mujeres no se atreven a tomar esas vacaciones porque la gente lo juzga. Y luego me fui un año a otro apartamento.
—¿Cuántos años tenía?
—Tendría 48… Entonces me iba, pero tengo un marido muy perseverante.
—¿Y qué hace, a qué se dedica él?
—Fue financiero y vicepresidente de una entidad prestadora de salud.
—¿Puedo hablar con él? —insisto.
—No, qué tal, qué horror, quién sabe qué puede decir —dice con una gran risotada—. Mejor vamos al comedor, que compré una torta, porque el martes no te di nada, qué vergüenza.
El fotógrafo la persigue por las escaleras y hasta la cocina. Hacemos más café, esta vez sin Rafael, que en unos minutos bajará para anunciarnos los goles de Colombia. Piedad se prepara un té, sonríe para la cámara y dice:
—¿Ustedes saben qué hice hoy? Este suéter que tengo puesto lo compré cuando tenía como 18 o 19 años. Es de un diseñador francés. Yo vi este suéter cuando era una hippie y costaba muchísimo y no sé cómo hice, pero lo conseguí. Ahora lo vi y decidí ponérmelo y me sirvió, me sentí como volviendo a esos años.
El diálogo sobre esos años le provoca un estallido de recuerdos y admiraciones. Dice que fue compañera de Enrique Santos Calderón, de María Mercedes Carranza, Laura Restrepo, Patricia Lara. Todos eran de la izquierda de Bogotá, escritores, y alentaron la primera y última huelga que hubo en la Universidad de Los Andes.
—Éramos cercanos al maoísmo y el trotskismo, protestábamos contra las directivas de la universidad y por la guerra de Vietnam. Yo estaba muy bien rodeada.
—Hablemos de María Mercedes Carranza, que usted y ella son mencionadas como las dos más grandes poetas de Colombia, ¿qué opina de su obra?
—Como poeta creo que tiene su momento muy interesante y que es un hito en la poesía colombiana, porque cambió un montón de cosas en la poesía femenina. Metió una cosa irónica, cínica, desmitificadora, toda esa cosa antipoética, una poesía prosaica. María Mercedes hizo una tarea muy importante en la Casa Silva. No fuimos exactamente amigas, ella me parecía una persona fuerte, dura y, tal vez, amarga. Algo le pasó en la vida, pues nada más y nada menos le secuestraron el hermano, y se lo mataron y después de eso no se recuperó.
—Y Eduardo Carranza, su padre, el poeta, también marcó su obra…
—Un papá tremendo.
—¿Ella fue mejor que el padre?
—No. Lo que pasa es que Eduardo tiene poesía muy mala, o que nos parece anacrónica, de circunstancia, de salón, pero los últimos poemas de Carranza son espectaculares.
—¿Por qué un poeta envejece mal?
—Eso es un misterio… pero mira, yo creo que mi mejor libro es Los habitados, que es el último, y cuando lo escribí me sentía insatisfecha, pero ahora no lo veo así. Creo que tengo dos libros muy buenos: El hilo de los días y Los habitados.
Comemos la torta y Piedad señala algunas artesanías que ha traído de sus viajes por el mundo: diablos mexicanos, muñequitos chinos sin rostro.
—Siempre he sido consciente de lo pictórico, por eso me puse tan feliz cuando Daniel quiso ser artista. Pero el mundo de las artes plásticas es difícil, muy duro. Yo he recibido muchos testimonios y cartas de lectores que me cuentan sus dolores.
Después de la publicación de Lo que no tiene nombre, Piedad se convirtió en una especie de confidente de miles de lectores que le escriben para contarle sobre las enfermedades mentales que padecen ellos o sus familiares. Dice en el prólogo de la edición conmemorativa que se publicó en 2023 —acompañada por obras de Daniel— que las personas le preguntan por medicamentos, médicos, tratamientos, le piden abrazos. Dice que guarda algunas cartas y cita historias que le cuentan personas que han leído el libro en la oscuridad de un hospital.
—¿Daniel fue su hijo más amado?
—No sé si el favorito, pero sí el desdichado. Cuando a él le diagnosticaron la esquizofrenia, me di cuenta de que no nos iba a durar y le dije a Rafael que teníamos que hacerlo muy feliz.
Piedad la poeta, la narradora, la académica, la madre de tres, vuelve siempre a su hijo Daniel con un amor lleno de ternura y de pesar. Se podía empezar un retrato suyo de tantas formas, pero ella ya había elegido una manera. El poema “Lo real” termina así: “No preguntes / por la historia real: / nunca ha tenido voz el dios que la conoce”.
Repartió su vida entre el matrimonio, la academia, la crianza de tres hijos y la escritura. En junio pasado se anunció que era la ganadora del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, lo que la coloca definitivamente en la primera línea de la poesía de su país y de la región.
Piedad Bonnett vive en el tercer piso de un edificio añoso del oriente de Bogotá. Al entrar al apartamento, lo primero que aparece es la pintura al óleo, enorme, de la cabeza de un rottweiler silenciado por un bozal que le otorga una apariencia de cyborg postpunk. Hay otros óleos de perros, todos son grandes animales del terror silenciados, amordazados, encadenados, apabullados, muertos en vida. La sala de estar se abre con grandes sofás y una mesa cuadrada con dos sillas en cada lado. Hay un retrato, el de un hombre menudo, delgado, el trazo en carbón hábil, la cara borroneada, desenfocada, muda. Todas las pinturas llevan la firma de Daniel Segura Bonnett, que se suicidó en mayo de 2011, cuando tenía 28 años y llevaba un tiempo largo padeciendo esquizofrenia.
Piedad Bonnett habla y sonríe.
—Este es un óleo que hizo en la universidad, allá tengo más perros; era muy buen dibujante, mira. Creo que él era, sobre todo, un gran dibujante.
Él es Daniel, el hijo menor que en la adolescencia sufrió un brote psicótico, al parecer empujado por el uso de un medicamento. Así se desató una esquizofrenia que lo acompañó hasta la muerte. Daniel había estudiado Artes en la Universidad de Los Andes y cursó varios posgrados; fue profesor en el Gimnasio Campestre, un colegio de jóvenes de familias ricas de Bogotá, donde vivió días difíciles de burlas por parte de los estudiantes.
—Yo creo que él estaba con ese tema del bozal, del secreto de su enfermedad. Mira esta belleza, es una obra de Chuck Close, un norteamericano, y de esa pintura él hace un zoom a la boca con un óleo. Subamos, que arriba está encerrado mi marido, que por fortuna se ocupó con un partido de fútbol.
En el corazón de la segunda planta, donde hay un baño y dos habitaciones, está el estudio de Piedad, abarrotado de libros en estantes y mesas, en muebles y escritorios. Sobre un tapete hay dos sofás y un equipo de sonido con la funda del último sencillo de The Beatles encima, “Now and Then”, que fue mejorado con inteligencia artificial y que publicó Paul McCartney —“Me lo envió una amiga desde Londres”—. Los libros refieren a una lectora voraz y sofisticada. Si bien están omnipresentes Gabriel García Márquez y Jorge Luis Borges, y poemarios de José Watanabe, Blanca Varela y José Manuel Arango, también hay autoras como Rachel Cusk, Irene Solà y Vivian Gornick. Los estantes están adornados con alebrijes, porcelanas y juguetes minúsculos que refieren a alguna infancia remota, o a Daniel. Hay retratos, más perros.
—Daniel estaba pintando a los perros de los guardias de seguridad. Mira, ese es su cuarto, que mantuve cerrado durante meses, intacto.
“Pinté un perro para que cuidara mi puerta, / un perro triste y feroz al mismo tiempo / que disuadiera a cualquier atacante. / Pero cuando fui a colgar el perro en mi puerta / vi que no había puertas, ni ventanas. / Pasé mi mano por la pared rugosa buscando una grieta, / tal vez un agujero. Comprendí que yo era la pared, / que iba a morir sin aire, / que la única grieta está en mis adentros / y que por los agujeros de mis ojos / miraba un perro triste, / triste y feroz al mismo tiempo”, se lee en “Vigilante”, un poema de Piedad Bonnett que aparece en Los habitados (Frailejón Editores, 2021).
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Un retrato de Piedad Bonnett podría empezar de otra manera, diciendo quizá que, en un país de poetas enormes como Porfirio Barba Jacob, León de Greiff, José Asunción Silva, José Manuel Arango, Aurelio Arturo y María Mercedes Carranza, ella se levanta ahora como la más importante. Podría empezar diciendo que el 3 de junio de 2024 se anunció que sería galardonada con el XXXIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, que entregan en España la Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional, un premio que reconoce la obra de un autor vivo. María Dolores Menéndez, gerente de Patrimonio Nacional, dijo que Piedad Bonnett “es una voz actual de referencia en la poesía iberoamericana con un trato elaborado del lenguaje que le permite acercarse a la experiencia vital con profundidad y belleza y a responder con humanidad a la tragedia de la vida. Su poesía es luminosa, aun cuando trata temas arduos, como el desamor, la guerra, la pérdida o el duelo”. Habría que buscar un esguince, otro inicio, pero Piedad tiene una galería personal de su hijo montada en su casa, aunque ella diga que el cuarto de su vástago menor ya ha cambiado y se convirtió en el refugio de sus nietas. Todo parece un “museo de la inocencia”, ese artefacto que construyó un personaje de Orhan Pamuk en la novela del mismo nombre para honrar los objetos más cotidianos de un amor fenecido, pero es una cosa a la que ella se niega.
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Daniel Segura Bonnett se lanzó del techo de un edificio ubicado en el Upper East Side de Nueva York el 14 de mayo de 2011 y dejó su habitación en pulcritud monacal: la cama tendida, los libros sobre el escritorio, la tarjeta con un regalo de la madre y, en línea prolija, el reloj, la billetera, el iPod, el celular. Daniel era el hijo menor de Piedad, su más protegido, sobre cuya vida, enfermedad y muerte escribió un libro sangrante: Lo que no tiene nombre (Alfaguara, 2013), que ya lleva 32 ediciones: “¿Cómo puedes vivir cada segundo sabiendo que tu hijo está iniciando un episodio de paranoia, quizá un estado psicótico, y que no puedes hacer realmente nada porque hay en todo una cierta apariencia de normalidad que no te autoriza a tomar medidas drásticas? A las seis de la tarde Daniel llegó de la consulta médica con semblante sombrío y con una caja de un medicamento nuevo que debía empezar a tomar. Le pregunté con delicadeza cómo se sentía, y por supuesto me di cuenta de que nada había cambiado desde el día anterior: aunque leve, la sensación de amenaza persistía en él.
"Para animarlo me ofrecí a hacerle un masaje. Traje un enorme frasco de aceite color ámbar y una toalla e hice con mis manos lo mejor que pude: pasé mis dedos por sus hombros, su nuca, su cabeza. Escarbé entre su pelo, acaricié los lóbulos de sus orejas como había visto que hacían los masajistas. Daniel, sonriente, volvió a ser un niño entre mis manos”.
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Amalfi es un pueblo del departamento de Antioquia célebre por dos cosas: por el mito de un tigre poderoso que mataba novillos y caballos, cazado el 18 de noviembre de 1949, y por ser el lugar donde nacieron los hermanos Vicente, Fidel y Carlos Castaño, precursores del paramilitarismo en Colombia, hoy muertos, aunque sus cuerpos nunca fueron encontrados. En ese pueblo nació Piedad Bonnett en 1951, la primogénita de Iván Bonnett Henao y Bertha Vélez Trujillo —él tiene 98 años y ella, 101—, una bebé de ojos pequeños y una mancha en la boca que desapareció con los meses.
“Mi madre me dio unos días de plazo para desamoratarme, desarrugarme, y entonces sí develar mi verdadero ser, acorde a su noción de belleza. Imposible que la genética le hubiera jugado esa broma cruel, ignorando las pestañas cerradas, la barbilla perfecta y la piel lechosa de ella misma y de mis innumerables tías y primas. Tendría paciencia, pensó, mientras se recuperaba de los malos tratos de la naturaleza, que había hecho que yo desgarrara su vagina, causándole una hemorragia que obligó a mi abuela y a un par de asistentas a extender al sol sábanas y trapos durante casi dos semanas”, escribe en la novela, una autobiografía falsa, El prestigio de la belleza (Alfaguara, 2010), en la cual dice que era una niña fea en medio de mujeres bellas.
—Rápidamente me di cuenta de que yo no era una niña linda, porque mi mamá trataba de hacerme muchas cosas para que me viera bien y decía: “Mire, péinese como sus primas, despéjese la frente, haga esto y aquello”. Por eso, porque yo me sentía fea, me casé con Rafael, a quien conocí cuando tenía como 15 años. Dije: “Este es el mío”.
Piedad es la hermana mayor de Diana, historiadora; de Fabián, quien estudió teatro y es editor, y de Mauricio, cineasta y autor de cuatro novelas publicadas en Editorial Norma y Alfaguara. Crecieron en una familia conservadora habitada por sacerdotes y monjas, como manda la tradición antioqueña, donde el padre es una especie de ser omnipotente que puede castigar con severidad y la madre es un ser omnipresente y puro que debe saberlo todo de sus hijos.
En el libro El hilo de los días, que ganó el Premio Nacional de Poesía en 1994 y le trajo la notoriedad literaria, están expuestas la infancia en Amalfi y la vida del encierro religioso. “Aquí golpeaba airadamente el padre sobre la mesa causando un temblor de cristales, una zozobra en la sopa, / volcaba el jarro de su autoridad aprendida, de sus miedos, / de su ternura incapaz de balbuceos. / Adelantaba su dedo acusador y el silencio / era como una puerta obstinada que defendía a los niños del llanto. / Aquí solo hay ahora una mesa de cedro, unos taburetes, / un modesto frutero que alguien hizo / con doméstico afán. / ¿Dónde los niños, / dónde el padre y la madre arrulladora? / La tarde esplendorosa asoma añil y roja detrás de los vitrales. / Y pareciera que tanta paz, tanto silencio pesaroso / fuera el golpe de Dios sobre la mesa”.
Padre y madre decidieron abandonar Amalfi en 1958, cuando Piedad tenía siete años. Viajaron en avión —uno de los orgullos de los amalfitanos es su pequeño aeropuerto— hacia Medellín, donde permanecieron un par de días, y luego partieron con rumbo a Bogotá. Piedad siempre creyó que Amalfi era epicentro de la barbarie del conservadurismo más taimado, por eso nunca quiso volver, hasta que el periodista Daniel Samper Ospina le propuso que escribiera un texto para la revista SoHo. Ella se negaba, contumaz, pero finalmente accedió. La crónica se titula “Un pueblo sin Piedad” y se publicó en agosto de 2004. Allí se lee: “Desde el aeropuerto de Amalfi viajé yo a Medellín hace más de 40 años, cuando el pasaje costaba 16 pesos; en la avioneta vi el llanto silencioso de mis padres, que sabían que se iban para siempre, soñando con un futuro incierto en la lejana Bogotá”.
"Los recuerdos de la infancia temprana son aciagos, pues en Amalfi —como en gran parte de la Colombia rural de esos años— se vivía una violencia política enraizada en la que conservadores perseguían liberales para cercenarles la garganta y sacar por allí la lengua, en una práctica que llamaban “la corbata”. Dice la crónica: “En ese pueblo que ha visto verter tanta sangre, encuentro sin embargo pequeños milagros culturales: una emisora, La Voz de Amalfi, un canal de televisión, un periódico, una modesta biblioteca perfectamente clasificada. Hay allí gente que trata de dignificar el gusto de la región, como Alberto Asuad, quien dirige un programa de música clásica cuatro veces a la semana, y jóvenes que sueñan, como Jorge, quien me persigue con su cámara para hacer un video institucional. Alberto me muestra la carta donde un campesino le dice que ha oído hablar de Tchaikovsky, y que le gustaría oír algo de su música. Estamos de acuerdo en que ese solo hombre justifica ya su esfuerzo. Una y otra vez me he preguntado cuál habría sido mi destino si mis padres no hubieran elegido el éxodo”.
¿De haberse quedado en Amalfi hubiera escrito nueve libros de poesía —De círculo y ceniza, Nadie en casa, El hilo de los días, Ese animal triste, Todos los amantes son guerreros, Tretas del débil, Las herencias, Explicaciones no pedidas, Los habitados—, siete novelas —Después de todo, Para otros es el cielo, Siempre fue invierno, El prestigio de la belleza, Lo que no tiene nombre, Donde nadie me espere, Qué hacer con estos pedazos— y el libro de entrevistas Imaginación y oficio: conversaciones con seis poetas colombianos, que es un texto de obligado estudio para estudiantes de literatura colombiana?
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En los poemas de Piedad Bonnett hay una voz que ama y no es correspondida, que ama y no se sacia, que ve transcurrir la vida del hogar con hastío y temor. En su poesía aparecen las tradiciones de los hogares conservadores colombianos y la figura vicaria de Dios que cumple el padre terrenal; aparece la violencia de los campos colombianos, la violencia de las ciudades, las víctimas, la soledad. Esa poesía solo fue alabada entre poetas en los primeros años de este siglo, cuando se publicó Lo que no tiene nombre, el libro del luto, el libro de la muerte de un hijo. Esa obra triste la mostró al mundo, la sacó definitivamente de los salones de clase.
En el prólogo de Los privilegios del olvido, una antología personal que el Fondo de Cultura Económica hizo de la obra de Piedad Bonnett en 2008, el poeta José Watanabe escribe: “Hay poemarios como espejos brumosos donde la realidad reflejada aparece detrás de una neblina asfixiante. Hay otros cóncavos o convexos donde el mundo adquiere acaso su verdadera figura grotesca. También los hay trizados que se esfuerzan por componer una realidad fragmentada. El primer poemario de Piedad Bonnett, De círculo y ceniza, es un espejo múltiple, un poliedro girando en el aire. Su unidad está dada por la diversidad de sus varias caras. Y visto desde la perspectiva actual, cuando la poeta lleva firmados seis poemarios notables, también puede considerarse un meditado y temprano planteo de temas a desarrollar, un índice o advertencia de lo que después serían sus estaciones temáticas más recurrentes. Cada poema es como el hito fundacional de un largo camino que se desarrolla sobre una superficie terrible: la soledad”.
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Escribió el crítico Augusto Escobar Mesa para la edición de El hilo de los días que el Metro de Medellín publicó y reparte gratuitamente en sus estaciones: “Galería de espejos donde hombres y mujeres se ven en su repetida, diminuta y más de las veces absurda cotidianidad, es lo que nos muestra Piedad Bonnett en sus poemas, novelas y piezas de teatro. Cotidianidad que enreda, ata, aliena y deja ver los despojos de nuestra mísera condición: seres en busca de un no sé qué, de un otro que complete lo que de naturaleza es incompletud, de un sentimiento de vacío, de permanente frustración, de violencias que escinden los cuerpos y las conciencias, de idearios que se extravían en las equívocas palabras”.
La escritora Yolanda Reyes, columnista del diario El Tiempo, publicó en 2013 sobre Lo que no tiene nombre: “En los artículos escritos durante estos días se ha alabado la contención emotiva que le da el oficio de escritora a Bonnett para expresar un dolor tan hondo, sin caer en el sentimentalismo. Pero lo que a mí más me maravilla es la forma como ‘estrena’ para nuestra literatura esa cierta tonalidad que da cuenta de los cuidados esenciales que prodigamos a los hijos. La maternidad, que ha sido vista como sospechosa en la literatura, es manejada con esa misma contención para iluminar sutilmente un campo emocional en el que poco se había ahondado: ‘Yo lo amaba, lo cuidaba, de esa manera elemental y sin embargo entrañable en que las madres amamos y cuidamos a nuestros hijos’… ‘Yo lo miraba vivir, con un secreto temblor’, se lee en el libro”.
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Tiene una tos persistente desde hace varias semanas y lo cuenta divertida.
Muchas veces en su manera de contar las cosas hay un tono infantil, mas no inocente; un tono infantil un poco malévolo, de niño cruel. Dice que cuando la llamó la presidenta de Patrimonio Nacional para anunciarle que había ganado el Premio Reina Sofía —la ceremonia de entrega será en noviembre—, estaba en una terapia respiratoria, tenía puesta una mascarilla y se escuchaba el llanto de un niño y el escándalo de alguna enfermera que ululaba por la clínica.
Entonces vuelve esa tos y aclara que no es covid-19 ni un virus extraño, que es una alergia, y propone que bajemos nuevamente. El marido ni se escucha desde la habitación que está junto al estudio. Ella se pone de pie: mide más o menos un metro y medio y es ágil, viste de colores ocre. Mientras bajamos habla de los perros al óleo y tose de nuevo con persistencia.
—Creo que tengo una cosa alérgica, según me dicen, porque me han hecho exámenes de todo tipo para descartar. Llevo como tres semanas así. No hay regalo que no venga envenenado. Cuando gané el Premio Casa de las Américas fue un jueves y Daniel se mató el sábado, y con esa plata hice el libro que repartí el día del aniversario, un libro que tenía todas sus pinturas. Y bueno, no voy a comparar con el Reina Sofía, pero ese premio me exige hacer una antología de 200 poemas y he estado clavada haciéndola. Todo trae tareas aparejadas.
Lo dice sin queja, reconociendo su sino; antes de esta entrevista estaba preparando una conferencia que daría dos días después a los estudiantes de la maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional Autónoma de México. Me lo dijo en una llamada telefónica mientras me instruía cómo llegar a su apartamento: “Les voy a hablar sobre el oficio, sobre cómo buscar la voz propia, de que uno tiene que mirar cuáles son las afinidades y para esto tiene que leer y después indagar, porque no te puede bastar con que te guste un escritor para creer que vas a ser como él. Pero ven que acá te cuento”.
La cocina está iluminada por la luz que llega desde grandes ventanas, es espaciosa y tiene un mesón de piedra negra con cajones amarillos.
—¿Cómo hará esa selección de 200 poemas para el Reina Sofía?
—Para mí es fácil, porque ya el ojo me dice cuáles son mejores que otros. O por lo menos yo creo eso. Voy, cojo libro por libro, medio hojeo, porque no voy a poner a leerme todo, escojo los poemas que creo que tienen más calidad, porque tengo suficiente autocrítica para ver que este es mejor que este otro. Por ejemplo, cuando escribí el poema del padre que le pega a la mesa, inmediatamente me di cuenta de que era muy bueno. Para mí ese es uno de los buenos. A veces pasa que lo escribes y dices: “Guau, salió como debe ser”. Hay otros que son poemas buenos, hay unos que son malos e inmediatamente se van a la caneca, pero casi nunca me pasa, ¿sabes?, con la poesía no me pasa. Cuando me siento a escribir el poema es porque tiene una fuerza que hace que salga. Hay muy pocos que yo me haya puesto a lidiar…
—Pero ¿usted corrige sus poemas, los trabaja durante días?
—No, yo lo trabajo mientras estoy sentada haciéndolo. Hasta que no considero que está perfecto, no me dejo, pero eso no es en días, eso es en horas. A los dos o tres días lo reviso, y ahí de pronto borro cositas. Si de pronto me pusiera demasiado quisquillosa es porque el poema no sirvió.
—Además de haber estado enferma y en una terapia respiratoria, ¿cómo la sorprendió el anuncio del premio?
—No sabía en cuál fecha iban a dar el premio, yo sabía que era por esos días y que estaba postulada, porque me postuló el Ministerio de Cultura de Colombia. Entonces qué te digo. Claro, como cualquier noticia de esas, me impactó, cómo no, pero lo que he dicho por ahí: cuando gané el Premio Nacional en 1994 mi alegría fue mucho mayor, y no porque considere que este no es el mayor premio que me haya ganado, sino porque la vida lo va poniendo a uno en un lugar en el que puede relativizar las cosas. Es que yo ya perdí un hijo, imagínate. No sobredimensiono nada. Pero lo que vino después fue muy bonito, porque han sido y siguen siendo miles de mensajes de la gente más increíble. Ha sido una cosa divina. Mucho cariño de la gente. Tú nunca sabes hasta dónde te aprecia la gente hasta que pasa una cosa de estas. Yo sé que tengo mis lectores fieles, divinos, devotos, la mayoría jóvenes, y eso me halaga mucho, porque ellos han leído Lo que no tiene nombre. Este año en la Feria del Libro de Bogotá no te imaginas la fila que había para ver mi presentación; siempre tengo filas inmensas, pero este año tuvimos que abandonar porque ya llevábamos una hora y media firmando, ya estaba exhausta. Y no te imaginas la tristeza.
—No les pasa a muchos poetas en Colombia…
—Debe pasarles a algunos. Sin embargo, sucede más con los novelistas. Entonces vienen los chicos, muchachos de los barrios de clases populares que hasta uno dice: “Dios mío, cuánto les costó ese libro”. Vienen con sus piercings, con sus tatuajes, con sus nombres rarísimos que los tienen que deletrear y se ríen. A veces me abren el libro y me dicen: “En este poema, Piedad”. Con Lo que no tiene nombre sucede que piden una dedicatoria para la madre, para la abuela, para la suegra. Cuando me gané el Reina Sofía parece que las redes se llenaron de cosas, pero yo no vi, yo no veo. Yo tengo una conciencia perfecta de por qué no uso redes. No es porque no sea capaz de manejar la tecnología, porque yo podría aprender, cualquiera me va a decir cómo hacerlo, pero mira lo que yo tengo por leer. Yo para qué me voy a poner a curiosear eso que me lleva a no sé dónde y que siga a no sé qué y me esté una o dos horas mirando cosas. Sí tengo unas redes sociales, pero sigo como a cinco personas, nunca las abro, yo no quiero meterme en polémicas en Twitter, o X o como se llame.
Escribe una columna de opinión todos los domingos en El Espectador, el periódico más antiguo de Colombia, con 137 años de existencia. Habla allí de política y de problemas sociales, y aunque ella se define como de izquierda, ha sido crítica con algunas decisiones que ha tomado el presidente Gustavo Petro, el primer mandatario de ese espectro político, quien en los años ochenta fue guerrillero del M-19.
—Por mis columnas, en las que hablo de política, me dicen: “Poeta, vaya, hable de poesía, de las nubes y del sol”. Eso a veces me mortifica. Pero tengo la virtud de que se me olvidan las ofensas. Y rápidamente sé reaccionar ante eso. No me amargo. Solo me he amargado cuando dicen cosas contra Daniel, de un hijo muerto, de un hijo al que le tocó suicidarse.
Cuando Piedad habla de las ofensas hacia su hijo se refiere a un correo que una mañana recibió de Lucas Ospina, origen de la única desavenencia pública que ha tenido la poeta.
Lucas Ospina es un profesor universitario y crítico de arte que durante años tuvo una columna de opinión en Arcadia, la que fue la revista de divulgación de arte y cultura más influyente de Colombia. Fue alumno de Piedad Bonnett y, años después, maestro en la misma Universidad de Los Andes de Daniel Segura Bonnett, con quien tuvo una relación más cercana, pues se convirtió en su asesor de proyecto final de grado. Para decirlo claro: entre los tres había una relación bastante estrecha, por lo menos en el ámbito académico.
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El 20 de agosto de 2016, Piedad publicó una columna en El Espectador titulada “Historia de un oprobio”. En ella contó que Lucas Ospina le había enviado un correo electrónico infame en el que le revelaba un ensayo presentado por uno de sus alumnos universitarios. Ospina explicaba que este muchacho había sido estudiante de Daniel en un colegio de la capital. El ensayo relataba —según la columna de opinión— que Daniel había sufrido “la mala fortuna de enseñar en un colegio masculino teniendo una voz algo afeminada. Cada clase, sin falta, se la montábamos y nos reíamos en su cara. Parecía que él no se lo tomaba personal, pero para poder dictar su clase nos tenía que gritar o amenazar con jodernos disciplinariamente”. Escribe Piedad que, años después, cuando esos adolescentes se enteraron del suicidio, recordaron que en una oportunidad Daniel le metió la cabeza a un estudiante debajo de un escritorio, en una medida desesperada por defenderse de las burlas continuas, y recordaba su cara roja, “probablemente muy similar a la cara roja que vieron quienes pasaban por la calle cuando Daniel se votó [sic] desde su apartamento y dejó pintado el piso de sangre […] la cosa fue que nosotros todavía teníamos tiempo para vivir, nosotros no decidimos quitarnos la vida, así que decidimos reír otro rato”.
—Lucas fue alumno mío e hijo de un compañero de la universidad, Sebastián Ospina, a quien aprecio mucho; he tenido una amistad con su hermana, que también tiene una enfermedad mental, y yo nunca le hice nada malo a Lucas. Yo sabía que a mi hijo lo matoneaban en ese colegio, lo sabía porque el primer día de clase no había nadie en el salón y a él le tocó salir a buscar a los estudiantes. Él preparaba las clases con mucho amor, pese a que tenía la enfermedad mental, porque tenía una capacidad de trabajo impresionante.
Piedad no entendió por qué Lucas le había enviado un correo que mancillaba la memoria de su hijo, además de que le otorgaba la imagen macabra de la cara roja, en una comparación burda e infantil. Así que después de leer se limpió las lágrimas y llamó al rector de la universidad, Pablo Navas —a quien conocía por sus más de 30 años como profesora allí y porque es un gran amigo de su esposo Rafael—, para ponerlo al tanto de la situación y anunciarle que le enviaría una carta al Consejo Superior —máxima instancia de autoridad de las universidades en Colombia— para preguntarle por qué un profesor le enviaba este ensayo a la madre “de un niño muerto”. Piedad asegura que no quería que sacaran a Lucas de la universidad, aunque le parece que el hecho merecía una revisión, cosa que nunca sucedió, pues fue eximido de toda culpa.
Lucas escribió una disculpa en el portal web Las 2 Orillas, donde justificó su proceder en que quizá aquel ensayo académico podía entregarle a la madre una imagen nueva de su hijo, quizá explicaciones de cómo fue llegando a la decisión de suicidarse.
Apenas se asoma un poco de impaciencia en la voz de Piedad cuando cuenta la historia; es la impaciencia y la rabia de quien no entiende el comportamiento de otro. Se pone de pie y me invita al cuarto de Daniel, donde están intactos una parte de la biblioteca, una chaqueta café de pana, las botas Dr. Martens, el alebrije que trajo una vez de México, las cámaras fotográficas, los utensilios de pintura; la cama está un poco desordenada porque ella tomó una siesta allí. Volvemos al sofá y entre una pila de libros saca uno de Issa Watanabe, hija del famoso poeta peruano. Es un libro-álbum en el que se narra a través de ilustraciones —una mezcla de los cuentos de los hermanos Grimm, El pato y la muerte (de Wolf Erlbruch) y Pixar— el drama de las migraciones contemporáneas.
—Es que mira qué hermoso —dice con un tono de voz que es como si hablara un cristal golpeado por una cuchara—. Me encantan estos libros ilustrados, porque yo tengo una parte infantil que nunca se me fue. Yo soy una dibujante frustrada. Te voy a mostrar algo.
Trae del cuarto de su hijo un cuaderno japonés Muji de color café. Es uno de los cuadernos que Daniel nunca ocupó con sus dibujos y que ella usó para dibujar “cositas que él dejó”. Abre el cuaderno con delicadeza y empieza a pasar las páginas. Son copias exactas de lo que quedó en el cuarto. Además de las botas, la chaqueta, las cámaras, el alebrije, hay dibujos de unos juguetes de Fisher-Price; están el alfeizar, la ventana y el árbol que afuera se levanta con prepotencia; están la cama y los patines. El talento es evidente, los objetos están dibujados con exactitud: se replican las imperfecciones, los desgastes del tiempo.
—Soy una dibujante naíf, pero hubiera podido hacer algo interesante. Sin embargo, creo que no me equivoqué al ser escritora. ¿Y sabes por qué? Porque el mundo de las artes plásticas es infinitamente más salvaje que el de la literatura, y el rumbo que ha tomado el arte es muy desapacible, a los muchachos los angustia, porque cuando tienes que hacer una instalación, y quieres ser un pintor, te estrellas con todo lo que se exige en las galerías y que además eso ni se vende. Con Alfaguara íbamos a publicar un libro de poemas con estos dibujos míos, pero el proyecto se paró por la época de la pandemia.
La noche ha caído y Piedad se disculpa porque no hemos comido nada.
—¿Puedo hablar con su esposo? —le pregunto mientras bajamos las escaleras, cuando voy a salir del apartamento.
—Ay, no. Qué tal. Pero antes de que te vayas, me quedé pensando en el Premio Reina Sofía. Pienso que estos premios se los dan a la gente que tiene cierta edad, entonces tengo por delante dos cosas: el éxito o la muerte.
Piedad Bonnett, la mujer de 73 años, la poeta más premiada de Colombia, cierra la puerta y promete que dentro de tres días no solo habrá agua. Comeremos algo, porque qué tal, qué pena, dice.
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Fue una niña relativamente feliz. Fue amada, protegida y castigada. Fue rebelde. El padre era severo y ella llegó a fingir fiebre para recibir de él alguna caricia; y la madre fue una maestra católica. Ambos le inculcaron la culpa de que hasta los pensamientos eran vigilados por Dios. Le aterraba el infierno y durante meses se preguntó qué les decían los demonios a las almas que torturaban allí.
Entró de lleno en la lectura con la enciclopedia El tesoro de la juventud, un regalo que le hizo el padre —tiene una copia de la colección en su biblioteca personal y dice que guarda el mismo olor de la que tuvo en la infancia—. Su madre le enseñó a recitar, y ella empezó a practicar las rimas espontáneas, los sonetos, los endecasílabos; participó en concursos de oratoria en los que conoció el sonido de las palmas que ovacionan y desarrolló una personalidad histriónica y juguetona que fue un escape de la timidez. El viaje a Bogotá, dice, tuvo una razón: la madre quería que estudiaran, que recibieran buena educación, y por eso fueron tras los pasos de la abuela, que ya vivía en la capital. Vivieron en el barrio Teusaquillo. El padre consiguió trabajo como contador en el poderoso Grupo Santo Domingo, en el cual ascendió hasta ser parte de la junta directiva. Rápidamente se endeudó, compró una casa. Dice en El prestigio de la belleza: “Así que lo teníamos todo, pero la supervivencia era difícil, y eso se veía en la cara de mi padre, en sus fruncidas, en sus furias intempestivas. Mi madre callaba, porque era la que había iniciado aquella aventura y tenía culpa. Ella misma cosió nuestros uniformes y, para que la pobreza no fuera demasiado notoria, se encargaba de hacer milagros en la cocina. De tanto en tanto sus silencios y los de mi papá invadían todos los resquicios como gases asfixiantes”.
Siempre estudió con monjas: en Amalfi y en Bogotá. En uno de estos colegios, un sacerdote trató de abusarla, cosa que contó a su familia; nunca le creyeron. A los 13 años sufrió de una úlcera duodenal, que nadie entendió muy bien y que asociaron con su rebeldía: “Yo era una chica que somatizaba todo, pero en mi entorno no entendían eso, que sufría una hipersensibilidad casi enfermiza”. A esa edad, su rebeldía se enraizó, empezó a tener novios y las monjas españolas que la educaban la echaron del colegio. Los padres decidieron encerrarla en un internado de Bucaramanga, una ciudad que por esos años estaba a casi 12 horas de viaje en carro desde Bogotá. De ese tiempo recuerda varias cosas: tuvo una depresión honda, fue atendida por un psicólogo, sufrió una infección vaginal de la que no podía hablar con las monjas que cercenaban los órganos sexuales hasta del vocabulario, tuvo un profesor de literatura que la inspiró, aunque no recuerda el nombre, y empezó a escribir versos. Que la enviaran al internado devino en una dicha: publicó su primer poema en el periódico estudiantil de la Universidad Industrial de Santander, gracias a Pablus Gallinazus, un cantautor revolucionario muy respetado por la izquierda colombiana, quien era el encargado del diario. En el internado estuvo un año, y regresó a Bogotá cuando cumplió 15. La familia Bonnett vivía por entonces en el barrio Galerías de esa ciudad. Allí Piedad conoció a Rafael Segura, con quien novió durante cuatro años, hasta que a los 19 quedó en embarazo y se casaron. Era 1970, el país vivía en una ebullición estudiantil importante y Piedad aprovechó el embarazo y el matrimonio para abandonar el hogar y construir el propio. Era estudiante de Filosofía y Letras de la Universidad de Los Andes, carrera que nunca abandonó. Se dedicó a su primera hija, Renata. Luego nació Camila y, finalmente, Daniel. En sus palabras: aunque quiso ser escritora desde los 15 años, se la tragó el embarazo, se la tragó el matrimonio, se la tragó la academia.
Cuando tenía 39 años publicó su primer libro, De círculo y ceniza, un poemario compuesto por tres partes: El hombre en su trinchera, La batalla del fuego y El sueño de los años. En la primera aparece una ciudad nocturna, de travestis y desposeídos, una ciudad que la autora recorre casi autómata —“Aquí voy yo, sin metas y sin rumbos / odiándome en tu esquina sin sorpresas”—; en la segunda, los poemas son de amor —“Tu boca viene a mí, solo tu boca. / Viene volando, / libélula de sangre, llamarada / que enciende esta mi noche de ceniza”—, y en la tercera hay un regreso a la incertidumbre, como un amante que comió de toda carne y continúa hambriento —“¿En qué dura ciudad, bajo qué noche, / detrás de qué ventana / otro mi placer goza? / Y yo aquí condenado, reo a muerte, / siento el ruido del tiempo que se arrastra”.
En 1994 se publicó Nadie en casa, una estocada al matrimonio y a la languidez de la vida cotidiana —“sentimos el silencio de dos quebrando los sonidos del mundo”— y ese año ganó el Premio Nacional de Poesía con el manuscrito de El hilo de los días, que se publicó en 1995. Siempre ha dicho que ese premio la ubicó en el mundo literario, le dio confianza, la validó. En estos encuentros me dijo: “Para mí fue importantísimo porque yo era una poeta relativamente desconocida, solamente había recibido apoyo de un poeta que no había conocido personalmente que era Juan Manuel Roca, que había sacado una reseña en El Espectador; yo sobre todo estaba dedicada a la vida académica. Era un premio mucho más importante de lo que es hoy, daban una suma de dinero importante que yo usé para mandar a mi hija mayor para que conociera Europa. Lo que yo hacía en esa época era repartirme entre la preparación de clases y las tareas de la maternidad, tenía a Daniel todavía muy pequeño. No fue un premio que llegara con veneno, en lo absoluto”.
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Consuelo Gaitán es la mejor amiga de Piedad Bonnett. Se conocieron en 1984, cuando la primera era estudiante de último semestre de Filosofía y Literatura de la Universidad de Los Andes, y la segunda era una escritora que escribía versos solitarios que pocas personas conocían, pues aún no había publicado. Se hicieron amigas en un curso: Gaitán era monitora y Bonnett, profesora; 10 minutos después del encuentro ya reían a carcajadas.
Es una mañana lluviosa en Bogotá y Consuelo está en Ficciones, un bar-librería recién inaugurado que es de su propiedad y que pretende emular la librería Biblos, que la misma Consuelo abrió en 1988 y fue el epicentro del mundo cultural capitalino, donde se encontraban escritores, editores y periodistas como Álvaro Mutis, Antonio Caballero, María Mercedes Carranza, Iván Hernández, Enrique Santos Calderón, Laura Restrepo, William Ospina y, por supuesto, Piedad Bonnett.
Mientras la librería empieza a llenarse, Consuelo pide que espere un rato, porque está arreglando cuentas. La ayudan dos mujeres y un hombre de unos 30 años, hablan de presentaciones, de homenajes, de pedidos. Consuelo tiene el pelo rojizo y un acento capitalino que ondula al final de las palabras, alargándolas y otorgándoles melodía. Fue también editora de la colección de filosofía de la Editorial Norma, directora del Museo de los Niños de Bogotá y directora de la Biblioteca Nacional, además de miembro del partido de izquierda Polo Democrático.
—Una de las primeras cosas que nos unió fue el sentido del humor. La conocí en un curso de historia latinoamericana donde había varios personajes que hablaban, estaban Rodrigo Pardo, Hugo Fazio, Francisco Leal, todos profesores de Los Andes muy importantes, y Piedad estaba en primer orden. Empezamos ella y yo a hablar de libros y de gustos literarios, porque ella es una gran lectora, buenísima, moderna. Para las dos es una pasión muy maravillosa. Tenemos un grupo de WhatsApp que llamamos “Trío del juicio”, allí está Clemencia Echeverri —artista, historiadora y teórica de arte contemporáneo—, y ahí hablamos de nuestros temas personales y también de lo que nos interesa.
—Piedad dice que en sus primeros años dudó de que fuera una escritora buena…
—Ella siempre ha tenido un magnífico criterio y una excelente formación. Me resulta extraño pensar que no se sintiera dueña de su talento cuando fue capaz de tomar tantos riesgos, porque es una persona que empezó tarde, que publicó tarde, a los 39 años, y encontró una voz poética propia, original, una voz que busca la precisión. Y luego decidió ser narradora. Todo eso me parece evidencia de que es una persona que cree en ella misma, que sabe las posibilidades que tiene entre manos. Probablemente, como todo escritor, tuvo sus dudas, pero me parece muy valiente haber buscado esos caminos y hacerlo tarde, porque se casó a los 18 años, tuvo su primera hija a los 20, ha sido una vida llena de retos y los ha ido superando con creces, ha aprovechado las experiencias de la cotidianidad para reflejarlo en su escritura. Cuando se ganó el Premio Nacional de Poesía le dije que era la única a la que lavar y planchar ropa le generaba plata.
Consuelo saca su teléfono celular y muestra el momento en el que Piedad les escribió por el grupo “Trío del juicio” que la habían llamado desde España: “Amigas, un secreto por ahora, gané el Reina Sofía”, y más adelante una foto de la poeta con una mascarilla, en plena terapia respiratoria.
—Nos han pasado muchas cosas emocionantes. Hemos tenido viajes gloriosos, estuvimos en Nueva York y no parábamos de reír. Recuerdo que en ese momento ella estaba leyendo a Wisława Szymborska, eso fue a mediados de los años noventa, y relacionaba todas sus lecturas con lo que nos pasaba. En las noches, después de ir a los museos, cansadas en la habitación, me decía: “Consuelito, quiero leerte”. Después de ese viaje publicó el libro Todos los amantes son guerreros, donde hay varias imágenes que secretamente hacen alusión a lugares que vimos, todo el tiempo estaba pensando en lo que le podía servir para sus elaboraciones poéticas.
En Todos los amantes son guerreros hay un poema dedicado a Consuelo: “Para el día en que vuelvas / ya habré hecho mi aprendizaje con persistencia animal […] / Me encontrarás de piedra / me encontrarás amarga / ¿Me encontrarás?”.
Llueve y la librería, a pleno mediodía, se llena de oficinistas que vienen a almorzar. Antes de terminar, Consuelo habla de quienes “le han hecho daño” a su amiga, y menciona a Lucas Ospina y al escritor Harold Alvarado Tenorio, quien escribió hace más de 20 años: “Los poemas de Bonnett no deslumbran con imágenes y su acento es de cotillera, de confidente, de persona que pasa la mayor parte de día no en una biblioteca, ni hablando con periodistas o promotores culturales, sino en la sala de la casa, o el cuarto de costura, la cocina o el comedor, mientras plancha o lava los platos o prepara un buen sancocho o hace las arepas para el desayuno”.
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Emilia es una mujer que tiene más o menos 60, es periodista y escribe crónicas sobre mundos lejanos donde hay una tensión entre lo tradicional y el capitalismo rampante. Es una mujer a la que se le murió un hijo, aunque no se sabe muy bien cómo ni cuándo ni por qué. Tiene un matrimonio que se asemeja a una rata muerta cuyos gusanos apenas comen el interior con pereza, con violencia tímida, y en esta figura caprichosa los gusanos son el marido. Gana un premio por uno de sus textos, y ese premio, como un orisha escondido dentro de una virgen prístina, llega a su vida con el desastre de un luto. Emilia es el personaje de Qué hacer con estos pedazos (Alfaguara, 2022), una novela que Piedad Bonnett escribió después de remodelar la cocina de su apartamento, y en ella el conflicto marital sale a flote porque se repara una cocina y todo sale mal.
Son las 4:30 de la tarde de un viernes y Rafael Segura, su esposo, está en ropa de casa y prepara un café. Es un hombre amable, que ríe fácil.
—¿Cómo ponen ustedes una entrevista a esta hora? —dice porque en 30 minutos la selección colombiana de fútbol jugará un partido de la Copa América contra Costa Rica.
Piedad se ríe y dice que ella no tenía ni idea, que tampoco le importa mucho el fútbol.
Rafael sirve café, que Piedad no ha tomado nunca ni sabe preparar porque dice que la aqueja desde siempre una gastritis pertinaz, y se va a su habitación.
—¿En qué pensaba cuando construyó el personaje de Emilia?
—Pensaba en que las mujeres fuimos educadas para aguantar. Por lo menos las de mi generación. A mí mi mamá me educó para aguantar, y te digo que sigue ahí, porque mi mamá y mi papá están vivos, dos viejitos de 101 y 98 años. El caso es que Emilia no es una vieja que aguante, el caso es que ella construyó su burbuja, por eso le pongo como un cuartito donde trabaja. Eso se parece al cuarto propio de Virginia Woolf, aunque yo no estaba pensando en eso. El trabajo es lo que la salva. En su trabajo es ella, pero en esa casa es como aplastada por la figura de ese personaje, del marido.
—¿Usted qué opina del matrimonio?
—Me parece una mierda en general. Es muy difícil. Es lo que cuento en el libro que voy a publicar (La mujer incierta). Pero no cuento las intimidades ni mucho menos, ¿qué tal? Eso no me importa. Yo me he ido dos veces de la casa y he vuelto, hay que decir que he vuelto. Una vez me fui para España a estudiar, pero era que estaba harta de la institución familiar. Mis hijas estaban adolescentes y de mi niño me daba pesar, porque tenía siete años, pero me busqué una beca y me fui. Fueron como unas vacaciones, pero las mujeres no se atreven a tomar esas vacaciones porque la gente lo juzga. Y luego me fui un año a otro apartamento.
—¿Cuántos años tenía?
—Tendría 48… Entonces me iba, pero tengo un marido muy perseverante.
—¿Y qué hace, a qué se dedica él?
—Fue financiero y vicepresidente de una entidad prestadora de salud.
—¿Puedo hablar con él? —insisto.
—No, qué tal, qué horror, quién sabe qué puede decir —dice con una gran risotada—. Mejor vamos al comedor, que compré una torta, porque el martes no te di nada, qué vergüenza.
El fotógrafo la persigue por las escaleras y hasta la cocina. Hacemos más café, esta vez sin Rafael, que en unos minutos bajará para anunciarnos los goles de Colombia. Piedad se prepara un té, sonríe para la cámara y dice:
—¿Ustedes saben qué hice hoy? Este suéter que tengo puesto lo compré cuando tenía como 18 o 19 años. Es de un diseñador francés. Yo vi este suéter cuando era una hippie y costaba muchísimo y no sé cómo hice, pero lo conseguí. Ahora lo vi y decidí ponérmelo y me sirvió, me sentí como volviendo a esos años.
El diálogo sobre esos años le provoca un estallido de recuerdos y admiraciones. Dice que fue compañera de Enrique Santos Calderón, de María Mercedes Carranza, Laura Restrepo, Patricia Lara. Todos eran de la izquierda de Bogotá, escritores, y alentaron la primera y última huelga que hubo en la Universidad de Los Andes.
—Éramos cercanos al maoísmo y el trotskismo, protestábamos contra las directivas de la universidad y por la guerra de Vietnam. Yo estaba muy bien rodeada.
—Hablemos de María Mercedes Carranza, que usted y ella son mencionadas como las dos más grandes poetas de Colombia, ¿qué opina de su obra?
—Como poeta creo que tiene su momento muy interesante y que es un hito en la poesía colombiana, porque cambió un montón de cosas en la poesía femenina. Metió una cosa irónica, cínica, desmitificadora, toda esa cosa antipoética, una poesía prosaica. María Mercedes hizo una tarea muy importante en la Casa Silva. No fuimos exactamente amigas, ella me parecía una persona fuerte, dura y, tal vez, amarga. Algo le pasó en la vida, pues nada más y nada menos le secuestraron el hermano, y se lo mataron y después de eso no se recuperó.
—Y Eduardo Carranza, su padre, el poeta, también marcó su obra…
—Un papá tremendo.
—¿Ella fue mejor que el padre?
—No. Lo que pasa es que Eduardo tiene poesía muy mala, o que nos parece anacrónica, de circunstancia, de salón, pero los últimos poemas de Carranza son espectaculares.
—¿Por qué un poeta envejece mal?
—Eso es un misterio… pero mira, yo creo que mi mejor libro es Los habitados, que es el último, y cuando lo escribí me sentía insatisfecha, pero ahora no lo veo así. Creo que tengo dos libros muy buenos: El hilo de los días y Los habitados.
Comemos la torta y Piedad señala algunas artesanías que ha traído de sus viajes por el mundo: diablos mexicanos, muñequitos chinos sin rostro.
—Siempre he sido consciente de lo pictórico, por eso me puse tan feliz cuando Daniel quiso ser artista. Pero el mundo de las artes plásticas es difícil, muy duro. Yo he recibido muchos testimonios y cartas de lectores que me cuentan sus dolores.
Después de la publicación de Lo que no tiene nombre, Piedad se convirtió en una especie de confidente de miles de lectores que le escriben para contarle sobre las enfermedades mentales que padecen ellos o sus familiares. Dice en el prólogo de la edición conmemorativa que se publicó en 2023 —acompañada por obras de Daniel— que las personas le preguntan por medicamentos, médicos, tratamientos, le piden abrazos. Dice que guarda algunas cartas y cita historias que le cuentan personas que han leído el libro en la oscuridad de un hospital.
—¿Daniel fue su hijo más amado?
—No sé si el favorito, pero sí el desdichado. Cuando a él le diagnosticaron la esquizofrenia, me di cuenta de que no nos iba a durar y le dije a Rafael que teníamos que hacerlo muy feliz.
Piedad la poeta, la narradora, la académica, la madre de tres, vuelve siempre a su hijo Daniel con un amor lleno de ternura y de pesar. Se podía empezar un retrato suyo de tantas formas, pero ella ya había elegido una manera. El poema “Lo real” termina así: “No preguntes / por la historia real: / nunca ha tenido voz el dios que la conoce”.
Piedad Bonnet, poeta encumbrada en tierra de poetas enormes, reconocida con el XXXIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, nos recibió en su departamento en Bogotá.
Repartió su vida entre el matrimonio, la academia, la crianza de tres hijos y la escritura. En junio pasado se anunció que era la ganadora del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, lo que la coloca definitivamente en la primera línea de la poesía de su país y de la región.
Piedad Bonnett vive en el tercer piso de un edificio añoso del oriente de Bogotá. Al entrar al apartamento, lo primero que aparece es la pintura al óleo, enorme, de la cabeza de un rottweiler silenciado por un bozal que le otorga una apariencia de cyborg postpunk. Hay otros óleos de perros, todos son grandes animales del terror silenciados, amordazados, encadenados, apabullados, muertos en vida. La sala de estar se abre con grandes sofás y una mesa cuadrada con dos sillas en cada lado. Hay un retrato, el de un hombre menudo, delgado, el trazo en carbón hábil, la cara borroneada, desenfocada, muda. Todas las pinturas llevan la firma de Daniel Segura Bonnett, que se suicidó en mayo de 2011, cuando tenía 28 años y llevaba un tiempo largo padeciendo esquizofrenia.
Piedad Bonnett habla y sonríe.
—Este es un óleo que hizo en la universidad, allá tengo más perros; era muy buen dibujante, mira. Creo que él era, sobre todo, un gran dibujante.
Él es Daniel, el hijo menor que en la adolescencia sufrió un brote psicótico, al parecer empujado por el uso de un medicamento. Así se desató una esquizofrenia que lo acompañó hasta la muerte. Daniel había estudiado Artes en la Universidad de Los Andes y cursó varios posgrados; fue profesor en el Gimnasio Campestre, un colegio de jóvenes de familias ricas de Bogotá, donde vivió días difíciles de burlas por parte de los estudiantes.
—Yo creo que él estaba con ese tema del bozal, del secreto de su enfermedad. Mira esta belleza, es una obra de Chuck Close, un norteamericano, y de esa pintura él hace un zoom a la boca con un óleo. Subamos, que arriba está encerrado mi marido, que por fortuna se ocupó con un partido de fútbol.
En el corazón de la segunda planta, donde hay un baño y dos habitaciones, está el estudio de Piedad, abarrotado de libros en estantes y mesas, en muebles y escritorios. Sobre un tapete hay dos sofás y un equipo de sonido con la funda del último sencillo de The Beatles encima, “Now and Then”, que fue mejorado con inteligencia artificial y que publicó Paul McCartney —“Me lo envió una amiga desde Londres”—. Los libros refieren a una lectora voraz y sofisticada. Si bien están omnipresentes Gabriel García Márquez y Jorge Luis Borges, y poemarios de José Watanabe, Blanca Varela y José Manuel Arango, también hay autoras como Rachel Cusk, Irene Solà y Vivian Gornick. Los estantes están adornados con alebrijes, porcelanas y juguetes minúsculos que refieren a alguna infancia remota, o a Daniel. Hay retratos, más perros.
—Daniel estaba pintando a los perros de los guardias de seguridad. Mira, ese es su cuarto, que mantuve cerrado durante meses, intacto.
“Pinté un perro para que cuidara mi puerta, / un perro triste y feroz al mismo tiempo / que disuadiera a cualquier atacante. / Pero cuando fui a colgar el perro en mi puerta / vi que no había puertas, ni ventanas. / Pasé mi mano por la pared rugosa buscando una grieta, / tal vez un agujero. Comprendí que yo era la pared, / que iba a morir sin aire, / que la única grieta está en mis adentros / y que por los agujeros de mis ojos / miraba un perro triste, / triste y feroz al mismo tiempo”, se lee en “Vigilante”, un poema de Piedad Bonnett que aparece en Los habitados (Frailejón Editores, 2021).
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Un retrato de Piedad Bonnett podría empezar de otra manera, diciendo quizá que, en un país de poetas enormes como Porfirio Barba Jacob, León de Greiff, José Asunción Silva, José Manuel Arango, Aurelio Arturo y María Mercedes Carranza, ella se levanta ahora como la más importante. Podría empezar diciendo que el 3 de junio de 2024 se anunció que sería galardonada con el XXXIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, que entregan en España la Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional, un premio que reconoce la obra de un autor vivo. María Dolores Menéndez, gerente de Patrimonio Nacional, dijo que Piedad Bonnett “es una voz actual de referencia en la poesía iberoamericana con un trato elaborado del lenguaje que le permite acercarse a la experiencia vital con profundidad y belleza y a responder con humanidad a la tragedia de la vida. Su poesía es luminosa, aun cuando trata temas arduos, como el desamor, la guerra, la pérdida o el duelo”. Habría que buscar un esguince, otro inicio, pero Piedad tiene una galería personal de su hijo montada en su casa, aunque ella diga que el cuarto de su vástago menor ya ha cambiado y se convirtió en el refugio de sus nietas. Todo parece un “museo de la inocencia”, ese artefacto que construyó un personaje de Orhan Pamuk en la novela del mismo nombre para honrar los objetos más cotidianos de un amor fenecido, pero es una cosa a la que ella se niega.
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Daniel Segura Bonnett se lanzó del techo de un edificio ubicado en el Upper East Side de Nueva York el 14 de mayo de 2011 y dejó su habitación en pulcritud monacal: la cama tendida, los libros sobre el escritorio, la tarjeta con un regalo de la madre y, en línea prolija, el reloj, la billetera, el iPod, el celular. Daniel era el hijo menor de Piedad, su más protegido, sobre cuya vida, enfermedad y muerte escribió un libro sangrante: Lo que no tiene nombre (Alfaguara, 2013), que ya lleva 32 ediciones: “¿Cómo puedes vivir cada segundo sabiendo que tu hijo está iniciando un episodio de paranoia, quizá un estado psicótico, y que no puedes hacer realmente nada porque hay en todo una cierta apariencia de normalidad que no te autoriza a tomar medidas drásticas? A las seis de la tarde Daniel llegó de la consulta médica con semblante sombrío y con una caja de un medicamento nuevo que debía empezar a tomar. Le pregunté con delicadeza cómo se sentía, y por supuesto me di cuenta de que nada había cambiado desde el día anterior: aunque leve, la sensación de amenaza persistía en él.
"Para animarlo me ofrecí a hacerle un masaje. Traje un enorme frasco de aceite color ámbar y una toalla e hice con mis manos lo mejor que pude: pasé mis dedos por sus hombros, su nuca, su cabeza. Escarbé entre su pelo, acaricié los lóbulos de sus orejas como había visto que hacían los masajistas. Daniel, sonriente, volvió a ser un niño entre mis manos”.
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Amalfi es un pueblo del departamento de Antioquia célebre por dos cosas: por el mito de un tigre poderoso que mataba novillos y caballos, cazado el 18 de noviembre de 1949, y por ser el lugar donde nacieron los hermanos Vicente, Fidel y Carlos Castaño, precursores del paramilitarismo en Colombia, hoy muertos, aunque sus cuerpos nunca fueron encontrados. En ese pueblo nació Piedad Bonnett en 1951, la primogénita de Iván Bonnett Henao y Bertha Vélez Trujillo —él tiene 98 años y ella, 101—, una bebé de ojos pequeños y una mancha en la boca que desapareció con los meses.
“Mi madre me dio unos días de plazo para desamoratarme, desarrugarme, y entonces sí develar mi verdadero ser, acorde a su noción de belleza. Imposible que la genética le hubiera jugado esa broma cruel, ignorando las pestañas cerradas, la barbilla perfecta y la piel lechosa de ella misma y de mis innumerables tías y primas. Tendría paciencia, pensó, mientras se recuperaba de los malos tratos de la naturaleza, que había hecho que yo desgarrara su vagina, causándole una hemorragia que obligó a mi abuela y a un par de asistentas a extender al sol sábanas y trapos durante casi dos semanas”, escribe en la novela, una autobiografía falsa, El prestigio de la belleza (Alfaguara, 2010), en la cual dice que era una niña fea en medio de mujeres bellas.
—Rápidamente me di cuenta de que yo no era una niña linda, porque mi mamá trataba de hacerme muchas cosas para que me viera bien y decía: “Mire, péinese como sus primas, despéjese la frente, haga esto y aquello”. Por eso, porque yo me sentía fea, me casé con Rafael, a quien conocí cuando tenía como 15 años. Dije: “Este es el mío”.
Piedad es la hermana mayor de Diana, historiadora; de Fabián, quien estudió teatro y es editor, y de Mauricio, cineasta y autor de cuatro novelas publicadas en Editorial Norma y Alfaguara. Crecieron en una familia conservadora habitada por sacerdotes y monjas, como manda la tradición antioqueña, donde el padre es una especie de ser omnipotente que puede castigar con severidad y la madre es un ser omnipresente y puro que debe saberlo todo de sus hijos.
En el libro El hilo de los días, que ganó el Premio Nacional de Poesía en 1994 y le trajo la notoriedad literaria, están expuestas la infancia en Amalfi y la vida del encierro religioso. “Aquí golpeaba airadamente el padre sobre la mesa causando un temblor de cristales, una zozobra en la sopa, / volcaba el jarro de su autoridad aprendida, de sus miedos, / de su ternura incapaz de balbuceos. / Adelantaba su dedo acusador y el silencio / era como una puerta obstinada que defendía a los niños del llanto. / Aquí solo hay ahora una mesa de cedro, unos taburetes, / un modesto frutero que alguien hizo / con doméstico afán. / ¿Dónde los niños, / dónde el padre y la madre arrulladora? / La tarde esplendorosa asoma añil y roja detrás de los vitrales. / Y pareciera que tanta paz, tanto silencio pesaroso / fuera el golpe de Dios sobre la mesa”.
Padre y madre decidieron abandonar Amalfi en 1958, cuando Piedad tenía siete años. Viajaron en avión —uno de los orgullos de los amalfitanos es su pequeño aeropuerto— hacia Medellín, donde permanecieron un par de días, y luego partieron con rumbo a Bogotá. Piedad siempre creyó que Amalfi era epicentro de la barbarie del conservadurismo más taimado, por eso nunca quiso volver, hasta que el periodista Daniel Samper Ospina le propuso que escribiera un texto para la revista SoHo. Ella se negaba, contumaz, pero finalmente accedió. La crónica se titula “Un pueblo sin Piedad” y se publicó en agosto de 2004. Allí se lee: “Desde el aeropuerto de Amalfi viajé yo a Medellín hace más de 40 años, cuando el pasaje costaba 16 pesos; en la avioneta vi el llanto silencioso de mis padres, que sabían que se iban para siempre, soñando con un futuro incierto en la lejana Bogotá”.
"Los recuerdos de la infancia temprana son aciagos, pues en Amalfi —como en gran parte de la Colombia rural de esos años— se vivía una violencia política enraizada en la que conservadores perseguían liberales para cercenarles la garganta y sacar por allí la lengua, en una práctica que llamaban “la corbata”. Dice la crónica: “En ese pueblo que ha visto verter tanta sangre, encuentro sin embargo pequeños milagros culturales: una emisora, La Voz de Amalfi, un canal de televisión, un periódico, una modesta biblioteca perfectamente clasificada. Hay allí gente que trata de dignificar el gusto de la región, como Alberto Asuad, quien dirige un programa de música clásica cuatro veces a la semana, y jóvenes que sueñan, como Jorge, quien me persigue con su cámara para hacer un video institucional. Alberto me muestra la carta donde un campesino le dice que ha oído hablar de Tchaikovsky, y que le gustaría oír algo de su música. Estamos de acuerdo en que ese solo hombre justifica ya su esfuerzo. Una y otra vez me he preguntado cuál habría sido mi destino si mis padres no hubieran elegido el éxodo”.
¿De haberse quedado en Amalfi hubiera escrito nueve libros de poesía —De círculo y ceniza, Nadie en casa, El hilo de los días, Ese animal triste, Todos los amantes son guerreros, Tretas del débil, Las herencias, Explicaciones no pedidas, Los habitados—, siete novelas —Después de todo, Para otros es el cielo, Siempre fue invierno, El prestigio de la belleza, Lo que no tiene nombre, Donde nadie me espere, Qué hacer con estos pedazos— y el libro de entrevistas Imaginación y oficio: conversaciones con seis poetas colombianos, que es un texto de obligado estudio para estudiantes de literatura colombiana?
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En los poemas de Piedad Bonnett hay una voz que ama y no es correspondida, que ama y no se sacia, que ve transcurrir la vida del hogar con hastío y temor. En su poesía aparecen las tradiciones de los hogares conservadores colombianos y la figura vicaria de Dios que cumple el padre terrenal; aparece la violencia de los campos colombianos, la violencia de las ciudades, las víctimas, la soledad. Esa poesía solo fue alabada entre poetas en los primeros años de este siglo, cuando se publicó Lo que no tiene nombre, el libro del luto, el libro de la muerte de un hijo. Esa obra triste la mostró al mundo, la sacó definitivamente de los salones de clase.
En el prólogo de Los privilegios del olvido, una antología personal que el Fondo de Cultura Económica hizo de la obra de Piedad Bonnett en 2008, el poeta José Watanabe escribe: “Hay poemarios como espejos brumosos donde la realidad reflejada aparece detrás de una neblina asfixiante. Hay otros cóncavos o convexos donde el mundo adquiere acaso su verdadera figura grotesca. También los hay trizados que se esfuerzan por componer una realidad fragmentada. El primer poemario de Piedad Bonnett, De círculo y ceniza, es un espejo múltiple, un poliedro girando en el aire. Su unidad está dada por la diversidad de sus varias caras. Y visto desde la perspectiva actual, cuando la poeta lleva firmados seis poemarios notables, también puede considerarse un meditado y temprano planteo de temas a desarrollar, un índice o advertencia de lo que después serían sus estaciones temáticas más recurrentes. Cada poema es como el hito fundacional de un largo camino que se desarrolla sobre una superficie terrible: la soledad”.
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Escribió el crítico Augusto Escobar Mesa para la edición de El hilo de los días que el Metro de Medellín publicó y reparte gratuitamente en sus estaciones: “Galería de espejos donde hombres y mujeres se ven en su repetida, diminuta y más de las veces absurda cotidianidad, es lo que nos muestra Piedad Bonnett en sus poemas, novelas y piezas de teatro. Cotidianidad que enreda, ata, aliena y deja ver los despojos de nuestra mísera condición: seres en busca de un no sé qué, de un otro que complete lo que de naturaleza es incompletud, de un sentimiento de vacío, de permanente frustración, de violencias que escinden los cuerpos y las conciencias, de idearios que se extravían en las equívocas palabras”.
La escritora Yolanda Reyes, columnista del diario El Tiempo, publicó en 2013 sobre Lo que no tiene nombre: “En los artículos escritos durante estos días se ha alabado la contención emotiva que le da el oficio de escritora a Bonnett para expresar un dolor tan hondo, sin caer en el sentimentalismo. Pero lo que a mí más me maravilla es la forma como ‘estrena’ para nuestra literatura esa cierta tonalidad que da cuenta de los cuidados esenciales que prodigamos a los hijos. La maternidad, que ha sido vista como sospechosa en la literatura, es manejada con esa misma contención para iluminar sutilmente un campo emocional en el que poco se había ahondado: ‘Yo lo amaba, lo cuidaba, de esa manera elemental y sin embargo entrañable en que las madres amamos y cuidamos a nuestros hijos’… ‘Yo lo miraba vivir, con un secreto temblor’, se lee en el libro”.
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Tiene una tos persistente desde hace varias semanas y lo cuenta divertida.
Muchas veces en su manera de contar las cosas hay un tono infantil, mas no inocente; un tono infantil un poco malévolo, de niño cruel. Dice que cuando la llamó la presidenta de Patrimonio Nacional para anunciarle que había ganado el Premio Reina Sofía —la ceremonia de entrega será en noviembre—, estaba en una terapia respiratoria, tenía puesta una mascarilla y se escuchaba el llanto de un niño y el escándalo de alguna enfermera que ululaba por la clínica.
Entonces vuelve esa tos y aclara que no es covid-19 ni un virus extraño, que es una alergia, y propone que bajemos nuevamente. El marido ni se escucha desde la habitación que está junto al estudio. Ella se pone de pie: mide más o menos un metro y medio y es ágil, viste de colores ocre. Mientras bajamos habla de los perros al óleo y tose de nuevo con persistencia.
—Creo que tengo una cosa alérgica, según me dicen, porque me han hecho exámenes de todo tipo para descartar. Llevo como tres semanas así. No hay regalo que no venga envenenado. Cuando gané el Premio Casa de las Américas fue un jueves y Daniel se mató el sábado, y con esa plata hice el libro que repartí el día del aniversario, un libro que tenía todas sus pinturas. Y bueno, no voy a comparar con el Reina Sofía, pero ese premio me exige hacer una antología de 200 poemas y he estado clavada haciéndola. Todo trae tareas aparejadas.
Lo dice sin queja, reconociendo su sino; antes de esta entrevista estaba preparando una conferencia que daría dos días después a los estudiantes de la maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional Autónoma de México. Me lo dijo en una llamada telefónica mientras me instruía cómo llegar a su apartamento: “Les voy a hablar sobre el oficio, sobre cómo buscar la voz propia, de que uno tiene que mirar cuáles son las afinidades y para esto tiene que leer y después indagar, porque no te puede bastar con que te guste un escritor para creer que vas a ser como él. Pero ven que acá te cuento”.
La cocina está iluminada por la luz que llega desde grandes ventanas, es espaciosa y tiene un mesón de piedra negra con cajones amarillos.
—¿Cómo hará esa selección de 200 poemas para el Reina Sofía?
—Para mí es fácil, porque ya el ojo me dice cuáles son mejores que otros. O por lo menos yo creo eso. Voy, cojo libro por libro, medio hojeo, porque no voy a poner a leerme todo, escojo los poemas que creo que tienen más calidad, porque tengo suficiente autocrítica para ver que este es mejor que este otro. Por ejemplo, cuando escribí el poema del padre que le pega a la mesa, inmediatamente me di cuenta de que era muy bueno. Para mí ese es uno de los buenos. A veces pasa que lo escribes y dices: “Guau, salió como debe ser”. Hay otros que son poemas buenos, hay unos que son malos e inmediatamente se van a la caneca, pero casi nunca me pasa, ¿sabes?, con la poesía no me pasa. Cuando me siento a escribir el poema es porque tiene una fuerza que hace que salga. Hay muy pocos que yo me haya puesto a lidiar…
—Pero ¿usted corrige sus poemas, los trabaja durante días?
—No, yo lo trabajo mientras estoy sentada haciéndolo. Hasta que no considero que está perfecto, no me dejo, pero eso no es en días, eso es en horas. A los dos o tres días lo reviso, y ahí de pronto borro cositas. Si de pronto me pusiera demasiado quisquillosa es porque el poema no sirvió.
—Además de haber estado enferma y en una terapia respiratoria, ¿cómo la sorprendió el anuncio del premio?
—No sabía en cuál fecha iban a dar el premio, yo sabía que era por esos días y que estaba postulada, porque me postuló el Ministerio de Cultura de Colombia. Entonces qué te digo. Claro, como cualquier noticia de esas, me impactó, cómo no, pero lo que he dicho por ahí: cuando gané el Premio Nacional en 1994 mi alegría fue mucho mayor, y no porque considere que este no es el mayor premio que me haya ganado, sino porque la vida lo va poniendo a uno en un lugar en el que puede relativizar las cosas. Es que yo ya perdí un hijo, imagínate. No sobredimensiono nada. Pero lo que vino después fue muy bonito, porque han sido y siguen siendo miles de mensajes de la gente más increíble. Ha sido una cosa divina. Mucho cariño de la gente. Tú nunca sabes hasta dónde te aprecia la gente hasta que pasa una cosa de estas. Yo sé que tengo mis lectores fieles, divinos, devotos, la mayoría jóvenes, y eso me halaga mucho, porque ellos han leído Lo que no tiene nombre. Este año en la Feria del Libro de Bogotá no te imaginas la fila que había para ver mi presentación; siempre tengo filas inmensas, pero este año tuvimos que abandonar porque ya llevábamos una hora y media firmando, ya estaba exhausta. Y no te imaginas la tristeza.
—No les pasa a muchos poetas en Colombia…
—Debe pasarles a algunos. Sin embargo, sucede más con los novelistas. Entonces vienen los chicos, muchachos de los barrios de clases populares que hasta uno dice: “Dios mío, cuánto les costó ese libro”. Vienen con sus piercings, con sus tatuajes, con sus nombres rarísimos que los tienen que deletrear y se ríen. A veces me abren el libro y me dicen: “En este poema, Piedad”. Con Lo que no tiene nombre sucede que piden una dedicatoria para la madre, para la abuela, para la suegra. Cuando me gané el Reina Sofía parece que las redes se llenaron de cosas, pero yo no vi, yo no veo. Yo tengo una conciencia perfecta de por qué no uso redes. No es porque no sea capaz de manejar la tecnología, porque yo podría aprender, cualquiera me va a decir cómo hacerlo, pero mira lo que yo tengo por leer. Yo para qué me voy a poner a curiosear eso que me lleva a no sé dónde y que siga a no sé qué y me esté una o dos horas mirando cosas. Sí tengo unas redes sociales, pero sigo como a cinco personas, nunca las abro, yo no quiero meterme en polémicas en Twitter, o X o como se llame.
Escribe una columna de opinión todos los domingos en El Espectador, el periódico más antiguo de Colombia, con 137 años de existencia. Habla allí de política y de problemas sociales, y aunque ella se define como de izquierda, ha sido crítica con algunas decisiones que ha tomado el presidente Gustavo Petro, el primer mandatario de ese espectro político, quien en los años ochenta fue guerrillero del M-19.
—Por mis columnas, en las que hablo de política, me dicen: “Poeta, vaya, hable de poesía, de las nubes y del sol”. Eso a veces me mortifica. Pero tengo la virtud de que se me olvidan las ofensas. Y rápidamente sé reaccionar ante eso. No me amargo. Solo me he amargado cuando dicen cosas contra Daniel, de un hijo muerto, de un hijo al que le tocó suicidarse.
Cuando Piedad habla de las ofensas hacia su hijo se refiere a un correo que una mañana recibió de Lucas Ospina, origen de la única desavenencia pública que ha tenido la poeta.
Lucas Ospina es un profesor universitario y crítico de arte que durante años tuvo una columna de opinión en Arcadia, la que fue la revista de divulgación de arte y cultura más influyente de Colombia. Fue alumno de Piedad Bonnett y, años después, maestro en la misma Universidad de Los Andes de Daniel Segura Bonnett, con quien tuvo una relación más cercana, pues se convirtió en su asesor de proyecto final de grado. Para decirlo claro: entre los tres había una relación bastante estrecha, por lo menos en el ámbito académico.
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El 20 de agosto de 2016, Piedad publicó una columna en El Espectador titulada “Historia de un oprobio”. En ella contó que Lucas Ospina le había enviado un correo electrónico infame en el que le revelaba un ensayo presentado por uno de sus alumnos universitarios. Ospina explicaba que este muchacho había sido estudiante de Daniel en un colegio de la capital. El ensayo relataba —según la columna de opinión— que Daniel había sufrido “la mala fortuna de enseñar en un colegio masculino teniendo una voz algo afeminada. Cada clase, sin falta, se la montábamos y nos reíamos en su cara. Parecía que él no se lo tomaba personal, pero para poder dictar su clase nos tenía que gritar o amenazar con jodernos disciplinariamente”. Escribe Piedad que, años después, cuando esos adolescentes se enteraron del suicidio, recordaron que en una oportunidad Daniel le metió la cabeza a un estudiante debajo de un escritorio, en una medida desesperada por defenderse de las burlas continuas, y recordaba su cara roja, “probablemente muy similar a la cara roja que vieron quienes pasaban por la calle cuando Daniel se votó [sic] desde su apartamento y dejó pintado el piso de sangre […] la cosa fue que nosotros todavía teníamos tiempo para vivir, nosotros no decidimos quitarnos la vida, así que decidimos reír otro rato”.
—Lucas fue alumno mío e hijo de un compañero de la universidad, Sebastián Ospina, a quien aprecio mucho; he tenido una amistad con su hermana, que también tiene una enfermedad mental, y yo nunca le hice nada malo a Lucas. Yo sabía que a mi hijo lo matoneaban en ese colegio, lo sabía porque el primer día de clase no había nadie en el salón y a él le tocó salir a buscar a los estudiantes. Él preparaba las clases con mucho amor, pese a que tenía la enfermedad mental, porque tenía una capacidad de trabajo impresionante.
Piedad no entendió por qué Lucas le había enviado un correo que mancillaba la memoria de su hijo, además de que le otorgaba la imagen macabra de la cara roja, en una comparación burda e infantil. Así que después de leer se limpió las lágrimas y llamó al rector de la universidad, Pablo Navas —a quien conocía por sus más de 30 años como profesora allí y porque es un gran amigo de su esposo Rafael—, para ponerlo al tanto de la situación y anunciarle que le enviaría una carta al Consejo Superior —máxima instancia de autoridad de las universidades en Colombia— para preguntarle por qué un profesor le enviaba este ensayo a la madre “de un niño muerto”. Piedad asegura que no quería que sacaran a Lucas de la universidad, aunque le parece que el hecho merecía una revisión, cosa que nunca sucedió, pues fue eximido de toda culpa.
Lucas escribió una disculpa en el portal web Las 2 Orillas, donde justificó su proceder en que quizá aquel ensayo académico podía entregarle a la madre una imagen nueva de su hijo, quizá explicaciones de cómo fue llegando a la decisión de suicidarse.
Apenas se asoma un poco de impaciencia en la voz de Piedad cuando cuenta la historia; es la impaciencia y la rabia de quien no entiende el comportamiento de otro. Se pone de pie y me invita al cuarto de Daniel, donde están intactos una parte de la biblioteca, una chaqueta café de pana, las botas Dr. Martens, el alebrije que trajo una vez de México, las cámaras fotográficas, los utensilios de pintura; la cama está un poco desordenada porque ella tomó una siesta allí. Volvemos al sofá y entre una pila de libros saca uno de Issa Watanabe, hija del famoso poeta peruano. Es un libro-álbum en el que se narra a través de ilustraciones —una mezcla de los cuentos de los hermanos Grimm, El pato y la muerte (de Wolf Erlbruch) y Pixar— el drama de las migraciones contemporáneas.
—Es que mira qué hermoso —dice con un tono de voz que es como si hablara un cristal golpeado por una cuchara—. Me encantan estos libros ilustrados, porque yo tengo una parte infantil que nunca se me fue. Yo soy una dibujante frustrada. Te voy a mostrar algo.
Trae del cuarto de su hijo un cuaderno japonés Muji de color café. Es uno de los cuadernos que Daniel nunca ocupó con sus dibujos y que ella usó para dibujar “cositas que él dejó”. Abre el cuaderno con delicadeza y empieza a pasar las páginas. Son copias exactas de lo que quedó en el cuarto. Además de las botas, la chaqueta, las cámaras, el alebrije, hay dibujos de unos juguetes de Fisher-Price; están el alfeizar, la ventana y el árbol que afuera se levanta con prepotencia; están la cama y los patines. El talento es evidente, los objetos están dibujados con exactitud: se replican las imperfecciones, los desgastes del tiempo.
—Soy una dibujante naíf, pero hubiera podido hacer algo interesante. Sin embargo, creo que no me equivoqué al ser escritora. ¿Y sabes por qué? Porque el mundo de las artes plásticas es infinitamente más salvaje que el de la literatura, y el rumbo que ha tomado el arte es muy desapacible, a los muchachos los angustia, porque cuando tienes que hacer una instalación, y quieres ser un pintor, te estrellas con todo lo que se exige en las galerías y que además eso ni se vende. Con Alfaguara íbamos a publicar un libro de poemas con estos dibujos míos, pero el proyecto se paró por la época de la pandemia.
La noche ha caído y Piedad se disculpa porque no hemos comido nada.
—¿Puedo hablar con su esposo? —le pregunto mientras bajamos las escaleras, cuando voy a salir del apartamento.
—Ay, no. Qué tal. Pero antes de que te vayas, me quedé pensando en el Premio Reina Sofía. Pienso que estos premios se los dan a la gente que tiene cierta edad, entonces tengo por delante dos cosas: el éxito o la muerte.
Piedad Bonnett, la mujer de 73 años, la poeta más premiada de Colombia, cierra la puerta y promete que dentro de tres días no solo habrá agua. Comeremos algo, porque qué tal, qué pena, dice.
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Fue una niña relativamente feliz. Fue amada, protegida y castigada. Fue rebelde. El padre era severo y ella llegó a fingir fiebre para recibir de él alguna caricia; y la madre fue una maestra católica. Ambos le inculcaron la culpa de que hasta los pensamientos eran vigilados por Dios. Le aterraba el infierno y durante meses se preguntó qué les decían los demonios a las almas que torturaban allí.
Entró de lleno en la lectura con la enciclopedia El tesoro de la juventud, un regalo que le hizo el padre —tiene una copia de la colección en su biblioteca personal y dice que guarda el mismo olor de la que tuvo en la infancia—. Su madre le enseñó a recitar, y ella empezó a practicar las rimas espontáneas, los sonetos, los endecasílabos; participó en concursos de oratoria en los que conoció el sonido de las palmas que ovacionan y desarrolló una personalidad histriónica y juguetona que fue un escape de la timidez. El viaje a Bogotá, dice, tuvo una razón: la madre quería que estudiaran, que recibieran buena educación, y por eso fueron tras los pasos de la abuela, que ya vivía en la capital. Vivieron en el barrio Teusaquillo. El padre consiguió trabajo como contador en el poderoso Grupo Santo Domingo, en el cual ascendió hasta ser parte de la junta directiva. Rápidamente se endeudó, compró una casa. Dice en El prestigio de la belleza: “Así que lo teníamos todo, pero la supervivencia era difícil, y eso se veía en la cara de mi padre, en sus fruncidas, en sus furias intempestivas. Mi madre callaba, porque era la que había iniciado aquella aventura y tenía culpa. Ella misma cosió nuestros uniformes y, para que la pobreza no fuera demasiado notoria, se encargaba de hacer milagros en la cocina. De tanto en tanto sus silencios y los de mi papá invadían todos los resquicios como gases asfixiantes”.
Siempre estudió con monjas: en Amalfi y en Bogotá. En uno de estos colegios, un sacerdote trató de abusarla, cosa que contó a su familia; nunca le creyeron. A los 13 años sufrió de una úlcera duodenal, que nadie entendió muy bien y que asociaron con su rebeldía: “Yo era una chica que somatizaba todo, pero en mi entorno no entendían eso, que sufría una hipersensibilidad casi enfermiza”. A esa edad, su rebeldía se enraizó, empezó a tener novios y las monjas españolas que la educaban la echaron del colegio. Los padres decidieron encerrarla en un internado de Bucaramanga, una ciudad que por esos años estaba a casi 12 horas de viaje en carro desde Bogotá. De ese tiempo recuerda varias cosas: tuvo una depresión honda, fue atendida por un psicólogo, sufrió una infección vaginal de la que no podía hablar con las monjas que cercenaban los órganos sexuales hasta del vocabulario, tuvo un profesor de literatura que la inspiró, aunque no recuerda el nombre, y empezó a escribir versos. Que la enviaran al internado devino en una dicha: publicó su primer poema en el periódico estudiantil de la Universidad Industrial de Santander, gracias a Pablus Gallinazus, un cantautor revolucionario muy respetado por la izquierda colombiana, quien era el encargado del diario. En el internado estuvo un año, y regresó a Bogotá cuando cumplió 15. La familia Bonnett vivía por entonces en el barrio Galerías de esa ciudad. Allí Piedad conoció a Rafael Segura, con quien novió durante cuatro años, hasta que a los 19 quedó en embarazo y se casaron. Era 1970, el país vivía en una ebullición estudiantil importante y Piedad aprovechó el embarazo y el matrimonio para abandonar el hogar y construir el propio. Era estudiante de Filosofía y Letras de la Universidad de Los Andes, carrera que nunca abandonó. Se dedicó a su primera hija, Renata. Luego nació Camila y, finalmente, Daniel. En sus palabras: aunque quiso ser escritora desde los 15 años, se la tragó el embarazo, se la tragó el matrimonio, se la tragó la academia.
Cuando tenía 39 años publicó su primer libro, De círculo y ceniza, un poemario compuesto por tres partes: El hombre en su trinchera, La batalla del fuego y El sueño de los años. En la primera aparece una ciudad nocturna, de travestis y desposeídos, una ciudad que la autora recorre casi autómata —“Aquí voy yo, sin metas y sin rumbos / odiándome en tu esquina sin sorpresas”—; en la segunda, los poemas son de amor —“Tu boca viene a mí, solo tu boca. / Viene volando, / libélula de sangre, llamarada / que enciende esta mi noche de ceniza”—, y en la tercera hay un regreso a la incertidumbre, como un amante que comió de toda carne y continúa hambriento —“¿En qué dura ciudad, bajo qué noche, / detrás de qué ventana / otro mi placer goza? / Y yo aquí condenado, reo a muerte, / siento el ruido del tiempo que se arrastra”.
En 1994 se publicó Nadie en casa, una estocada al matrimonio y a la languidez de la vida cotidiana —“sentimos el silencio de dos quebrando los sonidos del mundo”— y ese año ganó el Premio Nacional de Poesía con el manuscrito de El hilo de los días, que se publicó en 1995. Siempre ha dicho que ese premio la ubicó en el mundo literario, le dio confianza, la validó. En estos encuentros me dijo: “Para mí fue importantísimo porque yo era una poeta relativamente desconocida, solamente había recibido apoyo de un poeta que no había conocido personalmente que era Juan Manuel Roca, que había sacado una reseña en El Espectador; yo sobre todo estaba dedicada a la vida académica. Era un premio mucho más importante de lo que es hoy, daban una suma de dinero importante que yo usé para mandar a mi hija mayor para que conociera Europa. Lo que yo hacía en esa época era repartirme entre la preparación de clases y las tareas de la maternidad, tenía a Daniel todavía muy pequeño. No fue un premio que llegara con veneno, en lo absoluto”.
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Consuelo Gaitán es la mejor amiga de Piedad Bonnett. Se conocieron en 1984, cuando la primera era estudiante de último semestre de Filosofía y Literatura de la Universidad de Los Andes, y la segunda era una escritora que escribía versos solitarios que pocas personas conocían, pues aún no había publicado. Se hicieron amigas en un curso: Gaitán era monitora y Bonnett, profesora; 10 minutos después del encuentro ya reían a carcajadas.
Es una mañana lluviosa en Bogotá y Consuelo está en Ficciones, un bar-librería recién inaugurado que es de su propiedad y que pretende emular la librería Biblos, que la misma Consuelo abrió en 1988 y fue el epicentro del mundo cultural capitalino, donde se encontraban escritores, editores y periodistas como Álvaro Mutis, Antonio Caballero, María Mercedes Carranza, Iván Hernández, Enrique Santos Calderón, Laura Restrepo, William Ospina y, por supuesto, Piedad Bonnett.
Mientras la librería empieza a llenarse, Consuelo pide que espere un rato, porque está arreglando cuentas. La ayudan dos mujeres y un hombre de unos 30 años, hablan de presentaciones, de homenajes, de pedidos. Consuelo tiene el pelo rojizo y un acento capitalino que ondula al final de las palabras, alargándolas y otorgándoles melodía. Fue también editora de la colección de filosofía de la Editorial Norma, directora del Museo de los Niños de Bogotá y directora de la Biblioteca Nacional, además de miembro del partido de izquierda Polo Democrático.
—Una de las primeras cosas que nos unió fue el sentido del humor. La conocí en un curso de historia latinoamericana donde había varios personajes que hablaban, estaban Rodrigo Pardo, Hugo Fazio, Francisco Leal, todos profesores de Los Andes muy importantes, y Piedad estaba en primer orden. Empezamos ella y yo a hablar de libros y de gustos literarios, porque ella es una gran lectora, buenísima, moderna. Para las dos es una pasión muy maravillosa. Tenemos un grupo de WhatsApp que llamamos “Trío del juicio”, allí está Clemencia Echeverri —artista, historiadora y teórica de arte contemporáneo—, y ahí hablamos de nuestros temas personales y también de lo que nos interesa.
—Piedad dice que en sus primeros años dudó de que fuera una escritora buena…
—Ella siempre ha tenido un magnífico criterio y una excelente formación. Me resulta extraño pensar que no se sintiera dueña de su talento cuando fue capaz de tomar tantos riesgos, porque es una persona que empezó tarde, que publicó tarde, a los 39 años, y encontró una voz poética propia, original, una voz que busca la precisión. Y luego decidió ser narradora. Todo eso me parece evidencia de que es una persona que cree en ella misma, que sabe las posibilidades que tiene entre manos. Probablemente, como todo escritor, tuvo sus dudas, pero me parece muy valiente haber buscado esos caminos y hacerlo tarde, porque se casó a los 18 años, tuvo su primera hija a los 20, ha sido una vida llena de retos y los ha ido superando con creces, ha aprovechado las experiencias de la cotidianidad para reflejarlo en su escritura. Cuando se ganó el Premio Nacional de Poesía le dije que era la única a la que lavar y planchar ropa le generaba plata.
Consuelo saca su teléfono celular y muestra el momento en el que Piedad les escribió por el grupo “Trío del juicio” que la habían llamado desde España: “Amigas, un secreto por ahora, gané el Reina Sofía”, y más adelante una foto de la poeta con una mascarilla, en plena terapia respiratoria.
—Nos han pasado muchas cosas emocionantes. Hemos tenido viajes gloriosos, estuvimos en Nueva York y no parábamos de reír. Recuerdo que en ese momento ella estaba leyendo a Wisława Szymborska, eso fue a mediados de los años noventa, y relacionaba todas sus lecturas con lo que nos pasaba. En las noches, después de ir a los museos, cansadas en la habitación, me decía: “Consuelito, quiero leerte”. Después de ese viaje publicó el libro Todos los amantes son guerreros, donde hay varias imágenes que secretamente hacen alusión a lugares que vimos, todo el tiempo estaba pensando en lo que le podía servir para sus elaboraciones poéticas.
En Todos los amantes son guerreros hay un poema dedicado a Consuelo: “Para el día en que vuelvas / ya habré hecho mi aprendizaje con persistencia animal […] / Me encontrarás de piedra / me encontrarás amarga / ¿Me encontrarás?”.
Llueve y la librería, a pleno mediodía, se llena de oficinistas que vienen a almorzar. Antes de terminar, Consuelo habla de quienes “le han hecho daño” a su amiga, y menciona a Lucas Ospina y al escritor Harold Alvarado Tenorio, quien escribió hace más de 20 años: “Los poemas de Bonnett no deslumbran con imágenes y su acento es de cotillera, de confidente, de persona que pasa la mayor parte de día no en una biblioteca, ni hablando con periodistas o promotores culturales, sino en la sala de la casa, o el cuarto de costura, la cocina o el comedor, mientras plancha o lava los platos o prepara un buen sancocho o hace las arepas para el desayuno”.
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Emilia es una mujer que tiene más o menos 60, es periodista y escribe crónicas sobre mundos lejanos donde hay una tensión entre lo tradicional y el capitalismo rampante. Es una mujer a la que se le murió un hijo, aunque no se sabe muy bien cómo ni cuándo ni por qué. Tiene un matrimonio que se asemeja a una rata muerta cuyos gusanos apenas comen el interior con pereza, con violencia tímida, y en esta figura caprichosa los gusanos son el marido. Gana un premio por uno de sus textos, y ese premio, como un orisha escondido dentro de una virgen prístina, llega a su vida con el desastre de un luto. Emilia es el personaje de Qué hacer con estos pedazos (Alfaguara, 2022), una novela que Piedad Bonnett escribió después de remodelar la cocina de su apartamento, y en ella el conflicto marital sale a flote porque se repara una cocina y todo sale mal.
Son las 4:30 de la tarde de un viernes y Rafael Segura, su esposo, está en ropa de casa y prepara un café. Es un hombre amable, que ríe fácil.
—¿Cómo ponen ustedes una entrevista a esta hora? —dice porque en 30 minutos la selección colombiana de fútbol jugará un partido de la Copa América contra Costa Rica.
Piedad se ríe y dice que ella no tenía ni idea, que tampoco le importa mucho el fútbol.
Rafael sirve café, que Piedad no ha tomado nunca ni sabe preparar porque dice que la aqueja desde siempre una gastritis pertinaz, y se va a su habitación.
—¿En qué pensaba cuando construyó el personaje de Emilia?
—Pensaba en que las mujeres fuimos educadas para aguantar. Por lo menos las de mi generación. A mí mi mamá me educó para aguantar, y te digo que sigue ahí, porque mi mamá y mi papá están vivos, dos viejitos de 101 y 98 años. El caso es que Emilia no es una vieja que aguante, el caso es que ella construyó su burbuja, por eso le pongo como un cuartito donde trabaja. Eso se parece al cuarto propio de Virginia Woolf, aunque yo no estaba pensando en eso. El trabajo es lo que la salva. En su trabajo es ella, pero en esa casa es como aplastada por la figura de ese personaje, del marido.
—¿Usted qué opina del matrimonio?
—Me parece una mierda en general. Es muy difícil. Es lo que cuento en el libro que voy a publicar (La mujer incierta). Pero no cuento las intimidades ni mucho menos, ¿qué tal? Eso no me importa. Yo me he ido dos veces de la casa y he vuelto, hay que decir que he vuelto. Una vez me fui para España a estudiar, pero era que estaba harta de la institución familiar. Mis hijas estaban adolescentes y de mi niño me daba pesar, porque tenía siete años, pero me busqué una beca y me fui. Fueron como unas vacaciones, pero las mujeres no se atreven a tomar esas vacaciones porque la gente lo juzga. Y luego me fui un año a otro apartamento.
—¿Cuántos años tenía?
—Tendría 48… Entonces me iba, pero tengo un marido muy perseverante.
—¿Y qué hace, a qué se dedica él?
—Fue financiero y vicepresidente de una entidad prestadora de salud.
—¿Puedo hablar con él? —insisto.
—No, qué tal, qué horror, quién sabe qué puede decir —dice con una gran risotada—. Mejor vamos al comedor, que compré una torta, porque el martes no te di nada, qué vergüenza.
El fotógrafo la persigue por las escaleras y hasta la cocina. Hacemos más café, esta vez sin Rafael, que en unos minutos bajará para anunciarnos los goles de Colombia. Piedad se prepara un té, sonríe para la cámara y dice:
—¿Ustedes saben qué hice hoy? Este suéter que tengo puesto lo compré cuando tenía como 18 o 19 años. Es de un diseñador francés. Yo vi este suéter cuando era una hippie y costaba muchísimo y no sé cómo hice, pero lo conseguí. Ahora lo vi y decidí ponérmelo y me sirvió, me sentí como volviendo a esos años.
El diálogo sobre esos años le provoca un estallido de recuerdos y admiraciones. Dice que fue compañera de Enrique Santos Calderón, de María Mercedes Carranza, Laura Restrepo, Patricia Lara. Todos eran de la izquierda de Bogotá, escritores, y alentaron la primera y última huelga que hubo en la Universidad de Los Andes.
—Éramos cercanos al maoísmo y el trotskismo, protestábamos contra las directivas de la universidad y por la guerra de Vietnam. Yo estaba muy bien rodeada.
—Hablemos de María Mercedes Carranza, que usted y ella son mencionadas como las dos más grandes poetas de Colombia, ¿qué opina de su obra?
—Como poeta creo que tiene su momento muy interesante y que es un hito en la poesía colombiana, porque cambió un montón de cosas en la poesía femenina. Metió una cosa irónica, cínica, desmitificadora, toda esa cosa antipoética, una poesía prosaica. María Mercedes hizo una tarea muy importante en la Casa Silva. No fuimos exactamente amigas, ella me parecía una persona fuerte, dura y, tal vez, amarga. Algo le pasó en la vida, pues nada más y nada menos le secuestraron el hermano, y se lo mataron y después de eso no se recuperó.
—Y Eduardo Carranza, su padre, el poeta, también marcó su obra…
—Un papá tremendo.
—¿Ella fue mejor que el padre?
—No. Lo que pasa es que Eduardo tiene poesía muy mala, o que nos parece anacrónica, de circunstancia, de salón, pero los últimos poemas de Carranza son espectaculares.
—¿Por qué un poeta envejece mal?
—Eso es un misterio… pero mira, yo creo que mi mejor libro es Los habitados, que es el último, y cuando lo escribí me sentía insatisfecha, pero ahora no lo veo así. Creo que tengo dos libros muy buenos: El hilo de los días y Los habitados.
Comemos la torta y Piedad señala algunas artesanías que ha traído de sus viajes por el mundo: diablos mexicanos, muñequitos chinos sin rostro.
—Siempre he sido consciente de lo pictórico, por eso me puse tan feliz cuando Daniel quiso ser artista. Pero el mundo de las artes plásticas es difícil, muy duro. Yo he recibido muchos testimonios y cartas de lectores que me cuentan sus dolores.
Después de la publicación de Lo que no tiene nombre, Piedad se convirtió en una especie de confidente de miles de lectores que le escriben para contarle sobre las enfermedades mentales que padecen ellos o sus familiares. Dice en el prólogo de la edición conmemorativa que se publicó en 2023 —acompañada por obras de Daniel— que las personas le preguntan por medicamentos, médicos, tratamientos, le piden abrazos. Dice que guarda algunas cartas y cita historias que le cuentan personas que han leído el libro en la oscuridad de un hospital.
—¿Daniel fue su hijo más amado?
—No sé si el favorito, pero sí el desdichado. Cuando a él le diagnosticaron la esquizofrenia, me di cuenta de que no nos iba a durar y le dije a Rafael que teníamos que hacerlo muy feliz.
Piedad la poeta, la narradora, la académica, la madre de tres, vuelve siempre a su hijo Daniel con un amor lleno de ternura y de pesar. Se podía empezar un retrato suyo de tantas formas, pero ella ya había elegido una manera. El poema “Lo real” termina así: “No preguntes / por la historia real: / nunca ha tenido voz el dios que la conoce”.
Repartió su vida entre el matrimonio, la academia, la crianza de tres hijos y la escritura. En junio pasado se anunció que era la ganadora del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, lo que la coloca definitivamente en la primera línea de la poesía de su país y de la región.
Piedad Bonnett vive en el tercer piso de un edificio añoso del oriente de Bogotá. Al entrar al apartamento, lo primero que aparece es la pintura al óleo, enorme, de la cabeza de un rottweiler silenciado por un bozal que le otorga una apariencia de cyborg postpunk. Hay otros óleos de perros, todos son grandes animales del terror silenciados, amordazados, encadenados, apabullados, muertos en vida. La sala de estar se abre con grandes sofás y una mesa cuadrada con dos sillas en cada lado. Hay un retrato, el de un hombre menudo, delgado, el trazo en carbón hábil, la cara borroneada, desenfocada, muda. Todas las pinturas llevan la firma de Daniel Segura Bonnett, que se suicidó en mayo de 2011, cuando tenía 28 años y llevaba un tiempo largo padeciendo esquizofrenia.
Piedad Bonnett habla y sonríe.
—Este es un óleo que hizo en la universidad, allá tengo más perros; era muy buen dibujante, mira. Creo que él era, sobre todo, un gran dibujante.
Él es Daniel, el hijo menor que en la adolescencia sufrió un brote psicótico, al parecer empujado por el uso de un medicamento. Así se desató una esquizofrenia que lo acompañó hasta la muerte. Daniel había estudiado Artes en la Universidad de Los Andes y cursó varios posgrados; fue profesor en el Gimnasio Campestre, un colegio de jóvenes de familias ricas de Bogotá, donde vivió días difíciles de burlas por parte de los estudiantes.
—Yo creo que él estaba con ese tema del bozal, del secreto de su enfermedad. Mira esta belleza, es una obra de Chuck Close, un norteamericano, y de esa pintura él hace un zoom a la boca con un óleo. Subamos, que arriba está encerrado mi marido, que por fortuna se ocupó con un partido de fútbol.
En el corazón de la segunda planta, donde hay un baño y dos habitaciones, está el estudio de Piedad, abarrotado de libros en estantes y mesas, en muebles y escritorios. Sobre un tapete hay dos sofás y un equipo de sonido con la funda del último sencillo de The Beatles encima, “Now and Then”, que fue mejorado con inteligencia artificial y que publicó Paul McCartney —“Me lo envió una amiga desde Londres”—. Los libros refieren a una lectora voraz y sofisticada. Si bien están omnipresentes Gabriel García Márquez y Jorge Luis Borges, y poemarios de José Watanabe, Blanca Varela y José Manuel Arango, también hay autoras como Rachel Cusk, Irene Solà y Vivian Gornick. Los estantes están adornados con alebrijes, porcelanas y juguetes minúsculos que refieren a alguna infancia remota, o a Daniel. Hay retratos, más perros.
—Daniel estaba pintando a los perros de los guardias de seguridad. Mira, ese es su cuarto, que mantuve cerrado durante meses, intacto.
“Pinté un perro para que cuidara mi puerta, / un perro triste y feroz al mismo tiempo / que disuadiera a cualquier atacante. / Pero cuando fui a colgar el perro en mi puerta / vi que no había puertas, ni ventanas. / Pasé mi mano por la pared rugosa buscando una grieta, / tal vez un agujero. Comprendí que yo era la pared, / que iba a morir sin aire, / que la única grieta está en mis adentros / y que por los agujeros de mis ojos / miraba un perro triste, / triste y feroz al mismo tiempo”, se lee en “Vigilante”, un poema de Piedad Bonnett que aparece en Los habitados (Frailejón Editores, 2021).
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Un retrato de Piedad Bonnett podría empezar de otra manera, diciendo quizá que, en un país de poetas enormes como Porfirio Barba Jacob, León de Greiff, José Asunción Silva, José Manuel Arango, Aurelio Arturo y María Mercedes Carranza, ella se levanta ahora como la más importante. Podría empezar diciendo que el 3 de junio de 2024 se anunció que sería galardonada con el XXXIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, que entregan en España la Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional, un premio que reconoce la obra de un autor vivo. María Dolores Menéndez, gerente de Patrimonio Nacional, dijo que Piedad Bonnett “es una voz actual de referencia en la poesía iberoamericana con un trato elaborado del lenguaje que le permite acercarse a la experiencia vital con profundidad y belleza y a responder con humanidad a la tragedia de la vida. Su poesía es luminosa, aun cuando trata temas arduos, como el desamor, la guerra, la pérdida o el duelo”. Habría que buscar un esguince, otro inicio, pero Piedad tiene una galería personal de su hijo montada en su casa, aunque ella diga que el cuarto de su vástago menor ya ha cambiado y se convirtió en el refugio de sus nietas. Todo parece un “museo de la inocencia”, ese artefacto que construyó un personaje de Orhan Pamuk en la novela del mismo nombre para honrar los objetos más cotidianos de un amor fenecido, pero es una cosa a la que ella se niega.
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Daniel Segura Bonnett se lanzó del techo de un edificio ubicado en el Upper East Side de Nueva York el 14 de mayo de 2011 y dejó su habitación en pulcritud monacal: la cama tendida, los libros sobre el escritorio, la tarjeta con un regalo de la madre y, en línea prolija, el reloj, la billetera, el iPod, el celular. Daniel era el hijo menor de Piedad, su más protegido, sobre cuya vida, enfermedad y muerte escribió un libro sangrante: Lo que no tiene nombre (Alfaguara, 2013), que ya lleva 32 ediciones: “¿Cómo puedes vivir cada segundo sabiendo que tu hijo está iniciando un episodio de paranoia, quizá un estado psicótico, y que no puedes hacer realmente nada porque hay en todo una cierta apariencia de normalidad que no te autoriza a tomar medidas drásticas? A las seis de la tarde Daniel llegó de la consulta médica con semblante sombrío y con una caja de un medicamento nuevo que debía empezar a tomar. Le pregunté con delicadeza cómo se sentía, y por supuesto me di cuenta de que nada había cambiado desde el día anterior: aunque leve, la sensación de amenaza persistía en él.
"Para animarlo me ofrecí a hacerle un masaje. Traje un enorme frasco de aceite color ámbar y una toalla e hice con mis manos lo mejor que pude: pasé mis dedos por sus hombros, su nuca, su cabeza. Escarbé entre su pelo, acaricié los lóbulos de sus orejas como había visto que hacían los masajistas. Daniel, sonriente, volvió a ser un niño entre mis manos”.
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Amalfi es un pueblo del departamento de Antioquia célebre por dos cosas: por el mito de un tigre poderoso que mataba novillos y caballos, cazado el 18 de noviembre de 1949, y por ser el lugar donde nacieron los hermanos Vicente, Fidel y Carlos Castaño, precursores del paramilitarismo en Colombia, hoy muertos, aunque sus cuerpos nunca fueron encontrados. En ese pueblo nació Piedad Bonnett en 1951, la primogénita de Iván Bonnett Henao y Bertha Vélez Trujillo —él tiene 98 años y ella, 101—, una bebé de ojos pequeños y una mancha en la boca que desapareció con los meses.
“Mi madre me dio unos días de plazo para desamoratarme, desarrugarme, y entonces sí develar mi verdadero ser, acorde a su noción de belleza. Imposible que la genética le hubiera jugado esa broma cruel, ignorando las pestañas cerradas, la barbilla perfecta y la piel lechosa de ella misma y de mis innumerables tías y primas. Tendría paciencia, pensó, mientras se recuperaba de los malos tratos de la naturaleza, que había hecho que yo desgarrara su vagina, causándole una hemorragia que obligó a mi abuela y a un par de asistentas a extender al sol sábanas y trapos durante casi dos semanas”, escribe en la novela, una autobiografía falsa, El prestigio de la belleza (Alfaguara, 2010), en la cual dice que era una niña fea en medio de mujeres bellas.
—Rápidamente me di cuenta de que yo no era una niña linda, porque mi mamá trataba de hacerme muchas cosas para que me viera bien y decía: “Mire, péinese como sus primas, despéjese la frente, haga esto y aquello”. Por eso, porque yo me sentía fea, me casé con Rafael, a quien conocí cuando tenía como 15 años. Dije: “Este es el mío”.
Piedad es la hermana mayor de Diana, historiadora; de Fabián, quien estudió teatro y es editor, y de Mauricio, cineasta y autor de cuatro novelas publicadas en Editorial Norma y Alfaguara. Crecieron en una familia conservadora habitada por sacerdotes y monjas, como manda la tradición antioqueña, donde el padre es una especie de ser omnipotente que puede castigar con severidad y la madre es un ser omnipresente y puro que debe saberlo todo de sus hijos.
En el libro El hilo de los días, que ganó el Premio Nacional de Poesía en 1994 y le trajo la notoriedad literaria, están expuestas la infancia en Amalfi y la vida del encierro religioso. “Aquí golpeaba airadamente el padre sobre la mesa causando un temblor de cristales, una zozobra en la sopa, / volcaba el jarro de su autoridad aprendida, de sus miedos, / de su ternura incapaz de balbuceos. / Adelantaba su dedo acusador y el silencio / era como una puerta obstinada que defendía a los niños del llanto. / Aquí solo hay ahora una mesa de cedro, unos taburetes, / un modesto frutero que alguien hizo / con doméstico afán. / ¿Dónde los niños, / dónde el padre y la madre arrulladora? / La tarde esplendorosa asoma añil y roja detrás de los vitrales. / Y pareciera que tanta paz, tanto silencio pesaroso / fuera el golpe de Dios sobre la mesa”.
Padre y madre decidieron abandonar Amalfi en 1958, cuando Piedad tenía siete años. Viajaron en avión —uno de los orgullos de los amalfitanos es su pequeño aeropuerto— hacia Medellín, donde permanecieron un par de días, y luego partieron con rumbo a Bogotá. Piedad siempre creyó que Amalfi era epicentro de la barbarie del conservadurismo más taimado, por eso nunca quiso volver, hasta que el periodista Daniel Samper Ospina le propuso que escribiera un texto para la revista SoHo. Ella se negaba, contumaz, pero finalmente accedió. La crónica se titula “Un pueblo sin Piedad” y se publicó en agosto de 2004. Allí se lee: “Desde el aeropuerto de Amalfi viajé yo a Medellín hace más de 40 años, cuando el pasaje costaba 16 pesos; en la avioneta vi el llanto silencioso de mis padres, que sabían que se iban para siempre, soñando con un futuro incierto en la lejana Bogotá”.
"Los recuerdos de la infancia temprana son aciagos, pues en Amalfi —como en gran parte de la Colombia rural de esos años— se vivía una violencia política enraizada en la que conservadores perseguían liberales para cercenarles la garganta y sacar por allí la lengua, en una práctica que llamaban “la corbata”. Dice la crónica: “En ese pueblo que ha visto verter tanta sangre, encuentro sin embargo pequeños milagros culturales: una emisora, La Voz de Amalfi, un canal de televisión, un periódico, una modesta biblioteca perfectamente clasificada. Hay allí gente que trata de dignificar el gusto de la región, como Alberto Asuad, quien dirige un programa de música clásica cuatro veces a la semana, y jóvenes que sueñan, como Jorge, quien me persigue con su cámara para hacer un video institucional. Alberto me muestra la carta donde un campesino le dice que ha oído hablar de Tchaikovsky, y que le gustaría oír algo de su música. Estamos de acuerdo en que ese solo hombre justifica ya su esfuerzo. Una y otra vez me he preguntado cuál habría sido mi destino si mis padres no hubieran elegido el éxodo”.
¿De haberse quedado en Amalfi hubiera escrito nueve libros de poesía —De círculo y ceniza, Nadie en casa, El hilo de los días, Ese animal triste, Todos los amantes son guerreros, Tretas del débil, Las herencias, Explicaciones no pedidas, Los habitados—, siete novelas —Después de todo, Para otros es el cielo, Siempre fue invierno, El prestigio de la belleza, Lo que no tiene nombre, Donde nadie me espere, Qué hacer con estos pedazos— y el libro de entrevistas Imaginación y oficio: conversaciones con seis poetas colombianos, que es un texto de obligado estudio para estudiantes de literatura colombiana?
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En los poemas de Piedad Bonnett hay una voz que ama y no es correspondida, que ama y no se sacia, que ve transcurrir la vida del hogar con hastío y temor. En su poesía aparecen las tradiciones de los hogares conservadores colombianos y la figura vicaria de Dios que cumple el padre terrenal; aparece la violencia de los campos colombianos, la violencia de las ciudades, las víctimas, la soledad. Esa poesía solo fue alabada entre poetas en los primeros años de este siglo, cuando se publicó Lo que no tiene nombre, el libro del luto, el libro de la muerte de un hijo. Esa obra triste la mostró al mundo, la sacó definitivamente de los salones de clase.
En el prólogo de Los privilegios del olvido, una antología personal que el Fondo de Cultura Económica hizo de la obra de Piedad Bonnett en 2008, el poeta José Watanabe escribe: “Hay poemarios como espejos brumosos donde la realidad reflejada aparece detrás de una neblina asfixiante. Hay otros cóncavos o convexos donde el mundo adquiere acaso su verdadera figura grotesca. También los hay trizados que se esfuerzan por componer una realidad fragmentada. El primer poemario de Piedad Bonnett, De círculo y ceniza, es un espejo múltiple, un poliedro girando en el aire. Su unidad está dada por la diversidad de sus varias caras. Y visto desde la perspectiva actual, cuando la poeta lleva firmados seis poemarios notables, también puede considerarse un meditado y temprano planteo de temas a desarrollar, un índice o advertencia de lo que después serían sus estaciones temáticas más recurrentes. Cada poema es como el hito fundacional de un largo camino que se desarrolla sobre una superficie terrible: la soledad”.
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Escribió el crítico Augusto Escobar Mesa para la edición de El hilo de los días que el Metro de Medellín publicó y reparte gratuitamente en sus estaciones: “Galería de espejos donde hombres y mujeres se ven en su repetida, diminuta y más de las veces absurda cotidianidad, es lo que nos muestra Piedad Bonnett en sus poemas, novelas y piezas de teatro. Cotidianidad que enreda, ata, aliena y deja ver los despojos de nuestra mísera condición: seres en busca de un no sé qué, de un otro que complete lo que de naturaleza es incompletud, de un sentimiento de vacío, de permanente frustración, de violencias que escinden los cuerpos y las conciencias, de idearios que se extravían en las equívocas palabras”.
La escritora Yolanda Reyes, columnista del diario El Tiempo, publicó en 2013 sobre Lo que no tiene nombre: “En los artículos escritos durante estos días se ha alabado la contención emotiva que le da el oficio de escritora a Bonnett para expresar un dolor tan hondo, sin caer en el sentimentalismo. Pero lo que a mí más me maravilla es la forma como ‘estrena’ para nuestra literatura esa cierta tonalidad que da cuenta de los cuidados esenciales que prodigamos a los hijos. La maternidad, que ha sido vista como sospechosa en la literatura, es manejada con esa misma contención para iluminar sutilmente un campo emocional en el que poco se había ahondado: ‘Yo lo amaba, lo cuidaba, de esa manera elemental y sin embargo entrañable en que las madres amamos y cuidamos a nuestros hijos’… ‘Yo lo miraba vivir, con un secreto temblor’, se lee en el libro”.
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Tiene una tos persistente desde hace varias semanas y lo cuenta divertida.
Muchas veces en su manera de contar las cosas hay un tono infantil, mas no inocente; un tono infantil un poco malévolo, de niño cruel. Dice que cuando la llamó la presidenta de Patrimonio Nacional para anunciarle que había ganado el Premio Reina Sofía —la ceremonia de entrega será en noviembre—, estaba en una terapia respiratoria, tenía puesta una mascarilla y se escuchaba el llanto de un niño y el escándalo de alguna enfermera que ululaba por la clínica.
Entonces vuelve esa tos y aclara que no es covid-19 ni un virus extraño, que es una alergia, y propone que bajemos nuevamente. El marido ni se escucha desde la habitación que está junto al estudio. Ella se pone de pie: mide más o menos un metro y medio y es ágil, viste de colores ocre. Mientras bajamos habla de los perros al óleo y tose de nuevo con persistencia.
—Creo que tengo una cosa alérgica, según me dicen, porque me han hecho exámenes de todo tipo para descartar. Llevo como tres semanas así. No hay regalo que no venga envenenado. Cuando gané el Premio Casa de las Américas fue un jueves y Daniel se mató el sábado, y con esa plata hice el libro que repartí el día del aniversario, un libro que tenía todas sus pinturas. Y bueno, no voy a comparar con el Reina Sofía, pero ese premio me exige hacer una antología de 200 poemas y he estado clavada haciéndola. Todo trae tareas aparejadas.
Lo dice sin queja, reconociendo su sino; antes de esta entrevista estaba preparando una conferencia que daría dos días después a los estudiantes de la maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional Autónoma de México. Me lo dijo en una llamada telefónica mientras me instruía cómo llegar a su apartamento: “Les voy a hablar sobre el oficio, sobre cómo buscar la voz propia, de que uno tiene que mirar cuáles son las afinidades y para esto tiene que leer y después indagar, porque no te puede bastar con que te guste un escritor para creer que vas a ser como él. Pero ven que acá te cuento”.
La cocina está iluminada por la luz que llega desde grandes ventanas, es espaciosa y tiene un mesón de piedra negra con cajones amarillos.
—¿Cómo hará esa selección de 200 poemas para el Reina Sofía?
—Para mí es fácil, porque ya el ojo me dice cuáles son mejores que otros. O por lo menos yo creo eso. Voy, cojo libro por libro, medio hojeo, porque no voy a poner a leerme todo, escojo los poemas que creo que tienen más calidad, porque tengo suficiente autocrítica para ver que este es mejor que este otro. Por ejemplo, cuando escribí el poema del padre que le pega a la mesa, inmediatamente me di cuenta de que era muy bueno. Para mí ese es uno de los buenos. A veces pasa que lo escribes y dices: “Guau, salió como debe ser”. Hay otros que son poemas buenos, hay unos que son malos e inmediatamente se van a la caneca, pero casi nunca me pasa, ¿sabes?, con la poesía no me pasa. Cuando me siento a escribir el poema es porque tiene una fuerza que hace que salga. Hay muy pocos que yo me haya puesto a lidiar…
—Pero ¿usted corrige sus poemas, los trabaja durante días?
—No, yo lo trabajo mientras estoy sentada haciéndolo. Hasta que no considero que está perfecto, no me dejo, pero eso no es en días, eso es en horas. A los dos o tres días lo reviso, y ahí de pronto borro cositas. Si de pronto me pusiera demasiado quisquillosa es porque el poema no sirvió.
—Además de haber estado enferma y en una terapia respiratoria, ¿cómo la sorprendió el anuncio del premio?
—No sabía en cuál fecha iban a dar el premio, yo sabía que era por esos días y que estaba postulada, porque me postuló el Ministerio de Cultura de Colombia. Entonces qué te digo. Claro, como cualquier noticia de esas, me impactó, cómo no, pero lo que he dicho por ahí: cuando gané el Premio Nacional en 1994 mi alegría fue mucho mayor, y no porque considere que este no es el mayor premio que me haya ganado, sino porque la vida lo va poniendo a uno en un lugar en el que puede relativizar las cosas. Es que yo ya perdí un hijo, imagínate. No sobredimensiono nada. Pero lo que vino después fue muy bonito, porque han sido y siguen siendo miles de mensajes de la gente más increíble. Ha sido una cosa divina. Mucho cariño de la gente. Tú nunca sabes hasta dónde te aprecia la gente hasta que pasa una cosa de estas. Yo sé que tengo mis lectores fieles, divinos, devotos, la mayoría jóvenes, y eso me halaga mucho, porque ellos han leído Lo que no tiene nombre. Este año en la Feria del Libro de Bogotá no te imaginas la fila que había para ver mi presentación; siempre tengo filas inmensas, pero este año tuvimos que abandonar porque ya llevábamos una hora y media firmando, ya estaba exhausta. Y no te imaginas la tristeza.
—No les pasa a muchos poetas en Colombia…
—Debe pasarles a algunos. Sin embargo, sucede más con los novelistas. Entonces vienen los chicos, muchachos de los barrios de clases populares que hasta uno dice: “Dios mío, cuánto les costó ese libro”. Vienen con sus piercings, con sus tatuajes, con sus nombres rarísimos que los tienen que deletrear y se ríen. A veces me abren el libro y me dicen: “En este poema, Piedad”. Con Lo que no tiene nombre sucede que piden una dedicatoria para la madre, para la abuela, para la suegra. Cuando me gané el Reina Sofía parece que las redes se llenaron de cosas, pero yo no vi, yo no veo. Yo tengo una conciencia perfecta de por qué no uso redes. No es porque no sea capaz de manejar la tecnología, porque yo podría aprender, cualquiera me va a decir cómo hacerlo, pero mira lo que yo tengo por leer. Yo para qué me voy a poner a curiosear eso que me lleva a no sé dónde y que siga a no sé qué y me esté una o dos horas mirando cosas. Sí tengo unas redes sociales, pero sigo como a cinco personas, nunca las abro, yo no quiero meterme en polémicas en Twitter, o X o como se llame.
Escribe una columna de opinión todos los domingos en El Espectador, el periódico más antiguo de Colombia, con 137 años de existencia. Habla allí de política y de problemas sociales, y aunque ella se define como de izquierda, ha sido crítica con algunas decisiones que ha tomado el presidente Gustavo Petro, el primer mandatario de ese espectro político, quien en los años ochenta fue guerrillero del M-19.
—Por mis columnas, en las que hablo de política, me dicen: “Poeta, vaya, hable de poesía, de las nubes y del sol”. Eso a veces me mortifica. Pero tengo la virtud de que se me olvidan las ofensas. Y rápidamente sé reaccionar ante eso. No me amargo. Solo me he amargado cuando dicen cosas contra Daniel, de un hijo muerto, de un hijo al que le tocó suicidarse.
Cuando Piedad habla de las ofensas hacia su hijo se refiere a un correo que una mañana recibió de Lucas Ospina, origen de la única desavenencia pública que ha tenido la poeta.
Lucas Ospina es un profesor universitario y crítico de arte que durante años tuvo una columna de opinión en Arcadia, la que fue la revista de divulgación de arte y cultura más influyente de Colombia. Fue alumno de Piedad Bonnett y, años después, maestro en la misma Universidad de Los Andes de Daniel Segura Bonnett, con quien tuvo una relación más cercana, pues se convirtió en su asesor de proyecto final de grado. Para decirlo claro: entre los tres había una relación bastante estrecha, por lo menos en el ámbito académico.
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El 20 de agosto de 2016, Piedad publicó una columna en El Espectador titulada “Historia de un oprobio”. En ella contó que Lucas Ospina le había enviado un correo electrónico infame en el que le revelaba un ensayo presentado por uno de sus alumnos universitarios. Ospina explicaba que este muchacho había sido estudiante de Daniel en un colegio de la capital. El ensayo relataba —según la columna de opinión— que Daniel había sufrido “la mala fortuna de enseñar en un colegio masculino teniendo una voz algo afeminada. Cada clase, sin falta, se la montábamos y nos reíamos en su cara. Parecía que él no se lo tomaba personal, pero para poder dictar su clase nos tenía que gritar o amenazar con jodernos disciplinariamente”. Escribe Piedad que, años después, cuando esos adolescentes se enteraron del suicidio, recordaron que en una oportunidad Daniel le metió la cabeza a un estudiante debajo de un escritorio, en una medida desesperada por defenderse de las burlas continuas, y recordaba su cara roja, “probablemente muy similar a la cara roja que vieron quienes pasaban por la calle cuando Daniel se votó [sic] desde su apartamento y dejó pintado el piso de sangre […] la cosa fue que nosotros todavía teníamos tiempo para vivir, nosotros no decidimos quitarnos la vida, así que decidimos reír otro rato”.
—Lucas fue alumno mío e hijo de un compañero de la universidad, Sebastián Ospina, a quien aprecio mucho; he tenido una amistad con su hermana, que también tiene una enfermedad mental, y yo nunca le hice nada malo a Lucas. Yo sabía que a mi hijo lo matoneaban en ese colegio, lo sabía porque el primer día de clase no había nadie en el salón y a él le tocó salir a buscar a los estudiantes. Él preparaba las clases con mucho amor, pese a que tenía la enfermedad mental, porque tenía una capacidad de trabajo impresionante.
Piedad no entendió por qué Lucas le había enviado un correo que mancillaba la memoria de su hijo, además de que le otorgaba la imagen macabra de la cara roja, en una comparación burda e infantil. Así que después de leer se limpió las lágrimas y llamó al rector de la universidad, Pablo Navas —a quien conocía por sus más de 30 años como profesora allí y porque es un gran amigo de su esposo Rafael—, para ponerlo al tanto de la situación y anunciarle que le enviaría una carta al Consejo Superior —máxima instancia de autoridad de las universidades en Colombia— para preguntarle por qué un profesor le enviaba este ensayo a la madre “de un niño muerto”. Piedad asegura que no quería que sacaran a Lucas de la universidad, aunque le parece que el hecho merecía una revisión, cosa que nunca sucedió, pues fue eximido de toda culpa.
Lucas escribió una disculpa en el portal web Las 2 Orillas, donde justificó su proceder en que quizá aquel ensayo académico podía entregarle a la madre una imagen nueva de su hijo, quizá explicaciones de cómo fue llegando a la decisión de suicidarse.
Apenas se asoma un poco de impaciencia en la voz de Piedad cuando cuenta la historia; es la impaciencia y la rabia de quien no entiende el comportamiento de otro. Se pone de pie y me invita al cuarto de Daniel, donde están intactos una parte de la biblioteca, una chaqueta café de pana, las botas Dr. Martens, el alebrije que trajo una vez de México, las cámaras fotográficas, los utensilios de pintura; la cama está un poco desordenada porque ella tomó una siesta allí. Volvemos al sofá y entre una pila de libros saca uno de Issa Watanabe, hija del famoso poeta peruano. Es un libro-álbum en el que se narra a través de ilustraciones —una mezcla de los cuentos de los hermanos Grimm, El pato y la muerte (de Wolf Erlbruch) y Pixar— el drama de las migraciones contemporáneas.
—Es que mira qué hermoso —dice con un tono de voz que es como si hablara un cristal golpeado por una cuchara—. Me encantan estos libros ilustrados, porque yo tengo una parte infantil que nunca se me fue. Yo soy una dibujante frustrada. Te voy a mostrar algo.
Trae del cuarto de su hijo un cuaderno japonés Muji de color café. Es uno de los cuadernos que Daniel nunca ocupó con sus dibujos y que ella usó para dibujar “cositas que él dejó”. Abre el cuaderno con delicadeza y empieza a pasar las páginas. Son copias exactas de lo que quedó en el cuarto. Además de las botas, la chaqueta, las cámaras, el alebrije, hay dibujos de unos juguetes de Fisher-Price; están el alfeizar, la ventana y el árbol que afuera se levanta con prepotencia; están la cama y los patines. El talento es evidente, los objetos están dibujados con exactitud: se replican las imperfecciones, los desgastes del tiempo.
—Soy una dibujante naíf, pero hubiera podido hacer algo interesante. Sin embargo, creo que no me equivoqué al ser escritora. ¿Y sabes por qué? Porque el mundo de las artes plásticas es infinitamente más salvaje que el de la literatura, y el rumbo que ha tomado el arte es muy desapacible, a los muchachos los angustia, porque cuando tienes que hacer una instalación, y quieres ser un pintor, te estrellas con todo lo que se exige en las galerías y que además eso ni se vende. Con Alfaguara íbamos a publicar un libro de poemas con estos dibujos míos, pero el proyecto se paró por la época de la pandemia.
La noche ha caído y Piedad se disculpa porque no hemos comido nada.
—¿Puedo hablar con su esposo? —le pregunto mientras bajamos las escaleras, cuando voy a salir del apartamento.
—Ay, no. Qué tal. Pero antes de que te vayas, me quedé pensando en el Premio Reina Sofía. Pienso que estos premios se los dan a la gente que tiene cierta edad, entonces tengo por delante dos cosas: el éxito o la muerte.
Piedad Bonnett, la mujer de 73 años, la poeta más premiada de Colombia, cierra la puerta y promete que dentro de tres días no solo habrá agua. Comeremos algo, porque qué tal, qué pena, dice.
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Fue una niña relativamente feliz. Fue amada, protegida y castigada. Fue rebelde. El padre era severo y ella llegó a fingir fiebre para recibir de él alguna caricia; y la madre fue una maestra católica. Ambos le inculcaron la culpa de que hasta los pensamientos eran vigilados por Dios. Le aterraba el infierno y durante meses se preguntó qué les decían los demonios a las almas que torturaban allí.
Entró de lleno en la lectura con la enciclopedia El tesoro de la juventud, un regalo que le hizo el padre —tiene una copia de la colección en su biblioteca personal y dice que guarda el mismo olor de la que tuvo en la infancia—. Su madre le enseñó a recitar, y ella empezó a practicar las rimas espontáneas, los sonetos, los endecasílabos; participó en concursos de oratoria en los que conoció el sonido de las palmas que ovacionan y desarrolló una personalidad histriónica y juguetona que fue un escape de la timidez. El viaje a Bogotá, dice, tuvo una razón: la madre quería que estudiaran, que recibieran buena educación, y por eso fueron tras los pasos de la abuela, que ya vivía en la capital. Vivieron en el barrio Teusaquillo. El padre consiguió trabajo como contador en el poderoso Grupo Santo Domingo, en el cual ascendió hasta ser parte de la junta directiva. Rápidamente se endeudó, compró una casa. Dice en El prestigio de la belleza: “Así que lo teníamos todo, pero la supervivencia era difícil, y eso se veía en la cara de mi padre, en sus fruncidas, en sus furias intempestivas. Mi madre callaba, porque era la que había iniciado aquella aventura y tenía culpa. Ella misma cosió nuestros uniformes y, para que la pobreza no fuera demasiado notoria, se encargaba de hacer milagros en la cocina. De tanto en tanto sus silencios y los de mi papá invadían todos los resquicios como gases asfixiantes”.
Siempre estudió con monjas: en Amalfi y en Bogotá. En uno de estos colegios, un sacerdote trató de abusarla, cosa que contó a su familia; nunca le creyeron. A los 13 años sufrió de una úlcera duodenal, que nadie entendió muy bien y que asociaron con su rebeldía: “Yo era una chica que somatizaba todo, pero en mi entorno no entendían eso, que sufría una hipersensibilidad casi enfermiza”. A esa edad, su rebeldía se enraizó, empezó a tener novios y las monjas españolas que la educaban la echaron del colegio. Los padres decidieron encerrarla en un internado de Bucaramanga, una ciudad que por esos años estaba a casi 12 horas de viaje en carro desde Bogotá. De ese tiempo recuerda varias cosas: tuvo una depresión honda, fue atendida por un psicólogo, sufrió una infección vaginal de la que no podía hablar con las monjas que cercenaban los órganos sexuales hasta del vocabulario, tuvo un profesor de literatura que la inspiró, aunque no recuerda el nombre, y empezó a escribir versos. Que la enviaran al internado devino en una dicha: publicó su primer poema en el periódico estudiantil de la Universidad Industrial de Santander, gracias a Pablus Gallinazus, un cantautor revolucionario muy respetado por la izquierda colombiana, quien era el encargado del diario. En el internado estuvo un año, y regresó a Bogotá cuando cumplió 15. La familia Bonnett vivía por entonces en el barrio Galerías de esa ciudad. Allí Piedad conoció a Rafael Segura, con quien novió durante cuatro años, hasta que a los 19 quedó en embarazo y se casaron. Era 1970, el país vivía en una ebullición estudiantil importante y Piedad aprovechó el embarazo y el matrimonio para abandonar el hogar y construir el propio. Era estudiante de Filosofía y Letras de la Universidad de Los Andes, carrera que nunca abandonó. Se dedicó a su primera hija, Renata. Luego nació Camila y, finalmente, Daniel. En sus palabras: aunque quiso ser escritora desde los 15 años, se la tragó el embarazo, se la tragó el matrimonio, se la tragó la academia.
Cuando tenía 39 años publicó su primer libro, De círculo y ceniza, un poemario compuesto por tres partes: El hombre en su trinchera, La batalla del fuego y El sueño de los años. En la primera aparece una ciudad nocturna, de travestis y desposeídos, una ciudad que la autora recorre casi autómata —“Aquí voy yo, sin metas y sin rumbos / odiándome en tu esquina sin sorpresas”—; en la segunda, los poemas son de amor —“Tu boca viene a mí, solo tu boca. / Viene volando, / libélula de sangre, llamarada / que enciende esta mi noche de ceniza”—, y en la tercera hay un regreso a la incertidumbre, como un amante que comió de toda carne y continúa hambriento —“¿En qué dura ciudad, bajo qué noche, / detrás de qué ventana / otro mi placer goza? / Y yo aquí condenado, reo a muerte, / siento el ruido del tiempo que se arrastra”.
En 1994 se publicó Nadie en casa, una estocada al matrimonio y a la languidez de la vida cotidiana —“sentimos el silencio de dos quebrando los sonidos del mundo”— y ese año ganó el Premio Nacional de Poesía con el manuscrito de El hilo de los días, que se publicó en 1995. Siempre ha dicho que ese premio la ubicó en el mundo literario, le dio confianza, la validó. En estos encuentros me dijo: “Para mí fue importantísimo porque yo era una poeta relativamente desconocida, solamente había recibido apoyo de un poeta que no había conocido personalmente que era Juan Manuel Roca, que había sacado una reseña en El Espectador; yo sobre todo estaba dedicada a la vida académica. Era un premio mucho más importante de lo que es hoy, daban una suma de dinero importante que yo usé para mandar a mi hija mayor para que conociera Europa. Lo que yo hacía en esa época era repartirme entre la preparación de clases y las tareas de la maternidad, tenía a Daniel todavía muy pequeño. No fue un premio que llegara con veneno, en lo absoluto”.
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Consuelo Gaitán es la mejor amiga de Piedad Bonnett. Se conocieron en 1984, cuando la primera era estudiante de último semestre de Filosofía y Literatura de la Universidad de Los Andes, y la segunda era una escritora que escribía versos solitarios que pocas personas conocían, pues aún no había publicado. Se hicieron amigas en un curso: Gaitán era monitora y Bonnett, profesora; 10 minutos después del encuentro ya reían a carcajadas.
Es una mañana lluviosa en Bogotá y Consuelo está en Ficciones, un bar-librería recién inaugurado que es de su propiedad y que pretende emular la librería Biblos, que la misma Consuelo abrió en 1988 y fue el epicentro del mundo cultural capitalino, donde se encontraban escritores, editores y periodistas como Álvaro Mutis, Antonio Caballero, María Mercedes Carranza, Iván Hernández, Enrique Santos Calderón, Laura Restrepo, William Ospina y, por supuesto, Piedad Bonnett.
Mientras la librería empieza a llenarse, Consuelo pide que espere un rato, porque está arreglando cuentas. La ayudan dos mujeres y un hombre de unos 30 años, hablan de presentaciones, de homenajes, de pedidos. Consuelo tiene el pelo rojizo y un acento capitalino que ondula al final de las palabras, alargándolas y otorgándoles melodía. Fue también editora de la colección de filosofía de la Editorial Norma, directora del Museo de los Niños de Bogotá y directora de la Biblioteca Nacional, además de miembro del partido de izquierda Polo Democrático.
—Una de las primeras cosas que nos unió fue el sentido del humor. La conocí en un curso de historia latinoamericana donde había varios personajes que hablaban, estaban Rodrigo Pardo, Hugo Fazio, Francisco Leal, todos profesores de Los Andes muy importantes, y Piedad estaba en primer orden. Empezamos ella y yo a hablar de libros y de gustos literarios, porque ella es una gran lectora, buenísima, moderna. Para las dos es una pasión muy maravillosa. Tenemos un grupo de WhatsApp que llamamos “Trío del juicio”, allí está Clemencia Echeverri —artista, historiadora y teórica de arte contemporáneo—, y ahí hablamos de nuestros temas personales y también de lo que nos interesa.
—Piedad dice que en sus primeros años dudó de que fuera una escritora buena…
—Ella siempre ha tenido un magnífico criterio y una excelente formación. Me resulta extraño pensar que no se sintiera dueña de su talento cuando fue capaz de tomar tantos riesgos, porque es una persona que empezó tarde, que publicó tarde, a los 39 años, y encontró una voz poética propia, original, una voz que busca la precisión. Y luego decidió ser narradora. Todo eso me parece evidencia de que es una persona que cree en ella misma, que sabe las posibilidades que tiene entre manos. Probablemente, como todo escritor, tuvo sus dudas, pero me parece muy valiente haber buscado esos caminos y hacerlo tarde, porque se casó a los 18 años, tuvo su primera hija a los 20, ha sido una vida llena de retos y los ha ido superando con creces, ha aprovechado las experiencias de la cotidianidad para reflejarlo en su escritura. Cuando se ganó el Premio Nacional de Poesía le dije que era la única a la que lavar y planchar ropa le generaba plata.
Consuelo saca su teléfono celular y muestra el momento en el que Piedad les escribió por el grupo “Trío del juicio” que la habían llamado desde España: “Amigas, un secreto por ahora, gané el Reina Sofía”, y más adelante una foto de la poeta con una mascarilla, en plena terapia respiratoria.
—Nos han pasado muchas cosas emocionantes. Hemos tenido viajes gloriosos, estuvimos en Nueva York y no parábamos de reír. Recuerdo que en ese momento ella estaba leyendo a Wisława Szymborska, eso fue a mediados de los años noventa, y relacionaba todas sus lecturas con lo que nos pasaba. En las noches, después de ir a los museos, cansadas en la habitación, me decía: “Consuelito, quiero leerte”. Después de ese viaje publicó el libro Todos los amantes son guerreros, donde hay varias imágenes que secretamente hacen alusión a lugares que vimos, todo el tiempo estaba pensando en lo que le podía servir para sus elaboraciones poéticas.
En Todos los amantes son guerreros hay un poema dedicado a Consuelo: “Para el día en que vuelvas / ya habré hecho mi aprendizaje con persistencia animal […] / Me encontrarás de piedra / me encontrarás amarga / ¿Me encontrarás?”.
Llueve y la librería, a pleno mediodía, se llena de oficinistas que vienen a almorzar. Antes de terminar, Consuelo habla de quienes “le han hecho daño” a su amiga, y menciona a Lucas Ospina y al escritor Harold Alvarado Tenorio, quien escribió hace más de 20 años: “Los poemas de Bonnett no deslumbran con imágenes y su acento es de cotillera, de confidente, de persona que pasa la mayor parte de día no en una biblioteca, ni hablando con periodistas o promotores culturales, sino en la sala de la casa, o el cuarto de costura, la cocina o el comedor, mientras plancha o lava los platos o prepara un buen sancocho o hace las arepas para el desayuno”.
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Emilia es una mujer que tiene más o menos 60, es periodista y escribe crónicas sobre mundos lejanos donde hay una tensión entre lo tradicional y el capitalismo rampante. Es una mujer a la que se le murió un hijo, aunque no se sabe muy bien cómo ni cuándo ni por qué. Tiene un matrimonio que se asemeja a una rata muerta cuyos gusanos apenas comen el interior con pereza, con violencia tímida, y en esta figura caprichosa los gusanos son el marido. Gana un premio por uno de sus textos, y ese premio, como un orisha escondido dentro de una virgen prístina, llega a su vida con el desastre de un luto. Emilia es el personaje de Qué hacer con estos pedazos (Alfaguara, 2022), una novela que Piedad Bonnett escribió después de remodelar la cocina de su apartamento, y en ella el conflicto marital sale a flote porque se repara una cocina y todo sale mal.
Son las 4:30 de la tarde de un viernes y Rafael Segura, su esposo, está en ropa de casa y prepara un café. Es un hombre amable, que ríe fácil.
—¿Cómo ponen ustedes una entrevista a esta hora? —dice porque en 30 minutos la selección colombiana de fútbol jugará un partido de la Copa América contra Costa Rica.
Piedad se ríe y dice que ella no tenía ni idea, que tampoco le importa mucho el fútbol.
Rafael sirve café, que Piedad no ha tomado nunca ni sabe preparar porque dice que la aqueja desde siempre una gastritis pertinaz, y se va a su habitación.
—¿En qué pensaba cuando construyó el personaje de Emilia?
—Pensaba en que las mujeres fuimos educadas para aguantar. Por lo menos las de mi generación. A mí mi mamá me educó para aguantar, y te digo que sigue ahí, porque mi mamá y mi papá están vivos, dos viejitos de 101 y 98 años. El caso es que Emilia no es una vieja que aguante, el caso es que ella construyó su burbuja, por eso le pongo como un cuartito donde trabaja. Eso se parece al cuarto propio de Virginia Woolf, aunque yo no estaba pensando en eso. El trabajo es lo que la salva. En su trabajo es ella, pero en esa casa es como aplastada por la figura de ese personaje, del marido.
—¿Usted qué opina del matrimonio?
—Me parece una mierda en general. Es muy difícil. Es lo que cuento en el libro que voy a publicar (La mujer incierta). Pero no cuento las intimidades ni mucho menos, ¿qué tal? Eso no me importa. Yo me he ido dos veces de la casa y he vuelto, hay que decir que he vuelto. Una vez me fui para España a estudiar, pero era que estaba harta de la institución familiar. Mis hijas estaban adolescentes y de mi niño me daba pesar, porque tenía siete años, pero me busqué una beca y me fui. Fueron como unas vacaciones, pero las mujeres no se atreven a tomar esas vacaciones porque la gente lo juzga. Y luego me fui un año a otro apartamento.
—¿Cuántos años tenía?
—Tendría 48… Entonces me iba, pero tengo un marido muy perseverante.
—¿Y qué hace, a qué se dedica él?
—Fue financiero y vicepresidente de una entidad prestadora de salud.
—¿Puedo hablar con él? —insisto.
—No, qué tal, qué horror, quién sabe qué puede decir —dice con una gran risotada—. Mejor vamos al comedor, que compré una torta, porque el martes no te di nada, qué vergüenza.
El fotógrafo la persigue por las escaleras y hasta la cocina. Hacemos más café, esta vez sin Rafael, que en unos minutos bajará para anunciarnos los goles de Colombia. Piedad se prepara un té, sonríe para la cámara y dice:
—¿Ustedes saben qué hice hoy? Este suéter que tengo puesto lo compré cuando tenía como 18 o 19 años. Es de un diseñador francés. Yo vi este suéter cuando era una hippie y costaba muchísimo y no sé cómo hice, pero lo conseguí. Ahora lo vi y decidí ponérmelo y me sirvió, me sentí como volviendo a esos años.
El diálogo sobre esos años le provoca un estallido de recuerdos y admiraciones. Dice que fue compañera de Enrique Santos Calderón, de María Mercedes Carranza, Laura Restrepo, Patricia Lara. Todos eran de la izquierda de Bogotá, escritores, y alentaron la primera y última huelga que hubo en la Universidad de Los Andes.
—Éramos cercanos al maoísmo y el trotskismo, protestábamos contra las directivas de la universidad y por la guerra de Vietnam. Yo estaba muy bien rodeada.
—Hablemos de María Mercedes Carranza, que usted y ella son mencionadas como las dos más grandes poetas de Colombia, ¿qué opina de su obra?
—Como poeta creo que tiene su momento muy interesante y que es un hito en la poesía colombiana, porque cambió un montón de cosas en la poesía femenina. Metió una cosa irónica, cínica, desmitificadora, toda esa cosa antipoética, una poesía prosaica. María Mercedes hizo una tarea muy importante en la Casa Silva. No fuimos exactamente amigas, ella me parecía una persona fuerte, dura y, tal vez, amarga. Algo le pasó en la vida, pues nada más y nada menos le secuestraron el hermano, y se lo mataron y después de eso no se recuperó.
—Y Eduardo Carranza, su padre, el poeta, también marcó su obra…
—Un papá tremendo.
—¿Ella fue mejor que el padre?
—No. Lo que pasa es que Eduardo tiene poesía muy mala, o que nos parece anacrónica, de circunstancia, de salón, pero los últimos poemas de Carranza son espectaculares.
—¿Por qué un poeta envejece mal?
—Eso es un misterio… pero mira, yo creo que mi mejor libro es Los habitados, que es el último, y cuando lo escribí me sentía insatisfecha, pero ahora no lo veo así. Creo que tengo dos libros muy buenos: El hilo de los días y Los habitados.
Comemos la torta y Piedad señala algunas artesanías que ha traído de sus viajes por el mundo: diablos mexicanos, muñequitos chinos sin rostro.
—Siempre he sido consciente de lo pictórico, por eso me puse tan feliz cuando Daniel quiso ser artista. Pero el mundo de las artes plásticas es difícil, muy duro. Yo he recibido muchos testimonios y cartas de lectores que me cuentan sus dolores.
Después de la publicación de Lo que no tiene nombre, Piedad se convirtió en una especie de confidente de miles de lectores que le escriben para contarle sobre las enfermedades mentales que padecen ellos o sus familiares. Dice en el prólogo de la edición conmemorativa que se publicó en 2023 —acompañada por obras de Daniel— que las personas le preguntan por medicamentos, médicos, tratamientos, le piden abrazos. Dice que guarda algunas cartas y cita historias que le cuentan personas que han leído el libro en la oscuridad de un hospital.
—¿Daniel fue su hijo más amado?
—No sé si el favorito, pero sí el desdichado. Cuando a él le diagnosticaron la esquizofrenia, me di cuenta de que no nos iba a durar y le dije a Rafael que teníamos que hacerlo muy feliz.
Piedad la poeta, la narradora, la académica, la madre de tres, vuelve siempre a su hijo Daniel con un amor lleno de ternura y de pesar. Se podía empezar un retrato suyo de tantas formas, pero ella ya había elegido una manera. El poema “Lo real” termina así: “No preguntes / por la historia real: / nunca ha tenido voz el dios que la conoce”.
Piedad Bonnet, poeta encumbrada en tierra de poetas enormes, reconocida con el XXXIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, nos recibió en su departamento en Bogotá.
Repartió su vida entre el matrimonio, la academia, la crianza de tres hijos y la escritura. En junio pasado se anunció que era la ganadora del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, lo que la coloca definitivamente en la primera línea de la poesía de su país y de la región.
Piedad Bonnett vive en el tercer piso de un edificio añoso del oriente de Bogotá. Al entrar al apartamento, lo primero que aparece es la pintura al óleo, enorme, de la cabeza de un rottweiler silenciado por un bozal que le otorga una apariencia de cyborg postpunk. Hay otros óleos de perros, todos son grandes animales del terror silenciados, amordazados, encadenados, apabullados, muertos en vida. La sala de estar se abre con grandes sofás y una mesa cuadrada con dos sillas en cada lado. Hay un retrato, el de un hombre menudo, delgado, el trazo en carbón hábil, la cara borroneada, desenfocada, muda. Todas las pinturas llevan la firma de Daniel Segura Bonnett, que se suicidó en mayo de 2011, cuando tenía 28 años y llevaba un tiempo largo padeciendo esquizofrenia.
Piedad Bonnett habla y sonríe.
—Este es un óleo que hizo en la universidad, allá tengo más perros; era muy buen dibujante, mira. Creo que él era, sobre todo, un gran dibujante.
Él es Daniel, el hijo menor que en la adolescencia sufrió un brote psicótico, al parecer empujado por el uso de un medicamento. Así se desató una esquizofrenia que lo acompañó hasta la muerte. Daniel había estudiado Artes en la Universidad de Los Andes y cursó varios posgrados; fue profesor en el Gimnasio Campestre, un colegio de jóvenes de familias ricas de Bogotá, donde vivió días difíciles de burlas por parte de los estudiantes.
—Yo creo que él estaba con ese tema del bozal, del secreto de su enfermedad. Mira esta belleza, es una obra de Chuck Close, un norteamericano, y de esa pintura él hace un zoom a la boca con un óleo. Subamos, que arriba está encerrado mi marido, que por fortuna se ocupó con un partido de fútbol.
En el corazón de la segunda planta, donde hay un baño y dos habitaciones, está el estudio de Piedad, abarrotado de libros en estantes y mesas, en muebles y escritorios. Sobre un tapete hay dos sofás y un equipo de sonido con la funda del último sencillo de The Beatles encima, “Now and Then”, que fue mejorado con inteligencia artificial y que publicó Paul McCartney —“Me lo envió una amiga desde Londres”—. Los libros refieren a una lectora voraz y sofisticada. Si bien están omnipresentes Gabriel García Márquez y Jorge Luis Borges, y poemarios de José Watanabe, Blanca Varela y José Manuel Arango, también hay autoras como Rachel Cusk, Irene Solà y Vivian Gornick. Los estantes están adornados con alebrijes, porcelanas y juguetes minúsculos que refieren a alguna infancia remota, o a Daniel. Hay retratos, más perros.
—Daniel estaba pintando a los perros de los guardias de seguridad. Mira, ese es su cuarto, que mantuve cerrado durante meses, intacto.
“Pinté un perro para que cuidara mi puerta, / un perro triste y feroz al mismo tiempo / que disuadiera a cualquier atacante. / Pero cuando fui a colgar el perro en mi puerta / vi que no había puertas, ni ventanas. / Pasé mi mano por la pared rugosa buscando una grieta, / tal vez un agujero. Comprendí que yo era la pared, / que iba a morir sin aire, / que la única grieta está en mis adentros / y que por los agujeros de mis ojos / miraba un perro triste, / triste y feroz al mismo tiempo”, se lee en “Vigilante”, un poema de Piedad Bonnett que aparece en Los habitados (Frailejón Editores, 2021).
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Un retrato de Piedad Bonnett podría empezar de otra manera, diciendo quizá que, en un país de poetas enormes como Porfirio Barba Jacob, León de Greiff, José Asunción Silva, José Manuel Arango, Aurelio Arturo y María Mercedes Carranza, ella se levanta ahora como la más importante. Podría empezar diciendo que el 3 de junio de 2024 se anunció que sería galardonada con el XXXIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, que entregan en España la Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional, un premio que reconoce la obra de un autor vivo. María Dolores Menéndez, gerente de Patrimonio Nacional, dijo que Piedad Bonnett “es una voz actual de referencia en la poesía iberoamericana con un trato elaborado del lenguaje que le permite acercarse a la experiencia vital con profundidad y belleza y a responder con humanidad a la tragedia de la vida. Su poesía es luminosa, aun cuando trata temas arduos, como el desamor, la guerra, la pérdida o el duelo”. Habría que buscar un esguince, otro inicio, pero Piedad tiene una galería personal de su hijo montada en su casa, aunque ella diga que el cuarto de su vástago menor ya ha cambiado y se convirtió en el refugio de sus nietas. Todo parece un “museo de la inocencia”, ese artefacto que construyó un personaje de Orhan Pamuk en la novela del mismo nombre para honrar los objetos más cotidianos de un amor fenecido, pero es una cosa a la que ella se niega.
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Daniel Segura Bonnett se lanzó del techo de un edificio ubicado en el Upper East Side de Nueva York el 14 de mayo de 2011 y dejó su habitación en pulcritud monacal: la cama tendida, los libros sobre el escritorio, la tarjeta con un regalo de la madre y, en línea prolija, el reloj, la billetera, el iPod, el celular. Daniel era el hijo menor de Piedad, su más protegido, sobre cuya vida, enfermedad y muerte escribió un libro sangrante: Lo que no tiene nombre (Alfaguara, 2013), que ya lleva 32 ediciones: “¿Cómo puedes vivir cada segundo sabiendo que tu hijo está iniciando un episodio de paranoia, quizá un estado psicótico, y que no puedes hacer realmente nada porque hay en todo una cierta apariencia de normalidad que no te autoriza a tomar medidas drásticas? A las seis de la tarde Daniel llegó de la consulta médica con semblante sombrío y con una caja de un medicamento nuevo que debía empezar a tomar. Le pregunté con delicadeza cómo se sentía, y por supuesto me di cuenta de que nada había cambiado desde el día anterior: aunque leve, la sensación de amenaza persistía en él.
"Para animarlo me ofrecí a hacerle un masaje. Traje un enorme frasco de aceite color ámbar y una toalla e hice con mis manos lo mejor que pude: pasé mis dedos por sus hombros, su nuca, su cabeza. Escarbé entre su pelo, acaricié los lóbulos de sus orejas como había visto que hacían los masajistas. Daniel, sonriente, volvió a ser un niño entre mis manos”.
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Amalfi es un pueblo del departamento de Antioquia célebre por dos cosas: por el mito de un tigre poderoso que mataba novillos y caballos, cazado el 18 de noviembre de 1949, y por ser el lugar donde nacieron los hermanos Vicente, Fidel y Carlos Castaño, precursores del paramilitarismo en Colombia, hoy muertos, aunque sus cuerpos nunca fueron encontrados. En ese pueblo nació Piedad Bonnett en 1951, la primogénita de Iván Bonnett Henao y Bertha Vélez Trujillo —él tiene 98 años y ella, 101—, una bebé de ojos pequeños y una mancha en la boca que desapareció con los meses.
“Mi madre me dio unos días de plazo para desamoratarme, desarrugarme, y entonces sí develar mi verdadero ser, acorde a su noción de belleza. Imposible que la genética le hubiera jugado esa broma cruel, ignorando las pestañas cerradas, la barbilla perfecta y la piel lechosa de ella misma y de mis innumerables tías y primas. Tendría paciencia, pensó, mientras se recuperaba de los malos tratos de la naturaleza, que había hecho que yo desgarrara su vagina, causándole una hemorragia que obligó a mi abuela y a un par de asistentas a extender al sol sábanas y trapos durante casi dos semanas”, escribe en la novela, una autobiografía falsa, El prestigio de la belleza (Alfaguara, 2010), en la cual dice que era una niña fea en medio de mujeres bellas.
—Rápidamente me di cuenta de que yo no era una niña linda, porque mi mamá trataba de hacerme muchas cosas para que me viera bien y decía: “Mire, péinese como sus primas, despéjese la frente, haga esto y aquello”. Por eso, porque yo me sentía fea, me casé con Rafael, a quien conocí cuando tenía como 15 años. Dije: “Este es el mío”.
Piedad es la hermana mayor de Diana, historiadora; de Fabián, quien estudió teatro y es editor, y de Mauricio, cineasta y autor de cuatro novelas publicadas en Editorial Norma y Alfaguara. Crecieron en una familia conservadora habitada por sacerdotes y monjas, como manda la tradición antioqueña, donde el padre es una especie de ser omnipotente que puede castigar con severidad y la madre es un ser omnipresente y puro que debe saberlo todo de sus hijos.
En el libro El hilo de los días, que ganó el Premio Nacional de Poesía en 1994 y le trajo la notoriedad literaria, están expuestas la infancia en Amalfi y la vida del encierro religioso. “Aquí golpeaba airadamente el padre sobre la mesa causando un temblor de cristales, una zozobra en la sopa, / volcaba el jarro de su autoridad aprendida, de sus miedos, / de su ternura incapaz de balbuceos. / Adelantaba su dedo acusador y el silencio / era como una puerta obstinada que defendía a los niños del llanto. / Aquí solo hay ahora una mesa de cedro, unos taburetes, / un modesto frutero que alguien hizo / con doméstico afán. / ¿Dónde los niños, / dónde el padre y la madre arrulladora? / La tarde esplendorosa asoma añil y roja detrás de los vitrales. / Y pareciera que tanta paz, tanto silencio pesaroso / fuera el golpe de Dios sobre la mesa”.
Padre y madre decidieron abandonar Amalfi en 1958, cuando Piedad tenía siete años. Viajaron en avión —uno de los orgullos de los amalfitanos es su pequeño aeropuerto— hacia Medellín, donde permanecieron un par de días, y luego partieron con rumbo a Bogotá. Piedad siempre creyó que Amalfi era epicentro de la barbarie del conservadurismo más taimado, por eso nunca quiso volver, hasta que el periodista Daniel Samper Ospina le propuso que escribiera un texto para la revista SoHo. Ella se negaba, contumaz, pero finalmente accedió. La crónica se titula “Un pueblo sin Piedad” y se publicó en agosto de 2004. Allí se lee: “Desde el aeropuerto de Amalfi viajé yo a Medellín hace más de 40 años, cuando el pasaje costaba 16 pesos; en la avioneta vi el llanto silencioso de mis padres, que sabían que se iban para siempre, soñando con un futuro incierto en la lejana Bogotá”.
"Los recuerdos de la infancia temprana son aciagos, pues en Amalfi —como en gran parte de la Colombia rural de esos años— se vivía una violencia política enraizada en la que conservadores perseguían liberales para cercenarles la garganta y sacar por allí la lengua, en una práctica que llamaban “la corbata”. Dice la crónica: “En ese pueblo que ha visto verter tanta sangre, encuentro sin embargo pequeños milagros culturales: una emisora, La Voz de Amalfi, un canal de televisión, un periódico, una modesta biblioteca perfectamente clasificada. Hay allí gente que trata de dignificar el gusto de la región, como Alberto Asuad, quien dirige un programa de música clásica cuatro veces a la semana, y jóvenes que sueñan, como Jorge, quien me persigue con su cámara para hacer un video institucional. Alberto me muestra la carta donde un campesino le dice que ha oído hablar de Tchaikovsky, y que le gustaría oír algo de su música. Estamos de acuerdo en que ese solo hombre justifica ya su esfuerzo. Una y otra vez me he preguntado cuál habría sido mi destino si mis padres no hubieran elegido el éxodo”.
¿De haberse quedado en Amalfi hubiera escrito nueve libros de poesía —De círculo y ceniza, Nadie en casa, El hilo de los días, Ese animal triste, Todos los amantes son guerreros, Tretas del débil, Las herencias, Explicaciones no pedidas, Los habitados—, siete novelas —Después de todo, Para otros es el cielo, Siempre fue invierno, El prestigio de la belleza, Lo que no tiene nombre, Donde nadie me espere, Qué hacer con estos pedazos— y el libro de entrevistas Imaginación y oficio: conversaciones con seis poetas colombianos, que es un texto de obligado estudio para estudiantes de literatura colombiana?
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En los poemas de Piedad Bonnett hay una voz que ama y no es correspondida, que ama y no se sacia, que ve transcurrir la vida del hogar con hastío y temor. En su poesía aparecen las tradiciones de los hogares conservadores colombianos y la figura vicaria de Dios que cumple el padre terrenal; aparece la violencia de los campos colombianos, la violencia de las ciudades, las víctimas, la soledad. Esa poesía solo fue alabada entre poetas en los primeros años de este siglo, cuando se publicó Lo que no tiene nombre, el libro del luto, el libro de la muerte de un hijo. Esa obra triste la mostró al mundo, la sacó definitivamente de los salones de clase.
En el prólogo de Los privilegios del olvido, una antología personal que el Fondo de Cultura Económica hizo de la obra de Piedad Bonnett en 2008, el poeta José Watanabe escribe: “Hay poemarios como espejos brumosos donde la realidad reflejada aparece detrás de una neblina asfixiante. Hay otros cóncavos o convexos donde el mundo adquiere acaso su verdadera figura grotesca. También los hay trizados que se esfuerzan por componer una realidad fragmentada. El primer poemario de Piedad Bonnett, De círculo y ceniza, es un espejo múltiple, un poliedro girando en el aire. Su unidad está dada por la diversidad de sus varias caras. Y visto desde la perspectiva actual, cuando la poeta lleva firmados seis poemarios notables, también puede considerarse un meditado y temprano planteo de temas a desarrollar, un índice o advertencia de lo que después serían sus estaciones temáticas más recurrentes. Cada poema es como el hito fundacional de un largo camino que se desarrolla sobre una superficie terrible: la soledad”.
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Escribió el crítico Augusto Escobar Mesa para la edición de El hilo de los días que el Metro de Medellín publicó y reparte gratuitamente en sus estaciones: “Galería de espejos donde hombres y mujeres se ven en su repetida, diminuta y más de las veces absurda cotidianidad, es lo que nos muestra Piedad Bonnett en sus poemas, novelas y piezas de teatro. Cotidianidad que enreda, ata, aliena y deja ver los despojos de nuestra mísera condición: seres en busca de un no sé qué, de un otro que complete lo que de naturaleza es incompletud, de un sentimiento de vacío, de permanente frustración, de violencias que escinden los cuerpos y las conciencias, de idearios que se extravían en las equívocas palabras”.
La escritora Yolanda Reyes, columnista del diario El Tiempo, publicó en 2013 sobre Lo que no tiene nombre: “En los artículos escritos durante estos días se ha alabado la contención emotiva que le da el oficio de escritora a Bonnett para expresar un dolor tan hondo, sin caer en el sentimentalismo. Pero lo que a mí más me maravilla es la forma como ‘estrena’ para nuestra literatura esa cierta tonalidad que da cuenta de los cuidados esenciales que prodigamos a los hijos. La maternidad, que ha sido vista como sospechosa en la literatura, es manejada con esa misma contención para iluminar sutilmente un campo emocional en el que poco se había ahondado: ‘Yo lo amaba, lo cuidaba, de esa manera elemental y sin embargo entrañable en que las madres amamos y cuidamos a nuestros hijos’… ‘Yo lo miraba vivir, con un secreto temblor’, se lee en el libro”.
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Tiene una tos persistente desde hace varias semanas y lo cuenta divertida.
Muchas veces en su manera de contar las cosas hay un tono infantil, mas no inocente; un tono infantil un poco malévolo, de niño cruel. Dice que cuando la llamó la presidenta de Patrimonio Nacional para anunciarle que había ganado el Premio Reina Sofía —la ceremonia de entrega será en noviembre—, estaba en una terapia respiratoria, tenía puesta una mascarilla y se escuchaba el llanto de un niño y el escándalo de alguna enfermera que ululaba por la clínica.
Entonces vuelve esa tos y aclara que no es covid-19 ni un virus extraño, que es una alergia, y propone que bajemos nuevamente. El marido ni se escucha desde la habitación que está junto al estudio. Ella se pone de pie: mide más o menos un metro y medio y es ágil, viste de colores ocre. Mientras bajamos habla de los perros al óleo y tose de nuevo con persistencia.
—Creo que tengo una cosa alérgica, según me dicen, porque me han hecho exámenes de todo tipo para descartar. Llevo como tres semanas así. No hay regalo que no venga envenenado. Cuando gané el Premio Casa de las Américas fue un jueves y Daniel se mató el sábado, y con esa plata hice el libro que repartí el día del aniversario, un libro que tenía todas sus pinturas. Y bueno, no voy a comparar con el Reina Sofía, pero ese premio me exige hacer una antología de 200 poemas y he estado clavada haciéndola. Todo trae tareas aparejadas.
Lo dice sin queja, reconociendo su sino; antes de esta entrevista estaba preparando una conferencia que daría dos días después a los estudiantes de la maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional Autónoma de México. Me lo dijo en una llamada telefónica mientras me instruía cómo llegar a su apartamento: “Les voy a hablar sobre el oficio, sobre cómo buscar la voz propia, de que uno tiene que mirar cuáles son las afinidades y para esto tiene que leer y después indagar, porque no te puede bastar con que te guste un escritor para creer que vas a ser como él. Pero ven que acá te cuento”.
La cocina está iluminada por la luz que llega desde grandes ventanas, es espaciosa y tiene un mesón de piedra negra con cajones amarillos.
—¿Cómo hará esa selección de 200 poemas para el Reina Sofía?
—Para mí es fácil, porque ya el ojo me dice cuáles son mejores que otros. O por lo menos yo creo eso. Voy, cojo libro por libro, medio hojeo, porque no voy a poner a leerme todo, escojo los poemas que creo que tienen más calidad, porque tengo suficiente autocrítica para ver que este es mejor que este otro. Por ejemplo, cuando escribí el poema del padre que le pega a la mesa, inmediatamente me di cuenta de que era muy bueno. Para mí ese es uno de los buenos. A veces pasa que lo escribes y dices: “Guau, salió como debe ser”. Hay otros que son poemas buenos, hay unos que son malos e inmediatamente se van a la caneca, pero casi nunca me pasa, ¿sabes?, con la poesía no me pasa. Cuando me siento a escribir el poema es porque tiene una fuerza que hace que salga. Hay muy pocos que yo me haya puesto a lidiar…
—Pero ¿usted corrige sus poemas, los trabaja durante días?
—No, yo lo trabajo mientras estoy sentada haciéndolo. Hasta que no considero que está perfecto, no me dejo, pero eso no es en días, eso es en horas. A los dos o tres días lo reviso, y ahí de pronto borro cositas. Si de pronto me pusiera demasiado quisquillosa es porque el poema no sirvió.
—Además de haber estado enferma y en una terapia respiratoria, ¿cómo la sorprendió el anuncio del premio?
—No sabía en cuál fecha iban a dar el premio, yo sabía que era por esos días y que estaba postulada, porque me postuló el Ministerio de Cultura de Colombia. Entonces qué te digo. Claro, como cualquier noticia de esas, me impactó, cómo no, pero lo que he dicho por ahí: cuando gané el Premio Nacional en 1994 mi alegría fue mucho mayor, y no porque considere que este no es el mayor premio que me haya ganado, sino porque la vida lo va poniendo a uno en un lugar en el que puede relativizar las cosas. Es que yo ya perdí un hijo, imagínate. No sobredimensiono nada. Pero lo que vino después fue muy bonito, porque han sido y siguen siendo miles de mensajes de la gente más increíble. Ha sido una cosa divina. Mucho cariño de la gente. Tú nunca sabes hasta dónde te aprecia la gente hasta que pasa una cosa de estas. Yo sé que tengo mis lectores fieles, divinos, devotos, la mayoría jóvenes, y eso me halaga mucho, porque ellos han leído Lo que no tiene nombre. Este año en la Feria del Libro de Bogotá no te imaginas la fila que había para ver mi presentación; siempre tengo filas inmensas, pero este año tuvimos que abandonar porque ya llevábamos una hora y media firmando, ya estaba exhausta. Y no te imaginas la tristeza.
—No les pasa a muchos poetas en Colombia…
—Debe pasarles a algunos. Sin embargo, sucede más con los novelistas. Entonces vienen los chicos, muchachos de los barrios de clases populares que hasta uno dice: “Dios mío, cuánto les costó ese libro”. Vienen con sus piercings, con sus tatuajes, con sus nombres rarísimos que los tienen que deletrear y se ríen. A veces me abren el libro y me dicen: “En este poema, Piedad”. Con Lo que no tiene nombre sucede que piden una dedicatoria para la madre, para la abuela, para la suegra. Cuando me gané el Reina Sofía parece que las redes se llenaron de cosas, pero yo no vi, yo no veo. Yo tengo una conciencia perfecta de por qué no uso redes. No es porque no sea capaz de manejar la tecnología, porque yo podría aprender, cualquiera me va a decir cómo hacerlo, pero mira lo que yo tengo por leer. Yo para qué me voy a poner a curiosear eso que me lleva a no sé dónde y que siga a no sé qué y me esté una o dos horas mirando cosas. Sí tengo unas redes sociales, pero sigo como a cinco personas, nunca las abro, yo no quiero meterme en polémicas en Twitter, o X o como se llame.
Escribe una columna de opinión todos los domingos en El Espectador, el periódico más antiguo de Colombia, con 137 años de existencia. Habla allí de política y de problemas sociales, y aunque ella se define como de izquierda, ha sido crítica con algunas decisiones que ha tomado el presidente Gustavo Petro, el primer mandatario de ese espectro político, quien en los años ochenta fue guerrillero del M-19.
—Por mis columnas, en las que hablo de política, me dicen: “Poeta, vaya, hable de poesía, de las nubes y del sol”. Eso a veces me mortifica. Pero tengo la virtud de que se me olvidan las ofensas. Y rápidamente sé reaccionar ante eso. No me amargo. Solo me he amargado cuando dicen cosas contra Daniel, de un hijo muerto, de un hijo al que le tocó suicidarse.
Cuando Piedad habla de las ofensas hacia su hijo se refiere a un correo que una mañana recibió de Lucas Ospina, origen de la única desavenencia pública que ha tenido la poeta.
Lucas Ospina es un profesor universitario y crítico de arte que durante años tuvo una columna de opinión en Arcadia, la que fue la revista de divulgación de arte y cultura más influyente de Colombia. Fue alumno de Piedad Bonnett y, años después, maestro en la misma Universidad de Los Andes de Daniel Segura Bonnett, con quien tuvo una relación más cercana, pues se convirtió en su asesor de proyecto final de grado. Para decirlo claro: entre los tres había una relación bastante estrecha, por lo menos en el ámbito académico.
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El 20 de agosto de 2016, Piedad publicó una columna en El Espectador titulada “Historia de un oprobio”. En ella contó que Lucas Ospina le había enviado un correo electrónico infame en el que le revelaba un ensayo presentado por uno de sus alumnos universitarios. Ospina explicaba que este muchacho había sido estudiante de Daniel en un colegio de la capital. El ensayo relataba —según la columna de opinión— que Daniel había sufrido “la mala fortuna de enseñar en un colegio masculino teniendo una voz algo afeminada. Cada clase, sin falta, se la montábamos y nos reíamos en su cara. Parecía que él no se lo tomaba personal, pero para poder dictar su clase nos tenía que gritar o amenazar con jodernos disciplinariamente”. Escribe Piedad que, años después, cuando esos adolescentes se enteraron del suicidio, recordaron que en una oportunidad Daniel le metió la cabeza a un estudiante debajo de un escritorio, en una medida desesperada por defenderse de las burlas continuas, y recordaba su cara roja, “probablemente muy similar a la cara roja que vieron quienes pasaban por la calle cuando Daniel se votó [sic] desde su apartamento y dejó pintado el piso de sangre […] la cosa fue que nosotros todavía teníamos tiempo para vivir, nosotros no decidimos quitarnos la vida, así que decidimos reír otro rato”.
—Lucas fue alumno mío e hijo de un compañero de la universidad, Sebastián Ospina, a quien aprecio mucho; he tenido una amistad con su hermana, que también tiene una enfermedad mental, y yo nunca le hice nada malo a Lucas. Yo sabía que a mi hijo lo matoneaban en ese colegio, lo sabía porque el primer día de clase no había nadie en el salón y a él le tocó salir a buscar a los estudiantes. Él preparaba las clases con mucho amor, pese a que tenía la enfermedad mental, porque tenía una capacidad de trabajo impresionante.
Piedad no entendió por qué Lucas le había enviado un correo que mancillaba la memoria de su hijo, además de que le otorgaba la imagen macabra de la cara roja, en una comparación burda e infantil. Así que después de leer se limpió las lágrimas y llamó al rector de la universidad, Pablo Navas —a quien conocía por sus más de 30 años como profesora allí y porque es un gran amigo de su esposo Rafael—, para ponerlo al tanto de la situación y anunciarle que le enviaría una carta al Consejo Superior —máxima instancia de autoridad de las universidades en Colombia— para preguntarle por qué un profesor le enviaba este ensayo a la madre “de un niño muerto”. Piedad asegura que no quería que sacaran a Lucas de la universidad, aunque le parece que el hecho merecía una revisión, cosa que nunca sucedió, pues fue eximido de toda culpa.
Lucas escribió una disculpa en el portal web Las 2 Orillas, donde justificó su proceder en que quizá aquel ensayo académico podía entregarle a la madre una imagen nueva de su hijo, quizá explicaciones de cómo fue llegando a la decisión de suicidarse.
Apenas se asoma un poco de impaciencia en la voz de Piedad cuando cuenta la historia; es la impaciencia y la rabia de quien no entiende el comportamiento de otro. Se pone de pie y me invita al cuarto de Daniel, donde están intactos una parte de la biblioteca, una chaqueta café de pana, las botas Dr. Martens, el alebrije que trajo una vez de México, las cámaras fotográficas, los utensilios de pintura; la cama está un poco desordenada porque ella tomó una siesta allí. Volvemos al sofá y entre una pila de libros saca uno de Issa Watanabe, hija del famoso poeta peruano. Es un libro-álbum en el que se narra a través de ilustraciones —una mezcla de los cuentos de los hermanos Grimm, El pato y la muerte (de Wolf Erlbruch) y Pixar— el drama de las migraciones contemporáneas.
—Es que mira qué hermoso —dice con un tono de voz que es como si hablara un cristal golpeado por una cuchara—. Me encantan estos libros ilustrados, porque yo tengo una parte infantil que nunca se me fue. Yo soy una dibujante frustrada. Te voy a mostrar algo.
Trae del cuarto de su hijo un cuaderno japonés Muji de color café. Es uno de los cuadernos que Daniel nunca ocupó con sus dibujos y que ella usó para dibujar “cositas que él dejó”. Abre el cuaderno con delicadeza y empieza a pasar las páginas. Son copias exactas de lo que quedó en el cuarto. Además de las botas, la chaqueta, las cámaras, el alebrije, hay dibujos de unos juguetes de Fisher-Price; están el alfeizar, la ventana y el árbol que afuera se levanta con prepotencia; están la cama y los patines. El talento es evidente, los objetos están dibujados con exactitud: se replican las imperfecciones, los desgastes del tiempo.
—Soy una dibujante naíf, pero hubiera podido hacer algo interesante. Sin embargo, creo que no me equivoqué al ser escritora. ¿Y sabes por qué? Porque el mundo de las artes plásticas es infinitamente más salvaje que el de la literatura, y el rumbo que ha tomado el arte es muy desapacible, a los muchachos los angustia, porque cuando tienes que hacer una instalación, y quieres ser un pintor, te estrellas con todo lo que se exige en las galerías y que además eso ni se vende. Con Alfaguara íbamos a publicar un libro de poemas con estos dibujos míos, pero el proyecto se paró por la época de la pandemia.
La noche ha caído y Piedad se disculpa porque no hemos comido nada.
—¿Puedo hablar con su esposo? —le pregunto mientras bajamos las escaleras, cuando voy a salir del apartamento.
—Ay, no. Qué tal. Pero antes de que te vayas, me quedé pensando en el Premio Reina Sofía. Pienso que estos premios se los dan a la gente que tiene cierta edad, entonces tengo por delante dos cosas: el éxito o la muerte.
Piedad Bonnett, la mujer de 73 años, la poeta más premiada de Colombia, cierra la puerta y promete que dentro de tres días no solo habrá agua. Comeremos algo, porque qué tal, qué pena, dice.
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Fue una niña relativamente feliz. Fue amada, protegida y castigada. Fue rebelde. El padre era severo y ella llegó a fingir fiebre para recibir de él alguna caricia; y la madre fue una maestra católica. Ambos le inculcaron la culpa de que hasta los pensamientos eran vigilados por Dios. Le aterraba el infierno y durante meses se preguntó qué les decían los demonios a las almas que torturaban allí.
Entró de lleno en la lectura con la enciclopedia El tesoro de la juventud, un regalo que le hizo el padre —tiene una copia de la colección en su biblioteca personal y dice que guarda el mismo olor de la que tuvo en la infancia—. Su madre le enseñó a recitar, y ella empezó a practicar las rimas espontáneas, los sonetos, los endecasílabos; participó en concursos de oratoria en los que conoció el sonido de las palmas que ovacionan y desarrolló una personalidad histriónica y juguetona que fue un escape de la timidez. El viaje a Bogotá, dice, tuvo una razón: la madre quería que estudiaran, que recibieran buena educación, y por eso fueron tras los pasos de la abuela, que ya vivía en la capital. Vivieron en el barrio Teusaquillo. El padre consiguió trabajo como contador en el poderoso Grupo Santo Domingo, en el cual ascendió hasta ser parte de la junta directiva. Rápidamente se endeudó, compró una casa. Dice en El prestigio de la belleza: “Así que lo teníamos todo, pero la supervivencia era difícil, y eso se veía en la cara de mi padre, en sus fruncidas, en sus furias intempestivas. Mi madre callaba, porque era la que había iniciado aquella aventura y tenía culpa. Ella misma cosió nuestros uniformes y, para que la pobreza no fuera demasiado notoria, se encargaba de hacer milagros en la cocina. De tanto en tanto sus silencios y los de mi papá invadían todos los resquicios como gases asfixiantes”.
Siempre estudió con monjas: en Amalfi y en Bogotá. En uno de estos colegios, un sacerdote trató de abusarla, cosa que contó a su familia; nunca le creyeron. A los 13 años sufrió de una úlcera duodenal, que nadie entendió muy bien y que asociaron con su rebeldía: “Yo era una chica que somatizaba todo, pero en mi entorno no entendían eso, que sufría una hipersensibilidad casi enfermiza”. A esa edad, su rebeldía se enraizó, empezó a tener novios y las monjas españolas que la educaban la echaron del colegio. Los padres decidieron encerrarla en un internado de Bucaramanga, una ciudad que por esos años estaba a casi 12 horas de viaje en carro desde Bogotá. De ese tiempo recuerda varias cosas: tuvo una depresión honda, fue atendida por un psicólogo, sufrió una infección vaginal de la que no podía hablar con las monjas que cercenaban los órganos sexuales hasta del vocabulario, tuvo un profesor de literatura que la inspiró, aunque no recuerda el nombre, y empezó a escribir versos. Que la enviaran al internado devino en una dicha: publicó su primer poema en el periódico estudiantil de la Universidad Industrial de Santander, gracias a Pablus Gallinazus, un cantautor revolucionario muy respetado por la izquierda colombiana, quien era el encargado del diario. En el internado estuvo un año, y regresó a Bogotá cuando cumplió 15. La familia Bonnett vivía por entonces en el barrio Galerías de esa ciudad. Allí Piedad conoció a Rafael Segura, con quien novió durante cuatro años, hasta que a los 19 quedó en embarazo y se casaron. Era 1970, el país vivía en una ebullición estudiantil importante y Piedad aprovechó el embarazo y el matrimonio para abandonar el hogar y construir el propio. Era estudiante de Filosofía y Letras de la Universidad de Los Andes, carrera que nunca abandonó. Se dedicó a su primera hija, Renata. Luego nació Camila y, finalmente, Daniel. En sus palabras: aunque quiso ser escritora desde los 15 años, se la tragó el embarazo, se la tragó el matrimonio, se la tragó la academia.
Cuando tenía 39 años publicó su primer libro, De círculo y ceniza, un poemario compuesto por tres partes: El hombre en su trinchera, La batalla del fuego y El sueño de los años. En la primera aparece una ciudad nocturna, de travestis y desposeídos, una ciudad que la autora recorre casi autómata —“Aquí voy yo, sin metas y sin rumbos / odiándome en tu esquina sin sorpresas”—; en la segunda, los poemas son de amor —“Tu boca viene a mí, solo tu boca. / Viene volando, / libélula de sangre, llamarada / que enciende esta mi noche de ceniza”—, y en la tercera hay un regreso a la incertidumbre, como un amante que comió de toda carne y continúa hambriento —“¿En qué dura ciudad, bajo qué noche, / detrás de qué ventana / otro mi placer goza? / Y yo aquí condenado, reo a muerte, / siento el ruido del tiempo que se arrastra”.
En 1994 se publicó Nadie en casa, una estocada al matrimonio y a la languidez de la vida cotidiana —“sentimos el silencio de dos quebrando los sonidos del mundo”— y ese año ganó el Premio Nacional de Poesía con el manuscrito de El hilo de los días, que se publicó en 1995. Siempre ha dicho que ese premio la ubicó en el mundo literario, le dio confianza, la validó. En estos encuentros me dijo: “Para mí fue importantísimo porque yo era una poeta relativamente desconocida, solamente había recibido apoyo de un poeta que no había conocido personalmente que era Juan Manuel Roca, que había sacado una reseña en El Espectador; yo sobre todo estaba dedicada a la vida académica. Era un premio mucho más importante de lo que es hoy, daban una suma de dinero importante que yo usé para mandar a mi hija mayor para que conociera Europa. Lo que yo hacía en esa época era repartirme entre la preparación de clases y las tareas de la maternidad, tenía a Daniel todavía muy pequeño. No fue un premio que llegara con veneno, en lo absoluto”.
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Consuelo Gaitán es la mejor amiga de Piedad Bonnett. Se conocieron en 1984, cuando la primera era estudiante de último semestre de Filosofía y Literatura de la Universidad de Los Andes, y la segunda era una escritora que escribía versos solitarios que pocas personas conocían, pues aún no había publicado. Se hicieron amigas en un curso: Gaitán era monitora y Bonnett, profesora; 10 minutos después del encuentro ya reían a carcajadas.
Es una mañana lluviosa en Bogotá y Consuelo está en Ficciones, un bar-librería recién inaugurado que es de su propiedad y que pretende emular la librería Biblos, que la misma Consuelo abrió en 1988 y fue el epicentro del mundo cultural capitalino, donde se encontraban escritores, editores y periodistas como Álvaro Mutis, Antonio Caballero, María Mercedes Carranza, Iván Hernández, Enrique Santos Calderón, Laura Restrepo, William Ospina y, por supuesto, Piedad Bonnett.
Mientras la librería empieza a llenarse, Consuelo pide que espere un rato, porque está arreglando cuentas. La ayudan dos mujeres y un hombre de unos 30 años, hablan de presentaciones, de homenajes, de pedidos. Consuelo tiene el pelo rojizo y un acento capitalino que ondula al final de las palabras, alargándolas y otorgándoles melodía. Fue también editora de la colección de filosofía de la Editorial Norma, directora del Museo de los Niños de Bogotá y directora de la Biblioteca Nacional, además de miembro del partido de izquierda Polo Democrático.
—Una de las primeras cosas que nos unió fue el sentido del humor. La conocí en un curso de historia latinoamericana donde había varios personajes que hablaban, estaban Rodrigo Pardo, Hugo Fazio, Francisco Leal, todos profesores de Los Andes muy importantes, y Piedad estaba en primer orden. Empezamos ella y yo a hablar de libros y de gustos literarios, porque ella es una gran lectora, buenísima, moderna. Para las dos es una pasión muy maravillosa. Tenemos un grupo de WhatsApp que llamamos “Trío del juicio”, allí está Clemencia Echeverri —artista, historiadora y teórica de arte contemporáneo—, y ahí hablamos de nuestros temas personales y también de lo que nos interesa.
—Piedad dice que en sus primeros años dudó de que fuera una escritora buena…
—Ella siempre ha tenido un magnífico criterio y una excelente formación. Me resulta extraño pensar que no se sintiera dueña de su talento cuando fue capaz de tomar tantos riesgos, porque es una persona que empezó tarde, que publicó tarde, a los 39 años, y encontró una voz poética propia, original, una voz que busca la precisión. Y luego decidió ser narradora. Todo eso me parece evidencia de que es una persona que cree en ella misma, que sabe las posibilidades que tiene entre manos. Probablemente, como todo escritor, tuvo sus dudas, pero me parece muy valiente haber buscado esos caminos y hacerlo tarde, porque se casó a los 18 años, tuvo su primera hija a los 20, ha sido una vida llena de retos y los ha ido superando con creces, ha aprovechado las experiencias de la cotidianidad para reflejarlo en su escritura. Cuando se ganó el Premio Nacional de Poesía le dije que era la única a la que lavar y planchar ropa le generaba plata.
Consuelo saca su teléfono celular y muestra el momento en el que Piedad les escribió por el grupo “Trío del juicio” que la habían llamado desde España: “Amigas, un secreto por ahora, gané el Reina Sofía”, y más adelante una foto de la poeta con una mascarilla, en plena terapia respiratoria.
—Nos han pasado muchas cosas emocionantes. Hemos tenido viajes gloriosos, estuvimos en Nueva York y no parábamos de reír. Recuerdo que en ese momento ella estaba leyendo a Wisława Szymborska, eso fue a mediados de los años noventa, y relacionaba todas sus lecturas con lo que nos pasaba. En las noches, después de ir a los museos, cansadas en la habitación, me decía: “Consuelito, quiero leerte”. Después de ese viaje publicó el libro Todos los amantes son guerreros, donde hay varias imágenes que secretamente hacen alusión a lugares que vimos, todo el tiempo estaba pensando en lo que le podía servir para sus elaboraciones poéticas.
En Todos los amantes son guerreros hay un poema dedicado a Consuelo: “Para el día en que vuelvas / ya habré hecho mi aprendizaje con persistencia animal […] / Me encontrarás de piedra / me encontrarás amarga / ¿Me encontrarás?”.
Llueve y la librería, a pleno mediodía, se llena de oficinistas que vienen a almorzar. Antes de terminar, Consuelo habla de quienes “le han hecho daño” a su amiga, y menciona a Lucas Ospina y al escritor Harold Alvarado Tenorio, quien escribió hace más de 20 años: “Los poemas de Bonnett no deslumbran con imágenes y su acento es de cotillera, de confidente, de persona que pasa la mayor parte de día no en una biblioteca, ni hablando con periodistas o promotores culturales, sino en la sala de la casa, o el cuarto de costura, la cocina o el comedor, mientras plancha o lava los platos o prepara un buen sancocho o hace las arepas para el desayuno”.
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Emilia es una mujer que tiene más o menos 60, es periodista y escribe crónicas sobre mundos lejanos donde hay una tensión entre lo tradicional y el capitalismo rampante. Es una mujer a la que se le murió un hijo, aunque no se sabe muy bien cómo ni cuándo ni por qué. Tiene un matrimonio que se asemeja a una rata muerta cuyos gusanos apenas comen el interior con pereza, con violencia tímida, y en esta figura caprichosa los gusanos son el marido. Gana un premio por uno de sus textos, y ese premio, como un orisha escondido dentro de una virgen prístina, llega a su vida con el desastre de un luto. Emilia es el personaje de Qué hacer con estos pedazos (Alfaguara, 2022), una novela que Piedad Bonnett escribió después de remodelar la cocina de su apartamento, y en ella el conflicto marital sale a flote porque se repara una cocina y todo sale mal.
Son las 4:30 de la tarde de un viernes y Rafael Segura, su esposo, está en ropa de casa y prepara un café. Es un hombre amable, que ríe fácil.
—¿Cómo ponen ustedes una entrevista a esta hora? —dice porque en 30 minutos la selección colombiana de fútbol jugará un partido de la Copa América contra Costa Rica.
Piedad se ríe y dice que ella no tenía ni idea, que tampoco le importa mucho el fútbol.
Rafael sirve café, que Piedad no ha tomado nunca ni sabe preparar porque dice que la aqueja desde siempre una gastritis pertinaz, y se va a su habitación.
—¿En qué pensaba cuando construyó el personaje de Emilia?
—Pensaba en que las mujeres fuimos educadas para aguantar. Por lo menos las de mi generación. A mí mi mamá me educó para aguantar, y te digo que sigue ahí, porque mi mamá y mi papá están vivos, dos viejitos de 101 y 98 años. El caso es que Emilia no es una vieja que aguante, el caso es que ella construyó su burbuja, por eso le pongo como un cuartito donde trabaja. Eso se parece al cuarto propio de Virginia Woolf, aunque yo no estaba pensando en eso. El trabajo es lo que la salva. En su trabajo es ella, pero en esa casa es como aplastada por la figura de ese personaje, del marido.
—¿Usted qué opina del matrimonio?
—Me parece una mierda en general. Es muy difícil. Es lo que cuento en el libro que voy a publicar (La mujer incierta). Pero no cuento las intimidades ni mucho menos, ¿qué tal? Eso no me importa. Yo me he ido dos veces de la casa y he vuelto, hay que decir que he vuelto. Una vez me fui para España a estudiar, pero era que estaba harta de la institución familiar. Mis hijas estaban adolescentes y de mi niño me daba pesar, porque tenía siete años, pero me busqué una beca y me fui. Fueron como unas vacaciones, pero las mujeres no se atreven a tomar esas vacaciones porque la gente lo juzga. Y luego me fui un año a otro apartamento.
—¿Cuántos años tenía?
—Tendría 48… Entonces me iba, pero tengo un marido muy perseverante.
—¿Y qué hace, a qué se dedica él?
—Fue financiero y vicepresidente de una entidad prestadora de salud.
—¿Puedo hablar con él? —insisto.
—No, qué tal, qué horror, quién sabe qué puede decir —dice con una gran risotada—. Mejor vamos al comedor, que compré una torta, porque el martes no te di nada, qué vergüenza.
El fotógrafo la persigue por las escaleras y hasta la cocina. Hacemos más café, esta vez sin Rafael, que en unos minutos bajará para anunciarnos los goles de Colombia. Piedad se prepara un té, sonríe para la cámara y dice:
—¿Ustedes saben qué hice hoy? Este suéter que tengo puesto lo compré cuando tenía como 18 o 19 años. Es de un diseñador francés. Yo vi este suéter cuando era una hippie y costaba muchísimo y no sé cómo hice, pero lo conseguí. Ahora lo vi y decidí ponérmelo y me sirvió, me sentí como volviendo a esos años.
El diálogo sobre esos años le provoca un estallido de recuerdos y admiraciones. Dice que fue compañera de Enrique Santos Calderón, de María Mercedes Carranza, Laura Restrepo, Patricia Lara. Todos eran de la izquierda de Bogotá, escritores, y alentaron la primera y última huelga que hubo en la Universidad de Los Andes.
—Éramos cercanos al maoísmo y el trotskismo, protestábamos contra las directivas de la universidad y por la guerra de Vietnam. Yo estaba muy bien rodeada.
—Hablemos de María Mercedes Carranza, que usted y ella son mencionadas como las dos más grandes poetas de Colombia, ¿qué opina de su obra?
—Como poeta creo que tiene su momento muy interesante y que es un hito en la poesía colombiana, porque cambió un montón de cosas en la poesía femenina. Metió una cosa irónica, cínica, desmitificadora, toda esa cosa antipoética, una poesía prosaica. María Mercedes hizo una tarea muy importante en la Casa Silva. No fuimos exactamente amigas, ella me parecía una persona fuerte, dura y, tal vez, amarga. Algo le pasó en la vida, pues nada más y nada menos le secuestraron el hermano, y se lo mataron y después de eso no se recuperó.
—Y Eduardo Carranza, su padre, el poeta, también marcó su obra…
—Un papá tremendo.
—¿Ella fue mejor que el padre?
—No. Lo que pasa es que Eduardo tiene poesía muy mala, o que nos parece anacrónica, de circunstancia, de salón, pero los últimos poemas de Carranza son espectaculares.
—¿Por qué un poeta envejece mal?
—Eso es un misterio… pero mira, yo creo que mi mejor libro es Los habitados, que es el último, y cuando lo escribí me sentía insatisfecha, pero ahora no lo veo así. Creo que tengo dos libros muy buenos: El hilo de los días y Los habitados.
Comemos la torta y Piedad señala algunas artesanías que ha traído de sus viajes por el mundo: diablos mexicanos, muñequitos chinos sin rostro.
—Siempre he sido consciente de lo pictórico, por eso me puse tan feliz cuando Daniel quiso ser artista. Pero el mundo de las artes plásticas es difícil, muy duro. Yo he recibido muchos testimonios y cartas de lectores que me cuentan sus dolores.
Después de la publicación de Lo que no tiene nombre, Piedad se convirtió en una especie de confidente de miles de lectores que le escriben para contarle sobre las enfermedades mentales que padecen ellos o sus familiares. Dice en el prólogo de la edición conmemorativa que se publicó en 2023 —acompañada por obras de Daniel— que las personas le preguntan por medicamentos, médicos, tratamientos, le piden abrazos. Dice que guarda algunas cartas y cita historias que le cuentan personas que han leído el libro en la oscuridad de un hospital.
—¿Daniel fue su hijo más amado?
—No sé si el favorito, pero sí el desdichado. Cuando a él le diagnosticaron la esquizofrenia, me di cuenta de que no nos iba a durar y le dije a Rafael que teníamos que hacerlo muy feliz.
Piedad la poeta, la narradora, la académica, la madre de tres, vuelve siempre a su hijo Daniel con un amor lleno de ternura y de pesar. Se podía empezar un retrato suyo de tantas formas, pero ella ya había elegido una manera. El poema “Lo real” termina así: “No preguntes / por la historia real: / nunca ha tenido voz el dios que la conoce”.
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