Son muchos los peligros que enfrenta esta región boscosa del centro de México: la urbanización, la sobrerreforestación, la agricultura industrial, la tala ilegal. Pero hay comunidades que luchan para proteger este cuerpo forestal que cosecha agua. Esta es la historia de Agustín Martínez.
Agustín Martínez tiene un sueño: salvar su bosque. Ese cuerpo forestal en el que ha vivido la mayor parte de su vida, a sus 59 años; en el que, cuando niño, pasaba los días feriados cuidando a las vacas de la familia; donde ha combatido incendios, protegido teporingos y gorriones serranos y sembrado árboles pequeños que se convirtieron en sombras. Ese bosque por el que ha recibido amenazas de talamontes y saqueadores de piedras; en el que ha visto grandes tragedias —como la caída de 47 000 árboles por la lluvia y el viento solo en 2010—, y que ha motivado a sus hijos y a un sobrino a convertirse en expertos forestales. Ese que ha sido su vida, su trabajo.
Ese bosque es el de Milpa Alta. Unas veintiocho mil hectáreas de tierras comunitarias cubiertas por árboles, pastizales, matorrales y zacatón, al extremo sur de la Ciudad de México. “Aunque somos de la ciudad, a veces no nos sentimos parte de ella”, confiesa Martínez, ingeniero forestal, sobre una de las principales fuentes que surten de agua el centro del país. Él sabe lo que dice, es la persona que más conoce el bosque, uno de los cuidadores, y por su actividad y conocimientos recibe una compensación económica del gobierno capitalino, al frente del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta. “Una contratación para seguir cuidándolo y conservándolo”, explica.
Aunque no se sienten parte de la ciudad, lo son. El bosque está dentro de esta urbe que crece aceleradamente, en población, vehículos, vivienda e infraestructura. Ese crecimiento que parece asfixiarlo no lo ha logrado aún. Todavía sobreviven grandes extensiones de tierra sin ocupar, no hay rascacielos que interrumpan la vista y el sonido de cláxones y motores es aún imperceptible. “Todavía se escucha el susurro del viento, ¿lo oye? Grábelo”, insiste Balbina Molina, integrante de una de las once brigadas comunitarias de San Pablo Oztotepec, pueblo de Milpa Alta. La mujer, de cabello canoso, recogido, y que por el frío usa varias capas de ropa, lo dice mientras se queda quieta junto al camino de tierra de Zoquiac, uno de los primeros parajes montañosos desde donde se alcanzan a ver los cerros Tulmiac y Teuhtli, adorados por los antepasados para conseguir buenas cosechas. Sí, un silbido ligero se escucha.
Parece impecable, a simple vista, este bosque que forma parte de la sierra Ajusco-Chichinautzin. Está tupido de árboles de distintos tipos y tamaños —unos jóvenes, otros viejos—, lo mismo ocotes y pinos que encinos y oyameles. Y hay fauna, como el gato montés, la gallina de monte, el canto de gorriones que se escucha. Los suelos están cubiertos de hojarasca y matorrales. Se ve frondoso. Cumple con lo que conocemos como un bosque sano. Desde un dron en vuelo, la perfección sería mayor: grandes extensiones verdes, pocos huecos de tierra, las copas de los árboles juntitas. El entorno ideal para una de esas postales que acumulan likes en Instagram.
Conocer el bosque es conocer también sus problemas: la urbanización que avanza feroz, el cambio de uso de suelo para la agricultura industrial, el uso de agroquímicos y la sobrerreforestación —siembra excesiva de árboles— que ha producido desiertos verdes. Un diagnóstico que conocen bien los conservacionistas y pobladores, quienes lanzan una sentencia de alarma: si no se detienen estas problemáticas, las consecuencias serán mayúsculas. Se traducirán en una crisis de agua para las tres grandes ciudades del centro del país —la Ciudad de México, Cuernavaca y Toluca—. “Deberíamos respetar el bosque porque la naturaleza nos lo va a cobrar”, presagia Martínez.
***
No es difícil imaginar lo que ocurriría en las zonas metropolitanas del centro de México si dejaran de recibir tres cuartas partes del agua que hoy consumen más de veinte millones de habitantes. El acarreo con cubetas y almacenamiento en tambos se haría común. La presión en las tuberías bajaría hasta lo mínimo. Las rutinas de baño, cocina y limpieza en el hogar cambiarían para siempre. Ni pensar en regar parques y jardines, tener fuentes brotantes o dejar correr el flujo de la regadera hasta que salga el agua caliente. Es una crisis que, advierten especialistas, será realidad si continúa el mal manejo de las sierras de Chichinautzin, Zempoala, Ajusco y Las Cruces. Las cuatro son las regiones altas de las cuencas del Valle de México, Balsas, Lerma-Chapala y Pánuco. Este conjunto de sierras, que comparten 250 000 hectáreas con la Ciudad de México, el Estado de México y Morelos, tiene un nombre: Bosque de Agua. Fue bautizado así porque es la zona principal de recarga de los diez acuíferos del centro de México. Con veintiún áreas naturales protegidas y un tamaño que equivale a cincuenta veces la superficie del Zócalo capitalino, esta región funciona como un tinaco, una fuente importante para mejorar la calidad del aire, prevenir la erosión del suelo y resguardar la diversidad de especies.
***
El nombre “Bosque de Agua”, recuerda el biólogo mexicano Jürgen Hoth, fue acuñado por la UAM y Greenpeace en 2003. Desde entonces, la región fue reconocida como prioritaria, pues ya se encontraba amenazada por la mancha urbana y la tala ilegal, y estaba en riesgo de desaparecer. “Cada año se pierden 2 400 hectáreas de este bosque, lo que equivale a destruir una superficie de nueve campos de futbol por día. De seguir a este ritmo, este gran bosque de agua podría desaparecer en los próximos cincuenta años, comprometiendo seriamente la viabilidad de los principales núcleos urbanos del centro del país”, advierte el informe “Por el Gran Bosque de Agua” (2006), de Greenpeace. Hoy, la advertencia sigue activa, pero las amenazas se han diversificado.
“Es una joya que estamos a punto de perder”, dice Hoth en una videollamada desde Canadá, donde continúa estudiando la región y ha visto reducirse la cobertura forestal de la zona sur de la Ciudad de México y del Ajusco entre 27% y 35%, al mismo tiempo que la urbanización aumentó entre 240% y 400% en 2005, según la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) y El Colegio de México.
“Me enamoré de la región desde que estaba en la panza de mi mamá”, dice Hoth, un amante del bosque. Tiene 62 años y recuerda que, en su infancia, su familia asistía a un club de remo en Xochimilco. “Las primeras cosas que veía desde ahí eran los volcanes al fondo”, cuenta. Además, era común que dedicara los fines de semana a visitar áreas naturales como el Parque Nacional Izta-Popo y el Nevado de Toluca. “[Ese amor] fue mamado, literalmente”, admite el biólogo egresado de la UNAM. Pero en 1975 fue testigo de un hecho que lo cambió todo: vivió la apertura de la carretera Picacho-Ajusco, al sur de la capital, que detonó la urbanización de la zona, el incremento de habitantes, la construcción de vivienda y vialidades, el avance de la “modernidad” hacia las áreas naturales y la apropiación ilegal de hectáreas de la comunidad de San Miguel Ajusco, en Tlalpan.
“Ahí inició toda una lucha social de invasión, retiro, reinvasión, ocupación y eventualmente legalización, en todo un ciclo de legal e ilegal de crecimiento de la mancha urbana hacia las áreas naturales. Me ha tocado verlo muy cercanamente, documentarlo, porque conocí cuando no había ni una casa”, dice.
Por su dedicación al estudio de las sierras que conforman el bosque y el impulso a la conservación, Hoth se ganó el sobrenombre de “el guerrero del Bosque de Agua”. Y no está muy lejos de ser cierto: ha buscado financiamiento, diseñado proyectos de saneamiento y restauración, promovido la colaboración entre comunidades y capacitado a brigadistas. Todas las conversaciones sobre el Bosque de Agua llevan a él.
Hoth lideró la publicación “Estrategia regional para la conservación del Bosque de Agua” (2012), un estudio que reunió la visión de personas que compartieron su conocimiento y preocupaciones sobre las actividades de conservación y gestión integrada del agua. Nunca se había hecho un esfuerzo similar. Al respecto, Agustín Martínez recuerda: “A nosotros nos invitó un biólogo que se llama Jürgen. [En la iniciativa] participó gente de todos lados, académicos, biólogos, ambientalistas, gente de instituciones como la Comisión Nacional Forestal y la Semarnat”. Además, se involucraron pobladores de las comunidades. Si 80% de las hectáreas de bosques y pastizales de montaña entre la Ciudad de México, Morelos y el Estado de México eran propiedad comunal, la contribución de los habitantes era fundamental. La única restricción que pusieron fue que no intervinieran funcionarios municipales. “Fue una condición puesta por las comunidades, que dijeron que por el nivel de corrupción preferían que no hubiera ninguna persona de los municipios. A final de cuentas son solo puestos y las autoridades comunales es gente que vive en la comunidad, que no se va a ir al término de su mandato”, explica Hoth.
Así, 68 páginas integran su “Estrategia regional”, apoyada por la Fundación Gonzalo Río Arronte, la Fundación Biósfera del Anáhuac y Pronatura México. Es un plan de vuelo dividido en dos: la radiografía importante de la zona, por un lado; el plan de acción colaborativa, por el otro, y va desde el manejo y uso de tierra y agua hasta los mecanismos financieros y legales. Las siete alcaldías de la Ciudad de México, los veintidós municipios del Estado de México y los ocho municipios de Morelos que rodean el bosque deberán sumar fuerzas, resume el documento, para conservar la integridad ecológica y el bienestar social y económico de la zona. Esta estrategia ha sido “solamente una brújula”, dice Hoth, para que, en 2030, el Bosque de Agua pueda conservar su estructura, riqueza y servicios ecosistémicos a los mismos niveles que tenía en 1950, año de las primeras fotografías aéreas de la zona, de calidad fotogramétrica, que tomó la empresa Aerofoto. Pero en vez de revertir los problemas, se siguen agravando.
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Fecha: martes 1 de agosto de 2017. Lugar: Toluca de Lerdo. Tema: Bosque Diamante. La autorización fue publicada ese día en la gaceta oficial del Estado de México. La Secretaría de Desarrollo Urbano y Metropolitano informó que había otorgado a la empresa Bosque Avivia 58, S. A. de C. V., licencias para construir un conjunto de 19 985 viviendas, más una superficie comercial y de servicios, en 238 hectáreas del municipio de Jilotzingo, área dentro del Bosque de Agua. Se encendieron las alertas: la construcción implicaba la tala de más de 180 000 árboles de encino. Ambientalistas y ejidatarios hicieron manifestaciones, metieron amparos e, incluso, publicaron una petición en change.org.
Fue en enero de 2019 cuando un juez ordenó suspender la tala. Pero este no ha sido el único desarrollo inmobiliario que ha amenazado la zona boscosa. Carlos Samayoa, coordinador de Ciudades Sustentables en Greenpeace, identifica otro: Reserva Santa Fe, ubicado en Lerma, Estado de México. El proyecto incluye 42 hectáreas de lotes unifamiliares, dieciocho para townhouses y condominios residenciales y veintisiete de amenidades. Todo dentro de un bosque de 197 hectáreas.
“Es impresionante porque se están construyendo desarrollos inmobiliarios que han violado a todas luces las leyes ambientales de ordenamiento territorial”, dice Samayoa. Si uno de estos proyectos actuales avanzara en el Bosque de Agua, sería como abrir la puerta “para que a cualquier otro lugar se quiera meter la gente a hacer lo mismo”, revela Jürgen Hoth. Y eso implicaría cambios de uso de suelo, desaparición de biodiversidad e incremento de población humana, que demandará el agua que ahora solo es posible obtener de la conservación del bosque.
Global Forest Watch reporta que, entre 2001 y 2021, el Estado de México perdió 8 600 hectáreas de cobertura arbórea, cifra que incluye Valle de Bravo, con 818 hectáreas, y Temascaltepec, con 608. La Ciudad de México perdió 176 hectáreas, y las dos alcaldías con mayor merma fueron Tlalpan (51) y Milpa Alta (45). En el caso de Morelos, la disminución fue de 880 hectáreas, principalmente en Tetela del Volcán (230) y Tlalnepantla (114).
“Las consecuencias son catastróficas […], aun contando con tecnologías de importación como el Cutzamala [sistema hídrico que almacena, potabiliza y distribuye casi 40% del agua que se consume en la capital del país]. La ciudad está en un riesgo latente por esta pérdida de su principal zona de valor ambiental y de abastecimiento de acuíferos”, enfatiza Samayoa. “En un contexto de emergencia climática en la que estamos al límite, como sucede hoy, el Cutzamala ya es tecnología que debería ser clasificada como vintage, y [tendríamos que] empezar a cuestionarnos seriamente cómo podríamos volver a depender del agua que se genera y se recarga a nuestros propios acuíferos”.
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Agustín Martínez conoce todo el bosque, el de su pasado y el de su presente. Rememora que sus antepasados vivían del carbón y del tejamanil, esa tabla delgada en forma de tiras que sirve para levantar techos y paredes de viviendas. Sabe, por ejemplo, que hay doce pares de teporingos por cada hectárea. Con solo ver la corteza de un árbol, define especie, edad y salud. Y recuerda también que antes se cultivaba avena en pequeñas extensiones de tierra. “Ahorita esa parte la están cultivando con papas, y a esas les meten un montón de agroquímicos, consumen mucha agua”, dice mientras recorre una zona elevada del paraje de Zoquiac para señalar el área de cultivo. “Hay mucho más terreno abierto al cultivo donde tendría que estarse dedicando a pastizal o a bosque”.
Pero para Helena Cotler, doctora en Ciencias Agronómicas, el bosque es igual de valioso que los pastizales y la parte agrícola que, según la estrategia impulsada por Jürgen Hoth, representaba 22% del territorio en 2012. “Es muy importante y está disminuyendo”, dice Cotler. Principalmente por dos problemáticas. La primera, la agricultura industrial que privilegia el uso de agroquímicos. En Tlalpan, Milpa Alta y Xochimilco se está viviendo una transición agroecológica, y hay iniciativas colectivas de agricultura sustentable que, por ejemplo, dejan de usar fertilizante y lo reemplazan por estiércol o composta, o que siembran semillas nativas de maíz y amaranto. “Hay pequeños agricultores que están tratando de cambiar de una agricultura basada en agroquímicos a una agricultura mucho más saludable”, cuenta la doctora. Y la segunda, los riesgos de invasión y urbanización. Si las tierras no se usan, pronto serán ocupadas. “La agricultura finalmente frena la expansión urbana”, dice la especialista.
El 4 de marzo de 2022, en el foro Suelo de Conservación: Retos y Oportunidades, organizado por el Congreso de la Ciudad de México, un dato arrojó luz sobre el tamaño del problema: de 87 291 hectáreas de suelo de conservación, veintiocho mil están en riesgo de invasión por falta de aprovechamiento agrícola. La amenaza está ahí. Si los propietarios de las tierras deciden venderlas, la urbanización avanzará a un ritmo más rápido. Obligarlos a sembrar no es la ruta, la pregunta es, apunta Cotler: “Nosotros, como consumidores, ¿qué estamos haciendo para mantener este tipo de trabajo y para mantener la calidad de vida de estos agricultores?”.
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Una vieja camioneta Ford con placas de Chihuahua se abre paso, un sábado por la mañana, entre nubes de polvo que forman los caminos de terracería del bosque de Milpa Alta. Al volante va Pablo Medina, del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta, creado en 2014 por impulso de la entonces secretaria de Medio Ambiente de la Ciudad de México, Tanya Müller. Después de unos minutos de zigzaguear por el camino, la camioneta se detiene en el paraje de Zoquiac. Baja primero Gabriel Martínez, maestro en Ciencias Forestales y sobrino de Agustín Martínez. Lo sigue Medina, y al final sale del vehículo su esposa, Balbina Molina, quien cuenta: “Dice mi nieta: ‘Cuidado, abuela, que el carro del abuelo es viejísimo’”. Se reúnen con Agustín Martínez, miran los cerros, hablan de cómo se ha transformado el Bosque de Agua y ofrecen una refrescante rebanada de melón.
El escenario es tranquilo, distinto a aquel 31 de enero que cubrió La Jornada en 2018. El reportero Hermann Bellinghausen contó que pobladores de Milpa Alta habían capturado en flagrancia a tres talamontes que transportaban 9.6 metros cúbicos de madera en una camioneta. En el bosque de Milpa Alta está prohibido derribar, talar, destruir u ocasionar la muerte de uno o más árboles, así como la extracción de pastos. “A quienes lo realicen, se les podrán imponer sanciones de tres a cinco años de prisión y de quinientos a dos mil días de multa”, dice un letrero instalado a un costado de la caseta de vigilancia en la entrada del bosque de Milpa Alta. La frase está en línea con la normativa de veda forestal emitida en 1947.
Los miembros del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta apuestan por la eliminación controlada de los árboles viejos o enfermos, a fin de permitir que los más jóvenes puedan desarrollarse a plenitud. Si se aplicara esta práctica, argumentan, se habría evitado la caída de 47 000 árboles en 2010. Aquel año, muchas hectáreas tenían árboles secos, troncos delgados, sin follaje. “Cayeron porque ya habían cumplido su ciclo de vida. Creo que el término ‘tala’ tendría que ser menos satanizado”, dice Agustín Martínez, líder de la agrupación en Milpa Alta. Los vientos y la lluvia derribaron esos árboles muertos, pero también cayeron árboles sanos. Fue un efecto dominó que no discriminó entre los que debían caer y los que no.
El criterio para cortar se aplicaría a ejemplares enfermos, con plaga, débiles. Nunca a aquellos que están en pleno crecimiento o sanos. ¿Y es fácil identificarlos? Sí. ¿Se necesitan muchos recursos para tumbarlos? No siempre. Balbina Molina da una muestra de la facilidad con que algunos pueden derribarse. “¿Quiere que le muestre lo fuerte que soy?”, dice mientras se recarga en un tronco delgado, grisáceo, y lo dobla de inmediato. Talar los árboles que ya cumplieron su ciclo sería una forma de evitar los desiertos verdes.
En una zona específica, Agustín Martínez comenzó hace ocho años el ejercicio de derribar los árboles más viejos para dar espacio a los más jóvenes. Recuerda que fue escandaloso ver tantos troncos tirados, incluso le tomaron otografías y lo acusaron de ser un talamontes. El resultado: una zona restaurada, en la que entra la luz del sol, creció zacatón y volvió a ser casa de teporingos. Ese fue el fin de uno de los desiertos verdes que abundan en el bosque, provocados por la sobrerreforestación: esa plantación excesiva, muchas veces de especies exóticas no aptas para el medio. “Nosotros no nos oponemos a la reforestación, nos oponemos a que lo hagan donde quieran y con lo que quieran”, dice. El entusiasmo por sembrar ha derivado en una densidad exagerada: donde debería haber doscientos árboles por hectárea hay hasta 2 500. Eso impide que se desarrollen, el suelo pierde propiedades y la fauna termina yéndose por no tener dónde esconderse de los depredadores. Tener más árboles no es necesariamente mejor.
En la sierra Ajusco-Chichinautzin ha visto hectáreas con tantos árboles que las copas se juntan al punto de crear una gran sombra. Desde lo alto es posible observar cómo las copas dan la sensación de estar ante bosque totalmente verde, pero debajo hay una oscuridad tal que deriva en zonas estériles en las que no crece nada, porque no llega ni un rayo de sol. La sobrerreforestación lleva al colapso de la flora y la fauna. Además, los suelos se cubren de capas y capas de hojas que forman una alfombra que impide la filtración del agua en todo el bosque y, en incendios, es combustible. Estas áreas arboladas arriba pero estériles por debajo son una problemática que se repite en todas las sierras que integran el Bosque de Agua.
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El futuro de la conservación está en manos de la colaboración. Existen comunidades de brigadistas en los 37 municipios y alcaldías que conforman el Bosque de Agua, pero pocas veces unen fuerzas, solo ocurre cuando los incendios forestales no respetan las fronteras. Los representantes de San Pablo Oztotepec, en Milpa Alta, mantienen comunicación con pobladores de Tlalpan. En Morelos, habitantes de Coajomulco y Nepopualco avanzan en actividades de conservación y protección; en Huitzilac evalúan la formación en temas agrícolas de jóvenes estudiantes de preparatoria. Comunidades en el Estado de México enfrentan legalmente a constructores que avanzan hacia las áreas naturales. En Topilejo, Tlalpan, los trabajos se frenaron por presencia de la delincuencia organizada. Las acciones avanzan y se perfeccionan. San Pablo Oztotepec es un oasis en este contexto, un caso de éxito de conservación. El sueño de Agustín Martínez es salvar su bosque. Sabe que el impacto irá más allá de su comunidad, de su familia, que llegará a más de veinte millones de personas.
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Esta historia sobre las amenazas al bosque de agua se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».
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Son muchos los peligros que enfrenta esta región boscosa del centro de México: la urbanización, la sobrerreforestación, la agricultura industrial, la tala ilegal. Pero hay comunidades que luchan para proteger este cuerpo forestal que cosecha agua. Esta es la historia de Agustín Martínez.
Agustín Martínez tiene un sueño: salvar su bosque. Ese cuerpo forestal en el que ha vivido la mayor parte de su vida, a sus 59 años; en el que, cuando niño, pasaba los días feriados cuidando a las vacas de la familia; donde ha combatido incendios, protegido teporingos y gorriones serranos y sembrado árboles pequeños que se convirtieron en sombras. Ese bosque por el que ha recibido amenazas de talamontes y saqueadores de piedras; en el que ha visto grandes tragedias —como la caída de 47 000 árboles por la lluvia y el viento solo en 2010—, y que ha motivado a sus hijos y a un sobrino a convertirse en expertos forestales. Ese que ha sido su vida, su trabajo.
Ese bosque es el de Milpa Alta. Unas veintiocho mil hectáreas de tierras comunitarias cubiertas por árboles, pastizales, matorrales y zacatón, al extremo sur de la Ciudad de México. “Aunque somos de la ciudad, a veces no nos sentimos parte de ella”, confiesa Martínez, ingeniero forestal, sobre una de las principales fuentes que surten de agua el centro del país. Él sabe lo que dice, es la persona que más conoce el bosque, uno de los cuidadores, y por su actividad y conocimientos recibe una compensación económica del gobierno capitalino, al frente del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta. “Una contratación para seguir cuidándolo y conservándolo”, explica.
Aunque no se sienten parte de la ciudad, lo son. El bosque está dentro de esta urbe que crece aceleradamente, en población, vehículos, vivienda e infraestructura. Ese crecimiento que parece asfixiarlo no lo ha logrado aún. Todavía sobreviven grandes extensiones de tierra sin ocupar, no hay rascacielos que interrumpan la vista y el sonido de cláxones y motores es aún imperceptible. “Todavía se escucha el susurro del viento, ¿lo oye? Grábelo”, insiste Balbina Molina, integrante de una de las once brigadas comunitarias de San Pablo Oztotepec, pueblo de Milpa Alta. La mujer, de cabello canoso, recogido, y que por el frío usa varias capas de ropa, lo dice mientras se queda quieta junto al camino de tierra de Zoquiac, uno de los primeros parajes montañosos desde donde se alcanzan a ver los cerros Tulmiac y Teuhtli, adorados por los antepasados para conseguir buenas cosechas. Sí, un silbido ligero se escucha.
Parece impecable, a simple vista, este bosque que forma parte de la sierra Ajusco-Chichinautzin. Está tupido de árboles de distintos tipos y tamaños —unos jóvenes, otros viejos—, lo mismo ocotes y pinos que encinos y oyameles. Y hay fauna, como el gato montés, la gallina de monte, el canto de gorriones que se escucha. Los suelos están cubiertos de hojarasca y matorrales. Se ve frondoso. Cumple con lo que conocemos como un bosque sano. Desde un dron en vuelo, la perfección sería mayor: grandes extensiones verdes, pocos huecos de tierra, las copas de los árboles juntitas. El entorno ideal para una de esas postales que acumulan likes en Instagram.
Conocer el bosque es conocer también sus problemas: la urbanización que avanza feroz, el cambio de uso de suelo para la agricultura industrial, el uso de agroquímicos y la sobrerreforestación —siembra excesiva de árboles— que ha producido desiertos verdes. Un diagnóstico que conocen bien los conservacionistas y pobladores, quienes lanzan una sentencia de alarma: si no se detienen estas problemáticas, las consecuencias serán mayúsculas. Se traducirán en una crisis de agua para las tres grandes ciudades del centro del país —la Ciudad de México, Cuernavaca y Toluca—. “Deberíamos respetar el bosque porque la naturaleza nos lo va a cobrar”, presagia Martínez.
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No es difícil imaginar lo que ocurriría en las zonas metropolitanas del centro de México si dejaran de recibir tres cuartas partes del agua que hoy consumen más de veinte millones de habitantes. El acarreo con cubetas y almacenamiento en tambos se haría común. La presión en las tuberías bajaría hasta lo mínimo. Las rutinas de baño, cocina y limpieza en el hogar cambiarían para siempre. Ni pensar en regar parques y jardines, tener fuentes brotantes o dejar correr el flujo de la regadera hasta que salga el agua caliente. Es una crisis que, advierten especialistas, será realidad si continúa el mal manejo de las sierras de Chichinautzin, Zempoala, Ajusco y Las Cruces. Las cuatro son las regiones altas de las cuencas del Valle de México, Balsas, Lerma-Chapala y Pánuco. Este conjunto de sierras, que comparten 250 000 hectáreas con la Ciudad de México, el Estado de México y Morelos, tiene un nombre: Bosque de Agua. Fue bautizado así porque es la zona principal de recarga de los diez acuíferos del centro de México. Con veintiún áreas naturales protegidas y un tamaño que equivale a cincuenta veces la superficie del Zócalo capitalino, esta región funciona como un tinaco, una fuente importante para mejorar la calidad del aire, prevenir la erosión del suelo y resguardar la diversidad de especies.
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El nombre “Bosque de Agua”, recuerda el biólogo mexicano Jürgen Hoth, fue acuñado por la UAM y Greenpeace en 2003. Desde entonces, la región fue reconocida como prioritaria, pues ya se encontraba amenazada por la mancha urbana y la tala ilegal, y estaba en riesgo de desaparecer. “Cada año se pierden 2 400 hectáreas de este bosque, lo que equivale a destruir una superficie de nueve campos de futbol por día. De seguir a este ritmo, este gran bosque de agua podría desaparecer en los próximos cincuenta años, comprometiendo seriamente la viabilidad de los principales núcleos urbanos del centro del país”, advierte el informe “Por el Gran Bosque de Agua” (2006), de Greenpeace. Hoy, la advertencia sigue activa, pero las amenazas se han diversificado.
“Es una joya que estamos a punto de perder”, dice Hoth en una videollamada desde Canadá, donde continúa estudiando la región y ha visto reducirse la cobertura forestal de la zona sur de la Ciudad de México y del Ajusco entre 27% y 35%, al mismo tiempo que la urbanización aumentó entre 240% y 400% en 2005, según la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) y El Colegio de México.
“Me enamoré de la región desde que estaba en la panza de mi mamá”, dice Hoth, un amante del bosque. Tiene 62 años y recuerda que, en su infancia, su familia asistía a un club de remo en Xochimilco. “Las primeras cosas que veía desde ahí eran los volcanes al fondo”, cuenta. Además, era común que dedicara los fines de semana a visitar áreas naturales como el Parque Nacional Izta-Popo y el Nevado de Toluca. “[Ese amor] fue mamado, literalmente”, admite el biólogo egresado de la UNAM. Pero en 1975 fue testigo de un hecho que lo cambió todo: vivió la apertura de la carretera Picacho-Ajusco, al sur de la capital, que detonó la urbanización de la zona, el incremento de habitantes, la construcción de vivienda y vialidades, el avance de la “modernidad” hacia las áreas naturales y la apropiación ilegal de hectáreas de la comunidad de San Miguel Ajusco, en Tlalpan.
“Ahí inició toda una lucha social de invasión, retiro, reinvasión, ocupación y eventualmente legalización, en todo un ciclo de legal e ilegal de crecimiento de la mancha urbana hacia las áreas naturales. Me ha tocado verlo muy cercanamente, documentarlo, porque conocí cuando no había ni una casa”, dice.
Por su dedicación al estudio de las sierras que conforman el bosque y el impulso a la conservación, Hoth se ganó el sobrenombre de “el guerrero del Bosque de Agua”. Y no está muy lejos de ser cierto: ha buscado financiamiento, diseñado proyectos de saneamiento y restauración, promovido la colaboración entre comunidades y capacitado a brigadistas. Todas las conversaciones sobre el Bosque de Agua llevan a él.
Hoth lideró la publicación “Estrategia regional para la conservación del Bosque de Agua” (2012), un estudio que reunió la visión de personas que compartieron su conocimiento y preocupaciones sobre las actividades de conservación y gestión integrada del agua. Nunca se había hecho un esfuerzo similar. Al respecto, Agustín Martínez recuerda: “A nosotros nos invitó un biólogo que se llama Jürgen. [En la iniciativa] participó gente de todos lados, académicos, biólogos, ambientalistas, gente de instituciones como la Comisión Nacional Forestal y la Semarnat”. Además, se involucraron pobladores de las comunidades. Si 80% de las hectáreas de bosques y pastizales de montaña entre la Ciudad de México, Morelos y el Estado de México eran propiedad comunal, la contribución de los habitantes era fundamental. La única restricción que pusieron fue que no intervinieran funcionarios municipales. “Fue una condición puesta por las comunidades, que dijeron que por el nivel de corrupción preferían que no hubiera ninguna persona de los municipios. A final de cuentas son solo puestos y las autoridades comunales es gente que vive en la comunidad, que no se va a ir al término de su mandato”, explica Hoth.
Así, 68 páginas integran su “Estrategia regional”, apoyada por la Fundación Gonzalo Río Arronte, la Fundación Biósfera del Anáhuac y Pronatura México. Es un plan de vuelo dividido en dos: la radiografía importante de la zona, por un lado; el plan de acción colaborativa, por el otro, y va desde el manejo y uso de tierra y agua hasta los mecanismos financieros y legales. Las siete alcaldías de la Ciudad de México, los veintidós municipios del Estado de México y los ocho municipios de Morelos que rodean el bosque deberán sumar fuerzas, resume el documento, para conservar la integridad ecológica y el bienestar social y económico de la zona. Esta estrategia ha sido “solamente una brújula”, dice Hoth, para que, en 2030, el Bosque de Agua pueda conservar su estructura, riqueza y servicios ecosistémicos a los mismos niveles que tenía en 1950, año de las primeras fotografías aéreas de la zona, de calidad fotogramétrica, que tomó la empresa Aerofoto. Pero en vez de revertir los problemas, se siguen agravando.
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Fecha: martes 1 de agosto de 2017. Lugar: Toluca de Lerdo. Tema: Bosque Diamante. La autorización fue publicada ese día en la gaceta oficial del Estado de México. La Secretaría de Desarrollo Urbano y Metropolitano informó que había otorgado a la empresa Bosque Avivia 58, S. A. de C. V., licencias para construir un conjunto de 19 985 viviendas, más una superficie comercial y de servicios, en 238 hectáreas del municipio de Jilotzingo, área dentro del Bosque de Agua. Se encendieron las alertas: la construcción implicaba la tala de más de 180 000 árboles de encino. Ambientalistas y ejidatarios hicieron manifestaciones, metieron amparos e, incluso, publicaron una petición en change.org.
Fue en enero de 2019 cuando un juez ordenó suspender la tala. Pero este no ha sido el único desarrollo inmobiliario que ha amenazado la zona boscosa. Carlos Samayoa, coordinador de Ciudades Sustentables en Greenpeace, identifica otro: Reserva Santa Fe, ubicado en Lerma, Estado de México. El proyecto incluye 42 hectáreas de lotes unifamiliares, dieciocho para townhouses y condominios residenciales y veintisiete de amenidades. Todo dentro de un bosque de 197 hectáreas.
“Es impresionante porque se están construyendo desarrollos inmobiliarios que han violado a todas luces las leyes ambientales de ordenamiento territorial”, dice Samayoa. Si uno de estos proyectos actuales avanzara en el Bosque de Agua, sería como abrir la puerta “para que a cualquier otro lugar se quiera meter la gente a hacer lo mismo”, revela Jürgen Hoth. Y eso implicaría cambios de uso de suelo, desaparición de biodiversidad e incremento de población humana, que demandará el agua que ahora solo es posible obtener de la conservación del bosque.
Global Forest Watch reporta que, entre 2001 y 2021, el Estado de México perdió 8 600 hectáreas de cobertura arbórea, cifra que incluye Valle de Bravo, con 818 hectáreas, y Temascaltepec, con 608. La Ciudad de México perdió 176 hectáreas, y las dos alcaldías con mayor merma fueron Tlalpan (51) y Milpa Alta (45). En el caso de Morelos, la disminución fue de 880 hectáreas, principalmente en Tetela del Volcán (230) y Tlalnepantla (114).
“Las consecuencias son catastróficas […], aun contando con tecnologías de importación como el Cutzamala [sistema hídrico que almacena, potabiliza y distribuye casi 40% del agua que se consume en la capital del país]. La ciudad está en un riesgo latente por esta pérdida de su principal zona de valor ambiental y de abastecimiento de acuíferos”, enfatiza Samayoa. “En un contexto de emergencia climática en la que estamos al límite, como sucede hoy, el Cutzamala ya es tecnología que debería ser clasificada como vintage, y [tendríamos que] empezar a cuestionarnos seriamente cómo podríamos volver a depender del agua que se genera y se recarga a nuestros propios acuíferos”.
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Agustín Martínez conoce todo el bosque, el de su pasado y el de su presente. Rememora que sus antepasados vivían del carbón y del tejamanil, esa tabla delgada en forma de tiras que sirve para levantar techos y paredes de viviendas. Sabe, por ejemplo, que hay doce pares de teporingos por cada hectárea. Con solo ver la corteza de un árbol, define especie, edad y salud. Y recuerda también que antes se cultivaba avena en pequeñas extensiones de tierra. “Ahorita esa parte la están cultivando con papas, y a esas les meten un montón de agroquímicos, consumen mucha agua”, dice mientras recorre una zona elevada del paraje de Zoquiac para señalar el área de cultivo. “Hay mucho más terreno abierto al cultivo donde tendría que estarse dedicando a pastizal o a bosque”.
Pero para Helena Cotler, doctora en Ciencias Agronómicas, el bosque es igual de valioso que los pastizales y la parte agrícola que, según la estrategia impulsada por Jürgen Hoth, representaba 22% del territorio en 2012. “Es muy importante y está disminuyendo”, dice Cotler. Principalmente por dos problemáticas. La primera, la agricultura industrial que privilegia el uso de agroquímicos. En Tlalpan, Milpa Alta y Xochimilco se está viviendo una transición agroecológica, y hay iniciativas colectivas de agricultura sustentable que, por ejemplo, dejan de usar fertilizante y lo reemplazan por estiércol o composta, o que siembran semillas nativas de maíz y amaranto. “Hay pequeños agricultores que están tratando de cambiar de una agricultura basada en agroquímicos a una agricultura mucho más saludable”, cuenta la doctora. Y la segunda, los riesgos de invasión y urbanización. Si las tierras no se usan, pronto serán ocupadas. “La agricultura finalmente frena la expansión urbana”, dice la especialista.
El 4 de marzo de 2022, en el foro Suelo de Conservación: Retos y Oportunidades, organizado por el Congreso de la Ciudad de México, un dato arrojó luz sobre el tamaño del problema: de 87 291 hectáreas de suelo de conservación, veintiocho mil están en riesgo de invasión por falta de aprovechamiento agrícola. La amenaza está ahí. Si los propietarios de las tierras deciden venderlas, la urbanización avanzará a un ritmo más rápido. Obligarlos a sembrar no es la ruta, la pregunta es, apunta Cotler: “Nosotros, como consumidores, ¿qué estamos haciendo para mantener este tipo de trabajo y para mantener la calidad de vida de estos agricultores?”.
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Una vieja camioneta Ford con placas de Chihuahua se abre paso, un sábado por la mañana, entre nubes de polvo que forman los caminos de terracería del bosque de Milpa Alta. Al volante va Pablo Medina, del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta, creado en 2014 por impulso de la entonces secretaria de Medio Ambiente de la Ciudad de México, Tanya Müller. Después de unos minutos de zigzaguear por el camino, la camioneta se detiene en el paraje de Zoquiac. Baja primero Gabriel Martínez, maestro en Ciencias Forestales y sobrino de Agustín Martínez. Lo sigue Medina, y al final sale del vehículo su esposa, Balbina Molina, quien cuenta: “Dice mi nieta: ‘Cuidado, abuela, que el carro del abuelo es viejísimo’”. Se reúnen con Agustín Martínez, miran los cerros, hablan de cómo se ha transformado el Bosque de Agua y ofrecen una refrescante rebanada de melón.
El escenario es tranquilo, distinto a aquel 31 de enero que cubrió La Jornada en 2018. El reportero Hermann Bellinghausen contó que pobladores de Milpa Alta habían capturado en flagrancia a tres talamontes que transportaban 9.6 metros cúbicos de madera en una camioneta. En el bosque de Milpa Alta está prohibido derribar, talar, destruir u ocasionar la muerte de uno o más árboles, así como la extracción de pastos. “A quienes lo realicen, se les podrán imponer sanciones de tres a cinco años de prisión y de quinientos a dos mil días de multa”, dice un letrero instalado a un costado de la caseta de vigilancia en la entrada del bosque de Milpa Alta. La frase está en línea con la normativa de veda forestal emitida en 1947.
Los miembros del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta apuestan por la eliminación controlada de los árboles viejos o enfermos, a fin de permitir que los más jóvenes puedan desarrollarse a plenitud. Si se aplicara esta práctica, argumentan, se habría evitado la caída de 47 000 árboles en 2010. Aquel año, muchas hectáreas tenían árboles secos, troncos delgados, sin follaje. “Cayeron porque ya habían cumplido su ciclo de vida. Creo que el término ‘tala’ tendría que ser menos satanizado”, dice Agustín Martínez, líder de la agrupación en Milpa Alta. Los vientos y la lluvia derribaron esos árboles muertos, pero también cayeron árboles sanos. Fue un efecto dominó que no discriminó entre los que debían caer y los que no.
El criterio para cortar se aplicaría a ejemplares enfermos, con plaga, débiles. Nunca a aquellos que están en pleno crecimiento o sanos. ¿Y es fácil identificarlos? Sí. ¿Se necesitan muchos recursos para tumbarlos? No siempre. Balbina Molina da una muestra de la facilidad con que algunos pueden derribarse. “¿Quiere que le muestre lo fuerte que soy?”, dice mientras se recarga en un tronco delgado, grisáceo, y lo dobla de inmediato. Talar los árboles que ya cumplieron su ciclo sería una forma de evitar los desiertos verdes.
En una zona específica, Agustín Martínez comenzó hace ocho años el ejercicio de derribar los árboles más viejos para dar espacio a los más jóvenes. Recuerda que fue escandaloso ver tantos troncos tirados, incluso le tomaron otografías y lo acusaron de ser un talamontes. El resultado: una zona restaurada, en la que entra la luz del sol, creció zacatón y volvió a ser casa de teporingos. Ese fue el fin de uno de los desiertos verdes que abundan en el bosque, provocados por la sobrerreforestación: esa plantación excesiva, muchas veces de especies exóticas no aptas para el medio. “Nosotros no nos oponemos a la reforestación, nos oponemos a que lo hagan donde quieran y con lo que quieran”, dice. El entusiasmo por sembrar ha derivado en una densidad exagerada: donde debería haber doscientos árboles por hectárea hay hasta 2 500. Eso impide que se desarrollen, el suelo pierde propiedades y la fauna termina yéndose por no tener dónde esconderse de los depredadores. Tener más árboles no es necesariamente mejor.
En la sierra Ajusco-Chichinautzin ha visto hectáreas con tantos árboles que las copas se juntan al punto de crear una gran sombra. Desde lo alto es posible observar cómo las copas dan la sensación de estar ante bosque totalmente verde, pero debajo hay una oscuridad tal que deriva en zonas estériles en las que no crece nada, porque no llega ni un rayo de sol. La sobrerreforestación lleva al colapso de la flora y la fauna. Además, los suelos se cubren de capas y capas de hojas que forman una alfombra que impide la filtración del agua en todo el bosque y, en incendios, es combustible. Estas áreas arboladas arriba pero estériles por debajo son una problemática que se repite en todas las sierras que integran el Bosque de Agua.
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El futuro de la conservación está en manos de la colaboración. Existen comunidades de brigadistas en los 37 municipios y alcaldías que conforman el Bosque de Agua, pero pocas veces unen fuerzas, solo ocurre cuando los incendios forestales no respetan las fronteras. Los representantes de San Pablo Oztotepec, en Milpa Alta, mantienen comunicación con pobladores de Tlalpan. En Morelos, habitantes de Coajomulco y Nepopualco avanzan en actividades de conservación y protección; en Huitzilac evalúan la formación en temas agrícolas de jóvenes estudiantes de preparatoria. Comunidades en el Estado de México enfrentan legalmente a constructores que avanzan hacia las áreas naturales. En Topilejo, Tlalpan, los trabajos se frenaron por presencia de la delincuencia organizada. Las acciones avanzan y se perfeccionan. San Pablo Oztotepec es un oasis en este contexto, un caso de éxito de conservación. El sueño de Agustín Martínez es salvar su bosque. Sabe que el impacto irá más allá de su comunidad, de su familia, que llegará a más de veinte millones de personas.
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Esta historia sobre las amenazas al bosque de agua se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».
Son muchos los peligros que enfrenta esta región boscosa del centro de México: la urbanización, la sobrerreforestación, la agricultura industrial, la tala ilegal. Pero hay comunidades que luchan para proteger este cuerpo forestal que cosecha agua. Esta es la historia de Agustín Martínez.
Agustín Martínez tiene un sueño: salvar su bosque. Ese cuerpo forestal en el que ha vivido la mayor parte de su vida, a sus 59 años; en el que, cuando niño, pasaba los días feriados cuidando a las vacas de la familia; donde ha combatido incendios, protegido teporingos y gorriones serranos y sembrado árboles pequeños que se convirtieron en sombras. Ese bosque por el que ha recibido amenazas de talamontes y saqueadores de piedras; en el que ha visto grandes tragedias —como la caída de 47 000 árboles por la lluvia y el viento solo en 2010—, y que ha motivado a sus hijos y a un sobrino a convertirse en expertos forestales. Ese que ha sido su vida, su trabajo.
Ese bosque es el de Milpa Alta. Unas veintiocho mil hectáreas de tierras comunitarias cubiertas por árboles, pastizales, matorrales y zacatón, al extremo sur de la Ciudad de México. “Aunque somos de la ciudad, a veces no nos sentimos parte de ella”, confiesa Martínez, ingeniero forestal, sobre una de las principales fuentes que surten de agua el centro del país. Él sabe lo que dice, es la persona que más conoce el bosque, uno de los cuidadores, y por su actividad y conocimientos recibe una compensación económica del gobierno capitalino, al frente del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta. “Una contratación para seguir cuidándolo y conservándolo”, explica.
Aunque no se sienten parte de la ciudad, lo son. El bosque está dentro de esta urbe que crece aceleradamente, en población, vehículos, vivienda e infraestructura. Ese crecimiento que parece asfixiarlo no lo ha logrado aún. Todavía sobreviven grandes extensiones de tierra sin ocupar, no hay rascacielos que interrumpan la vista y el sonido de cláxones y motores es aún imperceptible. “Todavía se escucha el susurro del viento, ¿lo oye? Grábelo”, insiste Balbina Molina, integrante de una de las once brigadas comunitarias de San Pablo Oztotepec, pueblo de Milpa Alta. La mujer, de cabello canoso, recogido, y que por el frío usa varias capas de ropa, lo dice mientras se queda quieta junto al camino de tierra de Zoquiac, uno de los primeros parajes montañosos desde donde se alcanzan a ver los cerros Tulmiac y Teuhtli, adorados por los antepasados para conseguir buenas cosechas. Sí, un silbido ligero se escucha.
Parece impecable, a simple vista, este bosque que forma parte de la sierra Ajusco-Chichinautzin. Está tupido de árboles de distintos tipos y tamaños —unos jóvenes, otros viejos—, lo mismo ocotes y pinos que encinos y oyameles. Y hay fauna, como el gato montés, la gallina de monte, el canto de gorriones que se escucha. Los suelos están cubiertos de hojarasca y matorrales. Se ve frondoso. Cumple con lo que conocemos como un bosque sano. Desde un dron en vuelo, la perfección sería mayor: grandes extensiones verdes, pocos huecos de tierra, las copas de los árboles juntitas. El entorno ideal para una de esas postales que acumulan likes en Instagram.
Conocer el bosque es conocer también sus problemas: la urbanización que avanza feroz, el cambio de uso de suelo para la agricultura industrial, el uso de agroquímicos y la sobrerreforestación —siembra excesiva de árboles— que ha producido desiertos verdes. Un diagnóstico que conocen bien los conservacionistas y pobladores, quienes lanzan una sentencia de alarma: si no se detienen estas problemáticas, las consecuencias serán mayúsculas. Se traducirán en una crisis de agua para las tres grandes ciudades del centro del país —la Ciudad de México, Cuernavaca y Toluca—. “Deberíamos respetar el bosque porque la naturaleza nos lo va a cobrar”, presagia Martínez.
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No es difícil imaginar lo que ocurriría en las zonas metropolitanas del centro de México si dejaran de recibir tres cuartas partes del agua que hoy consumen más de veinte millones de habitantes. El acarreo con cubetas y almacenamiento en tambos se haría común. La presión en las tuberías bajaría hasta lo mínimo. Las rutinas de baño, cocina y limpieza en el hogar cambiarían para siempre. Ni pensar en regar parques y jardines, tener fuentes brotantes o dejar correr el flujo de la regadera hasta que salga el agua caliente. Es una crisis que, advierten especialistas, será realidad si continúa el mal manejo de las sierras de Chichinautzin, Zempoala, Ajusco y Las Cruces. Las cuatro son las regiones altas de las cuencas del Valle de México, Balsas, Lerma-Chapala y Pánuco. Este conjunto de sierras, que comparten 250 000 hectáreas con la Ciudad de México, el Estado de México y Morelos, tiene un nombre: Bosque de Agua. Fue bautizado así porque es la zona principal de recarga de los diez acuíferos del centro de México. Con veintiún áreas naturales protegidas y un tamaño que equivale a cincuenta veces la superficie del Zócalo capitalino, esta región funciona como un tinaco, una fuente importante para mejorar la calidad del aire, prevenir la erosión del suelo y resguardar la diversidad de especies.
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El nombre “Bosque de Agua”, recuerda el biólogo mexicano Jürgen Hoth, fue acuñado por la UAM y Greenpeace en 2003. Desde entonces, la región fue reconocida como prioritaria, pues ya se encontraba amenazada por la mancha urbana y la tala ilegal, y estaba en riesgo de desaparecer. “Cada año se pierden 2 400 hectáreas de este bosque, lo que equivale a destruir una superficie de nueve campos de futbol por día. De seguir a este ritmo, este gran bosque de agua podría desaparecer en los próximos cincuenta años, comprometiendo seriamente la viabilidad de los principales núcleos urbanos del centro del país”, advierte el informe “Por el Gran Bosque de Agua” (2006), de Greenpeace. Hoy, la advertencia sigue activa, pero las amenazas se han diversificado.
“Es una joya que estamos a punto de perder”, dice Hoth en una videollamada desde Canadá, donde continúa estudiando la región y ha visto reducirse la cobertura forestal de la zona sur de la Ciudad de México y del Ajusco entre 27% y 35%, al mismo tiempo que la urbanización aumentó entre 240% y 400% en 2005, según la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) y El Colegio de México.
“Me enamoré de la región desde que estaba en la panza de mi mamá”, dice Hoth, un amante del bosque. Tiene 62 años y recuerda que, en su infancia, su familia asistía a un club de remo en Xochimilco. “Las primeras cosas que veía desde ahí eran los volcanes al fondo”, cuenta. Además, era común que dedicara los fines de semana a visitar áreas naturales como el Parque Nacional Izta-Popo y el Nevado de Toluca. “[Ese amor] fue mamado, literalmente”, admite el biólogo egresado de la UNAM. Pero en 1975 fue testigo de un hecho que lo cambió todo: vivió la apertura de la carretera Picacho-Ajusco, al sur de la capital, que detonó la urbanización de la zona, el incremento de habitantes, la construcción de vivienda y vialidades, el avance de la “modernidad” hacia las áreas naturales y la apropiación ilegal de hectáreas de la comunidad de San Miguel Ajusco, en Tlalpan.
“Ahí inició toda una lucha social de invasión, retiro, reinvasión, ocupación y eventualmente legalización, en todo un ciclo de legal e ilegal de crecimiento de la mancha urbana hacia las áreas naturales. Me ha tocado verlo muy cercanamente, documentarlo, porque conocí cuando no había ni una casa”, dice.
Por su dedicación al estudio de las sierras que conforman el bosque y el impulso a la conservación, Hoth se ganó el sobrenombre de “el guerrero del Bosque de Agua”. Y no está muy lejos de ser cierto: ha buscado financiamiento, diseñado proyectos de saneamiento y restauración, promovido la colaboración entre comunidades y capacitado a brigadistas. Todas las conversaciones sobre el Bosque de Agua llevan a él.
Hoth lideró la publicación “Estrategia regional para la conservación del Bosque de Agua” (2012), un estudio que reunió la visión de personas que compartieron su conocimiento y preocupaciones sobre las actividades de conservación y gestión integrada del agua. Nunca se había hecho un esfuerzo similar. Al respecto, Agustín Martínez recuerda: “A nosotros nos invitó un biólogo que se llama Jürgen. [En la iniciativa] participó gente de todos lados, académicos, biólogos, ambientalistas, gente de instituciones como la Comisión Nacional Forestal y la Semarnat”. Además, se involucraron pobladores de las comunidades. Si 80% de las hectáreas de bosques y pastizales de montaña entre la Ciudad de México, Morelos y el Estado de México eran propiedad comunal, la contribución de los habitantes era fundamental. La única restricción que pusieron fue que no intervinieran funcionarios municipales. “Fue una condición puesta por las comunidades, que dijeron que por el nivel de corrupción preferían que no hubiera ninguna persona de los municipios. A final de cuentas son solo puestos y las autoridades comunales es gente que vive en la comunidad, que no se va a ir al término de su mandato”, explica Hoth.
Así, 68 páginas integran su “Estrategia regional”, apoyada por la Fundación Gonzalo Río Arronte, la Fundación Biósfera del Anáhuac y Pronatura México. Es un plan de vuelo dividido en dos: la radiografía importante de la zona, por un lado; el plan de acción colaborativa, por el otro, y va desde el manejo y uso de tierra y agua hasta los mecanismos financieros y legales. Las siete alcaldías de la Ciudad de México, los veintidós municipios del Estado de México y los ocho municipios de Morelos que rodean el bosque deberán sumar fuerzas, resume el documento, para conservar la integridad ecológica y el bienestar social y económico de la zona. Esta estrategia ha sido “solamente una brújula”, dice Hoth, para que, en 2030, el Bosque de Agua pueda conservar su estructura, riqueza y servicios ecosistémicos a los mismos niveles que tenía en 1950, año de las primeras fotografías aéreas de la zona, de calidad fotogramétrica, que tomó la empresa Aerofoto. Pero en vez de revertir los problemas, se siguen agravando.
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Fecha: martes 1 de agosto de 2017. Lugar: Toluca de Lerdo. Tema: Bosque Diamante. La autorización fue publicada ese día en la gaceta oficial del Estado de México. La Secretaría de Desarrollo Urbano y Metropolitano informó que había otorgado a la empresa Bosque Avivia 58, S. A. de C. V., licencias para construir un conjunto de 19 985 viviendas, más una superficie comercial y de servicios, en 238 hectáreas del municipio de Jilotzingo, área dentro del Bosque de Agua. Se encendieron las alertas: la construcción implicaba la tala de más de 180 000 árboles de encino. Ambientalistas y ejidatarios hicieron manifestaciones, metieron amparos e, incluso, publicaron una petición en change.org.
Fue en enero de 2019 cuando un juez ordenó suspender la tala. Pero este no ha sido el único desarrollo inmobiliario que ha amenazado la zona boscosa. Carlos Samayoa, coordinador de Ciudades Sustentables en Greenpeace, identifica otro: Reserva Santa Fe, ubicado en Lerma, Estado de México. El proyecto incluye 42 hectáreas de lotes unifamiliares, dieciocho para townhouses y condominios residenciales y veintisiete de amenidades. Todo dentro de un bosque de 197 hectáreas.
“Es impresionante porque se están construyendo desarrollos inmobiliarios que han violado a todas luces las leyes ambientales de ordenamiento territorial”, dice Samayoa. Si uno de estos proyectos actuales avanzara en el Bosque de Agua, sería como abrir la puerta “para que a cualquier otro lugar se quiera meter la gente a hacer lo mismo”, revela Jürgen Hoth. Y eso implicaría cambios de uso de suelo, desaparición de biodiversidad e incremento de población humana, que demandará el agua que ahora solo es posible obtener de la conservación del bosque.
Global Forest Watch reporta que, entre 2001 y 2021, el Estado de México perdió 8 600 hectáreas de cobertura arbórea, cifra que incluye Valle de Bravo, con 818 hectáreas, y Temascaltepec, con 608. La Ciudad de México perdió 176 hectáreas, y las dos alcaldías con mayor merma fueron Tlalpan (51) y Milpa Alta (45). En el caso de Morelos, la disminución fue de 880 hectáreas, principalmente en Tetela del Volcán (230) y Tlalnepantla (114).
“Las consecuencias son catastróficas […], aun contando con tecnologías de importación como el Cutzamala [sistema hídrico que almacena, potabiliza y distribuye casi 40% del agua que se consume en la capital del país]. La ciudad está en un riesgo latente por esta pérdida de su principal zona de valor ambiental y de abastecimiento de acuíferos”, enfatiza Samayoa. “En un contexto de emergencia climática en la que estamos al límite, como sucede hoy, el Cutzamala ya es tecnología que debería ser clasificada como vintage, y [tendríamos que] empezar a cuestionarnos seriamente cómo podríamos volver a depender del agua que se genera y se recarga a nuestros propios acuíferos”.
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Agustín Martínez conoce todo el bosque, el de su pasado y el de su presente. Rememora que sus antepasados vivían del carbón y del tejamanil, esa tabla delgada en forma de tiras que sirve para levantar techos y paredes de viviendas. Sabe, por ejemplo, que hay doce pares de teporingos por cada hectárea. Con solo ver la corteza de un árbol, define especie, edad y salud. Y recuerda también que antes se cultivaba avena en pequeñas extensiones de tierra. “Ahorita esa parte la están cultivando con papas, y a esas les meten un montón de agroquímicos, consumen mucha agua”, dice mientras recorre una zona elevada del paraje de Zoquiac para señalar el área de cultivo. “Hay mucho más terreno abierto al cultivo donde tendría que estarse dedicando a pastizal o a bosque”.
Pero para Helena Cotler, doctora en Ciencias Agronómicas, el bosque es igual de valioso que los pastizales y la parte agrícola que, según la estrategia impulsada por Jürgen Hoth, representaba 22% del territorio en 2012. “Es muy importante y está disminuyendo”, dice Cotler. Principalmente por dos problemáticas. La primera, la agricultura industrial que privilegia el uso de agroquímicos. En Tlalpan, Milpa Alta y Xochimilco se está viviendo una transición agroecológica, y hay iniciativas colectivas de agricultura sustentable que, por ejemplo, dejan de usar fertilizante y lo reemplazan por estiércol o composta, o que siembran semillas nativas de maíz y amaranto. “Hay pequeños agricultores que están tratando de cambiar de una agricultura basada en agroquímicos a una agricultura mucho más saludable”, cuenta la doctora. Y la segunda, los riesgos de invasión y urbanización. Si las tierras no se usan, pronto serán ocupadas. “La agricultura finalmente frena la expansión urbana”, dice la especialista.
El 4 de marzo de 2022, en el foro Suelo de Conservación: Retos y Oportunidades, organizado por el Congreso de la Ciudad de México, un dato arrojó luz sobre el tamaño del problema: de 87 291 hectáreas de suelo de conservación, veintiocho mil están en riesgo de invasión por falta de aprovechamiento agrícola. La amenaza está ahí. Si los propietarios de las tierras deciden venderlas, la urbanización avanzará a un ritmo más rápido. Obligarlos a sembrar no es la ruta, la pregunta es, apunta Cotler: “Nosotros, como consumidores, ¿qué estamos haciendo para mantener este tipo de trabajo y para mantener la calidad de vida de estos agricultores?”.
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Una vieja camioneta Ford con placas de Chihuahua se abre paso, un sábado por la mañana, entre nubes de polvo que forman los caminos de terracería del bosque de Milpa Alta. Al volante va Pablo Medina, del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta, creado en 2014 por impulso de la entonces secretaria de Medio Ambiente de la Ciudad de México, Tanya Müller. Después de unos minutos de zigzaguear por el camino, la camioneta se detiene en el paraje de Zoquiac. Baja primero Gabriel Martínez, maestro en Ciencias Forestales y sobrino de Agustín Martínez. Lo sigue Medina, y al final sale del vehículo su esposa, Balbina Molina, quien cuenta: “Dice mi nieta: ‘Cuidado, abuela, que el carro del abuelo es viejísimo’”. Se reúnen con Agustín Martínez, miran los cerros, hablan de cómo se ha transformado el Bosque de Agua y ofrecen una refrescante rebanada de melón.
El escenario es tranquilo, distinto a aquel 31 de enero que cubrió La Jornada en 2018. El reportero Hermann Bellinghausen contó que pobladores de Milpa Alta habían capturado en flagrancia a tres talamontes que transportaban 9.6 metros cúbicos de madera en una camioneta. En el bosque de Milpa Alta está prohibido derribar, talar, destruir u ocasionar la muerte de uno o más árboles, así como la extracción de pastos. “A quienes lo realicen, se les podrán imponer sanciones de tres a cinco años de prisión y de quinientos a dos mil días de multa”, dice un letrero instalado a un costado de la caseta de vigilancia en la entrada del bosque de Milpa Alta. La frase está en línea con la normativa de veda forestal emitida en 1947.
Los miembros del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta apuestan por la eliminación controlada de los árboles viejos o enfermos, a fin de permitir que los más jóvenes puedan desarrollarse a plenitud. Si se aplicara esta práctica, argumentan, se habría evitado la caída de 47 000 árboles en 2010. Aquel año, muchas hectáreas tenían árboles secos, troncos delgados, sin follaje. “Cayeron porque ya habían cumplido su ciclo de vida. Creo que el término ‘tala’ tendría que ser menos satanizado”, dice Agustín Martínez, líder de la agrupación en Milpa Alta. Los vientos y la lluvia derribaron esos árboles muertos, pero también cayeron árboles sanos. Fue un efecto dominó que no discriminó entre los que debían caer y los que no.
El criterio para cortar se aplicaría a ejemplares enfermos, con plaga, débiles. Nunca a aquellos que están en pleno crecimiento o sanos. ¿Y es fácil identificarlos? Sí. ¿Se necesitan muchos recursos para tumbarlos? No siempre. Balbina Molina da una muestra de la facilidad con que algunos pueden derribarse. “¿Quiere que le muestre lo fuerte que soy?”, dice mientras se recarga en un tronco delgado, grisáceo, y lo dobla de inmediato. Talar los árboles que ya cumplieron su ciclo sería una forma de evitar los desiertos verdes.
En una zona específica, Agustín Martínez comenzó hace ocho años el ejercicio de derribar los árboles más viejos para dar espacio a los más jóvenes. Recuerda que fue escandaloso ver tantos troncos tirados, incluso le tomaron otografías y lo acusaron de ser un talamontes. El resultado: una zona restaurada, en la que entra la luz del sol, creció zacatón y volvió a ser casa de teporingos. Ese fue el fin de uno de los desiertos verdes que abundan en el bosque, provocados por la sobrerreforestación: esa plantación excesiva, muchas veces de especies exóticas no aptas para el medio. “Nosotros no nos oponemos a la reforestación, nos oponemos a que lo hagan donde quieran y con lo que quieran”, dice. El entusiasmo por sembrar ha derivado en una densidad exagerada: donde debería haber doscientos árboles por hectárea hay hasta 2 500. Eso impide que se desarrollen, el suelo pierde propiedades y la fauna termina yéndose por no tener dónde esconderse de los depredadores. Tener más árboles no es necesariamente mejor.
En la sierra Ajusco-Chichinautzin ha visto hectáreas con tantos árboles que las copas se juntan al punto de crear una gran sombra. Desde lo alto es posible observar cómo las copas dan la sensación de estar ante bosque totalmente verde, pero debajo hay una oscuridad tal que deriva en zonas estériles en las que no crece nada, porque no llega ni un rayo de sol. La sobrerreforestación lleva al colapso de la flora y la fauna. Además, los suelos se cubren de capas y capas de hojas que forman una alfombra que impide la filtración del agua en todo el bosque y, en incendios, es combustible. Estas áreas arboladas arriba pero estériles por debajo son una problemática que se repite en todas las sierras que integran el Bosque de Agua.
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El futuro de la conservación está en manos de la colaboración. Existen comunidades de brigadistas en los 37 municipios y alcaldías que conforman el Bosque de Agua, pero pocas veces unen fuerzas, solo ocurre cuando los incendios forestales no respetan las fronteras. Los representantes de San Pablo Oztotepec, en Milpa Alta, mantienen comunicación con pobladores de Tlalpan. En Morelos, habitantes de Coajomulco y Nepopualco avanzan en actividades de conservación y protección; en Huitzilac evalúan la formación en temas agrícolas de jóvenes estudiantes de preparatoria. Comunidades en el Estado de México enfrentan legalmente a constructores que avanzan hacia las áreas naturales. En Topilejo, Tlalpan, los trabajos se frenaron por presencia de la delincuencia organizada. Las acciones avanzan y se perfeccionan. San Pablo Oztotepec es un oasis en este contexto, un caso de éxito de conservación. El sueño de Agustín Martínez es salvar su bosque. Sabe que el impacto irá más allá de su comunidad, de su familia, que llegará a más de veinte millones de personas.
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Esta historia sobre las amenazas al bosque de agua se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».
Son muchos los peligros que enfrenta esta región boscosa del centro de México: la urbanización, la sobrerreforestación, la agricultura industrial, la tala ilegal. Pero hay comunidades que luchan para proteger este cuerpo forestal que cosecha agua. Esta es la historia de Agustín Martínez.
Agustín Martínez tiene un sueño: salvar su bosque. Ese cuerpo forestal en el que ha vivido la mayor parte de su vida, a sus 59 años; en el que, cuando niño, pasaba los días feriados cuidando a las vacas de la familia; donde ha combatido incendios, protegido teporingos y gorriones serranos y sembrado árboles pequeños que se convirtieron en sombras. Ese bosque por el que ha recibido amenazas de talamontes y saqueadores de piedras; en el que ha visto grandes tragedias —como la caída de 47 000 árboles por la lluvia y el viento solo en 2010—, y que ha motivado a sus hijos y a un sobrino a convertirse en expertos forestales. Ese que ha sido su vida, su trabajo.
Ese bosque es el de Milpa Alta. Unas veintiocho mil hectáreas de tierras comunitarias cubiertas por árboles, pastizales, matorrales y zacatón, al extremo sur de la Ciudad de México. “Aunque somos de la ciudad, a veces no nos sentimos parte de ella”, confiesa Martínez, ingeniero forestal, sobre una de las principales fuentes que surten de agua el centro del país. Él sabe lo que dice, es la persona que más conoce el bosque, uno de los cuidadores, y por su actividad y conocimientos recibe una compensación económica del gobierno capitalino, al frente del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta. “Una contratación para seguir cuidándolo y conservándolo”, explica.
Aunque no se sienten parte de la ciudad, lo son. El bosque está dentro de esta urbe que crece aceleradamente, en población, vehículos, vivienda e infraestructura. Ese crecimiento que parece asfixiarlo no lo ha logrado aún. Todavía sobreviven grandes extensiones de tierra sin ocupar, no hay rascacielos que interrumpan la vista y el sonido de cláxones y motores es aún imperceptible. “Todavía se escucha el susurro del viento, ¿lo oye? Grábelo”, insiste Balbina Molina, integrante de una de las once brigadas comunitarias de San Pablo Oztotepec, pueblo de Milpa Alta. La mujer, de cabello canoso, recogido, y que por el frío usa varias capas de ropa, lo dice mientras se queda quieta junto al camino de tierra de Zoquiac, uno de los primeros parajes montañosos desde donde se alcanzan a ver los cerros Tulmiac y Teuhtli, adorados por los antepasados para conseguir buenas cosechas. Sí, un silbido ligero se escucha.
Parece impecable, a simple vista, este bosque que forma parte de la sierra Ajusco-Chichinautzin. Está tupido de árboles de distintos tipos y tamaños —unos jóvenes, otros viejos—, lo mismo ocotes y pinos que encinos y oyameles. Y hay fauna, como el gato montés, la gallina de monte, el canto de gorriones que se escucha. Los suelos están cubiertos de hojarasca y matorrales. Se ve frondoso. Cumple con lo que conocemos como un bosque sano. Desde un dron en vuelo, la perfección sería mayor: grandes extensiones verdes, pocos huecos de tierra, las copas de los árboles juntitas. El entorno ideal para una de esas postales que acumulan likes en Instagram.
Conocer el bosque es conocer también sus problemas: la urbanización que avanza feroz, el cambio de uso de suelo para la agricultura industrial, el uso de agroquímicos y la sobrerreforestación —siembra excesiva de árboles— que ha producido desiertos verdes. Un diagnóstico que conocen bien los conservacionistas y pobladores, quienes lanzan una sentencia de alarma: si no se detienen estas problemáticas, las consecuencias serán mayúsculas. Se traducirán en una crisis de agua para las tres grandes ciudades del centro del país —la Ciudad de México, Cuernavaca y Toluca—. “Deberíamos respetar el bosque porque la naturaleza nos lo va a cobrar”, presagia Martínez.
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No es difícil imaginar lo que ocurriría en las zonas metropolitanas del centro de México si dejaran de recibir tres cuartas partes del agua que hoy consumen más de veinte millones de habitantes. El acarreo con cubetas y almacenamiento en tambos se haría común. La presión en las tuberías bajaría hasta lo mínimo. Las rutinas de baño, cocina y limpieza en el hogar cambiarían para siempre. Ni pensar en regar parques y jardines, tener fuentes brotantes o dejar correr el flujo de la regadera hasta que salga el agua caliente. Es una crisis que, advierten especialistas, será realidad si continúa el mal manejo de las sierras de Chichinautzin, Zempoala, Ajusco y Las Cruces. Las cuatro son las regiones altas de las cuencas del Valle de México, Balsas, Lerma-Chapala y Pánuco. Este conjunto de sierras, que comparten 250 000 hectáreas con la Ciudad de México, el Estado de México y Morelos, tiene un nombre: Bosque de Agua. Fue bautizado así porque es la zona principal de recarga de los diez acuíferos del centro de México. Con veintiún áreas naturales protegidas y un tamaño que equivale a cincuenta veces la superficie del Zócalo capitalino, esta región funciona como un tinaco, una fuente importante para mejorar la calidad del aire, prevenir la erosión del suelo y resguardar la diversidad de especies.
***
El nombre “Bosque de Agua”, recuerda el biólogo mexicano Jürgen Hoth, fue acuñado por la UAM y Greenpeace en 2003. Desde entonces, la región fue reconocida como prioritaria, pues ya se encontraba amenazada por la mancha urbana y la tala ilegal, y estaba en riesgo de desaparecer. “Cada año se pierden 2 400 hectáreas de este bosque, lo que equivale a destruir una superficie de nueve campos de futbol por día. De seguir a este ritmo, este gran bosque de agua podría desaparecer en los próximos cincuenta años, comprometiendo seriamente la viabilidad de los principales núcleos urbanos del centro del país”, advierte el informe “Por el Gran Bosque de Agua” (2006), de Greenpeace. Hoy, la advertencia sigue activa, pero las amenazas se han diversificado.
“Es una joya que estamos a punto de perder”, dice Hoth en una videollamada desde Canadá, donde continúa estudiando la región y ha visto reducirse la cobertura forestal de la zona sur de la Ciudad de México y del Ajusco entre 27% y 35%, al mismo tiempo que la urbanización aumentó entre 240% y 400% en 2005, según la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) y El Colegio de México.
“Me enamoré de la región desde que estaba en la panza de mi mamá”, dice Hoth, un amante del bosque. Tiene 62 años y recuerda que, en su infancia, su familia asistía a un club de remo en Xochimilco. “Las primeras cosas que veía desde ahí eran los volcanes al fondo”, cuenta. Además, era común que dedicara los fines de semana a visitar áreas naturales como el Parque Nacional Izta-Popo y el Nevado de Toluca. “[Ese amor] fue mamado, literalmente”, admite el biólogo egresado de la UNAM. Pero en 1975 fue testigo de un hecho que lo cambió todo: vivió la apertura de la carretera Picacho-Ajusco, al sur de la capital, que detonó la urbanización de la zona, el incremento de habitantes, la construcción de vivienda y vialidades, el avance de la “modernidad” hacia las áreas naturales y la apropiación ilegal de hectáreas de la comunidad de San Miguel Ajusco, en Tlalpan.
“Ahí inició toda una lucha social de invasión, retiro, reinvasión, ocupación y eventualmente legalización, en todo un ciclo de legal e ilegal de crecimiento de la mancha urbana hacia las áreas naturales. Me ha tocado verlo muy cercanamente, documentarlo, porque conocí cuando no había ni una casa”, dice.
Por su dedicación al estudio de las sierras que conforman el bosque y el impulso a la conservación, Hoth se ganó el sobrenombre de “el guerrero del Bosque de Agua”. Y no está muy lejos de ser cierto: ha buscado financiamiento, diseñado proyectos de saneamiento y restauración, promovido la colaboración entre comunidades y capacitado a brigadistas. Todas las conversaciones sobre el Bosque de Agua llevan a él.
Hoth lideró la publicación “Estrategia regional para la conservación del Bosque de Agua” (2012), un estudio que reunió la visión de personas que compartieron su conocimiento y preocupaciones sobre las actividades de conservación y gestión integrada del agua. Nunca se había hecho un esfuerzo similar. Al respecto, Agustín Martínez recuerda: “A nosotros nos invitó un biólogo que se llama Jürgen. [En la iniciativa] participó gente de todos lados, académicos, biólogos, ambientalistas, gente de instituciones como la Comisión Nacional Forestal y la Semarnat”. Además, se involucraron pobladores de las comunidades. Si 80% de las hectáreas de bosques y pastizales de montaña entre la Ciudad de México, Morelos y el Estado de México eran propiedad comunal, la contribución de los habitantes era fundamental. La única restricción que pusieron fue que no intervinieran funcionarios municipales. “Fue una condición puesta por las comunidades, que dijeron que por el nivel de corrupción preferían que no hubiera ninguna persona de los municipios. A final de cuentas son solo puestos y las autoridades comunales es gente que vive en la comunidad, que no se va a ir al término de su mandato”, explica Hoth.
Así, 68 páginas integran su “Estrategia regional”, apoyada por la Fundación Gonzalo Río Arronte, la Fundación Biósfera del Anáhuac y Pronatura México. Es un plan de vuelo dividido en dos: la radiografía importante de la zona, por un lado; el plan de acción colaborativa, por el otro, y va desde el manejo y uso de tierra y agua hasta los mecanismos financieros y legales. Las siete alcaldías de la Ciudad de México, los veintidós municipios del Estado de México y los ocho municipios de Morelos que rodean el bosque deberán sumar fuerzas, resume el documento, para conservar la integridad ecológica y el bienestar social y económico de la zona. Esta estrategia ha sido “solamente una brújula”, dice Hoth, para que, en 2030, el Bosque de Agua pueda conservar su estructura, riqueza y servicios ecosistémicos a los mismos niveles que tenía en 1950, año de las primeras fotografías aéreas de la zona, de calidad fotogramétrica, que tomó la empresa Aerofoto. Pero en vez de revertir los problemas, se siguen agravando.
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Fecha: martes 1 de agosto de 2017. Lugar: Toluca de Lerdo. Tema: Bosque Diamante. La autorización fue publicada ese día en la gaceta oficial del Estado de México. La Secretaría de Desarrollo Urbano y Metropolitano informó que había otorgado a la empresa Bosque Avivia 58, S. A. de C. V., licencias para construir un conjunto de 19 985 viviendas, más una superficie comercial y de servicios, en 238 hectáreas del municipio de Jilotzingo, área dentro del Bosque de Agua. Se encendieron las alertas: la construcción implicaba la tala de más de 180 000 árboles de encino. Ambientalistas y ejidatarios hicieron manifestaciones, metieron amparos e, incluso, publicaron una petición en change.org.
Fue en enero de 2019 cuando un juez ordenó suspender la tala. Pero este no ha sido el único desarrollo inmobiliario que ha amenazado la zona boscosa. Carlos Samayoa, coordinador de Ciudades Sustentables en Greenpeace, identifica otro: Reserva Santa Fe, ubicado en Lerma, Estado de México. El proyecto incluye 42 hectáreas de lotes unifamiliares, dieciocho para townhouses y condominios residenciales y veintisiete de amenidades. Todo dentro de un bosque de 197 hectáreas.
“Es impresionante porque se están construyendo desarrollos inmobiliarios que han violado a todas luces las leyes ambientales de ordenamiento territorial”, dice Samayoa. Si uno de estos proyectos actuales avanzara en el Bosque de Agua, sería como abrir la puerta “para que a cualquier otro lugar se quiera meter la gente a hacer lo mismo”, revela Jürgen Hoth. Y eso implicaría cambios de uso de suelo, desaparición de biodiversidad e incremento de población humana, que demandará el agua que ahora solo es posible obtener de la conservación del bosque.
Global Forest Watch reporta que, entre 2001 y 2021, el Estado de México perdió 8 600 hectáreas de cobertura arbórea, cifra que incluye Valle de Bravo, con 818 hectáreas, y Temascaltepec, con 608. La Ciudad de México perdió 176 hectáreas, y las dos alcaldías con mayor merma fueron Tlalpan (51) y Milpa Alta (45). En el caso de Morelos, la disminución fue de 880 hectáreas, principalmente en Tetela del Volcán (230) y Tlalnepantla (114).
“Las consecuencias son catastróficas […], aun contando con tecnologías de importación como el Cutzamala [sistema hídrico que almacena, potabiliza y distribuye casi 40% del agua que se consume en la capital del país]. La ciudad está en un riesgo latente por esta pérdida de su principal zona de valor ambiental y de abastecimiento de acuíferos”, enfatiza Samayoa. “En un contexto de emergencia climática en la que estamos al límite, como sucede hoy, el Cutzamala ya es tecnología que debería ser clasificada como vintage, y [tendríamos que] empezar a cuestionarnos seriamente cómo podríamos volver a depender del agua que se genera y se recarga a nuestros propios acuíferos”.
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Agustín Martínez conoce todo el bosque, el de su pasado y el de su presente. Rememora que sus antepasados vivían del carbón y del tejamanil, esa tabla delgada en forma de tiras que sirve para levantar techos y paredes de viviendas. Sabe, por ejemplo, que hay doce pares de teporingos por cada hectárea. Con solo ver la corteza de un árbol, define especie, edad y salud. Y recuerda también que antes se cultivaba avena en pequeñas extensiones de tierra. “Ahorita esa parte la están cultivando con papas, y a esas les meten un montón de agroquímicos, consumen mucha agua”, dice mientras recorre una zona elevada del paraje de Zoquiac para señalar el área de cultivo. “Hay mucho más terreno abierto al cultivo donde tendría que estarse dedicando a pastizal o a bosque”.
Pero para Helena Cotler, doctora en Ciencias Agronómicas, el bosque es igual de valioso que los pastizales y la parte agrícola que, según la estrategia impulsada por Jürgen Hoth, representaba 22% del territorio en 2012. “Es muy importante y está disminuyendo”, dice Cotler. Principalmente por dos problemáticas. La primera, la agricultura industrial que privilegia el uso de agroquímicos. En Tlalpan, Milpa Alta y Xochimilco se está viviendo una transición agroecológica, y hay iniciativas colectivas de agricultura sustentable que, por ejemplo, dejan de usar fertilizante y lo reemplazan por estiércol o composta, o que siembran semillas nativas de maíz y amaranto. “Hay pequeños agricultores que están tratando de cambiar de una agricultura basada en agroquímicos a una agricultura mucho más saludable”, cuenta la doctora. Y la segunda, los riesgos de invasión y urbanización. Si las tierras no se usan, pronto serán ocupadas. “La agricultura finalmente frena la expansión urbana”, dice la especialista.
El 4 de marzo de 2022, en el foro Suelo de Conservación: Retos y Oportunidades, organizado por el Congreso de la Ciudad de México, un dato arrojó luz sobre el tamaño del problema: de 87 291 hectáreas de suelo de conservación, veintiocho mil están en riesgo de invasión por falta de aprovechamiento agrícola. La amenaza está ahí. Si los propietarios de las tierras deciden venderlas, la urbanización avanzará a un ritmo más rápido. Obligarlos a sembrar no es la ruta, la pregunta es, apunta Cotler: “Nosotros, como consumidores, ¿qué estamos haciendo para mantener este tipo de trabajo y para mantener la calidad de vida de estos agricultores?”.
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Una vieja camioneta Ford con placas de Chihuahua se abre paso, un sábado por la mañana, entre nubes de polvo que forman los caminos de terracería del bosque de Milpa Alta. Al volante va Pablo Medina, del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta, creado en 2014 por impulso de la entonces secretaria de Medio Ambiente de la Ciudad de México, Tanya Müller. Después de unos minutos de zigzaguear por el camino, la camioneta se detiene en el paraje de Zoquiac. Baja primero Gabriel Martínez, maestro en Ciencias Forestales y sobrino de Agustín Martínez. Lo sigue Medina, y al final sale del vehículo su esposa, Balbina Molina, quien cuenta: “Dice mi nieta: ‘Cuidado, abuela, que el carro del abuelo es viejísimo’”. Se reúnen con Agustín Martínez, miran los cerros, hablan de cómo se ha transformado el Bosque de Agua y ofrecen una refrescante rebanada de melón.
El escenario es tranquilo, distinto a aquel 31 de enero que cubrió La Jornada en 2018. El reportero Hermann Bellinghausen contó que pobladores de Milpa Alta habían capturado en flagrancia a tres talamontes que transportaban 9.6 metros cúbicos de madera en una camioneta. En el bosque de Milpa Alta está prohibido derribar, talar, destruir u ocasionar la muerte de uno o más árboles, así como la extracción de pastos. “A quienes lo realicen, se les podrán imponer sanciones de tres a cinco años de prisión y de quinientos a dos mil días de multa”, dice un letrero instalado a un costado de la caseta de vigilancia en la entrada del bosque de Milpa Alta. La frase está en línea con la normativa de veda forestal emitida en 1947.
Los miembros del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta apuestan por la eliminación controlada de los árboles viejos o enfermos, a fin de permitir que los más jóvenes puedan desarrollarse a plenitud. Si se aplicara esta práctica, argumentan, se habría evitado la caída de 47 000 árboles en 2010. Aquel año, muchas hectáreas tenían árboles secos, troncos delgados, sin follaje. “Cayeron porque ya habían cumplido su ciclo de vida. Creo que el término ‘tala’ tendría que ser menos satanizado”, dice Agustín Martínez, líder de la agrupación en Milpa Alta. Los vientos y la lluvia derribaron esos árboles muertos, pero también cayeron árboles sanos. Fue un efecto dominó que no discriminó entre los que debían caer y los que no.
El criterio para cortar se aplicaría a ejemplares enfermos, con plaga, débiles. Nunca a aquellos que están en pleno crecimiento o sanos. ¿Y es fácil identificarlos? Sí. ¿Se necesitan muchos recursos para tumbarlos? No siempre. Balbina Molina da una muestra de la facilidad con que algunos pueden derribarse. “¿Quiere que le muestre lo fuerte que soy?”, dice mientras se recarga en un tronco delgado, grisáceo, y lo dobla de inmediato. Talar los árboles que ya cumplieron su ciclo sería una forma de evitar los desiertos verdes.
En una zona específica, Agustín Martínez comenzó hace ocho años el ejercicio de derribar los árboles más viejos para dar espacio a los más jóvenes. Recuerda que fue escandaloso ver tantos troncos tirados, incluso le tomaron otografías y lo acusaron de ser un talamontes. El resultado: una zona restaurada, en la que entra la luz del sol, creció zacatón y volvió a ser casa de teporingos. Ese fue el fin de uno de los desiertos verdes que abundan en el bosque, provocados por la sobrerreforestación: esa plantación excesiva, muchas veces de especies exóticas no aptas para el medio. “Nosotros no nos oponemos a la reforestación, nos oponemos a que lo hagan donde quieran y con lo que quieran”, dice. El entusiasmo por sembrar ha derivado en una densidad exagerada: donde debería haber doscientos árboles por hectárea hay hasta 2 500. Eso impide que se desarrollen, el suelo pierde propiedades y la fauna termina yéndose por no tener dónde esconderse de los depredadores. Tener más árboles no es necesariamente mejor.
En la sierra Ajusco-Chichinautzin ha visto hectáreas con tantos árboles que las copas se juntan al punto de crear una gran sombra. Desde lo alto es posible observar cómo las copas dan la sensación de estar ante bosque totalmente verde, pero debajo hay una oscuridad tal que deriva en zonas estériles en las que no crece nada, porque no llega ni un rayo de sol. La sobrerreforestación lleva al colapso de la flora y la fauna. Además, los suelos se cubren de capas y capas de hojas que forman una alfombra que impide la filtración del agua en todo el bosque y, en incendios, es combustible. Estas áreas arboladas arriba pero estériles por debajo son una problemática que se repite en todas las sierras que integran el Bosque de Agua.
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El futuro de la conservación está en manos de la colaboración. Existen comunidades de brigadistas en los 37 municipios y alcaldías que conforman el Bosque de Agua, pero pocas veces unen fuerzas, solo ocurre cuando los incendios forestales no respetan las fronteras. Los representantes de San Pablo Oztotepec, en Milpa Alta, mantienen comunicación con pobladores de Tlalpan. En Morelos, habitantes de Coajomulco y Nepopualco avanzan en actividades de conservación y protección; en Huitzilac evalúan la formación en temas agrícolas de jóvenes estudiantes de preparatoria. Comunidades en el Estado de México enfrentan legalmente a constructores que avanzan hacia las áreas naturales. En Topilejo, Tlalpan, los trabajos se frenaron por presencia de la delincuencia organizada. Las acciones avanzan y se perfeccionan. San Pablo Oztotepec es un oasis en este contexto, un caso de éxito de conservación. El sueño de Agustín Martínez es salvar su bosque. Sabe que el impacto irá más allá de su comunidad, de su familia, que llegará a más de veinte millones de personas.
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Esta historia sobre las amenazas al bosque de agua se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».
Son muchos los peligros que enfrenta esta región boscosa del centro de México: la urbanización, la sobrerreforestación, la agricultura industrial, la tala ilegal. Pero hay comunidades que luchan para proteger este cuerpo forestal que cosecha agua. Esta es la historia de Agustín Martínez.
Agustín Martínez tiene un sueño: salvar su bosque. Ese cuerpo forestal en el que ha vivido la mayor parte de su vida, a sus 59 años; en el que, cuando niño, pasaba los días feriados cuidando a las vacas de la familia; donde ha combatido incendios, protegido teporingos y gorriones serranos y sembrado árboles pequeños que se convirtieron en sombras. Ese bosque por el que ha recibido amenazas de talamontes y saqueadores de piedras; en el que ha visto grandes tragedias —como la caída de 47 000 árboles por la lluvia y el viento solo en 2010—, y que ha motivado a sus hijos y a un sobrino a convertirse en expertos forestales. Ese que ha sido su vida, su trabajo.
Ese bosque es el de Milpa Alta. Unas veintiocho mil hectáreas de tierras comunitarias cubiertas por árboles, pastizales, matorrales y zacatón, al extremo sur de la Ciudad de México. “Aunque somos de la ciudad, a veces no nos sentimos parte de ella”, confiesa Martínez, ingeniero forestal, sobre una de las principales fuentes que surten de agua el centro del país. Él sabe lo que dice, es la persona que más conoce el bosque, uno de los cuidadores, y por su actividad y conocimientos recibe una compensación económica del gobierno capitalino, al frente del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta. “Una contratación para seguir cuidándolo y conservándolo”, explica.
Aunque no se sienten parte de la ciudad, lo son. El bosque está dentro de esta urbe que crece aceleradamente, en población, vehículos, vivienda e infraestructura. Ese crecimiento que parece asfixiarlo no lo ha logrado aún. Todavía sobreviven grandes extensiones de tierra sin ocupar, no hay rascacielos que interrumpan la vista y el sonido de cláxones y motores es aún imperceptible. “Todavía se escucha el susurro del viento, ¿lo oye? Grábelo”, insiste Balbina Molina, integrante de una de las once brigadas comunitarias de San Pablo Oztotepec, pueblo de Milpa Alta. La mujer, de cabello canoso, recogido, y que por el frío usa varias capas de ropa, lo dice mientras se queda quieta junto al camino de tierra de Zoquiac, uno de los primeros parajes montañosos desde donde se alcanzan a ver los cerros Tulmiac y Teuhtli, adorados por los antepasados para conseguir buenas cosechas. Sí, un silbido ligero se escucha.
Parece impecable, a simple vista, este bosque que forma parte de la sierra Ajusco-Chichinautzin. Está tupido de árboles de distintos tipos y tamaños —unos jóvenes, otros viejos—, lo mismo ocotes y pinos que encinos y oyameles. Y hay fauna, como el gato montés, la gallina de monte, el canto de gorriones que se escucha. Los suelos están cubiertos de hojarasca y matorrales. Se ve frondoso. Cumple con lo que conocemos como un bosque sano. Desde un dron en vuelo, la perfección sería mayor: grandes extensiones verdes, pocos huecos de tierra, las copas de los árboles juntitas. El entorno ideal para una de esas postales que acumulan likes en Instagram.
Conocer el bosque es conocer también sus problemas: la urbanización que avanza feroz, el cambio de uso de suelo para la agricultura industrial, el uso de agroquímicos y la sobrerreforestación —siembra excesiva de árboles— que ha producido desiertos verdes. Un diagnóstico que conocen bien los conservacionistas y pobladores, quienes lanzan una sentencia de alarma: si no se detienen estas problemáticas, las consecuencias serán mayúsculas. Se traducirán en una crisis de agua para las tres grandes ciudades del centro del país —la Ciudad de México, Cuernavaca y Toluca—. “Deberíamos respetar el bosque porque la naturaleza nos lo va a cobrar”, presagia Martínez.
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No es difícil imaginar lo que ocurriría en las zonas metropolitanas del centro de México si dejaran de recibir tres cuartas partes del agua que hoy consumen más de veinte millones de habitantes. El acarreo con cubetas y almacenamiento en tambos se haría común. La presión en las tuberías bajaría hasta lo mínimo. Las rutinas de baño, cocina y limpieza en el hogar cambiarían para siempre. Ni pensar en regar parques y jardines, tener fuentes brotantes o dejar correr el flujo de la regadera hasta que salga el agua caliente. Es una crisis que, advierten especialistas, será realidad si continúa el mal manejo de las sierras de Chichinautzin, Zempoala, Ajusco y Las Cruces. Las cuatro son las regiones altas de las cuencas del Valle de México, Balsas, Lerma-Chapala y Pánuco. Este conjunto de sierras, que comparten 250 000 hectáreas con la Ciudad de México, el Estado de México y Morelos, tiene un nombre: Bosque de Agua. Fue bautizado así porque es la zona principal de recarga de los diez acuíferos del centro de México. Con veintiún áreas naturales protegidas y un tamaño que equivale a cincuenta veces la superficie del Zócalo capitalino, esta región funciona como un tinaco, una fuente importante para mejorar la calidad del aire, prevenir la erosión del suelo y resguardar la diversidad de especies.
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El nombre “Bosque de Agua”, recuerda el biólogo mexicano Jürgen Hoth, fue acuñado por la UAM y Greenpeace en 2003. Desde entonces, la región fue reconocida como prioritaria, pues ya se encontraba amenazada por la mancha urbana y la tala ilegal, y estaba en riesgo de desaparecer. “Cada año se pierden 2 400 hectáreas de este bosque, lo que equivale a destruir una superficie de nueve campos de futbol por día. De seguir a este ritmo, este gran bosque de agua podría desaparecer en los próximos cincuenta años, comprometiendo seriamente la viabilidad de los principales núcleos urbanos del centro del país”, advierte el informe “Por el Gran Bosque de Agua” (2006), de Greenpeace. Hoy, la advertencia sigue activa, pero las amenazas se han diversificado.
“Es una joya que estamos a punto de perder”, dice Hoth en una videollamada desde Canadá, donde continúa estudiando la región y ha visto reducirse la cobertura forestal de la zona sur de la Ciudad de México y del Ajusco entre 27% y 35%, al mismo tiempo que la urbanización aumentó entre 240% y 400% en 2005, según la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) y El Colegio de México.
“Me enamoré de la región desde que estaba en la panza de mi mamá”, dice Hoth, un amante del bosque. Tiene 62 años y recuerda que, en su infancia, su familia asistía a un club de remo en Xochimilco. “Las primeras cosas que veía desde ahí eran los volcanes al fondo”, cuenta. Además, era común que dedicara los fines de semana a visitar áreas naturales como el Parque Nacional Izta-Popo y el Nevado de Toluca. “[Ese amor] fue mamado, literalmente”, admite el biólogo egresado de la UNAM. Pero en 1975 fue testigo de un hecho que lo cambió todo: vivió la apertura de la carretera Picacho-Ajusco, al sur de la capital, que detonó la urbanización de la zona, el incremento de habitantes, la construcción de vivienda y vialidades, el avance de la “modernidad” hacia las áreas naturales y la apropiación ilegal de hectáreas de la comunidad de San Miguel Ajusco, en Tlalpan.
“Ahí inició toda una lucha social de invasión, retiro, reinvasión, ocupación y eventualmente legalización, en todo un ciclo de legal e ilegal de crecimiento de la mancha urbana hacia las áreas naturales. Me ha tocado verlo muy cercanamente, documentarlo, porque conocí cuando no había ni una casa”, dice.
Por su dedicación al estudio de las sierras que conforman el bosque y el impulso a la conservación, Hoth se ganó el sobrenombre de “el guerrero del Bosque de Agua”. Y no está muy lejos de ser cierto: ha buscado financiamiento, diseñado proyectos de saneamiento y restauración, promovido la colaboración entre comunidades y capacitado a brigadistas. Todas las conversaciones sobre el Bosque de Agua llevan a él.
Hoth lideró la publicación “Estrategia regional para la conservación del Bosque de Agua” (2012), un estudio que reunió la visión de personas que compartieron su conocimiento y preocupaciones sobre las actividades de conservación y gestión integrada del agua. Nunca se había hecho un esfuerzo similar. Al respecto, Agustín Martínez recuerda: “A nosotros nos invitó un biólogo que se llama Jürgen. [En la iniciativa] participó gente de todos lados, académicos, biólogos, ambientalistas, gente de instituciones como la Comisión Nacional Forestal y la Semarnat”. Además, se involucraron pobladores de las comunidades. Si 80% de las hectáreas de bosques y pastizales de montaña entre la Ciudad de México, Morelos y el Estado de México eran propiedad comunal, la contribución de los habitantes era fundamental. La única restricción que pusieron fue que no intervinieran funcionarios municipales. “Fue una condición puesta por las comunidades, que dijeron que por el nivel de corrupción preferían que no hubiera ninguna persona de los municipios. A final de cuentas son solo puestos y las autoridades comunales es gente que vive en la comunidad, que no se va a ir al término de su mandato”, explica Hoth.
Así, 68 páginas integran su “Estrategia regional”, apoyada por la Fundación Gonzalo Río Arronte, la Fundación Biósfera del Anáhuac y Pronatura México. Es un plan de vuelo dividido en dos: la radiografía importante de la zona, por un lado; el plan de acción colaborativa, por el otro, y va desde el manejo y uso de tierra y agua hasta los mecanismos financieros y legales. Las siete alcaldías de la Ciudad de México, los veintidós municipios del Estado de México y los ocho municipios de Morelos que rodean el bosque deberán sumar fuerzas, resume el documento, para conservar la integridad ecológica y el bienestar social y económico de la zona. Esta estrategia ha sido “solamente una brújula”, dice Hoth, para que, en 2030, el Bosque de Agua pueda conservar su estructura, riqueza y servicios ecosistémicos a los mismos niveles que tenía en 1950, año de las primeras fotografías aéreas de la zona, de calidad fotogramétrica, que tomó la empresa Aerofoto. Pero en vez de revertir los problemas, se siguen agravando.
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Fecha: martes 1 de agosto de 2017. Lugar: Toluca de Lerdo. Tema: Bosque Diamante. La autorización fue publicada ese día en la gaceta oficial del Estado de México. La Secretaría de Desarrollo Urbano y Metropolitano informó que había otorgado a la empresa Bosque Avivia 58, S. A. de C. V., licencias para construir un conjunto de 19 985 viviendas, más una superficie comercial y de servicios, en 238 hectáreas del municipio de Jilotzingo, área dentro del Bosque de Agua. Se encendieron las alertas: la construcción implicaba la tala de más de 180 000 árboles de encino. Ambientalistas y ejidatarios hicieron manifestaciones, metieron amparos e, incluso, publicaron una petición en change.org.
Fue en enero de 2019 cuando un juez ordenó suspender la tala. Pero este no ha sido el único desarrollo inmobiliario que ha amenazado la zona boscosa. Carlos Samayoa, coordinador de Ciudades Sustentables en Greenpeace, identifica otro: Reserva Santa Fe, ubicado en Lerma, Estado de México. El proyecto incluye 42 hectáreas de lotes unifamiliares, dieciocho para townhouses y condominios residenciales y veintisiete de amenidades. Todo dentro de un bosque de 197 hectáreas.
“Es impresionante porque se están construyendo desarrollos inmobiliarios que han violado a todas luces las leyes ambientales de ordenamiento territorial”, dice Samayoa. Si uno de estos proyectos actuales avanzara en el Bosque de Agua, sería como abrir la puerta “para que a cualquier otro lugar se quiera meter la gente a hacer lo mismo”, revela Jürgen Hoth. Y eso implicaría cambios de uso de suelo, desaparición de biodiversidad e incremento de población humana, que demandará el agua que ahora solo es posible obtener de la conservación del bosque.
Global Forest Watch reporta que, entre 2001 y 2021, el Estado de México perdió 8 600 hectáreas de cobertura arbórea, cifra que incluye Valle de Bravo, con 818 hectáreas, y Temascaltepec, con 608. La Ciudad de México perdió 176 hectáreas, y las dos alcaldías con mayor merma fueron Tlalpan (51) y Milpa Alta (45). En el caso de Morelos, la disminución fue de 880 hectáreas, principalmente en Tetela del Volcán (230) y Tlalnepantla (114).
“Las consecuencias son catastróficas […], aun contando con tecnologías de importación como el Cutzamala [sistema hídrico que almacena, potabiliza y distribuye casi 40% del agua que se consume en la capital del país]. La ciudad está en un riesgo latente por esta pérdida de su principal zona de valor ambiental y de abastecimiento de acuíferos”, enfatiza Samayoa. “En un contexto de emergencia climática en la que estamos al límite, como sucede hoy, el Cutzamala ya es tecnología que debería ser clasificada como vintage, y [tendríamos que] empezar a cuestionarnos seriamente cómo podríamos volver a depender del agua que se genera y se recarga a nuestros propios acuíferos”.
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Agustín Martínez conoce todo el bosque, el de su pasado y el de su presente. Rememora que sus antepasados vivían del carbón y del tejamanil, esa tabla delgada en forma de tiras que sirve para levantar techos y paredes de viviendas. Sabe, por ejemplo, que hay doce pares de teporingos por cada hectárea. Con solo ver la corteza de un árbol, define especie, edad y salud. Y recuerda también que antes se cultivaba avena en pequeñas extensiones de tierra. “Ahorita esa parte la están cultivando con papas, y a esas les meten un montón de agroquímicos, consumen mucha agua”, dice mientras recorre una zona elevada del paraje de Zoquiac para señalar el área de cultivo. “Hay mucho más terreno abierto al cultivo donde tendría que estarse dedicando a pastizal o a bosque”.
Pero para Helena Cotler, doctora en Ciencias Agronómicas, el bosque es igual de valioso que los pastizales y la parte agrícola que, según la estrategia impulsada por Jürgen Hoth, representaba 22% del territorio en 2012. “Es muy importante y está disminuyendo”, dice Cotler. Principalmente por dos problemáticas. La primera, la agricultura industrial que privilegia el uso de agroquímicos. En Tlalpan, Milpa Alta y Xochimilco se está viviendo una transición agroecológica, y hay iniciativas colectivas de agricultura sustentable que, por ejemplo, dejan de usar fertilizante y lo reemplazan por estiércol o composta, o que siembran semillas nativas de maíz y amaranto. “Hay pequeños agricultores que están tratando de cambiar de una agricultura basada en agroquímicos a una agricultura mucho más saludable”, cuenta la doctora. Y la segunda, los riesgos de invasión y urbanización. Si las tierras no se usan, pronto serán ocupadas. “La agricultura finalmente frena la expansión urbana”, dice la especialista.
El 4 de marzo de 2022, en el foro Suelo de Conservación: Retos y Oportunidades, organizado por el Congreso de la Ciudad de México, un dato arrojó luz sobre el tamaño del problema: de 87 291 hectáreas de suelo de conservación, veintiocho mil están en riesgo de invasión por falta de aprovechamiento agrícola. La amenaza está ahí. Si los propietarios de las tierras deciden venderlas, la urbanización avanzará a un ritmo más rápido. Obligarlos a sembrar no es la ruta, la pregunta es, apunta Cotler: “Nosotros, como consumidores, ¿qué estamos haciendo para mantener este tipo de trabajo y para mantener la calidad de vida de estos agricultores?”.
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Una vieja camioneta Ford con placas de Chihuahua se abre paso, un sábado por la mañana, entre nubes de polvo que forman los caminos de terracería del bosque de Milpa Alta. Al volante va Pablo Medina, del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta, creado en 2014 por impulso de la entonces secretaria de Medio Ambiente de la Ciudad de México, Tanya Müller. Después de unos minutos de zigzaguear por el camino, la camioneta se detiene en el paraje de Zoquiac. Baja primero Gabriel Martínez, maestro en Ciencias Forestales y sobrino de Agustín Martínez. Lo sigue Medina, y al final sale del vehículo su esposa, Balbina Molina, quien cuenta: “Dice mi nieta: ‘Cuidado, abuela, que el carro del abuelo es viejísimo’”. Se reúnen con Agustín Martínez, miran los cerros, hablan de cómo se ha transformado el Bosque de Agua y ofrecen una refrescante rebanada de melón.
El escenario es tranquilo, distinto a aquel 31 de enero que cubrió La Jornada en 2018. El reportero Hermann Bellinghausen contó que pobladores de Milpa Alta habían capturado en flagrancia a tres talamontes que transportaban 9.6 metros cúbicos de madera en una camioneta. En el bosque de Milpa Alta está prohibido derribar, talar, destruir u ocasionar la muerte de uno o más árboles, así como la extracción de pastos. “A quienes lo realicen, se les podrán imponer sanciones de tres a cinco años de prisión y de quinientos a dos mil días de multa”, dice un letrero instalado a un costado de la caseta de vigilancia en la entrada del bosque de Milpa Alta. La frase está en línea con la normativa de veda forestal emitida en 1947.
Los miembros del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta apuestan por la eliminación controlada de los árboles viejos o enfermos, a fin de permitir que los más jóvenes puedan desarrollarse a plenitud. Si se aplicara esta práctica, argumentan, se habría evitado la caída de 47 000 árboles en 2010. Aquel año, muchas hectáreas tenían árboles secos, troncos delgados, sin follaje. “Cayeron porque ya habían cumplido su ciclo de vida. Creo que el término ‘tala’ tendría que ser menos satanizado”, dice Agustín Martínez, líder de la agrupación en Milpa Alta. Los vientos y la lluvia derribaron esos árboles muertos, pero también cayeron árboles sanos. Fue un efecto dominó que no discriminó entre los que debían caer y los que no.
El criterio para cortar se aplicaría a ejemplares enfermos, con plaga, débiles. Nunca a aquellos que están en pleno crecimiento o sanos. ¿Y es fácil identificarlos? Sí. ¿Se necesitan muchos recursos para tumbarlos? No siempre. Balbina Molina da una muestra de la facilidad con que algunos pueden derribarse. “¿Quiere que le muestre lo fuerte que soy?”, dice mientras se recarga en un tronco delgado, grisáceo, y lo dobla de inmediato. Talar los árboles que ya cumplieron su ciclo sería una forma de evitar los desiertos verdes.
En una zona específica, Agustín Martínez comenzó hace ocho años el ejercicio de derribar los árboles más viejos para dar espacio a los más jóvenes. Recuerda que fue escandaloso ver tantos troncos tirados, incluso le tomaron otografías y lo acusaron de ser un talamontes. El resultado: una zona restaurada, en la que entra la luz del sol, creció zacatón y volvió a ser casa de teporingos. Ese fue el fin de uno de los desiertos verdes que abundan en el bosque, provocados por la sobrerreforestación: esa plantación excesiva, muchas veces de especies exóticas no aptas para el medio. “Nosotros no nos oponemos a la reforestación, nos oponemos a que lo hagan donde quieran y con lo que quieran”, dice. El entusiasmo por sembrar ha derivado en una densidad exagerada: donde debería haber doscientos árboles por hectárea hay hasta 2 500. Eso impide que se desarrollen, el suelo pierde propiedades y la fauna termina yéndose por no tener dónde esconderse de los depredadores. Tener más árboles no es necesariamente mejor.
En la sierra Ajusco-Chichinautzin ha visto hectáreas con tantos árboles que las copas se juntan al punto de crear una gran sombra. Desde lo alto es posible observar cómo las copas dan la sensación de estar ante bosque totalmente verde, pero debajo hay una oscuridad tal que deriva en zonas estériles en las que no crece nada, porque no llega ni un rayo de sol. La sobrerreforestación lleva al colapso de la flora y la fauna. Además, los suelos se cubren de capas y capas de hojas que forman una alfombra que impide la filtración del agua en todo el bosque y, en incendios, es combustible. Estas áreas arboladas arriba pero estériles por debajo son una problemática que se repite en todas las sierras que integran el Bosque de Agua.
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El futuro de la conservación está en manos de la colaboración. Existen comunidades de brigadistas en los 37 municipios y alcaldías que conforman el Bosque de Agua, pero pocas veces unen fuerzas, solo ocurre cuando los incendios forestales no respetan las fronteras. Los representantes de San Pablo Oztotepec, en Milpa Alta, mantienen comunicación con pobladores de Tlalpan. En Morelos, habitantes de Coajomulco y Nepopualco avanzan en actividades de conservación y protección; en Huitzilac evalúan la formación en temas agrícolas de jóvenes estudiantes de preparatoria. Comunidades en el Estado de México enfrentan legalmente a constructores que avanzan hacia las áreas naturales. En Topilejo, Tlalpan, los trabajos se frenaron por presencia de la delincuencia organizada. Las acciones avanzan y se perfeccionan. San Pablo Oztotepec es un oasis en este contexto, un caso de éxito de conservación. El sueño de Agustín Martínez es salvar su bosque. Sabe que el impacto irá más allá de su comunidad, de su familia, que llegará a más de veinte millones de personas.
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Esta historia sobre las amenazas al bosque de agua se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».
Son muchos los peligros que enfrenta esta región boscosa del centro de México: la urbanización, la sobrerreforestación, la agricultura industrial, la tala ilegal. Pero hay comunidades que luchan para proteger este cuerpo forestal que cosecha agua. Esta es la historia de Agustín Martínez.
Agustín Martínez tiene un sueño: salvar su bosque. Ese cuerpo forestal en el que ha vivido la mayor parte de su vida, a sus 59 años; en el que, cuando niño, pasaba los días feriados cuidando a las vacas de la familia; donde ha combatido incendios, protegido teporingos y gorriones serranos y sembrado árboles pequeños que se convirtieron en sombras. Ese bosque por el que ha recibido amenazas de talamontes y saqueadores de piedras; en el que ha visto grandes tragedias —como la caída de 47 000 árboles por la lluvia y el viento solo en 2010—, y que ha motivado a sus hijos y a un sobrino a convertirse en expertos forestales. Ese que ha sido su vida, su trabajo.
Ese bosque es el de Milpa Alta. Unas veintiocho mil hectáreas de tierras comunitarias cubiertas por árboles, pastizales, matorrales y zacatón, al extremo sur de la Ciudad de México. “Aunque somos de la ciudad, a veces no nos sentimos parte de ella”, confiesa Martínez, ingeniero forestal, sobre una de las principales fuentes que surten de agua el centro del país. Él sabe lo que dice, es la persona que más conoce el bosque, uno de los cuidadores, y por su actividad y conocimientos recibe una compensación económica del gobierno capitalino, al frente del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta. “Una contratación para seguir cuidándolo y conservándolo”, explica.
Aunque no se sienten parte de la ciudad, lo son. El bosque está dentro de esta urbe que crece aceleradamente, en población, vehículos, vivienda e infraestructura. Ese crecimiento que parece asfixiarlo no lo ha logrado aún. Todavía sobreviven grandes extensiones de tierra sin ocupar, no hay rascacielos que interrumpan la vista y el sonido de cláxones y motores es aún imperceptible. “Todavía se escucha el susurro del viento, ¿lo oye? Grábelo”, insiste Balbina Molina, integrante de una de las once brigadas comunitarias de San Pablo Oztotepec, pueblo de Milpa Alta. La mujer, de cabello canoso, recogido, y que por el frío usa varias capas de ropa, lo dice mientras se queda quieta junto al camino de tierra de Zoquiac, uno de los primeros parajes montañosos desde donde se alcanzan a ver los cerros Tulmiac y Teuhtli, adorados por los antepasados para conseguir buenas cosechas. Sí, un silbido ligero se escucha.
Parece impecable, a simple vista, este bosque que forma parte de la sierra Ajusco-Chichinautzin. Está tupido de árboles de distintos tipos y tamaños —unos jóvenes, otros viejos—, lo mismo ocotes y pinos que encinos y oyameles. Y hay fauna, como el gato montés, la gallina de monte, el canto de gorriones que se escucha. Los suelos están cubiertos de hojarasca y matorrales. Se ve frondoso. Cumple con lo que conocemos como un bosque sano. Desde un dron en vuelo, la perfección sería mayor: grandes extensiones verdes, pocos huecos de tierra, las copas de los árboles juntitas. El entorno ideal para una de esas postales que acumulan likes en Instagram.
Conocer el bosque es conocer también sus problemas: la urbanización que avanza feroz, el cambio de uso de suelo para la agricultura industrial, el uso de agroquímicos y la sobrerreforestación —siembra excesiva de árboles— que ha producido desiertos verdes. Un diagnóstico que conocen bien los conservacionistas y pobladores, quienes lanzan una sentencia de alarma: si no se detienen estas problemáticas, las consecuencias serán mayúsculas. Se traducirán en una crisis de agua para las tres grandes ciudades del centro del país —la Ciudad de México, Cuernavaca y Toluca—. “Deberíamos respetar el bosque porque la naturaleza nos lo va a cobrar”, presagia Martínez.
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No es difícil imaginar lo que ocurriría en las zonas metropolitanas del centro de México si dejaran de recibir tres cuartas partes del agua que hoy consumen más de veinte millones de habitantes. El acarreo con cubetas y almacenamiento en tambos se haría común. La presión en las tuberías bajaría hasta lo mínimo. Las rutinas de baño, cocina y limpieza en el hogar cambiarían para siempre. Ni pensar en regar parques y jardines, tener fuentes brotantes o dejar correr el flujo de la regadera hasta que salga el agua caliente. Es una crisis que, advierten especialistas, será realidad si continúa el mal manejo de las sierras de Chichinautzin, Zempoala, Ajusco y Las Cruces. Las cuatro son las regiones altas de las cuencas del Valle de México, Balsas, Lerma-Chapala y Pánuco. Este conjunto de sierras, que comparten 250 000 hectáreas con la Ciudad de México, el Estado de México y Morelos, tiene un nombre: Bosque de Agua. Fue bautizado así porque es la zona principal de recarga de los diez acuíferos del centro de México. Con veintiún áreas naturales protegidas y un tamaño que equivale a cincuenta veces la superficie del Zócalo capitalino, esta región funciona como un tinaco, una fuente importante para mejorar la calidad del aire, prevenir la erosión del suelo y resguardar la diversidad de especies.
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El nombre “Bosque de Agua”, recuerda el biólogo mexicano Jürgen Hoth, fue acuñado por la UAM y Greenpeace en 2003. Desde entonces, la región fue reconocida como prioritaria, pues ya se encontraba amenazada por la mancha urbana y la tala ilegal, y estaba en riesgo de desaparecer. “Cada año se pierden 2 400 hectáreas de este bosque, lo que equivale a destruir una superficie de nueve campos de futbol por día. De seguir a este ritmo, este gran bosque de agua podría desaparecer en los próximos cincuenta años, comprometiendo seriamente la viabilidad de los principales núcleos urbanos del centro del país”, advierte el informe “Por el Gran Bosque de Agua” (2006), de Greenpeace. Hoy, la advertencia sigue activa, pero las amenazas se han diversificado.
“Es una joya que estamos a punto de perder”, dice Hoth en una videollamada desde Canadá, donde continúa estudiando la región y ha visto reducirse la cobertura forestal de la zona sur de la Ciudad de México y del Ajusco entre 27% y 35%, al mismo tiempo que la urbanización aumentó entre 240% y 400% en 2005, según la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) y El Colegio de México.
“Me enamoré de la región desde que estaba en la panza de mi mamá”, dice Hoth, un amante del bosque. Tiene 62 años y recuerda que, en su infancia, su familia asistía a un club de remo en Xochimilco. “Las primeras cosas que veía desde ahí eran los volcanes al fondo”, cuenta. Además, era común que dedicara los fines de semana a visitar áreas naturales como el Parque Nacional Izta-Popo y el Nevado de Toluca. “[Ese amor] fue mamado, literalmente”, admite el biólogo egresado de la UNAM. Pero en 1975 fue testigo de un hecho que lo cambió todo: vivió la apertura de la carretera Picacho-Ajusco, al sur de la capital, que detonó la urbanización de la zona, el incremento de habitantes, la construcción de vivienda y vialidades, el avance de la “modernidad” hacia las áreas naturales y la apropiación ilegal de hectáreas de la comunidad de San Miguel Ajusco, en Tlalpan.
“Ahí inició toda una lucha social de invasión, retiro, reinvasión, ocupación y eventualmente legalización, en todo un ciclo de legal e ilegal de crecimiento de la mancha urbana hacia las áreas naturales. Me ha tocado verlo muy cercanamente, documentarlo, porque conocí cuando no había ni una casa”, dice.
Por su dedicación al estudio de las sierras que conforman el bosque y el impulso a la conservación, Hoth se ganó el sobrenombre de “el guerrero del Bosque de Agua”. Y no está muy lejos de ser cierto: ha buscado financiamiento, diseñado proyectos de saneamiento y restauración, promovido la colaboración entre comunidades y capacitado a brigadistas. Todas las conversaciones sobre el Bosque de Agua llevan a él.
Hoth lideró la publicación “Estrategia regional para la conservación del Bosque de Agua” (2012), un estudio que reunió la visión de personas que compartieron su conocimiento y preocupaciones sobre las actividades de conservación y gestión integrada del agua. Nunca se había hecho un esfuerzo similar. Al respecto, Agustín Martínez recuerda: “A nosotros nos invitó un biólogo que se llama Jürgen. [En la iniciativa] participó gente de todos lados, académicos, biólogos, ambientalistas, gente de instituciones como la Comisión Nacional Forestal y la Semarnat”. Además, se involucraron pobladores de las comunidades. Si 80% de las hectáreas de bosques y pastizales de montaña entre la Ciudad de México, Morelos y el Estado de México eran propiedad comunal, la contribución de los habitantes era fundamental. La única restricción que pusieron fue que no intervinieran funcionarios municipales. “Fue una condición puesta por las comunidades, que dijeron que por el nivel de corrupción preferían que no hubiera ninguna persona de los municipios. A final de cuentas son solo puestos y las autoridades comunales es gente que vive en la comunidad, que no se va a ir al término de su mandato”, explica Hoth.
Así, 68 páginas integran su “Estrategia regional”, apoyada por la Fundación Gonzalo Río Arronte, la Fundación Biósfera del Anáhuac y Pronatura México. Es un plan de vuelo dividido en dos: la radiografía importante de la zona, por un lado; el plan de acción colaborativa, por el otro, y va desde el manejo y uso de tierra y agua hasta los mecanismos financieros y legales. Las siete alcaldías de la Ciudad de México, los veintidós municipios del Estado de México y los ocho municipios de Morelos que rodean el bosque deberán sumar fuerzas, resume el documento, para conservar la integridad ecológica y el bienestar social y económico de la zona. Esta estrategia ha sido “solamente una brújula”, dice Hoth, para que, en 2030, el Bosque de Agua pueda conservar su estructura, riqueza y servicios ecosistémicos a los mismos niveles que tenía en 1950, año de las primeras fotografías aéreas de la zona, de calidad fotogramétrica, que tomó la empresa Aerofoto. Pero en vez de revertir los problemas, se siguen agravando.
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Fecha: martes 1 de agosto de 2017. Lugar: Toluca de Lerdo. Tema: Bosque Diamante. La autorización fue publicada ese día en la gaceta oficial del Estado de México. La Secretaría de Desarrollo Urbano y Metropolitano informó que había otorgado a la empresa Bosque Avivia 58, S. A. de C. V., licencias para construir un conjunto de 19 985 viviendas, más una superficie comercial y de servicios, en 238 hectáreas del municipio de Jilotzingo, área dentro del Bosque de Agua. Se encendieron las alertas: la construcción implicaba la tala de más de 180 000 árboles de encino. Ambientalistas y ejidatarios hicieron manifestaciones, metieron amparos e, incluso, publicaron una petición en change.org.
Fue en enero de 2019 cuando un juez ordenó suspender la tala. Pero este no ha sido el único desarrollo inmobiliario que ha amenazado la zona boscosa. Carlos Samayoa, coordinador de Ciudades Sustentables en Greenpeace, identifica otro: Reserva Santa Fe, ubicado en Lerma, Estado de México. El proyecto incluye 42 hectáreas de lotes unifamiliares, dieciocho para townhouses y condominios residenciales y veintisiete de amenidades. Todo dentro de un bosque de 197 hectáreas.
“Es impresionante porque se están construyendo desarrollos inmobiliarios que han violado a todas luces las leyes ambientales de ordenamiento territorial”, dice Samayoa. Si uno de estos proyectos actuales avanzara en el Bosque de Agua, sería como abrir la puerta “para que a cualquier otro lugar se quiera meter la gente a hacer lo mismo”, revela Jürgen Hoth. Y eso implicaría cambios de uso de suelo, desaparición de biodiversidad e incremento de población humana, que demandará el agua que ahora solo es posible obtener de la conservación del bosque.
Global Forest Watch reporta que, entre 2001 y 2021, el Estado de México perdió 8 600 hectáreas de cobertura arbórea, cifra que incluye Valle de Bravo, con 818 hectáreas, y Temascaltepec, con 608. La Ciudad de México perdió 176 hectáreas, y las dos alcaldías con mayor merma fueron Tlalpan (51) y Milpa Alta (45). En el caso de Morelos, la disminución fue de 880 hectáreas, principalmente en Tetela del Volcán (230) y Tlalnepantla (114).
“Las consecuencias son catastróficas […], aun contando con tecnologías de importación como el Cutzamala [sistema hídrico que almacena, potabiliza y distribuye casi 40% del agua que se consume en la capital del país]. La ciudad está en un riesgo latente por esta pérdida de su principal zona de valor ambiental y de abastecimiento de acuíferos”, enfatiza Samayoa. “En un contexto de emergencia climática en la que estamos al límite, como sucede hoy, el Cutzamala ya es tecnología que debería ser clasificada como vintage, y [tendríamos que] empezar a cuestionarnos seriamente cómo podríamos volver a depender del agua que se genera y se recarga a nuestros propios acuíferos”.
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Agustín Martínez conoce todo el bosque, el de su pasado y el de su presente. Rememora que sus antepasados vivían del carbón y del tejamanil, esa tabla delgada en forma de tiras que sirve para levantar techos y paredes de viviendas. Sabe, por ejemplo, que hay doce pares de teporingos por cada hectárea. Con solo ver la corteza de un árbol, define especie, edad y salud. Y recuerda también que antes se cultivaba avena en pequeñas extensiones de tierra. “Ahorita esa parte la están cultivando con papas, y a esas les meten un montón de agroquímicos, consumen mucha agua”, dice mientras recorre una zona elevada del paraje de Zoquiac para señalar el área de cultivo. “Hay mucho más terreno abierto al cultivo donde tendría que estarse dedicando a pastizal o a bosque”.
Pero para Helena Cotler, doctora en Ciencias Agronómicas, el bosque es igual de valioso que los pastizales y la parte agrícola que, según la estrategia impulsada por Jürgen Hoth, representaba 22% del territorio en 2012. “Es muy importante y está disminuyendo”, dice Cotler. Principalmente por dos problemáticas. La primera, la agricultura industrial que privilegia el uso de agroquímicos. En Tlalpan, Milpa Alta y Xochimilco se está viviendo una transición agroecológica, y hay iniciativas colectivas de agricultura sustentable que, por ejemplo, dejan de usar fertilizante y lo reemplazan por estiércol o composta, o que siembran semillas nativas de maíz y amaranto. “Hay pequeños agricultores que están tratando de cambiar de una agricultura basada en agroquímicos a una agricultura mucho más saludable”, cuenta la doctora. Y la segunda, los riesgos de invasión y urbanización. Si las tierras no se usan, pronto serán ocupadas. “La agricultura finalmente frena la expansión urbana”, dice la especialista.
El 4 de marzo de 2022, en el foro Suelo de Conservación: Retos y Oportunidades, organizado por el Congreso de la Ciudad de México, un dato arrojó luz sobre el tamaño del problema: de 87 291 hectáreas de suelo de conservación, veintiocho mil están en riesgo de invasión por falta de aprovechamiento agrícola. La amenaza está ahí. Si los propietarios de las tierras deciden venderlas, la urbanización avanzará a un ritmo más rápido. Obligarlos a sembrar no es la ruta, la pregunta es, apunta Cotler: “Nosotros, como consumidores, ¿qué estamos haciendo para mantener este tipo de trabajo y para mantener la calidad de vida de estos agricultores?”.
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Una vieja camioneta Ford con placas de Chihuahua se abre paso, un sábado por la mañana, entre nubes de polvo que forman los caminos de terracería del bosque de Milpa Alta. Al volante va Pablo Medina, del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta, creado en 2014 por impulso de la entonces secretaria de Medio Ambiente de la Ciudad de México, Tanya Müller. Después de unos minutos de zigzaguear por el camino, la camioneta se detiene en el paraje de Zoquiac. Baja primero Gabriel Martínez, maestro en Ciencias Forestales y sobrino de Agustín Martínez. Lo sigue Medina, y al final sale del vehículo su esposa, Balbina Molina, quien cuenta: “Dice mi nieta: ‘Cuidado, abuela, que el carro del abuelo es viejísimo’”. Se reúnen con Agustín Martínez, miran los cerros, hablan de cómo se ha transformado el Bosque de Agua y ofrecen una refrescante rebanada de melón.
El escenario es tranquilo, distinto a aquel 31 de enero que cubrió La Jornada en 2018. El reportero Hermann Bellinghausen contó que pobladores de Milpa Alta habían capturado en flagrancia a tres talamontes que transportaban 9.6 metros cúbicos de madera en una camioneta. En el bosque de Milpa Alta está prohibido derribar, talar, destruir u ocasionar la muerte de uno o más árboles, así como la extracción de pastos. “A quienes lo realicen, se les podrán imponer sanciones de tres a cinco años de prisión y de quinientos a dos mil días de multa”, dice un letrero instalado a un costado de la caseta de vigilancia en la entrada del bosque de Milpa Alta. La frase está en línea con la normativa de veda forestal emitida en 1947.
Los miembros del Grupo de Monitoreo Biológico Milpa Alta apuestan por la eliminación controlada de los árboles viejos o enfermos, a fin de permitir que los más jóvenes puedan desarrollarse a plenitud. Si se aplicara esta práctica, argumentan, se habría evitado la caída de 47 000 árboles en 2010. Aquel año, muchas hectáreas tenían árboles secos, troncos delgados, sin follaje. “Cayeron porque ya habían cumplido su ciclo de vida. Creo que el término ‘tala’ tendría que ser menos satanizado”, dice Agustín Martínez, líder de la agrupación en Milpa Alta. Los vientos y la lluvia derribaron esos árboles muertos, pero también cayeron árboles sanos. Fue un efecto dominó que no discriminó entre los que debían caer y los que no.
El criterio para cortar se aplicaría a ejemplares enfermos, con plaga, débiles. Nunca a aquellos que están en pleno crecimiento o sanos. ¿Y es fácil identificarlos? Sí. ¿Se necesitan muchos recursos para tumbarlos? No siempre. Balbina Molina da una muestra de la facilidad con que algunos pueden derribarse. “¿Quiere que le muestre lo fuerte que soy?”, dice mientras se recarga en un tronco delgado, grisáceo, y lo dobla de inmediato. Talar los árboles que ya cumplieron su ciclo sería una forma de evitar los desiertos verdes.
En una zona específica, Agustín Martínez comenzó hace ocho años el ejercicio de derribar los árboles más viejos para dar espacio a los más jóvenes. Recuerda que fue escandaloso ver tantos troncos tirados, incluso le tomaron otografías y lo acusaron de ser un talamontes. El resultado: una zona restaurada, en la que entra la luz del sol, creció zacatón y volvió a ser casa de teporingos. Ese fue el fin de uno de los desiertos verdes que abundan en el bosque, provocados por la sobrerreforestación: esa plantación excesiva, muchas veces de especies exóticas no aptas para el medio. “Nosotros no nos oponemos a la reforestación, nos oponemos a que lo hagan donde quieran y con lo que quieran”, dice. El entusiasmo por sembrar ha derivado en una densidad exagerada: donde debería haber doscientos árboles por hectárea hay hasta 2 500. Eso impide que se desarrollen, el suelo pierde propiedades y la fauna termina yéndose por no tener dónde esconderse de los depredadores. Tener más árboles no es necesariamente mejor.
En la sierra Ajusco-Chichinautzin ha visto hectáreas con tantos árboles que las copas se juntan al punto de crear una gran sombra. Desde lo alto es posible observar cómo las copas dan la sensación de estar ante bosque totalmente verde, pero debajo hay una oscuridad tal que deriva en zonas estériles en las que no crece nada, porque no llega ni un rayo de sol. La sobrerreforestación lleva al colapso de la flora y la fauna. Además, los suelos se cubren de capas y capas de hojas que forman una alfombra que impide la filtración del agua en todo el bosque y, en incendios, es combustible. Estas áreas arboladas arriba pero estériles por debajo son una problemática que se repite en todas las sierras que integran el Bosque de Agua.
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El futuro de la conservación está en manos de la colaboración. Existen comunidades de brigadistas en los 37 municipios y alcaldías que conforman el Bosque de Agua, pero pocas veces unen fuerzas, solo ocurre cuando los incendios forestales no respetan las fronteras. Los representantes de San Pablo Oztotepec, en Milpa Alta, mantienen comunicación con pobladores de Tlalpan. En Morelos, habitantes de Coajomulco y Nepopualco avanzan en actividades de conservación y protección; en Huitzilac evalúan la formación en temas agrícolas de jóvenes estudiantes de preparatoria. Comunidades en el Estado de México enfrentan legalmente a constructores que avanzan hacia las áreas naturales. En Topilejo, Tlalpan, los trabajos se frenaron por presencia de la delincuencia organizada. Las acciones avanzan y se perfeccionan. San Pablo Oztotepec es un oasis en este contexto, un caso de éxito de conservación. El sueño de Agustín Martínez es salvar su bosque. Sabe que el impacto irá más allá de su comunidad, de su familia, que llegará a más de veinte millones de personas.
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Esta historia sobre las amenazas al bosque de agua se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».
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