El punto ciego de Sembrando Vida, el "proyecto milagro" de AMLO.

Sembrando Vida: una ilusión sin futuro

El “programa milagro” del gobierno mexicano para apoyar el campo ha devastado miles de hectáreas de bosque y selva y avanza gastando millones de pesos sin ofrecer un futuro viable a la población campesina más pobre. Como toda burbuja, corre el riesgo de romperse al final del sexenio. En Chiapas, uno de los estados a los que se han destinado más recursos del programa, la gente está sembrando en la Reserva de la Biósfera Montes Azules sin que nada frene la devastación.

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Joselino Álvarez sabe que sembrar árboles de cacao sólo se logra bajo la sombra de otros más altos que protejan las matas pequeñas del sol. Lo sabe porque a sus 35 años ha dedicado casi toda su vida al campo, además es hijo y nieto de campesinos. Por eso le pareció absurdo que le exigieran 2.5 hectáreas de terreno libre como condición para entrar a Sembrando Vida, un programa social del gobierno mexicano que pretende reforestar un millón de hectáreas que están en el abandono absoluto.  

—Dijeron que no, que hay que empezar de ceros, ¡que no haiga plantas! Ya tenía sembrados unos arbolitos de chalum [un árbol de doce metros de alto que se ocupa para dar sombra en plantíos de café y cacao]. Estaban medio pequeños y yo se los presenté a los ingenieros, pero no accedieron a la petición de conservarlos. Con el paso del tiempo, nos damos cuenta de que el cacao no quiere pegar porque no tiene sombra.  

Este encuentro con Joselino ocurre a las dos de la tarde en una parcela de media hectárea, expuesta a pleno sol, rodeada de pastizales que se ocupan como potreros para alimentar el ganado y un plantío de café. Estas tierras pertenecen a La Cañada, un ejido de 121 habitantes, en Maravilla Tenejapa, un reducto de la Selva Lacandona en el estado de Chiapas, a una hora en auto de Guatemala. Lo conocimos gracias al personal de Sembrando Vida, que nos guió durante dos días por varias parcelas dentro y fuera de la Reserva de la Biósfera Montes Azules, donde la mayoría de las fronteras de los territorios son un acto de fe, porque no hay límites físicos que indiquen dónde inicia y dónde termina la selva virgen y tampoco hay personal suficiente para vigilar que se mantenga intacta.  

La lengua materna de Joselino es el tojolabal. Su familia es originaria del municipio de Las Margaritas, 150 kilómetros al norte. Cuando era niño ya no había tierras disponibles en su comunidad. Su papá tuvo que llevar a su familia en una cruzada en busca de tierras fértiles donde sembrar maíz, frijol, café y cacao para sobrevivir. 

—Ya tiene como veinte o veinticinco años que vivimos acá. Casi toda la familia está en La Cañada. Estamos muy contentos de poder formar parte del programa —dice este hombre, padre de cuatro niñas. Su voz suena ecuánime. Ese día vestía una camisa azul cielo de manga larga que se veía muy fresca y pantalones de mezclilla. Cargaba un morral ligero, cruzado por el pecho. 

—¿Qué le pidieron para entrar a Sembrando Vida?  

—Teníamos que contar con un pedazo de terreno. Luego, la documentación: acta de nacimiento, la credencial para votar, la CURP y el certificado parcelario. Como no cuento con certificado parcelario, porque el Registro Agrario Nacional no nos ha extendido la constancia, por parte de la comunidad nos extendieron una de arrendamiento firmada por el comisariado ejidal, para que conste que el terreno es de nosotros —dice sobre estos ejidos que son tierras comunitarias. 

Al poner en marcha Sembrando Vida, a inicios de 2019, los operadores se dieron cuenta de que era casi imposible encontrar 2.5 hectáreas disponibles en un solo punto. Así que les dieron oportunidad de que “cumplieran” con la cuota con varios pedazos de terreno. Incluso pequeños productores que no alcanzan a reunir el total de terreno se agrupan entre varios para sumar la superficie: sólo uno se registra y se dividen el pago en partes proporcionales. Las otras dos hectáreas que Joselino inscribió al programa están en otros puntos del ejido. 

Desde una vista aérea, al descender una montaña, La Cañada luce como una fina rasgadura que se extendió en medio de un lienzo verde. A pleno sol de invierno, Joselino tiene sembradas 475 plantas entre piñas, cedros y cacao. Las piñas están aún verdes. Y sus cacaos no “pegan”: son unas varitas de apenas un metro y medio que están lejos de alcanzar la altura ideal, de seis metros, y no tienen ramas gruesas de donde cuelguen las mazorcas amarillas del cacao.  

—Si me lo hubiera permitido el Inge, el que estaba encuestando, pues ya los cacaos estuvieran de este tamaño —dice alzando la mano por arriba de su cabeza—, y más verde y bonito. Pero tuvimos que acceder a sus reglas de operación. 

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Joselino alvárez, en el ejido de la Cañada en Chiapas, revisa su plantación de piñas y café.

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La mitad de los campesinos de México tiene sólo la educación básica y siete de cada diez se consideran “pequeños productores”, con cinco hectáreas o menos para poder trabajar en ganadería o agricultura. En el país se cuentan 2.7 millones de unidades de producción, entre parcelas, granjas y potrerosEl centro de estudios Fundar documentó que la mayor parte de los subsidios para el campo en 2010 se destinaba a una minoría con grandes extensiones de tierra y mayor capacidad técnica de producción, lo que dejaba 40% del presupuesto para repartirse entre una mayoría conformada por pequeños productores.  

Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, anunció en el inicio del programa que pagaría cinco mil pesos a los campesinos por cultivar maíz y árboles frutales y por reforestar ––con árboles maderables–– 2.5 hectáreas de terreno sin aprovechamiento. Algunos consideran que el plan es único o novedoso; otros advierten que puede ser un tiradero de dinero. Con todo, Sembrando Vida es uno de los programas más importantes del actual gobierno “porque significa rescatar al campo, significa crear empleos, muchos empleos; en este año [se crearán] más de doscientos mil empleos en el campo y [eso] significa reforestar”, dijo el presidente el 1 de febrero de 2019 en su conferencia de prensa matutina. Pero para alcanzar esa meta hubo impactos ambientales graves. 

Sembrando Vida recibió quince mil millones de pesos en 2019 (750 millones de dólares) para pagar una nueva estructura operativa de casi tres mil personas, encargadas de inscribir y capacitar a 230 mil sembradores, en más de 575 mil hectáreas del país —casi cuatro veces la superficie de la Ciudad de México— en un tiempo récord. A la vez, las áreas del gobierno que cuidan y preservan el medio ambiente se quedaban en los huesos en cuanto a presupuesto. Y Sembrando Vida se expandió a contrarreloj: se impusieron metas bajo criterios de tiempos políticos en vez de agrícolas. En marzo de 2019 ya tenían registrados a 54 095 campesinos, como Joselino Álvarez, en ocho estados. 

La mitad de los campesinos de México tiene sólo la educación básica y siete de cada diez se consideran “pequeños productores”, con cinco hectáreas o menos para poder trabajar en ganadería o agricultura. En el país se cuentan 2.7 millones de unidades de producción, entre parcelas, granjas y potreros.  

Las tropas de técnicos recién contratados llegaron a cada cabecera municipal, organizaron una asamblea y anunciaron el nuevo programa. Los campesinos se registraron enseguida y después se averiguó quiénes cumplían (o no) con los requisitos del terreno. Al cierre de ese año, se habían empadronado 225 mil sembradores, que ocuparon unas 562 500 hectáreas. Un año después ya tenían el presupuesto equivalente al de una Secretaría de Estado, con 28 500 millones de pesos y 415 mil sembradores en veinte de los 32 estados del país. En plena pandemia y con recesión económica, este 2021 se sumaron diez mil sembradores más para reunir 426 mil y se asignaron al programa 28 900 millones de pesos. A casi tres años de su implementación, no hay evidencia de que vaya a tener vida propia más allá de los subsidios de este sexenio.  

Conforme Sembrando Vida se fue instalando en el sureste, donde el partido oficial Morena ha entablado alianzas con otros partidos para gobernar Chiapas, comenzaron a surgir denuncias de tala de árboles en zonas de vegetación y selva. Ejidatarios y ambientalistas de Quintana Roo, Yucatán, Campeche y Chiapas —la región de la Selva Maya— advirtieron en llamados aislados que el programa estaba talando árboles en miles de hectáreas para que los campesinos pudieran cumplir con el requisito. Una guardabosques de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp), que prefiere el anonimato por seguridad, dijo a Gatopardo en abril de 2021 que se está talando selva en Montes Azules, pero en lugares donde sólo hay roca y donde difícilmente podrían cosecharse frutos: 

—En un recorrido por Las Nubes [un centro ecoturístico] vi que hubo tala de selva virgen. Les pregunté qué estaban haciendo y me dijeron que era para Sembrando Vida y que planeaban sembrar piña. Pero ahí el suelo apenas cubre las rocas y no va a dar nada. Solamente se trata de estar en el programa para recibir dinero, no importa producir. 

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Fotografía por Juan Pablo Ampudia

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La Selva Lacandona es un cosmos verde con cientos de especies, que muchos ven como un botín de maderas preciosas. La generación de plantas, orquídeas y follaje nunca para. Se llama “selva alta perennifolia” porque los árboles llegan a medir sesenta metros y conservan sus hojas gran parte del año. Apenas ha alcanzado el tiempo para documentar la existencia de cientos de insectos distintos que la habitan: bichos, mariposas y seres alados con nombres míticos como Megaloprepus caerulatus, la libélula gigante. En esta constelación cada árbol es un mundo: entre los más asombrosos está la ceiba, con tres metros de diámetro y una altura de cincuenta metros. Cuando te encuentras con una ceiba en medio de este ecosistema sabes lo pequeño que eres porque sus raíces nacen casi al nivel de tus ojos. Es el hábitat de la guacamaya roja, el águila arpía, el tapir de labios blancos y el jaguar, entre otras especies amenazadas.  

La extracción de árboles como el cedro, la caoba y el ramón por sus maderas finas fue el inicio de la destrucción de la selva desde la colonización española, pero la mayor devastación que se ha documentado ocurrió en los años setenta, cuando el gobierno de Luis Echeverría Álvarez dio concesiones de explotación a empresas madereras que invadieron la selva con maquinaria para talar miles de árboles. De una superficie original de 1 245 000 hectáreas, este cosmos se contrajo a un tercio en menos de diez años.  

A mediados del siglo xx, los grupos indígenas desplazados de otras regiones de Chiapas comenzaron a poblar numerosamente la selva. Ésta fue la válvula de escape a la presión social por la pobreza extrema que detonó movimientos de guerrilla en los años setenta en el sureste. Echeverría promovió la colonización de la Selva Lacandona por indígenas del mismo estado y “mestizos”, como llaman a los pobladores que llegaron de Guerrero, Oaxaca, Michoacán y Veracruz, más cientos de desplazados que llegaron por el genocidio guatemalteco. 

Hasta 1978 se decretó la Reserva de la Biósfera de Montes Azules, con una extensión de 331 200 hectáreas, la cuarta parte de la superficie original de la selva. La reserva busca preservar un área de alto valor ambiental con la ayuda de la población que ya habita ahí y que se dedica a la agricultura y la ganadería sin afectar más al medio ambiente. Los límites de Montes Azules parecen que se definieron siguiendo líneas rectas en la zona noroeste y dejaron fuera lo que no embonara. Los límites de la región centro y sur los definen los ríos Lacantún, Jataté y Lacanjá, torrentes de agua de lujosos colores turquesa y jade, parte de la red neuronal de 45 ríos y arroyos de Chiapas.  

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La tala de árboles para abrirle paso a la siembra ha exacerbado la deforestación en el sureste durante el último par de años.

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El papá de David Hernández, con un grupo de campesinos que habla lengua maya tojolabal, fue de los bendecidos por la concesión de títulos ejidales en las tierras fértiles de la Lacandona hace sesenta años, cuando llegar tomaba días a pie. Fuera de los márgenes de Montes Azules, a orillas del seductor y peligroso Jataté, un par de decenas de indígenas tojolabales fundó el ejido de Agua Perla, en Maravilla Tenejapa. Llegar ahí depende de la voluntad del río. Cuando fuimos, a finales de noviembre de 2020, el huracán Eta azotaba parte de Centroamérica y el sureste de México, donde dejó, al menos, veintisiete muertos. El nivel del agua alcanzaba a cubrir árboles de doce metros de alto y su habitual color turquesa se hizo turbio. Antes de que cruzara el dueño del cayuco —una balsa de madera angosta y alargada, con motor—, David le dedicó varios segundos a vigilar el caudal para descartar que viniera algún tronco que pudiera voltear la embarcación.  

David, de 37 años, un hombre sonriente, de unos 1.50 metros de altura y piel morena, es uno de los cincuenta productores inscritos en Sembrando Vida en el ejido. Tras cruzar el río, nos condujo bajo la lluvia por una caminata en medio de un acahual, como se les llama a las tierras que se dejan “descansar” de cultivos, con árboles de más de siete metros. Caminamos hasta que, de un paso a otro, el follaje se acabó y vimos de nuevo la luz del día en una parcela de cien por cien metros de superficie: tenía matas de maíz, piña y rambután.  

—Antes teníamos café, pero ya no porque bajó el precio. Y, para poderlo cosechar, tenemos que cortarlo, molerlo, despulparlo, lavarlo, secarlo. Es trabajoso. Y al final de cuentas, el kilo tiene muy poco precio. Así que lo dejamos. Nos dedicábamos al maíz y al frijol y de eso vivíamos. Pero hoy, gracias al programa, de ahí nos estamos ayudando bastante. Imagínese: 4 500 pesos al mes. Aunque uno esté aquí, trabaje y trabaje, ¿cuándo los íbamos a ganar? —dice David. 

Conforme Sembrando Vida se fue instalando en el sureste, comenzaron a surgir denuncias de tala. Ejidatarios y ambientalistas de Quintana Roo, Yucatán, Campeche y Chiapas advirtieron en llamados aislados que el programa estaba talando árboles para que los campesinos pudieran cumplir con el requisito. 

De las veinte hectáreas de selva que tiene su ejido, quince estaban convertidas en potreros. La ganadería extensiva es una actividad que deja más recursos que la agricultura misma y saca de apuros a la mayoría de los habitantes de esta zona. Una vaca se puede vender en dieciséis mil pesos y un semental, hasta en veinticuatro mil. 

Agua Perla es una comunidad extendida en la pendiente de una montaña, con unos 214 habitantes, donde la producción de cacao y la ganadería son las principales actividades. Está asentada en la selva, al margen del río Jataté. Al caminar por los senderos se ven plantíos de cacao de un lado y pastizales para las vacas del otro. 

David tiene recuerdos de la generosidad de la selva. 

—A mis diecisiete años o un poquito antes, el difunto de mi papá hacía unos troques donde guardábamos el maíz. La milpa daba muchísimo maíz. Pero vino una etapa en que se fueron deteriorando las tierras y se quemaba mucho. Cada que uno regresaba a la milpa, se quemaba el terreno para limpiarlo. 

En 2008 el programa del Corredor Biológico Mesoamericano, coordinado por la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad (Conabio), llegó a varios municipios de la Lacandona. Especialistas en medio ambiente les enseñaron a los ejidatarios técnicas para devolverle sus nutrientes a la tierra. Introdujeron el frijol abono, un matorral que crece, se deja pudrir y permite que la tierra descanse por periodos de cinco y hasta diez años para regenerarse. Estas superficies de regeneración son los acahuales, heridas de la selva en proceso de sanación. El programa del Corredor Biológico terminó en 2018 y la Conabio es hoy una de las instituciones ambientales castigadas por la reducción de presupuesto y recursos que tenían los fideicomisos públicos. 

—Vemos mucho la diferencia a como era anteriormente —dice David—. Estábamos acabando con casi todo. Teníamos muchos más animales, estábamos deteriorando las montañas. Se iban perdiendo aves. Incluso se fueron las guacamayas. Esto nos ha ayudado a mantener los manantiales. Somos ricos porque tenemos uno que no se nos ha terminado. 

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Fotografía por Juan Pablo Ampudia

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El encanto de Sembrando Vida tiene fecha de caducidad. Fue diseñado para que, en un plazo de cinco años, los sembradores produzcan las suficientes plantas y frutos que les servirán de sustento más allá de esta administración. De los cinco mil pesos que les asignan, 250 los conserva el gobierno para un ahorro personal y 250 pesos más para financiar un proyecto colectivo, como el de una cooperativa para comercializar sus productos. Suena lindo, pero la venta por sí misma de lo que producen está lejos de redituarles los 4 500 pesos mensuales que les da el programa. 

Cruzando el río, unos cinco kilómetros al este de Agua Perla, Genaro Vázquez, de 52 años, nos lleva a su parcela de árboles frutales en el ejido de San Felipe Jataté, en una zona de Montes Azules donde están permitidas la agricultura y la ganadería, y donde se logran dos cosechas al año. Este hombre delgado, con sombrero y bigote fino, está muy feliz porque ningún gobierno le había pagado esa cantidad para producir. Tiene una milpa que, según dice, se da orgánicamente: tiene guineos o plátanos.  

—Y ¿dónde vende lo que cosecha? 

—Eso es lo más triste, porque es muy económico. Lo que son los granos básicos, como el maíz, ahorita está como a 250 pesos el bulto. Pero se debe a los “coyotes” que están aquí nomás de intermediarios. Un bulto es un costal como de 35 kilos. Cada cosecha puede dar de diez a quince bultos, que al año dejan unos 7 500 pesos. A los campesinos que nos ocupemos de puro maíz, no nos va a resultar. No hay una buena entrada de recursos para nuestra familia. 

En zonas tan alejadas como los ejidos de la Selva Lacandona, comercializar los productos es casi como pedir caridad. Al pie de la carretera o en las cabeceras municipales llegan a dar el maíz, café o frijol que lograron cosechar al precio que les ofrezca el intermediario, que obtiene una ganancia por venderlo a grandes distribuidores.  

—Y ¿de qué vive? 

—Lo más práctico y que mayormente nos saca de apuros es la ganadería. 

La ganadería extensiva es una de las actividades que más amenazan la selva. Con cada pisada de trescientos kilos, las vacas van aplastando la tierra, ahogando sus posibilidades de volver a dar vida. Por eso, se instaló Sembrando Vida en muchos potreros para hacerlos tierra productiva, pero no resolvió qué iba a pasar con el ganado desplazado. 

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genaro Vázquez y don david Hernández, beneficiarios de Sembrando Vida en los ejidos de agua Perla y San Felipe Jataté, Chiapas.

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El presidente López Obrador asegura que éste “es el programa de reforestación más importante que se aplica en el mundo”. En la primera visita de la vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, el gobierno de México le propuso apoyar Sembrando Vida y Jóvenes Construyendo el Futuro (programa de capacitación laboral para jóvenes entre dieciocho y veintinueve años que no estudian ni trabajan) como un mecanismo para frenar la migración en Centroamérica. El gobierno de Joe Biden anunció, en cambio, una inversión de 250 millones de dólares en proyectos de producción de cacao y café en el sureste mexicano, en especial, en el Istmo de Tehuantepec, y ofreció créditos para adquirir vivienda. 

Sembrando Vida es, en realidad, un programa de producción agrícola que en México ha causado la pérdida de al menos 72 830 hectáreas de coberturas forestales —es decir, superficie con árboles— tan sólo en su primer año de implementación. 

Entre abril y mayo de 2019, la Secretaría del Bienestar llamó al Instituto de Recursos Mundiales en México (WRI, por sus siglas en inglés) para que los ayudara a realizar un monitoreo del programa y conocer el nivel de cumplimiento con tres acuerdos internacionales: las convenciones de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y de Lucha contra la Desertificación, así como el Convenio sobre la Diversidad Biológica. Los investigadores midieron bosques y selva e hicieron un balance de carbono forestal del programa. José Iván Zúñiga, gerente de Bosques del WRI, dijo que los responsables no proporcionaron la geolocalización de las parcelas inscritas al programa, así que se hizo un cálculo con la plataforma de monitoreo satelital de Global Forest Watch en los municipios donde había beneficiarios, en los ocho estados iniciales. “Se comparó la pérdida de coberturas forestales en los 447 municipios donde se implementó el programa en 2019 con las pérdidas promedio en los cinco años previos. De esta forma, se identificó el ‘exceso’ de pérdidas durante 2019, para determinar cuántas hectáreas podrían ser atribuibles a Sembrando Vida”, dice Zúñiga vía Zoom. 

El estudio demostró que Sembrando Vida pudo haber promovido una pérdida de coberturas forestales que equivale a 11% del total de las parcelas que busca reforestar, el equivalente a más de cien veces el Bosque de Chapultepec. Chiapas es el estado donde más superficie registró tala a la llegada de Sembrando Vida, con 22 424 hectáreas, seguido por Tabasco y Veracruz, con poco más de trece mil hectáreas cada uno. En la Selva Lacandona la mayor pérdida se concentró en los municipios de Ocosingo, Benemérito de las Américas y Marqués de Comillas, en la región noroccidental de la selva. En Yucatán, ochocientos kilómetros al norte de la Lacandona, se llegó a la misma conclusión. Por separado, el Centro de Investigación en Ciencias de Información Geoespacial (Centro Geo) realizó un monitoreo de la superficie de las parcelas en la península, antes y después de la llegada del programa: 18.2% de las parcelas de Sembrando Vida perdió vegetación entre 2018 y 2019. “Sólo mil hectáreas, que es 18% de las cinco mil [hectáreas monitoreadas], fue donde detectamos que hubo cambio”, dice Mauricio Galeana, investigador del Centro Geo y especialista en monitoreo satelital. 

Durante 2019 las denuncias por tala fueron persistentes. En Quintana Roo pobladores del municipio de Bacalar denunciaron que los ejidatarios de Xul Há estaban devastando doscientas hectáreas de selva, reportó La Izquierda Diario en octubre. Al mes siguiente se destruyó superficie de selva en Calakmul, Área Natural Protegida en Campeche, publicó el sitio ambientalista Grieta 

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Fotografía de Juan Pablo Ampudia.

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“Desgraciadamente, el programa entró muy rápido y no dio tiempo a que otras dependencias pudieran participar y planear los tipos de actividades que iban a hacer los sembradores. Y ése es un tema que hemos tenido, al menos en Montes Azules”, dice vía telefónica el director general de la Reserva de la Biósfera Montes Azules, Sergio Montes. 

En México hay 89 Áreas Naturales Protegidas, como Calakmul, en Campeche, y Sian Ka’an, en Quintana Roo, en los mismos estados que Sembrando Vida, donde ninguna autoridad puede asegurar que no se hayan invadido zonas de reserva. A través de una solicitud de acceso a la información, la Conanp, responsable de la conservación y preservación de estos sitios, confirmó que el personal de la Secretaría de Bienestar sólo le pidió autorización para instalar un puñado de parcelas en el estado de Morelos, en el centro del país, mientras miles de sembradores se extendían en zonas con especies amenazadas.  

 Mientras que Sembrando Vida tiene casi mil operadores, sin contar becarios, en Montes Azules no hay más de treinta empleados y guardabosques de Conanp.  

De las veinte hectáreas de selva que tiene su ejido, quince estaban convertidas en potreros, es decir, pastizales para las vacas. La ganadería extensiva es una actividad que deja más recursos que la agricultura misma y saca de apuros a la mayoría de los habitantes de esta zona. Una vaca se puede vender en dieciséis mil pesos y un semental, hasta en veinticuatro mil. 

“Hay muchas formas de hacer recuperación de tierras sin tumbar [talar árboles]. Sembrando Vida no pensó en ese esquema. Y nosotros pensamos que hay muchas formas de producir. El cacao se puede producir en zonas arboladas y no necesitas tumbar”, dice el director de la Reserva. 

Con la llegada del programa, también se ha extendido el uso de agroquímicos, a pesar de que están prohibidos. Algunas de las parcelas que visitamos a finales de 2020 tenían la tierra negra, como quemada, y había botes vacíos amontonados, que el sembrador confirmó que eran de “líquido para quemar el monte”. 

—La mayoría de los sembradores sólo cultivaba media hectárea y con Sembrando Vida tuvo que talar dos hectáreas para cumplir la meta —comentó la guardabosques, en el anonimato—. Ya no usan el machete para cortar el monte: están usando mucho agroquímico en toda la selva y contaminando los ríos.   

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Fotografía de Juan Pablo Ampudia.

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Montes Azules tiene un collar de caudalosos ríos que marca gran parte de sus márgenes: Jataté en el este, Lacantún en el sur, Lacanjá en el noroeste. Pero, desde antes del decreto de conservación, en 1978, ya había decenas de comunidades asentadas dentro de la Reserva, como La Cañada, donde vive Joselino; San Felipe Jataté, donde platicamos con Genaro; y La Democracia, donde vive Fermín, un campesino de cincuenta años que insistió en mostrar su parcela de Sembrando Vida. Así que viajamos cuarenta minutos en auto en dirección a Amatitlán, donde está el único puente confiable que cruza el Jataté, una construcción tubular que tardó años en completarse; se inauguró en 2007 y permitió más movilidad entre los ejidos dentro y fuera de la Reserva.  

Acompañados por personal de Sembrando Vida, visitamos La Democracia. Dejamos los vehículos a una orilla del camino y escalamos la montaña, donde vimos árboles derribados y quemados para hacer carbón. Al preguntarle sobre la escena que veíamos, Fermín dijo que eso lo había hecho el anterior dueño, al que le compró este pedazo de tierra (por dieciséis mil pesos) para completar la superficie y poder entrar al programa. 

—Aquí era acahual. Cuando vino el programa, yo lo empecé a chapear [limpiar de monte], a cultivarlo. Sembré maíz, pero como que el maíz no pegó. Ahora sembramos frijol. 

Escalamos la montaña. De repente, Fermín anunció que habíamos llegado a su parcela. Yo seguía viendo selva. Pero comenzó a mostrarnos una mata de café por aquí, una planta de guineo a unos metros, una flor ornamental de la selva y una mata de nance. Nos sentamos en unos troncos derribados con los tocones aún con astillas y nos enseñó los cedros en bolsas negras de plástico que debe plantar. 

—Aquí seguimos trabajando porque hay cedros que no quedaron bien. Se murieron. Estamos resembrando nuevamente todo lo que ves —dice. 

Fermín llegó a esta región hace más de veinte años sin poseer tierras: tenía que rentar terrenos para poder sembrar maíz y frijol y alimentar a su familia. Pero se fue incorporando a varios programas sociales para recibir apoyos y así pudo ir juntando terrenos como éste. 

—Hubo un tiempo en que me fui a trabajar a Estados Unidos, pero mi esposa puso a su nombre el terreno que tenía y se fue con otro hombre. Por el Pago por Servicios Ambientales, el ejido me daba dos mil pesos cada cinco años, la mitad de lo que me tocaba, porque no tenía los papeles a mi nombre. Fui a la Reforma Agraria y ahora los tengo en regla. 

El Pago por Servicios Ambientales es un programa de la Comisión Nacional Forestal (Conafor), que cada año abre una convocatoria de proyectos de conservación. Suele pagar entre trescientos y seiscientos pesos por hectárea para los ejidos que logren preservar sus árboles y fauna al cabo de cinco años. Durante 2020 sólo 55 978 hectáreas en todo el país entraron en este esquema de conservación, con una inversión de 58 millones de pesos, apenas milésimas del presupuesto anual de Sembrando Vida. 

Cuando le pregunto dónde queda la zona de reserva, Fermín me dice que “allá”, estirando el dedo hacia la montaña. Allá ¿dónde? No hay una sola señal física que indique los límites de la Reserva. Según los operadores, hay parcelas justo en el límite de la selva virgen; incluso hubo algunos que intentaron estar dentro de la Reserva, pero fueron reubicados.  

—Desde un principio, cuando vinimos a la zona, contactamos al director de Conanp. Tuvimos reuniones con ellos; nos pasaron los límites de la reserva [con coordenadas], dónde no hay que pasar y dónde está permitido, y ésa fue nuestra guía —asegura uno de los operadores del programa y dice que fueron revisando vía satélite dónde no se puede entrar a sembrar.  

Ninguno de los seis funcionarios que estaban ese día había visitado antes la parcela de Fermín. Uno de los técnicos confesó que, entre los dos que trabajan en pareja, se dividen la supervisión de cien parcelas y suelen dejarles a los becarios las más lejanas, como ésta. 

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Desayuno del personal operativo antes de comenzar la revisión de las parcelas.

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Sembrando Vida entró a ocho estados del sureste con un ejército de operadores que armó en menos de dos meses. Se lanzó una convocatoria de contratación en octubre de 2018, cuando López Obrador aún no pisaba Palacio Nacional. En menos de un mes, se formó la estructura con 2 300 técnicos que trabajarían en parejas, coordinados por un “facilitador comunitario”. Ahora, en el primer trimestre de 2021, hay 4 013 técnicos bajo el mando de 391 facilitadores en veinte estados del país. El territorio nacional lo dividen en veintiocho coordinaciones territoriales y dos coordinaciones regionales. 

Entre estos coordinadores territoriales hay personas con un perfil muy lejano a la experiencia de reforestación y producción que requiere el campo, según la respuesta a una solicitud de información sobre la experiencia profesional de sus principales operadores. Un caso es el de la coordinadora territorial en Palenque, Chiapas, Dalila Rosas Medel, quien destaca porque daba clases de Comunicación en un bachillerato antes de haber obtenido el puesto de facilitadora en la Secretaría del Bienestar, con un sueldo de veintinueve mil pesos. Otros casos son los del coordinador territorial en la Huasteca, Emmanuel Randú Ortíz Herrera, licenciado en Administración de Empresas Turísticas y, antes, gerente de Cabañas El Encanto; o el de la coordinadora territorial en San Luis Potosí, Nancy Jeanine García Martínez, que fue parte de Servidores de la Nación, el grupo que levantó encuestas para registrar posibles beneficiarios de programas sociales antes de que López Obrador asumiera la presidencia. Además, fue candidata de Morena a diputada local por el distrito IX en San Luis Potosí en 2015, pero no ganó. 

En zonas tan alejadas como los ejidos de la Selva Lacandona, comercializar los productos es casi como pedir caridad. Al pie de la carretera o en las cabeceras municipales llegan a dar el maíz, café o frijol que lograron cosechar al precio que les ofrezca el intermediario, que obtiene una ganancia por venderlo a grandes distribuidores.  

Debajo de ellos, cada pareja de técnicos, uno social y uno productivo, tiene doscientos sembradores a los que capacitan y supervisan con la ayuda de doce becarios, que son beneficiarios de Jóvenes Construyendo el Futuro. Todos son responsables de visitar las parcelas mes con mes y hacer un balance de plantas: cuántas viven y cuántas se murieron. Cada técnico debe verificar cien parcelas de 2.5 hectáreas. En dos días, en auto y en cayuco, yo sólo pude visitar fracciones de parcelas de cinco campesinos. A ese ritmo, en treinta días, aún sin descanso, no se alcanza a visitar las parcelas a cargo de un técnico. 

Cuando entrevistamos a operadores del programa, comentaron que no hubo mayor capacitación para los compañeros que inscribieron a los campesinos de la primera etapa. “A ellos los mandaron a la guerra sin armas. Así como venían, así los mandaban. ¡Vámonos! No recibieron ninguna capacitación. Ellos vienen de otro estado, recién salidos de la universidad”, comentó un entrevistado. La encomienda era inscribir a mil sembradores en una zona determinada en menos de un mes, porque el programa estaba por arrancar. 

“En marzo del 2019 se hicieron las revisiones en campo para ver quiénes cumplían con las 2.5 hectáreas en buen estado. Nos tocaron algunos ejidos donde, desafortunadamente, se habían derribado [árboles]. Incluso, hasta nos quisieron culpar, que nosotros les dijimos que tumbaran. Para no tener problemas, se excluyeron esas parcelas”, dijo el mismo operador de Sembrando Vida en entrevista telefónica.  

Vista aérea del río Jataté en Chiapas.

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Sus reglas buscan romper con las inercias de los programas asistencialistas destinados al campo por décadas. Procampo, hoy Producción para el Bienestar, pagaba mil pesos por hectárea a un campesino en cada ciclo agrícola, una o dos veces al año, sin mayor evaluación. En Sembrando Vida, el pago es cada mes, directamente a cuentas bancarias individuales. Los beneficiarios deben asistir a las capacitaciones, a las labores comunitarias en su Comunidad de Aprendizaje Campesino [CAC], con otros veinticuatro sembradores de la localidad, y demostrar avance en sus campos de cultivo. 

Cada CAC construyó un vivero con recursos de la Secretaría de Bienestar para germinar sus propias semillas y transplantarlas en sus parcelas, siguiendo un solo modelo de siembra: una hectárea con árboles maderables (como el cedro o la caoba) y plantas agroindustriales (como el café y el cacao); y 1.5 hectáreas con maíz, intercalado con frutales (como naranja, higo o piña), según la región y la elección del sembrador, para no depender de un solo cultivo. No presentarse a las sesiones de capacitación o no mostrar avance en los trabajos de las parcelas genera sanciones y podría causar la baja del programa. 

En los primeros veinte meses expulsaron a 850 sembradores en nueve estados del país; a 3 705 les suspendieron el pago por un mes debido a incumplimiento en sus trabajos; y amonestaron a 12 041, informó la Secretaría de Bienestar, vía la Plataforma Nacional de Transparencia. Sembrando Vida se enfoca más en los esfuerzos que en los resultados. Si la meta es sembrar un millón de plantas en los veinte estados y mantenerlas (y en caso de que mueran, volver a sembrar nuevas), los operadores exigen que las siembren, aunque éstas se mueran en un mes porque no era la temporada adecuada o por no tener un sistema de riego. En una conversación por teléfono, un sembrador del municipio de Mujul, en Yucatán, contó a Gatopardo lo más absurdo del programa: que los obligaban a sembrar en época de sequía porque tenían que mostrar evidencia de que estaban trabajando.  

—Sembré setecientas plantas y vi morir cuatrocientas —me dijo—. No entienden que aquí en Yucatán la mitad del año es sequía y la otra mitad es de lluvias. Tenemos que poner las plantitas, aunque no estén lo suficientemente grandes, y terminan muriendo. Sembrando Vida cuenta hasta a los muertos. 

Bienestar pagó 934 millones de pesos a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) por la producción de doscientos millones de plantas y la construcción de un vivero en Tapachula, Chiapas, y transfirió más de quinientos millones de pesos a siete estados para construir viveros que hasta junio de este año no habían concluido. Durante 2019 Sedena entregó 31 millones de plantas tropicales y forestales. Para el 2020, programó entregar veintisiete millones y precisó que lo haría en temporada de lluvias para que tuvieran más probabilidades de crecer en el campo. Las tormentas y las inundaciones en Tabasco y el sureste de México en ese año acabaron con cientos de parcelas que ahora buscan reubicarse; los campesinos tienen que volver a comprar plantas con su propio dinero o comprar semillas y germinarlas, porque las plantas del ejército no han sido suficientes.  

Sembrando vida el proyecto milagro de López Obrador

Personal operativo de Sembrando Vida disfruta mandarinas en una de las parcelas, en maravilla Tenejapa, Chiapas.

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A orillas de la carretera transfronteriza, a tres kilómetros de Maravilla Tenejapa, David López, de 36 años, tiene parte de su parcela. Es el único de cuatro hermanos que se quedó en estas tierras, porque heredó el título ejidal de su papá. Desde que se inscribió al programa, dice, ha aprendido más técnicas de siembra. 

—He aprendido muchas cosas por el sistema de trabajo que hay, el manejo de la tierra, del suelo, el sembrar la diversidad de productos. Antes no sembrábamos así, sino que sembrábamos mucho maíz y mucho frijol —dice en medio de su parcela de cedros. 

Hasta hace unos años, David también sembraba café. El producto lo vendía a una cooperativa de Tapachula que le pagó lo suficiente para construir su casa en la cabecera municipal. Pero hace tres años vendió todo para salvarle la vida a uno de sus hijos gemelos. 

—Salió con malformación de la cabeza, con una enfermedad que se llama encefalocele [un bulto que se forma en la parte baja del cerebro]. Y bueno, gracias a Dios, se logró. Se le hicieron tres operaciones y ahorita está, no normal, pero quedó bien la cabecita. 

David habla tojolabal. Está vestido con una camisa y pantalones formales. Nunca había tenido un ingreso de 54 mil pesos anuales [2 700 dólares] como ahora, con Sembrando Vida. De ese dinero, ya invirtió casi diez mil en matas de rambután y limpió su cafetal, en medio de la selva, para instalar ahí maíz y árboles frutales. A mediano plazo, cree que esos frutos le van a dar los recursos que no tuvo cuando la vida de su bebé estaba en riesgo. Dice que ahora compra más alimentos para su esposa y sus seis hijos. La mayor ya estudia el bachillerato, dos más están en la secundaria, la más pequeña asiste a preescolar y sus gemelitos ya cumplieron tres años. Haciendo cuentas, cobrará al año 13 500 pesos por dos cosechas de maíz; por el frijol, sólo siembra dos bultos, pero dice que es para el consumo de la casa. Si volviera a sembrar café, tendría dieciocho mil pesos más al año. 

—Antes sí nos dejaba [recursos], porque estaba bueno el precio del café; antes de que llegara la plaga, porque llegó la roya —dice sobre la cosecha que perdió. 

David es consciente de que el programa termina con el actual gobierno, en 2024, y entonces dejará de recibir los 4 500 pesos mensuales. Pone parte de sus fichas en el rambután, un fruto exótico que se vende en diez pesos por kilo en las carreteras de Chiapas y que en los supermercados de las ciudades alcanza los cuarenta pesos. Ya que se vaya el programa, dice, se va a quedar sólo con lo de la cosecha de la siembra. 

Sembrando Vida no ha sido un programa ambiental. No ha frenado la tala: la permitió. Tampoco ofrece un futuro, construido a largo plazo, a miles de campesinos pobres. Y se acaba el tiempo para salvar la selva. 

Fotografía por Juan Pablo Ampudia.

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