El punto ciego de Sembrando Vida, el "proyecto milagro" de AMLO.

Sembrando Vida: una ilusión sin futuro

El “programa milagro” del gobierno mexicano para apoyar el campo ha devastado miles de hectáreas de bosque y selva y avanza gastando millones de pesos sin ofrecer un futuro viable a la población campesina más pobre. Como toda burbuja, corre el riesgo de romperse al final del sexenio. En Chiapas, uno de los estados a los que se han destinado más recursos del programa, la gente está sembrando en la Reserva de la Biósfera Montes Azules sin que nada frene la devastación.

 

Joselino Álvarez sabe que sembrar árboles de cacao sólo se logra bajo la sombra de otros más altos que protejan las matas pequeñas del sol. Lo sabe porque a sus 35 años ha dedicado casi toda su vida al campo, además es hijo y nieto de campesinos. Por eso le pareció absurdo que le exigieran 2.5 hectáreas de terreno libre como condición para entrar a Sembrando Vida, un programa social del gobierno mexicano que pretende reforestar un millón de hectáreas que están en el abandono absoluto.  

—Dijeron que no, que hay que empezar de ceros, ¡que no haiga plantas! Ya tenía sembrados unos arbolitos de chalum [un árbol de doce metros de alto que se ocupa para dar sombra en plantíos de café y cacao]. Estaban medio pequeños y yo se los presenté a los ingenieros, pero no accedieron a la petición de conservarlos. Con el paso del tiempo, nos damos cuenta de que el cacao no quiere pegar porque no tiene sombra.  

Este encuentro con Joselino ocurre a las dos de la tarde en una parcela de media hectárea, expuesta a pleno sol, rodeada de pastizales que se ocupan como potreros para alimentar el ganado y un plantío de café. Estas tierras pertenecen a La Cañada, un ejido de 121 habitantes, en Maravilla Tenejapa, un reducto de la Selva Lacandona en el estado de Chiapas, a una hora en auto de Guatemala. Lo conocimos gracias al personal de Sembrando Vida, que nos guió durante dos días por varias parcelas dentro y fuera de la Reserva de la Biósfera Montes Azules, donde la mayoría de las fronteras de los territorios son un acto de fe, porque no hay límites físicos que indiquen dónde inicia y dónde termina la selva virgen y tampoco hay personal suficiente para vigilar que se mantenga intacta.  

La lengua materna de Joselino es el tojolabal. Su familia es originaria del municipio de Las Margaritas, 150 kilómetros al norte. Cuando era niño ya no había tierras disponibles en su comunidad. Su papá tuvo que llevar a su familia en una cruzada en busca de tierras fértiles donde sembrar maíz, frijol, café y cacao para sobrevivir. 

—Ya tiene como veinte o veinticinco años que vivimos acá. Casi toda la familia está en La Cañada. Estamos muy contentos de poder formar parte del programa —dice este hombre, padre de cuatro niñas. Su voz suena ecuánime. Ese día vestía una camisa azul cielo de manga larga que se veía muy fresca y pantalones de mezclilla. Cargaba un morral ligero, cruzado por el pecho. 

—¿Qué le pidieron para entrar a Sembrando Vida?  

—Teníamos que contar con un pedazo de terreno. Luego, la documentación: acta de nacimiento, la credencial para votar, la CURP y el certificado parcelario. Como no cuento con certificado parcelario, porque el Registro Agrario Nacional no nos ha extendido la constancia, por parte de la comunidad nos extendieron una de arrendamiento firmada por el comisariado ejidal, para que conste que el terreno es de nosotros —dice sobre estos ejidos que son tierras comunitarias. 

Al poner en marcha Sembrando Vida, a inicios de 2019, los operadores se dieron cuenta de que era casi imposible encontrar 2.5 hectáreas disponibles en un solo punto. Así que les dieron oportunidad de que “cumplieran” con la cuota con varios pedazos de terreno. Incluso pequeños productores que no alcanzan a reunir el total de terreno se agrupan entre varios para sumar la superficie: sólo uno se registra y se dividen el pago en partes proporcionales. Las otras dos hectáreas que Joselino inscribió al programa están en otros puntos del ejido. 

Desde una vista aérea, al descender una montaña, La Cañada luce como una fina rasgadura que se extendió en medio de un lienzo verde. A pleno sol de invierno, Joselino tiene sembradas 475 plantas entre piñas, cedros y cacao. Las piñas están aún verdes. Y sus cacaos no “pegan”: son unas varitas de apenas un metro y medio que están lejos de alcanzar la altura ideal, de seis metros, y no tienen ramas gruesas de donde cuelguen las mazorcas amarillas del cacao.  

—Si me lo hubiera permitido el Inge, el que estaba encuestando, pues ya los cacaos estuvieran de este tamaño —dice alzando la mano por arriba de su cabeza—, y más verde y bonito. Pero tuvimos que acceder a sus reglas de operación. 

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