José Luis Cuevas: el maestro del autorretrato • Gatopardo

Cuevas vs. Cuevas: el maestro del autorretrato

El artista entra a una casa tapizada con espejos. El que camina es todos y, al mismo tiempo, ninguno. José Luis Cuevas ha ofrecido tantas posibilidades a quienes lo han mirado a lo largo de los años, que se ha vuelto, sin duda, en un artista entre un infinito de reflejos. El niño terrible del arte mexicano.

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En 1965, el New York Times lo llamó el Mexican boy wonder. Él, petulante y egocéntrico, la melena dorada y los pantalones metidos dentro de las botas, cargaba como jinete del apocalipsis fuertes críticas hacia el sistema artístico mexicano: desgastado, obsoleto y con las puertas cerradas a lo contemporáneo. Mientras, también arrancaba suspiros y atiborraba de chicas con minifalda que llevaban a Jean-Paul Sartre bajo el brazo en las galerías de arte de la Zona Rosa en la ciudad de México, donde se mostraba su obra plástica. Era una década en que cada semana los periódicos nacionales publicaban fotografías suyas, siempre junto a intelectuales como Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis, o vedettes como Yolanda Montes Tongolele o Irma Serrano La Tigresa. «Podríamos adivinar que nació un Día de Muertos, en medio de un carnaval o en la pista de un circo. Etiquetar a un artista es casi siempre destruirlo. La mejor etiqueta para Cuevas es: Cuevas», escribió el escritor estadounidense Ray Bradbury acerca de José Luis Cuevas, el artista del autorretrato, el género en el que insistía una y otra vez frente a un espejo distorsionado y cruel como el de Dorian Gray.

Dos años después del elogioso apelativo del New York Times, la noche del 8 de junio de 1967, una multitud se congregó en la esquina de Londres y Génova, en la Zona Rosa, el barrio bohemio que reunía a artistas e intelectuales. Todos miraban con expectativa al techo de un edificio de dos pisos, esperando que retiraran el telón que cubría la obra de José Luis Cuevas que, por entonces, la prensa llamaba el niño terrible. José Luis Cuevas tuvo la idea después de ver una película de Judy Holliday, Born Yesterday, donde una chica alquilaba una valla publicitaria para anunciar allí su nombre y teléfono en busca de fama. Cuevas montó entonces su Mural efímero: un dibujo sobre papel de 24 metros que estaría sólo cuatro semanas en exhibición antes de ser prendido con fuego, una acción que se leía como una bofetada contra de las pretensiones de eternidad del implacable muralismo mexicano, surgido poco después de la Revolución. Aquella noche, Cuevas apareció con sus chispeantes ojos verdes, acompañado de guapas modelos vestidas con playeras que llevaban un autorretrato suyo, el de siempre: la frente voluminosa, los ojos separados por una grandísima nariz y el rostro inclinado casi de perfil. Cuevas quitó la cortina blanca que cubría el mural y aparecieron las figuras de un jugador de futbol americano y un dibujo con temas bélicos sobre el conflicto árabe-israelí de aquellos años. El Mural efímero terminó siendo uno de los happenings más recordados del siglo XX en México y un acto generacional. «Allí están los grandes trazos de Cuevas, desafiando, incitando. La gente aguarda algo especial, música o discurso, la diversión que se prolongue. Cuevas permanece un instante más. Desaparece», escribió el cronista Carlos Monsiváis sobre aquella noche en su libro Días de Guardar.

José Luis Cuevas

Fotografía cortesía de la familia Cuevas

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En los últimos años, sin embargo, José Luis Cuevas y su protagonismo parecían haberse desvanecido. Su última hazaña publicitaria fue en 2010, cuando declaró que la calle Altavista llevaría su nombre —»porque se lo merecía», dijo— al instalar sobre la vía pública la exposición escultórica de una serie de criaturas deformes de cobre que tituló Animales impuros. Guadalupe Marín, hija de Diego Rivera, se pronunció en contra: «Qué afronta tan tremenda», dijo, porque en esa calle está el Museo Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo, y la calle que cruza lleva el nombre de su padre, a quien Cuevas descalificó durante décadas, llamándolo «pontífice» de un arte «folklórico y ramplón». Aun así, cientos de personas acudieron a la inauguración para atestiguar la polémica y situarse en el Paseo José Luis Cuevas esquina con Diego Rivera, aunque sólo duró lo que la exposición.

Ahora, en 2013, tres años después, su nombre y rostro reaparecieron en medio de una polémica.

—Hola todos, bienvenidos, extrañaba mucho estar aquí, pero sobre todo ver a tanto fotógrafo —dice, a los 79 años, el artista en una sala del Museo José Luis Cuevas, en la ciudad de México, una mañana de junio de 2013.

Se le ve serio, con el cabello cano, y con menos peso que en sus últimas apariciones públicas. Viste de jeans, una camisa rosa, una chamarra roja deportiva y el brazalete de cuero que usa porque le mejora el pulso, como en los viejos tiempos. Está sentado junto a su esposa, Beatriz del Carmen Bazán, de 57 años, y dice con énfasis que no quiere volver a ver a sus hijas.

Sucede que Ximena y María José Cuevas, de 52 y 40 años, el 10 de abril de 2013, levantaron una denuncia penal «contra quien resulte responsable» por abandono de persona adulta y tentativa de homicidio luego de haberlo encontrado en su casa, aseguran, con golpes y llagas en el cuerpo, sobremedicado, por lo que pidieron una ambulancia para llevarlo al hospital donde al ingresar les fue prohibida la entrada. «Una cosa de thriller terrorífica: ella [Bazán] nos niega acceso a los mejores médicos, nos prohíbe ver los diagnósticos, el acceso a mi padre y nos amenaza con gente», declaró Ximena Cuevas a Noticias MVS el 15 de abril. La noticia impactó en periódicos, radio y televisión, y llegó incluso a espacios destinados a la farándula: el único artista vivo con un museo en la capital mexicana (fundado en 1992) y el hombre a quien el Palacio de Bellas Artes le había dedicado una exposición retrospectiva y consagratoria en 2008, estaba, aparentemente, en una situación deplorable.

—Es una calumnia vil—dice José Luis Cuevas en la conferencia de prensa en la que anunció que podría llevar a sus hijas a los tribunales—. Jamás me llevó Ximena a un hospital, como ella dice. Todo el tiempo fue mi esposa Beatriz. Veníamos de un viaje y me dio fiebre. Mis hijas se han presentado como víctimas, me ponen como una gente incapacitada y, de ninguna manera…, no estoy, en lo más mínimo, carente de la lucidez que siempre me ha caracterizado. Perdonen este rasgo de modestia.

Junto a él están su abogada, Katia Marbueño, y el doctor Alejandro Balbuena, que proporciona un cuadro clínico diferente al difundido por sus hijas.
—Neumonía grave, infección de vías urinarias, delirium mixto secundario a los procesos de infección e insuficiencia renal —dice el médico.

Entonces, inesperadamente, su hija Ximena, vestida de negro con chaqueta de mezclilla y una mascada fucsia, irrumpe como si fuera un performance. Sube a la tarima y abraza a su padre, sorprendido ante su llegada.
—¡No me beses, no me abraces! ¡Me has calumniado, es un insulto para mi integridad física e intelectual! —dice Cuevas.

Los reporteros se levantan, disparan las cámaras, y la abogada retira el micrófono.
—Lo único que he intentado en estos diez años es sólo verte, porque te quiero y te amo y sabes muy bien que tú también me amas —dice su hija mientras lo abraza y le da besitos en la mejilla.
—Pues no se va a poder—dice el padre, que no deja de sostenerle las manos para que las aparte.

Ximena Cuevas pide que se lo diga a los ojos y Cuevas se lo repite.
—No —dice, y el «no» sale casi automáticamente en cadena nacional.
Cuevas le pide a su hija que se siente en una silla, mientras los reporteros lo alientan a una reconciliación. Ella se sienta, pero él vuelve a decirlo enfático:
—No.

Bazán permanece callada. Al cabo de un rato, la fallida conferencia termina y el artista y su esposa se encierran en un despacho.
—Me duele, no hay forma de hablar con él —dice Ximena Cuevas a los reporteros, acorralada entre cámaras y grabadoras—. Le salvé la vida. Jamás lo he traicionado.

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—Es una de las cosas que heredé de mi papá: el gusto por caminar.

Ximena Cuevas está sentada en un sillón del Café Toscano que mira al parque Río de Janeiro, en la colonia Roma. El mesero le ha traído un jugo de frutas y un café americano. Llegó acalorada porque venía a pie desde Coyoacán, una caminata que toma, al menos, una hora y media. Como no calculó el tiempo, se le hizo tarde y, a medio camino, tomó un taxi. Es un mediodía de junio de 2013, poco después de la conferencia de su padre.

—Cuando tenía diez años nos íbamos caminando desde la casa de San Ángel hasta la Del Valle, donde vivía mi abuelita. Yo fui como una esponjita que absorbió todo: era una extensión suya, me vestía como él.

Tiene cincuenta años y viste lo de siempre: unas botas Doctor Martens, un pantalón oscuro y un sombrero panamá. Ella es una de las precursoras del videoarte en México, además de la única videoasta mexicana en la colección permanente del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). Es la segunda hija de José Luis Cuevas. Su hermana Mariana, de cincuenta y dos años, diseñadora de modas con dos hijos y radicada en Estados Unidos, es la mayor. La otra, María José, tiene cuarenta y es diseñadora gráfica, ahora enfocada al cine documental. Pero este mediodía Ximena Cuevas afirma que nunca ha vuelto a estar a solas con su padre desde que se casó con Beatriz del Carmen Bazán, en 2003. Desde ese momento, ni ella ni sus hermanas han podido atravesar el muro de llamadas telefónicas que nadie atiende y los candados puestos en la casa de su infancia. Incluso los amigos de la familia empezaron a decirles: «Ya no podemos verlo», «Beatriz no nos lo pasa». Apenas hace un año pudo verlo el día de su cumpleaños y dice que no hablaba bien, que se le olvidaban las cosas. Ahora ella y sus hermanas reclaman ante la justicia un régimen de visitas, para poder verlo. Según su hermana María José: «Se han robado al personaje. Bazán lo ha ido aislando diciéndole: ‘Tus hijas no te quieren, tus amigos te han abandonado’. Es terror psicológico. Es quedarte con el control absoluto de una persona; control absoluto de su obra porque se atreve a ‘colorearla’. Eso es matar a José Luis Cuevas, la historia de mi familia».

—Tengo una frustración del tamaño del mundo. No puedes creer que tu papá esté a 20 minutos de aquí y no puedas verlo y abrazarlo ¿Por qué, si puede convocar una conferencia de prensa, no levanta el teléfono y nos llama para solucionarlo todo? Desde que mamá murió, en 2000, mis hermanas y yo hemos vivido una orfandad de padre: desapareció por completo. Mi padre es un narciso que se ha alimentado toda la vida del afecto de los demás y ahora su esposa le controla el espejo —dice Ximena.

Muestra, en la pantalla de su celular, la fotografía de una receta médica, expedida el 14 de marzo de 2013 por el Hospital Ángeles, a nombre de José Luis Cuevas, en la que se prescriben los siguientes medicamentos: Oxetol, Seroquel, Tafil y Rivotril, con la indicación de tomarse tres veces al día cada uno. De acuerdo con el doctor Federico Rodríguez Weber, médico internista de la Universidad La Salle: «Partiendo de que todo medicamento se administra en un contexto clínico y de forma personalizada, y que desconozco la historia clínica del señor Cuevas… Oxetol es un anticonvulsivo, Seroquel es un anti-psicótico para pacientes con trastornos de conducta, Tafil es un tranquilizante y Rivotril es también anticonvulsivo para situaciones de crisis. Esta combinación puede ocasionar desde somnolencia y vómito, hasta la pérdida del conocimiento y un paro respiratorio». Ximena Cuevas asegura que a su padre le administraban un cóctel de medicamentos, y ésa sería la única razón que explica aquel 24 de marzo cuando se metió a la casa de su padre —acompañada de su amiga Marisol Gasé, actriz y locutora de radio—, porque amigos cercanos le habían llamado para prevenirla que estaba mal de salud, y sin que Bazán lo pudiera evitar lo encontró, según dice, en el baño con una bata azul, inconsciente, temblando y sin mirarla cuando ella le hablaba.

—Beatriz decía que mi papá estaba bien. «Lo que pasa es que ya está viejito», decía, «tiene demencia senil, es normal por su edad». Pero no reaccionaba, parecía ido. Me puse histérica. Llamé a mi hermana María José y le dije que se viniera ya, que estaba horrible, horrible la cosa.

Llamó también de inmediato a su tío Alberto Cuevas, médico psiquiatra, que le aconsejó que le tomara el pulso y checara las pupilas. Pero ella no podía, cegada por los nervios. De inmediato, su tío le ordenó: «¡Mételo a una ambulancia, ahora, y no lo muevas por si es derrame cerebral!». Aun así, uno de los empleados de la casa, Juanito, acudió, sacó a su padre del baño, y lo puso en un sillón en la recámara. Para cuando llegó la ambulancia y los paramédicos preguntaron cuánto tiempo llevaba así el señor Cuevas, éste, según Ximena, respondió: «No puedo dar esa información».

—¿Por qué ahora mi papá si está hablando bien? Óyelo hablar, tiene la mente bien. ¿Entonces qué pasa? ¿Lo tienen empastillado? ¿Por qué cambiaron los diagnósticos? A mi papá le cuentan una historia a medias, que somos unas hijas furiosas contra él; tiene la mente manipulada. Lo han envenenado en nuestra contra. Mi padre es un hombre que habló toda su vida de libertad; fue su principio, su fuerza, ir en contra de lo oficial. Y ahora lo veo en esta situación claustrofóbica donde no tiene voz y donde está viviendo, solo, los miedos que lo han atormentado siempre: la vejez, la muerte y la enfermedad.

—¿Por qué hacer esto algo público?
—Mi papá es el artista mediático del siglo XX. Lo que hacía con los medios era una suerte de performance. Su día a día era un espectáculo. Si se enfermaba recibía a los periodistas acostado en su cama, les enseñaba cómo se hacía autorretratos. Cuando murió mi mamá, hizo el performance del viudo triste, tumbado en la cama. Entonces, hacerlo público tenía todo el sentido del mundo.

José Luis Cuevas autorretrato

Fotografía cortesía de la familia Cuevas

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En la calle de Fresnos, en el silencioso barrio de calles empedradas de Tlacopac, suena un timbre. José Luis Cuevas vive en esta casa de exteriores blancos y ventanas de madera con barrotes negros, pero nadie abre. Son las cinco de la tarde de un viernes de agosto de 2013. El timbre suena por segunda vez y aparece un hombre que inicia un interrogatorio: ¿A quién busca?, ¿con quién tiene cita?, ¿con qué asunto?, ¿me repite su nombre? José Luis Cuevas aceptó tener una entrevista después de un sinfín de llamadas telefónicas durante los últimos meses, además de correos electrónicos enviados a Beatriz del Carmen Bazán.

Por dentro, la casa está a oscuras, apenas iluminada por la luz que llega desde el jardín. Huele a madera. Hay un despacho con libreros ostentosos y piezas de arte que no se distinguen por la falta de luz, entre un comedor y una sala blanca. El empleado camina por un pasillo —que se aleja del salón principal— y conduce hasta una cocina pulcra. Luego, sigue por otro pasillo que, finalmente, desemboca en un desayunador y una pequeñísima sala amarilla con ventanas que dan al jardín. Allí aguarda una representante del Museo José Luis Cuevas, Luz María, que grabará esta entrevista para tener un resguardo. Por el pasillo se escuchan unos tacones y aparece Beatriz del Carmen Bazán con un vestido veraniego anaranjado, con hombros descubiertos, los labios rojos y el cabello rubio artificial. Ella es el personaje sobre el que ha caído una infinidad de ataques y críticas, y que ha preferido abstenerse de hacer declaraciones. Ella y José Luis Cuevas se conocieron poco después de la muerte de su primera esposa, Bertha Riestra, cuando Beatriz llegó con un grupo de amigas, todas pintoras, a enseñarle sus trabajos. Cuevas, en pose de galán, le dijo: «¿Y no le eres infiel a tu marido?». Ella se indignó: «¡Por supuesto que no!», se cambió de sillón y Cuevas la estuvo correteando por toda la sala. Terminaron casándose quince veces por todos los ritos posibles: maya, muichola, náhuatl y mazahua, entre otros. Ahora Bazán no sólo dirige el Museo José Luis Cuevas, sino que pinta los cuadros que pertenecen a la más reciente etapa de producción plástica de su marido: introduce pinceladas de colores pastel a los dibujos ya trazados por Cuevas, una «colaboración al alimón», y firma junto a su nombre «como un acto amoroso», según ha dicho el artista.

—A esos dibujos a cuatro manos no les daría valor plástico, si acaso un valor documental, una referencia a esta etapa de su vida. Parecen ‘falsos Cuevas’, subvertidos por alguien que le ha coloreado a un artista que usaba el blanco y negro. Me preocupa que él ya no conserve su ojo bravo y afilado —dice el crítico de arte Santiago Espinoza de los Monteros, quien además denunció irregularidades en el Museo José Luis Cuevas. El 26 de junio, declaró al periódico Reforma: «Recibe dinero del INBA (Instituto Nacional de Bellas Artes) sin informar en qué se gasta un recurso cercano a los 2 millones de pesos anuales, […] Sostener un recinto museístico propiedad del GDF (Gobierno del Distrito Federal) con un Consejo que no sesiona hace más de 10 años llama, por lo menos, a suspicacia».

—Mi marido no tarda —dice Bazán y le habla a la representante del museo sobre el proyecto que harán juntas: Bazán quiere escribir sus memorias.
—Cómo no, maestra, con mucho gusto…

Pero las interrumpe Juanito, el empleado. Tímido, le dice a Bazán:
—El señor no puede bajar, que mejor usted empiece la entrevista. No bajará.
—Ah, no, no, no. No puede ser, Juanito. Él tiene que venir… Espérenme un momentito —dice Bazán mientras se retira, molesta, de la estancia.

Luz María permanece callada. Al cabo de unos minutos, Bazán regresa y, sin dar más explicaciones al respecto, dice que todo está listo. En seguida aparece José Luis Cuevas: dos empleados, Juanito e Israel, lo llevan del brazo ayudándolo a caminar. Se le ve pequeño y encorvado, con tenis negros Adidas, un pantalón de vestir azul celeste y una camisa blanca a rayas. Sus manos se notan delgadas, con manchas, y su cabello cano está húmedo pero bien peinado. Juanito e Israel lo sientan con cuidado.

—¿No quieres un refresco, mi amor? —le dice Bazán a su esposo.
Él asiente con la cabeza y ella pide una Coca-Cola de dieta y un café. Israel, el segundo empleado, pone entre las manos de Cuevas un vaso. El médico le ha pedido que tome mucha agua, pero no le gusta. Bebe entonces refresco y después se  inclina con cuidado para dejar el vaso en la mesita de enfrente, pero se sofoca. Han puesto también sobre la mesa un plato de galletas con chispas de chocolate, que José Luis Cuevas ofrece.

—¿Le siguen emocionando las entrevistas como antes? ¿Cree que han sido indispensables en su carrera plástica?
—La verdad es que sí. Han sido parte de mi actividad creadora. No podría prescindir de ellas —dice Cuevas.

Bazán sonríe y se asegura de que la representante del museo haya comenzado a grabar.
—He sido un gran publicista. Lo reconozco bien. Hasta le propuse a la gente que fabricaba los cigarros Raleigh que sacáramos los cigarros «Cuevas». Me hubiera hecho extraordinariamente rico. Pero hubo un socio que no estuvo de acuerdo. Se opuso: que mi nombre no garantizaba que se vendieran. Y recuerdo que le dije: «Primero, no creo que usted sea lo suficientemente conocido para que se vendan bajo su propio nombre. Y segundo, ¿sabe usted quién fue Walter Raleigh? ‘No, no sé’, me respondió. «Pues mucha gente tampoco y aun así se venden los cigarros, por su calidad», pero ese hombre no lo entendió.

Bazán se levanta y se retira, sin decir nada. José Luis Cuevas calla por unos segundos, mientras el sonido de los tacones de la mujer se aleja y, finalmente, salen de la casa. Al día siguiente, Marisela Lara, Directora de Difusión y Prensa del Museo José Luis Cuevas, llamará para decir que Bazán está molesta porque la entrevista había sido «sólo sobre José Luis Cuevas».

—No sé si el caso actual de José Luis Cuevas pueda ejemplificarse con un verso de Federico García Lorca: «yo ya no soy yo, ni mi casa es ya es mi casa» —dice Luis Rius Caso, historiador de arte—. No sabemos si haya una estrategia artística detrás en esta última etapa. Ojalá que sí. Porque vemos una despersonalización: el maestro del autorretrato (el eterno protagonista de sus cuadros), se pone ahora en un segundo o tercer término en los últimos años, y a su esposa la pone por enfrente, como diciendo: «Me cuida mucho», «la quiero mucho», cosa que celebro. Pero ya no entendemos el juego. Será que el amor hace a veces anularnos en la otra persona hasta desaparecer.

—Conocí a un José Luis Cuevas desafiante, que buscaba una cultura contestataria, pero no por eso dejaba de lado su vanidad lúdica. Ahora se le ve ausente, se le siente aislado. A varios amigos nos han cortado la comunicación. Me hace pensar en casos como el de Groucho Marx, cautivo por una de sus enfermeras; Borges, cuando sus amigos decían que María Kodama no lo dejaba verlos; o el mismo Dalí hipnotizado por Gala, su última esposa. No sabemos qué pasa. Le soy fiel al Cuevas del pasado y no al fantasma que ahora es —dice el poeta Homero Aridjis.

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—Nací el 26 de febrero de 1934. Mi hermano Alberto, que también se está metiendo conmigo, como mis hijas, ha llegado al extremo de decir que me quito la edad. De todos modos, soy un hombre mayor —dice Cuevas.

Nació en los altos de una fábrica de papel en el callejón El Triunfo, en la periferia del viejo centro de la ciudad de México; una fábrica que administraba el abuelo paterno. Es hijo de Alberto Cuevas Gómez —un agente de viajes que se convirtió en boxeador (Alberto Caselli) y después en aviador, y ganó el Premio Santos Dumont por cruzar el Mato Grosso en avión de un motor— y María Regla Concepción Novelo, hija de un prominente abogado yucateco. Arriba de esta fábrica había una casa de principios de siglo que contrastaba con el entorno sórdido de orines en las paredes y charcos de sangre de vándalos que iban a pelearse a cuchillazos al callejón. «Había leprosos que iban a cambiarse los vendajes y mujeres que se ponían ahí para exhibirse, además de roba chicos y fantasmas, era lo que se decía y podíamos ver desde las ventanas», dice su hermano mayor Alberto Cuevas.

Le decían el nene, por ser el más chico, algo rollizo, con los ojos más grandes y la nariz más ancha que sus hermanos Alberto y Guadalupe. Era el consentido sobre el que giraba el mundo: si había algún cumpleaños, todos tenían que cerciorarse de llevar un regalo adicional para el nene.

—En esa fábrica nació el submundo que sublimó: personajes grotescos. Era como si mirara la verdadera naturaleza de las personas, porque sus monstruos existen, están en todas partes: son estudios interiores de personas reales. José Luis Cuevas es un gran observador —dice Enrique Cattaneo, director de la Facultad de Artes Plásticas de la Universidad Autónoma de Morelos. De ahí saldrían los personajes con los que construyó su imaginario, como Niña paralítica o El carnicero, hechos con un carboncillo o tinta negra, sin conmiseración.

—Al ver mi facilidad para el dibujo, mi madre me llevó entonces a la Esmeralda (Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado), ahí comencé a dibujar unas piezas precolombinas que tenían. No estaba inscrito en ninguna carrera porque tenía sólo diez años. Pero un día Antonio Ruíz, El Corzo, me vio copiar la cabeza de una figura de yeso, ¡en sólo 20 minutos!, lo que lo asombró y me permitió asistir como alumno irregular por las tardes. Asistí hasta que me enfermé —dice Cuevas.

Tenía once años cuando una dolencia cardiaca lo tumbó en una cama e interrumpió sus estudios, en tiempos en que no había penicilina ni corticoide para el tratamiento. Para entonces, Cuevas vivía en la colonia Roma, en la calle Manzanillo, y su madre le llevaba hojas para que dibujara en la cama. Allí empezó a hacer con desesperación una infinidad de autorretratos.

—Yo una vez se lo pregunté: «¿Por qué te dibujas tanto, José Luis?» —dice su hermano, Alberto Cuevas—. «Quiero seguir viviendo a través de mis dibujos», me dijo. Por eso era importante, una manera de trascender. Había escuchado la posibilidad de que podía morir y empezó a dibujarse con angustia. Por eso él siempre está en su obra: se dibuja bajo el riesgo de morir».  Y fijó un esquema y una fisonomía que repetiría numerosísimas veces.

—Me autorretrato como una especie de afirmación. Me autorretrato y luego existo. En el momento en que lo hago, existo para mí mismo, pero después cuando se expone y la gente lo contempla, existo para los otros. Esto surgió para llevar el testimonio del paso del tiempo, ver la obsesión que dejo reflejada en diferentes momentos de la vida. Es una actitud existencialista, una de las grandes influencias de mi época. Es alguien que se sabe que existe y por consiguiente se pinta como un tema —dice Cuevas, mientras se inclina por el vaso de refresco y se sofoca.

En 1948, cuando era un adolescente, tuvo su primer estudio en un cuarto que se caía a pedazos en la calle Donceles. Estudiaba en el bachillerato bilingüe Mexico City College, donde aprendió a hacer grabado y aguafuerte; pero por las tardes pasaba horas dibujando en este estudio, sobre a todo a Mireya, la primera modelo que le posó desnuda. La conoció en uno de los salones de la Academia de San Carlos, y era una chica humilde que se prostituía, y a quien dibujó muchísimas veces, como en Retrato de Mireya con amor, y con quien inició uno de sus temas importantes: la prostitución. Para dibujar prostitutas, tenía que visitar los barrios bajos: «Llegaba a los prostíbulos no sólo en busca de Sonia [la de Crimen y Castigo], sino también de Ninón Sevilla y Meche Barba —dijo Cuevas a la feminista y crítica de arte Alaíde Foppa en 1973 (Confesiones de José Luis Cuevas)—. A las prostitutas las sigo buscando, aunque nunca por requerimiento sexual; sólo quiero poseerlas en papel, jamás he tenido relaciones sexuales con ellas, quizá se deba a este miedo latente que le tengo a la enfermedad».

—Cuevas se lanzaba a los burdeles, las carpas, los barrios más humildes para registrar todo lo que veía —recuerda Eduardo Cabrera, antiguo jefe de Archivos e Investigación del Museo José Luis Cuevas—. Se iba a la Calle del Órgano y Candelaria de los Patos, que era una zona de prostitución; Nonoalco, que era un barrio ferrocarrilero y luego en su obra plasmó sus recorridos. Dibuja prostitutas, mendigos. Podía quedarse en un cabaret de mala muerte hasta el amanecer porque sólo le alcanzaba para el tranvía de regreso. Es cuando empieza a descubrir un México gris, tirándole a negro, que no tenía nada que ver con el colorido que reflejaba la renombrada Escuela Mexicana de Pintura [la etapa de producción plástica en la que se desarrolló el muralismo]. Cuevas decía: «esto no es México».

—Es algo que persistió en toda mi obra: reflejar los aspectos terribles de la condición humana. Algunos artistas nos empezamos a ocupar de ese tema, mientras otros se iban con la joie de vivre como Henri Matisse o Henri de Toulouse-Lautrec. A mí no me interesaban los aspectos felices, ni las fiestas ni la vida bella, sino la exaltación de lo horrible, la vida en sus estratos más espantosos —dice Cuevas.

En 1953, leyó en los periódicos acerca de la Galería Prisse —fundada por los artistas Vlady y Alberto Gironella—, un espacio independiente que tenía una postura clara contra la hegemónica pintura mural que David Alfaro Siqueiros —el único muralista vivo entonces— defendía como la única manera de hacer arte: «No hay más ruta que la nuestra». Era una galería donde, además, se reunían jóvenes artistas e intelectuales, desilusionados por el sistema, entre acaloradas discusiones de las que Cuevas se volvió partícipe. Allí tuvo su primera exposición individual, en 1953, «Apuntes del natural», con una selección de los dibujos sobre prostíbulos y zonas rojas de la ciudad de México. La noche inaugural llegaron críticos de arte como Margarita Nelken, que, en junio de ese mismo año, escribió en la revista Hoy: «Huelga decir hasta qué extremo penetramos con desconfianza en la Galería Prisse, requeridos por la obra de José Luis Cuevas, del que nada sabíamos, salvo que se trata de un dibujante de escasos veinte años y por más señas autodidacta […] Y he aquí, en seguida, la obra se impuso, ya no a nuestra atención sino a nuestro interés por lo que significa, no sólo de espontaneidad e intuición, sino de seriedad».

Cuevas vendió al coleccionista Álvar Carrillo Gil la serie La casa rosa y con el dinero que obtuvo invitó a todas las mujeres a las que había dibujado a comer al Prendes, un restaurante exclusivo donde la presencia de esas mujeres armó un escándalo entre los comensales. Esa pose de galán provocador se convertiría en un rasgo distintivo a lo largo de su vida: el Cuevas mujeriego. «Desde entonces vivo de las mujeres», dijo muchas veces después.

Con unos cuantos centavos en la bolsa, entró a trabajar a The News, un periódico internacional que se hacía en México. Se ganaba la vida ilustrando las entrevistas que hacía la periodista estadounidense Hanna Brenner con personajes que pasaban por el país. Así entró en contacto con Felipe Orlando, un escritor, pintor y grabador cubano que también visitaba la Galería Prisse al que le interesaba la obra de Cuevas. Éste le presentó a un amigo suyo, José Gómez Sicre, crítico de arte cubano que promovía el arte latinoamericano en Estados Unidos como titular de Artes Visuales de la Unión Panamericana, ahora Organización de Estados Americanos (OEA), y pronto empezó a moverlo por galerías norteamericanas hasta que, en 1954, tuvo su primera exposición en Washington, D.C., y vendió absolutamente todo. Leslie Judd Portner escribió en el Washington Post un artículo titulado «Mexican’s work sold out», lo que empezó a darle fama fuera del país. «Más de 39 dibujos y acuarelas se vendieron a importantes coleccionistas o diplomáticos latinoamericanos, y el mismo Gómez Sicre escogió dos piezas para que las adquiriera el Museo de Arte Moderno de Nueva York», escribió el académico Christopher Fulton en el artículo para la Universidad de Louisville «José Luis Cuevas and the ‘New’ Latin American Artist» en 2011.

—Gómez Sicre lo apoyó muchísimo y siempre platicaban de mujeres —dice su hermano, Alberto Cuevas—. Le gustaban las «niñitas», como en Lolita. Decía: «Oye viejo, cuando vayamos a Cuba te quiero llevar a la casa de Otto —dueña de un prostíbulo—, ahí hay una chiquivieja de doce años». «Pero a mí no me gustan tan chiquitas», decía José Luis, «para qué quiero una de doce». Pues fueron a Cuba y lo llevó con Otto, que agarró unos timbales y se puso a tocar música tropical, y Gómez Sicre le dice «mira ahí está Isabelita, debería gustarte». José Luis salió corriendo.

Su hermano asegura que, con la fama que empezó a hacer en Estados Unidos, trabajó para las revistas Times y luego Life, ilustrando notas. Los editores, al ver su fascinación por lo sórdido, lo enviaron al manicomio de St. Elizabeth en Washington para retratar al poeta Ezra Pound, que estaba preso allí. El poeta lo recibió en su celda y no le dirigió la palabra mientras Cuevas lo dibujaba. Al final, se retiró con un tímido good bye que Pound nunca contestó.

—Yo trabajaba en el pabellón de las ninfómanas en La Castañeda —dice Alberto Cuevas—, y un día José Luis me pidió que lo llevara a dibujar a las enfermas. Entonces pedí una autorización y José Luis entró al manicomio con una carpeta con pliegos grandes de papel y un crayón para hacer sketches.

En esa clínica, Cuevas observaba a las enfermas y les hacía preguntas como si fuera un médico. Dibujaba lo que veía —la locura—en piezas como Alucinación y Locos, tintas sobre papel, con personajes distorsionados y perdidos en su realidad. Fue ahí donde conoció a Bertha Riestra, la madre de sus hijas. Era hija del futbolista español Alfonso El Burro Riestra y alumna de Alberto Cuevas en la Universidad Nacional Autónoma de México, donde estudiaba Psicología.

—Ella y otra compañera me acompañaban a hacer prácticas al manicomio —dice Alberto—. Ese día, de pronto, entra José Luis a una habitación donde estábamos, porque se había perdido. Le dije que me esperara un momentito. Bertha se le quedó viendo, tenía un algodón con sangre en la mano, y fue tal la impresión de verlo, ¡que se metió el algodón a la boca! «¡No seas cochina!», le dije. «Es que tu hermano me pareció muy guapo», «Pues ahora los presento».

Bertha Riestra y José Luis Cuevas se casaron unos cuantos años después, en 1961, en una ceremonia íntima. Bertha salió de la casa de la familia Cuevas en la calle de Providencia, en la colonia del Valle, donde vivían entonces, con un vestido de novia yalalteca originario de Oaxaca, en una moto de Alberto Cuevas porque el chofer no llegó por ella. Se casaron en una iglesia cercana; Cuevas de traje negro, muriéndose de risa porque acababa de leer al Marqués de Sade y, al confesar, le había inventado todo tipo de pecados al cura.

José Luis Cuevas Fotografía

Fotografia cortesía de la familia Cuevas

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—Desde mi primera exposición causé revuelo al poner en tela de juicio, en entrevistas, el arte mural de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Yo buscaba nuevos caminos para el arte nacional, mayor expresión, porque las puertas del arte se habían cerrado para los jóvenes que no seguían sus lineamientos: había que pintar cosas de contenido político, se tenía que recurrir a la copia de lo que habían hecho los muralistas.

José Luis Cuevas comenzó a reunirse con un grupo de jóvenes con quienes encontró inquietudes afines, como Vicente Rojo, Fernando García Ponce y Manuel Felguérez, entre otros. Todos ellos serían conocidos como la Generación de la Ruptura; pintores abstractos, geométricos y neofigurativos que, oponiéndose a la pintura muralista, proponían el regreso al caballete. Finalmente, en 1958, se consolidó como el niño terrible del arte mexicano con «La cortina del nopal», un manifiesto que publicó en el suplemento México en la cultura, y funcionó como una declaración de principios. Ahí, llevado por la sátira, creó a un personaje —Juan— que tiene que pintar para sobrevivir y se va convirtiendo en un burócrata más del establishment, pintando murales en palacios de gobierno con las ideas de progreso y nacionalismo con que México se levantó en armas en 1910 para hacer la Revolución. Al final del texto, Cuevas escribió: «Yo no he querido ser como Juan porque, desde muy joven, preferí luchar contra los Juanes como francotirador, en total desacato a la vulgaridad, al adocenamiento, a la superficialidad mediocre, al constante lugar común […] contra ese México ramplón, limitado, provincianamente nacionalista, reducido a su alcance, temeroso de lo extranjero por inseguro de sí mismo, contra ese México me pronuncio».

—Cuando le llevé mi artículo a sus oficinas, Fernando Benítez, el director del sitio donde se iba a publicar, me llamó «niño»: «¿y sobre qué escribes en este artículo que me has traído, niño?», me dijo, «es un ataque frontal a la pintura de Siqueiros y Rivera. ¿Y cómo te atreves a criticar a estos artistas consagrados?», me dijo. «Bueno, lea el artículo y sabrá por qué lo hago». Y se publicó con mucho espacio. Después me empezó a decir «hermano».

Sería el comienzo de una serie de artículos en los que atacó al arte que se hacía en el país; se le veía como un joven iracundo, que lo llevó a ser rechazado por sus compatriotas. Fernando Benítez lo incorporó al grupo de colaboradores que escribían para el suplemento. El medio cultural los llamaba La Mafia. A partir de sus artículos mordaces los reporteros lo buscaban para hacerle entrevistas y él aprovechaba el escándalo para su beneficio: se inventaba rivalidades con los muralistas y rivalidades con los rupturistas. La crítica en México comenzó a llamarlo «títere del imperialismo» y «agente de la OEA». «Cuevas no puede captar la riqueza histórica y conceptual de Orozco, Rivera y Siqueiros, porque supone interés por los problemas sociales y políticos […] de México, que con insolencia deja claro no tener», declaró la pintora y promotora cultural Dolores Olmedo en la revista Siempre!, en 1965. Era el artista de moda: vendía y cotizaba a altos precios dentro y fuera del país, tenía múltiples viajes y giras por Estados Unidos, Argentina, Chile y Colombia, donde exponía y vendía sus cuadros con personajes alienados y lunáticos, homenajes a Franz Kafka y el Marqués de Sade, lo terrible y lo siniestro pintado de gris, marrón y azul oscuro, en series como The World of Kafka and Cuevas, Autorretratos con modelos, Cuevas on Cuevas y Cuevas-Charenton, entre otras.

Se había comprado un estudio en Nueva York y otro en París y siempre era la nota: si diseñaba el escenario de un programa de televisión o ilustraba un libro de Alejandro Jodorowsky; si actuaba de extra en alguna película donde se interpretaba a sí mismo; si la cantante italiana Caterina Valente había entrado a una galería mexicana y se había llevado toda su obra; si la fotógrafa Daisy Ascher —que retrató muchísimas veces a Juan Rulfo— le tomaba fotografías desnudo (que él pidió no fueran publicadas hasta después de su muerte). «Señor director: si vamos al cine o prendemos la televisión, nos encontramos con la cordobesiana planta del pintor José Luis Cuevas, si abrimos una revista o vemos un periódico, de seguro nos enteramos que el Beatle del Pincel actuará con la ombliguista Tongolele o está organizando un homenaje dedicado a exaltar su ego. ¡Con decirles que ya no como sopa de letras porque temo ver aparecer, bailando en mi plato, el nombre del tremendista Cuevas!», escribió un lector al periódico Novedades en octubre de 1966. Llegó a adjudicarse haberle dado el nombre a la Zona Rosa: «Cuando se expone mi obra en la Galería Trofeo y me hacen una entrevista, al preguntarme cómo se llamaba la exposición, se me ocurrió decirles que ‘Temas de una zona roja en esta zona rosa’ y pegó el nombre», declaró a El Universal el 30 de noviembre en 2008.

A partir de su Mural efímero de 1967, y durante los años setenta, realizó happenings y performances: exponía dibujos de electrogramas tomados mientras hacía el amor, tatuaba mujeres con autorretratos suyos y llegó a exponer su semen embotellado en 1979.

—Realmente lo hacía por moda. Pero no volví a repetirlo porque habrían perdido sentido. Cuando tienes inventos te estás adelantando a tu tiempo. Marcel Duchamp exhibió un urinario y dijo que era una obra de arte. Y sorprendió. Todas esas cosas las hice hace muchos años. El semen lo expuse porque era una parte del artista y se podía convertir en arte si lo encerraba en una botellita y lo exhibía. Lo mismo con los pañuelos con el sudor del artista. Y sí que se vendían en las galerías. Era el sudor que surgía durante los actos de creación y pensé: «¿Por qué no hacerlo objeto para consumo del que quiera tenerlo?». Se vendía muy barato, no creas que muy caro —dice Cuevas.

—Era el James Dean mexicano que hacía happenings y pintaba grandes sábanas en los techos de la Zona Rosa —dice la escritora y periodista Elena Poniatowska—. Era el hombre espectáculo que buscaba que lo vieran y lo oyeran, porque su egolatría era lo que te hacía sonreír. Era la primera vez que un hombre mexicano hablaba de sí mismo y sólo de sí mismo todo el tiempo. Sin saberlo uno se plegaba de inmediato y se volvía un espectador más de José Luis Cuevas.

* * *

—Mi papá era tremendamente polémico. No podías salir a la calle sin que alguien lo reconociera. Vivir con él era romper todo el tiempo con la realidad. Salíamos a la calle caminando y las mujeres gritaban «¡Cuevas, ahí va Cuevas!», y mi papá se transformaba, hacía otra voz, otros gestos, era otra persona. Se inventó un personaje. Y ser su hija es un absoluto privilegio. De pronto se ponía a hablar por teléfono y me hacía dibujos efímeros en el cuerpo y me hacía cosquilltas. Yo soy arte porque está en mi sangre y es por él —dice Ximena Cuevas en su departamento, en un edificio de Tajín, en la colonia Narvarte de la ciudad de México. El departamento está casi vacío, con muros blancos, una mesita junto a un sofá verde, una lámpara en el suelo y una hamaca. Ximena Cuevas vive la mayor parte del tiempo en su casa al pie de la costa de Guerrero, en Buenavista, que heredó de su madre. Ahí ha montado un campamento de tortugas para proteger a la especie.

Abre una caja de madera que trae de su recámara. La tapa está fechada con la caligrafía de su padre: «París, 1972». Allí conserva una serie de dibujos a tinta, fotografías de su padre y una libreta con postales y cartas pegadas entre las páginas.

—Yo le decía, de cariño, Arenque, ni siquiera sabía que eso era un pescado. Sólo me sonaba a algo fantástico.

Ximena Cuevas es una artista muy parecida a su padre. Aparece como la protagonista de casi todos sus videos. En La piel del diablo (1998) aparece untándose ungüento de alcanfor, eucalipto y mentol por los ojos y la nariz, y luego chiles rojos y verdes, hasta provocarse el llanto.

—El gusto por el cine le viene de su papá. Recuerdo que cuando éramos chicas —dice Cecilia Fuentes Macedo, vecina de Ximena e hija del escritor Carlos Fuentes—, nos llevaba al cine y teníamos que llevar un cuaderno donde íbamos apuntando el nombre de la película, recortábamos la cartelera y le poníamos calificación. A José Luis le gustaban las películas de los años cuarenta y cincuenta, también el cine estadounidense, de gánsters, le gustaba James Garner, ¡hasta le copiaba la voz!

—Nadie sabe tanto de cine como él. Era miembro de la Academia Cinematográfica Mexicana y yo lo acompañaba cuando era jurado de los Arieles —dice Ximena—. Me sentaba hasta adelante para ver la película y cuando salían los desnudos de Irma Serrano enseñando los pechos, mi papá me chiflaba y me tenía que salir corriendo para que no viera los desnudos de mi madrina, porque fue mi madrina de primera comunión. «No hago la comunión si no es mi madrina», le dije. Y fue.

—Cuevas hablaba de cine con medio mundo —dice el cineasta Arturo Ripstein—. No sé si llevado por el recuerdo de las películas o por querer saber absolutamente de todo lo que pasaba en ellas. Pero le gustaba auténticamente. Y en su condición de narcisista inevitable actuó en innumerables cintas, como las de Alberto Isaac, en una época experimental para jovenes cineastas donde todos sus cuates salían en las películas de todos. Leonora Carrington y Abel Quezada fueron otros artistas que actuaron junto a Cuevas.

Ximena Cuevas continúa sacando dibujos de su caja de los recuerdos. Muestra las fotografías que tiene de su padre.
—Era guapísimo, que bárbaro, mira —dice, mostrando fotografías de Cuevas cuando actuó en la película Las visitaciones del diablo, de Alberto Isaac, en 1968.

Aparecen en seguida unas hojas dobladas, «cadáveres exquisitos» con los que Cuevas jugaba con sus hijas. Ellas iban poniendo las preguntas y él las respuestas sin conocer la pregunta:
¿Qué es la muerte? La caída de un pájaro muerto sobre el mar.
¿Qué es el cielo? El trepidante advenimiento de una palabra.
¿Qué es la vida? Una bicicleta recorriendo ideas.
¿Qué es la nostalgia? La sensación de ser tocado por la punta de una aguja.

—Después de la horrible conferencia de prensa en el museo me fui a la playa. Mi hermana María José ha intentado entrar a la casa de Fresnos, porque el juez ya giró la orden, nos autorizó una hora cada domingo, cada quince días. Pero si él no quiere, no quiere. A María José le dijo que se fuera desde la ventana, y atrás se veía a Beatriz, como en una película de terror. Ya no lo voy a intentar más. Ya me dijo que no me quiere ver y lo respeto. Ya le salvé la vida… Pero con el juicio seguimos. Beatriz lo envenenó contra nosotras, le envenenó el cuerpo y luego la mente. Voy a luchar por la verdad. No voy a permitir que esta mujer se siga burlando de mi familia.

El 27 de julio, después de que se difundiera la noticia de que su padre había levantado una denuncia contra sus tres hijas por hostigamiento hacia su esposa, Mariana Cuevas, la hija mayor del artista, escribió un correo desde Estados Unidos a Gatopardo: «Después de la noticia de la demanda de mi papá a sus hijas, para mí es imposible dar una entrevista. Estoy profundamente lastimada. Es de no creerse lo que está pasando, una oscura pesadilla llena de injusticia y frustración. Todo lo que hemos hecho es únicamente por el gran amor (que le tenemos) a él y la protección del artista y su obra […] En estos momentos de tanto dolor, mío y de sus nietos, prefiero el silencio. Un fuerte abrazo, Mariana». El 30 de julio de 2013, Ximena Cuevas envió otro correo con un fragmento de 24 segundos de las grabaciones con las que sostiene su versión de los hechos sobre la pasada hospitalización de su padre en la clínica privada Médica Sur, desde el 24 de marzo hasta el 12 de abril de 2013:

«José Luis Cuevas: ¿Sabes qué es lo que más me aterra? ¿Por qué estoy aquí?
Ximena Cuevas: ¿Qué es lo último que recuerdas?
José Luis Cuevas : Nada, que me desmayo.
Ximena Cuevas: ¿Dónde?
José Luis Cuevas: No sé, pierdo el conocimiento y cuando abro los ojos, estoy en una cama de hospital.»

* * *

Mientras sus hijas crecían, él cumplió cuarenta y después cincuenta. En esos años se afianzaron sus miedos: a volar, a nadar, a conducir. Vivía en la calle Galeana, de la colonia San Ángel —la casa de la infancia de sus hijas— y todas las mañanas se levantaba muy temprano y se encerraba en su estudio para ponerse a trabajar, y para la tarde pasaba horas en el teléfono con sus amigos. Cada domingo abría las puertas de su estudio y podía recibir hasta quince personas, entre estudiantes, críticos de arte, amigos y coleccionistas, mientras él los atendía uno a uno en la cama de latón, acostado, para que no vieran que no era alto. Su esposa Bertha nunca entraba a su estudio y por las mañanas le tomaba una fotografía diaria con una cámara instantánea: él posaba de frente o de perfil para ir capturando el paso del tiempo. A veces, empezaba a caminar por un pasillo de extremo a extremo, por treinta minutos, de día y de noche. Su régimen empezó a ser muy estricto: nada de sal, nada de azúcar y nada de grasas, sobre todo después de un problema cardiaco en 1973.

—Sentía que me moría y el presidente Luis Echeverría, amigo mío, se enteró y me prestó el avión presidencial para que me llevaran a un hospital en Houston, lo que desató todo tipo de críticas. Era un tipo muy amable. Y la verdad es que no tenía nada, llegué al hospital y estaba sano. Soy hipocondriaco desde niño, es terrible. Cualquier cosita uno se imagina lo peor. Un granito que sale y uno ya piensa que es cáncer en la piel y vive aterrado. ¿No es usted hipocondriaco? —pregunta Cuevas, mientras le da sorbos al refresco.

No faltó ni un presidente o candidato a la presidencia de México que no llegara a la casa de Cuevas.
—Me buscaban. Hablaban del partido para ver si podía recibir al candidato o al presidente. Me daban la fecha y hasta mandaban la comida. Iban sólo las personas que decidía el presidente. Muchos fueron, con excepción de Gustavo Díaz Ordaz a ése me lo salté—dice.

—A partir de los años setenta y los ochenta, mi papá dejó un poco de lado las disputas mediáticas —dice Ximena Cuevas—. Influyó que en 1975 nos fuimos a París porque aquí se sentía incomprendido y luego, en 1979, balacearon la fachada de la casa, se dijo que era por su amistad con Echeverría. Pero creo que a partir de ahí hay una cosa más introvertida en su vida y obra. También creo que es una cosa propia de la edad. En los noventa hacía unos personajes atrapados en sí mismos, como en unas cajas.
En ese ensimismamiento, tenía una máquina de escribir negra, Remington, donde escribía su columna semanal, Cuevario, que publicaba cada domingo (en Excélsior desde 1985 hasta 1999, y luego en El Universal hasta 2007). No recibía a nadie hasta que acababa de redactarla.

—Gato, ¡cómo es posible! ¡Cada ocho días soy la más cornuda de México! —le aventaba el periódico su esposa.
— ¡Bertha! ¡Sólo tú te crees todas esas historias! —le respondía.

Cuevario era una suerte de diario personal en el que contaba las discusiones en las cenas a las que iba, o sus viajes, pero sobre todo las aventuras y desdichas amorosas con mujeres atractivas que iban a visitarlo a su estudio y a quienes él recibía «en bata de noche». Llevaba con gracia sus infidelidades, que hacía públicas y eran motivo de colección. El 30 de marzo de 1986 escribió que una feminista llegó a su estudio sólo para reprocharle que fuera un macho mexicano y él perdió los estribos ante tanto arrebato feminista: «Su catecismo recitado durante horas me tenía harto. Levanté la mano abierta y la descargué en su mejilla. De sus ojos brotaron lágrimas. Reprochó mi conducta y volvió a acusarme de macho mexicano. Me sentí un miserable. Inesperadamente me sujetó de la cabeza y me besó en la boca, me pidió que la llevara a uno de esos lugares que se anuncian en los ceniceros que tengo en mi estudio. Conduciendo ella su automóvil nos fuimos a la antigua carretera de Cuernavaca», escribió Cuevas.

—Era un bárbaro tremendo. Un día lo acompañé a comprar cigarros, a una farmacia; pidió unos Marlboro rojos, cajetilla dura. La dependienta lo reconoció. Le dijo: «Usted es Cuevas». Y entonces José Luis le dice: «Y me da también unos preservativos de los más grandes, por favor». Al salir me dijo riéndose: «Sergio, soy una persona pública, ella le va a platicar a medio mundo que la tengo así de grande. Ahora voy a tener que hacerles un nudito a estos» —cuenta su amigo, el ingeniero Sergio Escobedo.

—Mi mamá siempre lo dejó ser —dice Ximena Cuevas—. Murió amándolo. Para ella era el ser más maravilloso, por encima de sus tres hijas. Estaba loca por mi papá. Aunque sus amigas me han contado que sí la pasaba muy mal. Yo debí haberlo cachado unas dos veces con mujeres. Y sentía que el piso se me abría de la angustia de imaginar mi vida sin él. Me daba terror imaginarlo. Era de mis grandes miedos en la vida, que mi papá desapareciera. Y mira, hasta parece que me adelantaba en el tiempo.

Bertha Riestra era la que hacía que el mundo de José Luis Cuevas funcionara. Psicóloga de profesión, trabajó entre los años setenta y ochenta como asesora y coordinadora de exposiciones del Museo de Arte Moderno de México. Ella hacía las relaciones políticas y diplomáticas porque Cuevas no era lo suficientemente diplomático. Ella era su promotora, su dealer. Una mujer solemne a quien le gustaba fotografiarse con su esposo; sus hijas tienen hoy una serie de fotografías donde ambos posaban como rockstars. Ella fue quien cabildeó con el Gobierno del Distrito Federal la creación del Museo José Luis Cuevas, cuando toda la familia decidió ceder su legado artístico a la nación, en 1992. Para esto, Bertha se pasó todos los días en el despacho del regente del Distrito Federal hasta que consiguió el predio: se rescató un edificio colonial en el barrio de La Merced, que funcionaba como bodega de telas, anteriormente el antiguo Convento de Santa Inés. Un museo que significó una suerte de «institucionalización» para el irreverente y contestatario Cuevas, y en el que se incluyó una «Sala erótica» con dibujos y grafías con desnudos grotescos y personajes copulando, así como un grafiti que, dijo, hizo durante el coito.

Durante los años noventa su fama lo llevó a aparecer en un programa de la BBC británica, The Buried Mirror, haciendo un dibujo de gran formato. Fue a Sudáfrica, a una exposición colectiva contra el apartheid para celebrar el ascenso a la presidencia de Nelson Mandela. Y en 1997 hizo una exposición litográfica en el Museo Casa de la Moneda de Madrid, durante el recorrido junto a la reina Sofía de España, Cuevas le dijo: «Usted y yo tenemos algo en común», a lo que ella desconcertada respondió: «¿Y cómo es eso?». «En México hay un Museo José Luis Cuevas y aquí en Madrid está el Museo Reina Sofía, donde, por cierto, tambien voy a exponer».

Bertha Riestra lo acompañaba en todas sus andanzas. «Ella era una especie de complemento, una simbiosis —dice Cristina Riestra, hermana de Bertha—. Siempre respetó la vida artística de José Luis, nunca interrumpió una entrevista. Nunca le negó la puerta a alguien, mucho menos una llamada de teléfono. Y aún cuando se estaba muriendo en el md Anderson de Houston por leucemia, sólo pensaba en hablarle».

La enfermedad de Bertha Riestra comenzó a finales de los noventa, y Cuevas no paró de escribir en su columna acerca de la enfermedad de su esposa hasta su muerte, el 10 de mayo de 2000, después de 39 años de matrimonio, cuando él tenía 66. «Siempre pensé que yo moriría antes que tú. Se lo comenté a nuestras tres hijas en días pasados cuando estábamos en la casa de la playa, adonde fuimos a depositar parte de tus cenizas […] nos metimos al mar y ahí las dejamos. Las olas estaban muy altas, pero no sentí miedo (tú sabes que no sé nadar), a pesar de que una de ellas nos azotó con fuerza y nos revolcó. Pensé unos instantes que me llevaría a lo profundo para acompañar tus despojos», escribió en el Cuevario. Cuevas se sumió en una depresión y lo hablaba con los reporteros a quienes citaba en su casa de Galeana para hablar de su viudez. Publicó el libro gráfico Cartas a Bertha. Historia de un loco amor con una serie de cartas ilustradas dedicadas a su esposa, «cartas en las que hablo a la esposa ausente. Eso es terriblemente conmovedor, porque son los sentimientos de soledad ante su ausencia, la tristeza terrible, el duelo que vivo y creo que ahora llevaré hasta el final de mi existencia», declaró a La Jornada el 24 de enero de 2002. Un año después de la publicación de este libro, se estaba casando con Beatriz del Carmen Bazán.

—Bertha era su pilar, en el sentido práctico de las cosas —dice Alberto Cuevas—. Ha sido siempre un niño desprotegido, por eso cuando lo veo me dan ganas de acariciarlo y apapacharlo. Y por eso está con Beatriz del Carmen, no puede estar solo. De ahí la importancia de su escultura La giganta, que resguarda el patio del Museo José Luis Cuevas. Esa enorme mujer con la fuerza de un hombre representa las mujeres de toda su vida: su abuela, su madre, sus hijas y Bertha. Por eso tiene músculos y es grande. Porque es alguien con una gran adhesión a las mujeres. Ahora, si se enamoró o no de su nueva esposa, no lo sé. Es algo muy subjetivo. Yo creo que ni el mismo José Luis podría responder a esa pregunta.

* * *

Está por caer la noche y uno de los empleados, Israel, ha tenido que venir a prender las luces del salón para no estar a oscuras.
—Otra galletita, no las han probado —dice Cuevas.

La casa se siente sola a estas horas: no hay teléfono que suene, ni mucama, ni mascota que merodee. Este silencio implacable le hace pensar en la muerte; le gusta creer que pronto los avances de la ciencia darán la inmortalidad al hombre y se podrá vivir cientos de años.

—Conforme uno avanza en edad, se va acercando ese momento terrible. Sé que uno puede morirse a cualquier edad, por supuesto. Pero hablo de cuando ya es imposible evitarla, cuando se tienen problemas con la edad, llega la vejez y ya no puedes evitar la muerte: la muerte por desgaste físico. Ojalá pudiéramos vivir más.

Piensa que si pudiera regresar el tiempo, volvería a repetir muchas cosas, como aquel happening de la Zona Rosa o los tatuajes de autorretratos que hizo en el cuerpo de varias mujeres en los años setenta.

—Yo tatué a varias mujeres con un autorretrato mío. Ellas compraban el dibujo y un ex convicto que por ahí encontramos los iba haciendo. Expliqué que era un acto amoroso hacia las mujeres: llevar algo mío en el cuerpo que iba a envejecer con ellas. Un acto amoroso frente a una cosa imposible de evitar: el envejecimiento. Algo bastante existencialista. Lo volvería hacer. Acepto todo lo que he hecho de manera definitiva. Si no lo aceptara ahora, significaría no haberlo aceptado nunca. Hacerlo es aceptarlo.

—¿Usted se construyó un personaje?
—Desde luego. La vida de José Luis Cuevas ha sido un performance. En aquellos tiempos de juventud, concebí a un personaje que pudiera destacar dentro de la plástica y que tuviera ciertas características que, desde luego, eran las mías. Debía hacer esto, debía tener aquello. Debía llamar la atención. Lo inventé como quien se inventa un personaje literario. Todo lo que escribo es sobre mí mismo. Y entre las características de ese personaje, tenía que tener la fama, no podía ser un artista que fracasaba, sino que entendiera la importancia de los medios. Pocos lo han logrado, como Andy Warhol o el mismo Salvador Dalí. Aunque ahí el que inventó a Dalí fue Gala, no él.

—¿Y la ruptura con sus hijas?
—Han cometido un gran error: atacar a su padre. Quien ataca a mi esposa me ataca lógicamente a mí. Yo debo la mayor solidaridad a mi esposa. Y no puedo tolerar ni ser indiferente. Dicen que es una arribista, que me buscó por la fama pero no mencionan el amor que nos ha unido. Es totalmente absurdo esto que se dice de «mi asilamiento». Ellas son las que me habían abandonado. Yo no las abandoné. Me hace pensar que buscan problemas con la herencia, pero yo ya las heredé en vida. Han sido momentos difíciles en que he tenido que salir a contestar a los medios y desmentir falsedades: yo tuve pulmonía y eso me llevó al hospital con dolencia de riñón. Mi esposa muchas veces buscó un acercamiento con ellas…

Se queda en silencio un momento.
—Y a mis amigos de siempre los sigo viendo, lo que pasa es que cada vez tengo menos, porque se han ido muriendo. A todos ellos no puedo verlos, se han muerto. Está el caso dramático de Pablo Picasso, todos sus amigos ya habían muerto para sus últimos años de vida. Pero yo tuve la extraordinaria fortuna que a mi edad avanzada pude conocer a una mujer como mi esposa y que nos hayamos enamorado los dos y vivamos juntos desde hace once años. Ella me dice Cachito, como la canción: «Cachito, cachito, cachito mío».

—¿Cómo va a festejar sus ochenta años?
—Algo está preparando el museo, creo. Pero yo no quisiera que hubiera una celebración porque como soy hipocondríaco, no quiero celebrar un año más de vida. No sé qué me depare el futuro; no se sabe. Tampoco sé en qué proyecto estaré. Prefiero pensar en que la vida transcurra. Lo único que uno quiere es que no se acabe ese motor que nos hace crear a diario. Ojalá y así sea.\\

*Texto publicado originalmente en el número 145 de Gatopardo

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