Arturo Ripstein. El cineasta en sus dominios
Guillermo Sánchez Cervantes
Fotografía de Camilo Christen
Arturo Ripstein se dedicó al cine porque para él era lo inevitable, siendo hijo de un productor de la Época de oro. Creció entre estudios de filmación y fue aprendiz de muchos realizadores. En 55 años, se hizo de un estilo y un lenguaje propios, con los que mira la realidad soterrada de este país. Su más reciente película, “El diablo entre las piernas”, confirma que es un maestro provocador.
Arturo Ripstein es el artífice de la trampa emocional. Artífice y testigo, porque es su cámara la que sigue el rumbo de sus personajes en planos que parecen no terminar nunca. Así, filma a la vieja prostituta que se engaña a sí misma y cree que todavía es joven y bella, y recurre a toda artimaña para mantenerse activa; o a la esposa que acepta que el marido la tenga encerrada bajo la fantasía de la seguridad, aunque el encierro sea una ratonera; o al delincuente que quiere reformarse y olvidar su pasado cuestionable, pero la realidad le escupe en la cara y le dice: “Ratero una vez, ratero siempre”. No hay salida en este universo, es el destino jodiéndolos a todos.
Nunca le interesaron las historias de gente con corbata y optó por lo que denomina “la mugre”, que no es más que las bajas pulsiones, los amores feroces y la crueldad humana en las que ha hurgado en sus películas. La semilla la encontró en las secuencias en blanco y negro que Carlos Savage —el editor de Nazarín y Los olvidados— le mostraba en una vieja máquina de edición, cuando era un aprendiz de director. Terregales, campos abiertos, árboles girados y pura sequedad le llenaron los ojos de asombro y lo llevaron a construir el retrato de un país de sobrevivientes.
—Yo no fui muy hábil en la vida. No fui buen estudiante y tampoco tuve la gloria de ser pésimo. A lo mejor por eso la derrota ha sido una especie de género en mi vida. Mis personajes se vuelven sobrevivientes, de modo que la derrota es un estímulo. Yo fui mediocre y, cuando eres mediocre, sobrevivir es trabajoso —dice.
Arturo Ripstein cruza la calle golpeando su bastón. Tiene 76 años. Lleva un sombrero gris con una gran pluma morada, anteojos y una chamarra oscura, y camina por una avenida de la Condesa, atiborrada de bancos y tiendas y tacos callejeros. Pasa inadvertido mientras espera al semáforo para cruzar y llegar a su departamento. Dice que nadie lo reconoce porque no tiene cara y no tiene presencia, y el “ser personaje” se lo deja a directores como Almodóvar. Él sólo ha hecho cine porque era lo inevitable: hijo de uno de los productores judíos más importantes de la Época de Oro del cine mexicano, Alfredo Ripstein Jr., y de Frida Rosen; hermano mayor de Sylvia y Patricia; y padre de Alejandro y Gabriel. Buscó diferenciarse de la generación de su padre, los realizadores todopoderosos de una industria cinematográfica que se había venido abajo, y desarrolló una filmografía extensa, entre cortos y largometrajes, documentales y ficción, en 55 años de carrera.
Está por estrenar su largometraje número 31, El diablo entre las piernas —escrito por Paz Alicia Garciadiego, su esposa y guionista, con la que ha trabajado desde 1985—, que se mostró el año pasado en Toronto y Morelia. La crítica ha respondido de manera positiva: “No sólo está filmada con el rigor y la maestría de su mejor cine, sino que es valiente en muchos sentidos y empática con su protagonista. […] Un gran e inesperado regreso de Arturo Ripstein”, escribió Fernanda Solórzano en Twitter.
—Es la película donde eché todo y es lo mejor que he hecho en mi vida. Un cineasta es muy mal crítico de sus propias cosas. El tiempo lo dirá. Primero que nada, no hay que olvidar que la caca propia huele bien. Siempre. La de otros no.
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Un conserje abre la puerta. Llama al elevador y oprime el botón del último piso. El ascensor es pequeñísimo, de color rojo, con espejos. Ripstein tiene un juego de llaves en la mano y cada una se distingue por un color. Para ir al piso, inserta una llave en el panel de control y da vuelta, mientras que para salir hace lo mismo pero con otra llave. Una vez arriba, las puertas se abren a otra puerta de madera que por alguna extraña razón tiene pegados un par de post-it de color morado, sin alguna anotación. Al cruzar, la cocina está abierta y parece que hay alguien cocinando. Pero él cierra puertas y va guiando a sus visitas por un pasillo que gira, desciende unos escalones, y gira nuevamente para llevar a una sala llena de objetos: cajitas, un cofre, cuadros de arte, y algunas pequeñas esculturas. Desde allí se ve una terraza con plantas, cactus y unas campanas de viento que suenan cada tanto. Contrario a sus películas, este espacio es iluminadísimo, hay muros blancos y pisos y techos de madera. La antítesis del cine de Ripstein.
Es un mediodía de enero de 2020. A unos pasos de aquí, cuenta, se cayó un edificio en el terremoto de hace dos años y ahora sólo queda un lote baldío. En su casa, muchas macetas se quebraron y tuvieron que transplantar su contenido en el camellón de abajo.
—A este edificio no le pasó nada. Paz estaba perdida, no la encontrábamos, y yo no iba a bajar diez pisos para después volverlos a subir, ¿está usted de acuerdo? Me encontraba con el director del archivo fílmico de Harvard. ¡Él estaba muy aterrorizado! Imagínese, nunca había visto un temblor y vimos cómo se caía el de aquí junto. Le dije, “acábate el whisky”.
La ciudad se paralizó. Para las cinco de la tarde, entró el ejército a su edificio.
—No sé cómo, pero se dijo que había un “anciano” prisionero que no podía salir. Yo estaba asomándome por el barandal para ver qué se veía. Así que entraron con bomberos y una camilla para recoger al anciano. “Sólo estábamos tomando un trago”, les dije, “¡pero ni me lo he terminado!”. Pues vámonos para fuera, sacaron al anciano.
Ripstein ha aceptado hacer ahora esta entrevista y una sesión fotográfica, y es la primera vez en muchos años que recibe a un medio de comunicación en su departamento.
—No vayas a hacer una barbaridad —le dice al fotógrafo.
—No se preocupe, señor Ripstein, traje una cámara de película —y le muestra una Mamiya 645, que cuelga frente al pecho.
—Ya veo que es una de esas cosas arcaicas… ¿Los rollos son de 127 mm?
—120.
—Me pasé por siete. Hice fotos de aficionado, aprendí a revelar de jovencito con un cuate de la secundaria. Las películas antes se tenían también que revelar. Era una pasada. Podías esperar cualquier sorpresa: se echaba a perder el trabajo, se les iban mal los baños, se rayaban los negativos, siempre con el corazón en la boca. La ventaja de hoy es que ya no se tiene que revelar con las cámaras digitales. Es un paso menos.
Ripstein posa y da instrucciones.
—Sin closes, por favor, que ya no estoy en edad, nunca lo estuve.
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Así es la vida (2000) fue la primera película que se filmó digitalmente en América Latina y fue dirigida por Arturo Ripstein. El productor estaba asustadísimo. Kodak se había pronunciado diciendo que era espantoso, que se iban a arrepentir, que le regalaban todo el negativo o todos los rollos, pero que no lo hiciera en digital, por favor. Hicieron caso omiso. El film se rodó en tres semanas y representó una forma de trabajo más ágil, puesto que normalmente las producciones de Ripstein se extendían por cinco semanas. Escrita por Paz Alicia Garciadiego, la película era una versión de Medea, donde Julia, una mujer dedicada a la medicina informal, hierbera, que vive en una vieja vecindad, enfrenta dos conflictos: el marido que la ha abandonado se quiere llevar a sus hijos, y el casero amenaza con desalojarla. En venganza, como dicta el clásico griego, Julia asesina a sus propios hijos. La película ganó el Premio del Jurado y el Premio FIPRESCI en La Habana.
—He hecho cine de todo calibre. Me di cuenta de que el cine fotográfico realmente lo hace todo más pesado e implica más gente. Con la levedad del equipo de plataforma digital, las cosas son mucho más rápidas.
Ese mismo año, rodó otra película en digital, en diez días: La perdición de los hombres. Filmada en un blanco y negro deslavado para que tuviera la apariencia de documental amateur, se situaba en un polvoriento cruce de caminos en la más extrema miseria, donde un hombre es asesinado por dos compañeros de beisbol y resulta tener dos mujeres (una de ellas, interpretada por la actriz Patricia Reyes Spíndola) que se van a los golpes para decidir quién “se chinga” el cuerpo. Ganó el premio a Mejor Guion y además la Concha de Oro (el premio más alto otorgado en competencia) en San Sebastián.
—La perdición de los hombres surgió así como un buche y se filmó tal cual. Ahora hay cosas que ni uno se imagina en cuanto a tecnología, como los discos láser que muy pronto se supo que no iban a servir para nada.
—¿Piensa volver al celuloide en algún momento?
—No. Era extenuante y ahora nos hemos quitado de encima la espada de Damocles. Antes teníamos una cantidad de material determinado, poco tiempo y poco dinero. Se ha democratizado el cine.
Aprendió a hacer películas leyendo libros sobre cine, y yendo a los cineclubes con debate que fueron formativos para su generación. Veía cuanta película podía en una época en la que se hacían enormes filas para ver lo último de Bresson o de Truffaut, pero también de Hitchcock, que era un éxito comercial. Aquella escena le parece ahora irrepetible con la cantidad de superhéroes que abundan.
—No tengo nada contra el cine comercial porque viví de eso toda mi vida, mi papá hacía esas películas y era lo único que conocía. Pero el cine de una cierta ambición tiene una audiencia mucho más estrecha. Y por ambición usted entiende a lo que me refiero. Es un acto de valentía insuperable hacer una película que no tiene a la actriz o al muchacho de las tetas.
Alameda Films, la productora de su padre, hacía películas de fantasmas y vampiros, y comedias a lo más Viruta y Capulina. Como hijo del productor, podía entrar a los estudios, pedir permiso para observar los rodajes e ir aprendiendo el oficio, ese mundo de reflectores, cámaras y cables tirados en el piso. Ripstein entraba, llevaba su cámara y tomaba fotos. Preguntaba cosas, algunos contestaban. Iba con el fotógrafo, el técnico o el camarógrafo, de modo que fue auditorio de una “bola” de profesionales. Se acercó a Miguel Delgado Pardavé (el director de Cantinflas), a Rogelio A. González (guionista de las películas de Pedro Infante) y a Chano Urueta (director de películas de Blue Demon) para preguntarles cómo se hace; se jacta diciendo que aprendió con los malos porque eran estimulantes y se daba cuenta de que él podía hacerlo mucho mejor.
—También le pedí a Luis Buñuel entrar al rodaje de El ángel exterminador. Era muy amigo de mi papá, a ambos les gustaban las armas; se iban a campos de tiro a echar balazos, hablaban sobre cómo se cargaban los cartuchos y en cuánto salían los granos de pólvora. Pero nunca fui su asistente porque, para empezar, yo era menor de edad y necesitaba 21 años para entrar al sindicato.
Buñuel le decía “párate ahí” mientras le iba preguntando cosas. Ripstein le cargaba el portafolio o iba a buscarlo a su casa para llevarlo a los estudios, pero hubo momentos en que simplemente no lo dejaba entrar al rodaje. Gabriel, hijo de Ripstein, cuenta que más que nada fue una amistad, “le debió haber parecido a Buñuel que mi papá era un muchacho muy atrevido con un interés genuino en el cine. Entonces iba seguido a casa. Yo era muy pequeñito pero recuerdo su presencia memorable, delgado y con una mirada peculiar. Le gustaba cómo cocinaba mi mamá”.
—Fue un hombre al que quise mucho, y admiré enormemente, pero no es el director de las películas con las que sueño. Que mis películas sean iguales, como decíamos en la secundaria, brincos diera. Pero de él aprendí que no debes traicionarte, y no debes hacer lo que no quieras filmar, una especie de decálogo teológico. Era un genio sin la menor duda.
Un día, el joven Ripstein le dijo a su padre que quería ser cineasta y fue el acabose. Cuenta que echó humo por la boca, se rasgó las vestiduras y poco faltó para que se tirara al piso. Le parecía un afrenta que quisiera dedicarse al cine.
—Siempre pensó que yo era un idiota por querer caminos distintos a los que él esperaba, y a lo mejor tenía razón —dice.
Así que lo mandó a estudiar Derecho. Entró a la facultad pero abandonó a los tres años porque ese mundo de juzgados y desahucios le parecía intolerable; se matriculó en Historia en El Colegio de México, que también abandonó; y se cambió a Historia del Arte, en la Ibero, pero terminaron por expulsarlo por el intento de organizar una huelga estudiantil. Así que tomó lecciones de cine que daba la UNAM; mientras incursionaba como actor, hacía cameos en películas de rocanroleros y hacía teatro; se le antojaba saber lo que se sentía estar del otro lado de la cámara. Aunque lo hacía muy poco, actuando era realmente malo. La única crítica que recibió fue “apunta pero no dispara”. Frecuentaba los cafés de la Zona Rosa, como el Tirol. Ahí pronto coincidió con un grupo de jóvenes que aún no tenían idea de la importancia que iban a tener en el mundo cultural.
—Me sentaba en la mesa de al ladito, era enormemente tímido. Ahí estaban Vargas Llosa y Fuentes y García Márquez y también los del Grupo Nuevo Cine, como Emilio García Riera, que editaban una revista homónima que yo coleccionaba, y muy lentamente me iba acercando. Era complicado, porque en ese entonces ser hijo de productor era una especie de aprobación de imbecilidad.
—¿Cómo es eso?
—Algunos compañeros míos hacían lo que sus papás: un cine fácil y predigerido y de públicos cautivos donde no había opciones y ningún estímulo. Aunque fuere algún toque eléctrico, ¡nada! Entonces era muy difícil formar parte.
Ripstein conoció a García Márquez por medio del actor Jorge Martínez de Hoyos que estaba casado con una actriz colombiana. Lo empezaron a invitar a las reuniones que organizaba Fuentes en su casa, “memorables y magníficas”, que tenían lugar los fines de semana. García Márquez había escrito un guion. Ripstein tenía otro que había hecho por pura afición, y se lo mostró. El colombiano se rio de él (el guion era tan turbulento como todo lo que se hacía en los sesenta, determinado por el cine de Antonioni) y le enseñó el suyo. Se titulaba El charro; a Ripstein le gustó y le presentó el proyecto a su padre para producirlo. Ya tenía 21 años. Rodó como pudo en Pátzcuaro, y contó con una actriz veterana, Marga López. Tiempo de morir, estrenada en 1966, con el guion de García Márquez adaptado por Carlos Fuentes, contaba el regreso a su pueblo de un expistolero (interpretado por Martínez de Hoyos) luego de pasar 18 años en prisión por matar a un hombre. Busca rehacer su vida, pero se encuentra con el afán de venganza de los hijos de aquel al que asesinó. Era un western, el género de moda entonces, y en blanco y negro. La cinta recibió el Premio de la Crítica en Cartagena y el tráiler la anunciaba como “un nuevo cine mexicano”.
Treinta años después, en un encuentro en Cartagena, García Márquez le dijo “ya sabes hacer cine”, y le dio los derechos de El coronel no tiene quien le escriba.
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El librero del estudio está lleno de detalles: están los retratos familiares, los hijos, los nietos; un Judas diminuto color rojo y un par de guantes de box chiquitos de color azul que cuelgan del mueble; hay un sinfín de fólderes, hojas y sobres manila; libros de literatura, cine y de arte moderno; están los tomos del diccionario de María Moliner y más colecciones en pastas de piel. Ripstein dice que siempre fue un gran lector, aunque no frenético, como sus amigos escritores que leían un libro por día. Dice que leía por placer, no para saberlo todo, sino para estar encantado: sin encanto, el arte no tiene pies.
Hay libros de algunos de los autores que ha versionado a lo largo de su carrera, Maupassant, Flaubert, Rulfo, Donoso, García Márquez, Garro o Mahfuz. Esta acumulación traspasa el librero y llega al sillón y hay pilas de volúmenes incluso junto a una ventana. Ripstein señala los guiones de sus películas, empastados. Cree que el guion es fundamental, aunque hoy está subestimado y se tira a la basura una vez que se hace una película.
—Pero con el guion se consiguen los fondos, el equipo, se consigue el reparto. Por supuesto, hay películas que se hacen sin guion. Godard es un ejemplo y Godard puede ser muy discutible: o es formidable o es un farsante. El cine que yo hago es un cine narrativo, y la narración es fundamental, se centra en contar el cuento. Una vieja costumbre que tienen los hombres.
Siempre prefirió colaborar con escritores que con guionistas profesionales, así que en sus primeras obras trabajó mano a mano con Manuel Puig, José Emilio Pacheco y hasta Vicente Leñero.
—Los guionistas están llenos de mecanismos probados y manías, soluciones hechas, y un escritor no, un escritor te abre las puertas. Lo técnico yo lo tengo, más o menos les digo “esto hazlo por ahí”, “esto se puede hacer así”. Ser un buen director de cine consiste en saber rodearse de la mejor gente posible y dejarlos hacer lo que saben.
Luego de una poco afortunada Recuerdos del porvenir (1968), el guion de El castillo de la pureza (1972) estuvo a cargo de José Emilio Pacheco. La película mostraba el lenguaje de Ripstein apenas gestándose. Producida por Estudios Churubusco, en tiempos en que el Estado se aventuraba a producir un cine de autor, la historia había surgido de un caso de nota roja famosísimo, el de un padre detenido por secuestrar durante quince años a su familia. Así que fueron directo a la Hemeroteca a investigar. Pacheco era un multitasking por excelencia. Así nació el personaje de Gabriel Lima, interpretado por Claudio Brook, este padre que tiene encerrada a su esposa y a sus tres hijos (a los que nombró Porvenir, Utopía y Voluntad), porque el mundo exterior le parece dañino. En la película empieza a desarrollarse un lenguaje que se repetirá a largo de su filmografía: los espejos, los patios mojados, los muros ennegrecidos y el moho, la ropa en los tendederos, el veneno para ratas, mujeres que propician el terrible destino, y la claustrofilia que tomó visos de devoción.
Luego de cintas como El santo oficio (1974) y Foxtrot (1976) —la única película en inglés, pero filmada en México, con Peter O’Toole y Charlotte Rampling, carísima y atacada por la crítica—, y el documental Lecumberri, el palacio negro (1977) —que filmó poco antes de que la prisión cerrara definitivamente—, apareció El lugar sin límites (1977), una cinta considerada de culto. El guion estuvo a cargo del escritor argentino Manuel Puig (autor de El beso de la mujer araña), pero a mitad del proyecto renunció y Pacheco tuvo que concluirlo solo. La cinta estaba basada en la novela del chileno José Donoso, que Ripstein había leído en manuscrito once años antes, cuando conoció al autor en casa de Fuentes. Se rodó en Bernal, donde recrearon este pueblo de machos furibundos al que el político local les ha prometido la luz eléctrica y no les cumple. Aquí aparece La Manuela, interpretado por Roberto Cobo, un travesti que administra un burdel donde las prostitutas bailan al ritmo de “Perfume de gardenias”, en un mundo donde se cumple la máxima: “Putas tristes, putas de mal agüero”. La aridez del pueblo entra al burdel en sus muros ennegrecidos, pocos clientes, una vieja barra despintada y un gallinero al fondo. La cinta causó revuelo cuando se proyectó en San Sebastián, por mostrar sin tapujos un beso entre dos hombres, pero ganó el Premio del Jurado.
—Eran años en que yo hacía lo que fuera para sacar adelante las películas. Era difícil trabajar con gente determinada por estatutos inamovibles de una industria cinematográfica en decadencia. Hacer cine era mi horizonte, y yo quería lograrlo. Unas salieron y otras no. De ahí que tuve que hacer algunas “alimenticias”, porque empecé a tener hijos que alimentar y que crecieran y que hubiera pan y mantequilla en la mesa —dice Ripstein, que ha hecho publicidad, comerciales, montado teatro y hasta ópera.
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A Ripstein le gusta repetir imágenes al filmar y un ejemplo de ello son los espejos que siempre aparecen en sus películas. Además del fetiche, le sirven técnicamente para varios trucos, como hacer los cortes en los planos largos. Le gustan muchísimo y desde chico se preguntaba cuál era el color verdadero de los espejos, si era plateado o no, si existía un color específico, hasta que cayó en la cuenta de que más bien los espejos eran del color de lo que reflejaban. Alguna vez tuvo una nana que le dijo que, si se miraba más de diez minutos en un espejo, iba a saltar un demonio. Él jura que lo intentó varias veces pero que nunca vio ni le saltó nada. A lo mejor era su cara, dice. En sus películas siempre hay una actriz mirándose al espejo, sea Lucha Villa, Rita Macedo, Isela Vega o Sylvia Pasquel.
—El cine es al final de cuentas un juego, pero que se hace con rigor absoluto.
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Una noche de enero de 2020, Paz Alicia Garciadiego está sentada en un café con un abrigo. Usa unos tenis y se disculpa, tuvo un día largo y ya no quiso cambiarse. Antes de empezar, vuelve a preguntar si la entrevista se centra concretamente en el cine de Ripstein, y habla de él mencionándolo por el apellido, como si fuera una persona ajena, a pesar de que están juntos desde mediados de los ochenta en una colaboración que se antoja entrañable.
—Llegué a un momento en que soy muy supersticiosa, así que ya no cuento las películas ni cuento los años —dice.
Y continúa hablando de supersticiones: trae puesto un anillo de “dos pesos” que no sabe cómo pero encontró en el congelador y teme sea de mal agüero (a pesar de que lo lleva puesto); dice que le gusta llegar al primer día de filmación con un ramo de nubes blancas, para la buena suerte, y que si ella no aparece, la producción no empieza; dice también que ella introdujo las batas rayadas en las películas, pero más que una superstición son un fetiche.
—Me recuerdan al portero de mi edificio de la infancia. Dan la sensación de la derrota y sirven para marcar el encierro del personaje con el desarreglo alrededor. A Ernesto Yáñez es al que más veces le hemos puesto la bata. Ya le dije a las vestuaristas, ¡guárdenlas, guárdenlas, que vuelven a salir pronto!
Garciadiego y Ripstein se conocieron en la Unidad de Televisión Educativa y Cultural, hoy extinta. Ahí ella, egresada de Letras por la UNAM, escribía guiones para historietas y programas de TV. Un día los dos se encontraron en los pasillos, él le dijo que era Arturo Ripstein, y ella no le creyó porque pensaba que el cineasta tenía que ser alguien mucho mayor. Pero, una vez que aceptó que era él, Garciadiego le contó una idea loca para guion: una mujer en Mérida tiene en casa unos cocodrilos y durante una gran tormenta se escapan nadando, así que la mujer va detrás de ellos por las calles, con un criado, para tratar de llevarlos de vuelta. Ripstein no le hizo caso. Pero cuando ella le mandó un par de guiones de 30 minutos, le gustaron el tono y la calidad. Estaban escritos como relatos literarios, con todo lo que dicen los maestros de guionismo que no se debe hacer. Un día la llamó y le ofreció escribir El imperio de la fortuna, basada en una novela de Rulfo. Ripstein venía de un momento difícil con películas que no habían ido como se esperaba, entre ellas La ilegal (1979), con Lucía Méndez, actriz de telenovelas. Habían sido años díficiles, con una dirección de Radio, Televisión y Cinematografía que estranguló a los creadores.
—En ese momento lo que me hacía dudar era Rulfo, y la horrible filmografía que había de él, me refiero a los Pedro Páramo. Nunca había escrito un largometraje. Yo escribía para televisión, me daba cosa meter la pata, hacer un bodrio. Yo tenía a mi hija chiquita y no quería ponerla como pretexto, eso me convertiría en una ama de casa ipso facto. Así que tomé el reto.
Tenían que darle la vuelta a lo folclórico que había hecho Roberto Gavaldón (cineasta de la Época de Oro) en 1964, y mostrar la vida rural mexicana en los ochenta, el poliéster invadiendo el campo, chamarras de piel, tenis, playeras de Michael Jackson. Él sólo puso tres mandatos: detestaba los mariachis, el personaje de La Caponera tenía que ser mala cantante de palenques, y no quería que nada se pareciera a las películas que protagonizó Emilio El Indio Fernández, de charros y bandidos. La cinta se estrenó en 1985 y contaba la historia de Dionisio Pinzón, un hombre discapacitado, con la mano vendada, que vive en extrema pobreza y frecuenta las peleas de gallos; un día se hace de uno que le cambia la suerte, y en lugar de comérselo, lo cuida con el fin de convertirlo en un campeón. Siguieron fielmente a Rulfo hasta que encerraron a Pinzón y a La Caponera en una casa, y entonces sí, le faltaron el respeto.
—La sexualidad de La Caponera no existía en el relato. Y se vuelve un objeto de deseo para todos los hombres que la veían con sus caderas enchurrosas, y por donde pasaba, levantaba todo tipo de penas detrás de ella. A Ripstein le gustó ahondar por ahí y, por supuesto, en el encierro, el encierro de ella que la consume. Y es tan cabrona, que se deja morir para demostrarle a Pinzón que ella sí era su talismán.
Garciadiego, quien se convirtió en su pareja después de la película, comenzó a sembrar en la filmografía de Ripstein una serie de personajes femeninos sexualizados, aunque siempre (o casi siempre), en esta trampa emocional ripsteiniana, terminan en la derrota.
—Por supuesto que les va mal, como a todos nos va mal en la vida. Hombres y mujeres. Yo no hago cine feminista ni antifeminista. Siempre he pensado, y lo he discutido con él, que cuando el sexo aparece en pantalla tiene que tener un propósito y es mostrar la soledad de los personajes. El orgasmo es uno de los momentos más solitarios, junto con el nacimiento y la muerte. La única manera de tenerlo es siendo absolutamente egotista. Algo casi doloroso y donde se va la vida.
Las plataformas de streaming poseen gran parte de la filmografía de Arturo Ripstein, como Filmin Latino, aunque hay ciertos títulos que requieren esfuerzos para conseguirlos. La mujer del puerto (1991), por ejemplo, es imposible. Basada en un cuento de Maupassant, ya había sido adaptada por Arcady Boytler y Emilio Gómez Muriel, la historia nuevamente se desarrolla en un burdel. “Tuvo un lío legal con los productores, que la cinta estuvo incautada, un asunto de demandas y contrademandas, por lo que no se ha podido ver en México”, dice el crítico Leonardo García Tsao; pero sí ha sido proyectada en el extranjero. Ripstein lo sabe porque le llegan de pronto las regalías de las proyecciones en países como Nueva Zelanda o Corea del Sur. Sólo se mostró una vez en Guadalajara. Ripstein acaba de terminar una remodelación técnica y la fotografía de Ángel Goded luce aún como ayer.
Principio y fin (1993) es otro caso, aunque se puede encontrar en el acervo de la videoteca de la Cineteca Nacional. Esta cinta le abrió las puertas y el prestigio en Europa, cuando ganó su primer Concha de Oro en San Sebastián, mucho antes de que se hablara de un boom mexicano. Estaba basada en la novela homónima del nobel Naguib Mahfuz, guionista del cine egipcio. La cinta de alguna manera reconcilió a Ripstein con su padre, de quien había tratado de distanciarse cinematográficamente. Un día Ripstein le llevó un par de novelas de Mahfuz que había comprado en Estados Unidos —aún no lo traducían al español—, y Alfredo Ripstein se empecinó con hacerse de los derechos; viajó a El Cairo, conoció al autor y regresó a México con Principio y fin y El callejón de los milagros (que dirigiría Jorge Fons).
“El cine que hacían claramente los diferenció. Mi abuelo se retira porque se rompe una pierna a finales de los setenta y eso lo saca de la cancha”, dice Gabriel Ripstein. “Pero regresó a producir estas películas en su última etapa. Mi abuelo cerró su carrera con otro sabor de boca. Él respetaba muchísimo a mi papá, le daba gusto el trayecto que había construido solo, pero él era también un personaje fuerte y que el famoso fuera el hijo no pasaba desapercibido”.
Principio y fin narraba la historia de un núcleo familiar dañino. Una familia caída en desgracia, que tiene que mudarse al sótano de un edificio luego de que el padre fallece y deja a su mujer y a sus cuatro hijos sin sustento. Ignacia (Julieta Egurrola), como una suerte de parásito, pone a trabajar a sus hijos mayores para pagar los estudios del favorito, Gabriel, y poder apostarle a una sola carta fuerte. “En la vida hay que tomar turnos para que no nos lleve la resaca”, era la frase lapidaria del personaje, quien aparecía usando la bata y con una mano vendada.
—Elegí quedarme con Principio y fin porque me pareció hermosísima, había muchos vínculos con los que podría situarse en México visto desde las ópticas de los no opulentos, los ojos perdidos de la sociedad, que se parecen mucho a El Cairo. Y eso nos llevó para delante. No fue complicado crear esta atmósfera de barriadas y vecindades, de chismes y una serie de enjambres que giran en torno a la reputación. Paz hizo una adaptación espléndida. A diferencia de El callejón de los milagros, también producida por mi papá, que fue exitosísima y ganó mil premios, la mía sólo uno.
Hace una pausa y dice, sonriendo, para finalizar esta conversación:
—Soy muchísimo más modesto.
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Los noventa fueron una etapa productiva. “Si anteriormente la figura del padre determinaba las historias de Ripstein, en estos años nace la figura de la madre terrible, que según sus anhelos va destruyendo a sus hijos: sucede en Principio y fin; en La mujer del puerto (1991) con el incesto de los hijos de una mujer que regentea un burdel, o en La reina de la noche (1994), la biografía de la cantante Lucha Reyes destruida por la figura materna, o en Profundo carmesí (1996), la asesina que abandona a los hijos, hasta llegar a Así es la vida y Las razones del corazón (2011), que son Medea y Madame Bovary”, dice el crítico José Antonio Valdés.
—Yo me nutrí viendo melodramas en blanco y negro. Lacrimógenos y ensalzados, con valores que eran totalmente contrarios a los que yo tenía. Entonces busqué la moneda desde el otro lado. No voy a hablar de que el corazón de una madre nunca se equivoca, sino todo lo contrario: ¡que siempre se equivoca! —dice Ripstein.
De esta década de películas distintas, con coproducciones internacionales, destaca un Ripstein tocando varios frentes junto a su guionista de cabecera, viendo qué historias quería contar. Así apareció Profundo carmesí, la historia de un par de sociópatas que estafan y matan a mujeres bien acomodadas, mientras se desplazan en un auto entre paisajes desolados del norte sonorense. La película se basaba en un caso real ocurrido en Estados Unidos, que terminó con los asesinos condenados a la silla eléctrica. Pero Ripstein encontró en la realidad de su país la posibilidad de un final muchísimo más cinematográfico: la fuga de los protagonistas, Coral diciendo “es el mejor día de mi vida” mientras toma de la mano a Nicolás (Regina Orozco y Daniel Giménez Cacho), para después caer muertos en un charco de lodo. La película cruzó fronteras, fue aclamada en Sundance y en Venecia, premiada en Biarritz, La Habana y Puerto Rico.
También está su versión de El coronel no tiene quien le escriba (1999), de García Márquez, una película que estuvo en competencia en Cannes y tuvo una ovación de diez minutos, según reportó la prensa, pero comercialmente pasó desapercibida. Era la famosísima historia del viejo coronel que, a pesar de todas las dificultades —producidas por una pensión que no llega—, busca preservar su dignidad. La adaptación de Garciadiego extrapoló el relato, sacó el esqueleto de Colombia y lo llevó a la realidad y las costumbres del trópico veracruzano. Aquí logró extender todo su lenguaje cinematográfico sobre la derrota y la putrefacción: una noche de lluvia imparable, una Marisa Paredes insiste desesperada, y enferma:
—Dime qué vamos a comer, dime.
Y un Fernando Luján, atrapado en el conflicto, en camiseta sucia de sudor, que se sienta en una cama de latón oxidado y sólo responde:
—Mierda.
***
“Lo conocí cuando hacía televisión educativa en los ochenta, y después hicimos una telenovela para Televisa, y él tenía su propia cabina para fumar, y nadie más podía entrar. Ahora ya no fuma, pero recuerdo que me decía, ‘vamos a echarnos un cigarrito’. Dejó de hacer televisión porque se dejó de pagar lo que cobra Arturo, desde luego, pero era buenísimo, hizo varias cosas allá y entendía bien el sistema: era rápido y cubría más del tiempo preciso. Yo soy ‘actriz de director’ porque trabajé con él”, dice Reyes Spíndola.
Ripstein es un hombre de grandes peculiaridades: los actores se tienen que aprender los textos tal cual vienen escritos, padrísimos pero difíciles de aprender. Le gustan las voces educadas con inflexiones y volúmenes diversos que puedan darle todo el potencial a sus personajes. Para los plano secuencia, traza dibujos y los imagina como una coreografía. Es un perfeccionista y el set es cosa sagrada y de absoluta concentración.
“Me tocó ir a festivales europeos varias veces con él, y pude notar la diferencia del trato que le dan los españoles al que le dan los mexicanos y es del cielo a la tierra. Allá es ‘el maestro’. Recuerdo que veníamos de Venecia donde nos había ido increíble con La calle de la amargura (2015), donde interpreto a una prostituta. Y llegamos a la exhibición en el festival de Guadalajara, y le digo a La Chabelita [Nora Velásquez], ‘no te creas que esto es Venecia, eh, el cine de Arturo lo ven de otra manera, así que vamos a aguantar vara, nos van decir cosas’. La gente se sale a media película porque su cine refleja una realidad que no queremos ver, y que no tiene nada que ver con los franceses o los españoles. Me han cuestionado afuera de la sala de cine, ‘oiga, ¡por qué hace esas cosas!’. Es como si te pusieran un espejo, los mexicanos tenemos otro ánimo, vivimos el melodrama”, añade Reyes Spíndola.
***
Es una tarde de febrero de 2020. Ripstein aceptó un segundo encuentro, pero rechazó que la entrevista volviera a hacerse en su casa. Sus publirrelacionistas pusieron varias condiciones: que fuera un lugar silencioso, que estuviera en una planta baja porque usa bastón y no sube escalones, y que estuviera cerca de su edificio para desplazarse con facilidad. Ripstein solicitó hacerla en una biblioteca que funciona como pequeño centro cultural, pero había que llenar un sinfín de oficios burocráticos y esperar una autorización. Gatopardo consiguió un departamento en el barrio, con elevador, y Ripstein llegó puntual.
Ahora inspecciona el lugar y señala que parece la casa de un coleccionista.
—Muy bonito, muchas cosas, como bazar de arte.
Viene vestido con un suéter azul y debajo una camisa de cuadros. Se acomoda el suéter y deja ver en su muñeca una pulsera de estambre de colores fucsia y naranja; una vez acomodado en un sillón, se pone un auricular en el oído.
—Si no, no vamos a llegar a ningún lado —dice.
Ripstein dice que está en su mejor momento. Su más reciente película, El diablo entre las piernas, que ha declarado que es lo mejor que ha hecho en mucho tiempo, está por estrenarse en salas de cine. Dice que los guiones de Garciadiego, para muchos llenos de barroquismo, le dieron los ojos y la voz que le faltaba y ahora ha llegado a la zona de confort menos confortable posible: un guion enorme. Plasmarlo y transformarlo en una película ha sido un deleite.
Garciadiego llevaba tiempo escribiendo un relato que pensaba iba a quedar en el cajón. Estuvo trabajando por su cuenta, encerrada en su estudio, a diferencia de otros tiempos en que Ripstein y ella se enfrascaban en debates y análisis sobre el rumbo de las historias. Así que no escatimó en limitaciones económicas, morales, éticas ni estéticas. Estaba interesada en el deterioro de una pareja que se encierra en sí misma, que pasa todo el día en bata y chanclas, que lleva tiempo acumulando objetos, ropa sucia, muebles viejos. El hombre vive celando a su mujer día y noche, con un rosario interminable de groserías, y ella va apuntando cada una de estas ofensas en libretas que guarda en su tocador, en una relación que raya en la locura:
—¡Yo pensé que podía quitarte lo ramera, lo casquivana, lo puta, ni con los años se te quitan las ansias!… ¿Será porque eres puta? —dice el hombre.
—¿Puta? —pregunta ella, revisa sus libretas y apunta—. Puta, 78 veces.
La idea era abordar la historia de la generación que vivió el primer destape y a quienes, en un giro de tuerca, la vejez corrompe.
Como el fetichista que es, Ripstein recurrió a un cast con el que ya había trabajado antes (Alejandro Suárez y Reyes Spíndola), y para el rol principal pensó en Sylvia Pasquel, hija de la veterana Silvia Pinal, que tenía la peor carrera cinematográfica y, en sus palabras, ha vuelto a renacer.
—A sus 70 años está haciendo el papel de su vida. Está absolutamente formidable. De una solidez fantástica. De por sí las voces Pinal son notables, todas tienen la misma poderosa voz —dice el cineasta.
“Luego de La virgen de la lujuria (2002) y El carnaval de Sodoma (2006), películas donde se estaba repitiendo a tal grado de caer en la autoparodia, Ripstein ha retomado su estilo y ha buscado nuevos rumbos. Ahora encontramos un sentido del humor que no era notorio antes. El descubrimiento del humor es algo muy refrescante. Y un humor negro no podría ser de otra manera”, dice el crítico Leonardo García Tsao.
Desde hace ocho años, Arturo Ripstein volvió a la fotografía en blanco y negro. Quería una iluminación que lo acercara a Fritz Lang y a Josef von Sternberg. Se reunió con su actual fotógrafo, Alejandro Cantú, y vieron varias de esas secuencias para aterrizar el concepto: luces detrás y luces en los rostros. Perfeccionaron esta estética en La calle de la amargura (2015), y utilizaron una cámara Alexa mini, con lentes anamórficos, que da a la película un formato alargado. “El diablo entre las piernas tiene incluso tomas diferentes porque son poquitos los personajes y los espacios más grandes. La cámara se mueve distinto, y da más de tiempo de respirarse y entenderse. Es una película con más aplomo del alma de sus personajes. Creo que si se decide a seguir filmando así, tendríamos una nueva etapa de Arturo Ripstein”, dice el crítico Erick Estrada.
—Al final he buscado caminar por esa estética. Aprendí a conocer a mi país en blanco y negro, que era lo que se hacía entonces. Recuerdo ver esos parajes secos, unos árboles girados y cantantes con sombrero de charro en una moviola que me fascinó. Aprendí a entender el país en esos colores. Me gusta la sequedad y la mugre en blanco y negro, más que a colores. Llevarlo a colores es embellecer la miseria. La otra es inevitable, y yo voy por lo inevitable.
Ripstein no es complaciente con el público, ni despierta el fervor de las masas. Cuando empezaba a hacer películas, tuvo en mente a un espectador preciso, que iba a colaborar con él a completar “el cuento”. Pero después reparó en que ese espectador no existe.
—Cuando era jovencillo y jactancioso, ahora soy un viejo jactancioso, decía que filmaba para mí. Y luego se cumplió. ¡Nadie veía mis películas más que yo! El público es un profundo misterio. Eso es lo triste y duro. Uno hace películas para que las vean y es un acto de amor que le entregas al otro. De pronto, ese amor queda en el vacío. Nunca he entendido por qué les gusta lo que les gusta. Yo le dedico mi trabajo a un espectador que me ayude a terminar la película.
Si se le pregunta por lo que seguirá en un futuro, y si habrá algo que le gustaría hacer o que no haya hecho antes, Ripstein refunfuña.
—He escuchado y leído a colegas que dicen que hay que reinventarse. Y a mí me produce la misma perplejidad que me producía cuando era un jovencito y oía a mis mayores decir “ahora que se encuentre”. Es aterrador. Uno envejece, uno se constriñe, pero no se encuentra, ocurre. Y cuando uno pretende reinventarse, no hace más que la misma cosa pero de otro color. Y punto. No hay forma de no ser uno mismo, no hay manera de no seguir haciendo lo que te preocupa.
Recuerda que de joven decía que la esperanza estaba en la posteridad. Y de pronto se dio cuenta de que, como dijo Warhol, todos seremos famosos en el futuro durante 15 minutos. Así que cree que la posteridad también es de 15 minutos.
—Todo se embulle y todo se acaba. Yo nada más miraba con respeto y con horror a estos viejos de El diablo entre las piernas, y las cosas que pasan cuando se es viejo.
—¿Los miraba con horror?
—Sin duda. Es terrible llegar a viejo. Alguien decía en respuesta a eso que es peor no llegar. Bueno, pues depende. Llegar es muy difícil. Se les mira con horror, y a veces con cariño.
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