La noche del 1 de julio, mientras millones de mexicanos esperábamos a que Andrés Manuel López Obrador diera su primer discurso como ganador, en Milenio televisión los periodistas a cuadro comentaban que ese día, con un resultado que dejaba al PRI en un lejano tercer lugar, la democracia mexicana cumplía 18 años. Apenas llegando a la mayoría de edad, aún torpe, no del todo eficiente y bastante accidentada, la democracia se abría camino en un día histórico, y los funcionarios de casilla fueron los animadores de la fiesta.
La historia empezó varios meses antes. Responder a la primer visita del INE es la parte más difícil, porque dan muchas ganas de fingir que no hay nadie en casa. Tras obedecer al sentido de responsabilidad social, abrirle la puerta a la funcionaria de chalequito rosa mexicano, invitarla a sentarse en la sala y ofrecerle agua o algo más de beber porque está haciendo muchísimo calor, se empieza a aclarar el panorama para alguien que participará como funcionario de casilla por primera vez. ¿Qué rol toca jugar? Las posibilidades son varias: presidente, secretario (hay dos), escrutador (hay tres) y suplentes generales. La suerte me nombró escrutadora.Antes de terminar esa primer visita me dieron una cita para la clase de preparación o simulacro. Ya que muchos de los mayores de edad en este país trabajan entre semana, se suelen organizar en sábado o domingo, y tienen algunas opciones de horario, el primero comienza a las 8:00 AM, el segundo a las diez y el tercero a las 12, o por lo menos así fue en la colonia Condesa. Ahí aparece el siguiente obstáculo: despertarse temprano en fin de semana, o en su defecto, partir el día a la mitad para ir a un curso que no promete precisamente diversión. Aún así, ya con todo más claro, se despide al funcionario del INE con un sentimiento –inesperado– de satisfacción, quizá por estar haciendo lo correcto, o tal vez porque a pesar de todo, sí queremos participar en la vida política de nuestro país.
El sábado 9 de junio a las diez de la mañana, llegamos alrededor de 30 futuros funcionarios de casilla para hacer dinámicas que, en principio, se replicarían el 1 de julio. Armamos las mesas (aunque a algunas les faltaban partes) y las urnas (aunque no había las seis que se utilizaría en el día de la elección) . Lo que sí había y de sobra, eran ganas y preguntas, salvo de algunos cuantos que se quedaban sentados lejos de la multitud. En general, la gente se involucraba y jugaba –porque era como una especie de actividad de la Ciudad de los Niños–; planteaban situaciones extraordinarias, e incluso había quienes tomaban apuntes. Al salir, otra vez satisfacción.La noche anterior a las elecciones es terrible. Terrible porque, además de los nervios que la mayoría (si no es que todos) sintieron en la víspera, había que despertarse con tiempo suficiente para llegar a la casilla a las 7:30 de la mañana, y puntuales, porque a las 8 en punto había que tener todo listo para abrir. No lo logramos. Resultó que en el curso todo era más fácil y que, aunque se nos aseguró que ese día no iba a pasar, también faltaba parte del material que la población mexicana iba a necesitar durante las próximas diez horas para el sufragio efectivo.
A pesar de ello, era una casilla fresa en un barrio fresa, es la verdad. Se montó en la avenida Campeche, en una pequeña vecindad con casas de un verde casi fosforescente. Los 11 funcionarios de ambas casillas (la básica y la contigua, que se instala cuando el número de votantes esperados excede los 750) que estábamos ahí, no supimos descifrar si el INE renta ese lugar, si la vecindad es del gobierno o si los vecinos tienen un gran sentido de comunidad y disfrutan de ceder el patio común cada vez que hay elecciones.
A las 9:30 de la mañana ya había mucha gente adentro. Prueba de fuego para descubrir qué tanta atención pusimos los presidentes, secretarios y escrutadores. Pero, aunque parece un discurso gastado, lo que realmente importaba era la actitud, porque los nervios de primerizos los compartíamos todos. Por suerte, la neurosis no llegó. Nos llevaron comida y la gente nos preguntaba si necesitábamos algo. También nos agradecían mucho el esfuerzo y nos deseaban suerte. “Que les sea leve”, nos dijeron muchas veces. En algún momento, probablemente uno de los mejores del día, llegó una señora de 93 años. Tenía el pelo tan blanco como se espera de una persona de esa edad y la emoción que se espera de quien vota por primera vez. Nos compartió a todos su edad y que “otra vez iba a votar”. Abrazó a la mitad de los presentes . Euforia total.
En la mesa, con dos sillas menos de las necesarias, discutíamos la afluencia de gente. Tratábamos de entender los patrones, culpando al Mundial de ser la razón primordial por la que no había tanta gente como esperábamos enfilandose para votar, pero nunca lo supimos a ciencia cierta. De lo que sí nos dimos cuenta es que, hasta las cinco de la tarde, la mesa siempre tuvo credenciales esperando a que sus dueños salieran de los canceles. A la casilla contigua, de la sección 4568, llegaron a votar solamente 283 personas de las 455 que estaban en la lista nominal.A las seis, cuando cerramos las puertas, quedaba poca energía. Era el final de la fiesta y había que recoger todo y empezar el conteo. Las tres escrutadoras y dos secretarios de esa casilla teníamos que contar y computar mil seiscientos noventa y ocho papeletas, sin considerar que muchas personas se equivocaron de casilla (la contigua está a tan sólo unos metros de la básica). Al acabar esa gigantesca tarea, firmar las actas, y salir de ahí, a pesar del dolor de pies, de espalda y de pantorrillas, regresó el sentimiento de satisfacción, multiplicado por treinta.El 1 de julio del 2018 fue justo como una fiesta de 18 años. Con años de experiencia que cuentan, pero no esconden la juventud; con ingenuidad y expectativas, con muchas ganas y algunos excesos (como Veracruz y Chiapas), pero también con cautela, respeto y responsabilidad. Fue una probadita de madurez, y esperemos el principio de mejores decisiones y más participación ciudadana, rumbo a una democracia adulta e inquebrantable.
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