Una vez al mes suena una sirena en el centro de Mariana. Su largo lamento rebota en las calles empedradas y en los blancos edificios coloniales. La pequeña ciudad de sesenta mil habitantes fue la primera capital del estado de Minas Gerais —bautizado así en referencia a su intensa actividad minera—, que linda con Río de Janeiro y Sao Paulo. Gran parte del oro que enriqueció al imperio portugués durante el siglo xviii provenía de Mariana, de ahí sus caserones coloniales y sus muchas iglesias con interiores dorados. Ahora, una vez al mes, quienes perdieron todo hace más de dos años escuchan en Mariana la sirena que no sonó el 5 de noviembre de 2015, la que no les alertó de que un mar de barro estaba a punto de engullir sus casas. Aquel día la única sirena que les avisó se llama Paula.
El complejo minero de Germano forma parte del gran yacimiento mineral conocido como Cuadrilátero Ferrífero de Minas Gerais, en el que se encuentran las mayores reservas de hierro del país. Y no son pocas; Brasil es el segundo productor de hierro del mundo, después de Australia. Hasta que cesó su actividad el día del desastre, en Germano se trabajaba la tierra a cielo abierto para obtener itabirita, una roca compuesta de cuarzo granular y óxido de hierro. Después de pasar por varios procesos para lograr la máxima concentración de hierro, la pulpa obtenida viajaba cuatrocientos kilómetros hasta llegar a la unidad de Ubu, en el litoral de Espíritu Santo. Allí se llevaba a cabo el proceso de pelotización. Las pequeñas bolas de hierro concentrado embarcaban en buques y se exportaban a diecinueve países, donde eran utilizadas para la producción del acero que sirve para fabricar numerosos objetos.
Los residuos del proceso de extracción de hierro se acumulaban en dos presas en Germano. La más nueva, la de Fundão, fue inaugurada en 2008. Los propios residuos, secos y compactos, formaban sus diques. El sistema es tan arriesgado que requiere de un control constante de la cantidad de agua y es fundamental drenar el exceso para que la estructura no pierda estabilidad.
El 5 de noviembre de 2015 la presa de Fundão se desmoronó y derramó una masa de barro equivalente a catorce mil piscinas olímpicas. Según el Instituto Brasileño de Medio Ambiente, el lodo contenía deshechos compuestos principalmente por óxido de hierro y óxido de silicio, que cayeron sobre la presa de agua de Santarém, construida justo debajo. El torrente sobrepasó esta segunda presa y comenzó entonces su devastador recorrido de casi setecientos kilómetros hasta el mar.
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Detalle de una de las casas que quedó completamente sumergida por el barro de Samarco.
A las tres y media de la tarde del 5 de noviembre de 2015, Paula está en un vivero a pocos kilómetros de Bento Rodrigues. Planta árboles para los proyectos dereforestación de la minera Samarco cuando un estruendo la saca de su ensimismamiento. El ruido es ensordecedor y una gran nube de polvo cubre de repente el cielo. Desde la camioneta de la empresa llega una voz entrecortada y temblorosa. Es la emisora interna de Samarco, anunciando que la presa de Fundão se ha roto. Paula comprende de inmediato que el barro va a arrasar su pueblo, situado a sólo ocho kilómetros de la enorme estructura que se ha desplomado y, sin dudarlo, sube a su pequeña moto para ir a Bento Rodrigues a avisar a su hijo, a su madre, a sus vecinos.
—¡Me voy a avisar a mi gente! —les dice a sus compañeros de trabajo.
—¡Vuelve, Paula! ¡Vuelve, Paula! —intentan disuadirla ellos.
Pero ella no escucha, no mira atrás, sólo piensa en llegar. Tiene que ser más rápida que el barro. Atraviesa el puente que cruza el río, llega a Bento dando bocinazos y gritando que la presa se ha roto, que huyan de la marea de lodo y piedras que avanza hacia ellos. Las trescientas personas que están en el vecindario en ese momento corren como nunca, llenan sus coches hasta arriba de gente. Una camioneta se lleva a los niños que están en la escuela. Suben por los montes como pueden, llorando, gritando, desesperados. Se abren paso entre los densos bosques tropicales. La enorme masa se acerca a quince kilómetros por hora para destruir sus vidas, sus casas, sus jardines, sus recuerdos. Un olor a basura podrida lo impregna todo.
Han pasado sólo unos minutos y Paula se encuentra contemplando, junto a su familia y a otros vecinos, cómo el barro inunda su pueblo. Lloran cuando el lodo se lleva para siempre lo que han conseguido con tanto esfuerzo. Todo sucede muy rápido. Hacia las cuatro de la tarde Bento Rodrigues ha desaparecido.
Las ruinas de Bento Rodrigues pasados dos años de la catástrofe.
Los primeros equipos de salvamento llegan alrededor de las cinco desde la vecina ciudad de Ouro Preto y de Belo Horizonte, la capital de estado de Minas. Sobrevuelan la zona en helicóptero. Donde había un pueblo ahora hay un mar marrón y burbujeante. Inician la búsqueda con poca, casi ninguna esperanza de encontrar algún sobreviviente. De pronto, algo se mueve. Es una mujer. Dice que no quiere seguir viviendo, que prefiere morir ahogada junto a su nieto Thiago, de siete años, al que acaba de llevarse el barro delante de ella.
No es fácil el rescate, los bomberos luchan contrarreloj. Logran sacar también a un hombre llamado Wesley y a su hijo de dos años, pero no a Emanuelly, su otra hija, de cinco. Cuando creen que no van a salvar a nadie más, oyen un murmullo creciente de voces. La sorpresa les paraliza un instante hasta que reconocen el sonido. Son los gritos de quienes han escapado de la riada. Después de varias horas de intenso trabajo, el equipo consigue llevar a unas doscientas personas al centro de Mariana. En el polideportivo, sembrado de colchones, les reciben el alcalde y numerosos voluntarios con comida y ropa. Los supervivientes llegan desorientados y hambrientos. En tan sólo unos minutos han perdido todo lo que tenían, y algunos no encuentran a sus familiares.
En Bento Rodrigues no había sirenas para avisar en caso de accidente; nadie les había entrenado para desalojar. Cinco personas murieron en el pueblo, catorce en la mina: Thiago, Emanuelly, Antonio, Maria Elisa, Maria das Graças, Daniel, Waldemir, Samuel, Sileno, Marcos Roberto, Edinaldo, Marcos Aurélio, Claudemir, Pedro Paulino, Mateus, Vando, Cláudio, Aílton y Edmirson. Un total de diecinueve. Si no hubiera sido por la determinación de Paula, podrían haber sido muchos más.
Hoy, en el porche de lo que queda de su casa en Bento Rodrigues, ella misma se sorprende de su rápida reacción y agradece que la vieja moto Berenice respondiera aquel día. No tuvo que empujarla, como otras veces.
—Si mi gente hubiera muerto, me habría tirado al barro.
Tiene los ojos llorosos mientras sortea los muebles amontonados de lo que fue su hogar.
—Esto era la cocina y aquéllo el baño, el comedor, el salón, mi cuarto, el de mi madre y el de mi hijo. En ese sofá estaban los dos cuando llegué para avisarles. Acabábamos de reformar la casa.
Todo está cubierto de polvo. Una línea en las paredes señala hasta donde llegó el lodo. Paula la muestra con resignación.
—¿Por qué no nos avisaron para que huyéramos, si ya sabían que había problemas y que vivíamos justo debajo?
Samarco es responsable de lo que ocurrió. Nosotros no construimos nuestras viviendas bajo la presa, ellos construyeron la presa encima de nosotros.
Las casas de las zonas más bajas quedaron totalmente sumergidas, no tuvieron tanta suerte como la de Paula, que al menos se mantiene en pie. En los meses que siguieron al desastre, los bomberos retiraron el barro de las calles de Bento y de aquel tranquilo poblado sólo quedan ruinas teñidas de marrón rojizo.
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La presa de Fundão se desmoronó y derramó una masa de barro equivalente a catorce mil piscinas olímpicas. La avalancha acabó con la vida de decenas de personas.
Destruido Bento Rodrigues, la enorme masa tóxica sigue su camino, arrastrando casas, vehículos, árboles y cadáveres de animales. Los directivos de Samarco no ponen en marcha un plan de emergencia para contener el desastre, que viaja sin trabas por el cauce del río Gualaxo do Norte.
A las seis de la tarde un helicóptero se posa en el campo de fútbol de Paracatú de Baixo, otro tranquilo poblado colonial rodeado de montañas, a setenta kilómetros de Bento Rodrigues. Son los bomberos, y no Samarco, los que avisan a los vecinos de que tienen diez minutos para salir corriendo. También aquí se ven obligados a abandonarlo todo y subir a las montañas para asistir perplejos a la destrucción de su pueblo. Todos se salvan, pero sus casas, su escuela, sus bares y su campo de fútbol quedan sumergidos en el barro. En pocos minutos lo único visible es el campanario de la centenaria iglesia.
La avalancha destruye parte de seis pueblos más. Gesteira, Moinhos, Barretos, Barra Longa, Vista Alegre y Corvina. Transita cincuenta y cinco kilómetros del río Gualaxo do Norte y pasa al río Carmo. Sólo le quedan veintidós kilómetros para desembocar en el gran río Doce. Si lo alcanza, contaminará una de las mayores cuencas hidrográficas del sudeste de Brasil y hay riesgo de que acabe en el océano Atlántico. La mañana del 6 de noviembre el barro llega al río Doce. En los alrededores aparecen varios cadáveres. Entre ellos el cuerpo desnudo de Thiago, el niño de siete años al que el barro arrancó de su abuela en Bento Rodrigues.
A cien kilómetros de la mina de Germano, la masa encuentra por fin un obstáculo; la presa de la hidroeléctrica Risoleta Neves, conocida como presa de Candonga. La imponente estructura de hormigón retiene el barro, pero la presión es tan fuerte que enseguida tienen que abrir las compuertas. Diez millones de metros cúbicos de residuos caen en cascada y continúan su camino hacia el mar.
A estas alturas parece inevitable que el lodo se extienda hasta Governador Valadares, la ciudad más grande que baña el río Doce. Trescientos mil habitantes dependen de sus aguas y si el barro la alcanza no habrá otra fuente que pueda abastecerles. Rápidamente, activan los sistemas de almacenamiento para llenar al máximo los depósitos, y esperan, impotentes. Cuando la masa devastadora llegue acabará con el río del que beben, con el que riegan, en el que pescan. A las cinco de la tarde del día 9 de noviembre llega el barro.
Los indios Krenak, que viven en los márgenes del río Doce, se despiden de su Uatú —río— sagrado. Para las familias indígenas, el Uatú es la principal fuente de sustento. En él pescan, su agua riega las plantaciones y cazan los capibaras que se acercan a beber. Cantando en una ceremonia fúnebre, los Krenak aguardan con resignación la llegada del barro.
El lodo está cada vez más cerca de alcanzar la desembocadura del río Doce. Algunos investigadores de la Universidad Federal de Espíritu Santo proponen que la hidroeléctrica de Aimorés lo retenga, pero no se toma la decisión a tiempo. Se les escapa una vez más y cruza la frontera del estado de Minas Gerais. En el estado contiguo de Espíritu Santo, la Justicia Federal exige a Samarco que actúe. Samarco decide entonces colocar barreras longitudinales, como las que se utilizan en los derrames de petróleo, pero no sirve de nada. El 21 de noviembre, dieciséis días después de la rotura de la presa de Fundão, el lodo llega al océano Atlántico.
Según el Instituto Brasileño de Medio Ambiente, los treinta y cuatro millones de metros cúbicos de residuos derramados recorrieron seiscientos sesenta y tres kilómetros por cursos de agua hasta encontrarse con el océano. En el camino destruyeron mil quinientas hectáreas, lo que llevó a la ruina a centenares de agricultores y pescadores. Murieron catorce toneladas de peces, además de caballos, vacas, perros, gatos, pájaros.
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Carlos Eduardo Ferreira Pinto es fiscal de medioambiente del Ministerio Público de Minas Gerais. Ha accedido a ser entrevistado en Belo Horizonte. Es un hombre de apariencia afable que habla con calma, sopesando cada palabra. Sin embargo, sus buenos modales no logran ocultar la indignación que siente. El 5 de noviembre de 2015 era el coordinador del Núcleo de Combate de Crímenes Ambientales y en cuanto supo de la tragedia, se acercó a la mina de Germano.
—Sobre las cinco de la mañana del día 6 yo ya estaba en Mariana. Hay dos cosas que nunca olvidaré. Primero llegué a Bento y me encontré con algo… —le tiembla la voz mientras busca las palabras—…inexplicable. El barro burbujeaba en un escenario de destrucción sombrío, fantasmagórico. Todavía hoy se me ponen los pelos de punta. Jamás voy a olvidar el sentimiento que me produjo. De ahí fui a la sede de Samarco en Germano, donde me encontré con un verdadero caos. Había mucha gente reunida, entre ellos el presidente de la empresa, Ricardo Vescovi, que no sabía cómo reaccionar y hablaba con frases inconexas. Los directivos de Samarco empezaron a decir que la presa se había roto por un sismo, algo que después se demostró que era falso. Se palpaba la completa incompetencia de Samarco para reaccionar. Lo que pasó el 5 de noviembre fue una negligencia y no un accidente.
En diciembre de 2016, después de llevar más de un año investigando el caso, Ferreira y otros dos promotores fueron relevados del cargo. Los tres tenían una postura muy definida.
—Considerábamos que era fundamental reparar los daños e indemnizar a los afectados antes de reabrir la mina. No sé cuáles fueron realmente los motivos por los que nos apartaron de la investigación, pero nuestra salida modificó de tal manera la postura del Ministerio Público que estoy seguro de que Samarco va a volver a operar antes de que los daños sean reparados. Hay muchos intereses económicos en juego.
Vale —empresa nodriza de Samarco y la primera productora de hierro del mundo— hizo donaciones a la mayoría de los partidos políticos que se presentaban a las elecciones presidenciales de 2014, el año anterior al del derrame. Según el Tribunal Supremo Electoral, destinó cuarenta y nueve millones de reales, quince millones de dólares. El pmdb —partido del actual presidente de Brasil, Michel Temer— es, con diferencia, el que más dinero recibió de Vale. En concreto, veinticuatro millones de reales, el equivalente a siete millones de dólares.
—Los gobiernos son rehenes de las empresas —dice Ferreira—. El brasileño protege a Samarco en detrimento de las víctimas, pero el Ministerio Público debe mantenerse incólume a las presiones políticas. No es fácil. Durante el tiempo que investigaba el caso no sufrí amenazas directas, pero sí una presión inimaginable por parte de empresas, sindicatos y poder público. La Policía Federal, que también investiga el caso, está haciendo un trabajo magnífico y totalmente autónomo e independiente.
A media hora de allí se encuentra la superintendencia de la Policía Federal de Belo Horizonte. Tras varios controles, se accede al departamento donde todavía hoy los peritos trabajan sin cesar para reconstruir la tragedia. En un pequeño despacho elaboran exhaustivos informes. Un perito forense enseña en la pantalla de su ordenador fotos de pájaros diseccionados para demostrar que fue el barro que tragaron lo que los mató. En el despacho de al lado, otro perito compone, metro a metro, la presa de Fundão en un modelo virtual en tres dimensiones levantado a partir de miles de fotos aéreas. Le servirá para determinar la cantidad exacta de deshechos vertidos.
El delegado responsable del caso es Roger de Lima Moura, un hombre de mediana edad, trajeado, con barba y mirada firme. No tiene ninguna duda de que Samarco es culpable de crimen medioambiental y de homicidio.
—La presa de Fundão era una construcción insana desde el principio. Además, se hicieron modificaciones sin proyecto, no se hacía el mantenimiento adecuado, tenía equipamientos en mal estado y estaba siendo utilizada por encima de su capacidad —explica Lima mientras enseña el resumen del extenso informe de veinte mil páginas que han preparado para el juez.
Él tampoco ha recibido amenazas directas por su exhaustiva investigación que culpa a Samarco, pero sí indirectas.
—En enero de 2016 fue interceptada una llamada en la que varios trabajadores de la empresa VogBR, encargada de evaluar la estructura de la presa antes de su colapso, me insultaban y amenazaban. No me intimidan —dice Lima con gesto tranquilo.
Según las declaraciones a la Policía Federal de Joaquim Pimenta de Ávila
—el ingeniero que diseñó la presa de Fundão—, en 2014 alertó a Samarco sobre una grieta que podía comprometer la estabilidad de la estructura. Advirtió que podía estar sufriendo de un proceso de licuefacción —paso de sólido a líquido— y recomendó que se reforzara y se instalaran más piezómetros, los instrumentos que miden la presión del agua. Sus lecturas debían ser revisadas diariamente para evitar el colapso. Pimenta de Ávila declaró que no sabe si Samarco siguió sus indicaciones. Según el delegado responsable, Roger de Lima Moura, no lo hicieron:
—En el momento de la rotura de Fundão muchos piezómetros no funcionaban. Samarco es culpable, porque fue avisada varias veces sobre los problemas que tenía la presa y no los solucionó adecuadamente. Privilegió el lucro en detrimento de la seguridad.
Al preguntársele acerca de la rotura de la presa de Fundão, y sobre las duras acusaciones del Ministerio Público y de la Policía Federal, la empresa Samarco responde por e-mail: “La presa de Fundão siempre ha sido declarada estable. En ninguna ocasión, cualquier inspección, evaluación, informe de consultoría especializada interna o externa, registró o hizo ninguna advertencia de que la represa tuviera cualquier riesgo de ruptura. Las alertas contenidas en informes de consultores jamás indicaron riesgo inminente de ruptura o necesidad de detener las operaciones, habiendo planteado sólo recomendaciones para la mejora de la represa, siempre consideradas por la empresa”.
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En 2009, un año después de construir la presa de Fundão, Samarco solicitó a la empresa Rescue Training International (rti) un plan de acción y emergencia. El proyecto elaborado por rti suponía realizar inspecciones diarias de las estructuras, la instalación de alarmas para avisar a la población en caso de accidente y la construcción de diques de contención a lo largo del valle para retener el barro en caso de ruptura, entre otras medidas. Randal Fonseca es el director de rti, experto en planes de emergencia con más de treinta años de experiencia a sus espaldas. Es un tipo muy vehemente, que no perdona que su plan de emergencia acabara en un cajón para reducir gastos.
—El plan que elaboramos para Samarco fue sustituido por uno más económico, pero menos completo. El nuestro costaba un millón y medio de dólares. Calderilla, para una empresa tan potente. ¡Si hubieran invertido en un buen plan de emergencia, les habría salido más barato que lo que tienen que invertir ahora en reparar el desastre! —dice Fonseca en tono encendido.
Al ser consultada por ese plan de emergencia que rechazaron, Samarco responde escuetamente por correo electrónico que la empresa contaba con un Plan de Acción de Emergencia de Presas de Minería (paebm), reconocido por los órganos competentes, que seguía lo que determinaba la legislación.
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Cuatro meses después de la catástrofe, Samarco, Vale y BHP Billiton constituyeron la Fundação Renova para subsanar los daños socioeconómicos y socioambientales por la rotura de la presa de Fundão. De modo que, hasta el día de hoy, las mismas empresas que causaron el daño toman decisiones sobre qué se va a reparar y cómo. También deciden quiénes son las víctimas a las que hay que indemnizar. En 2018, pasados más de dos años de su creación, Renova no ha iniciado ninguna de las obras previstas de reconstrucción de los pueblos devastados. Las doscientas cincuenta familias que perdieron su hogar en Bento Rodrigues siguen esperando las viviendas que Renova les prometió. Paula y su familia viven en una casa que Samarco ha alquilado en el centro de Mariana.
—No estamos mal aquí, está todo nuevo y tiene un patio. Pero no es lo mismo.
Tenemos muchas ganas de mudarnos a nuestra casa definitiva, la que nos han prometido que van a construir en el nuevo Bento.
En la pared de la sala cuelga una pintura en la que aparece ella subida a su pequeña moto, camino al rescate de sus vecinos. Orgullosa, muestra la medalla al mérito del Cuerpo Militar de Bomberos, concedida en honor a su hazaña.
A pesar de la profunda tristeza, Paula no pierde la sonrisa mientras enseña cada rincón de su vivienda provisional. Pero hay familias que ni siquiera son reconocidas como víctimas de la tragedia. En Barra Longa, otro de los pueblos inundado por el barro, que continúa allí bajo la forma de un polvo persistente, se registra una enorme cantidad de casos de alergias, sarpullidos, infecciones y problemas respiratorios. En una humilde casa en lo alto del morro, Simone habla de su situación.
—Llevo dos años intentando que Renova reconozca a mi hija Sofía como víctima.
Simone es una mujer combativa. Está muy enfadada y habla casi gritando. Sentada en un sofá que ocupa la mitad del salón, con su pequeña Sofía en el regazo, enseña los informes médicos.
—Cuando el barro llegó a Barra Longa ella era un bebé de diez meses y ahora tiene problemas respiratorios y sarpullidos. ¡Hasta se le está cayendo el pelo! Y es por el contacto con el barro. No me lo invento, le han hecho varios exámenes médicos que demuestran que está intoxicada por metales pesados —dice, mientras busca los informes entre recetas y facturas médicas.
El informe médico, que por fin encuentra, es definitivo. En él se constatan valores anormalmente altos de níquel y arsénico en la sangre de Sofía. Simone está cansada de pedir que reconozcan a su hija como víctima, sin ningún éxito, a pesar de las continuas visitas a la pequeña oficina que la Fundación Renova ha plantado en el centro de Barra Longa.
—Sofía cada día está peor y los médicos nos recomiendan que abandonemos este lugar, pero la única casa con la que podíamos contar era la de mi abuela, en Gesteira, y el barro la destruyó. No tenemos a dónde ir.
Después de dos años y medio, el proceso judicial para determinar la cuantía de las indemnizaciones, las causas de la rotura de la presa y los culpables sigue avanzando lentamente. Sin embargo, Samarco ya tiene una licencia que la autoriza a depositar nuevamente residuos en Germano. Fue aprobada el 11 de enero de 2018 por el Consejo Estatal de Política Ambiental y supone un primer paso para retomar las actividades en el complejo minero.
Paradójicamente, muchos de los afectados por el desastre sueñan con volver a la mina. Necesitan dinero. Necesitan trabajar. La empresa que provocó la mayor catástrofe socioambiental de Brasil daba empleo directo o indirecto a unas catorce mil personas en Mariana. La ciudad ha pasado de dos mil desempleados en el primer semestre de 2015 a trece mil tras el cierre de Germano. Algunos, como Paula, ponen condiciones para que la mina vuelva a la actividad.
—Cuando nos construyan la casa nueva que llevamos dos años y medio esperando, Germano puede volver a operar, pero no antes.
El alcalde de Mariana, Duarte Junior, quiere que la mina se reactive cuanto antes. Tenía treinta y cinco años cuando tuvo que responsabilizarse de esta situación límite en Mariana, que se fundó y creció gracias a la minería. Du, como lo llaman sus vecinos, confía en que todo va a volver a su cauce. Proviene de una familia con fuerte arraigo político en el lugar. Hijo y nieto de concejales muy valorados en Mariana, dio sus primeros pasos en política con apenas dieciséis años. En el céntrico caserón colonial que alberga al Ayuntamiento, explica su posición.
—Estamos a favor del retorno de la mina de Germano porque es nuestra principal fuente de ingresos. Si se detiene la actividad minera, se para la ciudad. No hay otra salida. El 89% de la recaudación de Mariana proviene de la minería. Tenemos que diversificar las actividades económicas para no depender tanto de las minas, pero hoy por hoy, sin la mina de Samarco no podemos pagar los servicios esenciales de la ciudad.
Samarco se resiste a conceder entrevistas para hablar sobre lo que ocurrió aquel 5 de noviembre, aunque no tiene inconveniente en mostrar los avances en seguridad en la mina de Germano. Después de recorrer treinta kilómetros por una serpenteante carretera montañosa, se llega al complejo minero. El asesor de comunicación de la empresa y el ingeniero civil responsable de las obras de reparación de la mina, Eduardo Moreira, son los encargados de atender a las visitas de prensa. Sólo están autorizados a hablar del futuro. Entre las innovaciones de Germano destaca la mejora del Centro de Monitorización e Inspección (cmi), que utiliza tecnología de punta para controlar constantemente las presas. Rodeado de decenas de pantallas y ordenadores, el ingeniero explica los recientes avances en seguridad de la mina.
—La sala de control está activa las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, así que podemos monitorizar continuamente las estructuras. Aquí llega la información de los radares, estaciones robótica y meteorológica, acelerómetros, medidores de caudal, inclinómetros y piezómetros. Los datos se transmiten en tiempo real para ser analizados por técnicos e ingenieros especialistas.
Después de recorrer en coche una planicie de deshechos, se llega al inmenso cráter que dejó la presa de Fundão. La tierra allí aparece desnuda y roja, en contraste con el denso manto del bosque tropical. Al fondo, comienza el valle que canalizó los residuos en dirección al mar.
Hoy Bento Rodrigues es un pueblo fantasma. Pocos pasean por las calles de barro. El ochenta por ciento de sus doscientas cincuenta construcciones está en ruinas. De las casas sólo quedan pedazos, huecos de ventanas y puertas por las que asoman plantas. En el bar aún cuelgan algunos carteles. Bajo el polvo marrón se distiguen los precios de las bebidas. “Bento Rodrigues Saudade”, “Samarco queria nós matar, mas Jesus nós salvou” puede leerse en los muros. Algunos perros famélicos pasean por la zona en busca de comida.
Esto es lo que queda del antes concurrido bar de Bento Rodrigues después del paso del barro.
Marcos Muniz, un hombre de nariz aguileña, moreno y delgado, recorre las calles de Bento con mirada triste. Trabajó durante treinta años en la mina de Germano. Se acababa de jubilar hacía un año y su plan era mudarse de su casa de Mariana a la casa familiar de Bento Rodrigues. De ese sueño sólo queda un pilar.
—La calle donde estaba mi casa se llamaba Raimundo Muniz. Le pusieron ese nombre en honor a mi abuelo que era cuentacuentos en Bento Rodrigues. Yo llevaba años reformando y ampliando la casa donde nació y se crió mi padre para mudarme definitivamente a Bento.
Señala la zona del terreno en la que plantó con tanta ilusión unos árboles frutales, que ya no están.
—Tenía naranjos, bananeras, jabuticaba… un pequeño huerto, ganado y gallinas. Al jubilarme empecé a dedicarme exclusivamente a esto. Después de tanto trabajo en la mina era lo que quería hacer el resto de mi vida, pero la ilusión que llevaba tanto tiempo madurando duró muy poco. Sólo un año.
Enseña fotos de su jardín antes de que desapareciera. Entre ellas, hay una en la que posa erguido y bien vestido junto a Ricardo Vescovi, el ex presidente de Samarco.
—Unos cuantos empleados fuimos
seleccionados para tomar un café con el presidente de la empresa. Era todo un honor para mí. Lo que todavía no consigo entender es que posara tan sonriente a nuestro lado si sabía que corríamos peligro.
Dos años después de la tragedia, los vecinos de Bento Rodrigues reclaman que se reconstruya cuanto antes su pueblo, con consignas como «No fue accidente, Samarco mata ríos, mata peces y mata gente».
Nadie vive ahora en Bento, pero queda una casa con vida. Un lugar donde los que eran vecinos se reúnen para recordar con nostalgia el pueblo que el barro destruyó. Es una construcción pequeña y modesta, de una planta, que resistió por estar en la zona más alta del pueblo. Subiendo unos cinco escalones se llega al porche en el que varias vecinas charlan en un banco. A su lado, otra teje ensimismada. Los niños juegan y se asoman por las ventanas sin vidrios.
—Aquí venimos a pasar el rato, a comer, a charlar… a recordar los buenos momentos y a llorar juntos— cuenta Marcos, mientras come de pie el arroz y feijão que acaban de preparar en la cocina.
A su lado está Paula, otra asidua a la que le encanta venir a soñar por un momento que su pueblo aún existe. Dicen, con una mezcla de orgullo y tristeza, que están locos por recuperar su pueblo, sus cosas, la vida que allí llevaban. Por eso, ellos mismos han bautizado este sitio de reunión como “la casa de los locos”.