Camila Sosa Villada: La fiesta y la furia travesti
Cintia Kemelmajer, Diego Fernández Romeral
Ilustraciones de Jimena Estíbaliz
Camila Sosa Villada es la actriz y escritora transgénero argentina detrás del fenómeno literario de Las malas, novela que en año y medio lleva ocho ediciones y 16 mil ejemplares vendidos. Luego de un pasado en el que fue prostituta, empleada doméstica y vendedora ambulante, hoy da entrevistas a medios de todo el mundo. La FIL Guadalajara le otorgó el Premio Sor Juana 2020.
Pedaleaba veinte kilómetros en bicicleta para convertirse en mujer. Se escapaba de su casa y del pueblo con la mochila cargada de ropa, pinturas y maquillajes robados a su madre. Elegía el paisaje cuando llegaba a la ruta. Hacia el norte se abría una pampa repleta de piedras inmensas, detrás de las que imaginaba todas sus otras vidas posibles. Hacia el sur quedaban los pueblos encantados que se escondían en el valle, con las sierras recortándose a sus espaldas. Se anudaba la remera sobre el ombligo, se ponía un short bien corto. Se pintaba la boca y los ojos. Los camioneros y los trabajadores rurales la veían y le gritaban enloquecidos. Ella los buscaba y los masturbaba. Se subía a los camiones, se entreveraba con ellos en los pastizales. A algunos les cobraba. Otros le parecían tan hermosos que fantaseaba con volver a verlos. Cada día se proponía lo mismo: recorrer más kilómetros. Tenía 15 años. Pedaleaba para convertirse en mujer, y para alejarse del peligro.
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Una tarde de julio, desde su departamento en el piso once de un edificio ubicado en el centro de la ciudad de Córdoba —la segunda más poblada de Argentina—, donde pasa los días de aislamiento por la pandemia del coronavirus, Camila Sosa Villada envía por mail su primera respuesta: “Estoy un poco fóbica a los zooms… entiendo que es una de las pocas maneras, pero tal vez podemos hacer un intercambio escrito. Se me da mejor y creo que soy más auténtica. El zoom te obliga a dar respuestas inmediatas, no sé por qué no cabe el silencio en esa aplicación satánica, entonces, tal vez, para romper el hielo, podemos arrancar con algunas preguntas por escrito y vamos avanzando hasta tomar confianza…”.
Seis días después de ese correo, está frente a la pantalla de su computadora durante la presentación en España de su libro Las malas. Detrás de ella asoma el paisaje del departamento de dos ambientes en el que vive sola desde hace siete años. Guirnaldas mexicanas de colores estridentes que atraviesan la habitación de lado a lado; una pared azul; un perchero de madera atestado de carteras y abrigos; una ventana que da a un balcón con plantas, por la que se filtra la luz del mediodía.
—Tenemos la suerte de contar con Camila Sosa al otro lado del Atlántico —anuncia la presentadora, con acento catalán.
Son las siete de la tarde en España, las dos de la tarde en Argentina. Camila usa un vestido chemise con mangas tres cuartos de color rojo, los primeros botones abiertos, aros blancos, el pelo lacio de tintes anaranjados, el flequillo que toca las cejas con suavidad. Observa a la presentadora en silencio, abriendo y cerrando la boca en un leve movimiento involuntario que repite cada pocos segundos.
—En la prensa, en todas partes se está hablando de este libro como de un suceso, una revelación de la literatura trans. ¿Eso cómo te sienta a ti?
Las malas se publicó en marzo de 2019, dentro de la colección Rara Avis de la editorial Tusquets Argentina. En un año y medio lleva ocho ediciones y más de 16 mil ejemplares vendidos. Fue traducido al francés, italiano, croata, noruego y alemán. Es uno de los cinco libros finalistas del Premio Medifé-Filba a la novela del año y uno de los cien mejores libros escritos por mujeres según la revista colombiana Arcadia. “Es esa clase de libro que, en cuanto terminamos de leer, queremos que lo lea el mundo entero”, dice en el prólogo de Las malas el escritor y editor de la colección, Juan Forn. Se convirtió incluso en objeto de estudio científico: en junio de 2020 se publicó un paper del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) titulado “Formas de la aparición en Las malas de Camila Sosa Villada”, en el que se analiza la “crudeza atávica” de las vidas travestis que son narradas en la novela, bajo las formas de “la espectralidad y la animalidad”.
CONTINUAR LEYENDO—Yo creo que la mayoría de la gente no sabe nada sobre literatura trans —responde ella—. Y eso es porque somos muy pocas las que podemos publicar lo que escribimos, en comparación con el volumen de literatura heterosexual, blanca, o como quieran llamarla.
El libro que la llevó a convertirse en la nueva y misteriosa estrella de la literatura, por el que da al menos dos entrevistas por día para medios de todo el mundo, cuenta la vida de un grupo de travestis que se prostituye en el Parque Sarmiento, una zona roja de la ciudad de Córdoba. Allí encuentran a un bebé abandonado en una zanja, a punto de morir, y deciden hacerse cargo de él. Lo que se abre desde ese momento es un territorio inclasificable en el que se mezclan la novela, la crónica, la autobiografía, el ensayo y la poesía. Un relato en el que la atrocidad y la dulzura se revelan bajo las alas del realismo mágico, con travestis enfermas que transmutan en pájaros, otras que en las noches de luna llena cazan como lobizonas, Hombres sin Cabeza que vuelven de guerras africanas para enamorarse perdidamente de ellas y una matriarca travesti de 178 años que logra amamantar al bebé y lo llama “El Brillo de sus Ojos”.
—Mi primer gran contacto con una vida trans fue la escritura —dice Camila en la presentación de Las malas. Hace una pausa para cargar su pipa con flores de cannabis y darle una bocanada, luego suelta el humo por encima del monitor—-. Construir una mujer con mis propias manos lo hice primero escribiendo. Yo siempre escribí en primera persona del femenino. Nunca consideré que existía la posibilidad de escribir como un varón.
“Ella ha transformado esa alquimia de belleza y una pizca de maldad en escritura deslenguada, inteligente y originalísima, sedosa como una piel y a la vez, capaz de erizarse y mostrar sus garras, pulidas y esmaltadas. La combinación de memoria, invención, ternura y sangre, se transforma en una novela original y poderosa”, definió el suplemento cultural Radar del diario argentino Página 12, en una entrevista a Camila Sosa Villada. “En pleno apogeo de las escritoras argentinas, el mundo de la literatura se volteó a aplaudir a Las malas. Por primera vez un relato que venía a contar de una forma tan cruda la realidad de las chicas trans entraba de lleno a los espacios ocupados por la literatura tradicional”, dijo El País de España. “Es quizás la mezcla indistinguible entre sórdido relato testimonial y mágica ficción, contado con ‘alta prosa’, lo que ha hecho de Las malas un verdadero fenómeno literario”, publicó BBC Mundo.
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Nació el 28 de enero de 1982 en La Falda, una ciudad de cerros y cascadas a setenta kilómetros de la capital de Córdoba. El vínculo entre sus padres, Graciela Villada y Omar Sosa, se había consumado en la clandestinidad. Él, que ya tenía una mujer y dos hijos pequeños, veía a Graciela todos los días esperando el colectivo y se empeñó en conquistarla. Desde que lo consiguió, tuvieron una relación apasionada, violenta, que pronto se resquebrajó por el alcoholismo y la doble vida de Omar. En medio de esa vorágine, Camila pasó su primera infancia.
“Mi mamá fue una especie de rompefamilias para todo el mundo. Nosotras nos fuimos a vivir a Córdoba capital, al garage de mi abuela, y mi papá nos venía a visitar cada tanto”, escribe en el primer intercambio de correos. “Recuerdo el día que detuvieron un camión al frente, cargaron los muebles y nos mudamos al campo. Yo me enteré en ese mismo momento. Fuimos a vivir a una casa que mi papá compró para nosotras, porque había hecho saltar la banca de un casino”.
En Los Sauces, una localidad a más de trescientos kilómetros de la ciudad de Córdoba, vivieron las dos en aquel caserón abandonado, sin luz eléctrica ni gas ni agua corriente, al acecho de los animales del monte. Las víboras cambiaban su piel en la galería de la casa, los murciélagos reinaban en los techos de madera. Antes de que comenzara el jardín de infantes, durante las visitas que hacía para verlas y dejar trampas a los zorros que se comían las gallinas, su padre le enseñó a escribir. Las primeras palabras que aprendió fueron las de su nombre de varón, Cristian Omar Sosa Villada. Por las tardes, su madre le leía cuentos infantiles. Hasta que a los cinco años sucedió algo que se pareció a su primera declaración de independencia: comenzó a leerlos por su cuenta. Desde entonces, encerrada en su cuarto para leer, para escribir, para probarse ropa de mujer en secreto, construyó su refugio.
“A mis hermanos los conocí cuando tenía cinco años. Mi papá nos llevó al río ese día. Eran unos años más grandes que yo. No me lo tomé de ninguna manera. Aparecieron”, escribe en el correo. “A veces se peleaban a las trompadas y era terrible, yo lloraba. Pasaban los veranos en casa. De repente, la casa se llenaba de esa cosa brutal de tres hombres juntos, de mi papá transmitiendo masculinidad a sus dos hijos, a los que sí respondían a sus exigencias viriles. Con mi mamá nos retirábamos a nuestras cosas”.
Con la promesa de construir finalmente una familia, su padre las llevó hasta Mina Clavero, un pueblo de cinco mil habitantes surcado por un río de aguas cristalinas, y se quedó con ellas. Los tres vendían helados por las calles. Luego de algunos veranos pudieron comprar un terreno para construir su casa. Pero se quedaron sin dinero y se instalaron en lo de un amigo de su padre, al que él había conocido poco antes en un bar. “Con mi madre pasamos a convivir con dos alcohólicos en vez de uno. El amigo de mi padre se me acostaba en mi cama borracho. Vivíamos en constante peligro. De allí nos mudamos a la puta casa esa en el terreno, que todavía eran ladrillos de bloque, cemento, con las ventanas tapiadas, no teníamos ni luz. Estuvimos como cuatro años durmiendo los tres juntos, hasta que terminamos de construirla. Trabajamos como imbéciles para hacer esa montaña de piedra, para estar cada vez más atados los unos a los otros. Yo la veo como una tumba, ¿sabes? Esa casa, que tanto se llevó de nosotros”.
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—Sucede que las personas son jueces muy crueles con las personas como yo, que venimos de lugares inesperados —dice Camila durante la presentación de Las malas en España—. Esto no es una excusa, no es para decir «ténganme piedad porque soy travesti». Es para decir “soy otra cosa, no me miren con los ojos que miran a Mariana Enríquez o a Samantha Schewblin”.
Habla con un tono agudo, simulando un acento mexicano, que adoptó después de componer a Frida Khalo en el teatro en una de las siete obras que escribió, interpretó y dirigió. La primera, Carnes Tolendas, se estrenó en 2009 y la llevó a recorrer el país. En ese periplo la conoció el director de cine y guionista Javier Van de Couter, que le ofreció el papel principal de Mia, una película que protagonizó en 2011 junto a Rodrigo de la Serna, con la que ganaron premios en festivales internacionales de México, Cuba, Francia, Alemania y Brasil. En 2012 protagonizó La viuda de Rafael, una miniserie emitida en el primetime de la Televisión Pública de Argentina; luego actuó en la serie La chica que limpia, ganadora del Premio Cóndor de Plata a la Mejor Serie y/o Telefilm; y escribió guiones para la serie La Celebración, que en 2015 obtuvo el Premio Emmy Internacional a la Mejor Película de Televisión o Miniserie. Además, estuvieron los libros. El primero fue La novia de Sandro (Editorial Caballo Negro, 2015), un poemario que acaba de ser reeditado por Tusquets y al que ella aprovechó para quitarle ese “aura de amante desahuciada” que lo envolvía. Luego siguieron el ensayo autobiográfico El viaje inútil (Ediciones DocumentA/Escénicas, 2018), en el que recorre su vínculo rabioso con la lectura y la escritura y, luego de Las malas, una novela de corte almodovariano titulada Tesis de una domesticación (Biblioteca Página/12, 2019), en la que narra la historia de una actriz travesti que adopta a un niño seropositivo junto a su pareja homosexual. En esas novelas, lo que se enlaza es lo que ella llama “la fiesta y la furia travesti”, un cóctel que mantiene hipnotizada a la crítica literaria. La última gran oferta que recibió se hizo pública en julio pasado: el cineasta Armando Bó, ganador de un Oscar como guionista en 2014 por la película Birdman, adquirió los derechos de Las malas para adaptarla a una serie.
—Todo esto es un rejuvenecer económico. Hace un año que no estoy preocupada por cómo pagar el alquiler, me compré un lavarropas por primera vez en mi vida, voy todos los fines de semana al cine, bebo tragos. Ahora a mis amigas travestis les doy el consejo de que cobren por todo lo que hacen. A los estudiantes que las llaman para sus tesinas, porque quieren hacer un trabajo sobre la comunidad trans, ¡que les cobren! Que cobren por todo. Hemos sufrido demasiado y merecemos algo así.
Antes de todo ese prolífico recorrido artístico, de los trabajos que le llueven desde el cine, la televisión y el teatro, de la proyección internacional, Camila tuvo otra vida. Una vida profana. Una vida que aparece, en la solapa de Las malas, como un tajo que le da cierre a su biografía: “Fue prostituta, mucama por horas y vendedora ambulante”.
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Es un domingo de agosto de 2020, al mediodía, el Día de las infancias en Argentina. Camila Sosa Villada acaba de subir una fotografía a su cuenta de Instagram, en la que tiene más de 46 mil seguidores. En la imagen se ve a un niño en primer plano, con un sweater blanco y negro, tapándose la cara con sus manos. “El niño que se cubre el rostro con las manos soy yo. No quería que me tomen fotografías así —escribió debajo—. Yo siendo un niño me sentía fea. No quería que me tomaran fotografías sin vestido. Sin mi pelo largo. De modo que siempre era un animal fotográfico escurridizo”. En Instragam, todos los días comparte fotos, historias, hace vivos en los que baila con canciones como “Hay que venir al sur”, de Raffaella Carrá, y juega a hacer playback. Una semana después subirá una fotografía en la que está completamente desnuda, con la mano derecha cubriéndose las tetas y una manta rosa sobre la entrepierna. El epígrafe es “La novia de Sandro era tan pobre que no tenía ropita que ponerse”.
En Facebook, la red social en la que suma otros 36 mil seguidores, postea fotos de la actriz Cris Miró —la primera travesti famosa en Argentina—, de ropa con diseños de arte indígena mexicano, comparte las entrevistas que le hacen. “Cuando tus opiniones sean flores que se fuman me las das, si no, NO”, dice en la bajada de su perfil. En Twitter, donde figura como “Camila Zorra Villana” y tiene más de veinte mil seguidores, saca su versión más ácida y visceral. Escribe unas diez veces al día, hilos como “mientras tanto un pelotudo haciendo berrinches, que alguien le ponga una piedra encima del ataúd al muerto este”, en referencia al músico Andrés Calamaro, que pidió por la vuelta del servicio militar obligatorio en el país; “los odio con todo mi ser y todo mi pasado. Los odio, no encuentro otro afecto para esta gente”, señalando a los periodistas que se refieren a las travestis en masculino; “viento, tierra y sequedad, más o menos como mi vida sexual”; “cansada de ser madre de mi vieja… todo bien con todo. Pero harta de esta maternidad involuntaria”. En esa misma red opina sobre política, periodismo, farándula, y despacha su ira contra “el tóxico”, un amante al que le dedica varios tuits a la semana. “Twitter es la que más me gusta —responde por correo ante la pregunta por su intensa actividad en las redes sociales—. Es donde me siento más cómoda, que es la línea de fuego. Del escarnio, del oprobio, expuesta a que cualquier imbécil te cuestione… Allí me siento estupenda, les contesto como se me canta. La paso bien cuando tengo una buena pelea virtual, es como que me volviera más joven cuando me peleo con la gente”.
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Cuando tenía 13 años y vivía en esa casa sin terminar, se enamoró de su profesor de gimnasia y le dedicó su primera novela. Contaba la historia de una chica llamada Soledad, que tenía un amorío con un profesor de la secundaria. Para ese entonces, ya había devorado los poemas de Federico García Lorca, los cuentos de Las mil y una noches, los relatos de Jack London, Rudyard Kipling, Gabriel García Márquez, Alberto Moravia, Marco Deveni, Isabel Allende. Le dio a leer la novela a una de sus amigas y ese relato terminó en la dirección de la escuela. Se había generado un revuelo y las autoridades la llamaron para darle a entender el mensaje: no debía ir por la vida contando que era homosexual. A partir de ese momento se volvió invisible para sus amigos y compañeros. En las calles del pueblo se acercaban para golpearla e insultarla. Cada vez que su padre la encontraba probándose ropa de mujer en su habitación, la castigaba y la ponía a hacer tareas que consideraba de varón: cavar un pozo, revocar las paredes.
“Yo ya me estaba revelando travesti. Estaba diciéndome mujer en una época en la que eras flaca o no eras nadie. Así que a los 15 comencé a hacer dieta con mi madre”, cuenta Camila en su segundo correo, un inmenso bloque de texto igual que el primero: sin preámbulos ni saludos, apenas un “bueno” al que le sigue una catarata de palabras en la que va hilando todo lo que se le pregunta. “Hacía esos largos kilómetros en bici, como una loca, pedaleaba y me vestía de mujer en la ruta. Me enamoraba de los camioneros. Estaba sola con mi sexualidad. Adelgacé a medida que me travestía con más asiduidad. Entrenaba y eran mis ocasiones de levante. Y se me hizo un hábito”.
En una de las fuertes discusiones que tuvo con su padre, él le dijo que, si seguía travistiéndose, al único trabajo al que podía aspirar era al de prostituta e iba a terminar muerta en una zanja. Apenas cumplió 18 años, acorralada por las amenazas y el peligro, se mudó a la ciudad de Córdoba. Primero vivió con su abuela y después, cuando consiguió un trabajo como mucama, se instaló en una pensión. Su plan era estudiar Biología, pero cuando quiso anotarse las inscripciones habían cerrado. Se pasó a Comunicación Social. Duró tres años, hasta darse cuenta de que no era lo que quería. Se cambió a la licenciatura en Teatro en la Universidad Nacional de Córdoba.
Por las tardes, su madre le leía cuentos infantiles. Hasta que a los cinco años sucedió algo que se pareció a su primera declaración de independencia: comenzó a leerlos por su cuenta. Desde entonces, encerrada en su cuarto para leer, para escribir, para probarse ropa de mujer en secreto, construyó su refugio.
—La verdad es que se destacaba por su decisión, por su travestismo, pero no había florecido cuando llegó— dice por teléfono el dramaturgo cordobés Francisco “Paco” Giménez, profesor de teatro de Camila en la universidad y creador de la reconocida compañía teatral “La Cochera”—. Yo tengo muchos actores y actrices que trabajan conmigo desde hace muchos años. Lo de ella fue así como un brote. Yo duermo actualmente en una cama con un par de juego de sábanas confeccionados por Camila, porque ella cosía en aquel momento. Todavía no había despegado de su situación oscura, apremiante por así decir, de falta de panorama, de dinero, de perspectiva.
Cuando conoció a Paco Giménez, el presagio de su padre ya había comenzado a hacerse realidad. Fue un día al azar, sin ninguna decisión previa, a la salida de clases, cuando un auto se le acercó y el hombre que estaba adentro le preguntó cuánto cobraba. Ella se subió. Luego empezaron las rondas. Salía de su casa a las dos de la mañana, para que sus vecinos no la descubrieran, y se iba hasta el Parque Sarmiento en busca de clientes. “Es profunda la noche: hiela sobre el Parque. Árboles muy antiguos, que acaban de perder sus hojas, parecen suplicar al cielo algo indescifrable pero vital para la vegetación”, escribió en Las malas. “Un grupo de travestis hace su ronda. Van amparadas por la arboleda. Parecen parte de un mismo organismo, células de un mismo animal. Se mueven así, como si fueran manada. Los clientes pasan en sus automóviles, disminuyen la velocidad al ver al grupo y, de entre todas las travestis, eligen a una que llaman con un gesto. La elegida acude al llamado. Así es noche tras noche”.
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—Vos te fuiste de putas alguna vez —le dice Camila a un hombre sentado en la primera fila del público. Se lleva las mano derecha a la frente, para cubrirse de las luces que la apuntan y mirar más allá—. Veo otras caras, pero están acompañados y me da vergüenza mandarlos al frente.
Es octubre de 2014. Camila Sosa Villada da una Charla TEDx de quince minutos. En la sala se siente el rumor de una risa nerviosa.
—Yo busqué trabajos “decentes”, en McDonalds, en un callcenter, pero cuando veían mi DNI y me veían a mí, tenían inmediatamente una muerte cerebral instantánea. Y no me daban el laburo.
Está de pie en el centro del escenario. Usa zapatos de taco aguja, un vestido de corte irregular con volados que deja la parte delantera de sus piernas al descubierto, un collar de cuentas grises, el pelo de color naranja que le cae sobre los hombros.
—Estando con las travestis en el parque aprendí a defenderme, a ponerle precio a mi cuerpo, a fabricarme un arma con un jabón y una gillete por si las cosas se ponían feas —dice—. Esas travestis me rescataron más de una vez de golpizas de clientes que podrían haberme matado.
Esa charla, titulada Profunda Humanidad, hoy lleva más de 60 mil reproducciones en Youtube, y la dio mientras se consagraba como actriz en el teatro under cordobés, protagonizando Carnes Tolendas. Retrato de un travesti, un biodrama en el que cruzó su propia historia como travesti con poemas de Federico García Lorca. La obra había nacido cinco años antes como la tesis de su mejor amiga en la licenciatura en Teatro. El plan era hacer solo tres presentaciones, las necesarias para cumplir con la graduación, pero se convirtió en un fenómeno de culto y se presentó en más de cien funciones en distintas provincias del país.
—Todo reventó para Camila a partir de ese primer trabajo que fue Carnes Tolendas. Pasó de una falta de color a un color muy pleno en muy poco tiempo —recuerda Paco Giménez, que acompañó y guió a Camila mientras armaban la obra—. Cuando comenzamos a prepararla yo reconocía cosas ligadas a la autoconmiseración, que ella proponía con respecto a su condición de travesti. Entonces les sugerí que utilizaran todos los textos de Federico García Lorca, Yerma, La Casa de Bernarda Alba, porque los personajes de Lorca sentían esa soledad y el peso de los mandatos al igual que una travesti.
En la obra, Camila, con un mono negro, sobre un escenario despojado, apenas iluminada por un reflector, se convertía en su padre, en su madre, en una mujer refinada que odia a “las prostitutas, los ladrones, los drogadictos, los putos”, en un alcohólico. “En el cuerpo de una travesti habita lo femenino y lo masculino”, gritaba en uno de los pasajes. “Habita lo ondulante, lo suave, la caída de una sábana, el quiebre de una rodilla, la curva de una cadera; y habita también lo duro, lo recto, el edificio, el ladrillo, el golpe”. En la escena final, sacándose de un tirón la tela que la cubría, mostraba su cuerpo desnudo.
—Ese desnudo final fue su deseo íntimo, su gran revancha, su provocación —señala Paco Gimenez—. Porque ella es altamente provocadora, es contestataria, incluso tiene agresión, en el sentido de ir adelante, de pechar.
Para ella, la obra fue una declaración de amor para un escritor con el que mantuvo una relación tormentosa durante siete años. “Un día me dio un papel con un poema para mí que terminaba así: ‘No hay nada que pueda enamorarme más que verte dormir con un cuchillo entre las piernas’. Eso fue nuestro fin”, escribió en El viaje inútil. “Eso que él confesaba en su poema, estar enamorado de mí, algo que nunca se había dicho, fue su pasaporte al desamor. Y sin embargo sigue siendo la cosa más linda que me han escrito alguna vez”.
La explosión de Carnes Tolendas le hizo sentir que en el arte podía encontrar un nuevo medio de vida. Así como durante siete años se había prostituido sin que sus amigos ni su familia lo supieran, casi como un fantasma de sí misma, así también desapareció de la vida de las travestis que le habían enseñado el oficio y la habían protegido. Una noche, sin haberlo pensado, decidió no volver.
—Yo no creo en la autosuperación ni mucho menos —dice Camila al final de su charla TEDx, casi ahogada, llorando—. Vine a esta charla porque… lo que tenía era la necesidad de pedir disculpas, porque nunca más las busqué.
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—Me gustan esas lucecitas redonditas que las pones atrás del celular, como Ricky Martin… pero es un gasto como al pedo, no sé, muy frívolo. Lo pongo contra el monitor, que encastra justo.
Tres semanas después de su primer correo, Camila Sosa Villada acepta hacer una videollamada. Lleva un sweater naranja que resalta su piel trigueña, los ojos maquillados con sombra celeste. Son las seis de la tarde de un martes de agosto y en el ambiente de su departamento se percibe la tibieza de los últimos rayos de sol. Habla con la mirada dividida entre el monitor y su mesa, en la que está desmenuzando algunas flores de marihuana para armar un cigarro.
—Cultivaba cuando tenía tiempo, pero con los viajes y todo, no puedo abandonar las plantas tanto tiempo, y esas plantas son muy de suicidarse en otoño. La marihuana me ayuda mucho a mi concentración, a cierta sensibilidad, pero trato de no fumar de lunes a viernes porque me abre mucho el apetito, y el hecho de estar en casa me desequilibra con algo que pongo en pie con alfileres, que es mi alimentación y mi entrenamiento.
Estira algunas vocales, mientras lleva las manos de un lado al otro, entrelaza los dedos en el centro del pecho y los suelta, acerca su cuerpo a la pantalla y lo vuelve a acomodar en la silla. Cada frase parece envuelta en un acto performático.
—Soy muy disciplinada. Siempre fui buena alumna, fui abanderada. Entreno un margen de tiempo exacto, con temporizador. Una hora y veinte por día. Antes de la pandemia mi vida era muy parecida. Solo que entrenaba en el gimnasio, con peso. Y las salidas al cine, a probar cócteles que aquí los hacen como obras de arte. Pero salvo eso, siempre fui muy de estar en casa.
—¿Tampoco cambió tu vida a partir de Las malas?
—Ahora me siento avasallada, por ejemplo. Toda la gente que escribe y demanda algo. Me veo en la necesidad de dejar en claro que no soy una persona accesible. Mantengo una distancia con el mundo desde hace muchísimos años. Es verdaderamente dañino esto. Estoy siendo bien antipática, si me paran en la calle salgo corriendo y grito Ahhhrrgg. O voy cantando a los gritos y no les respondo. Me haré la loca hasta que me vuelva loca, pero no voy a dejar que ellos se metan conmigo. Quien me enseño a ser así arisca es Paco Giménez. Le he oído decir «dejé la leche al fuego» y desaparecía de una reunión. Tiene un nombre eso… ¡ghosting!, irse de la fiesta sin despedir a nadie. Yo creo que hay que vivir así. Ahora hay mucha gente disputándose quién fue mi primera madrina, padrino, mi descubridor, mi padre artístico. Dicen que Forn me descubrió… ¡Él lo único que hizo fue proponerme editar en Tusquets! Él había escuchado mi charla TEDx, que la odio con todo mi ser, estoy viendo cómo hacer para bajarla, que la quiten de la página.
—¿Por qué?
—No me reconozco hablando de esa forma, de mis amigas, de ellas, diciendo cosas un poco cursis creo. Está como teñida de cierta misericordia, conmiseración para con las travas. Por eso la detesto. Además estoy con mi vieja nariz, todo lo que sea con mi antigua nariz me veo fea. Miren este perfil.
Gira su cara frente a la pantalla y recorre el hueso de su nariz con el dedo índice. Es larga y delgada.
“El niño que se cubre el rostro con las manos soy yo. No quería que me tomen fotografías sin vestido, siendo un niño me sentía fea. Sin mi pelo largo. De modo que siempre era un animal fotográfico escurridizo”.
—Me la operé en 2017 y quedé feliz. La tenía toda golpeada, como de boxeador. Cuando terminaron de operarme el doctor dijo «nos cansamos de sacar hueso». Es como un cartílago que se va formando por los golpes, las golpizas, los accidentes, que fueron deformando mi nariz. ¡Y justo antes de la nariz me puse los braquets! Antes veía mi dentadura chueca y sentía los años de descuido sobre la boca de los pobres —hace una pausa, entorna los ojos, mira a los costados del monitor como si buscara las palabras en el aire—. Una vez un cliente me dijo “yo no meto mi pija dentro de esa boca, arreglate los dientes, ¡fiero!”, y fue como un cuchillazo. Así que fue una buena decisión.
Estira la mano hasta la mesa de la computadora, agarra un trozo de budín y se lo lleva lentamente a la boca. Se limpia unas migas del labio con delicadeza.
—Yo escribí unos guiones para la televisión por los que cobré muy, muy, muy bien. Con ese dinero pagué la mitad de mi ortodoncia. Los ortodoncistas te pueden hacer un diente con nada, apenas una pasta blanca. Son muy poderosos. Y una vez que entraste en ese viaje no salís más. Porque todo es algo para arreglar y ¡siempre los dientes pueden estar un poco más blancos! Y estás ahí, con la boca abierta y un caño bajo la lengua que extrae la humedad y una persona con instrumentos filosos que dependen de un tacto muy particular y no te podés defender. Estamos a su merced.
—En tus redes sociales estás casi todos los días dando debates que se convierten en batallas. ¿Cuál fue la más difícil?
—En Facebook, la de los pdf. Fue terriiible, una pelea agotadora, la batalla contra ellos fue la más difícil que tuve en las redes sociales.
Durante el confinamiento por la pandemia del coronavirus en Argentina, un grupo de narradores, poetas y personas ligadas al circuito de la literatura creó un grupo abierto de Facebook, al que bautizaron “Biblioteca Virtual” y que pronto alcanzó los 15 mil seguidores, para compartir en formato pdf títulos de poesía, narrativa, ensayo y arte. Circulaban copias de Logoi, una gramática del lenguaje literario, de Fernando Vallejo; La nostalgia feliz, de Amelie Nothomb; la poesía reunida de Alejandra Pizarnik, y libros de reciente publicación, como Las malas. “No voy a dejar que sigan saqueándome como lo han hecho desde siempre. Robarle a una travesti, qué vergüenza, qué deshonra, qué ética de mierda”, posteó ella en su muro, en un extenso descargo que se volvió viral.
——Les dije que era unos forros, unos transfóbicos, que si leían Las malas y aún así les daba el espíritu para esquilmar a una travesti, no sabían leer. La discusión la di bien, con altura, pero ellos me dijeron que era guaranga. La discriminación tiene ese trampa. “Yo en ningún momento te insulté, tú tienes mala forma para decir las cosas”… Permítanme dar la discusión como se me pegue la regalada gana. Si ustedes viven en un mundo donde es necesario bajar hasta ese punto la regulación de algo que es con verdadero apasionamiento…
Entre los defensores de la iniciativa estuvo la reconocida escritora cordobesa María Teresa Andruetto, encargada de clausurar el Congreso de la Lengua Española en 2019, que posteó en su muro: “Escribir da trabajo, pero si escribimos de oficio, estamos fritos (…). Estamos en un momento totalmente excepcional, que amerita, creo, respuestas también excepcionales. Muchos lectores no pueden pagar los libros”. Entre los argumentos más fuertes se aseguraba que, al ser tan bajas las regalías que pagan las editoriales, la libre circulación de los libros digitales no era una amenaza para la economía de los autores.
—Yo estoy ganando mucho dinero con Las malas. ¡¿Qué culpa tengo?! He tenido la suerte de publicar con Tusquets. Me tratan como una reina porque vendo libros y cuando se termine, se terminará. Me encanta que el dinero me permita comprarme vestiditos y pagar la cena cuando estoy con mi chongo. Qué otra cosa es la vida. Me peleé a muerte y logré que sacaran mi novela de ese grupo. Quedaron muy heridos ellos, agotados, yo quedé estupenda. No sé cómo van a hacer cuando se crucen en los festivales todos los que se han odiado. ¡Va a ser bárbaro! Yo creo que estoy con un enemigo cerca y soy mejor.
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Cuando recibe una pregunta, sea la que sea, lo hace con una sonrisa. Un gesto cándido en el que da a entender que percibe con claridad cuál es el rumbo que puede tomar la conversación y que, además, está preparada para responder. Ante la pregunta por la posibilidad de que la encasillen como “la escritora prostituta” o la “escritora travesti”, enseguida se refiere a las vidas de Billie Holiday, Edith Piaf y Anna Magnani. “Sí me he sentido medio traficante como ellas, con un pasaporte para dos mundos diferentes. Y los he sabido vivir como una espía. Creo que lo que surge desde la hegemonía suele ser bien aburrido. Y sucede que aparece un personaje miserable, pobre, rota, divorciada, amargada, alcohólica, y hace algo increíble”. Cuando la pregunta gira en torno a las posiciones enfrentadas que ven a la prostitución como una elección personal o como el único camino ante la falta de posibilidades, dice: “Yo conocí a muchas travas que estaban felices con ser prostitutas, por tener tiempo libre y ganar bien. Hacían montañas de dinero en diez minutos con un cliente, ni se les ocurría pensar en ser secretarias. O en ser médicas. El problema es que hay el quíntuple de chicas que no quieren ejercerla y deben tener la posibilidad de elegir. Si las escucháramos a ellas, tal vez nos haríamos una pregunta que todavía no nos hemos hecho”.
Al hablar sobre las operaciones para la reasignación de sexo, responde: “Nunca se me ocurrió la reasignación. Tampoco puedo hablar por las que sí lo consideran importante. Yo no estoy ahí, en esa discusión. Pero fíjate, cuando era niño rogaba amanecer un día con vagina, con tetas. Soñaba con eso, con ser mujer. Pero ahora, que soy una perra vieja y cansada, entiendo que la identidad también puede volverse una trampa”.
Si se le pregunta por sus relaciones de pareja o por Rigonatto —a quien le dedicó La novia de Sandro—, Lipovetzky —un diputado argentino que le gusta “porque es un chico bien y le quedan muy lindos los trajes”—, el “tóxico”, el “chongo”, o por cualquiera de esos nombres que suelta como boyas en medio de un océano de romances, dice: “Yo entendí que era demasiado para muchos de ellos sentir algo por una persona como yo. Por una travesti. Los mejores vínculos son con tu maestro, tu editor, tu analista. Los vínculos en los que se involucra el sexo siempre terminan mal. Siempre alguien termina roto y hay que andar juntando pedazos. Las relaciones de amor no puedo soportarlas”.
***
El 7 de agosto pasado, Camila Sosa Villada celebró su “segundo cumpleaños”: se auto regaló tres pares de zapatos, dos botas, sandalias y vestidos. Lo festeja, cuando se acuerda, desde 2013. Ese día, ese año, a las nueve de la mañana, quizás a las once, estaba sola tomando mate —un rato antes había despedido a quien era su novio de entonces— cuando el cartero tocó el timbre de su departamento. Traía el Documento Nacional de Identidad donde figura que su nombre es Camila Sosa Villada, y su sexo el femenino.
—Fue agotador. A partir de ahí tuve que cambiar todas mis cosas, en la luz, el gas, en lo otro, lo oootro, lo oootro, lo oootro —dice, y le da otra pitada a su cigarro de cannabis.
La posibilidad de tramitar el DNI se le había presentado desde 2012, con la sanción de la Ley 26.743 de Identidad de Género en Argentina, que estableció que las personas trans puedan inscribirse en sus documentos personales con el nombre y género elegido. Camila no estaba segura de hacerlo. Varias veces había llegado hasta el Registro Civil de Córdoba, hacía la fila y, cuando llegaba su turno, daba media vuelta y se iba.
—Fui unas 14 veces. Siempre sola. La pasé fatal. La última vez, la definitiva, fui llorando. Lo hice de manera utilitaria, porque ya había comenzado a viajar, sacarme pasajes, reservar en hoteles, y me trataban de señor. Y era un momento muy incómodo. Pero también sentía que si lo tramitaba, estaba perdiendo esa militancia que yo hacía con el chofer, el del banco, el que alquila el rancho, el que me vende las verduras, el chongo, mis hermanos, mis padres. Tener que explicarle a otro cómo eres. Para mí eso era de muchísima importancia. Pasó un tiempo hasta que entendí que es lo mejor que me pasó.
Cuando recibió ese documento tenía 31 años, apenas cuatro menos del promedio de vida de las mujeres trans latinoamericanas, según las estadísticas de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH). Ese mismo año su padre fue a verla al teatro por primera vez, en medio de una gira de Carnes Tolendas. “Terminó con su suéter de salir y su camisa de salir… Bañado en sangre. Yo llegué al camarín, entró mi mamá muy nerviosa y me dice: tu papá tuvo una pérdida de sangre por la nariz porque se ha puesto muy nervioso cuando te ha visto. Entonces al rato él entró, por supuesto lleno de lágrimas, y yo entendí finalmente que ese parto había terminado, que yo había terminado de sufrir y que los había traído al mundo de nuevo, ¿sabes?”, contó en una entrevista radial con la periodista argentina Hinde Pomeraniec.
“Twitter es la que más me gusta, donde me siento más cómoda, que es la línea de fuego. Del escarnio, del oprobio, expuesta a que cualquier imbécil te cuestione… Allí me siento estupenda, les contesto como se me canta”.
Cuando Camila habla sobre la relación que tiene hoy con sus padres, dice que lo que más le gusta es ir a visitarlos a Mina Clavero, a esa casa de la infancia en la que ahora viven, que ya no es una tumba sino un hogar, y ver películas con ellos acostada en la cama.
—¿Y a tus hermanos los seguís viendo?
—Con mis hermanos no nos vemos tanto. Tenemos nuestras diferencias y convivo con ellas. Lo hago como puedo, como me sale… Tengo un hermano que es un poco torpe, maleducado, una persona que dice cosas feas. Y mi otro hermano siempre tiene problemas de dinero, yo no puedo relacionarme con él, porque está el dinero metido en el medio. A veces me acuso de “mala hermana, tía, cuñada”. Pero bueno, tengo mis razones.
—¿Podemos hablar con tu mamá?
—¡Ayyyyy! ¡Noooo! —grita con voz chillona, como de niña avergonzada—. Es que… Lo que creo es que mi mamá no es la persona que más me conoce en el mundo. Además, mi madre llora cuando le hacen esas cosas, se emociona. Prefiero que ella no pase por eso, no hay necesidad. Prefiero que haya retratos más divertidos. Tienen que ser personas desconcertantes… como mi verdulero, ¿no?
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En 2015, después del éxito de Carnes Tolendas, de su Charla TEDx, de haber encarnado a Billie Holiday y a Frida Kahlo en el teatro, de dirigir sus primeras obras, desembarcó en Buenos Aires para protagonizar una adaptación de El bello indiferente, el dramático texto que Jean Cocteau escribió para Edith Piaf. La obra, dirigida por Javier Van de Couter, se estrenó en el Centro Cultural San Martín, un teatro ubicado en plena calle Corrientes, donde se concentran los más importantes del país.
—Hay una frase de Cocteau, ésa de que una actriz, después de actuar, tiene que dar la sensación de que deja el escenario empapado de sangre. Y es eso lo que pasa cuando Camila actúa —dice Javier Van de Couter, director de Mía y guionista de series multipremiadas como El Marginal e Historia de un Clan—. Tiene ese equilibrio justo entre la inteligencia y la emoción escénica. Cami está inspirada, siempre pareciera que cuando habla está inspirada, tiene esa intensidad. Muy cada tanto aparece alguien como ella.
El afiche para promocionar la obra la mostraba completamente desnuda, con el cuerpo ladeado y sosteniendo un cuchillo con su puño derecho, la cabellera batida y voluminosa, la mirada desafiante. Pocos días antes del estreno, Camila subió esa foto a su Facebook, pero alguien la denunció y la red social la censuró. “NO puedo entender cómo consideran violenta u ofensiva una foto que ilustra un poema, es un hecho artístico en sí mismo por la luz, el maquillaje, la idea misma. Sólo espero que el mundo los trate mejor de lo que a mí me ha tratado», escribió en su muro dentro de un largo descargo. A poco de terminar la obra, decidió volverse a Córdoba.
—No me mudaría jamás a Buenos Aires. Quizás si Lipovetzky me invitara —dice y suelta una carcajada—. Me tendría que enamorar, o un trabajo que me guste muchísimo. Tendría que ganar muchísimo dinero para poder estar ahí. Acá tengo cerca a mis padres, es una sana distancia. Son tres horas desde Córdoba a Mina Clavero, no es eso de “me voy a la casa de Camila a tomar mates”, que no lo soportaría. Tengo mi grupo de amigos, no tengo ese espíritu aventurero… Me mudé mucho cuando era joven, niña.
Desde su vuelta a Córdoba, siguió llevando fragmentos de su vida a distintas obras de teatro, en las que personificó a la Difunta Correa —una santa pagana a la que la madre de Camila le rezaba para que su hija saliera de la prostitución—, a una mujer trans al borde de la locura —en Putx Madre—, y exploró su veta como cantante en un concierto homenaje a Sandro. Ahora está compartiendo cartel con actores como Leonardo Sbaraglia y Cecilia Roth en Amor de cuarentena, una obra por entregas vía WhatsApp.
—Yo creo que es un poco como si estuvieran compensándome quienes cortaron los hilos de mi destino. Están anudando esos hilos para compensarme por las cosas muy feas que me han pasado.
Después de tres horas de videollamada, responde con el mismo vigor que tenía cuando comenzó la charla. Ya es de noche y su departamento, apenas iluminado, quedó envuelto en sombras.
—Yo acá tengo mi motor, ustedes no se preocupen— dice mostrando sus flores de cannabis y se ríe—. La verdad es que yo no pensaba que iba a tener algún día cuarenta años, la misma edad de mi madre cuando yo empecé a travestirme. Nunca me imaginé que iba a pasearme de vestidos largos, de lentejuelas, por alfombras, que iba a cantar en bares borracha, o que iba a ser tan guapa, ¡oye!
—¿Y qué te falta por hacer?
—Mira, creo que hoy + ya tengo como una especie de distancia generacional con lo que sucede ahorita, las manifestaciones de identidades, de géneros. Yo quería crear una feminidad, alejarme lo más posible del mundo de los hombres. Y eso también me llevó a estar un poquito avejentada. Lo que me encantaría es ser moderna, detesto la gente que no lo es. Quisiera estar en la pomada, como se dice. Taaan liberadas, taaan deconstruidas, que ya nacen con ese chip. No el cuarentón pelado que dice “chiques”, sino esos que nacen así. Me encantaría ser como ellos. Pero bueno, creo que soy una travesti chapada a la antigua.
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