El cerrajero y la supernova
Ezequiel Musaschi
Fotografía de Jesica Fernández Bruera
¿Cómo logró Victor Buso fotografiar la explosión de una estrella más grande que el sol?
Víctor Ángel Buso, un modesto cerrajero argentino, ha pasado la mayor parte de su vida observando el cielo. Desde su observatorio casero se dedica a su mayor pasión: la astronomía. La madrugada del 20 de septiembre de 2016, logró lo que ningún ser humano, profesional o aficionado, había conseguido: fotografiar el nacimiento de una supernova, la explosión de una estrella varias veces más grande que el Sol. En 2018 su descubrimiento fue publicado en la revista Nature y, desde entonces, se convirtió en una celebridad. Él sólo quiere aprovechar su tiempo para explorar el espacio.
En la noche de verano, sobre la fachada del local, lo único que resalta es el cartel amarillo con forma de llave y un número de teléfono celular escrito en negro. El interior de la cerrajería es pequeño, iluminado por la luz blanca de tubos fluorescentes. En el piso de cerámica clara, algunas manchas parecen agujeros negros. Colgadas de paneles o apiñadas en cajas, las llaves se multiplican con una profusión simétrica: doradas, plateadas, con o sin muescas, con o sin fundas plásticas. Y detrás de la puerta de ingreso, casi invisible, un cuadro pequeño dice: “Cerrajería Halley”, el nombre del negocio que Víctor Buso montó a diez cuadras de su casa hace ya casi cuarenta años.
—Soy viejo en el barrio, ya tengo mi clientela —dice Víctor, acodado en el mostrador, mirando hacia afuera—. Es una cerrajería chica, pero entre lo que gano yo y
lo que aporta mi señora nos alcanza para vivir. Si yo me metía mucho a nivel empresario, no iba a tener tiempo libre para la astronomía. Las empresas te absorben mucho, entonces lo fui regulando. A otros les gusta la pesca, o el fútbol, o el ajedrez; a mí me gustó la astronomía, yo quería mirar el cielo.
Aquí, Buso pasa buena parte del día si no está haciendo trabajos a domicilio. Tiene un empleado, Fernando Rodríguez, no muy alto, morrudo, pelo corto, sonrisa amplia. Trabaja en la cerrajería desde los veinte años: tiene treinta y cinco.
—Antes trabajaba en una fábrica de pastas y venía igual para aprender, porque este es un trabajo muy mañero. Víctor es buena persona, me llevo rebien con él. Somos más amigos que jefe-empleado, con tantos años de trabajo juntos —dice mientras Víctor le entrega las llaves de un auto a un cliente fuera de la cerrajería.
CONTINUAR LEYENDODespués, Rodríguez aprovecha para mostrar el depósito contiguo, también pequeño y abarrotado de cosas. Al fondo, hay un torno con el que Buso fabrica las piezas accesorias para su telescopio. Desde el local llega el tono jocoso de la voz de Víctor:
—Ojo que es muy exagerado.
Como para mostrar que no exagera, Rodríguez cuenta, entre otras cosas, que su auto, estacionado en la puerta, un Renault 18 Break, se lo regaló Buso. Víctor se hace el distraído y ofrece una taza de café.
***
Víctor Ángel Buso nació con el Sol en Géminis, el 30 de mayo de 1959. Siempre vivió en la ciudad de Rosario —provincia de Santa Fe—, trescientos kilómetros al norte de Buenos Aires. Desde allí, la madrugada del 20 de septiembre de 2016, logró lo que ningún ser humano, profesional o aficionado, había conseguido: fotografiar el nacimiento de una supernova, la explosión de una estrella varias veces más grande que el Sol. Y lo hizo desde el observatorio construido en la terraza de su casa. La noticia recorrió el mundo a partir de la publicación en la revista científica Nature, después del procesamiento de datos realizado por un equipo de científicos en la Argentina. Buso no es astrónomo, es cerrajero. Aunque le gusta presentarse como “un aficionado, avanzado, a la astronomía”.
—Disculpame, pero no venís a ningún centro espacial, venís a mi casa —advierte con una sonrisa, después de saludar.
La vivienda está en el Barrio Hospitales, al sudeste del macrocentro rosarino. Es una zona de edificaciones sencillas, a excepción de los hospitales y otras construcciones antiguas, de estilo italiano. Él y su esposa, Viviana Bicciré, la compraron un año antes de casarse, en diciembre de 1993. Tres años después nació
Camila, la única hija del matrimonio.
La casa de los Buso, con su modesta fachada, podría pasar desapercibida si no fuera por la cúpula del observatorio, visible desde la calle. El interior también es modesto, sin lujos ni ornamentos: un garaje adaptado como escritorio, una cocina-comedor, la sala, dos habitaciones y el baño. En la terraza, sobre una habitación amplia construida para la hija —Camila, de 21 años—, se alza lo que él llama Observatorio Astronómico Busoniano.
Para llegar allí, Víctor sube dos escaleras; primero, la de material que conduce desde el patio trasero a la terraza y, después, la de hierro, que lleva desde la terraza al observatorio, compuesto por una oficina amplia y una cúpula cilíndrica. En la cúpula se encuentra montado el
telescopio; hasta allí, a su vez, se llega a través de una escalera de pino.
En la oficina del observatorio, Buso pasa noches enteras observando el cielo, saltando de galaxia en galaxia como los dados saltan sobre el paño. Sin embargo, y paradójicamente, lo hace sin poner el ojo en el ocular.
—Van treinta años que no miro por el telescopio. No estudio más las estrellas con el ojo, olvidate.
Excepto en la pantalla de la computadora, cuando procesa las imágenes que bajan desde las cámaras digitales. La astronomía, aun para aficionados, pegó un salto de calidad a raíz del desarrollo tecnológico. Hacia fines del siglo XIX, gracias a la fabricación de telescopios de mayor apertura y la introducción de técnicas fotográficas; en el XX, gracias al perfeccionamiento de estas técnicas, que permitieron captar objetos más remotos y difusos. Por esa razón, hacer astronomía casera implicó para Buso aprender a manejar cámaras sofisticadas y programas digitales complejos con voluntad de autodidacta.
La oficina del Observatorio Busoniano tiene mucho de aula: un pizarrón blanco enorme, un televisor de 50 pulgadas con conexión HDMI para proyectar las imágenes de la computadora, una mesa oval y varias sillas y banquetas desperdigadas. Tiene baño y cocina integrados que independizan el espacio del resto del hogar, porque el Observatorio Astronómico Busoniano es, también, sede de reuniones y campañas de la Asociación Santafesina de Astronomía, un organismo creado por Buso y otros astrónomos amateurs en el año 2001 con la intención de promover la actividad de los aficionados y el trabajo en equipo.
—Son buenos los equipos. A algunos les gustan las matemáticas y se encargan de hacer cálculos, otros nos inclinamos más por la parte técnica. Y así nos vamos complementando —dice.
Pero las actividades en el observatorio no se reducen a trabajos astronómicos o reuniones de aficionados. Buso invita una o dos veces por año a estudiantes del profesorado de física del Instituto Olga Cossettini, un terciario ubicado a ciento cincuenta metros del observatorio.
—Tratamos de darles una clase para que se interioricen de cómo funciona esto, qué hace la física con la astronomía.
Todos los encuentros son a la noche y esas instalaciones le permiten “no molestar a la familia cuando duerme” y ofrecer algunas comodidades a los visitantes.
—El descubrimiento fue acá —dice Buso señalando una mesa oval—. Este es el control del telescopio y por aquí bajan las imágenes a esa notebook —comenta, y agarra un manojo de cables que conectan la computadora con el telescopio.
Entonces invita, poniendo un pie en el primer peldaño de la escalera de pino y tomándose de la baranda:
—Vení, subamos.
La cúpula del observatorio, de unos cinco metros de diámetro, fue proyectada y armada completamente por él. Su forma cilíndrica recuerda la de un silo bajo: dos rollos de chapa, cosidos por una hilera de remaches, se pliegan alrededor de una estructura de hormigón y caños. La apertura lateral, al correrse, produce el efecto de un relincho metálico; hace temblar las paredes como si pasara un regimiento a caballo. La compuerta del techo, más silenciosa, es como una boca abierta por la que entra y sale una lengua de luz.
En este pequeño anillo de hormigón y chapa, un modesto telescopio solar —ya en desuso—, una escalera roja y una computadora vieja son los testigos privilegiados del siseo robótico que el telescopio reflector chino, una especie de brazo de coloso, deja escapar entre dientes. Si fuera un cañón como los de los antiguos circos, con los que se disparaba un hombre-bala, Buso entraría en él holgadamente.
—Tocalo porque te da suerte —dice él, y lo acaricia—. Éste es el que descubrió la supernova, el que sacó la lotería cósmica.
***
Víctor Buso no parece estar a punto de cumplir cincuenta y nueve años. Alto, robusto, de tez rosada y ojos claros, muestra en su andar cierta jovialidad, cierta picardía que desmienten su edad más allá de la incipiente calvicie. Suele estar en zapatillas, jeans y remera —con o sin manga, según la temperatura—; pero, últimamente, a raíz de la repercusión de su descubrimiento, en casi todas partes se lo ve de traje y corbata.
Luego de la publicación en Nature, el 21 de febrero de 2018, distintas personalidades —incluso políticas, entre ellas la Intendenta de Rosario, Mónica Fein, y el gobernador de Santa Fe, Miguel Lifschitz— visitaron el observatorio de Buso como quien visita un museo.
Para Viviana, su mujer durante casi veinticinco años, Víctor pertenece al tipo de personas inquietas y activas, capaces de arreglar cualquier cosa, que nunca se ciñen demasiado a una rutina. Sin embargo, admite que la fama repentina profundizó esa situación más de lo deseable:
—Quiere atender a todos pero no se puede, tiene que dormir un poco más y comer mejor —dice.
A él parecen preocuparle otras cosas:
—El tiempo para mirar el cielo no lo quiero perder. No hago esto por plata ni por fama, lo hago por explorar el cielo —repetirá como un mantra—. Las ganas que tenés de subir y mirar el firmamento es para robarle un secretito todas las noches.
Dice que le quedan pocos años para disfrutar, que en unos pocos tendrá que cuidarse del frío, o no podrá subir las escaleras, o perderá visión.
—Yo estoy cerca de los sesenta años. Mi abuelo vivió hasta los 76, mi papá también. No sé si me explico.
Hijo mayor de Severino Julio Buso —obrero metalúrgico— y de Hilda Olga Tenaglia —cosmetóloga—, Víctor Buso vivió con ellos y su hermana, Marisa, en distintos barrios de la zona sur de Rosario. De aquellos tiempos recuerda una noche previa a la celebración de Reyes Magos, en el jardín florido de una casa sencilla. Tenía seis o siete años y su mamá, mientras preparaban el pastito para los camellos y los zapatos para que los Reyes dejaran sus regalos, le indicó que mirara el cielo. No sabe si los Reyes pasaron. No sabe si alguno dejó algo. Pero sabe que su madre le dijo que mirara bien, porque adentro de la Luna había un Rey Mago que lo estaba mirando.
—Y yo miro la Luna y todavía veo un Rey Mago, con coronita y todo, que me está mirando —dice.
Desde chico les ponía nombres propios a las estrellas. En la secundaria, adoró el libro El telescopio del aficionado, de Jean Texereau, que ahora es para él una reliquia. En sus páginas encontró las explicaciones, paso a paso, para construir un telescopio verdadero. De niño, nunca se le ocurrió pedirles a sus padres que le regalaran uno: los fabricaba él mismo. Se las arreglaba para armarlos con lupas, latas y plastilina:
—Eran muy improvisados, con variaciones cromáticas, pero yo estaba fascinado.
A principios de los setenta, el padre andaba mal de trabajo y decidió instalar un taller en la casa. Trabajaba como contratista de varias metalúrgicas que fabricaban colectivos de larga distancia:
—Lo contrataban para terminar los interiores y para todo lo que era aberturas; las puertas plegadizas, las gavetas de abajo. Ahí engancha lo de la cerrajería. Ese oficio lo aprendí de mi papá.
Víctor no terminó la secundaria porque empezó a trabajar en el taller: allí aprendió a soldar, a hacer matrices, a manejar un torno. La experiencia le permitió, después, fabricar los accesorios de sus telescopios:
—Hay piezas que no vienen como vos querés, entonces me hago yo mi material.
En los años de “la Vigil” —una mítica biblioteca popular de la barriada sur de Rosario— y el Colegio Cristo Rey, Buso comenzó a perfeccionarse como observador gracias a los equipos profesionales a los que tuvo acceso.
—Yo estaba en todos los lugares en los que podía mirar el cielo.
En el colegio de la Orden de los Escolapios, a raíz de la amistad que entabló con el padre Rogelio Pizzi, director de la institución y astrónomo amateur, encontró el espacio ideal para hincarle el diente al cielo más seguido. Allí transcurrieron muchos años de trabajo en los que proyectó y armó con sus propias manos, sobre la terraza del colegio, la cúpula del observatorio —inaugurada en 1986—. Además, integraba un grupo de aficionados con el que descubrió una estrella variable en la constelación de la Cruz del Sur —catalogada NSV 19555— y encabezó muchísimas campañas de observación —la más célebre fue la del cometa Halley, en 1986—. Hasta que, un buen día, se animó a pedir las llaves del observatorio y se las dieron. Entonces comenzó a trabajar por su cuenta, sin depender de la presencia del padre Pizzi:
—Yo hacía astronomía en esa escuela que estaba tan callada de noche. Pasaba, tomaba el ascensor, subía directamente al observatorio y trabajaba.
La Biblioteca Vigil, situada en las inmediaciones de la estación del ferrocarril Belgrano Cargas, en el modesto barrio de Tablada, nació gracias al impulso de un pequeño grupo de vecinos a principios del siglo pasado y llegó a contar con el observatorio astronómico mejor equipado de la ciudad. Marcelo Casciani, director del observatorio en la década de los setenta, le ofreció a Buso, a punto de cumplir dieciocho años, ser el nuevo responsable del telescopio adquirido en la óptica Zeiss, de Alemania.
—¡Me había armado una ilusión!
—dice Buso.
Pero el sueño de ganarse la vida mirando el cielo se truncó el 25 de febrero de 1977, cuando la Vigil fue violentamente intervenida por la dictadura militar argentina que había usurpado el poder mediante un golpe de estado en marzo de 1976. Tras separar a las autoridades de la institución con el objetivo de desmantelarla, lo que siguió fue el vaciamiento, el saqueo, la censura, la quema de libros y la persecución de sus referentes. Aunque Buso no sufrió de manera directa las consecuencias de ese accionar, conserva el recuerdo vívido de aquel momento en que su historia podría haber tomado otro rumbo.
—Me sentía muy mal, tal vez esa oportunidad hubiera sido el clic de mi vida —dice, imaginando lo que habría significado para alguien tan joven como él estar a cargo de un observatorio profesional prestigioso—. Pero, bueno, si hubiera pasado eso, yo no descubría la supernova. Yo estaba predestinado a descubrir esto.
Viviana Bicciré se levanta de la mesa de la cocina y camina hacia la heladera para servirse un vaso de agua. Los vidrios esmerilados de la ventana parecen licuar la luz del sol.
—Se lo ve un poco cansado, pobre
—dice, con una mano apoyada en la mesada.
Desde la publicación en Nature, Buso afrontó compromisos hasta entonces inusuales en su vida cotidiana: entrevistas, reconocimientos en la ciudad, actividades de divulgación en distintos puntos del país. La aparición de tantas responsabilidades modificó profundamente la rutina familiar.
—Más para Víctor —explica Viviana—. Él tiene que cumplir con su trabajo en la cerrajería en medio de todo esto. Trabaja mañana y tarde, y también los sábados. No es una cosa muy sistemática, pero cuando aparece una urgencia tiene que atenderla también.
Viviana es maestra de tercer grado en la escuela primaria Basilicata, ubicada a la vuelta de la casa de los Buso. Allí ejerce la docencia desde hace unos veinticinco años. Es una mujer baja, tiene ojos sagaces y lleva el pelo suelto, casi a la altura de los hombros. Conoció a Víctor a principios de los años ochenta. Para ella, el descubrimiento de la supernova no fue exclusivamente fruto del azar:
—Muchos dicen que fue suerte, pero son noches enteras las que pasa en el observatorio —dice—. Yo no creo tanto en la casualidad, pasa mucho tiempo observando el cielo. ¡Hay que tener esa voluntad!
***
La lista no era parte de un plan, estaba ahí como una cosa más, y era relativamente breve:
Pájaro cósmico en Sagitario
Galaxia NGC 247
NGC 613
[…]
Galaxia Antena
NGC 7291 Hélix.
Llevaba unos días sobre la mesa oval del observatorio, pero Víctor no le prestó mucha atención, no recurrió a ella. Las últimas horas de la noche del lunes 19 de septiembre de 2016, como cada vez, miró las partes del cielo donde no hay nubes ni brumas ni capas de aire enrarecido por las luces de la ciudad. Había subido al observatorio para probar la cámara digital nueva que había comprado la semana anterior. El plan inicial era, en realidad, despejar una duda: revisar la galaxia NGC 266 para chequear si la cámara anterior, con la que venía trabajando, tenía un problema de resolución que no le permitía tomar imágenes nítidas. Estaba en lo cierto. Aprovechando que tenía los equipos en marcha, pasó a otra galaxia sin mover la cúpula y mantuvo el telescopio apuntando a esa parcela de cielo que dejaba ver la compuerta del techo.
Era una noche hermosa, la primavera se sentía en el aire.
—Ves, en esta dirección, más o menos, apunté a la NGC 613 y descubrí la supernova —dice mientras señala con el brazo en alto.
Víctor apuntó al cénit, eligió la galaxia NGC 613 situada en la constelación Sculptor —a unos veintisiete millones de años luz de la Tierra; incómoda, retorcida— y disparó la primera serie de cincuenta fotografías con una frecuencia de veinte segundos cada una. Repitió el procedimiento dos veces más. Mientras bajaban las imágenes a la computadora, revisó distraídamente los mensajes en el WhatsApp, preparó y tomó una taza de café, y fumó dos —tal vez tres— cigarrillos: las cenizas se acumulaban sobre una hoja dorada de metal. Cuando parecía haber olvidado lo que estaba haciendo, volvió a enfocarse en la tarea; comenzó a analizar las imágenes una por una. Treinta fotografías pasaron cuando empezó a notar algo que las anteriores no tenían: un pixel, un puntito en los brazos espiralados de la galaxia. Revisó las anteriores y el puntito no estaba. Avanzó a las siguientes y el puntito estaba ahí, tan real como un grano de pimienta. El efecto fue tan vertiginoso como inabarcable. Levantó la mirada y buscó en vano a alguien en la habitación. Sintió una especie de estertor, sintió el temblor de la carne.
Era una supernova. Hizo un llamado telefónico, dos, tres; quería reportar el descubrimiento a la comunidad astronómica internacional. Eran más de las dos de la madrugada. Abrumado, decidió ir a dormir. Dejó todo encendido. Bajó las escaleras, entró a la casa, tomó un vaso de agua y se fue a la cama. Su mujer dormía, pero él la despertó:
—Vivi, me parece que encontré algo importante.
—Bueno, Víctor, mañana me contás. Dormí, ya es tarde.
Cerró los ojos pero no durmió.
***
De pie, remera, pantalón y zapatillas negras, Víctor Buso gira alrededor de una silla para representar el movimiento de rotación de la Tierra en torno al Sol. Está en la cocina de su casa.
—Acá es de día y no podés observar
—dice. Da una vuelta y se detiene a la altura del respaldo—. Acá es de noche y podés mirar el cielo.
Viviana lo sigue con los ojos desde el vano de la puerta que conduce a la sala.
—O sea que las posibilidades de descubrir una supernova se empiezan a achicar, porque no podés observar todo el día —dice Víctor, y arrima la silla otra vez a la mesa.
Entre el 21 y el 25 de febrero de 2018, los medios más importantes del mundo reportaron profusamente el descubrimiento de Víctor Buso. “La suerte de un argentino que fotografió el nacimiento de una supernova” fue el título de la edición en español del diario The New York Times; “Un cerrajero argentino fotografía por casualidad el nacimiento de una supernova” fue el título de El País, de España; otros, como BBC Mundo, titularon con las declaraciones del astrónomo estadounidense Alex Filippenko: “¡Como ganar la lotería cósmica!”. Casi todos se enfocaron en el papel preponderante que jugó el azar en el hallazgo.
Cada galaxia alberga una supernova por siglo; la naturaleza del fenómeno es absolutamente impredecible. Nadie puede saber cuándo comienza la explosión de una supernova. Lo que sí se sabe en el mundo de la astronomía es que, para explotar como tal, una estrella debe tener, desde su origen, unas diez veces la masa del Sol. La explosión es descabelladamente violenta y libera, a velocidades inimaginables, todo el material cocinado en su interior durante millones de años. Ese material es el que conforma la tabla periódica: el oxígeno que respiramos, el calcio de nuestros huesos, el hierro de nuestra sangre, la delicada sustancia de nuestro cerebro, y una larga lista de etcéteras. El astrónomo chileno Mario Hamuy —una de las voces más autorizadas en este tipo de fenómenos en América Latina—, lo explica vía e-mail: “Con excepción del hidrógeno que se formó en el Big Bang, todos los demás elementos químicos que constituyen nuestros cuerpos se formaron en el corazón de las estrellas que explotaron como supernovas. Entender las supernovas es entender nuestras raíces cósmicas!”.
Víctor Buso, al tanto de todas estas teorías académicas, “buscaba supernovas pero tranquilo, tampoco era mi obsesión. Si te obsesionás, te metes en una rutina, en un cansancio mental. Podés estar todas las noches mirando la misma galaxia en forma obsesiva y capaz que en la galaxia de al lado está explotando una supernova. Y te la perdiste”. Sabe que el azar estuvo de su parte y lo asume con naturalidad, sin eufemismos:
—Filippenko dice que yo gané la lotería cósmica. Yo digo que fue el azar contra el azar: lo hago al azar y la supernova aparece al azar. A algo tan azaroso como la supernova yo le jugué con el azar de mi vida, de apuntar acá, apuntar allá —dice, y se levanta a buscar las llaves del observatorio.
***
José Luis Sánchez es alto, tiene el pelo corto y un bigote entrecano que borra su labio superior. Conoció a Víctor en los encuentros de aficionados que se hacían en el observatorio del colegio Cristo Rey, a principios de la década de los ochenta.
—Somos amigos hace casi cuarenta años, es padrino de mi hijo más chico —cuenta José Luis. Está sentado en el living de su casa, vestido con una bermuda clara y zapatillas negras, es un día de calor.
Sánchez vive en la zona sur de Rosario, donde la ciudad empieza a despejarse de edificios en altura. Aficionado a la astronomía, con años de experiencia, tiene, en la terraza de su casa de dos plantas, un observatorio con idéntico equipamiento que el de Buso.
—El Gémini rosarino lo tenemos él y yo, todo igual —dice con orgullo, haciendo un parangón con el Proyecto Gémini, un consorcio internacional integrado por los Estados Unidos, Canadá, Brasil, Argentina y Chile. Esa comunidad opera dos telescopios de más de ocho metros de diámetro, uno en el hemisferio norte —en Mauna Kea, Hawaii— y el otro en el hemisferio sur —en Cerro Pachón, Chile—.
—Cuando compramos las cámaras digitales, con la que él descubre la supernova, la misma tarde recibimos los dos paquetes —explica José Luis—. Y como yo estuve tanto tiempo en un centro de cómputos, le instalé el software en la notebook.
La cámara es una ASI 1600 MM Cool, cilíndrica y roja, del tamaño de una lata de tomates, que se incorpora al telescopio.
Ahora José Luis recuerda que, más que un pedido, fue una súplica la que le hizo su amigo para que tomara las fotografías restantes de la supernova que había descubierto. Buso estaba cansado y él también. Completar el registro requería una segunda noche de insomnio, la madrugada del 21 de septiembre, y Buso temía no estar lo bastante lúcido. Por eso recurrió a Sánchez.
—Eran la una y media de la madrugada del 21, ya había pasado el meridiano, y daba vueltas en la cama —cuenta José Luis Sánchez, cruzado de piernas en el living de su casa—. No podía dormir, me entró el remordimiento de cuarenta años de amistad y no podía dejar de cumplir con lo que Víctor me pidió. Así que me levanté, subí al observatorio de mi casa y saqué como trescientas fotos de la supernova.
También esas imágenes fueron procesadas por los científicos argentinos y formaron parte del trabajo publicado en Nature. José Luis Sánchez es otra de las firmas del paper.
***
En el cielo azul no hay nubes. Se escucha el canto de los pájaros. El campus de la Facultad de Ciencias Astronómicas y Geofísicas de la Universidad Nacional de La Plata, a 60 kilómetros de Buenos Aires, tiene varios pabellones y edificios que se distribuyen en un amplio parque arbolado de unas seis hectáreas. El lugar está lleno de calma, casi sin alumnos en los pasillos. Licenciada y doctora en Astronomía, Melina Bersten es la primera firma del trabajo publicado en Nature. Llega sobre el horario convenido para el encuentro con termo, mate y una mochila al hombro. No es muy alta. Tiene ojos claros, el pelo rubio y largo, y lo lleva suelto. Prefiere salir de su oficina, conversar al aire libre en una de las galerías abiertas. No da muchos rodeos, va al grano:
—Lo que observó Víctor es la primera salida de luz de la superficie de la estrella. Es como un flash muy intenso y que sale muy rápido. Esa primera fase estaba predicha por todos los modelos teóricos, pero no había sido observada —dice Bersten, mate en mano—. Tuvo suerte, claro, pero también es cierto que encontró algo así porque es un observador experimentado. Se dio cuenta de que era algo real, lo fotografió a lo largo de una secuencia y se desesperó por comunicarlo a la comunidad científica.
La primera noticia que Bersten tuvo de la supernova detectada por Buso vino de Japón, donde había trabajado cuatro años antes de regresar a la Argentina. Una semana después, en plena organización de un Taller de Supernovas y Remanentes de Supernovas, que dictaba junto a los astrónomos Federico García y Gastón Folatelli, la noticia cobró otro espesor.
—Ahí nos dimos cuenta del valor científico de ese registro y que era posible intentar la publicación en Nature
—recuerda Bersten—. Pero demostrar que eso que Víctor había visto era una supernova en su fase más temprana no resultaba tan simple ni tan trivial.
Un equipo de más de 20 personas, los dos aficionados y un grupo de 19 científicos debió trabajar en el análisis y procesamiento de las imágenes durante más de seis meses. El resto es historia: el trabajo fue publicado el 21 de febrero de 2018 en la revista científica más prestigiosa del mundo bajo el título A surge of light at the birth of a supernova, con la firma, entre otros, de Melina Bersten, Gastón Folatelli, Federico García, Víctor Buso y José Luis Sánchez.
***
—En el momento no teníamos una idea cabal de qué había pasado —dice Sebastián Otero, sentado en el living de su departamento del Barrio Belgrano de Buenos Aires—. Víctor estaba tan excitado que no fue tan fácil entendernos a la distancia.
Otero es observador aficionado y consultor externo de la Asociación Americana de Observadores de Estrellas Variables (AAVSO, por sus siglas en inglés). Víctor acudió a él para reportar el descubrimiento a la comunidad internacional. Entre los dos acordaron brindar un primer reporte informal a través de una red japonesa de alertas y, al día siguiente, comunicar oficialmente el descubrimiento en el sitio web de la Unión Astronómica Internacional.
—Lo que mandamos como reporte son dos imágenes. Todo lo que se publicó ahora es la seguidilla de observaciones que él hizo en esa hora y pico —dice Otero—. Pero yo nunca supe que había tantas imágenes hasta la publicación del trabajo. Hizo falta mucho análisis.
El 21 de septiembre de 2016, la supernova de Buso tuvo su designación definitiva: SN 2016gkg. Después, la noticia del descubrimiento se hizo río entre los aficionados, hasta desembocar en el mundo académico.
***
Procesar el centenar de imágenes captadas por Buso y Sánchez no fue tarea fácil, llevó su tiempo. Los astrónomos Gastón Folatelli y Federico García fueron los encargados. Trabajaron una serie de cuarenta fotografías para el comienzo —donde aún no se veía la supernova— y otras tres series de unas veinte imágenes cada una para la detección: ese momento inicial de explosión que los astrónomos llaman Shock Breakout.
Gastón Folatelli, doctor en Física por la Universidad de Estocolmo, a diferencia de García —cuyo padre es astrónomo amateur—, tuvo un vínculo con la astronomía puramente académico, hasta que se topó con el nombre de Víctor Buso.
—Yo me esperaba un panorama, por prejuicio, más dificultoso. Esperaba que las imágenes no se pudieran medir fácilmente —dice Folatelli, en su despacho universitario—. Sin embargo, con estas cámaras ccd se puede hacer el mismo trabajo que yo hago todos los días. Fue una experiencia muy enriquecedora. El factor de Víctor me abrió una ventana a la existencia de una cantidad de astrónomos aficionados bien equipados y muy serios en su trabajo.
***
Es marzo de 2018. La cúpula del Observatorio Astronómico Busoniano está abierta. Allá arriba el cielo se esconde detrás de unas nubes abultadas, oscuras. En camiseta, jeans y zapatillas, Víctor Buso apoya sus antebrazos en la parte de hormigón del anillo. Mira hacia el este, en dirección al río, se queda en silencio un momento. Pudo dormir una siesta larga, todavía tiene los ojos hinchados por el sueño. Los compromisos fueron disminuyendo en las últimas semanas, pero lo esperan viajes a Buenos Aires, La Plata y Mendoza. Divulgar no lo aburre, pero le gusta más observar el cielo y siente que tantas actividades lo incomodan, lo apartan de la familia y la observación.
—Me di cuenta ahora que era bastante feliz con la vida que yo llevaba —dice—. ¿Te conté el cuento del tipo que se va a pescar al río?
Sin esperar respuesta, narra la historia que alguien le contó hace años. Es la de un hombre al que le gustaba pescar. El hombre iba al río, metía los pies en el agua y pasaba horas mirando el paisaje, mientras esperaba que algún pez mordiera la carnada. Y un día se acercó otro hombre y le propuso subirse a un barco factoría para pescar ballenas y convertir su afición en algo económicamente provechoso.
—Parece que todo tiene que encajar en una finalidad —se lamenta Víctor—. El tipo lo único que quería era pescar. Algo así pasa conmigo. La gente cree que soy un astrónomo frustrado y que por eso me convertí en un aficionado. Yo no me siento un astrónomo frustrado —dice, frunciendo apenas el entrecejo—. A mí siempre me gustó mirar el cielo y lo hago acá porque no vivo ni en el campo ni en la montaña. ¿Y por qué no voy a mirarlo aunque sea en la ciudad?
Le echa un vistazo al cielo encapotado y respira hondo. Los gestos blandos del cerrajero astrónomo dibujan una mueca de satisfacción.
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