El grito de la selva. La Amazonía vive bajo acecho

El grito de la selva. La Amazonía vive bajo acecho

Fernando Krapp
Ilustraciones de Santiago Moyao

Desde el año 2000 y hasta la fecha se ha quemado en la Amazonía la superficie equivalente a España y Portugal juntos. Las comunidades indígenas viven acorraladas por los impulsos del gobierno de Brasil para habilitar la explotación minera y crear más hidroeléctricas, lo que destruiría los recursos naturales de esta región que posee el 15% del agua dulce de todo el planeta. Ésta es una mirada a un territorio amenazado desde su descubrimiento.

Tiempo de lectura: 24 minutos

 

Cubierta con un plástico transparente de pies a cabeza, barbijo azul y botas de goma, una mujer de mediana estatura toma de las manos a un hombre y a otra mujer. Tiene la cabeza inclinada hacia adelante. Reza una oración con voz trémula, alza súbitamente el rostro al techo y dice:

—En nombre de la Paz, Señor, traiga salud a nuestro pueblo, Señor.

La voz de la mujer se quiebra. Le pide a Dios que ayude, que baje a la tierra, que haga algo. A su alrededor, varios repiten la oración cada vez que ella dice “amén”. Se escuchan llantos que opacan la voz principal, que busca ser clara, firme y directa.

La imagen no sorprendería si fuese la de alguna pastora de las tantas iglesias evangelistas que hay en el interior de Brasil, pero se trata de una médica en el pabellón de un hospital de Manaos, capital del estado de Amazonas, rodeada de médicos y enfermeros. Es un video que circuló el viernes 15 de enero de 2021, cuando los hospitales de esa ciudad dejaron de atender a pacientes con Covid-19 por falta de camas y tubos de oxígeno. Un día después, el sábado 16, se registraron doscientas muertes. Enterraron los cuerpos en fosas comunes y algunas familias no pudieron asistir a los sepelios. La ciudad recibió ayuda de Venezuela, que envió tubos de oxígeno; un gesto que Nicolás Maduro vio como una oportunidad para responderle a su antiguo enemigo, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, y convertir la asistencia médica en una causa política.

En las plegarias de los médicos se cuela el pedido por la renuncia de Bolsonaro. Luego de una vertiginosa serie de deserciones, el 16 de septiembre de 2020 el exgeneral Eduardo Pazuello asumió como ministro de Salud. En su discurso, aseguró “no saber nada del sistema de salud de Brasil”. Al poco tiempo, comenzó a autorizar la prescripción de hidroxicloroquina, un componente que Donald Trump, durante el comienzo de la pandemia, salió a respaldar hasta que, el 15 de junio, la FDA, agencia reguladora de Estados Unidos, lo revocó. El 31 de octubre, Pazuello dio positivo y tuvo que ser aislado. El 15 de marzo de 2021, tras alcanzar la cifra de 280 mil muertos por Covid-19, Bolsonaro nombró al cardiólogo Marcelo Queiroga como ministro de Salud, el cuarto desde que asumió la presidencia. La expansión vertiginosa de los contagios visibilizó una constante en la Amazonía: la ausencia del Estado.

Poco antes de convertirse en presidente, Bolsonaro dio un discurso escalofriante y premonitorio en el Club He­braica, en Río de Janeiro: “Pueden tener la certeza de que, cuando asuma la presidencia, no va a haber plata destinada a ninguna ONG”, dijo; “no va a haber ni un centímetro demarcado para una reserva indígena. Donde hay una tierra indígena, hay una riqueza abajo. Hay que sacarlos de ahí”. La ausencia de Estado en la Amazonía es, en definitiva, una política de Estado. A cuatrocientos días de su asunción, el 6 de febrero de 2020, hizo una ceremonia para firmar un ansiado proyecto de ley que envió al Senado con el fin de habilitar la explotación minera y crear centrales hidroeléctricas en tierras indígenas. Para justificarse ante las críticas que vendrían, dijo en su discurso que el artículo 231 forma parte de la Constitución Nacional de Brasil, cuya reforma data de 1988, y que su proyecto de ley no hace más que reglamentar su aplicación. Éste fue catalogado como un sueño personal:

—Espero que este sueño se concrete. El indígena es un ser humano exactamente igual a nosotros: tiene corazón, tiene sentimientos, tiene alma, tiene deseos, tiene necesidades y es tan brasileño como nosotros —dijo.

Luego del rechazo por parte de centenares de agru­paciones indígenas de la Amazonía y diversas ONG, la presidencia hizo un comunicado oficial: “Son más de 31 años sin reglamentación de la minería y la generación de energía en tierras indígenas, lo que ha causado inseguridad jurídica, la falta de compensaciones financieras y tributos y graves riesgos de vida”. Si bien el Congreso frenó muchos de los proyectos propulsados por Bolsonaro, en este caso puede ser determinante la bancada vinculada al agronegocio que, según el Centro de Estudios Avanzados en Economía Aplicada (Cepea), generó, en 2020, el 19.66% del PBI nacional. Un sueño para Bolsonaro.

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No es lo mismo hablar de la Amazonía andina, que va desde el sur de Colombia y pasa por el oeste de Ecuador y de Perú, que de la venezolana y de la selva que ocupa gran parte del territorio boliviano. O de la parte de las Guayanas, marcada por una inmigración europea distinta de la española y la portuguesa. O, por supuesto, de la brasileña, la más vasta, que se extiende desde el nordeste hasta el Mato Grosso, se alinea hasta la provincia de Rondonia y luego se sumerge en la parte más espesa, cuyo centro es la ciudad de Manaos. Se estima que el territorio total de la Amazonía cubre unos 7.4 millones de km2 y representa 4.9% del área continental del planeta. El agua que la cuenca del río Amazonas vierte al océano Atlántico, luego de recorrer más de siete mil kilómetros desde los Andes, en zonas donde la profundidad alcanza los 110 metros de profundidad, representa 15% del agua dulce de todo el planeta.

La imagen que llegó desde el cielo fue una señal de alarma. El 16 de agosto de 2019 un satélite de la NASA obtuvo una fotografía que mostraba una mancha que cubría una gran parte de la selva amazónica. No era la usual mancha verde, tachonada por nubes ocasionales, que esconde, entre bosques, ríos y selvas, una población variada, el resultado de siglos de conflictos, de cruces y migraciones. Era blanca y compacta, como un tapón blanco entre el cielo y la tierra. Era humo. Y, debajo del humo, estaba la ciudad de Novo Progresso, en el estado de Pará, al norte de Brasil. Fundada en 1983 durante la dictadura militar brasileña (1964–1985), cuenta con veinticinco mil habitantes y se ha convertido en una de las ciudades con mayor producción agroganadera del país. Uno de sus habitantes, Adecio Piran, publicó en agosto de 2019, en el diario Folha do Progresso, una nota muy breve en la que revelaba que, seis meses después de que Jair Bolsonaro asumiera la presidencia con 55.21% de los votos (la cantidad más baja de la historia brasileña y con el mayor porcentaje de votos en blanco y anulados desde 1989), el mandatario había visitado la ciudad, donde se había reunido con terratenientes y pequeños propietarios de campos. Inspirados por el presidente, decía Piran en su artículo, los productores y ganaderos planeaban establecer una serie coordinada de incendios en el bosque y en tierras cercanas a la ciudad. Los incendios se llevarían a cabo el día 10. En su texto, Piran escribió: “Los pro­ductores rurales y ganaderos, respaldados por las palabras del presidente Bolsonaro, planean instituir el 10 de agosto como el Día del Fuego, en el cual se busca hacer limpieza de las florestas y de los pastos”.

Al día siguiente de la publicación, Piran salió a las calles de Novo Progresso rumbo a su puesto como director, dueño y jefe del diario. Era un día caluroso y húmedo, en pleno agosto; la temporada de lluvias estaba llegando a su fin. De pronto, algo llamó su atención. Su foto estaba impresa en un papel pegado en un poste de luz, junto a un texto muy extenso. Parecía una película de vaqueros, cuando los sheriffs buscan a los ladrones bajo el lema de wanted. El buscado era él y los cazadores eran los dueños de los campos. Desconcertado, arrancó la hoja. Pero vio otras, en otros postes. Mandó un mensaje de texto a un colega, quien le envió una cadena de mensajes que circulaban por WhatsApp y Facebook. Los productores —cuyos nombres Adecio Piran descubriría tiempo después— estaban furiosos con su artículo. Decían que lo que había escrito era mentira, que nadie estaba organizándose para incendiar los campos sino que, como decía el presidente en su cuenta de Twitter, las ONG y los ambientalistas tergiversaron la información para crear un negocio con la ecología. Cuando llegó al diario, recibió en su WhatsApp el primer mensaje anónimo de amenaza.

—El Día del Fuego está causando muchos trastornos en mi vida —dice Adecio Piran por mensaje de texto. Se niega a seguir hablando o a coordinar una entrevista—. Vivo en una región en la que las personas no entienden el medio ambiente.

La nota de Piran funcionó como un mensaje de alerta que nadie escuchó. Los incendios ocurrieron. El Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales de Brasil (INPE, por su nombre en portugués) informó que en agosto de 2019 hubo 74 mil focos de incendios; un aumento de incendios forestales de 83% entre enero y agosto, comparado con 2018. Emmanuel Macron, presidente de Francia, salió al cruce en Twitter pidiendo explicaciones sobre lo que estaba pasando en la selva. Los ambientalistas de todo el mundo, entre ellos, celebridades de Hollywood, se sumaron a las voces de alerta. Algo no andaba bien en la Amazonía.

—¿Recibiste muchas más amenazas por tu nota?

—Muchas —dice Piran. Y no vuelve a responder ningún otro mensaje.

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—Cuando Bolsonaro fue electo presidente, había un sentimiento de que él no se metería con las cuestiones ambientales —dice Ane Costa Alencar, directora del Instituto de Investigación Ambiental de la Amazonía (IPAM, por su nombre en portugués), con sede en el Mato Grosso. Está sentada delante de su computadora de escritorio. Pelo corto, sonrisa cálida, ropa liviana, tiene paciencia para las preguntas básicas: la tarea de divulgación, dice, es un trabajo de todos los días.

Para entender la dimensión del conflicto por las tierras, Ane se remonta hasta 1988, una fecha clave en la historia brasileña que marca la transición de la dictadura hacia un sistema democrático. En 1986 se instaló una Asamblea Nacional Constituyente para elaborar una nueva Carta Constitucional. Entre los objetivos del Plan Nacional de Desarrollo de la Nueva República, para el período 1986–1989, se destacaron el desarrollo de la minería y un uso consciente de la tierra en relación con el cuidado de las comunidades indígenas y su territorio. El capítulo VI, dedicado al medio ambiente, establece: “Todos tienen derecho al medio ambiente ecológicamente equilibrado, bien de uso común del pueblo y esencial para una calidad de vida saludable, imponiéndose al Poder Público y a la colectividad el deber de defenderlo y preservarlo para las presentes y futuras generaciones”.

El 22 de febrero de 1989 se creó por ley el Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables (Ibama), un ente autárquico, dependiente del Ministerio de Medio Ambiente, que se encarga de conceder permisos y licencias ambientales para el desarrollo agrícola e industrial con el fin de ejercer control de los recursos naturales y de multar a quienes inician una actividad sin dicha autorización. Esas licencias ambientales se convirtieron en el blanco de la campaña presidencial de Bolsonaro desde que lo multaron por estar pescando en un área protegida y sin permiso. Una vez asumida la presidencia, Bolsonaro dijo que el sistema de multas y licencias era una “industria” y pensaba terminar con eso.

—Así fue que algunos productores de Novo Progresso se organizaron para hacer una quema en conjunto, deforestaron un área muy grande y lo llamaron el Día del Fuego —dice Ane.

El 11 de abril de 2019 Bolsonaro firmó el decreto presidencial número 9 760 para crear “centros de conciliación” e investigar hacia dónde va el dinero recaudado por las multas. El decreto instrumenta dos cambios importantes. El primero, que si el “centro de conciliación” decide que la multa no es necesaria, no se implementa. Anteriormente, si la deuda era grande, existía un descuento de hasta un 60% si el 40% restante se depositaba en un proyecto de recuperación ambiental seleccionado por el Ibama. Bol­sonaro introdujo ahí una variación, el segundo cambio: este porcentaje deberá destinarse a un proyecto selec­cionado por la empresa o la persona multada y no a una ONG. La intención real del decreto es quitarles poder a las ONG y proteger a los ruralistas, que lentamente van haciéndose de un camino en la política.

Ane dice que los ganaderos y productores agrícolas tienen una gran responsabilidad en la quema de los terrenos y, si bien hubo un aumento significativo del sector ganadero hacia fines de los años noventa y durante las dos primeras décadas del nuevo milenio, lo que convirtió a Brasil en uno de los principales exportadores de carne de la región (además de ser su principal consumidor), el problema mayor radica en la ocupación ilegal de terrenos fiscales para la tala, una actividad que no ha cesado de crecer.

—El principal vector es la ocupación de tierras. Primero, se las ocupa ilegalmente y, luego, se las desmonta. Se venden las maderas caras en aserraderos clandestinos y, después, se quema el suelo, para finalmente plantar pasto y ocuparlo con ganado.

La zona más afectada, dice, está en lo que se conoce como el “bioma cerrado”, la ecorregión que abarca el Mato Grosso, el Mato Grosso del Sur, el estado de Goiás completo, el distrito federal, la parte occidental de Minas Gerais y el estado de Tocantins. La zona se caracteriza por tener una tierra chata, de vegetación baja y clima húmedo. En ese sector, en los últimos veinte años se quemaron 825 729 km2, 37% del bioma.

Tanto el bioma cerrado como el “pantanal” (otro gran afectado por los incendios) rodean a la Amazonía, cuya vegetación es más densa, con temporadas de lluvias más largas. Sin embargo —y, sobre todo, en Rondonia y Acre, ubicadas al sur del bioma—, también ahí las tierras fueron ocupadas e incendiadas. En la Amazonía se han quemado 428 206 km2, desde el año 2000 hasta la fecha, es decir, 28% del territorio brasileño total y 10% del bioma. Es la superficie de España y Portugal juntos.

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—La Amazonía es un laboratorio en pequeño de lo que es América Latina —dice Ana Pizarro—. Un laboratorio que tiene que ver con la usurpación de los recursos naturales y la violencia contra los pueblos originarios.

Nacida en Santiago de Chile, luego de obtener su licenciatura en Letras por la Universidad de Santiago, descubrió que muy poca gente había estudiado la enorme diversidad cultural y literaria que se esconde en la Amazonía. Una beca Guggenheim le permitió viajar a distintos puntos de la Amazonía para hacer su doctorado. El resultado fue un libro llamado Amazonía: el río tiene sus voces, un impresionante cruce entre crítica literaria, historiografía y relato etnográfico por el que obtuvo el premio Casa de las Américas en Cuba y que publicó el Fondo de Cultura en México.

—Los españoles llegaban desde Quito por el río Napo. Allí es donde se produce el descubrimiento del Amazonas. Lo cual es un descubrimiento absurdo, porque los indígenas siempre navegaron por ese río.

Con los años, dice Pizarro, hubo un problema central entre portugueses y españoles: el de establecer límites geográficos. El capitán Tejeira comandó una expedición por el río Amazonas en 1690 durante diez meses, en la que intentó trazar un límite desde el Atlántico hasta el Pacífico. Lo cierto es que a Portugal le importó bastante menos la Amazonía, porque sus intereses comerciales estaban puestos en el mundo asiático. Y, a diferencia de los españoles, que montaron un sistema para instalarse en la selva, Portugal sólo envió presos y aventureros. Buscadores de fortunas, viajeros, curiosos, fueron los que hicieron de la Amazonía un lugar fantástico, una tierra hecha con la misma materia con la que se hacen los sueños. El explorador y botánico inglés Henry A. Wickham viajó a Brasil en 1870. Vivió entre comunidades de indígenas y recorrió las cuencas hidrográficas durante años. Se maravilló con árboles que medían más de treinta metros y que los aborígenes llamaban kauchuk, que en quechua significa “árbol que llora”. Wickham llegó a contrabandear más de setenta mil semillas de este árbol para estudiar sus alcances en Inglaterra. Gracias a él, se descubrió que con la savia del árbol se podía fabricar látex.

—Los europeos se dieron cuenta de que el caucho les era útil. Muy útil.

El caucho generaba enormes ganancias, no sólo por la demanda de este material sino porque el trabajo en las plantaciones no estaba legislado. Muchos migraron hacia el interior de la Amazonía para trabajar allí. Esa ola migratoria se vio intensificada por un problema climático, cuenta Pizarro. Hacia fines del siglo xix se produjo una gran sequía al nordeste de Brasil, en Pernambuco, Bahía y Río Grande, donde estaban las plantaciones de azúcar.La gente se quedó sin trabajo y se moría de hambre. Esa necesidad produjo, en 1887, una migración de cuarenta mil nordestinos hacia la Amazonía, donde había una promesa de trabajo, agua y calidad de vida. Cuando llegaron al centro del país, se encontraron con el reverso de la esperanza: el trabajo en las caucheras era una esclavitud encubierta, se les pagaba lo justo para sobrevivir, las condiciones de vida eran insalubres.

La migración interna produjo un impacto demográfico en la Amazonía: empezaron a formarse urbes en el interior de la selva. Durante el siglo xx se construyeron autopistas, rutas y centrales hidroeléctricas. Como la conquista del oeste en Estados Unidos, la Amazonía representó, para el Estado brasilero, un lugar para ser dominado.

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“Una tierra sin hombres para hombres sin tierra”, reza el eslogan oficial.

Abre plano: un hombre negro habla hacia la cámara en un tono ameno y pausado. Está de pie, en medio de una ruta por la que pasan autos. El sonido es malo y los colores del comercial son plenos, registrados por una cámara de 16 mm. El hombre dice que el país va a salir adelante, que todos deben confiar. Que Brasil es un país grande. Que hacia el interior hay tierra para ocupar y producir. Que esa tierra se llama “Amazonía”. Y que la Amazonía es de Brasil. No es fácil encontrar en YouTube las campañas para es­timular las migraciones internas hacia la Amazonía que hizo la AERP, la agencia de propaganda que creó la dictadura militar. En 1964 los militares asumieron el gobierno de forma inconstitucional, se autoconfirieron poderes extraordinarios y cinco generales del ejército se alternaron en el mando del ejecutivo. Brasil arrastraba una fuerte polarización social, una deuda externa atroz, un desbalance en el gasto público.

Según narran las historiadoras brasileñas Lilia M. Schwarcz y Heloisa M. Starling en el libro Brasil. Una biografía, la Amazonía se convirtió en un depositario de las esperanzas desarrollistas de la dictadura. El territorio tenía que poblarse y, para lograrlo, se necesitaba abrirse paso; convertir la tierra en terreno. “El ministro de Hacienda tenía poderes para autorizar cualquier gasto que le conviniera. Poderes que le habrían hecho morir de envidia a un rey medieval”, dijo el exministro Maílson da Nóbrega en septiembre de 2014, en entrevista con Rafael Cariello, para la revista Piauí. El ministerio de Hacienda tenía un control absoluto del presupuesto, es decir, controlaba los gastos que tendría que haber definido el Congreso Nacional. Así, se dispusieron a construir represas hidroeléctricas en todo el territorio amazónico y muchas carreteras. Demasiadas. La más conocida fue la Transamazónica. Una autopista colosal, una línea de 4 997 km que se incrustaba como una flecha venenosa en el corazón de la selva.

La construcción demandó varios años. Se pretendía cruzar de este a oeste la cuenca amazónica para vincular la región nordeste de Brasil con Perú y Ecuador. “La construcción de la Transamazónica catapultó un ambicioso programa de colonización que incluía el desplazamiento de casi un millón de personas con el objetivo de ocupar estratégicamente la zona, no dejar despoblado ningún rincón del territorio nacional y taponar el área de frontera”, escriben Schwarcz y Starling.

El resultado fue la deforestación de más de cuarenta mil kilómetros cuadrados, la penetración por la fuerza en muchas tribus aborígenes que, hasta esa fecha, habían tenido escaso contacto con otros habitantes y una urbanización descontrolada. Inaugurada por el presidente de facto, Médici, el 27 de septiembre de 1972, pretendía usarse para potenciar la imagen triunfalista de Brasil y compartir la idea de que estaba en curso un formidable proceso de modernización del país. Llegar hasta el corazón de las tinieblas. Producir identidad. Llenar el aparente vacío que había en la selva con la frase que está impresa en la bandera de Brasil: “Orden y progreso”.

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La primera vez que Luis Lima viajó al interior del estado de Maranhão fue en 2012. Formaba parte del Instituto de Nueva Cartografía Social dirigido por el doctor Alfredo Wagner. Desde finales de los setenta, frente al avance de la tala ilegal, el agronegocio y la minería, el instituto ha nucleado a antropólogos, sociólogos, geógrafos, politólogos, abogados y filósofos con la intención de acompañar y dotar de herramientas jurídicas y discursivas a distintas agrupaciones de indígenas, trabajadores precarizados y los llamados “ci­marrones”, cuyos antepasados fueron esclavos rebeldes que se fugaron de las plantaciones de azúcar. Entre esas agrupaciones, hay una creada íntegramente por mujeres: las quebradeiras (“rompedoras”) de coco babasú, también conocidas como Movimento Interestadual das Quebradeiras de Coco Babaçu. Las quebradeiras viven de la recolección del fruto de estas palmeras que crecen salvajemente en los campos de Maranhão, Piauí, Tocantins y Pará. El movimiento se formó en 1969, en plena dictadura. Trescientas mil mujeres se agruparon para buscar una contención ante la ocupación ilegal de tierras. Desde 2007 intentan promulgar una ley de libre acceso al coco babasú. Si bien las “rompedoras” fueron reconocidas durante el gobierno de Lula da Silva como una de las llamadas “poblaciones tradicionales”, protegidas por una serie de legislaciones ambientales —junto con los extractores de caucho natural (seringueiros) y los pescadores—, y se ha fijado desde el gobierno un precio mínimo para la compra de sus productos, aún no han logrado la aprobación de la ley.

En esa concientización de derechos, la participación y la ayuda del Instituto de Nueva Cartografía Social ha cumplido un rol central durante más de cuarenta años. Luis Lima trabaja en el instituto desde 2005. Profesor en Geografía por la Universidad Federal del Amazonas, su tarea consiste en confeccionar y crear mapas sociales con in­formación que le proporcionan los antropólogos que hacen trabajo de campo. Para obtener una mirada profunda y entender con mayor amplitud el territorio de las quebradeiras, decidió viajar al interior de Maranhão en 2012, un viaje que duró dos años.

—Es una zona de difícil acceso —dice Lima por videoconferencia— porque es también una zona de conflicto. Se está disminuyendo la actividad de las mujeres, al condicionar el acceso a las palmeras. Muchas fazendas acaban con las palmeras, las cortan o las queman.

El movimiento de estas mujeres se encuentra en una zona muy conflictiva de Brasil denominada Matopiba. En 2015 el gobierno lanzó un plan para desarrollar la zona. Asimismo, las tierras de la región recibieron apoyo de capitales extranjeros, provenientes de Estados Unidos, Holanda y Suecia, entre otros, para fomentar la producción agroindustrial. Las inversiones son, en verdad, especulativas, porque apuntan a aumentar el valor de las carteras de las empresas, incrementando los precios de la tierra. En esa compra desregulada —apoyada por el gobierno— la zona sufre un enorme impacto: diecisiete mil kilómetros cuadrados se deforestaron en apenas dos años (2013–2015) y la propiedad de las tierras (73 millones de hectáreas) ha caído en manos de tan sólo diez empresas.

Por caminos cortados, rutas sin pavimentar o maltrechas sendas de asfalto golpeadas por la humedad y las lluvias, Luis atravesó el interior del estado para llegar a Lago do Junco, Esperantinópolis y São Luiz Gonzaga, tres pueblos de unos pocos cientos de habitantes, ubicados en el “bioma cerrado”, en donde crece la palmera nativa del norte de Brasil cuyo nombre, babaçu, significa “palmera grande”. Para las mujeres que recolectan su fruto, el nombre quiere decir “planta madre”.

Hacía calor, recuerda Luis. Al bajar de la camioneta, vio a una mujer con un extraño turbante en la cabeza. Había visto imágenes similares en las fotografías y filmaciones que los antropólogos le enviaban, en las historias que había escuchado cuando estaba trabajando en la creación de los mapas. Pero no lo había visto con sus ojos: una mujer llevaba en su cabeza una enorme y pesadísima mata de cocos, con la espalda erguida y manteniendo un equilibrio irreal.

De la planta, las mujeres aprovechaban todo: aceite para hacer jabones, harina de coco; la madera les servía para carpintería y la corteza la usaban como leña para hacer fuego. Vivían en comunidades chicas, con muchos hijos, y muchas de ellas habían sido abandonadas por sus maridos. El trabajo suponía una herencia que se transmitían de las ancianas a las jóvenes. En los días que pasó en la comunidad, hubo algo que llamó la atención de Luis: mientras trabajaban quebrando la corteza del coco, cantaban. Las canciones hablaban sobre la lucha y la resistencia. Sobre las compañeras caídas mientras defendían sus derechos, sobre mujeres jóvenes y mujeres de ochenta años, como la líder del movimiento, Cledeneuza Maria Bizerra Oliveira, cuya vida estuvo marcada por el abandono cuando era chica, hasta que descubrió, en el trabajo manual con otras mujeres, una vía salvaje y austera de ganar autonomía. Una forma precaria de vivir en libertad.

La voz de las mujeres —pudo ver y escuchar Luis durante aquellas tardes, mientras el sol se ponía detrás de las copas de las palmeras enmarcadas por el cielo húmedo— estaba acompañada por el latir constante de los golpes que daban con sus palos a la corteza dura y áspera del fruto. Como un mantra, repetían: “Quiebra un coco, crea vida”.

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El sonido de las excavadoras era punzante. Cada tanto, las máquinas se apagaban para encenderse nuevamente. No se escuchaba el movimiento mecánico de los garimpeiros, los buscadores de oro que trabajaban silenciosamente en la ribera del río revuelto, tras el brillo dorado debajo del agua espesa. No se escuchaban voces humanas ni canciones. Eran máquinas revolviendo la tierra, persiguiendo las vetas  al fondo del río. Esa imagen encontró el periodista norteamericano Jon Lee Anderson luego de viajar por cielo y tierra desde su casa en Inglaterra hasta la reserva indígena de los kayapó.

Hacía tiempo que Anderson quería volver a Latinoamérica, el lugar que recorrió en su juventud y en donde completó su formación para convertirse en uno de los reporteros más importantes de los últimos años, con títulos como Che Guevara: una vida revolucionaria (1997) y La caída de Bagdad (2004), entre otros. Luego de escribir una serie de artículos para The New Yorker sobre el ascenso de Jair Bolsonaro, decidió que la Amazonía era un destino por indagar. Anderson armó una red de contactos y de temas —la tala ilegal, los incendios forestales y la expansión de la ganadería—, pero hubo uno que llamó más su atención: el auge de la minería ilegal en las reservas indígenas de los yanomami y los kayapó. Así que voló hasta Brasil para juntarse con la tribu de los kayapó que habita las tierras planas de Mato Grosso y Pará.

Desde el año 2000 y hasta la fecha se ha quemado en la Amazonía la superficie equivalente a España y Portugal juntos.

La historia de los kayapó es muy interesante, cuenta Anderson por teléfono. Está atravesada por momentos de resistencia y defensa de su territorio, pero también por la transigencia con ciertas políticas estatales. El auge de sus líderes más conocidos coincide con el surgimiento de dirigentes sindicales: con la aparición de Chico Mendes entre los caucheros de la región amazónica de Acre (asesinado en 1988), con la formación del Partido de los Trabajadores a inicios de los ochenta, con el fin de la dictadura y la transición hacia la democracia, que culminó con la reforma constitucional en 1988.

Los kayapó fueron foco de atención en 1987, cuando se intentó instalar una represa hidroeléctrica en su territorio, en Altamira, Pará, a orillas del río Xingú. Las usinas hidroeléctricas tienen una larga historia en la cuenca amazónica brasileña; forman parte de un plan energético que han diseñado los distintos gobiernos. Cada nueva construcción ha despertado sospechas por parte de las comunidades indígenas y los ambientalistas. Una represa no solamente altera el ecosistema de la selva, sino que representa el primer paso para extraer los recursos materiales desde el corazón de la Amazonía, por medio de hidrovías con una profundidad acorde para la navegación. La resistencia de los kayapó hacia la construcción de la usina recibió solidaridad internacional; hasta Sting, el cantante inglés, organizó una serie de conciertos en su apoyo. Como consecuencia, el Banco Mundial canceló el crédito que se le había otorgado al Estado para llevar adelante el proyecto. Cuando Anderson llegó, el año pasado, encontró otro panorama.

—Fui a un pueblo que se llama Ourolandia (“tierra del oro”), que no existía hace treinta años. Ahora tiene treinta mil personas. Hay muchas casas y otros pueblos cercanos, con una iglesia evangelista. Hay masajistas y prostitutas y todo lo que esperas encontrar en un pueblo de frontera.

Durante los años ochenta, los kayapó tuvieron un líder llamado Tutu Pombo, que se convirtió en el primer indígena desarrollista en negociar con el Estado, quien permitió el ingreso a grupos mineros, la tala ilegal y los “garimpos” a cambio de dinero. Fue el gran adversario de Raoni Me­tuktire, otro cacique kayapó. Según la vieja tradición de la tribu, al nacer otro cacique debe fundar un pueblo propio. Desde otro poblado, Raoni luchó contra Tutu Pombo, que murió en 1992 y dejó una herencia estimada de seis millones de dólares. La otra herencia de Tutu Pombo, dice Anderson, es cultural. En su crónica “Blood gold in the Brazilian rain forest”, narra los conflictos y las contra­dicciones que vio cuando logró entrar en la zona donde se lleva a cabo la minería ilegal dentro de la reserva de los kayapó.

—Sobrevolé el pueblo y lo que vi era increíble. Estrago tras estrago.

No eran hombres y mujeres buscando pepitas de oro en el río con el método tradicional de los garimpeiros, es decir, una pequeña bomba de agua montada en la ribera y cinco o seis personas moviendo el fondo. Eran varias excavadoras muy costosas, con un poder de destrucción muy grande, trabajando día y noche en la extracción de oro que sería comercializado ilegalmente en Turquía, Arabia, India y varios países del Oriente: los grandes compradores de oro del mundo. Era un paisaje devastado por la extracción indiscriminada, con una población de casi cien mil garimpeiros que trabajaban en la reserva indígena de los kayapó, quienes los dejaban entrar, con su maquinaria y con matones que no permiten el ingreso a otras personas, a cambio de dinero ilegal.

—El oro no está fiscalizado —dice Anderson—. Y nadie se pregunta de dónde viene.

La situación estaba totalmente fuera de control. Los garimpeiros arrojaban al agua el mercurio que usaban para limpiar las pepas de oro, lo que aumenta los niveles de contaminación arrastrada desde las cuencas de la Amazonía peruana y ecuatoriana. Allí, en los Andes, a miles de metros de altura, donde las vertientes forman el cauce de los ríos, las empresas petroleras extraen petróleo y lo que se conoce como “aguas en formación”, uno de los fluidos presentes en un reservorio petrolero y que es muy tóxico debido a su alto contenido de sodio, cloruro, cromo, plomo y cadmio. Estas aguas en formación emergen durante las perforaciones. Un estudio reciente de la Universidad Autónoma de Barcelona y el Instituto Internacional de Estudios Sociales de la Universidad Erasmo de Róterdam señaló que, por cada barril de petróleo producido, las empresas extraen hasta 98 barriles de agua en formación, que vierten al suelo y los ríos de las selvas tropicales. El mismo estudio reveló que las empresas petroleras peruanas y ecuatorianas han estado arrojando esta agua a los ríos desde 1972. La contaminación en los ríos se extiende por kilómetros hasta la desembocadura en el océano Atlántico y crea una bioacumulación de metales pesados en peces, animales, flora y en las personas que se alimentan de la pesca y la caza de dichos animales y que toman esa agua.

En la reserva de los kayapó no había presencia policial ni control del Estado. “En las dos semanas que estuve —escribió Anderson— hice varios vuelos sobre el bosque. En uno de ellos, mientras el avión sobrevolaba las copas de los árboles, vi una enorme columna de humo que se alzaba en el cielo como una nube de cenizas volcánicas. Por horas, el fuego ardía sin control y una densa mancha de humo se asentó en el horizonte. Fuegos así son muy regulares en la vida actual de la Amazonía y sus habitantes lo consideran una parte esencial del progreso”.

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El mediodía del primero de noviembre de 2019, el sol estaba alto en el municipio de Bom Jesus das Selvas. Paulo Paulino Guajajara y su amigo Tainaky Tenetehar (conocido también por su nombre en portugués, Laércio Souza Silva) se habían alejado de las tierras de la comunidad guajajara, en el estado de Maranhão, para cazar. De pronto, entre la floresta, vieron algo a lo que estaban —y están— acostumbrados: máquinas para talar y tractores. Un grupo de madereros estaba cortando árboles de manera ilegal.

Años atrás, Paulo Paulino y Tainaky, junto a un centenar de indígenas de otras comunidades, formaron una agrupación llamada “Guardianes de la Amazonía”. El grupo busca contener el avance de la tala ilegal en el estado de Maranhão, incluidos los 4 150 km2 del territorio indígena de Araribóia. También busca concientizar a tribus vecinas que, aisladas en la selva, no tienen cómo defenderse frente a los ataques de los madereros. Aquella mañana de noviembre, cinco hombres armados emboscaron a los dos guardianes y sin aviso previo les lanzaron una ráfaga de disparos. Tainaky sintió un pinchazo en la espalda y en los brazos; se pasó la mano por la espalda y se miró la sangre mientras corría desesperadamente. Con escasas fuerzas logró llegar hasta su comunidad para pedir ayuda. Allí notó que estaba solo. Paulo Paulino no estaba con él. Cuando se le pide a Tainaky que intente describir con detalle qué pasó ese día, el día en que Paulo Paulino fue asesinado por un grupo de madereros, lo hace de forma monótona, relatando flashes de imágenes inconexas. Sentada frente al monitor, a su lado, está Sarah Shenker, una de las voceras de Survival International, una ONG con una extensa trayectoria de trabajo junto a pueblos indígenas en la Amazonía.

—Los madereros están organizados —dice Tainaky—. Los empresarios son los que les pagan a los madereros y nos cazan en la zona de fronteras. Muchos empresarios apoyan a los madereros que entran en los bosques para desmontar. Y cuando entran, lo hacen con tractores, motosierras, maquinaria pesada.

En los últimos años, el asesinato de líderes indígenas ha ido en ascenso. Según un informe de la ONG Global Witness, el asesinato de personas defensoras de la tierra y el medioambiente mostró el número más alto de muertes en 2019: 212 personas, un promedio de cuatro asesinatos por semana. De ellas, 98 eran de la Amazonía, entre otras, el mencionado Chico Mendes, un recolector de caucho y sindicalista a quien asesinaron el 22 de diciembre de 1988.

Cada vez más tierras de las reservas indígenas se encuentran invadidas por ganaderos que construyen rutas internas sin permiso estatal. Según un informe del IPAM, en estos últimos veinte años 66% de las deforestaciones e incendios se provocaron en áreas privadas para el pastoreo de la ganadería o para plantar soja, mientras que 2.5% fue en áreas públicas. Las cifras se vuelven más escalofriantes si se piensa que el 17.5% de todo el territorio brasileño fue incendiado al menos una vez. El 68% de lo quemado es vegetación nativa y el 51% sufrió más de dos incendios sobre el mismo suelo. ¿Hay alguna clase de protección a la que se pueda recurrir? Tainaky dice que la Fundación Nacional del Indio (Funai), un organismo estatal —dependiente del Ministerio de Justicia— que se creó en 1967 para brindar asistencia a las comunidades aborígenes y delimitar sus territorios, actúa solamente cuando hay presión internacional.

En 2019 Bolsonaro transfirió la actividad de demarcar tierras indígenas, que la Funai llevaba adelante, al Ministerio de Agricultura. La identificación y demarcación de tierras pasó a manos de los ruralistas, cuyos intereses son contrarios a los de los pueblos indígenas. Bolsonaro también intentó fusionar el Ministerio de Medio Ambiente al de Agricultura. Su intento se vio frustrado por la presión de las ONG. Al no lograr su cometido, el presidente optó por la vía más fácil: quitarle los fondos. El proyecto de Ley Presupuestaria para 2021 que el gobierno envió al Congreso reduce el presupuesto para el Ministerio de Medio Ambiente a unos 318.5 millones de dólares, el valor más bajo desde el año 2000.

—En los últimos años —dice Fiona Watson de la ONG Survival International— los pueblos indígenas han jugado un papel fundamental, no sólo para conservar especies de plantas y animales amenazadas, sino formas de vida distintas. La lucha de estas comunidades se ha convertido en nuestra lucha.

Desde el año 2000 y hasta la fecha se ha quemado en la Amazonía la superficie equivalente a España y Portugal juntos.

Lingüista y profesora en Letras y oriunda de Escocia, Fiona viajó por Latinoamérica y conoció a profundidad la problemática indígena en las selvas peruana, venezolana y amazónica. Entró en contacto con la comunidad yanomami, en el centro de la Amazonía brasileña, en la frontera con Venezuela, en la cuenca del río Demini. Conoció a su líder, el chamán Davi Kopenawa, y trabajó con el pueblo yanomami durante varios años. En 1989 Survival In­ternational obtuvo el Premio Right Livelihood, conocido también como el Nobel Alternativo. Survival invitó a Davi Kopenawa a la ceremonia de recibimiento. En ese viaje a Europa, Kopenawa habló sobre la situación de su pueblo. Contó cómo, en los años cuarenta, Brasil envió una comitiva a delimitar las fronteras con Venezuela y se encon­traron con una tribu indígena que nunca había tenido contacto con el mundo blanco. Cómo, durante la dictadura militar en Brasil y con la construcción de la ruta Transa­mazónica, los yanomami perdieron gran parte de su territorio. Y cómo, en los ochenta y noventa, su pueblo estaba sufriendo, además del sarampión y la gripe, de otra enfermedad: la fiebre del oro en manos de los garimpeiros.

El antropólogo francés Bruce Albert, interesado en la tradición yanomami, le propuso a Kopenawa escribir un libro en conjunto. Surgió así La caída del cielo. Palabras de un chamán yanomami, un libro que, a diferencia de la enorme bibliografía que abunda sobre la Amazonía —un tema tan propenso a atraer la narración de cronistas, periodistas y escritores de afuera—, surge desde el corazón de una de las reservas indígenas más grandes de la tierra, con dieciocho millones de hectáreas en constante peligro. El libro está compuesto por tres partes y mezcla experiencia personal, autoetnografía, cosmogonía y debate cultural.

“El blanco, que no conoce nada del bosque, necesita ver y leer para recordar”, dijo Kopenawa en una entrevista reciente para el diario Página 12, cuando obtuvo el Premio Right Livelihood en 2019, esta vez a título personal, junto a la activista sueca Greta Thunberg. “El blanco piensa que el indio no piensa, que no sabe explicar, que no sabe hablar, que no conoce el futuro. Encontré muy bueno que Bruce se ofreció para grabar. Y yo le conté sobre el origen de todo. Yo quería mostrar mi sabiduría, mi conocimiento, para que el blanco entienda que sabemos hablar y explicar por nuestra propia cuenta. No es para nosotros, es para ustedes, que necesitan ver de otra manera la selva”.

En 1992 Kopenawa participó en el documental Davi contra Golias para denunciar la masacre de dieciséis aborígenes yanomamis a manos de garimpeiros. Viajó por Estados Unidos, se reunió con presidentes y asistió a ceremonias en Naciones Unidas. Su nombre se hizo conocido al punto de ser comparado con el Dalai Lama. Ha advertido, una y otra vez, sobre la situación climática en la Amazonía, la importancia de cuidar el bosque y el ciclo del agua, de cuidar a las plantas y los árboles que absorben billones de toneladas de dióxido de carbono cada día. Sobre eso, Antonio Lobato Nobres, del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales, en el informe “El futuro climático de la Ama­zonía”, señaló que en el cielo existen “ríos voladores”, corrientes de agua que circulan por la atmósfera en forma de vapor, llevan lluvias a distintas áreas de Brasil y también alcanzan a países vecinos como Bolivia, Argentina y Paraguay. Al contaminarse el agua de los ríos, ese ciclo se altera y, al talar los árboles, los ríos voladores pierden el recurso principal del que reciben veinte toneladas de agua por día. En su libro Viaje al fin del Amazonas (Debate, 2016), la periodista argentina Silvina Heguy escribió: “Cada árbol, además de emitir oxígeno, disipa el agua que va a constituir la lluvia que cae al sur, sobre la ciudad de São Paulo o sobre los sembradíos de la pampa argentina. En la cuenca más grande del planeta hay ríos en la tierra y también en el cielo. Los árboles son manantiales”. A pesar de los intentos desesperados por cuidar “el pulmón verde” del mundo, el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales —que mantiene alerta a la comunidad global sobre los desastres ambien­tales en la región— calcula que una quinta parte de la selva amazónica ha sido destruida.

Kopenawa, en un pasaje de La caída del cielo…, cuenta que una vez, cuando era joven, estaba acampando en el bosque, cerca del río Mapulaú. Había acompañado a unos hombres adultos a buscar a una joven mujer del río Uxi, a quien había raptado un hombre del río Toototobi. Era de madrugada. No había sonido de truenos ni relámpagos en el cielo. Era una noche tranquila. De pronto, unos relámpagos iluminaron “el pecho del cielo”. Todos empezaron a gritar y a llorar, pensando que el cielo se vendría abajo. Kopenawa también estaba asustado. Creía que todos morirían por causa de la lluvia y los relámpagos. Se preguntó a sí mismo: “¿Qué pasará con nosotros?: ¿el cielo nos caerá encima?, ¿vamos a ser enterrados en el mundo subterráneo?”. Entonces, varios chamanes comenzaron a trabajar en conjunto aquella noche para sostener el peso del cielo. Sus abuelos y tatarabuelos les habían enseñado cómo tiempo atrás, así que pudieron prevenir su caída. Y después de unos minutos, el cielo volvió a estar otra vez en tranquilidad. Aunque, aclara Kopenawa, algún día no muy lejano, finalmente caerá sobre nosotros. Y, entonces, no sabremos qué hacer.

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