El oro es la nueva cocaína: minería ilegal en Colombia - Gatopardo

El oro es la nueva cocaína

La fiebre del oro en Colombia atrae, además de mineros, a paramilitares y narcotraficantes.

Tiempo de lectura: 17 minutos

*Texto publicado originalmente en noviembre de 2011, en el número 126 de Gatopardo.

El pasadizo de la mina clandestina de oro es tan pequeño que me tengo que acostar boca abajo sobre el piso de tierra y arrastrarme con las manos. Estoy a sólo veinticinco metros debajo de la superficie, pero el aire se siente asfixiante por la dolorosa falta de oxígeno. Si siento peligro, puedo poner la boca en el tubo de plástico que viene de la superficie y cuelga entre las rocas. El tubo también sirve para gritar mensajes a los trabajadores que están alrededor de la bocamina. Espero no tener que hacerlo para pedir ayuda. Hace seis meses, en estos mismos túneles unos mineros gritaron por el tubo que había una peste venenosa y que tenían que salir. Dos de ellos no sobrevivieron. Ésta es una de las causas principales de muerte de mineros: asfixia por uno de los muchos gases venenosos escondidos entre las rocas y la tierra que pueden escapar al romper la piedra equivocada. La mina nunca cerró, aunque de todas formas la operación es completamente ilegal, como en muchas de las minas de oro de la nueva bonanza colombiana.

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El gobierno colombiano tiene un gran reto frente a las minas clandestinas: afectan la ecologí­a del paí­s.

Para llegar a este pasadizo, dos hombres musculosos me bajaron con cuerda y polea. La rueda de la polea parece del siglo XVII y la tecnología empleada en toda esta mina no ha avanzado mucho desde esa época. Los pasadizos se siguen deteniendo con palos de madera. Rascan las piedras con machetes y varas de metal. Pero sí usan cascos de plástico con luces eléctricas. Cuando llego a veinticinco metros de profundidad, doblo a la izquierda por el pasadizo que lleva hacia donde está el oro escondido. El pasadizo va directamente abajo del poderoso río Cauca y se logran escuchar los millones de litros de agua que vienen desde las montañas andinas, ricas en minerales, y llegan hasta el Mar Caribe. Me da miedo que el río rompa las piedras, inunde el túnel y llene mis pulmones de lodo. Ésta es otra de las principales causas de muerte de mineros de oro. Todo habitante de este pueblo ha perdido a alguien en estos hoyos.

Pienso en el barro líquido, en que las paredes se pueden colapsar, en que me puedo asfixiar por falta de oxígeno y en cómo estoy atrapado como una rata y siento que me va a dar un ataque de pánico en este mismo instante en este maldito hoyo. Pero veo a los mineros cavando y eso me tranquiliza. Se ríen y sonríen, y me preguntan qué pienso de las mujeres colombianas y me dicen que en Irra, un pueblo cercano, me pueden conseguir cualquier cosa que desee. Para ellos esto no es nada. La mayoría ha estado bajando por estos hoyos desde la infancia y ha dejado de lado todo miedo a las profundidades. Están enfocados en el metal brillante en la espera de encontrar un gran depósito de oro que los hará millonarios —o al menos les financiará una semana de borrachera con mujeres en la cantina del pueblo—. Me dicen que la fiebre del oro ha subido mucho los precios. Es el momento de hacer fortuna.

Son años gloriosos para explotar minas de oro. Mientras la economía mundial se tambalea de recesión en recesión, el precio del oro sigue disparándose como un misil tierra-aire. Es arriesgado invertir en acciones de compañías, así como en bonos de gobiernos plagados de deudas. Entonces los inversionistas regresan a los lingotes de oro, —ese metal denso, maleable y brillante que ha sido una apuesta segura desde la época de la antigua Sumeria, tres mil años antes de Cristo—. En 2001, en Nueva York una onza troy valía trescientos setenta dólares. En 2007 ya valía setecientos dólares. Mientras la economía mundial caía en picada, este año se disparó aún más y rebasó los mil seiscientos dólares. El incremento ha sido realmente asombroso. De haber comprado un lingote hace diez años, uno ya habría cuadruplicado su dinero.

La nueva fiebre del oro ha llegado a muchos países del mundo, pero es particularmente alta en Sudamérica, donde el imperio español cosechó de los Andes el metal brillante para financiar la acuñación de monedas en Europa. Así como los conquistadores buscaban la ciudad de El Dorado, los nuevos buscadores de oro han llegado a las montañas y selvas esperando hallar minas. Colombia goza de una bonanza con miles de minas nuevas y miles de millones de dólares de inversiones extranjeras. Más de dos mil quinientos millones de dólares en oro salieron del país el año pasado para ser vendidos en Nueva York, Suiza, Londres y en otras capitales financieras. Colombia espera duplicar esa cantidad en 2012.

Pero la lluvia dorada ha sido un arma de doble filo. Como dicen en Irra, una comunidad minera tradicional en el departamento de Risaralda, “el oro es maldito”. La bonanza reluciente ha llamado la atención de las tres fuerzas insurgentes que desgarran Colombia desde hace décadas —grupos paramilitares, guerrillas y narcotraficantes—. Las milicias armadas se han aprovechado de la falta de regularización de gran parte de la explotación minera.

Construyen sus propias minas ilegales, extorsionan a algunas de las otras y lavan dinero a través de las demás. Las condiciones en varios de los pozos son espeluznantes. Algunos liberan agentes contaminantes que devastan el medio ambiente. Y así como la industria ilegal de la cocaína financió ejércitos criminales, sicarios y armas, ahora se pagan con una oscura industria. “El oro ya vale más que la coca”, dice Jaime Montoya, un minero de Irra.

La vida de Jaime es un testimonio de la cambiante industria del oro. Tiene tan sólo veintitrés años, pero lleva diecisiete trabajando en minas de oro. A los seis años, su padre lo llevó por primera vez a un pozo. Era normal. Todos los miembros masculinos de su familia desde hacía generaciones habían sido mineros de oro.

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“Mi padre es uno de los mejores mineros de Irra. Pregúntele a cualquiera del pueblo. Es increíble cómo encuentra oro. Pero nunca se ha hecho rico porque se gasta el dinero en bebida y mujeres. Es la maldición de muchos mineros. Pero yo quiero ser diferente. Quiero invertir el dinero que me trae el oro y comprar una tienda de ropa o de abarrotes. Quiero dejarle un patrimonio a mis hijos”.

Jaime es bajo de estatura, de cuerpo atlético. Tiene músculos fuertes pero no es corpulento, por lo que le es fácil pasar por los túneles estrechos. Los hombres gordos o con músculos grandes no sirven en estas minas. En Irra, todos los jóvenes parecen tener físicos naturalmente adaptados a la minería. Jaime es apuesto y sus facciones representan la típica mezcla colombiana de sangre indígena, europea y africana. Tiene los ojos muy abiertos y simpáticos mientras recuenta su vida en busca del metal precioso. A manera de los mineros en todo el mundo, está orgulloso de su oficio y habla de su trabajo con algo parecido a la veneración.

A los trece años, Jaime aprendió lo crueles que pueden ser las minas. Estaba cavando en un gran pozo industrial llamado El Pescador cuando un túnel se derrumbó y se llenó de agua lodosa de río. Jaime vio con impotencia cómo su hermano de catorce años se ahogaba. Luchó para llegar a la superficie y llegó con los pulmones llenos de lodo. Sus compañeros le presionaron fuertemente la barriga hasta que vomitó la tierra. Sobrevivió de milagro, pero cincuenta y tres personas murieron en el suceso, convirtiéndolo en uno de los días más negros en la minería de oro en Colombia.

“Luego tuve miedo durante un tiempo. Tenía pesadillas en las que me veía tragando lodo otra vez y veía cómo se moría mi hermano. Es algo muy doloroso en las minas, cuando alguien está atrapado y uno no lo puede ayudar. Pero después de un mes, regresé a las minas. Es lo que hacemos”.

El gobierno de Colombia ha emprendido una campaña en contra del trabajo infantil en las minas y ha prometido cerrar los pozos que emplean a niños. En consecuencia, el número de menores que trabajan debajo de la tierra se ha reducido de forma considerable en la última década. Pero en la nueva bonanza existen tantas minas que operan fuera de la ley, que ha sido imposible detener por completo este fenómeno. Lógicamente, los niños y los adolescentes caben mejor por los hoyos pequeños y por lo tanto se siguen encontrando menores de edad en las minas de oro en toda Colombia.

A los diecisiete años, Jaime sí llegó a aceptar un trabajo fuera de las minas, y fue cosechando hojas de coca, la materia prima de la cocaína. Los campos estaban al lado de un laboratorio que las convertía en pasta base, a cientos de kilómetros de Irra en el departamento de Antioquia. Su tía laboraba ahí y le consiguió el trabajo.

“Cosechar coca es fácil comparado a minar oro. No arriesgas la vida debajo de la tierra, simplemente recoges plantas. Pero luego tienes heridas en la mano por andar tocando hojas puntiagudas todo el día, y esto puede causar problemas. La policía te puede parar en el autobús y si ve las heridas en las manos, te presiona para que les digas dónde están los laboratorios. Era mucha presión, entonces me salí”.

El ataque concertado contra la industria colombiana de la cocaína ha sido publicitado como el gran éxito del gobierno colombiano con sus aliados estadounidenses. Los informantes llevan a la policía antinarcóticos a hacer redadas de los laboratorios y cargamentos, mientras que los contratistas estadounidenses rocían las cosechas de coca desde el cielo. El número de arrestos y decomisos es impresionante, pero esta guerra contra el narco ha tenido efectos secundarios. Al sentirse presionadas, las mafias colombianas endosan más negocio a los mexicanos, por lo que se incrementa el dinero del narco y los problemas en este país. Y en Colombia, las milicias criminales se empezaron a acercar a otras industrias en busca de financiación —justo cuando el precio del oro se disparó.

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Después de minar en Irra, Jaime siguió la fiebre del oro al pueblo de Zaragoza, una región selvática cerca del Pacífico. Esta zona había sido menos explotada que su pueblo en las montañas, y cuando la bonanza despegó, llegaron mineros de todo el país como moscas a la miel. Jaime llegó a un valle cerca de un río donde cientos de personas estaban cavando en pozos abiertos, todos ilegales.

“Era una locura. Los mineros estaban amontonados tratando de hacerse ricos. A veces había hasta mil personas en ese campo. En las noches ponían una lona donde había cerveza y docenas de prostitutas a la venta. Estaban ganando mucho dinero y gastando mucho dinero”.

Jaime se unió a tres compañeros y empezaron a cavar un pozo de cinco metros de profundidad con túneles y tubos de aire, como había aprendido en Irra. Con la profundidad adicional podían ganar la cantidad asombrosa de veinte mil dólares al mes entre los cuatro. Era un sueño hecho realidad. Pero esta operación lucrativa pronto llamó la atención de un grupo paramilitar que dominaba la zona.

Conocidos como “paracos”, los grupos paramilitares colombianos tienen una historia sangrienta que se remonta a los años sesenta. Muchos de ellos habían empezado luchando en contra de las guerrillas de izquierda y “limpiando” zonas de ladrones antisociales y secuestradores. Pero se convirtieron rápidamente en auténticas milicias criminales que utilizaban su fuerza para controlar el comercio de drogas y armas. Un proceso de paz bajo el presidente Álvaro Uribe ayudó a desmovilizar a las organizaciones paramilitares más grandes, pero muchos paracos simplemente volvieron a formar nuevas milicias turbias como las Águilas Negras y los Rastrojos, que controlan la zona de Zaragoza.

Una tarde, Jaime y sus compañeros habían terminado de trabajar cuando aparecieron los paracos. Eran aproximadamente quince hombres con pistolas y rifles automáticos, explica Jaime. Uno se les acercó mientras los demás vigilaban.

“Nos dijeron: ‘Tienen un socio nuevo’. Los paramilitares se convirtieron en parte de la mina, un quinto socio silencioso. Entonces en vez de dividir las cosas entre cuatro, las teníamos que dividir entre cinco. Tomaron 20% de lo que ganábamos. Pero ¿qué podíamos hacer? Si yo hubiera dicho algo en su contra, no estaría aquí ahora. Simplemente dirían: ‘Éste es un agitador’, y me darían un balazo. En estas partes, las armas reinan”.

Jaime estaba financiando un grupo paramilitar. Pero como tantos otros, sentía que no le quedaba otra opción más que trabajar con ellos. Los paracos recibían contribuciones de todas las minas de oro alrededor de los pozos de Zaragoza, obteniendo ganancias enormes. Esto a su vez llamó la atención de rivales violentos, causando tiroteos y ejecuciones cerca de las minas. Jaime vio una de las batallas armadas —aunque esa vez fue por celos y borrachera, y no por control de territorio.

“Una noche estábamos tomando y uno de los paracos se estaba poniendo cariñoso con la esposa de uno de los mineros. Empezaron a discutir y luego empezaron los balazos. Y los paracos mataron a tiros a este tipo. Es gente peligrosa. No hay que meterse con ellos”.

Aun así, la violencia no ahuyentó a Jaime de Zaragoza. Ganando esa cantidad de dinero estaba contento, aunque estuviera financiando a una milicia criminal. Lo que lo acabó mandando a casa fue la malaria, una enfermedad muy común en las selvas sofocantes del sur de Colombia.

“La malaria es terrible. En mi pueblo no hay, entonces al principio no sabía qué era. Cuando me enteré, ya estaba sufriendo mucho y me fui para mi casa. Pensé que me iba a morir. Llegué a Irra y tuve que gastar mucho del dinero que había ganado en medicinas para curarme. Aun así me alcanzó para pagar la deuda de la casa de mi madre. Ahora espero poder regresar a Zaragoza para ganar más dinero. El precio del oro sigue subiendo”.

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Para entender mejor a estas milicias criminales que extorsionan a mineros, viajo al otro lado de Colombia para conocer a un ex soldado que luchó junto con los grupos paramilitares y ahora está en el negocio del oro. El soldado accede a encontrarse conmigo en la mina de oro, que dirige en el departamento de Tolima —una región desgarrada desde hace mucho tiempo por la lucha entre paramilitares y guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)—. Salgo de un pueblo y conduzco diez kilómetros por un camino de tierra para llegar. Es una mina a cielo abierto con tres excavadoras y veinticinco trabajadores, una mina mucho más grande que las de Irra donde trabaja Jaime. Una vez más, todo está fuera de la ley. Hablo con Iván, de treinta y dos años, regordete, debajo de una choza de bambú que nos protege del sol inclemente. Prometo no usar su apellido ya que sus comentarios podrían provocar la ira de capos paramilitares o de oficiales del ejército.

“Esta mina ya está generando muchas ganancias. Produce mucho oro”, me dice Iván mientras miramos el foso. “Me gusta hacer esto, pero extraño el combate. Extraño el enfrentamiento. Pero sobre todo extraño la disciplina del combate en la guerra”.

Puede parecer raro que alguien extrañe el combate violento, sobre todo cuando casi lo dejó muerto. Pero los veteranos de muchas guerras dicen lo mismo. El combate no les causa problemas, la vida normal sí. Iván tiene heridas de doce balas que le dispararon guerrilleros de las FARC con rifles Kaláshnikov. Once de las heridas de bala se entrecruzan en su torso musculoso mientras que una bala le atravesó la cabeza. En su rostro se puede ver la cicatriz que tiene en la mejilla donde la bala entró y la herida de salida. Sobrevivió de milagro. También sufre de trastorno por estrés postraumático por haber estado en tanto combate. Al dormir sueña que está otra vez en medio de un tiroteo con las guerrillas y se despierta sudando.

Iván ha estado expuesto a la violencia extrema desde su niñez en Medellín, cuando los sicarios de Pablo Escobar regían la ciudad. Vivía en la particular comuna homicida de Castilla (conocida por ser el hogar del portero colombiano de los pelos locos, René Higuita). A los dieciséis años, Iván se metió al ejército, justo cuando la guerra civil colombiana estaba entrando en una fase de enfrentamientos sangrientos. Era un soldado talentoso, por lo que lo ascendieron a las fuerzas especiales y participó en cientos de tiroteos con las FARC. Fue allí donde Iván tuvo su primer contacto con las tropas paramilitares.

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“Nos coordinábamos con los paramilitares para luchar en contra de las guerrillas. A veces atacábamos por un lado, y ellos por el otro. Después de todo, ambos luchábamos en contra del mismo enemigo”.

Iván empezó a trabajar con un oficial del ejército muy cercano al capo paramilitar Ramiro Cuco Vanoy —comandante de mil combatientes llamados el Bloque Minero, nombre que adquirieron porque muchos de sus integrantes vienen de pueblos mineros en el norte de Antioquia—. Cuco Vanoy se ganó el apoyo masivo de los habitantes de su tierra natal, donde se dice que ha financiado proyectos sociales al estilo de Pablo Escobar. El jefe paraco remodeló un asilo de ancianos, pagó cirugías de los pobres, dio comida a los hambrientos. Todos en la zona de Vanoy le dicen El Señor, e Iván aún se refiere a él de esa manera. “El Señor era muy sanguinario”, me dice Iván. Así como Pablo Escobar, Cuco Vanoy le vendía cocaína a los cárteles mexicanos. Iván recuerda una vez que protegió un campo de aviación donde aterrizaron traficantes mexicanos para comprar el polvo blanco.

“Los mexicanos llegaron en un avión Cessna. Le cabía una tonelada de cocaína. Los llevé del avión a la junta y de regreso a su avión —dijo Iván—. Éramos soldados que trabajábamos con narcotraficantes. Pero yo nada más seguía órdenes. Mi comandante era el que me decía qué hacer. Se les pagaba bien a todos los oficiales”.

Cuco Vanoy también se hizo de una reputación como uno de los comandantes más despiadados de la guerra civil. Sus tropas presuntamente llevaban a cabo masacres brutales en pueblos donde las guerrillas de las FARC tenían sus bases. La complicidad del ejército colombiano en tales abusos a los derechos humanos ha manchado la “seguridad democrática” de Uribe, y algunos juicios por violencia siguen sin resolverse. Cuco Vanoy fue desmovilizado en 2006 y luego extraditado a Estados Unidos en 2008, donde cumple varias condenas por tráfico de drogas en una cárcel de Miami.

Iván siguió en las fuerzas especiales combatiendo a las FARC, hasta el brutal tiroteo que casi lo mató. “Le estábamos disparando a las guerrillas a quemarropa. Me volteé y ahí estaba una pelada de tan sólo quince o dieciséis años disparándome. Me metió once balas. Estaba en el piso pero consciente y logré sacar mi pistola y echármela. Y luego llegó su comandante y me dio el tiro de gracia en la cabeza”.

Iván se rehusó a morir. Después de meses en coma, logró recuperarse e increíblemente no estaba en tan malas condiciones. Pero lo jubilaron y sacaron del ejército por sus heridas. Con necesidad de un empleo, buscó a algunos de sus antiguos compañeros del cuerpo paramilitar, quienes estaban incursionando en la minería de oro.

“Muchos de estos tipos todavía tienen dinero de la coca. Pero la industria del narco es más difícil ahora. Entonces mejor invirtieron en oro. Pueden comprar un par de máquinas y apoderarse de un pedazo de tierra, y el dinero empieza a llegar a montones”.

Primero Iván trabajó proporcionando seguridad en una mina ilegal, encabezando un equipo de diez sicarios. Los grupos paramilitares usan la fuerza para sacar a cualquier minero que esté cavando en tierras que consideran suyas, explica Iván. “Si un minero ve las armas sabe que se tiene que ir o sufrir las consecuencias —dice—. Pero algunos mineros simplemente se rehúsan a irse y por eso los matan”. Al ver la cantidad de dinero que sale de la tierra, Iván optó por convertirse en socio de la mina donde está ahora. La mina les produce a Iván y a sus socios ganancias de veinticinco mil dólares al mes.

Aunque el Bloque Mineros haya sido oficialmente desmovilizado, explica Iván, aún quedan unos doscientos cincuenta sicarios de sus filas que controlan un distrito en el norte de Antioquia. La milicia maneja varias minas de oro y recibe pagos de otras. La cuota estándar de la “vacuna” es un millón de pesos colombianos —o quinientos dólares— al mes por cada excavadora que tiene la mina. El territorio cerca de la mina de Iván está controlado por las guerrillas de las FARC, que también demandan el mismo millón de pesos colombianos por máquina.

“Es la tarifa. Tanto las guerrillas como los paramilitares operan de la misma manera. Para ellos es simplemente un negocio. La gente paga porque el oro vale tanto. Mientras sigan haciendo dinero, ¿qué les importa adónde va el dinero?, ¿por qué les tendría que importar si es para financiar una guerra?”.

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El gobierno colombiano tiene plena conciencia de que las guerrillas y los paramilitares están involucrados en la minería ilegal de oro. En los últimos meses, el presidente Juan Manuel Santos ha estado en pie de guerra en su contra, enviando tropas. Unidades de soldados y de policías acostumbrados a hacer redadas para desmantelar laboratorios de cocaína han irrumpido en minas ilegales como la que vi. “Todos tenemos que ser muy firmes en combatir la minería ilegal, porque esa minería ilegal está siendo, en buena parte, controlada por los grupos al margen de la ley, y es la importante y creciente fuente de financiación”, dijo Santos. Además dijo que han confiscado datos de informática que detallan cuán involucradas están las FARC en la operación de minas en algunas partes del país. La guerra en contra de la minería ilegal de oro, dice Santos, es la misma guerra que Colombia está peleando contra las guerrillas y los narcotraficantes.

Santos también está presionando para que se combata la minería ilegal, porque representa una amenaza al medio ambiente. Como operan completamente fuera de la ley, las minas llegan a destrozar el entorno y lo dejan como cráteres de la Luna. Debilitan los caminos, ensucian los sistemas de canales y dañan los cauces de los ríos. Algunas de las minas ilegales usan mercurio, que es venenoso, para separar el oro de la tierra. En un estudio recién publicado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), se describe cómo Colombia se ha convertido en la principal productora de mercurio per cápita del mundo debido a la minería a pequeña escala. En algunas comunidades mineras, según la ONU, los niveles de mercurio llegan a ser mil veces más altos que el nivel aceptado por la Organización Mundial de la Salud (OMS). El estudio encontró que el mercurio ha causado que los mineros tengan que sufrir trasplantes de riñones, así como la pérdida de memoria, y que en niños se hayan detectado desórdenes de déficit de atención y problemas de memoria y de lenguaje.

El gobierno de Santos propone una sencilla solución a largo plazo a este problema sangriento: reemplazar la minería ilegal a baja escala con grandes pozos industriales, frecuentemente manejados por compañías extranjeras. Se han dado docenas de concesiones a gigantes mineros mundiales como AngloGold Ashanti, de Sudáfrica, B2Gold Corp. y Greystar Resources (ahora Eco Oro Minerals), de Canadá. Esta minería a gran escala se ha convertido en la piedra angular de la nueva política económica de Colombia. Ahora que ya han pasado los peores años de la guerra civil, dice el gobierno, las compañías están acudiendo en masa a la tierra de El Dorado. Para mantener el flujo de dólares, Colombia les da derechos de minería con condiciones generosas. Las compañías se quedan con 96% de los recursos y entregan 4% al pueblo colombiano. Luego el gobierno permite a las compañías contratar unidades del ejército colombiano para protegerse de la extorsión de guerrilleros y paramilitares.

Las minas industriales extranjeras usan nueva maquinaria de punta y túneles por los cuales se puede bajar cómodamente de pie en vez de arrastrándose. David Ángel, un abogado que trabaja con el grupo ambientalista Oro Verde, concede que las compañías grandes son más seguras y contaminan menos que muchas de las operaciones ilegales. “Es muy difícil que una compañía grande use mercurio o mano de obra infantil porque causaría tal escándalo que afectaría el precio de sus acciones en todo el mundo —dice Ángel—. Por lo tanto tienen que ser más responsables”.

Sin embargo, Ángel también advierte que con la fiebre de ganar millones de dólares, el gobierno colombiano ha distribuido concesiones cuyos estudios de impacto al terreno local y otros detalles se han hecho de forma precipitada. “Vi un estudio ambiental para una mina en una parte del país que simplemente cortaron y pegaron de un estudio para un mina en otra parte del país —dice Ángel—. El gobierno tiene prisa, pero no tiene por qué tenerla. El oro es un recurso que puede ser utilizado gradualmente”. Oro Verde trabaja con mineros artesanales que emplean el antiguo método de cribar oro en los ríos. Esto no daña el medio ambiente y deja una fuente constante de riqueza.

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No es sorprendente que las compañías extranjeras no sean muy apreciadas en las comunidades tradicionales mineras de Colombia. Los mineros acusan a los canadienses y a los sudafricanos de robar minerales de las tierras fértiles, del mismo modo que los españoles desangraron a Latinoamérica. Mineros locales colombianos son contratados para trabajar en los pozos, pero ganan un sueldo fijo en vez de compartir la oportunidad de hacer fortuna. Los residentes de las áreas ricas en minerales también se quejan de que los obligan a mudarse para que se puedan establecer nuevos proyectos de megaminería. Los que se rehúsan a moverse han dicho que recibieron amenazas de muerte de grupos turbios que apoyan las operaciones. En Colombia, parece difícil deshacerse de la tradición de hacer negocios con mano dura.

A pesar de la campaña del gobierno, las grandes minas industriales no van a remplazar de forma milagrosa las operaciones ilegales de un día para otro. Hay miles de pozos y hoyos en las selvas y las montañas en todo el país, por lo que es imposible detener a todos. Y cuando el ejército ha logrado cerrar minas clandestinas, lo único que ha causado es marchas de protesta de trabajadores desempleados enojados. “El gobierno no tiene otros empleos para estas personas. Por lo menos cuando están minando oro, se mantienen ocupados y le meten dinero a la economía”, dice Juan Henao, socio en una tienda que compra oro en Irra.

Pequeñas tiendas que compran oro, como la de Henao, son uno de los muchos eslabones en la cadena que empieza con la minería ilegal y termina con lingotes de oro en las bóvedas de seguridad en Suiza. Una tarde entre semana, tomo asiento en la tienda para observar el constante tránsito de mineros que llegan con su oro en polvo envuelto en papel. El sudor de una docena de mineros trabajando un día completo en los hoyos peligrosos se reduce a una pequeña pila de polvo brillante. Los mineros lo pesan en balanzas viejas y usan mediciones antiguas. Para ellos no existen los gramos o los kilos, —sólo tomines y castellanos—. Luego, veo a Henao tomar una balanza digital que tiene escondida en un cajón. “¿Por qué no usaste eso antes?”, le pregunto. “La gente no confía en éstas —me contesta—. Les gustan las balanzas viejas”.

Henao y sus socios funden el oro y lo llevan en bloques a compradores en Medellín, quienes de nuevo lo funden y hacen lingotes más grandes que venden en el mercado internacional. Cuando se comercia oro en Nueva York o en Suiza nunca se sabe de dónde viene, si de una compañía multinacional o de un minero ilegal, si hubo que sobornar a un grupo paramilitar o guerrillero, si un capo del narco invirtió en él, si un niño murió sacándolo de la tierra.

Los mineros salen de la tienda de Henao con un puñado de billetes, —la mitad del cual se divide entre los socios y la otra entre los trabajadores—. Los mineros que vi sudando en los hoyos minúsculos debajo del río Cauca sólo ganan cerca de diez dólares al día. Pero después de bañarse en el río para quitarse la mugre de la mina se van sonrientes a casa. No se hicieron millonarios ese día, pero tienen suficiente para alimentar a su familia y todavía queda la oportunidad de hacerse ricos mañana.

Me meto en un viejo túnel de mina cerca de Irra y me quedo sentado un rato en el silencio de la oscuridad. Siento cierta paz en el interior de la tierra y me pregunto si esto es lo que hace que los mineros sientan orgullo y adoren su oficio, una especie de conexión espiritual con la tierra. Le hago la pregunta a Jaime Montoya y se ríe. Para él, no tiene nada que ver con paz, sino con la emoción de buscar oro. “Lo mejor de la minería es la sensación que uno tiene al encontrar una pepita de oro. Eso es lo que extraño cuando estoy fuera de las minas”, me dice.

Jaime me cuenta varias historias de mineros en Irra que hicieron fortuna, pero todos parecen acabar mal. Dice que un minero exitoso conocido como el Pastor, encontró un depósito enorme de oro. Pero dicen que el Pastor se fue a la cantina y estuvo una semana bebiendo y de fiesta, con dos mujeres en cada brazo. El séptimo día se cayó de la silla y se murió. “El oro es maldito”, me vuelve a decir Jaime.

Jaime cuenta una última historia, que tiene una bonita moraleja ambiental, aunque no refleje la realidad de la economía moderna. Un indígena ve a un minero sacando oro de la sierra, dice Jaime. “¿Para qué van a sacar ese oro?”, le pregunta el indígena al minero. “Para convertirlo en lingotes y llevarlo a un banco central”, le responde el minero. “Ah, lo van a guardar —dice el indígena—. Pues, déjelo en la tierra, guardado”.  //

Traducción de Clara Marín

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