En Tabasco —tierra de pantanos, manglares y comunidades a ras del golfo de México—, la explotación de hidrocarburos ha acelerado los peores efectos del cambio climático. Esta industria está detrás del incremento de la temperatura del planeta y del nivel del mar. Aquí, el petróleo arrasa con todo, dejando a su paso arena y agua cargadas de metales pesados. Lo que era una tierra de progreso y desarrollo nacional ahora es el peor augurio, sello de un destino inevitable.
Algo antiguo rodea a Tabasco. Estas tierras en el golfo de México tienen un aire de prehistoria en la vegetación espesa, el suelo pantanoso, lo frondoso de sus árboles frutales, los caimanes que abren las fauces a la orilla de las lagunas. Las piedras que las sostienen aún se siguen formando. Debajo de ese manto verde que todo lo cubre se esconde un tesoro que viene de otra era, cuando esto era un hervidero de minerales y bestias monumentales devorándose entre sí. Debajo de estas tierras, que fueron alguna vez las más fértiles, se esconde una promesa de abundancia que ha sido traicionada una y otra vez. Debajo de los discursos y la épica del desarrollo nacional se ha fraguado un desastre con muchos rostros y vertientes, y todos los caminos llevan al petróleo y a la paraestatal que lo maneja, Pemex.
Tabasco se encuentra a ochocientos kilómetros al sureste de la Ciudad de México, y ha estado siempre en el centro de disputas políticas y económicas. Su gran tesoro lo convirtió en el vórtice de la fuerza política que en 2018 llegó a la presidencia de la República con Andrés Manuel López Obrador. El petróleo ha sido el estandarte de innumerables arengas electorales, hoy y siempre, y el sello distintivo de un estado que depende de esta riqueza prehistórica.
Dicen que las páginas de la historia geológica de esta llanura se siguen escribiendo, que gran parte de sus veinticinco mil kilómetros de superficie terminarán siendo pantano o manglar; que por eso las inundaciones corren como una fuerza incontenible que arrasa con un pueblo que insiste en construir donde el agua manda. Tabasco es la cuenca de dos grandes ríos que convergen y se bifurcan por todo el territorio. Las vertientes y lagunas se extienden como venas que van nutriendo la tierra en su camino. Es una planicie tan cercana al nivel del mar que ha logrado consumirla.
Climate Central ha concluido que, para 2050, una cuarta parte de Tabasco quedará bajo el agua. Mientras el mar sigue subiendo, en tierra firme pocas cosas han cambiado. En las zonas más frágiles de la costa tabasqueña, unas 92 500 personas están en riesgo constante. La culpa puede ser del azar geológico, del agua desbordante, del calentamiento global o de ese tesoro que guarda debajo y del que todos quieren un trozo.
Se sabe que Tabasco es el estado con mayor producción petrolera, que Pemex está en catorce de los diecisiete municipios, que sus instalaciones ocupan doce mil hectáreas, que tiene 8 206 kilómetros de ductos bajo tierra y bajo el mar —aunque de su ubicación se sabe poco—, que la industria trae cada año más de 150 millones de dólares de inversión extranjera y que, en promedio, la paraestatal transfiere al estado setenta millones y medio de dólares de sus ganancias cada año.
Pemex es un laberinto burocrático del que emerge una madeja de tubos y cables que, como tentáculos, se estiran por el territorio y llegan al corazón de la tierra y del mar para arrancar una joya de su centro. Quienes viven cerca de este gigante no tienen mucha más luz sobre lo que ocurre en sus entrañas, pero sí conocen lo que deja a su paso. “Está el mito fundacional de que el petróleo es lo que nos ha dado escuelas, carreteras, hospitales, pero nada de ese supuesto desarrollo está en Tabasco. Lo que sí está son los impactos más fuertes del cambio climático que provoca ese mismo petróleo. Llega toda esta inversión, pero no para ayudar o proteger a la población, sino para seguir empeorando el problema”, dice Pablo Montaño, director de la organización Conexiones Climáticas.
Aquí la crisis climática es más que el lenguaje etéreo sobre emisiones de carbono, más que los informes de la ONU o los augurios terribles sobre el derretimiento de los glaciares. Aquí el uso de los combustibles fósiles arrebata a los habitantes su salud, su hogar, su historia, su territorio y su propia vida.
La fragilidad geográfica de Tabasco deriva también del fenómeno conocido como “erosión costera”, ese movimiento infinito de masas de agua que se expanden y contraen llevándose consigo el suelo arenoso. Y este equilibrio que pende de un hilo enfrenta el embate de un gigante petrolero —un edificio en medio del mar— que lo apuñala con estructuras titánicas. Por eso, aquí los verbos “escollar” y “dragar” se escuchan en todos los rincones. Imponen barreras monumentales en el mar para cortar su flujo, extraen el barro y la arena del suelo, para hacerlo más profundo o abrir caminos donde no los hay —y eso determina el rumbo y la fuerza de las corrientes—. Intentos por dominar el agua salvaje. Fracasos repetidos que ponen en riesgo a miles de personas.
“A veces sentimos que se trata de la idea necia de que Tabasco tiene que vivir sin combustibles fósiles, pero es al revés. El entramado del sistema ecológico no va a permitir que sigamos quemando combustibles y que sobreviva el lugar”, dice Montaño. “Va a haber un Tabasco sin combustibles fósiles, te lo aseguro; puede haber uno que va a estar bajo el agua, y puede haber otro que tenga alternativas de subsistencia a partir de otras actividades, pero tenemos que imaginarnos y trabajar por ese otro”.
Tabasco lo tiene todo. Tiene incluso un presidente que alguna vez enfrentó con su cuerpo a la petrolera. Hasta ahora eso no ha sido suficiente para cambiar el rumbo de un estado que tiene escrita su sentencia. Aquí hay sitios, como los que visitamos para esta historia, que son la imagen más clara de la devastación de un modelo insostenible, pero también un vistazo al futuro que se viene.
Marcos Mendoza Mendoza conduce una embarcación desde Paraíso hasta Andrés García, Tabasco. Su hijo es la única persona que ha sobrevivido al cáncer en la isla. Al fondo, los mecheros de Pemex en Dos Bocas.
ACECHADOS POR EL AGUA
La isla Andrés García se encuentra en el municipio de Paraíso, Tabasco, entre el golfo de México y la laguna Mecoacán, donde la selva es interrumpida por bloques de concreto que forman parte de Dos Bocas: un puerto, una refinería, un cúmulo de ductos. Una pequeña ciudad petrolera que se ha extendido hasta engullir al municipio que la aloja. Pemex es el testigo silencioso, el vigilante que nunca parpadea, la presencia inevitable que cubre toda la carretera, los cuerpos de agua, los días y las noches de las 318 personas que aquí viven.
En este ejido hay soles artificiales que nunca se apagan. A veces los tres incendios en el cielo son simultáneos, pero este martes de enero hay solo dos. Una estela de olor a combustible anuncia que nos acercamos, luego aparecen entre los árboles las chimeneas que alargan los crepúsculos hasta que se funden con el amanecer. Cruzamos la laguna en una embarcación, y un ruido que a la distancia parecía murmullo cobra más fuerza. Es el gas que se incendia, el fuego que nunca se apaga. Es la industria del petróleo.
Jazmín Córdova tiene veinticinco años y nos recibe de la mano de Allison, su hija de cinco. Ambas han vivido siempre en este lugar; todos sus recuerdos están bordeados por el fuego que incendia las noches y el agua que se desborda en cada temporada. Hay un camino de concreto que recorre gran parte de la isla, aunque solo quedan trozos que permiten saltar de un bloque a otro para evitar hundir los pies en el fango. “No tiene tanto tiempo esta banqueta, hará unos cinco años”, dice Jazmín. Este camino, como muchos otros, ha desaparecido bajo el agua. Es cierto que Tabasco se inunda con frecuencia, que es el sitio donde más llueve, que 30% del agua dulce del país está aquí y que el suelo es arenoso. Pero hay algo más que ha provocado o acelerado lo que hoy parece inevitable: que sus pueblos y ciudades sean devorados por el mar.
Hace unos seis años, el agua estaba aún lejos de su casa, unos diez o quince metros más allá de donde está hoy. Esa es la masa de agua dulce. Del otro lado de la isla, el agua salada ha consumido al menos seiscientos metros. Seiscientos metros en una isla que mide 2.7 kilómetros de largo y 830 metros de ancho. Si lleváramos esta tragedia al corazón de la Ciudad de México, sería la distancia entre el Palacio de Bellas Artes y la Plaza Garibaldi. En esa superficie había casas y palapas que un día desaparecieron bajo la fuerza del mar. Los habitantes tuvieron que mudarse, muchos decidieron abandonar sus tierras. En todo el mundo, el nivel del mar ha incrementado veinte centímetros, y se espera que en los siguientes ochenta años aumente 122 más. Para las zonas costeras, esto es una amenaza latente; para sitios como Tabasco, que tiene lugares incluso por debajo del nivel del mar, es una catástrofe que con cada temporal se acerca un poco más.
Los vecinos de Andrés García conocen el momento exacto en que fueron condenados. Entraba la década de los ochenta cuando Pemex extendió sus tentáculos bajo la tierra y el mar que los rodean. La estructura petrolera empujó a los habitantes de la que era entonces la comunidad de Torno Largo para ocuparlo todo y construir el puerto de Dos Bocas. La isla quedó cercada por escolleras que permiten el funcionamiento de los muelles y provocan remolinos submarinos que extraen arena con fuerza.
La laguna y el mar están cada vez más cerca.
“Había un camino que pasaba por allá, como a un metro del mangle”, cuenta Jazmín, y señala un punto que hoy es agua. “Para ir a la playa tenías que caminar mucho. Ahora llegas rápido. La gente que más sufre es la que vive del otro lado, porque escollaron, y ahora el mar se les viene encima”. Recorremos juntas esta isla y me muestra las huellas del desastre: el muelle que ya no está, las palmeras que se han ido, los sembradíos que se perdieron. En los últimos tres años todo ha empeorado.
“Es por la construcción de la refinería y las nuevas plataformas [en Dos Bocas]. Empiezan a perforar donde encuentran yacimientos, empiezan a extraerlo todo, no les interesa lo que pasa alrededor”, dice.
Para el doctor Juan Carlos Pérez Jiménez, especialista en Ciencias en Ecología Marina de El Colegio de La Frontera Sur (Ecosur), es claro que cualquier estructura insertada en el mar cambia el flujo natural de las corrientes y sus efectos: “Cuando llega una corriente fuerte desde el Caribe, entra al golfo y forma un anillo, da un giro en toda la zona de Tabasco y Campeche”, explica. “Eso debe tener una circulación natural, arrastra sedimentos que de por sí en Tabasco hay muchos por los ríos. Generas entonces una acumulación de materiales y fuerzas bajo el agua que en algunos lugares provocan erosión, y en otros ganas territorio. No es un cambio repentino, aunque tengas una estructura muy sencilla, en el largo plazo causa siempre problemas”. Desde 2016 se ha documentado que, en promedio, cada año la línea costera de Tabasco se mueve seis metros hacia adentro. Pemex y sus tentáculos, sus escolleras y dragados, cubren los 182 kilómetros del litoral en riesgo. “La erosión costera es algo natural, pero no sucede repentinamente ni a la velocidad con que lo estamos viendo. Eso no es natural, es otra cosa”, dice Pérez Jiménez.
La amenaza de las olas no es el único problema. Aquí los campos estaban saturados de mangos, guanábanas y todo el abanico de frutos tropicales. Hoy la tierra es infértil, incluso los cocotales han comenzado a desaparecer. La mayoría de los habitantes vivían de la pesca, de la abundancia que producen el agua dulce y salada. Porfirio Córdova, el papá de Jazmín, logró construir su casa con el dinero que sacaba del mar. Pero hace tiempo que el petróleo se convirtió en el origen de sus problemas y en su única salvación.
“Salíamos a pescar antes de que amaneciera. No teníamos que ir lejos, el agua estaba limpia, no olía feo ni veías las manchas negras que hay ahora. Pasaban muchos manatís del mar a la laguna. Ya ni ellos quieren estar aquí, eso ya no existe”, dice.
Porfirio tuvo buenas temporadas en las que nunca faltaba comida en la mesa y la bonanza se esparcía por toda la isla. Dicen que podías tomar camarones con tus propias manos, que había tantas frutas que las podías vender, que era una isla bucólica de la que los turistas no querían salir. Hasta que un día dejó de serlo. Los peces eran cada vez menos, tenían que ir mar adentro parar capturarlos y, a veces, muchas veces, las redes que lanzaban regresaban cargadas de algo pesado que parecía lodo y que, al tocarlo, les dejaba una capa de ronchas y comezón. Nunca supieron con certeza qué era.
Con cuatro hijos, Porfirio tuvo que buscar empleo en una de las empresas del negocio petrolero. Nadie en esta isla tiene otras opciones. Desde hace dieciocho años limpia lo que llaman “espacios confinados”, los sótanos de los barcos, donde el oxígeno es mínimo y se concentran químicos asociados al cemento y al petróleo. Necesita un equipo de protección especial para evitar envenenarse durante las horas que pasa en la oscuridad. Desde que aceptó ese trabajo es un “empleado temporal”, sin seguridad social y ningún beneficio. Hoy se lamenta porque los veinticinco dólares que ha ganado en la jornada se irán en la compra de pan y agua para su familia. El agua que en esta isla es tan escasa. No hay tuberías, y ni por error usan el agua que podrían recolectar de las lluvias.
“Aquí llueve mucho, pero no es una lluvia normal, es lluvia ácida”, dice Porfirio. “Todo lo que contamina Pemex se queda en las nubes y luego nos cae encima. Cuando para, deja las flores y la fruta pintadas de negro, como con ceniza”.
A veces amanecen con un intenso olor a gasolina y una cortina de humo que se acerca desde las instalaciones petroleras. “Pasa muy temprano, te empieza a picar la garganta y arder la nariz, quieres toser y no puedes. Y por donde avanza, ahí va dejando todo negro”, dice el pescador
UNA ISLA SIN OSCURIDAD
Al menos tres veces, desde hace veinte años, los isleños de Andrés García han intentado que alguien mire lo que aquí ocurre. Recorrieron el laberinto de oficinas de la petrolera para hacer un “reclamo”, un mecanismo que da recursos a las comunidades que han sido afectadas por su actividad. Pero después de un supuesto estudio sobre la contaminación del ambiente, su petición fue rechazada. No había evidencia de que la culpa fuera de las llamas incandescentes que cubren la isla con su manto. Porfirio Córdova y otros pescadores protestaron. Una vez frente a Dos Bocas, otra en la carretera. Todo siguió igual.
Esos enormes mecheros en el horizonte queman todo el día, todos los días, los excedentes de gas. Este martes es un día tranquilo, no están encendidos a su máxima capacidad y hoy no han “desfogado”. Algunos días, ese sonido que era un murmullo desde la carretera se convierte en un rugido de gas y fuego. Los habitantes no pueden hablar, no pueden dormir, no pueden deshacerse de ese intenso zumbido que ha provocado sordera en al menos siete personas.
Allison, la niña que nos acompaña por la isla, cuenta que por las noches cubre su cabeza con una almohada, que a veces imagina un tornado de mosquitos a su alrededor, que tiene pesadillas, que no logra dormir. Jazmín Córdova y su hija nos llevan al punto más cercano a los mecheros. La luz ahora adormilada baña sus rostros y tiñe todo de color naranja. El reloj marca las siete, pero aquí parece el alba. Cada noche, esta isla se sumerge en un amanecer que dura doce horas. Allison, como los 59 niños que aquí viven, no conoce la oscuridad ni la calma de un sueño tranquilo. Lo peor, dicen, es cuando estas velas eternas “desfogan”. Jazmín, que estudió una ingeniería gracias a una beca de Chevron, empresa petrolera, explica que cada tanto es necesario despresurizar los mecheros y entonces sale una llama mucho más intensa. Muestra un video. El mechero se convierte en la boca de un dragón que lanza su peor ataque, y el rugido provoca un temblor en las manos de quien está grabando las imágenes.
Fuera de la pantalla, esta isla retiembla, y la fuerza del desfogue estrella los cristales y va dejando grietas en los muros y techos. Porfirio está acarreando bultos de cemento y varillas desde una lancha. Tratará de reparar su casa, aunque sabe que las grietas que cubra hoy volverán a aparecer en una semana.
Hay otra amenaza que se alimenta del petróleo. Los hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAP) son contaminantes producto de la extracción petrolera y se mueven por el suelo, agua y sedimentos. De acuerdo con la tesis de Teresa Gamboa Rodríguez, doctora en Ciencias, la exposición constante a los HAP provoca daños a nivel genético que, en muchos casos, se convierte en la semilla del cáncer. Para cuando Gamboa Rodríguez comenzó su estudio ya había interés por el aumento de casos de leucemia linfoblástica aguda en niños. “Todos los grupos infantiles en zonas con alta actividad petrolera presentaron niveles de daño genotóxico de moderado a alto”, dice el documento. “Se puede concluir que los productos de los combustibles fósiles han sido responsables, en las últimas décadas, del incremento en los casos de cáncer [en Tabasco]”. En 2015, el Comité Estatal de Derechos Humanos repitió el estudio solo en esta zona y encontró que 15% de los niños tenían daño celular.
Porfirio no necesita leer tantos documentos para llegar a la misma conclusión: ha visto a sus vecinos y familiares caer enfermos. Su propio padre murió de cáncer. “A mucha gente le ha dado, en la garganta, en los pulmones, en la piel. A algunos comienzan a salirles manchas y unas cosas como las que tengo aquí”, dice señalando un bulto carnoso en su frente. “El doctor me dijo que, si no me lo tocaba, si no lo alborotaba, me podía salvar”.
—¿Cómo saben que esto pasa por culpa de Pemex? —le pregunto a Jazmín.
—Cuando la gente comenzó a enfermarse de la garganta, de los oídos, los doctores nos preguntaban dónde vivimos, que si estábamos expuestos a humo o contaminantes. También nos dimos cuenta de que, cuando los mecheros sacan más humo, todos se enferman, toda la isla anda enferma
Jazmín se ha resignado a tener sinusitis crónica. Su hermano tuvo problemas respiratorios que le costaron la mitad del pulmón izquierdo. Pero aquí el cáncer es una muerte segura. No hay servicios médicos cercanos y el hospital de especialidades se encuentra en Villahermosa, a más de cincuenta kilómetros. Solo reciben atención quienes tienen acceso al sistema de salud pública y han sido enviados por otro médico del hospital regional. Sin auto, sin transporte público, sin seguridad social y sin dinero, un tratamiento de quimioterapia es imposible. “Si te enfermas de eso, ya no hay mucho que hacer”, dice Jazmín, y recuerda al menos a quince personas diagnosticadas en los años recientes. Solo una ha logrado vencer las infames estadísticas: su primo Luis Felipe Mendoza, de quince años. Para lograrlo, acudieron a la fundación Banco de Tapitas, que dona tratamientos y se sostiene con la venta de tapas de botellas de plástico. La comunidad entera se organizó para reunir tres mil tapas por cada quimioterapia. Así lo hicieron durante siete años, unas treinta veces.
Los habitantes de Andrés García saben que les queda poco tiempo aquí. Han visto a personal de Pemex haciendo estudios en sus tierras, y eso no es un buen augurio. “Cuando veas que hay gente de Pemex cerca, es que algo malo va a pasar. Nosotros le estorbamos al petróleo. Hacen todo por expulsarnos, pero no nos podemos ir, necesitamos ayuda”, dice Jazmín. Aunque gracias a una petrolera tiene una ingeniería, no ha logrado tener un trabajo desde que se graduó. “Dicen que Pemex trae empleo, pero tampoco eso. Para entrar necesitas conocer a alguien en el sindicato que te ayude, y si no, te quedas como yo, nada más esperando a que se nos venga el mar”. A cuatrocientos metros de aquí está creciendo otra extremidad de este gigante, la refinería Dos Bocas. Más de ocho mil millones de dólares en instalaciones que, como el resto de la costa, están siempre a punto de inundarse. Para protegerla se han anunciado más escolleras y miles de toneladas de arena por dragar. En enero de 2022 se publicaron imágenes de la incipiente construcción ya cubierta por el agua.
LA BATALLA CONTRA UN GIGANTE
El camino a la localidad de Andrés Sánchez Magallanes, en el municipio de Cárdenas, Tabasco, es un paseo por un sueño imposible. Un recorrido de paisajes que no deberían existir. La temperatura roza los 30 °C, aun a las siete de la mañana. El campo está cubierto por la neblina de la humedad. Ahí donde debería haber una espesa selva hay campos abiertos, adaptados para la ganadería. Y los únicos animales que hay llegaron en barco hace muchos años. Cebús que comenzaron a importarse en 1925 porque el ganado local no resistía las condiciones de este clima. Comen en silencio mientras decenas de garzas se posan sobre sus lomos y cuernos. Dan unos pasos y se hunden en el suelo que hoy es pantano. Aquí hay lugares extraídos de una pesadilla distópica, que no deberían ser parte de la realidad, pasajes de su historia que no debieron ocurrir. Este es el lugar donde lo inconcebible y lo absurdo han sido el espectáculo cotidiano.
“Esta peste y esta enfermedad en todo el pueblo llegó con Pemex”, dice el médico Antonio Ramos. “Ahora que el mar se lleve todo, no van a tener ni qué explotar”.
Antonio ronda los 75 años, es alto, dice que ha adelgazado por la edad y su vista ha empeorado con el tiempo; habla fuerte, claro, con la grandilocuencia de un revolucionario. En su consultorio, en la villa Benito Juárez, un cuarto color azul con un viejo escritorio, los muros están tapizados con imágenes de los líderes que lo inspiran: Pancho Villa, Emiliano Zapata, el Che Guevara y López Obrador, el líder político al que ha seguido desde 1996, cuando era el principal opositor que encabezó las manifestaciones contra Pemex por el daño ambiental provocado en Tabasco. En ese entonces, miles de pescadores y campesinos tomaron sesenta pozos. Hubo detenciones y violencia. Como ahora, nada cambió con las protestas.
Antonio comenzó su batalla contra el gigante aun antes de eso. Eran los setenta cuando surgió el movimiento Pacto Ribereño, iniciado por un grupo de ejidatarios afectados por la petrolera. Las quejas se intensificaron cuando, en Barra de Tupilco y Andrés Sánchez Magallanes, Pemex abrió canales que conectaban el mar con las lagunas. Para el especialista Juan Carlos Pérez Jiménez, de Ecosur, eso fue condenar al ecosistema: “La salinización es uno de los indicadores más delicados, y llenaron las lagunas con sal. Las especies no pueden sobrevivir, no pueden irse a otro lado como en el océano. Solo desaparecen, y con ellas los pescadores que ya no tienen de qué vivir”. El cúmulo de inconformidades creció con el tiempo. Las protestas se multiplicaban mientras se anunciaban nuevos hallazgos petroleros, nuevas obras y proyecciones financieras que nos abrirían la puerta a la élite económica internacional.
Este era un pueblo despojado y en resistencia. Hoy es un pueblo fantasma.
El doctor nos lleva a un recorrido por el desastre. Su esposa, Georgina, lo toma de la mano durante el trayecto y va relatando lo que ve: el camino que se está cayendo, la parcela que sigue inundada. Georgina se ha convertido en sus ojos, en sus extremidades, en la brújula infaltable y una extensión de sí mismo. El resto del viaje no soltarán sus manos. Se conocieron hace treinta años, cuando ella comenzó a trabajar como su recepcionista. Se han acompañado en los buenos tiempos: cuando Antonio recorría las rancherías para atender a quienes vivían más alejados de los servicios de salud, cuando lo llamaban para que atendiera algún parto, cuando era enlace del pueblo con las autoridades de Tabasco y los vecinos le aplaudían al pasar. Esta pareja, que hoy camina despacio por los cocotales y la arena negra, se ha acompañado, sobre todo, en los malos tiempos: cuando empezó a aumentar la cifra de niños enfermos de leucemia, cuando vieron hectáreas de cosecha perdidas por razones inexplicables, cuando se organizaron con otras comunidades para demandar a Pemex por todo el daño que había causado, cuando protestaron en las instalaciones petroleras en 2008, cuando llegó la policía y detuvieron a casi todos, cuando él se escondía en el monte hasta conseguir un abogado, cuando fueron ignorados, cuando Pemex rechazó sus reclamos, cuando sus compañeros de lucha comenzaron a morir. Cuando parecía que se quedaba solo.
“Pemex es y ha sido una condena para los pueblos adonde llega, es una condena a muerte”, dice Antonio. Cuenta entonces que sus pacientes se enfermaban de cáncer, que les aparecían manchas en la piel y bultos carnosos —como el de Porfirio Córdova—, que el agua contaminada les hacía daño, que ahora es un veneno, que el aire a veces se siente irrespirable, que este municipio se muere lentamente. Fueron sus recorridos por el campo los que le permitieron ser testigo de la debacle, de las cosechas perdidas y de la pobreza que se agudizaba. “Imagínate un pueblo que lo tiene todo: el mar, el calor, la vegetación; que su gente es feliz y tiene todo lo que necesita. Imagínate que un día llega una empresa y lo tiñe de negro, y esa mancha va acabando con todo lo vivo en su camino. Imagínate que a nadie le importa, más que a la gente que lo ha perdido todo”, dice con la contundencia de quien ha logrado enardecer a las masas con sus palabras.
Hoy, en Andrés Sánchez Magallanes no es posible vivir de la pesca ni de la agricultura ni del turismo. Tampoco hay posibilidades de trabajar con Pemex, pues el brazo del gigante que azotó este pueblo ha quedado desmantelado con los años, después de extraer todo el petróleo posible. Ahora aquí habitan 5 518 personas, 71% en pobreza.
LA HERIDA QUE NUNCA CIERRA
La carretera costera de Andrés Sánchez Magallanes es una herida abierta que cruza entre el golfo de México y un sistema lagunar hasta Paraíso. Es una herida que con los años se ha profundizado. El camino es sinuoso y está fracturado, y luego es interrumpido por el mar. El asfalto, que alguna vez fue la principal vía entre pueblos petroleros, ha sido carcomido por las olas. Los carriles se vuelven angostos hasta que repentinamente desaparecen. Según estudios de Ecosur, esta localidad pierde cada año unos cinco metros por la erosión costera. Pero esos cálculos no coinciden con el testimonio de Antonio Ramos ni con el de las pocas personas que aún viven aquí, a las orillas del ruinoso camino.
Un joven, desde una hamaca, y luego una mujer de rostro endurecido nos detienen con un machete en mano. Como ya no hay más camino, han abierto paso entre las palmeras para seguir avanzando. Usarlo nos cuesta cincuenta centavos de dólar. Así llegamos a Boca de Panteones, en la localidad de El Alacrán, un sitio inhóspito y hostil que alguna vez fue el símbolo del desarrollo y la abundancia en la región. Hay un largo puente de concreto, sin autos que lo crucen, excepto el nuestro, seguido por una hilera de buitres a la espera de su siguiente presa. Un puente que ya no lo parece. Una estructura que nunca debió ser. Debajo, donde antes había agua, en la actualidad no hay nada más que arena y tierra.
“Cuando todo esto empezó”, como se refieren los lugareños al momento en que Pemex comenzó a operar en el sitio en los sesenta, el agua dulce y la salada se mezclaban para abrir paso a las embarcaciones que llevaban material a los pozos petroleros dentro de la laguna. Dragaron para abrir este camino y juntar lo que la naturaleza había separado. Existen numerosos sitios donde el mar y las lagunas unen sus vertientes, pero hacerlo de forma artificial daña la tierra, deja correr por sus venas el agua salada que la enferma. La súbita y violenta entrada del mar rebasó la laguna Machona, que a su vez inundó las tierras aledañas y desató el declive. Llegó la sal, llegaron los residuos de petróleo, y el pueblo murió.
Entre Boca de Panteones y Barra de Tupilco, a lo largo de unos 52 kilómetros de costa, se abrieron al menos 160 canales entre las lagunas y el mar. “Desde entonces la prioridad nacional es el petróleo, lo que nos deje más dinero, lo que nos cueste menos, y seguir explotando ese negocio”, dice Patricia Moreno, investigadora del Instituto de Ecología. “Socialmente, el costo de esas obras es muy alto, se vuelven zonas improductivas. Y seguro hoy lo siguen haciendo, como siguen poniendo escolleras, espigones, muelles y todo lo que queda perpendicular a la costa que afecta la circulación natural del agua y los sedimentos”. Los habitantes recuerdan cuando se podía pescar por donde ahora solo hay un puente inservible, cuando había palmeras cargadas de cocos, cuando había una escuela, una iglesia. Todo lo ha devorado el mar. Incluso el cementerio. “Llevábamos días con lluvia y el mar estaba fuerte. Escuchamos golpes, crujidos, el aire gritaba. Vimos cómo las olas arrancaban la tierra, los féretros flotando. Todo se lo llevó… Hasta los muertos se los llevaron”, dice un vecino, Renán Sánchez.
La casa donde vive Renán con su esposa, sus tres hijas y cinco nietos ya no tiene puertas ni ventanas. “Ni caso tiene, el mar todo se va a llevar”. Afuera, Renán, de 59 años, ha colocado una alfombra de conchas de ostiones que llegan hasta la orilla de un desnivel formado por más conchas. Esa barrera de un metro de altura fue puesta para contener el agua, para impedir que llegue hasta las casas. En la playa se ven restos de costales que alguna vez intentaron ser otro obstáculo para protegerse del desastre. Hace años quedaron enterrados en la arena que parece una interminable mancha negra. Los restos del petróleo y sus contaminantes han dejado ese color y una textura espesa. “Está metalizada”, dicen, y aunque no existe un estudio sobre el origen de esta coloración, los habitantes aseguran que se ha cargado de metales pesados y, por eso, al colocar cerca un imán, se cubre por completo con los granos.
El doctor Antonio nos acompaña en el recorrido porque en estas zonas reunió los testimonios y evidencias que, en 2013, le permitieron formalizar el proceso judicial contra Pemex. La mayoría de quienes se sumaron a esta pelea ya han muerto. “Así va uno quedándose solo, por eso no podemos rendirnos”, dice. El Centro Mexicano de Derecho Ambiental (Cemda), una organización ambientalista, se hizo cargo de recopilar las pruebas y encabezar el litigio que parece una lucha a ciegas contra un monstruo de mil cabezas. “Aquí se trata de comprobar lo que debería ser sentido común, y es que Pemex contamina y está violando sistemáticamente los derechos de todas estas personas”, dice el abogado Xavier Martínez. “Es el mayor caso de extractivismo porque les quitan el agua, les quitan el aire, enferman sus cuerpos y sus tierras, está todo lleno de veneno. ¿Qué reciben estos pueblos a cambio? Nada. México ve al golfo como un tributo en nombre del progreso y el desarrollo. Y esta es una zona de sacrificio”.
En México, la justicia es otro gigante lento y aparatoso. Pero aquí, en Tabasco, donde Pemex ha quebrado el equilibrio ecológico a cambio de millonarias ganancias, tiene pies de hierro. “Primero nos dijeron que no había contaminación, que nada de lo que decíamos era cierto. Luego que sí había, pero no era responsabilidad de Pemex, sino de Profepa [Procuraduría Federal de Protección al Ambiente]”, dice el abogado. “Y así nos han hecho perder diez años”.
—Si la tierra tiene sal y la arena es negra, ¿cómo probaron que no había contaminación? —le pregunto al abogado Martínez.
—En Tabasco, Pemex manda. Los laboratorios y especialistas que pueden hacer estudios sobre hidrocarburos son, casi todos, proveedores de Pemex. Nadie quiere arriesgarse a que no lo vuelvan a contratar.
El Cemda ha revisado los contratos. Ha hallado las coincidencias entre los responsables de los estudios ambientales y otros servicios en favor de la petrolera. Cada prueba que recaba se traduce en un largo proceso en el que casi nunca le dan la razón.
“Sí hay evidencia científica de que la infraestructura submarina, como los puertos o las plataformas petroleras, tiene un impacto en la erosión costera”, dice Martínez. “Lo que ves hoy en estas playas está pasando en todo México. Y habrá que pensar cómo abordarlo antes de que el mar nos lleve a todos”.
Andrés Sánchez Magallanes ha perdido la superficie de costa equivalente a la distancia que hay entre el Palacio de Bellas Artes y la Alameda Central de la Ciudad de México. Casas, iglesias, escuelas y hasta un popular balneario, Ensueño del Trópico. Este era un sitio de encuentro para la comunidad, ahora solo quedan ruinas y vestigios de tiempos mejores. Georgina, la esposa del doctor Antonio, señala con la mano hacia el horizonte: “Hasta allá estaba el mar, más lejos que esa plataforma [petrolera]”. Como muchos lugareños, recuerda las noches de baile, las cenas, las fiestas y decenas de turistas que llegaban de los alrededores. “Hasta eso nos han quitado, las ganas de bailar”, dice. Cuesta imaginar este ensueño donde solo quedan algunos muros con grafitis, techos derrumbados convertidos en guaridas de roedores y un fuerte olor a podredumbre. “Simplemente ama, porque Dios es amor y al amor nada lo destruye”, tiene escrito con pintura la entrada de lo que alguna vez fueron los vestidores.
Roque Martínez tiene 37 años y ojos grandes que se llenan de agua cuando recuerda el Ensueño del Trópico. Era niño cuando aún podía disfrutarlo. No esperaba que el mar llegara a pisarle los talones. Este día de invierno, Roque y su familia, apresurados, llenan costales con arena negra porque otro norte está a punto de llegar. El anterior, el del 24 de diciembre de 2022, se llevó parte de su techo y cocina. Las oficinas de Protección Civil les llevaron costales para que se prepararan ante la nueva amenaza.
Su casa parece estar al borde de un falso precipicio que revela la altura de la arena que se ha perdido. Son casi dos metros. Alrededor hay huellas de otros intentos por defenderse de las olas. Otros costales, barreras formadas por las conchas de los ostiones, algunos botes de metal rellenos de cemento. Nada ha funcionado.
—Toda la noche de Navidad estuvimos viendo qué podíamos rescatar y rezando para que ya se acabara. Pero nadie nos escucha. Somos el pueblo olvidado, al que vienen a sacar petróleo, y luego nos dejan así, sin nada.
—¿Crees que es culpa de Pemex que el mar llegue hasta acá?
—Dicen que es la temperatura del planeta, que los hielos se están derritiendo y sube el nivel del mar. Y sí lo creo, pero este mar está lleno de tubos por debajo, de escolleras en todos lados, ya la laguna y el mar se juntaron. A saber de quién es culpa.
EL ARCA DE NOE
Victoria Coto sabía que el mar se llevaría su casa. Se lo dijo un pastor evangélico hace siete años, en el mismo templo donde este viernes conversamos. Ella y sus hijas viven ahora en los cuartos aledaños, prestados por la iglesia, después de que una de sus hijas perdiera su casa durante el temporal de la Navidad. “Cuando vi que el mar se llevaba todo, pensé: ‘Gracias, Dios, gracias por dejarme vivir aquí más de veinticinco años’”, dice. El Bosque, una comunidad del municipio de Centla, a la otra orilla de Tabasco, es quizá el ejemplo más contundente de los efectos de la erosión costera. Desde hace tiempo, sus habitantes han visto cómo su pueblo, entre el golfo y el río Grijalva, cada día se hace más pequeño. Pero, en 2019, el desastre comenzó a acelerarse sin que hasta ahora se conozcan las razones. Investigadores de Ecosur documentaron que en solo cuatro meses se perdieron cuarenta metros de superficie; hoy, la distancia entre el agua dulce y la salada es de 190 metros. Pero Victoria ya sabía que esto pasaría. Los ministros evangélicos les dijeron a los pobladores que Dios tenía grandes planes para ellos, les advirtieron que el mar vendría por lo que siempre ha sido suyo. Victoria pensó que se trataría de huracanes y tormentas, pero nada los preparó para lo que ahora están viviendo.
Llegar a El Bosque es llegar a una zona de desastre, caminar entre ruinas, escombros y los restos de un pueblo. El mar es un rugido constante que estremece, que en segundos cubre todo con un manto de sal y arena. Hoy el viento sopla con fuerza, como si estuviéramos dentro de sus fauces. Este lugar, un pueblo de pescadores, les debe mucho a sus aguas, pero ya ha pagado más de la cuenta. Victoria muestra dónde estaba su primera casa. Señala un punto invisible en medio del mar, siempre el mar, un horizonte gris. “Cuando baja mucho la marea, [la casa] puede verse”, dice.
Hace tiempo que ella sabe del calentamiento global y sus consecuencias, lo vio en la televisión. “Pasaron imágenes de pueblos inundados, y ahí supe que el pastor tenía razón. A veces no entendemos la voluntad de Dios, pero tenemos que aceptarla. Yo creo que sigue Paraíso en Tabasco y luego [el puerto de] Veracruz. No somos los primeros ni los últimos, somos los que ya no tienen salvación”, dice.
En los restos de la calle principal había otra iglesia, que hoy es una estructura quebradiza y mutilada. “El arca de Noé”, dice el trozo de muro que resiste de pie. Más adelante está la escuela a la que asistían diez niños. Adentro es como si el tiempo hubiera quedado suspendido. El pizarrón mantiene las multiplicaciones sin resolver, los libros se han podrido en los estantes y algunos juguetes y loncheras flotan en el piso que ha comenzado a inundarse con la lluvia persistente. En esta misma calle, en marzo de 2019, caminó el presidente y ofreció un discurso para conmemorar los quinientos años de la batalla de Centla, el primer enfrentamiento con los conquistadores españoles que llegaron a México. Ese día anunció el envío de una carta al rey de España y al papa Francisco para invitarlos a reconocer y disculparse por los agravios cometidos contra los pueblos indígenas. Dijo también que impulsaría la economía de estos municipios porque justo aquí se explotarían nuevos campos y yacimientos petroleros. Los pobladores trataron de acercarse, desesperados, para explicarle lo que ahí sucedía. Su equipo de seguridad no lo permitió. Desde entonces esperan en medio de la tormenta.
Hoy, quienes no han logrado migrar, unos ochenta habitantes, se apresuran a proteger sus casas antes de que el norte se aproxime. Desde su ventana, Nereo Ponce mira cómo el viento sacude los pocos árboles que resisten. Su sonrisa plácida contrasta con la furia del agua que se acerca. “Dios viene por lo que es suyo y está bien, así debe ser”, dice sentado frente a la mesa donde ha colocado una vieja Biblia. Movió sus muebles, su televisor, el refrigerador y lo que tenía de valor a otro lado, muy cerca de aquí, en Frontera, donde viven sus hijas. Se ha quedado con lo indispensable. Viste ropa enmugrecida y rota porque ya no tiene más. Es tan menudo que parece frágil, tiene las manos alargadas y cientos de líneas en la piel que lo hacen ver como un ermitaño, un apóstol de otro tiempo o un viejo sabio, aunque tenga apenas sesenta años. Su familia se ha marchado lejos en cada oportunidad: cuando su hija perdió su casa, cuando su esposa decidió separarse, cuando su otra hija vio los muros caer.
Nereo se queda pensando un largo rato, calculando cuánto le ha arrebatado el mar. “De mi tierra me ha quitado medio kilómetro o más”, dice. “La gente que viene no nos cree, en las universidades no nos creen. Pero nosotros sabemos, esto es nuestro y nos lo han ido quitando”. Nereo ha renunciado a todo y espera sereno lo inevitable. Lo ha leído en la Biblia, se lo ha dicho el pastor y luego Dios entre sueños. Cuando la tormenta llega y toca a su puerta, nunca tiene miedo porque sabe que así lo ha querido Él.
La historia de El Bosque ha sido contada de mil formas y en muchos idiomas distintos. En noviembre de 2022, con apoyo de Conexiones Climáticas, organizaron una conferencia de prensa y trajeron a decenas de periodistas a recorrer lo que queda de sus calles. El lugar donde lanzaron su mensaje, muy cerca del mar, tenía al fondo dos casas que hoy ya no existen. El Bosque se ha convertido en un pueblo efímero, en las semillas de un diente de león siempre a punto de recibir el soplo de aire que lo desvanezca.
Guadalupe Cobos convirtió su casa en un lugar de encuentro. Ahí se han refugiado algunos que lo perdieron todo, y, en días como hoy, cuando la tormenta se aproxima de nuevo, esperan juntos a que pase. Su última Nochebuena también fue una noche de desesperación, de intentar arrancarles a las aguas lo que querían llevarse. “No entiendo por qué si el mar nos ha dado tanto, ahora nos lo quita”, dice. Ella, como todos los pobladores, ha escuchado y aprendido sobre el cambio climático, sobre las temperaturas que se elevan, los glaciares que se derriten y la contaminación del aire que lo desata todo. Pero sigue el misterio de por qué ahora, por qué con tanta fuerza.
Guadalupe nos lleva a su lugar favorito cerca del faro, donde solía sentarse a contarle al mar sus secretos. Desde ahí conocemos las escolleras y vemos el muelle que, con la erosión, ya está muy cerca de la playa. Pemex lo colocó ahí y hace mucho dejó de utilizarse. Ahora lo ocupan cientos de gaviotas. Aquí también dragaron para unir el mar con el río y facilitar el paso de los barcos.
Si se mira en uno de los pocos mapas que existen de los ductos petroleros, este pueblo está rodeado. Una serpiente color verde de 52 kilómetros permanece bajo el agua y, según el mapa, lleva consigo hidrocarburos en líquido y gas desde donde los extraen, en las profundidades del golfo, hasta el sitio donde se transforman y distribuyen, en Dos Bocas, frente a la isla donde comienza esta historia. Lo que El Bosque guarda bajo su tierra y su agua pasó de ser una promesa de enriquecimiento a ser la certeza de su desaparición.
“Lo que sabemos es que Pemex es la empresa más contaminante, que la de los hidrocarburos es la industria más contaminante”, dice Pablo Montaño, de Conexiones Climáticas. “Los combustibles fósiles son la princiLos restos de la casa de Victoria Coto en Tabasco. En la Nochebuena de 2022, tuvo que evacuar su casa ante el avance del mar.pal fuente de gases de efecto invernadero, que incrementan la temperatura del planeta y el nivel del mar. De eso no hay ninguna duda. De alguna u otra forma, Pemex está detrás de lo que está pasando”.
“Hoy somos desplazados climáticos y mañana serán otros. Queremos que nos vean bien, aquí está su futuro”, dice Guadalupe. En los siguientes días habrá más noticias sobre lluvias imparables y el viento azotará la tierra. “Si se repite Navidad, yo te aviso”.
Todos se preparan para lo peor cada vez que el viento arrecia. Jazmín Córdova y su familia, en Andrés García, retiran los techos de sus palapas para que el viento no se los arrebate. En Andrés Sánchez Magallanes, Roque Martínez termina de poner una barrera de costales. Pero el mar se está acercando. No hay palabras de aliento para quien podría perderlo todo. “Cuídate mucho”, le digo por inercia. Al fondo de la llamada telefónica suenan los gritos del viento, el bramido del mar, las palmeras que crujen. “Aquí nadie nos cuida. Si no te contesto el jueves es que el mar ya nos llevó también”.
Este reportaje se realizó gracias a la Fundación Ford
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