El sexo, las mujeres y la Iglesia

El sexo, las mujeres y la Iglesia

Marinero a la tormenta El sacerdote Manuel Marinero dejó la sotana colgada en el gancho y, de huaraches y pantalón de mezclilla, caminó hasta el altar. Los feligreses se quedaron mudos de la sorpresa de ver a su párroco vestido de paisano, seguido unos pasos atrás por una muchacha de veintinueve años, de nombre Alma […]

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Marinero a la tormenta

El sacerdote Manuel Marinero dejó la sotana colgada en el gancho y, de huaraches y pantalón de mezclilla, caminó hasta el altar. Los feligreses se quedaron mudos de la sorpresa de ver a su párroco vestido de paisano, seguido unos pasos atrás por una muchacha de veintinueve años, de nombre Alma Patricia Ramírez.

Los meses anteriores no habían sido fáciles para los dos. Marinero no lograba arrancarse la culpa y se esforzaba por explicarle a Patricia que eran casi cuatro décadas de asimilar y enseñar que la unión de la carne era un pecado mortal, peor aún si la cometía un sacerdote.

Cuando caminaban por las calles, ella le insistía:
—¡Abrázame, abrázame!
—Ya va a llegar el día, ten paciencia —respondía él.

Una tarde, mientras caminaban por el zócalo de Oaxaca, Marinero, entonces de cincuenta y un años, la atrajo hacia su cuerpo y le dio un largo y prolongado beso en la boca. A Patricia ya se le notaba el embarazo.

Pero el día definitivo había llegado hasta ese domingo 11 de mayo de 1997 que Manuel Marinero había dejado el alba y la estola colgadas en la sacristía de San Bartolo Coyotepec, una parroquia a doce kilómetros de la ciudad de Oaxaca, en el sur de México, y se dirigió a sus parroquianos como hombre y no como cura. Les habló del amor que le profesaba a su mujer y a su hijo, de cuatro semanas de nacido. Les dijo que apenas dos días atrás, el viernes 9 de mayo, había contraído matrimonio civil con Patricia. Su novia. Su esposa. La madre de su hijo.

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