La historia de un descubrimiento en la Antártida - Gatopardo

El misterio de un monstruo en la Antártida

Federico Bianchini
Ilustraciones de Daniel Meza

En 1989, restos de un animal marino antártico fueron encontrados con dimensiones nunca antes vistas y dentro del suelo congelado más resistente que el hielo. Sus características son parecidísimas a las de otro hallazgo de 1934, a miles de kilómetros de distancia, en la Patagonia argentina. Las pistas indican que son ejemplares de un mismo animal. Científicos debaten sobre este espécimen que desapareció muchísimo antes de que el primer ser humano pisara la Tierra.

Tiempo de lectura: 16 minutos

Ésta es una historia sobre rocas, incertidumbre, frío y soledad.

Esta historia es sobre incertidumbre: sobre personas que en la Antártida, uno de los pocos territorios vírgenes de este planeta si exceptuamos los fondos oceánicos, caminan buscando algo que no saben si existe. Después del desayuno, con un mapa geológico, salen a prospectar: prospectan. El mejor momento para encontrar cosas que uno no sabe que existen es a la mañana, bien temprano, y a la tardecita. Porque el sol arriba, aunque en la Antártida nunca está tan arriba, elimina las sombras. Y sin sombras, al cerebro le cuesta más.

Estos hombres y mujeres, paleontólogos, paleontólogas, caminan mirando ese piso arcilloso, lleno de piedras, de rocas, de nieve, de algas o guano. Miran. Pero no como podría mirar cualquiera: miran de otro modo. Su cerebro captura las imágenes, las compara con otras: huesos, colores, formas, hasta que alguno de ellos se detiene, se agacha y revisa. Luego, grita: “¡Vengan! ¡Encontré algo!”. Y los otros van.

La sensación, dicen, es muy rara. “Sólo puede entenderla quien alguna vez encontró un tesoro”. El tesoro, en este caso, es un hueso. Un hueso de dinosaurio.

Esta historia es sobre la soledad. Sobre hombres y mujeres que pasan semanas o meses en campamentos aislados. Lejos de sus familias, de sus amigos, del cine, la televisión, la radio. En los días de sol o poca lluvia pueden salir al terreno a trabajar. Pero no en los días en los que hay vientos de más de ciento sesenta kilómetros por hora que arrasan con todo lo que se les pone adelante. Días de nieve, copiosa y persistente. En esos días deben quedarse a resguardo: leer, dormir, no hay mucho más.

La carpa cocina es el ágora del campamento: allí pasan tiempo con otra gente. Esa gente, a veces, es una sola persona. Como mucho, tres o cuatro colegas. La superficie de la carpa cocina es de cuatro metros cuadrados. Hay una mesa, una radio, la garrafa, la cocina, la despensa, el calentador (con el que hay que tener cuidado: si se cae, prende fuego todo). ¿Cuánto espacio queda para cada uno de los paleontólogos? Afuera, el viento arrecia. La capacidad de movimiento, allí en la carpa cocina, es reducida. Uno le pasa un bidón con agua a otro, esquivando el calentador. El primero agarra su vaso, se sirve y al levantar la vista ve que los tres compañeros lo miran. Lo miran como si nunca en su vida hubieran visto un vaso: un paleontólogo que se sirve un vaso de agua es lo más interesante que sucedió en la última media hora en este pequeño espacio, aislado de la blanca inmensidad por una fina tela naranja.

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