El misterio de un monstruo en la Antártida
Federico Bianchini
Ilustraciones de Daniel Meza
En 1989, restos de un animal marino antártico fueron encontrados con dimensiones nunca antes vistas y dentro del suelo congelado más resistente que el hielo. Sus características son parecidísimas a las de otro hallazgo de 1934, a miles de kilómetros de distancia, en la Patagonia argentina. Las pistas indican que son ejemplares de un mismo animal. Científicos debaten sobre este espécimen que desapareció muchísimo antes de que el primer ser humano pisara la Tierra.
Ésta es una historia sobre rocas, incertidumbre, frío y soledad.
Esta historia es sobre incertidumbre: sobre personas que en la Antártida, uno de los pocos territorios vírgenes de este planeta si exceptuamos los fondos oceánicos, caminan buscando algo que no saben si existe. Después del desayuno, con un mapa geológico, salen a prospectar: prospectan. El mejor momento para encontrar cosas que uno no sabe que existen es a la mañana, bien temprano, y a la tardecita. Porque el sol arriba, aunque en la Antártida nunca está tan arriba, elimina las sombras. Y sin sombras, al cerebro le cuesta más.
Estos hombres y mujeres, paleontólogos, paleontólogas, caminan mirando ese piso arcilloso, lleno de piedras, de rocas, de nieve, de algas o guano. Miran. Pero no como podría mirar cualquiera: miran de otro modo. Su cerebro captura las imágenes, las compara con otras: huesos, colores, formas, hasta que alguno de ellos se detiene, se agacha y revisa. Luego, grita: “¡Vengan! ¡Encontré algo!”. Y los otros van.
La sensación, dicen, es muy rara. “Sólo puede entenderla quien alguna vez encontró un tesoro”. El tesoro, en este caso, es un hueso. Un hueso de dinosaurio.
Esta historia es sobre la soledad. Sobre hombres y mujeres que pasan semanas o meses en campamentos aislados. Lejos de sus familias, de sus amigos, del cine, la televisión, la radio. En los días de sol o poca lluvia pueden salir al terreno a trabajar. Pero no en los días en los que hay vientos de más de ciento sesenta kilómetros por hora que arrasan con todo lo que se les pone adelante. Días de nieve, copiosa y persistente. En esos días deben quedarse a resguardo: leer, dormir, no hay mucho más.
La carpa cocina es el ágora del campamento: allí pasan tiempo con otra gente. Esa gente, a veces, es una sola persona. Como mucho, tres o cuatro colegas. La superficie de la carpa cocina es de cuatro metros cuadrados. Hay una mesa, una radio, la garrafa, la cocina, la despensa, el calentador (con el que hay que tener cuidado: si se cae, prende fuego todo). ¿Cuánto espacio queda para cada uno de los paleontólogos? Afuera, el viento arrecia. La capacidad de movimiento, allí en la carpa cocina, es reducida. Uno le pasa un bidón con agua a otro, esquivando el calentador. El primero agarra su vaso, se sirve y al levantar la vista ve que los tres compañeros lo miran. Lo miran como si nunca en su vida hubieran visto un vaso: un paleontólogo que se sirve un vaso de agua es lo más interesante que sucedió en la última media hora en este pequeño espacio, aislado de la blanca inmensidad por una fina tela naranja.
CONTINUAR LEYENDOEsta historia es, también, sobre el frío.
El frío es una temperatura inferior a la ordinaria o conveniente. Aquí en la Antártida la temperatura siempre es inconveniente: uno debe determinar, antes de salir de su carpa, si va a estar quieto o va a moverse. Esto, que a veinte grados centígrados parece algo sin importancia, a treinta grados bajo cero empieza a tenerla. Porque las camperas infladas, coloridas, abrigadas sirven si uno se queda estático. Pero si con una de esas camperas camina cien o doscientos metros, independientemente de la temperatura exterior, la piel hierve, la transpiración fluye, el cuerpo se moja y hay que desabrigarse. Si, en cambio, uno se prepara para la caminata y, luego, en algún momento, se detiene varios minutos, empezará a temblar.
Sucede, a veces, que en la concentración del trabajo, adentro de un pozo de barro congelado, intentando recuperar un hueso que ya lleva allí millones de años, el paleontólogo se pregunte: ¿Hace cuánto tiempo estoy tirado acá?, mire el reloj, vea que lleva dos horas, intente levantarse pero trastabille, no sienta una pierna, la pierna sobre la que estaba apoyado en el hielo, se saque el pantalón y descubra la piel blanca, casi congelada, tenga que empezar a moverla, a frotarla. Ayudar a que la sangre circule.
No es lo mismo excavar en cualquier otro sitio que en la Antártida. Porque la primera capa suele ser fácil de atravesar, pero cuando se llega a la capa congelada se complica. En un momento se oye: TOC. El suelo congelado. Más resistente que el hielo: un material compuesto por hielo y arcilla, hielo y tierra. Y si se intenta con un pico, tratando de destrozar el suelo, el pico rebota. Se debe usar un martillo picador que pesa cerca de cien kilos y es transportado por un helicóptero con motor de dos tiempos, que necesita una batería, combustible. Si no: paciencia. Hay que esperar que se descongele. Se avanza de a poco. Y si de pronto el clima sorprende, porque en la Antártida el clima suele sorprender, hay que guardar las herramientas, retirarse, volver a la carpa, al ágora o al sueño, y esperar cuatro o cinco días, hasta que desaparezca la nieve.
“Porque si nieva, lo primero que tenés que hacer es salvarte vos mismo”, dice el biólogo y doctor en paleontología de vertebrados Marcelo Reguero, sentado en su escritorio en el subsuelo del Museo Nacional de La Plata. Aquí, guardados en armarios azules de metal, hay más de 16 000 ejemplares de fósiles antárticos, entre los que se podría destacar el Antarctopelta oliveroi, el primer dinosaurio antártico, un anquilosaurio hallado en 1986 y que sirvió para confirmar la teoría de la deriva de los continentes; y el Vegavis iaai, una especie de pato de hace 70 millones de años descubierto en 1992 y que permitió entender la evolución en el canto de las aves. Reguero los conoce bien porque además de ser investigador del Instituto Antártico Argentino es el curador de las colecciones de paleontología de vertebrados del museo. En 1983 viajó por primera vez a la Antártida: se quedó en un campamento durante cuatro meses. Luego siguió yendo, al menos, unas 35 campañas más. Y ahora, enfático, cuenta aquella tormenta; el viento que levanta una garrafa como si fuera una hoja seca y él, junto a otro compañero, enterrándose en la nieve y, luego, allí abajo, unas seis horas, concentrado en una sucesión de cigarrillos y pensamientos, hasta que esa furia irredenta decidiera cesar.
***
Pero, sobre todo, esta historia es sobre rocas. Si bien la definición de roca es algo ambigua —“todo conjunto de materiales que se depositan naturalmente sobre la superficie del planeta a lo largo del tiempo”— esta historia es sobre un tipo de roca muy específico; un fósil que hace más de 65 millones de años fue hueso y hoy es una mezcla de silicatos (silicio, carbono, quizás tal vez también materia orgánica), cuya estructura primigenia se mantiene y permite analizar, especular, sacar conclusiones. Un objeto relativamente pequeño con una enorme cantidad de información acerca de la evolución de la vida en la Tierra.
Esta historia empieza en 1939 con un geólogo que viaja a Paso del Sapo, un pequeño municipio de menos de 500 habitantes en la provincia de Chubut, en la Patagonia argentina. Alguien le dice a este hombre, de apellido Petersen, que no muy lejos de allí, en el Cañadón del Loro, a orillas del río Chubut, hay un monstruo convertido en roca.
Petersen, Cristian S. Petersen, hace lo que cualquier persona con un mínimo instinto aventurero haría si alguien le dice que cerca hay un monstruo convertido en roca: va a ver. Allí, descubre con sorpresa y estupor los restos de un reptil fósil enorme. Ayudado por un poblador de la zona, el señor Víctor Saldivia, Petersen consigue extraer algunos huesos: un cráneo, algunas vértebras caudales y una aleta. Piensa que seguramente en el campo habrá más. Piensa también que, seguramente, muchos curiosos se habrán llevado partes, fragmentos.
Dos años después, los huesos del monstruo convertido en roca son recibidos en el Museo de La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires, por el zoólogo y biogeógrafo Ángel Cabrera, en ese entonces jefe de la División Paleontología Vertebrados del Museo.
***
Al estudiarlo, Cabrera descubre que el cuello de este animal es muy similar al de un plesiosaurio: un reptil marino con el cuello extremadamente largo que vivió hace unos 80 millones de años. Sin embargo, las vértebras de este ejemplar son más cortas y el cráneo demasiado grande. Hay algo que no encaja.
En un artículo publicado en la revista del Museo en mayo de 1941, titulado “Un plesiosaurio nuevo del Cretáceo del Chubut”, Cabrera escribe que “es la primera vez que de un modo absolutamente seguro se puede afirmar que esta clase de reptiles ha vivido en lo que hoy es territorio argentino”. Y resalta: “La importancia de los restos traídos por el señor Petersen es tanto mayor ya que resulta que el plesiosaurio en cuestión representa un género y una especie nuevos”.
En las primeras 13 páginas del escrito, Cabrera describe con minucia los huesos del animal. Dice, casi con pena, que no se ha podido encontrar ni un solo diente. Ilustra sus descripciones, agrega fotos, mide y analiza huesos: las seis vértebras del cuello, el radio, el intermedio, el cubital y el primer carpiano distal. “Los metacarpianos, aunque alargados, son muy robustos.” Se regodea en formas y particularidades: “Su sección es cuadrada, excepto en el primero, que es como media elipse, con la parte redondeada hacia afuera”. Revisa, detalla, compara. Y sin embargo en las siguientes páginas, Cabrera lucha encarnizadamente contra la falta de certezas. No sólo porque el esqueleto que había encontrado Petersen no estaba completo (sólo tenía parte del cráneo y parte de la columna vertebral), sino porque las partes encontradas no se correspondían de manera exacta con lo ya visto. Los caracteres se mezclaban: el cuello era muy corto, la cabeza demasiado grande. No había, en ese momento, posibilidad de encajar ese animal. “En cuanto a la posición taxonómica no es posible establecerla con seguridad”, dice Cabrera que entre sus manos tiene una pieza de un rompecabezas que aún no existe. Duda sobre la familia a la que pertenece este reptil: considera que podría encajar en varias. “Tampoco puede ser éste incluido en ningún otro de los géneros hasta ahora admitidos como válidos”.
Porque esta historia que incluye rocas, incertidumbre, frío y soledad es en realidad la historia del Aristonectes parvidens. La historia del descubrimiento de un holotipo, un espécimen único: un monstruo enorme, antiguo, que desapareció 64 millones de años antes de que el primer Homo sapiens pisara la Tierra.
¿Qué es, entonces, este animal?, se pregunta Cabrera: ¿Un criptoclido, un saurópsido, un pliosaurio? ¿Algún plesiosaurio aberrante sin categoría previa?
No tenía cómo confirmarlo, porque los descubrimientos en ciencia no funcionan de manera lineal. Eligió un nombre apropiado y ambiguo: “Aristonectes parvidens”, que traducido del latín vendría a ser “el mejor nadador de dientes pequeños” y, con gran maestría, dibujó y pintó una acuarela en la que interpretó acertadamente la fisonomía del animal. De cualquier modo, concluyó su artículo con cautela: “Por lo tanto, y aunque provisionalmente se le pueda incluir entre los elasmosáuridos, es preciso esperar a que se hagan nuevos hallazgos antes de dar un veredicto definitivo”.
El misterio sobre qué tipo de animal era ese monstruo petrificado en Chubut continuó durante lo que quedaba del siglo XX.
***
Unos 48 años después de esta publicación, en el verano de 1989, en la Antártida, a miles de kilómetros de donde se había encontrado el monstruo convertido en roca, el geólogo estadounidense William Zinsmeister, especialista en invertebrados, caminaba en la nieve por la formación López de Bertodano, a unos pocos kilómetros de la base argentina Marambio, cuando descubrió, sobre la barranca, una gran cantidad de huesos dispuestos en forma horizontal, como si un animal enorme hubiera caído muerto sobre la colina. Estaban bien preservados. Zinsmeister sabía que cerca de allí había un campamento de geólogos y paleontólogos argentinos y, con uno de sus colegas, decidió caminar hasta el lugar.
Si bien en la Antártida la densidad de población es una de las más bajas del planeta, el biólogo y doctor en paleontología Marcelo Reguero no se sorprendió cuando vio aparecer desde la inmensidad blanca a dos personas pertrechadas. Sabía, porque en la Antártida hay mucho espacio y pocos secretos, que el equipo norteamericano que siete años antes había descubierto el primer mamífero fósil del continente helado estaba trabajando en la zona. De lejos, no los reconoció. Cuando se acercaron saludó a Zinsmeister y al colega que iba con él. Después de hablar durante un rato largo, Zinsmeister, que finalmente se quedó a cenar, les contó que a cinco kilómetros de allí, en una barranca, había descubierto un tesoro de huesos. Le dijo Zinsmeister a Reguero que a él eso no le interesaba particularmente, ya que no entraba en su campo de estudio. “Es para ustedes. Fíjense”, dijo.
Unos días después, Reguero fue en helicóptero hasta el lugar junto a otros paleontólogos. Al llegar, vieron los fósiles a simple vista sobre la barranca. Ninguno de los que estaba allí era especialista en reptiles, pero apenas se acercaron supieron que era un animal gigante. Un rato después, descubrieron una aleta y concluyeron que debía ser un animal marino. Mucho más no podían hacer, así que sacaron fotos y siguieron dependiendo de la furia del clima antártico para resolver las tareas proyectadas en esa campaña. Unas semanas más tarde, al volver al continente, consultaron a una especialista en reptiles marinos de la Universidad Nacional de La Plata. Apenas vio las imágenes, sorprendida y sin dudar, Zulma Brandoni de Gasparini dijo que estaban ante un plesiosaurio enorme. Luego sabrían: el más grande encontrado hasta el momento.
La extracción fue lenta. El hallazgo era monumental: un animal de once metros de largo, miles de kilos de hueso y de piedra. A veces, alguien iba y recorría la zona, extraía un fragmento, lo cargaba en la mochila. El animal estaba sólo a dos metros del límite cretácico paleógeno, la línea que marca la extinción de los dinosaurios. Dedujeron en ese momento, confirmaron después, que el animal había vivido sólo 30 mil años antes de que los dinosaurios desaparecieran. Por eso, se lo consideró luego el plesiosaurio “más joven” conocido en la Antártida.
En 1990, organizaron una excursión, comandada por el jefe de la base, con dos helicópteros y veinte personas. Sacaron lo que pudieron.
«Quizás allí, quién sabe, aparezcan más fósiles: rocas ásperas, rígidas, muy pesadas que permitan seguir narrando la vida de estos animales gigantescos en aquel mundo lejano, intrigante y brutal.»
Tres años después, Reguero volvió. Acompañaba a unos brasileros que trabajaban en otro tema, pero algunas mañanas, bien temprano, caminaba hasta el lugar: solo, mucho no podía hacer. Delimitaba un área con banderillas, apreciaba la inmensidad, reflexionaba sobre ese territorio que muy pocos habían pisado. Marcaba los sitios donde podrían ponerse los cajones para que los helicópteros, luego de hacer la extracción, pudieran llevárselos.
Porque no es simple la extracción de un animal detenido en las rocas. Una vez divisado, se trabaja con pinceles, agujas; se destapa. Se sacan fotos. Lo ideal, coinciden los paleontólogos, sería cortar un pedazo entero de Antártida y llevarlo así al Museo: imposible, si se tiene en cuenta que el metro cúbico de roca pesa tres toneladas. Se hacen, entonces, “bochones”: estructuras (recortes) de roca y hueso que permiten aislar y proteger los restos para su rescate. Pero dentro hay un esqueleto de huesos entrelazados. Hay que decidir dónde cortar. Y cortar, siempre, implica perder algo. Un helicóptero Bell 212 puede cargar, en una red que cuelga de un gancho, hasta 300 kilos. Los paleontólogos saben que no es conveniente sobrecargarlo: si hay tormenta y viento fuerte, ante el primer cimbronazo el piloto va a desprenderse de la red, y el fósil, o lo que sea que esté pendiendo de la soga, caerá al océano. Un bochón de 25 o 30 kilos se puede cargar en la mochila. Varios de estos bochones pueden ser transportados en cuatriciclo, pero no siempre el terreno es apto para estos vehículos. Así, muy de a poco, idas y vueltas de helicópteros con una logística que ningún país salvo la Argentina maneja en la Antártida, este monstruo de piedra fue llevado al Museo de La Plata.
Extraer del hielo dos mil kilos de fósiles y transportarlos de un continente a otro implicó una compleja gestión durante 30 años. El fósil se sacaba del hielo y se colocaba en un cajón. Un helicóptero viajaba de la base Marambio al campamento, levantaba cajones con un guinche, y de vuelta hacia la base. Depositaba los cajones en el piso, varios científicos y militares los colocaban en palets y, así, los subían a un avión Hércules del ejército argentino. El Hércules viajaba hasta Río Gallegos, en Santa Cruz, a unos 2 500 kilómetros de la base. De allí, otro avión los llevaba al Aeropuerto militar del Palomar, en Buenos Aires: otros 2 000 kilómetros. Camiones de la Dirección Nacional Antártica los buscaban y los transportaban a un depósito en el puerto y de allí, 60 kilómetros por tierra hasta el Museo de La Plata.
Mientras todo esto sucedía, el misterio sobre el primer monstruo petrificado continuaba sin resolverse. En 2003, Zulma Brandoni de Gasparini se propuso aclarar el panorama. En el sótano del Museo de La Plata, en uno de los armarios metálicos, todavía estaba el animal encontrado en Chubut, que Cabrera había descrito. Gasparini lo buscó y, sesenta años después, volvió a revisarlo. Confirmó una de las tantas hipótesis de Cabrera. Dijo: el animal era un plesiosaurio, perteneciente a la familia de los elasmosaurios, pero con características muy particulares, propio del Hemisferio Sur. Una nueva especie de plesiosaurio del Cretácico Superior de Chubut con el cuello más corto y la cabeza más grande. En homenaje a quien lo había descrito por primera vez: el “Aristonectes parvidens Cabrera”. Sin embargo, seis años después, un investigador del Hemisferio Norte, el estadounidense Robin O’Kefee, publicó un paper en el que decía que Gasparini estaba equivocada. Según el hombre, este animal no era un plesiosaurio ni pertenecía a la familia de los elasmosaurios sino que era bastante parecido a otra familia, una que había sido encontrada en varios sitios de su país. Así, la intriga sobre qué tipo de animal era el monstruo petrificado de Chubut seguía irresuelta.
***
En paralelo a estos debates, idas y vueltas académicas, hubo nuevas expediciones para sacar el animal de la Antártida. El ejemplar estaba mucho más caído que cuando Zinsmeister lo encontró: la naturaleza avanza, el hielo se derrite, los fósiles expuestos se rompen, otros congelados empiezan a aflorar, pero de cualquier modo el estado de conservación era bueno. Se siguió trabajando y en ese entonces fue cuando José O’Gorman apareció en esta historia. O’Gorman es un paleontólogo de la ciudad de Lobos, provincia de Buenos Aires, que trabaja como investigador del Conicet (el principal organismo dedicado a la promoción de la ciencia y la tecnología en la Argentina) en un proyecto titulado: “Plesiosaurios de Patagonia y la península Antártica”. En 2008 tenía 24 años y ganas de recibirse. Para hacerlo, tenía que terminar su tesis: quería hacerla estudiando, entre otros animales, al plesiosaurio que Zinsmeister había encontrado.
Así, dirigido por Zulma Brandoni de Gasparini, O’Gorman se sumó al equipo de Reguero y viajó varias veces a la Antártida.
En 2014, en Chile, apareció una nueva especie de Aristonectes. Estaba mucho más completo y la idea de que el Aristonectes pertenecía a la familia de los elasmosaurios fue cobrando cada vez más fuerza.
Pero, ¿qué es “un elasmosaurio”? Sentado en una cafetería al aire libre, a metros del Museo de La Plata, José O’Gorman intenta explicarlo con palabras llanas. Habla pausado y con calma, acostumbrado al desconocimiento sobre su objeto de estudio. “Las definiciones científicas de los grupos suelen ser inentendibles o poco satisfactorias para la divulgación”, y se toma unos segundos para un sorbo de café. “Por ejemplo, un mamífero es un tetrápodo con tres huesecillos en el oído medio. Ahora: nadie definiría a un mamífero de esa manera, ¿no? En esa línea, básicamente, un elasmosáurido es un plesiosaurio con más de 40 vértebras cervicales y cráneo relativamente pequeño (y un plesiosaurio vendría a ser un sauropterigio con tronco más o menos rígido y miembros modificados en aletas, utilizados para la locomoción acuática)”.
Si uno le preguntara, O’Gorman podría explicar, también, qué es un sauropterigio, pero para simplificar se podría decir que los elasmosauridos eran monstruos con el cuerpo de un elefante marino de dimensiones gigantescas (aunque con cuatro aletas y cola), con un cuello largo como el de de una jirafa y con cabeza de serpiente. Para tenerlo claro: una criatura como la que, se supuso durante años, habría recorrido las heladas profundidades del Lago Ness, en Escocia. Un monstruo aterrador.
“Cuando uno lee el artículo en el que Cabrera describe el plesiosaurio encontrado en 1939 en Chubut, siente la angustia intelectual de alguien que no puede encajar lo que estaba viendo con lo conocido hasta ese momento”, sigue O’Gorman, el hablar pausado de quien está seguro de lo que dice. “Es como si el autor hubiera dicho: ‘Bueno, lo publico porque más no se puede hacer’, pero sin lograr estar en paz consigo mismo”.
***
En 2017, O’Gorman volvió a la Antártida para terminar con la extracción del animal: excavaron, determinaron con exactitud la antigüedad y terminaron de colectar las partes que quedaban. Lamentándolo, se dieron cuenta de que no iban a encontrar el cráneo.
Con el reptil ya en el Museo, una de las cosas que tenía que hacer O’Gorman para poder estudiarlo era “prepararlo”. “Preparar” un animal quiere decir limpiar los huesos, dejarlos impecables.
En el Museo de La Plata se “preparan” fósiles de todo el país. Hay 60 investigadores y sólo tres preparadores que no dan abasto. Resolutivo, O’Gorman trabajó con ellos, vio cómo con un martillo neumático pequeño (apenas más grande que el de un dentista) sacaban los fragmentos de roca pegados al fósil. Para “limpiar” un hueso del tamaño de una taza, O’Gorman tardaba una semana.
Una vez que tuvo los huesos identificados y limpios, empezó un proceso muy similar al que más de medio siglo antes Cabrera había hecho con el encontrado en Chubut. Midió huesos y los comparó, volvió sobre las discusiones. Calculó la masa corporal del animal de Antártida y definió que estaría alrededor de las doce o trece toneladas: el peso de tres hembras de elefante africano. Ese dato, cruzado con el hecho de que estuviera tan cerca del límite cretácico paleógeno (la línea física que marca la extinción de los dinosaurios), lo llevó a reforzar la idea de que la extinción fue catastrófica. Una especie de masa corporal tan grande requería una gran cantidad de alimento: por lo que el ecosistema, cuando el animal murió, debía de estar funcionando bien.
Luego, el dato importante para esta historia: concluyó que este ejemplar era un aristonectino, un tipo de plesiosaurio muy particular dentro de la familia de los elasmosaurios. Con su equipo, discutió de qué modo estos elasmosaurios desarrollaron una morfología completa y absolutamente novedosa. Es decir, ¿qué sucedió para que estos animales cambiaran su cuerpo de un modo tan rotundo como para confundir durante 80 años a los paleontólogos de plesiosaurios de todo el mundo que no supieron definir qué tipo de animal era el que había encontrado Petersen en Chubut?
«Esta historia que incluye rocas, frío y soledad es en realidad la historia del Aristonectes parvidens, un espécimen único, un monstruo enorme, antiguo.»
Luego de debates, análisis y discusiones coincidieron en una explicación para el problema.
Los elasmosaurios típicos tenían el cuello muy largo y la cabeza muy pequeña: se alimentaban de presas (un pez, un amonite) y las capturaban de forma individual. Probablemente, dice O’Gorman, el hecho de tener el cuello tan largo y la cabeza tan chica les servía para ocultar el cuerpo. Hoy no hay formas parecidas a un plesiosaurio pero sí animales acuáticos que tienen la mandíbula alargada. Al igual que sucedía con sus antecesores, cuando un delfín caza, el punto de captura queda lejos de su cuerpo. La presa no ve al agresor hasta que es demasiado tarde.
Al igual que el encontrado en Chubut, el aristonectino de la Antártida tenía el cuello corto, las vértebras grandes: era enorme, muy visible y perdía esa ventaja. Al empujar el agua, sus presas lo debían percibir desde lejos. ¿Cómo explicar, entonces, que los elasmosaurios originales hubieran mutado? ¿Cuál fue el cambio en el ambiente que favoreció la reproducción de ciertos ejemplares y dificultó la vida de otros (que no pudieron adaptarse a esta modificación y, de a poco, se fueron extinguiendo)?
O’Gorman es enfático: se modificó la forma de capturar las presas y se modificó el tipo de presas que elegían. Pero, ¿por qué?
La respuesta, posible, es que haya habido un aumento de la productividad primaria en esa zona. Es decir, que por alguna causa como el enfriamiento del mar o un fenómeno de upwelling (un movimiento de subida de aguas más profundas), en el lugar en donde estos animales nadaban hubiera mucha más comida disponible. Así, los que tuvieran el cuello más corto y las vértebras más largas como el Aristonectes parvidens podían alimentarse de invertebrados de menor tamaño y aumentar la cantidad de los mismos: como hoy hacen las ballenas, abrían las mandíbulas, esperaban que entrara un cardúmen de algún tipo de krill o de larvas de amonites y luego las cerraban. Una trampa perfecta. La gran anchura del cuello les garantizaba una rigidez suficiente para contrarrestar la resistencia del agua en el momento de apertura de las mandíbulas y se valían de una gran hilera de dientes que no aparecía en el resto de los elasmosáuridos. De este modo, habrían podido cazar mejor y continuar reproduciéndose. Mientras que los otros, al no poder adaptarse a los nuevos cambios en el ambiente, se habrían ido quedando en el camino.
***
Ésta es una historia, palabras, hipótesis, datos que surgen a partir de rocas. Información reconstruida luego del análisis de fragmentos de huesos.
El animal antártico que Zinsmeister encontró, que Reguero comenzó a recuperar y que O’Gorman preparó, no tiene nombre. Y, dicen los paleontólogos, no va a tenerlo. En 1939, Petersen encontró en Chubut un cráneo y las cervicales anteriores de un plesiosaurio. En 1989, Zinsmeister encontró en la Antártida cervicales posteriores y el resto del cuerpo. Dos rompecabezas distintos e incompletos. A pesar de que no hay huesos en común para compararlos, luego de muchas discusiones, en un comité se decidió que no era conveniente registrar una especie nueva para un animal que, seguramente, fuese igual al anterior.
En mayo de 2019, el artículo de O’Gorman se publicó en 22 páginas de la revista Cretaceous Research, con gráficos y fotos de las vértebras y de las aletas fosilizadas. Los huesos que el paleontólogo de Lobos preparó están en el sótano del Museo de La Plata. Por el momento, el plesiosaurio más grande del mundo no se encuentra en exposición. Se conserva dentro de un armario metálico azul junto a los otros 16 000 ejemplares recuperados de la Antártida, disponible para cualquier investigador que en el futuro decida, a partir de un nuevo hallazgo o de una inquietud personal, generar nuevas hipótesis o contradecir las que ya fueron aceptadas. O’Gorman dice que nadie sabe lo que podría encontrarse, pero que hay mucho por descubrir. Acaba de conseguir financiación para prospectar nuevas localidades en Chubut: uno de los objetivos será precisar el sitio exacto en el que Cristian S. Petersen se topó con el monstruo petrificado. Quizás allí, quién sabe, aparezcan más fósiles: rocas ásperas, rígidas, muy pesadas que permitan seguir narrando la vida de estos animales gigantescos en aquel mundo lejano, intrigante y brutal.
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