En busca de J Balvin, el colombiano que está en la cima del mundo
Daniel Rivera Marín
Fotografía de Ana Hop
El reggaetón salió de Puerto Rico hace veinte años y encontró una capital extraña: Medellín, Colombia. Hoy J Balvin es uno de los mayores exponentes de este género —el nuevo pop—, y uno de los más escuchados en el planeta. Es el hombre que lo reinventa todo y a su antojo. Éste es el perfil de un hombre imposible de encontrar.
En Medellín no atiende entrevistas. Quizá en Nueva York. Quizá en Miami. Quizá en Ciudad de México. Menos probable que sea en Barranquilla. En Bogotá nunca. Pero un día llama su representante y dice que mañana tendrá unos cuantos minutos en Estados Unidos. Pregunta si puedes comprar tiquetes de última hora. El tiempo de duración es un problema porque son muchos los que lo administran. La disquera sólo ofrece quince minutos; el mánager, generoso, da media hora; su padre no tiene ese poder, porque ya no lo representa. Sí hay la promesa de una entrevista, y entre la promesa y su cumplimiento sucederán cosas: varios conciertos de cuarenta y cinco mil personas, seis sencillos con sus videos, el anuncio de un disco completo, un podcast en Spotify, una colección de ropa para Guess —la primera de cualquier latinoamericano—, el diseño de unos tenis Nike Air Jordan, la presentación en el Super Bowl junto a Jennifer López y Shakira, el reconocimiento como Ícono Mundial en los Premios Lo Nuestro. Todo en cuatro meses. También depresiones, reuniones familiares, historias en Instagram, tinturas multicolores en el pelo.
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Su voz suena monocorde, como si allá en Miami estuviera revisando su celular con el desinterés de un monje tibetano:
—He cumplido todos mis sueños, pero no sé qué pasa con lo de tener familia.
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Antes de que sucediera el milagro, de que los esfuerzos germinaran en un ramillete de lujos, nació el nombre del producto. José Álvaro Osorio Balvín tenía unos veinte años cuando supo que su nombre necesitaba otra sonoridad, entonces decidió darle a la jota el sonido del inglés —yei— y a su segundo apellido —venido de Maceo, un pueblo pequeño de las montañas antioqueñas— le quitó el acento agudo que timbra en el español más clásico. Así nació J Balvin: reggaetonero de Medellín, el quinto cantante más escuchado en Spotify, el hombre que se define entre la ficción de algunas de sus canciones. En “Yo le llego”, tercer track del álbum Oasis (2019), grabado en compañía del reggaetonero puertorriqueño Bad Bunny, dice de sí: “¿Dónde está la plata que la huelo?”.
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José Álvaro Osorio Balvín nació el 7 de mayo de 1985 en Belén Malibú, un barrio de clase media donde tuvieron base muchos grupos de salsa de Medellín, habitado por obreros de las empresas textileras que a mediados del siglo XX le trajeron una prosperidad inusitada a la ciudad. Primogénito de Álvaro Osorio —economista, melómano, cantante aficionado de salsa, sobrino de dos cantantes de música lírica— y de Alba Balvín —médica, acordeonista que dice que se curó de un cáncer cuando una luz la invadió en el oratorio de su hijo (un cuarto de oración que tiene Balvin en su casa) y desde entonces tiene presentimientos extraños—. Tuvo una infancia de algunos lujos en los que vio a su padre dirigir empresas y andar en camionetas Toyota último modelo. En 2002, cuando terminó el colegio —Los Alcázares, a las afueras de la ciudad— se fue a vivir a Estados Unidos, donde sufrió un secuestro: la mujer en cuya casa vivía le escondió el pasaporte, lo quería para siempre como su hijo. Escapó y viajó a Nueva York, donde vivió con una tía. Allí reconfirmó que el reggaetón era el nuevo pop, un género musical cadencioso, sensual y sencillo que cambiaría las formas de la industria.
En una entrevista de 2007, cuando su fama era incipiente en Colombia y no había grabado las canciones que lo llevarían a la fama, Jose ya intuía (todos dirán que su gran don es ver, en medio de la oscuridad absoluta, el brillo de piedras preciosas): “Qué tal, mi gente, yo soy José Álvaro Osorio Balvín. Soy un pelao como cualquier otro de 22 años, estoy dedicado cien por ciento al negocio de la música. Empecé a estudiar Negocios Internacionales porque quería trabajar con una disquera; hice unos cuatro semestres, pero me retiré porque mientras hacía los parciales estaba escribiendo “Sencillo”, “Éxtasis”, estaba escribiendo canciones y me di cuenta de que uno no puede ser mediocre con las cosas […]. Desde muy pequeño fui gomoso por la música, tocaba guitarra, tenía un grupo de rock, hacía parte de los acróbatas del colegio, siempre tuve relación con el público […]. Tuve un grupo de rap con cuatro integrantes, pero los demás siguieron sus carreras universitarias, porque lo veían más como un hobby, pero yo no. Me fui para Estados Unidos a tocar puertas, me fue mal, y regresé […]. Tuve un consejo de una persona importante de los medios de comunicación: ‘Sabe qué, pelao, vuélvase para Medallo, empiece de cero, y cuando le crean verá que el mismo público colombiano lo va a llevar a otro nivel’. Eso es lo que estoy haciendo”.
Han pasado los años y Jose ha publicado ocho álbumes y más de cien sencillos que no aparecen en ninguna recopilación o que son colaboraciones con otros artistas quienes aprovechan su fama para dar un golpe de ventas. Los álbumes son: Mix Tape (2012), La Familia (2013), La Familia B Sides (2014), Energía (2016), Energía Lado B (2017), Vibras (2018), Oasis (2019) —junto a Bad Bunny—, Colores (2020). La evolución es evidente: en el primer álbum se nota un leve remedo del sonido puertorriqueño del reggaetón más puro —como cualquier artista que busca su propia voz, Balvin entendió que todo empezaba con la imitación—; en Energía y los siguientes discos, las armonías crecen minimalistas y electrónicas, y revelan el descubrimiento de una música nueva y simple. En cada álbum, su nombre tuvo un eslogan distinto que ha trascendido entre fanáticos y fiestas como una letanía, como si lo más importante fuera crear una marca, un producto que se transforma: “El negocio socio”, “The bussines”, “Leggo”, “¿Estamos rompiendo o no estamos rompiendo, muchacho?”.
Su padre, que fue su manager durante diez años, que lo llevó a ser la imagen publicitaria de marcas de motos y gaseosas, que le ayudó a abrir camino en las emisoras locales donde nunca se colaba un reggaetonero que no fuera puertorriqueño, dice:
—Si usted quiere conocer la historia de Josecito, escuche la canción “Seguiré subiendo”—. En la primera estrofa, la canción dice así: “Y yo quiero seguir / Y seguiré subiendo / Yo quiero ser la voz del pueblo / Y esto es para ti / A qué le estás temiendo / Dale pa’lante / Sigue creciendo […] / Yo soy J Balvin en lo comercial / Pero de Jose no hablo na’ / Con qué derecho te pones a juzgar / Si de mi historia, no sabes na’ / Yo soy el pueblo / Yo soy Colombia / Yo soy el paisa que cambió la historia / Que a la bandera le dará su gloria / Escúchalo bien y quede en tu memoria”.
Al final, para redondear su mensaje de superación personal, una marca que nunca desaparecerá de sus canciones, dice: “Sigue pa’lante mi hermano, mucha disciplina, mirando siempre al cielo, siguiendo tus sueños, Colombia latinos. Es J Balvin, el negocio”.
Antes de que sucediera el milagro, de que los esfuerzos germinaran en un ramillete de lujos, nació el nombre del producto.
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Eran los primeros días de noviembre de 2019 y Álvaro Osorio —el padre— aconsejó que la mejor manera de conseguir una cita con J Balvin era a través de Fabio Acosta, uno de sus mánagers —el otro es Scouter Braun, que representa a estrellas planetarias como Justin Bieber, Ariana Grande y Demi Lovato—. Acosta es bogotano y a principios de los años noventa estuvo ligado a bandas de rock como Aterciopelados y La Derecha. Por WhatsApp, Fabio puso requisitos para dar una cita con Balvin —cartas firmadas por los directivos de Gatopardo, datos históricos, publicitarios y de circulación; la seguridad de que el texto saliera en la portada— y aseguró que sería difícil verlo por sus muchos compromisos, que van más allá de cantar, que se tratan del negocio.
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Las noches de Medellín tienen una lujuria espesa. El calor de treinta y tres grados centígrados que llena las tardes asfixiantes invade la fiesta sexualizada que se rinde ante la cópula con ropa del reggaetón. Son noches de interminable fiesta, el reggaetón suena en apartamentos, carros, discotecas —algunas de mala muerte y otras de precios extravagantes— que se encuentran en el Parque Lleras, la vía Las Palmas o en barrios como Buenos Aires, Manrique y San Javier, donde el baile es excesivo, violento, caliente. Pero hay noches pletóricas de excesos, y ésa fue una: 30 de noviembre de 2019, el sacerdote del perreo sucio estaba de visita: hubo concierto de J Balvin en Medellín.
Había un entusiasmo excesivo en la calle, como si estuviera a punto de aterrizar un salvador, y era el resultado de una religiosidad muy arraigada entre los locales —por el fútbol, por expresidentes, por cantantes famosos— y por eso el eslogan del concierto tenía un éxito subliminal: “El niño’e Medellín”, como si todos fueran partícipes de la estrella que ilumina la industria musical en el mundo. Por eso, más allá de las canciones y de los diseños coloridos e infantiles del concierto, de la aparición de íconos del reggaetón puertorriqueños en tarima y de las mujeres vistiendo para una pasarela, era extraordinario ver a los espectadores llorando como si el cantante fuera un primo de infancia al que no veían desde hacía mucho tiempo; se escuchaban anécdotas de hombres orgullosos que, llevados por el alcohol, decían: “Yo a ese man lo conocí cuando estaba empezando”, “Lo vi cantando una vez en Castilla”, “Yo también hice reggaetón y rapié con él”. Las mentiras también hacen parte del mito.
El concierto se terminó a las tres y media de la mañana del 1° de diciembre, después de que Balvin repitiera “Blanco” once veces para romper el récord de la canción más veces cantada en una presentación y de hacer un minuto de silencio por las personas asesinadas en Colombia —una vindicación fallida por su falta de apoyo a las protestas juveniles que se levantaron en el país durante el fin de año, a su silencio ante violaciones de derechos humanos y asesinatos de líderes sociales, mientras en el pasado criticaba a gobiernos como el de Nicolás Maduro—; cuarenta y cinco mil personas abandonaron el Estadio Atanasio Girardot y muchas tuvieron que esperar hasta las siete de la mañana para conseguir un taxi desocupado. Durante varios días no se habló de otra cosa en la ciudad: todos decían conocer a Balvin porque lo vieron hace años, porque estuvieron en un concierto, porque no se perdían sus historias en Instagram.
Balvin, Balvin, Balvin: ¿quién puede conocer al hombre que lo reinventa todo?
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Su música ya no es latinoamericana. El hombre que lo reinventa todo reescribe reglas a su antojo y crea nuevos espacios, pues conoce lo endeble de las fronteras digitales, el hastío de las barreras. El 7 de julio de 2016, cuando Balvin se abría las puertas del mercado estadounidense, el periódico The New York Times dijo: “Todo está fríamente calculado. J Balvin, cuyo nombre real es José Álvaro Osorio Balvin y nació en Medellín, se ha convertido en una estrella global —con 11 millones de seguidores en Instagram y casi tres mil millones de vistas en YouTube— pero para conquistar Estados Unidos está intentando atraer el centro de gravedad de la música pop hacia él; está reescribiendo las reglas de lo que significa ser una superestrella latina en una época de teléfonos inteligentes y redes sociales”. Cuatro años después, Balvin logró su meta.
Conoce las audiencias, el mercado, los gustos del público. Los sencillos de su álbum Colores (2020) —cuyo símbolo es una flor sonriente con pétalos de diferentes tonos— llevan nombres que nada tienen que ver con las letras, pero sí con una idea. Al llamarlos “Blanco”, “Morado”, “Rojo”, hace una referencia a la multiculturalidad, a las elecciones de vida. Por otro lado, en los videos se atreve a contar historias que nada dicen de la canción. Sucedió con “Rojo”, donde todo parece una copia de la película Ghost, la sombra del amor —las escenas de una pareja separada por la muerte, en la que el espíritu de él pervive para alejar la posibilidad de un nuevo amor—, pese a que en la letra se refiere al gusto más primigenio: “Me decido por ti, te decides por mí / A la misma hora / Me dan ganas de ti, te dan ganas de mí / A la misma hora / Te quiero sentir aquí”. Balvin piensa sus videos, sus canciones, para una generación que está habituada a recibir estímulos diversos, todos al mismo tiempo.
En 2018, sobre el álbum Oasis, en el que aparece una colaboración con Mario Cantero —vocalista de la banda argentina Enanitos Verdes—, The New York Times publicó: “Alejandro Duque, director general de Universal Music Latino, el sello que supervisa el lanzamiento sorpresa de Oasis, la primera iniciativa de esa magnitud en la música en español, ha definido a Balvin y Bad Bunny como “las dos estrellas que corren más riesgos creativos” en la escena actual de la música y elogia sus ambiciones globales. Duque dijo que la participación de Cantero es como si Drake y Future hubiesen invitado a Steven Tyler de Aerosmith a participar en el mixtape de “What a Time to Be Alive”. En el texto se muestra a Balvin y a su amigo Bad Bunny como dos adelantados de su generación: músicos que cambian el estado natural de las cosas.
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En el barrio Conquistadores, agitado por un comercio escandaloso donde hay restaurantes, cafés, tiendas de diseñador, está la oficina de Go Far, la empresa de Álvaro Osorio. Es febrero. La oficina es un cuarto de unos quince metros cuadrados que tiene tres escritorios y una mesa con cuatro sillas. Suena bajo el reggaetón y en las paredes cuelgan afiches de J Balvin: muestran un poco la historia y sus últimos años, cuando ya parece un cantante del futuro: lleva el pelo pintado de colores, la ropa extraña que parece el boceto de un diseñador. Sobre la mesa hay una bebida energética que se llama Reggaetón, hecha en Estados Unidos y que Go Far distribuye en Colombia gracias a un contrato que Álvaro consiguió con los dueños de la marca.
—¿Usted conoce a ese muchacho de las fotos? —dice Álvaro riéndose con una gran carcajada de orgullo.
—Sí, pero no me he visto con él.
—¿No? Espérate yo le pongo un whatsapp a Fabito —toma el teléfono y envía una nota de voz afectuosa—. Josecito está aquí en Medellín, pero no sé si te pueda atender.
—¿Hace cuánto no ve a su hijo?
—Desde diciembre. Con él celebramos Navidad y año nuevo.
Álvaro dice que fue él quien le dijo a su hijo que se dedicara a cantar reggaetón, pues lo veía muy extraviado con el rap. En los primeros años de la década pasada, Balvin se convirtió en un rapero de miedo en Medellín: ganó batallas de improvisación, se impuso por encima de raperos de mucha más experiencia, tuvo un cuarteto de hip-hop que no funcionó muy bien. Mientras eso sucedía, también escuchaba el reggaetón de Daddy Yankee a quien veía como un pequeño dios venerable. Sin embargo, dice Álvaro:
“Sigue pa’lante mi hermano, mucha disciplina, mirando siempre al cielo, siguiendo tus sueños, Colombia latinos. Es J Balvin, el negocio”.
—Yo le dije: “Mijo, el rap en Colombia no tiene estatus”. Él había acabado de llegar de Estados Unidos, dominaba el inglés. Le dije: “Mijo, por ahí estuve escuchando una música en Rumba Stereo, se llama la ‘Gasolina’, es un género que se llama reggaetón, a mí me gustó mucho. Mijo, escuche esa canción, haga algo comercial, aunque no sé si usted quiera vivir de la música”. Entonces él me dijo: “Padre, yo quiero ser millonario, yo quiero ser rico, yo veo tus necesidades económicas”. “Entonces el rap no es el negocio, socio”, le dije. A la semana siguiente me dijo que le había gustado. Al poquito tiempo hizo la canción “Panas”.
Balvin siempre habla de su infancia de pocas necesidades, pero recuerda que su padre quebró cuando él apenas terminaba el bachillerato; el mismo Álvaro reconocerá que si bien en la casa nunca faltaba lo necesario para vivir, tuvo años en los que vivía con las tarjetas de crédito copadas, con problemas de dinero.
La versión de Álvaro está un poco desfasada de la de su hijo, que asegura que había escuchado reggaetón en 1999, cuando era apenas un fenómeno de las calles de San Juan de Puerto Rico. En esa época escuchaba “Latigazo”, de Daddy Yankee, hoy considerado un clásico del género. Jose se convirtió en un fanático que guardaba discos piratas y los llevaba a todas las fiestas. Pasados unos años, hacia 2005, empezó a cantar reggaetón en barberías, fiestas y discotecas. Sí es probable que su padre —economista, administrador de empresas— tuviera el olfato para aconsejarle el camino del dinero. Los primeros años, Balvin buscó ayuda en amigos, luego supo que necesitaba un verdadero representante y le pidió a su padre que se encargara.
—Yo soy un excelente estratega y mi hijo un excelente producto—, dice Álvaro y reniega un poco de algunos nuevos cantantes que llegan a Go Far a buscar fama. Asegura que no tienen humildad ni ganas de trabajar desde el principio: cantar en colegios, en discotecas, como lo hizo su hijo hace más de diez años. Dice que nadie ha hecho más discotecas y cumpleaños en Medellín que Balvin, a quien siempre le recalcó que lo más importante era ser grande en la ciudad, que después vendría el resto del país y después, Latinoamérica. Por esos años, además de hacer conciertos locales, Balvin giró por pueblos alejados del país con Jorge Barón, un presentador mítico de la televisión colombiana que por años tuvo un show gratuito itinerante al que asistían miles de personas de los sectores más pobres del país. A Balvin le llegó la fama de a poco gracias a conciertos en los que presentaba las canciones que nunca llegaban a la radio.
El padre insiste en las virtudes de Balvin como producto. En Made in Medellín, el podcast que tiene Spotify sobre J Balvin, el cantante dice que hubo tiempos en los que se escindió completamente: algunos empresarios lo llamaban y él se hacía pasar como Jose, el representante de J Balvin, fracturando así su identidad. Balvin es un producto difícil de entrevistar, difícil de aprehender, ofrece siempre la promesa de cambio, se adelanta a su tiempo. Álvaro habla de su hijo, un producto que se le escapó porque creció más que el estratega. Dice que en 2015, cuando lo entregó a Rebeca León —que fue su segunda mánager—, Balvin ya estaba “en obra blanca” —refiriéndose al estado arquitectónico de una casa, de un apartamento listo para vender—, sus conciertos valían 80 millones de pesos en esa época, unos 25 000 dólares.
—Yo no le conseguí nada con esfuerzo, la gente llegaba porque estamos hablando de un excelente producto. Me llegaban empresarios, me llamaban de fiestas, de discotecas: “Lo necesito, lo necesito”, pero cuando es un producto bueno… Yo siempre puse la tarifa, J Balvin era sólo uno y por eso nunca rebajaba plata.
Llegan dos jovencitos venezolanos, al parecer quieren firmar con la empresa. Álvaro les dice, cordial y distante, que lo esperen afuera un rato mientras atiende la entrevista.
—El producto y la estrategia que hice gustaron tanto que vea de lo que estamos hablando —señala las fotos.
—¿Dónde vive su hijo ahora?
—No tengo idea, en un avión.
—¿Pero dónde tiene hogar?
—No sé nada de sus propiedades. Él tiene una casa en Llano Grande —suburbio a las afueras de Medellín con uno de los metros cuadrados más caros del país—, pero él se mantiene en otras partes. Lo único que sé es que es muy rico.
En el bolsillo del saco busca algo, afanoso. Es una memoria USB que, al mismo tiempo, es una tarjeta de presentación que tiene impresa la imagen de J Balvin promocionando su último sencillo.
—Esto sólo se lo doy a personas especiales. Me demoré un año recopilando todas las canciones que Josecito sacó antes de volverse famoso. Son cien —mientras habla, el celular no para de sonar, lo llaman con insistencia y su timbre es el de una canción de su hijo. Al parecer, edita los contactos, pues cada vez suena una canción diferente—, cien canciones que no sé de dónde se las sacó. En ese tiempo grababan en cualquier parte.
Un producto. En la vida de un producto nada es azaroso. Nada es espontáneo. Todo es calculado.
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Cuando su hijo tenía diez años, Álvaro le regaló un carro Volkswagen Golf rojo. El pequeño Jose llegó al colegio conduciendo su regalo. Fue un escándalo, llamaron a los padres. El Volkswagen se convirtió en la extravagancia del barrio y Balvin lo tendría por muchos años. Días después del regalo, el niño le dijo a su madre que estaba preocupado porque no sabía cómo llevaría la economía de su hogar cuando tuviera esposa, hijos. Desde entonces mostró los rastros de su ansiedad.
***
El sonido de J Balvin es una mezcla que cada vez se parece menos al reggaetón original, él se encargó de evolucionar el sonido con elementos del pop más gringo. Pero detrás de esa apuesta —ya en sus inicios decía que quería darle una vuelta de tuerca al género— estuvo Alejandro Ramírez, conocido por su apodo Sky Rompiendo, nacido en 1992, nativo digital, que aprendió a programar música gracias a un amigo que le enseñó el software con el que se hace el reggaetón: FL. Sky empezó a hacer pistas para raperos y reggaetoneros de Medellín, Envigado e Itagüí —ciudades cercanas— a los que conocía por Messenger y Myspace. Su fama creció después de que produjo la canción “Cripy”. Una noche, cuando estaba en el estudio con Bull Nene —René Cano, quien luego sería letrista de Balvin— grabando un tema de un niño que se hacía llamar Maluma, recibió unos mensajes de Balvin por BlackBerry.
—Balvin nos llegó al estudio a los quince minutos, yo le puse dos ritmos, no hizo ninguna cara y nos fuimos a tomar unas cervezas. Desde ese momento no nos hemos despegado. Él ya era famoso en Medellín y Colombia, no como Shakira ni Juanes, pero para los pelaos J Balvin era AKT el negocio socio —una marca de motos local de la que J Balvin fue figura publicitaria—, era el man que la estaba pegando con reggaetón. Obviamente no sabíamos qué podía hacer él, ¿si me entendés? —Sky habla por teléfono una tarde de agosto de 2019 desde Ibiza, donde es DJ residente en una discoteca.
Cinco días después, Balvin llamó a Sky, le dio instrucciones para que compusiera una pista. En una tarde, Sky cumplió con el pedido. A los seis días grabaron la canción, se llamó “En lo oscuro”. Fue su primer video con actrices y modelos reconocidas en Colombia. Además, había dejado atrás la estética de su primer álbum (Mix Tape), en la que parecía el imitador de los regaaetoneros boricuas con sus pantalones holgados, sus camisetas de baloncesto y las gorras de colores. Ya era un joven que vestía con la modestia de un ejecutivo: trajes de corbata, pantalones ajustados. Decidió crecer con el público: quienes lo escuchaban habían crecido y él con ellos. Rompió así las reglas de lo mainstream, renunció a hacer música sólo para adolescentes, decidió marcar a una generación.
—Esa canción la grabamos un jueves. El lunes yo estaba en la casa de mi exnovia, acostado como a las cuatro de la tarde, y él me llamó y me dijo: “Parce, ponga La Mega [emisora de música juvenil muy popular en Colombia], póngala ya”. En ese momento el DJ dice “Con ustedes la nueva canción de J Balvin, ‘En lo oscuro’”. Yo me paré de una, no lo podía creer. Sabía lo difícil que era sonar en radio. No podía creer que este man pusiera a sonar una canción que habíamos hecho el jueves. Desde ahí este man me empezó a recibir, me invitaba a su casa, me comentaba de sus proyectos. El man se sintió bien conmigo y yo me sentía bien con él, porque yo siempre fui muy real. Comenzamos a hacer una amistad y a hacer música, me llevé el computador y las cosas del estudio para la casa de Jose. Hacíamos canciones todos los días, tratando de buscar el sonido. Él se iba por la mañana para el gimnasio y yo me quedaba pensando en las pistas. Así hicimos el álbum La Familia.
Sky trabajaba con Bull Nene y Mosty —René Cano y Alejandro Patiño—, los tres conformaron una empresa que se llamó Infinity, juntos hicieron tres álbumes para Balvin tan exitosos, que Universal los contrató para producir el disco Mis planes son amarte (2017), del rockero Juanes. Sky creaba las pistas, Bull Nene las letras y Mosty era el ingeniero de grabación; los que conocen la industria del reggaetón aseguran que Balvin contó con suerte, pues encontró tres genios que lo enrutaron hacia sonidos internacionales. Años después, Infinity se dividió por peleas internas de las que nadie se atreve a hablar.
Pese a los primeros éxitos, Sky no veía dinero:
—Nunca se me olvida que mi papá me dijo: “¿Usted ahí tiene una canción número uno y sin plata para echarle gasolina al carro?” Yo estuve en número uno y no tenía con qué arreglar mi computador. Me sucedió por falta de información, yo no conocía el negocio, no sabía cómo recibir regalías, no sabía que uno tiene porcentajes en una canción.
—¿Y Balvin no le enseñó?
—No, él no sabía. Yo no era el que negociaba con Jose, negociaba otra persona que estaba cuidando los beneficios del artista. Eso me pasó por inexperiencia, porque si uno se informa, hace valer sus derechos. El problema era que yo no salía, yo sólo vivía en el estudio, casi ni hablaba, güevón, yo era muy ensimismado. Jose siempre decía que la estábamos rompiendo. Yo no estaba viviendo esas cosas, no las podía ni tocar. Luego salí y me di cuenta de que en la industria mi nombre sonaba. Entendí que así como Jose tiene su importancia, también su equipo la tenía, en ese momento cambió todo.
Sky ha estado en todos los álbumes de J Balvin desde entonces: La Familia, La Familia B Sides, Energía, Energía Lado B, Vibras, Oasis. En 2016 los dos recibieron la invitación de Pharrell Williams para hacer una canción, lo que los consagró en el mercado internacional. Entonces, en 2017, llegó “Mi Gente”, una de las canciones más escuchadas en plataformas digitales. Balvin apareció con una cresta mohicana de muchos colores y su fama explotó por el mundo: fue invitado a pasarelas de moda, fue portada de revistas estadounidenses, Beyoncé lo invitó a algunas fiestas y a participar en una canción. Ese mismo año se supo que Balvin sufría de depresión y ansiedad.
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Dice el padre:
—Hace muchos años, cuando Josecito apenas estaba empezando con el reggaetón, lo pusimos en manos de un médico bioenergético porque tenía mucha ansiedad. Ese médico fue el que lo dañó cerebralmente, porque mi hijo nunca tuvo esos problemas tan hondos. Ese médico dijo que le había reseteado el cerebro. Recuerdo que más o menos en 2010 me llamaron de la petrolera Pacific Rubiales porque necesitaban un evento para el 24 y el 31 de diciembre, digamos que en ese momento se cobraban 10 millones pesos por concierto, pero como era esa fecha yo cobré el doble, 40 millones de pesos (12 000 dólares de hoy). Hermano, recuerdo que cuando tuvimos que viajar Jose estaba totalmente mal, no quería ir. Tuvimos que conseguir un avión privado para acompañarlo; la mamá se fue sobándole la cabeza, la tía sobándole las manos. Resulta que cuando se subió a la tarima se convirtió, todos nos preguntábamos dónde estaba el depresivo. La depresión se contrarresta, químicamente, con adrenalina y yo creo que cuando él se sube al escenario, explota y la depresión se le va. Jose necesita tener esa sensación de la tarima, por eso cuando está en una alerta de depresión o ansiedad y se sube una tarima, se convierte en un monstruo.
Días antes del concierto del 30 de noviembre en Medellín, Balvin vivió los días de hartazgo y depresión que se le sobrevienen cada tanto. Su padre asegura que siempre está en alerta y que su mayor ansiedad es caerse del parnaso musical moderno.
—Jose es un hombre de admirar, es como Beethoven, que tenía esos desequilibrios que le daban toda esa inspiración. Jose está en este momento en el techo celestial de los grandes artistas del mundo y ese miedo de no dejarse caer de allá es lo que le produce la ansiedad, y esa ansiedad es lo que lo lleva a estar ahí y no despegarse.
Un producto. En la vida de un producto nada es azaroso. Nada es espontáneo. Todo es calculado.
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En la mañana del 30 de noviembre, el día del gran concierto en Medellín, Fabio Acosta aseguró que era imposible hablar con Balvin, que estaría ocupado en otros asuntos del negocio, de la industria. Sin embargo, estaba su equipo, su gente. Con ellos se podía hablar. George Ponce tiene 31 años, nació en Nueva Jersey, es cristiano y aprendió a tocar el bajo, la guitarra y el piano en una iglesia bautista. Estaba sentado en una pequeña sala del hotel San Fernando Plaza, esperaba salir para la prueba de sonido en el estadio Atanasio Girardot. Empezó a trabajar con Balvin en enero de 2015. Su primer concierto fue en El Paso, Texas.
—Nunca lo había visto antes. Lo conocí en la prueba de sonido. Raro, porque él casi nunca va a las pruebas, siempre está ocupado haciendo algo, no tiene tiempo. Él llegó y me miró y me dijo: “Hey, qué tal, cómo estás, gracias por estar aquí, soy Balvin y aquí estoy para lo que necesites”. Me saludó muy bacano. Eso me enseñó qué tipo de persona era, y desde ese tiempo nunca ha cambiado conmigo. Siempre ha sido así, muy abierto y cariñoso.
—¿Entonces no ensayan?
—Sólo ensayamos los músicos, porque en los conciertos estamos programados para que las canciones suenen igual que en el disco. A los conciertos llega, saluda y se mete a su camerino a meditar. Medita mucho. Sólo lo veo ahí, en los conciertos.
—¿A qué cree que se debe el éxito de Balvin?
—Balvin tiene el toque con las canciones. Él sabe, el man sabe, puede escuchar un tema y saber si será un hit, ése es un talento que muchos no tienen. Él sabe cuál va a pegar y cuál no. Ya teniendo cinco años con él, viendo cómo ha asumido su carrera, es una cosa increíble porque el man ha sacado tema tras tema y casi todos se pegan. Todos los artistas quieren una colaboración con él.
George no tiene mucho tiempo. Una mujer con acento inglés se le acerca y le dice que lo están esperando en la buseta para ir a la prueba de sonido. Se despide un poco avergonzado.
***
¿Quién conoce al hombre que tiene el oído prodigioso para detectar un hit de millones de dólares? Su padre no sabe dónde vive. Sus músicos lo ven solamente en los conciertos.
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Es 4 de febrero de 2020. Han pasado cuatro meses de la primera promesa de entrevista con J Balvin. Se percibe alguna conmoción extraña: llegan mensajes del mánager y de la disquera, señales contradictorias. Hoy es la cita telefónica: media hora. Será a las 7:55 de la noche, ni un minuto más ni uno menos. Pero antes de la siete de la noche alguien escribe y dice que la entrevista se adelantó. No hay otra opción. Han pasado dos días desde que Balvin se presentó junto a Jennifer López, Shakira y Bad Bunny en el Super Bowl. También presentó el diseño de unas nuevas zapatillas Nike Air Jordan.
—Hola, Daniel —dice Balvin allá, desde Miami—, ¿cómo estás?
—Bien, Jose, aquí en Medellín.
—Ah, jueputa, qué envidia.
Dijo hace un par de meses al periódico local El Colombiano que ahora procurará estar más tiempo en Medellín, la única ciudad del mundo donde se siente completamente seguro, donde siente que la gente lo protege. Habla de su presentación en el Super Bowl.
—La invitación vino de parte de Jay Z y, obviamente, de parte de JLo. Se trabajó mucho para este evento, estuvimos dos semanas ensayando día de por medio. Esto es algo para celebrar, made in Medellín para el mundo.
—Siempre menciona a Medellín…
—Yo siento por Medellín tanto agradecimiento y tanta felicidad. Lo único que quiero es llevar una cara nueva de felicidad de nuestra ciudad y de nuestro país, de inspiración y de trabajo fuerte.
La conversación vira hacia sus inicios en el reggaetón, cuando era un muchachito que cantaba en barberías de la ciudad, que improvisaba en los barrios más populares. Reconoce a los reggaetoneros colombianos que hubo antes de él —Tres pesos, Dragón y Caballero, Golpe a Golpe— y se desprende de llevarse solo la gloria, aunque ahora parezca que toda es sólo suya. Durante toda la entrevista se escuchan voces que le hablan, sin embargo, él trata de mantener el hilo de la conversación.
—Cuando empecé a cantar en los barrios la gente me veía como el niño rico, pero mi padre había pasado por una quiebra; yo no tenía por qué contarlo, eran más ricos los amigos del barrio que yo. Hubo un tiempo en que era muy “nea” para los ricos, y muy rico para los “neas” —una expresión callejera de Medellín que significa ser muy pobre para los ricos y muy rico para los pobres—. Pero siempre me gustó mucho estar en ambas partes.
—Si le gustaba tanto la música, ¿por qué no la estudió, en lugar de Negocios Internacionales?
—Siempre quise estudiar Negocios porque pensaba que en algún momento iba a ser presidente de una disquera y luego iba distribuir mi música.
—Usted desde el principio se encargó de todo: representarse, escribir canciones, hacer publicidad, cantar, cosa que no ha dejado de hacer hasta hoy…
—La necesidad me mostró que tenía que moverme más rápido. Tenía que hacerlo todo. La vida me trajo un momento difícil cuando mi padre se quebró, tuve que moverme de la zona de confort. Dije: ¿cómo puedo hacer para sacar a mi familia adelante? Si no hubiera sido por la quiebra de mi padre, yo no sería lo que soy. Yo decidí volverme artista y dedicarme a la música por su quiebra…
—¿Entonces vio un negocio?
—Yo vi la oportunidad de sacar a mi familia adelante. Pero siempre amando mucho la música.
La voz de una mujer interrumpe la entrevista. Han pasado trece minutos y advierte que es la última pregunta. No hay tiempo de más. Entonces Balvin dice:
—Acuerda con Fabio para seguir con más preguntas, no hay problema…
—Última pregunta, entonces: Siempre dice que éste es apenas el comienzo de cumplir sueños, pero ya ha hecho muchísimo…
—El final es cuando se acaben los sueños —ríe.
—¿Y cuál es el sueño de hoy?
—Mis sueños son ilimitados, siempre necesito un sueño para tener una razón para vivir. Una vida sin sueños es una vida sin motivos. Por eso cada vez que me bajo de un momento que logré, inmediatamente tengo que escribir otro, porque caigo en tristeza y necesito seguir. Pero no todos los sueños tienen que ser laborales, los hay espirituales, personales, de servicio. Y ahí nos vamos reinventando. Y he cumplido muchos sueños, pero me pregunto: cuándo será el de tener una familia.
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Fabio Acosta, el mánager, vive entre Nueva York y Miami. A veces concede algunas entrevistas. Dice que la organización que está detrás de J Balvin es de unas setenta personas que se encargan de comunicaciones, contratos, alianzas con marcas de ropa, joyas, tenis. Siempre contesta los mensajes que llegan a su celular. Recuerda que en 2009 ya escuchaba el reggaetón de Jose, que el producto funcionaba, hasta que lanzó “Ella me cautivó”, la canción que lo hizo famoso en todo Colombia.
Se trata de una producción de Alexander dj, uno de los arquitectos del sonido de Medellín. La canción la grabaron en un día, sus sonidos traen sintetizadores y ritmo de tambores, evocando una tendencia de hace diez años en Colombia que se conoció como tropipop. El coro dice: “Ella camina y ella a mí me pone mal, muy mal / Cuando la tengo cerca siento que es algo especial / Y ven consiénteme / Hagamos el amor hasta el amanecer / Dándonos calor / Toda la mañana hasta que salga el sol / Y ven consiénteme / Hagamos el amor hasta el amanecer / Dándonos calor / Toda la mañana hasta que salga el sol”.
—Creo que desde ese momento lo que hizo la diferencia en J Balvin fue su perseverancia. Lograr lo que se había propuesto. También tener buenas canciones. “Ella me cautivó” es una gran canción. Eso hizo la diferencia en Colombia. Todas las canciones que lanzaba las volvía éxitos. Ésa ha sido la característica de su carrera: que todo lo que lanza lo convierte en éxito. Él es el motor de su propio trabajo. Él no espera que nadie le haga nada. Esos momentos cuando él mercadea su marca con “El negocio socio”, con “The Business”, con “Leggo”, todo es marketing. Jose es un hombre brillante. El único cantante de reggaetón que tiene una marca, el negocio socio, es Jose, nadie más.
Balvin le dijo a Billboard en febrero de 2020 que soñaba con ser millonario para demostrar que podía lograrlo.
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Tres de marzo. Han prometido la conclusión de la entrevista con J Balvin. Está en México presentando su sencillo “Rojo”, anunciando su álbum Colores que saldrá al mercado el 20 de marzo, preparándose para los premios Spotify —donde se presentó y ganó el premio “Artista más compartido”—. La entrevista se pactó para las seis de la tarde, pero todo se fue aplazando de hora en hora. A las doce de la noche llega un mensaje de su asistente: “Daniel, Jose ya no da más, aplacemos la entrevista”.
Balvin está muy ocupado: escribe canciones, diseña tenis, hace los bocetos de los muñecos que, como superhéroes, bailan en las tarimas de sus conciertos, tiene llamadas telefónicas con el artista plástico Takashi Murakami —quien le permitió hacer réplicas de sus obras en joyas, camisetas, portadas de discos—, busca nuevos cantantes para hacer colaboraciones —como sucedió hace años con un desconocido Bad Bunny—, viaja entre Medellín, México, Estados Unidos, Argentina; cada tanto dedica más de trece horas seguidas a entrevistas de no más de veinte minutos. J Balvin, el hombre que lo reinventa todo, quiere tener una familia pero dice que no lo ha logrado. Al parecer, le falta tiempo.
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