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En esta novela, la poesía de la vida cotidiana se convierte en un fresco de los años de pobreza narrado sin amargura ni nostalgia desbordante.
<i>Ladrones de bombillas</i> es un relato, publicado por Sexto Piso, contado a través de los ojos de un niño, lleno de humor y melancolía sobre un bloque de apartamentos en Polonia al final de la era comunista.
1
Escuchen cómo saltó mi Madre. Miren, fue así: habíamos conseguido café para el día del santo, pero resultó que era en grano; entonces Padre, que estaba sentado delante de la tele, donde, en círculos de una borrasca de píxeles grises latentes, aparecían una y otra vez formas fantásticas de una imagen en blanco y negro de los bloques de pisos de Ursynów, me dijo: Vete a casa de Stefan, que lo muelan ellos, que tienen un molinillo. Claro que no iba a ir él, puesto que había que pasar por el altillo que tenía una pendiente terrible, y tampoco íbamos a llamar a cualquiera de los dos vecinos que teníamos al lado, porque los de nuestra derecha no tenían molinillo, y con los de la izquierda no teníamos buenas relaciones, que digamos, aunque no se sabe muy bien por qué. Tal vez porque ella nunca respondía a nuestros buenos días, a veces solo hacía una mueca de desprecio, él sí que a veces respondía, pero con una voz que parecía salida directamente de los intestinos y no de la boca: eso ya era más que suficiente para que cayeran en desgracia para nosotros, y Padre los borró de nuestras relaciones, parece que porque nos miraban con desprecio o también porque nosotros no pertenecíamos a la clase social correcta (vaya, una grosería, así lo comentaba), pero tal vez era como en ese chiste de la sartén que seguro que ya he explicado en otra ocasión. Él, Ogiński, era un ingeniero con diploma directivo en empresas de drenaje y de mejora del terreno, y se pasaba el día en la oficina de proyectos o sobre el terreno, horas y horas drenándolo; ella, por su parte, se encargaba de todo un papeleo increíblemente importante en una institución que se encontraba en un enorme edificio, en el departamento de aceptaciones, donde primero uno tenía que escribir una instancia y conseguir el juego completo de sellos correspondientes para poder entrar. Y como todos los sellos estaban en su cajón, no tenía por qué preocuparse de que aparecieran muchos solicitantes. No se sabía exactamente qué hacía sentada en su escritorio con una pila de papeles al lado de sus compañeras que tenían tareas similares y comportamiento similar; seguro que ni ella misma ni siquiera sabía a qué se dedicaba en su propio lugar de trabajo. De hecho, tan solo conocíamos su voz que taladraba a veces la pared de nuestra casa como una broca de diamante que destrozaba una placa de hormigón armado. Así pues, desde esa perspectiva, pensábamos que era una peligrosa muda que abría la boca tan solo para que salieran de ella gritos y truenos que hacían temblar ese gran bloque de pisos nuestro, una construcción de placas reforzadas de hormigón que empezaban a moverse de manera peligrosa. No sé si su voz podía tener alguna influencia en sus hijos, ya que a través de la pared no llegaba ningún otro tono algo más tierno. Quién sabe, tal vez en realidad fuera una familia muy agradable y se querían mucho. Ni tan siquiera eso sabíamos. Lo que pasaba detrás de la pared de hormigón, se quedaba detrás de la pared de hormigón. Su hijo era un manojo de tics nerviosos que le deformaban constantemente la cara: saltaba de repente con un grito inarticulado, con un estertor que no sabía controlar. Podía pasar durante una conversación, en la parada del bus, en una tienda, en el ascensor, a veces incluso en mitad de una frase. Un paroxismo eléctrico le sacudía el cuerpo, una energía extraña quería salir a cualquier precio de su interior y encontraba su reflejo en una mueca que le deformaba en un segundo monstruosamente la cara. Una contracción descontrolada y repentina de todos los músculos provocaba que el chico se lanzara con violencia, y su cara adoptaba una mueca terrible, como si quisiera de repente asustar a su interlocutor, atacarlo como si fuera un pavo real enfurecido, los ojos se le quedaban en blanco y escupía una espuma rabiosa. Ese grito alto y descontrolado que emitía era tan inhumano que las personas que no estuvieran acostumbradas podían asustarse mucho y después temían cualquier nuevo ataque, que solía tener pasados unos cinco minutos; y cuando el chico se ponía muy nervioso, cosa que pasaba de inmediato, cada vez con más frecuencia, llegaba a transformarse por un momento en un animal que aullaba y rompía en una frenética danza como si estuviera poseído por un demonio o como si, por un momento, alguno de los dioses hubiera adoptado su forma y, con su coreografía divina, revelara al mundo el gran misterio para el que evidentemente nadie estaba preparado. ¿Los ha poseído alguna vez algún dios? ¿Les ha torcido las manos y ha hecho de la lengua un nudo? ¿Ha penetrado con violencia en su interior a través de una de las aberturas y ha hecho lo que ha querido en esta tierra, utilizando su cuerpo, habiendo irrumpido primero en una danza inhumana de una locura convulsiva? He leído algo sobre esto, eso es lo que estaba escrito: habiendo adoptado una forma humana, pasó entre los hombres preguntando por agua. Era un pobre peregrino, una mujer vieja, un joven apuesto, un semidiós arrojando rocas. Lo he visto muchas veces: era un policía que, él solo sin ayuda de nadie, pegaba con una porra a seis estudiantes que desplegaban una pancarta y era una vendedora que echaba fuera de la tienda a cuatro borrachos, uno tras otro. ¿Los ha poseído alguna vez algún dios? ¿Se les ha aparecido en su forma humana, ha entrado en ustedes, los ha violado con su divinidad, sin avisarles y sin tener piedad? Esa danza duraba un buen rato, era violenta y le agotaba todas las energías. Solía suceder que, al acabar el ataque, le brillaban gotas de sudor en la frente y en sus ojos, que relampagueaban con una rabia sorda, se podía ver que tenía ganas de vengarse de esas fuerzas superiores que lo habían humillado. Los dioses poseían por un instante su cuerpo, se apoderaban de él y lo utilizaban como si fuese una marioneta, una figura, con ese aparato imperfecto de huesos y músculos, para realizar su baile entre los mortales durante cinco minutos, para manifestar con su naturaleza inhumana y terrible que nosotros, que estábamos tan asustados por aquella encarnación divina en una forma tan desmañada, no podíamos llegar a entender ni una pizca. Mirábamos todo aquello con horror, y a la vez sentíamos lástima: por suerte, a nosotros no se nos había aparecido esa gracia divina. También le llegaban ataques de posesión a nuestro vecino por la noche: a través de la fina pared de mi habitación llegué a oír más de una vez esos ladridos apagados que provenían de la casa de al lado, un hipo que lo poseía en medio del sueño de repente y que se lo llevaba de las profundidades hacia un ring iluminado con una luz divina, un escenario para un sacrificio, un altar en el que se movía desnudo dando convulsiones, atrapado por unas manos divinas, despiadadas, férreas. Por desgracia, el gran Artista, que lo movía como si fuera un títere, era para nosotros, los que observábamos esos sufrimientos, alguien que disfrutaba con los efectos que creaba, sin interesarle para nada el espectador, ni si este entendía algo de la función que estaba presenciando, ergo, era un grafómano consumado. Pero así es precisamente el privilegio divino. También cabe tener en cuenta que este tipo de movimientos y de sonidos son un signo de los grandes misterios. Precisamente, ese tipo de locos son venerados en Oriente como muftíes y profetas, como lo indica la enciclopedia socialista. Porque antes de que abran la boca para echar un discurso, tienen convulsiones y mueven la cabeza. Ese movimiento siempre está provocado por estar poseído por un espíritu fatídico que, al entrar de repente en una sustancia pequeña y frágil, le provoca convulsiones de esa manera. Era así como se comportaba, por lo que conseguí averiguar gracias a un libro grueso de cubiertas beige que me dio Ossoliński por un trueque, donde leí que la sibila Pytia, antes de anunciar sus augurios, primero zarandeaba un laurel. «Indica Lampridius que el Emperador Heliogábalo en las festividades de su divinidad […] sacudió públicamente la cabeza, y así deseaba pasar por un profeta. En su Asinaria, Plauto dice que Saurias meneaba la cabeza al andar, como si hubiera enloquecido y estuviera rabioso, despertando el terror entre los que se encontraba. Plauto lo vuelve a indicar en otro pasaje, al explicar por qué Cármides agitaba la cabeza, dijo que era porque estaba en éxtasis». Por su parte, Catulo en Atis y Cibeles escribe: «donde las ménades, mujeres báquicas, locas profetisas, llevando ramas de hiedra, agitaban sus cabezas […]». Escribe Tito Livio que «durante las bacanales en Roma los hombres y las mujeres parecían estar poseídos por un alma inspirada a causa de unos temblores fingidos y de movimientos del cuerpo. No obstante, la opinión general de los filósofos y del pueblo era, tal como se indicaba en ese libro, que los cielos enviaban el don de la profecía solo en la locura y el movimiento del cuerpo, entre temblores y convulsiones, y no únicamente cuando a la profetisa le venía la inspiración sino también cuando la revelaba y comunicaba». Y era así siempre como nuestro vecino manifestaba sus revelaciones, salían de sus labios en forma de hipos, como un lenguaje divino incomprensible para los mortales. Entonces, el vecino tenía el don de hablar en lenguas, pero a nosotros, por desgracia, no se nos había otorgado el don de comprender esas lenguas, por eso sus palabras proferidas en un arrebato inspirado seguían siendo incomprensibles para los mortales. Esos hipos divinos, o la homilía dominical en la iglesia de los dominicanos que teníamos cerca, o un artículo de Trybuna Ludu, parecían estar todos cifrados por un sagrado lenguaje divino. Nos daba lástima: cuanto más notaba que ese dios iba adentrándose en silencio y que ya lo tenía allí, que iba a entrar en su cuerpo a través de una de sus rendijas, que iba a tener un ataque, y cuanto más quería detenerlo por la fuerza de la voluntad y de los músculos, más terribles y más incongruentes eran después sus muecas y sus movimientos, los gritos formaban un glugluteo, ladridos o un desesperado cacareo. Evidentemente, intentaba compensar esa debilidad pública en otros campos y se esforzaba en ser un granuja y un gamberro consumado en el patio, sembrando el terror y el pánico entre los niños de su edad y aún más jóvenes y, para diluir de la manera más efectiva posible esos instantes en los que se sometía a una fuerza superior a la suya y para mostrar que esa era su naturaleza presuntamente cotidiana, inventaba una retahíla de crueldades que habían tenido lugar en su propia naturaleza, pero era en vano: al instante en que se iba, todos empezaban a reírse de él, descargando un poco la atmósfera de terror del espectáculo de su metamorfosis animal que acababan de presenciar. Porque nadie creía que aquello fuera de naturaleza divina, se veía a leguas. Podía llegar a ser, en sus acciones normales, sorprendentemente delicado con su hermana menor, a quien veía yo por las escaleras o esperando el ascensor. Sus padres nos evitaban, tal vez por el mismo motivo que nosotros a ellos, nosotros los evitábamos por motivos de clase. Ni tan siquiera sabíamos si los Ogiński tenían en casa un molinillo de café. Mi Padre me prohibió preguntárselo.
2
Por otra parte, los vecinos de nuestra derecha, los Opaliński, no tenían molinillo de café. Entre las personas con las que teníamos relación, por consideración a nuestra particularidad de clase, muy pocas tenían su propio molinillo de café. Había visto molinillos de café de la época alemana en Prudnik, en casa de mi tía; tenía uno colgado, era muy bonito, arcaico, y reclamaba a viva voz su inutilidad. Lo utilizarían para moler algo distinto o no lo utilizaban para nada. Era blanco, de cerámica, con el nombre Kaffee en letras azules, como si lo hubieran hecho siguiendo un modelo de la porcelana de Mei- ssen; las partes de metal, reparadas muchas veces, estaban ya un poco negras por el tiempo, parecía ser el único recuerdo de otro mundo, desconocido, con una capa de oscuridad polvorienta. Es seguro que solo lo utilizaron para moler el tiempo y los recuerdos de los días pasados. Pero los vecinos de nuestra derecha no tenían ni un molinillo de la época alemana, ni un molinillo eléctrico de la República Federal Alemana, ni tan siquiera de los que se produjeron con manivela en la época comunista de Polonia o en la URSS. Si bebían café, cosa que ocurría de vez en cuando, lo compraban ya molido, al que después le echaban solo agua caliente, como hacíamos todos. Hasta que no apareció el café soluble, como resultado de echar agua caliente quedaba al fondo del vaso un poso negro con el que a veces se leía el futuro, o se echaba a las plantas, parece ser que aseguraba que crecieran de manera imponente y las hacía mucho más vivas. El vecino de nuestra derecha, Florian, fumaba mucho, había trabajado en una fábrica de cemento apagando cal antes de jubilarse. Estaba seco y delgado como mi Padre y casi siempre lo veía en el balcón con un cigarrillo. He estado aspirando cal toda mi vida y ahora ya no puedo aspirar aire limpio porque los pulmones pasan frío, decía. A veces, con mi Padre estaban platicando, a pesar de que Florian se pasaba casi la mayor parte del día en silencio. En cuanto a hablar, en su casa se ocupaba de hacerlo principalmente su mujer y, si alguna vez llegaba a tomar la palabra, en un momento propicio como, por ejemplo, cuando ella salía y por un rato no estaba cerca, entonces el aire, que se tenía que aspirar y expulsar para poner en marcha sus cuerdas vocales que no utilizaba mucho, al intentar pasar por los canales atascados, le irritaba la tráquea y los bronquios hasta tal punto que estallaba en un ataque de tos ronca. Y entonces expulsaba unas placas de hollín negro del interior de sus dispositivos vocales y respiratorios, la tos pasaba a ser mucho más húmeda y profunda, como si el aire hubiera penetrado por primera vez, después de mucho tiempo, a los rincones más recónditos y tenebrosos de los pulmones y tosía, tosía, tosía, de manera desesperada, y algunas veces terminaba todo ese concierto con una expectoración y escupiendo hacia abajo desde su balcón que sobresalía colgado en el aire, hacia la tierra que se perfilaba de prados verdes, de césped y de matorrales. Era una sinfonía de tos, que pasaba desde las altas arias líricas hasta los recitativos profundos, los contrapuntos de bajo y las grandes culminaciones de ronquedades, ronquidos y de unos silbidos desesperados para tomar aire. Después, aún seguía terminando con una cascada de chirridos, silbidos y gemidos, como si alguien abriera y cerrara en sus pulmones un viejo acordeón. Eso siempre pasaba cuando quería responder o decir algo rápido, antes de que su mujer volviera a su verborrea que había sido interrumpida durante unos segundos felices y excepcionales. Por desgracia, ese alud de tos lo doblegaba y no lo dejaba en paz durante al menos un minuto, el tiempo suficiente para que su mujer volviera a la conversación interrumpida y empezara otra nueva por aburrimiento. La oportunidad de hablar había desaparecido irremisiblemente y, cuando el vecino se recuperaba, su situación volvía a ser desesperada, así que tomaba otro cigarrillo y lo encendía, aguantándolo justo encima del filtro con su pulgar y su índice amarillos por el tabaco y, mirando melancólicamente a la ciudad que tenía ante él, arruinada en otoño por la niebla y el humo, se sumía en su silencio.
Te recomendamos leer: "El brutalista", de Brady Corbet: propaganda y rancia
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<i>Ladrones de bombillas</i> es un relato, publicado por Sexto Piso, contado a través de los ojos de un niño, lleno de humor y melancolía sobre un bloque de apartamentos en Polonia al final de la era comunista.
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Escuchen cómo saltó mi Madre. Miren, fue así: habíamos conseguido café para el día del santo, pero resultó que era en grano; entonces Padre, que estaba sentado delante de la tele, donde, en círculos de una borrasca de píxeles grises latentes, aparecían una y otra vez formas fantásticas de una imagen en blanco y negro de los bloques de pisos de Ursynów, me dijo: Vete a casa de Stefan, que lo muelan ellos, que tienen un molinillo. Claro que no iba a ir él, puesto que había que pasar por el altillo que tenía una pendiente terrible, y tampoco íbamos a llamar a cualquiera de los dos vecinos que teníamos al lado, porque los de nuestra derecha no tenían molinillo, y con los de la izquierda no teníamos buenas relaciones, que digamos, aunque no se sabe muy bien por qué. Tal vez porque ella nunca respondía a nuestros buenos días, a veces solo hacía una mueca de desprecio, él sí que a veces respondía, pero con una voz que parecía salida directamente de los intestinos y no de la boca: eso ya era más que suficiente para que cayeran en desgracia para nosotros, y Padre los borró de nuestras relaciones, parece que porque nos miraban con desprecio o también porque nosotros no pertenecíamos a la clase social correcta (vaya, una grosería, así lo comentaba), pero tal vez era como en ese chiste de la sartén que seguro que ya he explicado en otra ocasión. Él, Ogiński, era un ingeniero con diploma directivo en empresas de drenaje y de mejora del terreno, y se pasaba el día en la oficina de proyectos o sobre el terreno, horas y horas drenándolo; ella, por su parte, se encargaba de todo un papeleo increíblemente importante en una institución que se encontraba en un enorme edificio, en el departamento de aceptaciones, donde primero uno tenía que escribir una instancia y conseguir el juego completo de sellos correspondientes para poder entrar. Y como todos los sellos estaban en su cajón, no tenía por qué preocuparse de que aparecieran muchos solicitantes. No se sabía exactamente qué hacía sentada en su escritorio con una pila de papeles al lado de sus compañeras que tenían tareas similares y comportamiento similar; seguro que ni ella misma ni siquiera sabía a qué se dedicaba en su propio lugar de trabajo. De hecho, tan solo conocíamos su voz que taladraba a veces la pared de nuestra casa como una broca de diamante que destrozaba una placa de hormigón armado. Así pues, desde esa perspectiva, pensábamos que era una peligrosa muda que abría la boca tan solo para que salieran de ella gritos y truenos que hacían temblar ese gran bloque de pisos nuestro, una construcción de placas reforzadas de hormigón que empezaban a moverse de manera peligrosa. No sé si su voz podía tener alguna influencia en sus hijos, ya que a través de la pared no llegaba ningún otro tono algo más tierno. Quién sabe, tal vez en realidad fuera una familia muy agradable y se querían mucho. Ni tan siquiera eso sabíamos. Lo que pasaba detrás de la pared de hormigón, se quedaba detrás de la pared de hormigón. Su hijo era un manojo de tics nerviosos que le deformaban constantemente la cara: saltaba de repente con un grito inarticulado, con un estertor que no sabía controlar. Podía pasar durante una conversación, en la parada del bus, en una tienda, en el ascensor, a veces incluso en mitad de una frase. Un paroxismo eléctrico le sacudía el cuerpo, una energía extraña quería salir a cualquier precio de su interior y encontraba su reflejo en una mueca que le deformaba en un segundo monstruosamente la cara. Una contracción descontrolada y repentina de todos los músculos provocaba que el chico se lanzara con violencia, y su cara adoptaba una mueca terrible, como si quisiera de repente asustar a su interlocutor, atacarlo como si fuera un pavo real enfurecido, los ojos se le quedaban en blanco y escupía una espuma rabiosa. Ese grito alto y descontrolado que emitía era tan inhumano que las personas que no estuvieran acostumbradas podían asustarse mucho y después temían cualquier nuevo ataque, que solía tener pasados unos cinco minutos; y cuando el chico se ponía muy nervioso, cosa que pasaba de inmediato, cada vez con más frecuencia, llegaba a transformarse por un momento en un animal que aullaba y rompía en una frenética danza como si estuviera poseído por un demonio o como si, por un momento, alguno de los dioses hubiera adoptado su forma y, con su coreografía divina, revelara al mundo el gran misterio para el que evidentemente nadie estaba preparado. ¿Los ha poseído alguna vez algún dios? ¿Les ha torcido las manos y ha hecho de la lengua un nudo? ¿Ha penetrado con violencia en su interior a través de una de las aberturas y ha hecho lo que ha querido en esta tierra, utilizando su cuerpo, habiendo irrumpido primero en una danza inhumana de una locura convulsiva? He leído algo sobre esto, eso es lo que estaba escrito: habiendo adoptado una forma humana, pasó entre los hombres preguntando por agua. Era un pobre peregrino, una mujer vieja, un joven apuesto, un semidiós arrojando rocas. Lo he visto muchas veces: era un policía que, él solo sin ayuda de nadie, pegaba con una porra a seis estudiantes que desplegaban una pancarta y era una vendedora que echaba fuera de la tienda a cuatro borrachos, uno tras otro. ¿Los ha poseído alguna vez algún dios? ¿Se les ha aparecido en su forma humana, ha entrado en ustedes, los ha violado con su divinidad, sin avisarles y sin tener piedad? Esa danza duraba un buen rato, era violenta y le agotaba todas las energías. Solía suceder que, al acabar el ataque, le brillaban gotas de sudor en la frente y en sus ojos, que relampagueaban con una rabia sorda, se podía ver que tenía ganas de vengarse de esas fuerzas superiores que lo habían humillado. Los dioses poseían por un instante su cuerpo, se apoderaban de él y lo utilizaban como si fuese una marioneta, una figura, con ese aparato imperfecto de huesos y músculos, para realizar su baile entre los mortales durante cinco minutos, para manifestar con su naturaleza inhumana y terrible que nosotros, que estábamos tan asustados por aquella encarnación divina en una forma tan desmañada, no podíamos llegar a entender ni una pizca. Mirábamos todo aquello con horror, y a la vez sentíamos lástima: por suerte, a nosotros no se nos había aparecido esa gracia divina. También le llegaban ataques de posesión a nuestro vecino por la noche: a través de la fina pared de mi habitación llegué a oír más de una vez esos ladridos apagados que provenían de la casa de al lado, un hipo que lo poseía en medio del sueño de repente y que se lo llevaba de las profundidades hacia un ring iluminado con una luz divina, un escenario para un sacrificio, un altar en el que se movía desnudo dando convulsiones, atrapado por unas manos divinas, despiadadas, férreas. Por desgracia, el gran Artista, que lo movía como si fuera un títere, era para nosotros, los que observábamos esos sufrimientos, alguien que disfrutaba con los efectos que creaba, sin interesarle para nada el espectador, ni si este entendía algo de la función que estaba presenciando, ergo, era un grafómano consumado. Pero así es precisamente el privilegio divino. También cabe tener en cuenta que este tipo de movimientos y de sonidos son un signo de los grandes misterios. Precisamente, ese tipo de locos son venerados en Oriente como muftíes y profetas, como lo indica la enciclopedia socialista. Porque antes de que abran la boca para echar un discurso, tienen convulsiones y mueven la cabeza. Ese movimiento siempre está provocado por estar poseído por un espíritu fatídico que, al entrar de repente en una sustancia pequeña y frágil, le provoca convulsiones de esa manera. Era así como se comportaba, por lo que conseguí averiguar gracias a un libro grueso de cubiertas beige que me dio Ossoliński por un trueque, donde leí que la sibila Pytia, antes de anunciar sus augurios, primero zarandeaba un laurel. «Indica Lampridius que el Emperador Heliogábalo en las festividades de su divinidad […] sacudió públicamente la cabeza, y así deseaba pasar por un profeta. En su Asinaria, Plauto dice que Saurias meneaba la cabeza al andar, como si hubiera enloquecido y estuviera rabioso, despertando el terror entre los que se encontraba. Plauto lo vuelve a indicar en otro pasaje, al explicar por qué Cármides agitaba la cabeza, dijo que era porque estaba en éxtasis». Por su parte, Catulo en Atis y Cibeles escribe: «donde las ménades, mujeres báquicas, locas profetisas, llevando ramas de hiedra, agitaban sus cabezas […]». Escribe Tito Livio que «durante las bacanales en Roma los hombres y las mujeres parecían estar poseídos por un alma inspirada a causa de unos temblores fingidos y de movimientos del cuerpo. No obstante, la opinión general de los filósofos y del pueblo era, tal como se indicaba en ese libro, que los cielos enviaban el don de la profecía solo en la locura y el movimiento del cuerpo, entre temblores y convulsiones, y no únicamente cuando a la profetisa le venía la inspiración sino también cuando la revelaba y comunicaba». Y era así siempre como nuestro vecino manifestaba sus revelaciones, salían de sus labios en forma de hipos, como un lenguaje divino incomprensible para los mortales. Entonces, el vecino tenía el don de hablar en lenguas, pero a nosotros, por desgracia, no se nos había otorgado el don de comprender esas lenguas, por eso sus palabras proferidas en un arrebato inspirado seguían siendo incomprensibles para los mortales. Esos hipos divinos, o la homilía dominical en la iglesia de los dominicanos que teníamos cerca, o un artículo de Trybuna Ludu, parecían estar todos cifrados por un sagrado lenguaje divino. Nos daba lástima: cuanto más notaba que ese dios iba adentrándose en silencio y que ya lo tenía allí, que iba a entrar en su cuerpo a través de una de sus rendijas, que iba a tener un ataque, y cuanto más quería detenerlo por la fuerza de la voluntad y de los músculos, más terribles y más incongruentes eran después sus muecas y sus movimientos, los gritos formaban un glugluteo, ladridos o un desesperado cacareo. Evidentemente, intentaba compensar esa debilidad pública en otros campos y se esforzaba en ser un granuja y un gamberro consumado en el patio, sembrando el terror y el pánico entre los niños de su edad y aún más jóvenes y, para diluir de la manera más efectiva posible esos instantes en los que se sometía a una fuerza superior a la suya y para mostrar que esa era su naturaleza presuntamente cotidiana, inventaba una retahíla de crueldades que habían tenido lugar en su propia naturaleza, pero era en vano: al instante en que se iba, todos empezaban a reírse de él, descargando un poco la atmósfera de terror del espectáculo de su metamorfosis animal que acababan de presenciar. Porque nadie creía que aquello fuera de naturaleza divina, se veía a leguas. Podía llegar a ser, en sus acciones normales, sorprendentemente delicado con su hermana menor, a quien veía yo por las escaleras o esperando el ascensor. Sus padres nos evitaban, tal vez por el mismo motivo que nosotros a ellos, nosotros los evitábamos por motivos de clase. Ni tan siquiera sabíamos si los Ogiński tenían en casa un molinillo de café. Mi Padre me prohibió preguntárselo.
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Por otra parte, los vecinos de nuestra derecha, los Opaliński, no tenían molinillo de café. Entre las personas con las que teníamos relación, por consideración a nuestra particularidad de clase, muy pocas tenían su propio molinillo de café. Había visto molinillos de café de la época alemana en Prudnik, en casa de mi tía; tenía uno colgado, era muy bonito, arcaico, y reclamaba a viva voz su inutilidad. Lo utilizarían para moler algo distinto o no lo utilizaban para nada. Era blanco, de cerámica, con el nombre Kaffee en letras azules, como si lo hubieran hecho siguiendo un modelo de la porcelana de Mei- ssen; las partes de metal, reparadas muchas veces, estaban ya un poco negras por el tiempo, parecía ser el único recuerdo de otro mundo, desconocido, con una capa de oscuridad polvorienta. Es seguro que solo lo utilizaron para moler el tiempo y los recuerdos de los días pasados. Pero los vecinos de nuestra derecha no tenían ni un molinillo de la época alemana, ni un molinillo eléctrico de la República Federal Alemana, ni tan siquiera de los que se produjeron con manivela en la época comunista de Polonia o en la URSS. Si bebían café, cosa que ocurría de vez en cuando, lo compraban ya molido, al que después le echaban solo agua caliente, como hacíamos todos. Hasta que no apareció el café soluble, como resultado de echar agua caliente quedaba al fondo del vaso un poso negro con el que a veces se leía el futuro, o se echaba a las plantas, parece ser que aseguraba que crecieran de manera imponente y las hacía mucho más vivas. El vecino de nuestra derecha, Florian, fumaba mucho, había trabajado en una fábrica de cemento apagando cal antes de jubilarse. Estaba seco y delgado como mi Padre y casi siempre lo veía en el balcón con un cigarrillo. He estado aspirando cal toda mi vida y ahora ya no puedo aspirar aire limpio porque los pulmones pasan frío, decía. A veces, con mi Padre estaban platicando, a pesar de que Florian se pasaba casi la mayor parte del día en silencio. En cuanto a hablar, en su casa se ocupaba de hacerlo principalmente su mujer y, si alguna vez llegaba a tomar la palabra, en un momento propicio como, por ejemplo, cuando ella salía y por un rato no estaba cerca, entonces el aire, que se tenía que aspirar y expulsar para poner en marcha sus cuerdas vocales que no utilizaba mucho, al intentar pasar por los canales atascados, le irritaba la tráquea y los bronquios hasta tal punto que estallaba en un ataque de tos ronca. Y entonces expulsaba unas placas de hollín negro del interior de sus dispositivos vocales y respiratorios, la tos pasaba a ser mucho más húmeda y profunda, como si el aire hubiera penetrado por primera vez, después de mucho tiempo, a los rincones más recónditos y tenebrosos de los pulmones y tosía, tosía, tosía, de manera desesperada, y algunas veces terminaba todo ese concierto con una expectoración y escupiendo hacia abajo desde su balcón que sobresalía colgado en el aire, hacia la tierra que se perfilaba de prados verdes, de césped y de matorrales. Era una sinfonía de tos, que pasaba desde las altas arias líricas hasta los recitativos profundos, los contrapuntos de bajo y las grandes culminaciones de ronquedades, ronquidos y de unos silbidos desesperados para tomar aire. Después, aún seguía terminando con una cascada de chirridos, silbidos y gemidos, como si alguien abriera y cerrara en sus pulmones un viejo acordeón. Eso siempre pasaba cuando quería responder o decir algo rápido, antes de que su mujer volviera a su verborrea que había sido interrumpida durante unos segundos felices y excepcionales. Por desgracia, ese alud de tos lo doblegaba y no lo dejaba en paz durante al menos un minuto, el tiempo suficiente para que su mujer volviera a la conversación interrumpida y empezara otra nueva por aburrimiento. La oportunidad de hablar había desaparecido irremisiblemente y, cuando el vecino se recuperaba, su situación volvía a ser desesperada, así que tomaba otro cigarrillo y lo encendía, aguantándolo justo encima del filtro con su pulgar y su índice amarillos por el tabaco y, mirando melancólicamente a la ciudad que tenía ante él, arruinada en otoño por la niebla y el humo, se sumía en su silencio.
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En esta novela, la poesía de la vida cotidiana se convierte en un fresco de los años de pobreza narrado sin amargura ni nostalgia desbordante.
<i>Ladrones de bombillas</i> es un relato, publicado por Sexto Piso, contado a través de los ojos de un niño, lleno de humor y melancolía sobre un bloque de apartamentos en Polonia al final de la era comunista.
1
Escuchen cómo saltó mi Madre. Miren, fue así: habíamos conseguido café para el día del santo, pero resultó que era en grano; entonces Padre, que estaba sentado delante de la tele, donde, en círculos de una borrasca de píxeles grises latentes, aparecían una y otra vez formas fantásticas de una imagen en blanco y negro de los bloques de pisos de Ursynów, me dijo: Vete a casa de Stefan, que lo muelan ellos, que tienen un molinillo. Claro que no iba a ir él, puesto que había que pasar por el altillo que tenía una pendiente terrible, y tampoco íbamos a llamar a cualquiera de los dos vecinos que teníamos al lado, porque los de nuestra derecha no tenían molinillo, y con los de la izquierda no teníamos buenas relaciones, que digamos, aunque no se sabe muy bien por qué. Tal vez porque ella nunca respondía a nuestros buenos días, a veces solo hacía una mueca de desprecio, él sí que a veces respondía, pero con una voz que parecía salida directamente de los intestinos y no de la boca: eso ya era más que suficiente para que cayeran en desgracia para nosotros, y Padre los borró de nuestras relaciones, parece que porque nos miraban con desprecio o también porque nosotros no pertenecíamos a la clase social correcta (vaya, una grosería, así lo comentaba), pero tal vez era como en ese chiste de la sartén que seguro que ya he explicado en otra ocasión. Él, Ogiński, era un ingeniero con diploma directivo en empresas de drenaje y de mejora del terreno, y se pasaba el día en la oficina de proyectos o sobre el terreno, horas y horas drenándolo; ella, por su parte, se encargaba de todo un papeleo increíblemente importante en una institución que se encontraba en un enorme edificio, en el departamento de aceptaciones, donde primero uno tenía que escribir una instancia y conseguir el juego completo de sellos correspondientes para poder entrar. Y como todos los sellos estaban en su cajón, no tenía por qué preocuparse de que aparecieran muchos solicitantes. No se sabía exactamente qué hacía sentada en su escritorio con una pila de papeles al lado de sus compañeras que tenían tareas similares y comportamiento similar; seguro que ni ella misma ni siquiera sabía a qué se dedicaba en su propio lugar de trabajo. De hecho, tan solo conocíamos su voz que taladraba a veces la pared de nuestra casa como una broca de diamante que destrozaba una placa de hormigón armado. Así pues, desde esa perspectiva, pensábamos que era una peligrosa muda que abría la boca tan solo para que salieran de ella gritos y truenos que hacían temblar ese gran bloque de pisos nuestro, una construcción de placas reforzadas de hormigón que empezaban a moverse de manera peligrosa. No sé si su voz podía tener alguna influencia en sus hijos, ya que a través de la pared no llegaba ningún otro tono algo más tierno. Quién sabe, tal vez en realidad fuera una familia muy agradable y se querían mucho. Ni tan siquiera eso sabíamos. Lo que pasaba detrás de la pared de hormigón, se quedaba detrás de la pared de hormigón. Su hijo era un manojo de tics nerviosos que le deformaban constantemente la cara: saltaba de repente con un grito inarticulado, con un estertor que no sabía controlar. Podía pasar durante una conversación, en la parada del bus, en una tienda, en el ascensor, a veces incluso en mitad de una frase. Un paroxismo eléctrico le sacudía el cuerpo, una energía extraña quería salir a cualquier precio de su interior y encontraba su reflejo en una mueca que le deformaba en un segundo monstruosamente la cara. Una contracción descontrolada y repentina de todos los músculos provocaba que el chico se lanzara con violencia, y su cara adoptaba una mueca terrible, como si quisiera de repente asustar a su interlocutor, atacarlo como si fuera un pavo real enfurecido, los ojos se le quedaban en blanco y escupía una espuma rabiosa. Ese grito alto y descontrolado que emitía era tan inhumano que las personas que no estuvieran acostumbradas podían asustarse mucho y después temían cualquier nuevo ataque, que solía tener pasados unos cinco minutos; y cuando el chico se ponía muy nervioso, cosa que pasaba de inmediato, cada vez con más frecuencia, llegaba a transformarse por un momento en un animal que aullaba y rompía en una frenética danza como si estuviera poseído por un demonio o como si, por un momento, alguno de los dioses hubiera adoptado su forma y, con su coreografía divina, revelara al mundo el gran misterio para el que evidentemente nadie estaba preparado. ¿Los ha poseído alguna vez algún dios? ¿Les ha torcido las manos y ha hecho de la lengua un nudo? ¿Ha penetrado con violencia en su interior a través de una de las aberturas y ha hecho lo que ha querido en esta tierra, utilizando su cuerpo, habiendo irrumpido primero en una danza inhumana de una locura convulsiva? He leído algo sobre esto, eso es lo que estaba escrito: habiendo adoptado una forma humana, pasó entre los hombres preguntando por agua. Era un pobre peregrino, una mujer vieja, un joven apuesto, un semidiós arrojando rocas. Lo he visto muchas veces: era un policía que, él solo sin ayuda de nadie, pegaba con una porra a seis estudiantes que desplegaban una pancarta y era una vendedora que echaba fuera de la tienda a cuatro borrachos, uno tras otro. ¿Los ha poseído alguna vez algún dios? ¿Se les ha aparecido en su forma humana, ha entrado en ustedes, los ha violado con su divinidad, sin avisarles y sin tener piedad? Esa danza duraba un buen rato, era violenta y le agotaba todas las energías. Solía suceder que, al acabar el ataque, le brillaban gotas de sudor en la frente y en sus ojos, que relampagueaban con una rabia sorda, se podía ver que tenía ganas de vengarse de esas fuerzas superiores que lo habían humillado. Los dioses poseían por un instante su cuerpo, se apoderaban de él y lo utilizaban como si fuese una marioneta, una figura, con ese aparato imperfecto de huesos y músculos, para realizar su baile entre los mortales durante cinco minutos, para manifestar con su naturaleza inhumana y terrible que nosotros, que estábamos tan asustados por aquella encarnación divina en una forma tan desmañada, no podíamos llegar a entender ni una pizca. Mirábamos todo aquello con horror, y a la vez sentíamos lástima: por suerte, a nosotros no se nos había aparecido esa gracia divina. También le llegaban ataques de posesión a nuestro vecino por la noche: a través de la fina pared de mi habitación llegué a oír más de una vez esos ladridos apagados que provenían de la casa de al lado, un hipo que lo poseía en medio del sueño de repente y que se lo llevaba de las profundidades hacia un ring iluminado con una luz divina, un escenario para un sacrificio, un altar en el que se movía desnudo dando convulsiones, atrapado por unas manos divinas, despiadadas, férreas. Por desgracia, el gran Artista, que lo movía como si fuera un títere, era para nosotros, los que observábamos esos sufrimientos, alguien que disfrutaba con los efectos que creaba, sin interesarle para nada el espectador, ni si este entendía algo de la función que estaba presenciando, ergo, era un grafómano consumado. Pero así es precisamente el privilegio divino. También cabe tener en cuenta que este tipo de movimientos y de sonidos son un signo de los grandes misterios. Precisamente, ese tipo de locos son venerados en Oriente como muftíes y profetas, como lo indica la enciclopedia socialista. Porque antes de que abran la boca para echar un discurso, tienen convulsiones y mueven la cabeza. Ese movimiento siempre está provocado por estar poseído por un espíritu fatídico que, al entrar de repente en una sustancia pequeña y frágil, le provoca convulsiones de esa manera. Era así como se comportaba, por lo que conseguí averiguar gracias a un libro grueso de cubiertas beige que me dio Ossoliński por un trueque, donde leí que la sibila Pytia, antes de anunciar sus augurios, primero zarandeaba un laurel. «Indica Lampridius que el Emperador Heliogábalo en las festividades de su divinidad […] sacudió públicamente la cabeza, y así deseaba pasar por un profeta. En su Asinaria, Plauto dice que Saurias meneaba la cabeza al andar, como si hubiera enloquecido y estuviera rabioso, despertando el terror entre los que se encontraba. Plauto lo vuelve a indicar en otro pasaje, al explicar por qué Cármides agitaba la cabeza, dijo que era porque estaba en éxtasis». Por su parte, Catulo en Atis y Cibeles escribe: «donde las ménades, mujeres báquicas, locas profetisas, llevando ramas de hiedra, agitaban sus cabezas […]». Escribe Tito Livio que «durante las bacanales en Roma los hombres y las mujeres parecían estar poseídos por un alma inspirada a causa de unos temblores fingidos y de movimientos del cuerpo. No obstante, la opinión general de los filósofos y del pueblo era, tal como se indicaba en ese libro, que los cielos enviaban el don de la profecía solo en la locura y el movimiento del cuerpo, entre temblores y convulsiones, y no únicamente cuando a la profetisa le venía la inspiración sino también cuando la revelaba y comunicaba». Y era así siempre como nuestro vecino manifestaba sus revelaciones, salían de sus labios en forma de hipos, como un lenguaje divino incomprensible para los mortales. Entonces, el vecino tenía el don de hablar en lenguas, pero a nosotros, por desgracia, no se nos había otorgado el don de comprender esas lenguas, por eso sus palabras proferidas en un arrebato inspirado seguían siendo incomprensibles para los mortales. Esos hipos divinos, o la homilía dominical en la iglesia de los dominicanos que teníamos cerca, o un artículo de Trybuna Ludu, parecían estar todos cifrados por un sagrado lenguaje divino. Nos daba lástima: cuanto más notaba que ese dios iba adentrándose en silencio y que ya lo tenía allí, que iba a entrar en su cuerpo a través de una de sus rendijas, que iba a tener un ataque, y cuanto más quería detenerlo por la fuerza de la voluntad y de los músculos, más terribles y más incongruentes eran después sus muecas y sus movimientos, los gritos formaban un glugluteo, ladridos o un desesperado cacareo. Evidentemente, intentaba compensar esa debilidad pública en otros campos y se esforzaba en ser un granuja y un gamberro consumado en el patio, sembrando el terror y el pánico entre los niños de su edad y aún más jóvenes y, para diluir de la manera más efectiva posible esos instantes en los que se sometía a una fuerza superior a la suya y para mostrar que esa era su naturaleza presuntamente cotidiana, inventaba una retahíla de crueldades que habían tenido lugar en su propia naturaleza, pero era en vano: al instante en que se iba, todos empezaban a reírse de él, descargando un poco la atmósfera de terror del espectáculo de su metamorfosis animal que acababan de presenciar. Porque nadie creía que aquello fuera de naturaleza divina, se veía a leguas. Podía llegar a ser, en sus acciones normales, sorprendentemente delicado con su hermana menor, a quien veía yo por las escaleras o esperando el ascensor. Sus padres nos evitaban, tal vez por el mismo motivo que nosotros a ellos, nosotros los evitábamos por motivos de clase. Ni tan siquiera sabíamos si los Ogiński tenían en casa un molinillo de café. Mi Padre me prohibió preguntárselo.
2
Por otra parte, los vecinos de nuestra derecha, los Opaliński, no tenían molinillo de café. Entre las personas con las que teníamos relación, por consideración a nuestra particularidad de clase, muy pocas tenían su propio molinillo de café. Había visto molinillos de café de la época alemana en Prudnik, en casa de mi tía; tenía uno colgado, era muy bonito, arcaico, y reclamaba a viva voz su inutilidad. Lo utilizarían para moler algo distinto o no lo utilizaban para nada. Era blanco, de cerámica, con el nombre Kaffee en letras azules, como si lo hubieran hecho siguiendo un modelo de la porcelana de Mei- ssen; las partes de metal, reparadas muchas veces, estaban ya un poco negras por el tiempo, parecía ser el único recuerdo de otro mundo, desconocido, con una capa de oscuridad polvorienta. Es seguro que solo lo utilizaron para moler el tiempo y los recuerdos de los días pasados. Pero los vecinos de nuestra derecha no tenían ni un molinillo de la época alemana, ni un molinillo eléctrico de la República Federal Alemana, ni tan siquiera de los que se produjeron con manivela en la época comunista de Polonia o en la URSS. Si bebían café, cosa que ocurría de vez en cuando, lo compraban ya molido, al que después le echaban solo agua caliente, como hacíamos todos. Hasta que no apareció el café soluble, como resultado de echar agua caliente quedaba al fondo del vaso un poso negro con el que a veces se leía el futuro, o se echaba a las plantas, parece ser que aseguraba que crecieran de manera imponente y las hacía mucho más vivas. El vecino de nuestra derecha, Florian, fumaba mucho, había trabajado en una fábrica de cemento apagando cal antes de jubilarse. Estaba seco y delgado como mi Padre y casi siempre lo veía en el balcón con un cigarrillo. He estado aspirando cal toda mi vida y ahora ya no puedo aspirar aire limpio porque los pulmones pasan frío, decía. A veces, con mi Padre estaban platicando, a pesar de que Florian se pasaba casi la mayor parte del día en silencio. En cuanto a hablar, en su casa se ocupaba de hacerlo principalmente su mujer y, si alguna vez llegaba a tomar la palabra, en un momento propicio como, por ejemplo, cuando ella salía y por un rato no estaba cerca, entonces el aire, que se tenía que aspirar y expulsar para poner en marcha sus cuerdas vocales que no utilizaba mucho, al intentar pasar por los canales atascados, le irritaba la tráquea y los bronquios hasta tal punto que estallaba en un ataque de tos ronca. Y entonces expulsaba unas placas de hollín negro del interior de sus dispositivos vocales y respiratorios, la tos pasaba a ser mucho más húmeda y profunda, como si el aire hubiera penetrado por primera vez, después de mucho tiempo, a los rincones más recónditos y tenebrosos de los pulmones y tosía, tosía, tosía, de manera desesperada, y algunas veces terminaba todo ese concierto con una expectoración y escupiendo hacia abajo desde su balcón que sobresalía colgado en el aire, hacia la tierra que se perfilaba de prados verdes, de césped y de matorrales. Era una sinfonía de tos, que pasaba desde las altas arias líricas hasta los recitativos profundos, los contrapuntos de bajo y las grandes culminaciones de ronquedades, ronquidos y de unos silbidos desesperados para tomar aire. Después, aún seguía terminando con una cascada de chirridos, silbidos y gemidos, como si alguien abriera y cerrara en sus pulmones un viejo acordeón. Eso siempre pasaba cuando quería responder o decir algo rápido, antes de que su mujer volviera a su verborrea que había sido interrumpida durante unos segundos felices y excepcionales. Por desgracia, ese alud de tos lo doblegaba y no lo dejaba en paz durante al menos un minuto, el tiempo suficiente para que su mujer volviera a la conversación interrumpida y empezara otra nueva por aburrimiento. La oportunidad de hablar había desaparecido irremisiblemente y, cuando el vecino se recuperaba, su situación volvía a ser desesperada, así que tomaba otro cigarrillo y lo encendía, aguantándolo justo encima del filtro con su pulgar y su índice amarillos por el tabaco y, mirando melancólicamente a la ciudad que tenía ante él, arruinada en otoño por la niebla y el humo, se sumía en su silencio.
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<i>Ladrones de bombillas</i> es un relato, publicado por Sexto Piso, contado a través de los ojos de un niño, lleno de humor y melancolía sobre un bloque de apartamentos en Polonia al final de la era comunista.
1
Escuchen cómo saltó mi Madre. Miren, fue así: habíamos conseguido café para el día del santo, pero resultó que era en grano; entonces Padre, que estaba sentado delante de la tele, donde, en círculos de una borrasca de píxeles grises latentes, aparecían una y otra vez formas fantásticas de una imagen en blanco y negro de los bloques de pisos de Ursynów, me dijo: Vete a casa de Stefan, que lo muelan ellos, que tienen un molinillo. Claro que no iba a ir él, puesto que había que pasar por el altillo que tenía una pendiente terrible, y tampoco íbamos a llamar a cualquiera de los dos vecinos que teníamos al lado, porque los de nuestra derecha no tenían molinillo, y con los de la izquierda no teníamos buenas relaciones, que digamos, aunque no se sabe muy bien por qué. Tal vez porque ella nunca respondía a nuestros buenos días, a veces solo hacía una mueca de desprecio, él sí que a veces respondía, pero con una voz que parecía salida directamente de los intestinos y no de la boca: eso ya era más que suficiente para que cayeran en desgracia para nosotros, y Padre los borró de nuestras relaciones, parece que porque nos miraban con desprecio o también porque nosotros no pertenecíamos a la clase social correcta (vaya, una grosería, así lo comentaba), pero tal vez era como en ese chiste de la sartén que seguro que ya he explicado en otra ocasión. Él, Ogiński, era un ingeniero con diploma directivo en empresas de drenaje y de mejora del terreno, y se pasaba el día en la oficina de proyectos o sobre el terreno, horas y horas drenándolo; ella, por su parte, se encargaba de todo un papeleo increíblemente importante en una institución que se encontraba en un enorme edificio, en el departamento de aceptaciones, donde primero uno tenía que escribir una instancia y conseguir el juego completo de sellos correspondientes para poder entrar. Y como todos los sellos estaban en su cajón, no tenía por qué preocuparse de que aparecieran muchos solicitantes. No se sabía exactamente qué hacía sentada en su escritorio con una pila de papeles al lado de sus compañeras que tenían tareas similares y comportamiento similar; seguro que ni ella misma ni siquiera sabía a qué se dedicaba en su propio lugar de trabajo. De hecho, tan solo conocíamos su voz que taladraba a veces la pared de nuestra casa como una broca de diamante que destrozaba una placa de hormigón armado. Así pues, desde esa perspectiva, pensábamos que era una peligrosa muda que abría la boca tan solo para que salieran de ella gritos y truenos que hacían temblar ese gran bloque de pisos nuestro, una construcción de placas reforzadas de hormigón que empezaban a moverse de manera peligrosa. No sé si su voz podía tener alguna influencia en sus hijos, ya que a través de la pared no llegaba ningún otro tono algo más tierno. Quién sabe, tal vez en realidad fuera una familia muy agradable y se querían mucho. Ni tan siquiera eso sabíamos. Lo que pasaba detrás de la pared de hormigón, se quedaba detrás de la pared de hormigón. Su hijo era un manojo de tics nerviosos que le deformaban constantemente la cara: saltaba de repente con un grito inarticulado, con un estertor que no sabía controlar. Podía pasar durante una conversación, en la parada del bus, en una tienda, en el ascensor, a veces incluso en mitad de una frase. Un paroxismo eléctrico le sacudía el cuerpo, una energía extraña quería salir a cualquier precio de su interior y encontraba su reflejo en una mueca que le deformaba en un segundo monstruosamente la cara. Una contracción descontrolada y repentina de todos los músculos provocaba que el chico se lanzara con violencia, y su cara adoptaba una mueca terrible, como si quisiera de repente asustar a su interlocutor, atacarlo como si fuera un pavo real enfurecido, los ojos se le quedaban en blanco y escupía una espuma rabiosa. Ese grito alto y descontrolado que emitía era tan inhumano que las personas que no estuvieran acostumbradas podían asustarse mucho y después temían cualquier nuevo ataque, que solía tener pasados unos cinco minutos; y cuando el chico se ponía muy nervioso, cosa que pasaba de inmediato, cada vez con más frecuencia, llegaba a transformarse por un momento en un animal que aullaba y rompía en una frenética danza como si estuviera poseído por un demonio o como si, por un momento, alguno de los dioses hubiera adoptado su forma y, con su coreografía divina, revelara al mundo el gran misterio para el que evidentemente nadie estaba preparado. ¿Los ha poseído alguna vez algún dios? ¿Les ha torcido las manos y ha hecho de la lengua un nudo? ¿Ha penetrado con violencia en su interior a través de una de las aberturas y ha hecho lo que ha querido en esta tierra, utilizando su cuerpo, habiendo irrumpido primero en una danza inhumana de una locura convulsiva? He leído algo sobre esto, eso es lo que estaba escrito: habiendo adoptado una forma humana, pasó entre los hombres preguntando por agua. Era un pobre peregrino, una mujer vieja, un joven apuesto, un semidiós arrojando rocas. Lo he visto muchas veces: era un policía que, él solo sin ayuda de nadie, pegaba con una porra a seis estudiantes que desplegaban una pancarta y era una vendedora que echaba fuera de la tienda a cuatro borrachos, uno tras otro. ¿Los ha poseído alguna vez algún dios? ¿Se les ha aparecido en su forma humana, ha entrado en ustedes, los ha violado con su divinidad, sin avisarles y sin tener piedad? Esa danza duraba un buen rato, era violenta y le agotaba todas las energías. Solía suceder que, al acabar el ataque, le brillaban gotas de sudor en la frente y en sus ojos, que relampagueaban con una rabia sorda, se podía ver que tenía ganas de vengarse de esas fuerzas superiores que lo habían humillado. Los dioses poseían por un instante su cuerpo, se apoderaban de él y lo utilizaban como si fuese una marioneta, una figura, con ese aparato imperfecto de huesos y músculos, para realizar su baile entre los mortales durante cinco minutos, para manifestar con su naturaleza inhumana y terrible que nosotros, que estábamos tan asustados por aquella encarnación divina en una forma tan desmañada, no podíamos llegar a entender ni una pizca. Mirábamos todo aquello con horror, y a la vez sentíamos lástima: por suerte, a nosotros no se nos había aparecido esa gracia divina. También le llegaban ataques de posesión a nuestro vecino por la noche: a través de la fina pared de mi habitación llegué a oír más de una vez esos ladridos apagados que provenían de la casa de al lado, un hipo que lo poseía en medio del sueño de repente y que se lo llevaba de las profundidades hacia un ring iluminado con una luz divina, un escenario para un sacrificio, un altar en el que se movía desnudo dando convulsiones, atrapado por unas manos divinas, despiadadas, férreas. Por desgracia, el gran Artista, que lo movía como si fuera un títere, era para nosotros, los que observábamos esos sufrimientos, alguien que disfrutaba con los efectos que creaba, sin interesarle para nada el espectador, ni si este entendía algo de la función que estaba presenciando, ergo, era un grafómano consumado. Pero así es precisamente el privilegio divino. También cabe tener en cuenta que este tipo de movimientos y de sonidos son un signo de los grandes misterios. Precisamente, ese tipo de locos son venerados en Oriente como muftíes y profetas, como lo indica la enciclopedia socialista. Porque antes de que abran la boca para echar un discurso, tienen convulsiones y mueven la cabeza. Ese movimiento siempre está provocado por estar poseído por un espíritu fatídico que, al entrar de repente en una sustancia pequeña y frágil, le provoca convulsiones de esa manera. Era así como se comportaba, por lo que conseguí averiguar gracias a un libro grueso de cubiertas beige que me dio Ossoliński por un trueque, donde leí que la sibila Pytia, antes de anunciar sus augurios, primero zarandeaba un laurel. «Indica Lampridius que el Emperador Heliogábalo en las festividades de su divinidad […] sacudió públicamente la cabeza, y así deseaba pasar por un profeta. En su Asinaria, Plauto dice que Saurias meneaba la cabeza al andar, como si hubiera enloquecido y estuviera rabioso, despertando el terror entre los que se encontraba. Plauto lo vuelve a indicar en otro pasaje, al explicar por qué Cármides agitaba la cabeza, dijo que era porque estaba en éxtasis». Por su parte, Catulo en Atis y Cibeles escribe: «donde las ménades, mujeres báquicas, locas profetisas, llevando ramas de hiedra, agitaban sus cabezas […]». Escribe Tito Livio que «durante las bacanales en Roma los hombres y las mujeres parecían estar poseídos por un alma inspirada a causa de unos temblores fingidos y de movimientos del cuerpo. No obstante, la opinión general de los filósofos y del pueblo era, tal como se indicaba en ese libro, que los cielos enviaban el don de la profecía solo en la locura y el movimiento del cuerpo, entre temblores y convulsiones, y no únicamente cuando a la profetisa le venía la inspiración sino también cuando la revelaba y comunicaba». Y era así siempre como nuestro vecino manifestaba sus revelaciones, salían de sus labios en forma de hipos, como un lenguaje divino incomprensible para los mortales. Entonces, el vecino tenía el don de hablar en lenguas, pero a nosotros, por desgracia, no se nos había otorgado el don de comprender esas lenguas, por eso sus palabras proferidas en un arrebato inspirado seguían siendo incomprensibles para los mortales. Esos hipos divinos, o la homilía dominical en la iglesia de los dominicanos que teníamos cerca, o un artículo de Trybuna Ludu, parecían estar todos cifrados por un sagrado lenguaje divino. Nos daba lástima: cuanto más notaba que ese dios iba adentrándose en silencio y que ya lo tenía allí, que iba a entrar en su cuerpo a través de una de sus rendijas, que iba a tener un ataque, y cuanto más quería detenerlo por la fuerza de la voluntad y de los músculos, más terribles y más incongruentes eran después sus muecas y sus movimientos, los gritos formaban un glugluteo, ladridos o un desesperado cacareo. Evidentemente, intentaba compensar esa debilidad pública en otros campos y se esforzaba en ser un granuja y un gamberro consumado en el patio, sembrando el terror y el pánico entre los niños de su edad y aún más jóvenes y, para diluir de la manera más efectiva posible esos instantes en los que se sometía a una fuerza superior a la suya y para mostrar que esa era su naturaleza presuntamente cotidiana, inventaba una retahíla de crueldades que habían tenido lugar en su propia naturaleza, pero era en vano: al instante en que se iba, todos empezaban a reírse de él, descargando un poco la atmósfera de terror del espectáculo de su metamorfosis animal que acababan de presenciar. Porque nadie creía que aquello fuera de naturaleza divina, se veía a leguas. Podía llegar a ser, en sus acciones normales, sorprendentemente delicado con su hermana menor, a quien veía yo por las escaleras o esperando el ascensor. Sus padres nos evitaban, tal vez por el mismo motivo que nosotros a ellos, nosotros los evitábamos por motivos de clase. Ni tan siquiera sabíamos si los Ogiński tenían en casa un molinillo de café. Mi Padre me prohibió preguntárselo.
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Por otra parte, los vecinos de nuestra derecha, los Opaliński, no tenían molinillo de café. Entre las personas con las que teníamos relación, por consideración a nuestra particularidad de clase, muy pocas tenían su propio molinillo de café. Había visto molinillos de café de la época alemana en Prudnik, en casa de mi tía; tenía uno colgado, era muy bonito, arcaico, y reclamaba a viva voz su inutilidad. Lo utilizarían para moler algo distinto o no lo utilizaban para nada. Era blanco, de cerámica, con el nombre Kaffee en letras azules, como si lo hubieran hecho siguiendo un modelo de la porcelana de Mei- ssen; las partes de metal, reparadas muchas veces, estaban ya un poco negras por el tiempo, parecía ser el único recuerdo de otro mundo, desconocido, con una capa de oscuridad polvorienta. Es seguro que solo lo utilizaron para moler el tiempo y los recuerdos de los días pasados. Pero los vecinos de nuestra derecha no tenían ni un molinillo de la época alemana, ni un molinillo eléctrico de la República Federal Alemana, ni tan siquiera de los que se produjeron con manivela en la época comunista de Polonia o en la URSS. Si bebían café, cosa que ocurría de vez en cuando, lo compraban ya molido, al que después le echaban solo agua caliente, como hacíamos todos. Hasta que no apareció el café soluble, como resultado de echar agua caliente quedaba al fondo del vaso un poso negro con el que a veces se leía el futuro, o se echaba a las plantas, parece ser que aseguraba que crecieran de manera imponente y las hacía mucho más vivas. El vecino de nuestra derecha, Florian, fumaba mucho, había trabajado en una fábrica de cemento apagando cal antes de jubilarse. Estaba seco y delgado como mi Padre y casi siempre lo veía en el balcón con un cigarrillo. He estado aspirando cal toda mi vida y ahora ya no puedo aspirar aire limpio porque los pulmones pasan frío, decía. A veces, con mi Padre estaban platicando, a pesar de que Florian se pasaba casi la mayor parte del día en silencio. En cuanto a hablar, en su casa se ocupaba de hacerlo principalmente su mujer y, si alguna vez llegaba a tomar la palabra, en un momento propicio como, por ejemplo, cuando ella salía y por un rato no estaba cerca, entonces el aire, que se tenía que aspirar y expulsar para poner en marcha sus cuerdas vocales que no utilizaba mucho, al intentar pasar por los canales atascados, le irritaba la tráquea y los bronquios hasta tal punto que estallaba en un ataque de tos ronca. Y entonces expulsaba unas placas de hollín negro del interior de sus dispositivos vocales y respiratorios, la tos pasaba a ser mucho más húmeda y profunda, como si el aire hubiera penetrado por primera vez, después de mucho tiempo, a los rincones más recónditos y tenebrosos de los pulmones y tosía, tosía, tosía, de manera desesperada, y algunas veces terminaba todo ese concierto con una expectoración y escupiendo hacia abajo desde su balcón que sobresalía colgado en el aire, hacia la tierra que se perfilaba de prados verdes, de césped y de matorrales. Era una sinfonía de tos, que pasaba desde las altas arias líricas hasta los recitativos profundos, los contrapuntos de bajo y las grandes culminaciones de ronquedades, ronquidos y de unos silbidos desesperados para tomar aire. Después, aún seguía terminando con una cascada de chirridos, silbidos y gemidos, como si alguien abriera y cerrara en sus pulmones un viejo acordeón. Eso siempre pasaba cuando quería responder o decir algo rápido, antes de que su mujer volviera a su verborrea que había sido interrumpida durante unos segundos felices y excepcionales. Por desgracia, ese alud de tos lo doblegaba y no lo dejaba en paz durante al menos un minuto, el tiempo suficiente para que su mujer volviera a la conversación interrumpida y empezara otra nueva por aburrimiento. La oportunidad de hablar había desaparecido irremisiblemente y, cuando el vecino se recuperaba, su situación volvía a ser desesperada, así que tomaba otro cigarrillo y lo encendía, aguantándolo justo encima del filtro con su pulgar y su índice amarillos por el tabaco y, mirando melancólicamente a la ciudad que tenía ante él, arruinada en otoño por la niebla y el humo, se sumía en su silencio.
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En esta novela, la poesía de la vida cotidiana se convierte en un fresco de los años de pobreza narrado sin amargura ni nostalgia desbordante.
<i>Ladrones de bombillas</i> es un relato, publicado por Sexto Piso, contado a través de los ojos de un niño, lleno de humor y melancolía sobre un bloque de apartamentos en Polonia al final de la era comunista.
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Escuchen cómo saltó mi Madre. Miren, fue así: habíamos conseguido café para el día del santo, pero resultó que era en grano; entonces Padre, que estaba sentado delante de la tele, donde, en círculos de una borrasca de píxeles grises latentes, aparecían una y otra vez formas fantásticas de una imagen en blanco y negro de los bloques de pisos de Ursynów, me dijo: Vete a casa de Stefan, que lo muelan ellos, que tienen un molinillo. Claro que no iba a ir él, puesto que había que pasar por el altillo que tenía una pendiente terrible, y tampoco íbamos a llamar a cualquiera de los dos vecinos que teníamos al lado, porque los de nuestra derecha no tenían molinillo, y con los de la izquierda no teníamos buenas relaciones, que digamos, aunque no se sabe muy bien por qué. Tal vez porque ella nunca respondía a nuestros buenos días, a veces solo hacía una mueca de desprecio, él sí que a veces respondía, pero con una voz que parecía salida directamente de los intestinos y no de la boca: eso ya era más que suficiente para que cayeran en desgracia para nosotros, y Padre los borró de nuestras relaciones, parece que porque nos miraban con desprecio o también porque nosotros no pertenecíamos a la clase social correcta (vaya, una grosería, así lo comentaba), pero tal vez era como en ese chiste de la sartén que seguro que ya he explicado en otra ocasión. Él, Ogiński, era un ingeniero con diploma directivo en empresas de drenaje y de mejora del terreno, y se pasaba el día en la oficina de proyectos o sobre el terreno, horas y horas drenándolo; ella, por su parte, se encargaba de todo un papeleo increíblemente importante en una institución que se encontraba en un enorme edificio, en el departamento de aceptaciones, donde primero uno tenía que escribir una instancia y conseguir el juego completo de sellos correspondientes para poder entrar. Y como todos los sellos estaban en su cajón, no tenía por qué preocuparse de que aparecieran muchos solicitantes. No se sabía exactamente qué hacía sentada en su escritorio con una pila de papeles al lado de sus compañeras que tenían tareas similares y comportamiento similar; seguro que ni ella misma ni siquiera sabía a qué se dedicaba en su propio lugar de trabajo. De hecho, tan solo conocíamos su voz que taladraba a veces la pared de nuestra casa como una broca de diamante que destrozaba una placa de hormigón armado. Así pues, desde esa perspectiva, pensábamos que era una peligrosa muda que abría la boca tan solo para que salieran de ella gritos y truenos que hacían temblar ese gran bloque de pisos nuestro, una construcción de placas reforzadas de hormigón que empezaban a moverse de manera peligrosa. No sé si su voz podía tener alguna influencia en sus hijos, ya que a través de la pared no llegaba ningún otro tono algo más tierno. Quién sabe, tal vez en realidad fuera una familia muy agradable y se querían mucho. Ni tan siquiera eso sabíamos. Lo que pasaba detrás de la pared de hormigón, se quedaba detrás de la pared de hormigón. Su hijo era un manojo de tics nerviosos que le deformaban constantemente la cara: saltaba de repente con un grito inarticulado, con un estertor que no sabía controlar. Podía pasar durante una conversación, en la parada del bus, en una tienda, en el ascensor, a veces incluso en mitad de una frase. Un paroxismo eléctrico le sacudía el cuerpo, una energía extraña quería salir a cualquier precio de su interior y encontraba su reflejo en una mueca que le deformaba en un segundo monstruosamente la cara. Una contracción descontrolada y repentina de todos los músculos provocaba que el chico se lanzara con violencia, y su cara adoptaba una mueca terrible, como si quisiera de repente asustar a su interlocutor, atacarlo como si fuera un pavo real enfurecido, los ojos se le quedaban en blanco y escupía una espuma rabiosa. Ese grito alto y descontrolado que emitía era tan inhumano que las personas que no estuvieran acostumbradas podían asustarse mucho y después temían cualquier nuevo ataque, que solía tener pasados unos cinco minutos; y cuando el chico se ponía muy nervioso, cosa que pasaba de inmediato, cada vez con más frecuencia, llegaba a transformarse por un momento en un animal que aullaba y rompía en una frenética danza como si estuviera poseído por un demonio o como si, por un momento, alguno de los dioses hubiera adoptado su forma y, con su coreografía divina, revelara al mundo el gran misterio para el que evidentemente nadie estaba preparado. ¿Los ha poseído alguna vez algún dios? ¿Les ha torcido las manos y ha hecho de la lengua un nudo? ¿Ha penetrado con violencia en su interior a través de una de las aberturas y ha hecho lo que ha querido en esta tierra, utilizando su cuerpo, habiendo irrumpido primero en una danza inhumana de una locura convulsiva? He leído algo sobre esto, eso es lo que estaba escrito: habiendo adoptado una forma humana, pasó entre los hombres preguntando por agua. Era un pobre peregrino, una mujer vieja, un joven apuesto, un semidiós arrojando rocas. Lo he visto muchas veces: era un policía que, él solo sin ayuda de nadie, pegaba con una porra a seis estudiantes que desplegaban una pancarta y era una vendedora que echaba fuera de la tienda a cuatro borrachos, uno tras otro. ¿Los ha poseído alguna vez algún dios? ¿Se les ha aparecido en su forma humana, ha entrado en ustedes, los ha violado con su divinidad, sin avisarles y sin tener piedad? Esa danza duraba un buen rato, era violenta y le agotaba todas las energías. Solía suceder que, al acabar el ataque, le brillaban gotas de sudor en la frente y en sus ojos, que relampagueaban con una rabia sorda, se podía ver que tenía ganas de vengarse de esas fuerzas superiores que lo habían humillado. Los dioses poseían por un instante su cuerpo, se apoderaban de él y lo utilizaban como si fuese una marioneta, una figura, con ese aparato imperfecto de huesos y músculos, para realizar su baile entre los mortales durante cinco minutos, para manifestar con su naturaleza inhumana y terrible que nosotros, que estábamos tan asustados por aquella encarnación divina en una forma tan desmañada, no podíamos llegar a entender ni una pizca. Mirábamos todo aquello con horror, y a la vez sentíamos lástima: por suerte, a nosotros no se nos había aparecido esa gracia divina. También le llegaban ataques de posesión a nuestro vecino por la noche: a través de la fina pared de mi habitación llegué a oír más de una vez esos ladridos apagados que provenían de la casa de al lado, un hipo que lo poseía en medio del sueño de repente y que se lo llevaba de las profundidades hacia un ring iluminado con una luz divina, un escenario para un sacrificio, un altar en el que se movía desnudo dando convulsiones, atrapado por unas manos divinas, despiadadas, férreas. Por desgracia, el gran Artista, que lo movía como si fuera un títere, era para nosotros, los que observábamos esos sufrimientos, alguien que disfrutaba con los efectos que creaba, sin interesarle para nada el espectador, ni si este entendía algo de la función que estaba presenciando, ergo, era un grafómano consumado. Pero así es precisamente el privilegio divino. También cabe tener en cuenta que este tipo de movimientos y de sonidos son un signo de los grandes misterios. Precisamente, ese tipo de locos son venerados en Oriente como muftíes y profetas, como lo indica la enciclopedia socialista. Porque antes de que abran la boca para echar un discurso, tienen convulsiones y mueven la cabeza. Ese movimiento siempre está provocado por estar poseído por un espíritu fatídico que, al entrar de repente en una sustancia pequeña y frágil, le provoca convulsiones de esa manera. Era así como se comportaba, por lo que conseguí averiguar gracias a un libro grueso de cubiertas beige que me dio Ossoliński por un trueque, donde leí que la sibila Pytia, antes de anunciar sus augurios, primero zarandeaba un laurel. «Indica Lampridius que el Emperador Heliogábalo en las festividades de su divinidad […] sacudió públicamente la cabeza, y así deseaba pasar por un profeta. En su Asinaria, Plauto dice que Saurias meneaba la cabeza al andar, como si hubiera enloquecido y estuviera rabioso, despertando el terror entre los que se encontraba. Plauto lo vuelve a indicar en otro pasaje, al explicar por qué Cármides agitaba la cabeza, dijo que era porque estaba en éxtasis». Por su parte, Catulo en Atis y Cibeles escribe: «donde las ménades, mujeres báquicas, locas profetisas, llevando ramas de hiedra, agitaban sus cabezas […]». Escribe Tito Livio que «durante las bacanales en Roma los hombres y las mujeres parecían estar poseídos por un alma inspirada a causa de unos temblores fingidos y de movimientos del cuerpo. No obstante, la opinión general de los filósofos y del pueblo era, tal como se indicaba en ese libro, que los cielos enviaban el don de la profecía solo en la locura y el movimiento del cuerpo, entre temblores y convulsiones, y no únicamente cuando a la profetisa le venía la inspiración sino también cuando la revelaba y comunicaba». Y era así siempre como nuestro vecino manifestaba sus revelaciones, salían de sus labios en forma de hipos, como un lenguaje divino incomprensible para los mortales. Entonces, el vecino tenía el don de hablar en lenguas, pero a nosotros, por desgracia, no se nos había otorgado el don de comprender esas lenguas, por eso sus palabras proferidas en un arrebato inspirado seguían siendo incomprensibles para los mortales. Esos hipos divinos, o la homilía dominical en la iglesia de los dominicanos que teníamos cerca, o un artículo de Trybuna Ludu, parecían estar todos cifrados por un sagrado lenguaje divino. Nos daba lástima: cuanto más notaba que ese dios iba adentrándose en silencio y que ya lo tenía allí, que iba a entrar en su cuerpo a través de una de sus rendijas, que iba a tener un ataque, y cuanto más quería detenerlo por la fuerza de la voluntad y de los músculos, más terribles y más incongruentes eran después sus muecas y sus movimientos, los gritos formaban un glugluteo, ladridos o un desesperado cacareo. Evidentemente, intentaba compensar esa debilidad pública en otros campos y se esforzaba en ser un granuja y un gamberro consumado en el patio, sembrando el terror y el pánico entre los niños de su edad y aún más jóvenes y, para diluir de la manera más efectiva posible esos instantes en los que se sometía a una fuerza superior a la suya y para mostrar que esa era su naturaleza presuntamente cotidiana, inventaba una retahíla de crueldades que habían tenido lugar en su propia naturaleza, pero era en vano: al instante en que se iba, todos empezaban a reírse de él, descargando un poco la atmósfera de terror del espectáculo de su metamorfosis animal que acababan de presenciar. Porque nadie creía que aquello fuera de naturaleza divina, se veía a leguas. Podía llegar a ser, en sus acciones normales, sorprendentemente delicado con su hermana menor, a quien veía yo por las escaleras o esperando el ascensor. Sus padres nos evitaban, tal vez por el mismo motivo que nosotros a ellos, nosotros los evitábamos por motivos de clase. Ni tan siquiera sabíamos si los Ogiński tenían en casa un molinillo de café. Mi Padre me prohibió preguntárselo.
2
Por otra parte, los vecinos de nuestra derecha, los Opaliński, no tenían molinillo de café. Entre las personas con las que teníamos relación, por consideración a nuestra particularidad de clase, muy pocas tenían su propio molinillo de café. Había visto molinillos de café de la época alemana en Prudnik, en casa de mi tía; tenía uno colgado, era muy bonito, arcaico, y reclamaba a viva voz su inutilidad. Lo utilizarían para moler algo distinto o no lo utilizaban para nada. Era blanco, de cerámica, con el nombre Kaffee en letras azules, como si lo hubieran hecho siguiendo un modelo de la porcelana de Mei- ssen; las partes de metal, reparadas muchas veces, estaban ya un poco negras por el tiempo, parecía ser el único recuerdo de otro mundo, desconocido, con una capa de oscuridad polvorienta. Es seguro que solo lo utilizaron para moler el tiempo y los recuerdos de los días pasados. Pero los vecinos de nuestra derecha no tenían ni un molinillo de la época alemana, ni un molinillo eléctrico de la República Federal Alemana, ni tan siquiera de los que se produjeron con manivela en la época comunista de Polonia o en la URSS. Si bebían café, cosa que ocurría de vez en cuando, lo compraban ya molido, al que después le echaban solo agua caliente, como hacíamos todos. Hasta que no apareció el café soluble, como resultado de echar agua caliente quedaba al fondo del vaso un poso negro con el que a veces se leía el futuro, o se echaba a las plantas, parece ser que aseguraba que crecieran de manera imponente y las hacía mucho más vivas. El vecino de nuestra derecha, Florian, fumaba mucho, había trabajado en una fábrica de cemento apagando cal antes de jubilarse. Estaba seco y delgado como mi Padre y casi siempre lo veía en el balcón con un cigarrillo. He estado aspirando cal toda mi vida y ahora ya no puedo aspirar aire limpio porque los pulmones pasan frío, decía. A veces, con mi Padre estaban platicando, a pesar de que Florian se pasaba casi la mayor parte del día en silencio. En cuanto a hablar, en su casa se ocupaba de hacerlo principalmente su mujer y, si alguna vez llegaba a tomar la palabra, en un momento propicio como, por ejemplo, cuando ella salía y por un rato no estaba cerca, entonces el aire, que se tenía que aspirar y expulsar para poner en marcha sus cuerdas vocales que no utilizaba mucho, al intentar pasar por los canales atascados, le irritaba la tráquea y los bronquios hasta tal punto que estallaba en un ataque de tos ronca. Y entonces expulsaba unas placas de hollín negro del interior de sus dispositivos vocales y respiratorios, la tos pasaba a ser mucho más húmeda y profunda, como si el aire hubiera penetrado por primera vez, después de mucho tiempo, a los rincones más recónditos y tenebrosos de los pulmones y tosía, tosía, tosía, de manera desesperada, y algunas veces terminaba todo ese concierto con una expectoración y escupiendo hacia abajo desde su balcón que sobresalía colgado en el aire, hacia la tierra que se perfilaba de prados verdes, de césped y de matorrales. Era una sinfonía de tos, que pasaba desde las altas arias líricas hasta los recitativos profundos, los contrapuntos de bajo y las grandes culminaciones de ronquedades, ronquidos y de unos silbidos desesperados para tomar aire. Después, aún seguía terminando con una cascada de chirridos, silbidos y gemidos, como si alguien abriera y cerrara en sus pulmones un viejo acordeón. Eso siempre pasaba cuando quería responder o decir algo rápido, antes de que su mujer volviera a su verborrea que había sido interrumpida durante unos segundos felices y excepcionales. Por desgracia, ese alud de tos lo doblegaba y no lo dejaba en paz durante al menos un minuto, el tiempo suficiente para que su mujer volviera a la conversación interrumpida y empezara otra nueva por aburrimiento. La oportunidad de hablar había desaparecido irremisiblemente y, cuando el vecino se recuperaba, su situación volvía a ser desesperada, así que tomaba otro cigarrillo y lo encendía, aguantándolo justo encima del filtro con su pulgar y su índice amarillos por el tabaco y, mirando melancólicamente a la ciudad que tenía ante él, arruinada en otoño por la niebla y el humo, se sumía en su silencio.
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