A Elena Garro, Octavio Paz y Xavier Villaurrutia les inquietó la tensión entre la historia y el presente de la ciudad. A Salvador Novo y Jack Kerouac los excitó la noche capitalina. Otros autores salieron de las colonias céntricas para hablar de Xochimilco, por ejemplo. Una colección de poemas y narraciones sobre la Ciudad de México nocturna.
Los aguaceros y la Ciudad de México están adheridos. Las lluvias cercan a los chilangos durante siete largos meses, día y noche, desde abril hasta octubre. Chaparrón tras chaparrón, llovizna tras llovizna… y no aprendemos; los charcos, el légamo y las ciénagas no cesan de aparecer antes de disiparse. Además de una proverbial y centenaria falta de previsión de las autoridades capitalinas, este fenómeno lo explicaría el hecho de que no gozamos del favor de la naturaleza, pues la ciudad está situada en una cuenca cuyas aguas no tienen salida hacia el mar o a tierras más bajas o, en realidad, había un gran número de recursos hídricos, pero debido al paulatino y fatal azolvamiento la situación se volvió muy complicada. Así, la expresión “valle de México” es bonita, pero inexacta.
Desde tiempos novohispanos vivimos en una paradoja. Mientras que la Ciudad de México se viste constantemente con nuevos edificios y ornamentos, las inundaciones sacan a flote nuestras vulnerabilidades, como si los viejos canales prehispánicos declinaran el olvido. Artemio del Valle-Arizpe escribió: “Entre los derruidos paredones del templo en ‘donde estaba el Huichilobos’ (así llamaban los cronistas de indias a Huitzilopochtli) y el solar avulense [donde habían estado las casas de la familia Ávila], quedaba de por medio la Isla de los Perros, así llamada porque como era la parte más alta de la ciudad allí se refugiaban cuando había inundaciones los canes callejeros y sin dueño, para que no les llegase el agua”. Es precisamente la esquina en la que se encontraban las calles de República de Guatemala y República de Argentina, y donde hoy está el Templo Mayor, el espacio donde el cronista ubica el relato titulado “La casa de los Ávilas”. La imagen es curiosa: El agua cubre la ciudad virreinal, que a su vez oculta a la polis mexica. Y sobre un promontorio, perros callejeros se rascan, ladran, mueven el rabo y se guarecen de los desbordamientos. Como si trataran de protegerse, no del todo satisfactoriamente, ante el resurgimiento del pasado, siendo ellos mismos un símbolo de las tensiones humanas.
Estas reverberaciones de la historia de la Ciudad de México también pueden sentirse en el hallazgo de tres de las piedras aztecas más icónicas. En 1978, durante los trabajos de cableado que realizaba la Compañía de Luz y Fuerza del Centro en esa zona, se descubrió a la Coyolxauhqui, diosa lunar nocturna e hija de Coatlicue. Este descubrimiento llevó, meses después, al hallazgo del Templo Mayor. La ciudad era así devuelta a sus raíces. Dos siglos atrás, en 1790, durante las obras en la Plaza de Armas –que hoy llamamos Zócalo– se había encontrado a la diosa madre Coatlicue. Debido a que fue sujeto de adoración y asombro entre la población indígena, volvió a sepultarse, de forma inaudita, a principios del siglo XIX. Algunos meses más tarde, también debajo del mismo sitio, se halló la Piedra de Sol. A pesar de que el origen era idéntico, su suerte fue muy distinta, tal vez por sus proporciones, su belleza apolínea y a que era un objeto racional de altas consideraciones en una época en la que la Ilustración se encontraba en pleno apogeo. Inmediatamente fue colocada afuera de la Catedral Metropolitana para que pudiera contemplarse, hasta que se llevó al Museo Nacional en 1885, no sin antes servir de objetivo del tiro al blanco que practicaban los soldados gringos durante la ocupación estadounidense.
Lo ocurrido con las tres piedras, dos de las cuales representan deidades asociadas a la noche y una que se vincula con la medición del tiempo, es sintomático de la vida en la Ciudad de México, siempre presa de tensiones y fisuras, de violencias y pasiones, de ecuanimidades y sobresaltos, como una soledad de asfalto en la que, de forma sempiterna, lo nuevo reemplaza a lo viejo cimentándose sobre sus ruinas, para después volverse añicos en espera de una improvisada restauración.
La literatura ha capturado las fuerzas —espesas, monstruosas y fértiles como la Coatlicue, pero también sensatas, coherentes y cautas, como las de la Piedra de Sol— de la noche en la Ciudad de México —chilanga, capitalina, mexica, DFctuosa o como se desee llamar—. En uno de los relatos más prodigiosos y delirantes del siglo XX mexicano, “La culpa es de los tlaxcaltecas” (1989), Elena Garro narra la historia de Laura, un ama de casa capitalina de clase media casada con Pablo. En un momento dos planos temporales se superponen: el pasado indígena y el presente urbano. Ella es tachada de “loca” por la familia de su esposo. Él la ataca porque ella reconoce a su “primo marido”, un guerrero indígena que sobrevive a la conquista de Tenochtitlán. El hiato histórico es un símbolo de ambas realidades nunca del todo reconciliadas. Laura, al contar su historia a Nachita, la empleada doméstica convertida en cómplice, asume “una culpa” problemática en una sociedad patriarcal, una culpa que no es de ella, sino de su género, en una cultura machista, una culpa por ser mujer. Se llama a sí misma “traidora”, como se les llamó a los tlaxcaltecas que se aliaron con los conquistadores castellanos para defenderse de la sociedad mexica. Laura da cuenta a Nachita de un episodio con el guerrero de 1521 en el que las avenidas modernas se tornan en canales colmados de muertos:
“Me miró y se fue a combatir con la esperanza de evitar la derrota. Yo me quedé acurrucada. No quise ver a las gentes que huían, para no tener la tentación, ni tampoco quise ver a los muertos que flotaban en el agua para no llorar. Me puse a contar los frutitos que colgaban de las ramas cortadas: estaban secos y cuando los tocaba con los dedos, la cáscara roja se les caía. No sé porqué me parecieron de mal agüero y preferí mirar el cielo, que empezó a oscurecerse. Primero se puso pardo, luego empezó a coger el color de los ahogados de los canales. Me quedé recordando los colores de otras tardes. Pero la tarde siguió amoratándose, hinchándose, como si de pronto fuera a reventar y supe que se había acabado el tiempo. Si mi primo no volvía, ¿qué sería de mí? Tal vez ya estaba muerto en el combate. No me importó su suerte y me salí de allí a toda carrera perseguida por el miedo. ‘Cuando llegue y me busque…’ No tuve tiempo de acabar mi pensamiento porque me hallé en el anochecer de la ciudad de México. Margarita ya se debe haber acabado su helado de vainilla y Pablo debe de estar muy enojado… Un taxi me trajo por el periférico. ¿Y sabes, Nachita?, los periféricos eran los canales infestados de cadáveres… por eso llegué tan triste… Ahora, Nachita, no le cuentes al señor que me pasé la tarde con mi marido”.
Esa mixtura del antes y el ahora en la Ciudad de México también es reconocida en “Nocturno de San Ildefonso” (1976), el poema de Octavio Paz que revisita el edificio donde estudió en su juventud y que fue sede de la Escuela Nacional Preparatoria. El autor asegura “La poesía no es la verdad: / es la resurrección de las presencias”. Esta vocación por restituir el pasado no es casual, pues en el poema de Paz las piedras antiguas y los viejos canales resurgen bajo las transfiguraciones de la noche:
A esta hora
los muros rojos de San Ildefonso
son negros y respiran:
sol hecho tiempo,
tiempo hecho piedra,
piedra hecha cuerpo.
Estas calles fueron canales.
Al sol,
las casas eran plata:
ciudad de cal y canto,
luna caída en el lago.
Los criollos levantaron,
sobre el canal cegado y el ídolo enterrado,
otra ciudad
—no blanca: rosa y oro—
idea vuelta espacio, número tangible.
La asentaron
en el cruce de las ocho direcciones,
sus puertas
a lo invisible abiertas:
el cielo y el infierno.
Y si de nocturnos de la Ciudad de México hablamos no puede dejarse de lado el “Nocturno de San Juan”, de Xavier Villaurrutia, que hace referencia a la calle San Juan de Letrán, que hoy tiene el horrendo, administrativo y fastidioso nombre de Eje Central Lázaro Cárdenas. En este poema, inédito hasta hace unos pocos años y que fue publicado con una nota de Miguel Capistrán, el autor de Nostalgia de la muerte también avizora el eterno conflicto entre una huella histórica problemática y un ahora desgarrado.
Calles mojadas como espejos,
donde cada luz encendida,
al multiplicar sus reflejos
forma una ciudad sumergida.
Y en que el silencio va tejiendo
con negras plumas el misterio,
porque su noche sigue siendo
la eterna noche del Imperio.
Ciudad antigua y desolada.
En la piel de sus edificios
quedó la huella ensangrentada
de los rituales sacrificios.
Entre la pachanga y la introversión
En ese mismo poema, Villaurrutia da cuenta de otras fricciones, las de la vida nocturna de esa calle en la década de los cuarenta, disipada y jubilosa (de la que Vicente Quirarte ha escrito que “era la arteria inagotable de la urbe, fuente para la sed vampírica de sus exploradores”). Restaurantes, cines y cabarets, como el Pierrot y el Mocambo, se levantaban donde hoy hay puestos de fayuca, pregones que repiten nombres de programas de cómputo y rostros de diversos ambulantajes.
Noches de trémula delicia
en que el insomne adolescente
descubre a solas la caricia
y halla en sus manos una fuente.
En que, cazadores furtivos,
en la sombra de algún pasaje,
con su cara de muertos vivos
incuban un turbio chantaje.
Y en que, con paso amortiguado
algún Don Juan Manuel transeúnte
llega de pronto a nuestro lado...
¡Y esperamos que nos pregunte...!
Esta última estrofa hace referencia a la leyenda del fantasma de don Juan Manuel, un amigo de parranda del virrey Lope Díez de Aux y Armendáriz. Cuenta la leyenda que éste preguntaba a los peatones por la hora antes de asesinarlos profiriendo la frase: “Dichoso usted que sabe la hora en que va a morir”.
Esta ciudad, imán de todas las energías, tiene en la excursión profana uno de sus derroteros preferidos. Las alternativas se multiplican por las bocacalles, las esquinas y la penumbra que proporcionan placeres insumisos. Como si aquellos roces entre el pretérito prehispánico y un presente inasible y mundano devinieran en una urbe que oscila entre el recogimiento fecundo y el desenfreno coral.
La atmósfera celebratoria, que merece el aprecio y la estima de Xavier Villaurrutia y Salvador Novo (quien dice que la vida nocturna de la ciudad es “palpitante, rica, desconocida, remisa, dispersa”) recibe la cólera de Efraín Huerta, quien expone sus diatribas contra la capital en “Declaración de odio” (1944), poema que seguramente fue infundido por las sombrías energías de la Coatlicue:
Ciudad tan complicada, hervidero de envidias,
criadero de virtudes deshechas al cabo de una hora,
páramo sofocante, nido blando en que somos
como palabra ardiente desoída,
superficie en que vamos como un tránsito oscuro,
desierto en que latimos y respiramos vicios,
ancho bosque regado por dolorosas y punzantes lágrimas,
lágrimas de desprecio, lágrimas insultantes.
Te declaramos nuestro odio, magnifica ciudad.
A ti, a tus tristes y vulgarísimos burgueses,
a tus chicas de aire, caramelos y films americanos,
a tus juventudes ice cream rellenas de basura,
a tus desenfrenados maricones que devastan
las escuelas, la plaza Garibaldi,
la viva y venenosa calle de San Juan de Letrán.
Contrasta esa noche díscola, de juerga y fiestas interminables, con la que emerge en Rito de iniciación (1997), la novela póstuma de Rosario Castellanos. Ahí, la protagonista, Cecilia Rojas, una joven de provincia que acude a estudiar a la Ciudad de México, se reconcilia con la ciudad, a veces tacaña, en ocasiones hipócrita y otras, meramente belicosa. Al salir de una fiesta, Cecilia armoniza con la noche:
“Una calle, a esa hora, vacía. Porque los fantasmas diurnos que la poblaban de ruidos, de sombras, de movimiento, se desvanecieron y la dejaron extrañamente penetrable. Sin ningún obstáculo que se le opusiera, Cecilia avanzaba rompiendo una atmósfera que apenas unos momentos antes estaba aún sin estrenar; que en algunos sectores se condensaba en luz y en otros producía una ilusión de solidez por reconcentración de la oscuridad.
La calle desembocó en una plaza donde las dimensiones urbanas, desmesuradas bajo el ojo del sol, se reducían a la capacidad perceptiva de los sentidos, al ejercicio de síntesis de la inteligencia. Mi alrededor es éste; acaba aquí, donde mis dedos tocan, donde mis pasos llegan, donde mi vista alcanza, se dijo Cecilia, tranquilizada. Y, lo mismo que un naturalista reconstruye la totalidad de un animal prehistórico a partir de la única vértebra hallada, así la ciudad se comprendía entera en ese fragmento mínimo. Aquí estaban, latentes de algún modo, sus avenidas sin término, tendidas hacia todos los rumbos del planeta. Y los espacios abiertos, los sitios construidos para la reunión de la multitud, dócil y expectante; los establos donde se apiña el rebaño sumiso a un pastor invisible pero cuyos mandatos se transmiten con celeridad y obedecen con exactitud.
Esta ciudad y yo seremos amigas, prometió Cecilia. La relación amistosa es posible porque me he desprendido de su masa en la que estuve confundida tanto tiempo y me levanto como un ente autónomo, apto —no para el desafío— sino deseoso de contemplar, frente a frente, a la criatura hermosa, desnuda, inerme, lineal”.
Esta mirada de quien se asoma por primera vez a la Ciudad de México tiene una improbable, pero verosímil similitud con la de Jack Kerouac que, en su infaltable novela On the road (1957), testifica su encuentro con el centro histórico:
“En el centro de la ciudad miles de tipos con sombrero de paja y chaquetas de grandes solapas, pero sin camisa, andaban tranquilamente por la calzada. Algunos vendían crucifijos y marijuana en plena calle, otros estaban arrodillados en destartaladas capillas junto a barracas de espectáculos de variedades. Algunas de las callejas eran de grava, con alcantarillado a pleno aire y puertas por las que se entraba a diminutos bares incrustados en las paredes de adobe. Había que saltar una zanja para conseguir un trago y al fondo de la zanja estaba el antiguo lago de los aztecas. Tenías que salir del bar con la espalda pegada a la pared para llegar hasta la calle. Servían café mezclado con ron y nuez moscada. El mambo sonaba por todas partes. Cientos de putas se alineaban a lo largo de las oscuras y estrechas calles y sus tristes ojos nos seguían brillando en la noche. Andábamos como en sueños. Comimos unas ricas chuletas por cuarenta y ocho centavos en una extraña cafetería mexicana con azulejos y varias generaciones de tocadores de marimba de pie junto a una marimba enorme… También pasaban guitarristas cantando y había viejos tocando la trompeta en los rincones. Al pasar se olía el agrio hedor de las pulquerías; allí te daban un vaso de jugo de cacto por dos centavos. Nada se detenía. Las calles estaban vivas toda la noche”.
Siendo contemporáneos, aunque poseedores de temperamentos equidistantes, Rosario Castellanos (nacida en 1925) y el poeta beatnik (llegado al mundo tres años antes), comparten una mirada de admiración y sobresalto ante la ciudad que tienen delante sí. Mientras que la primera se decanta por el espacio silente, oscuro y vacío que permite el “ejercicio de síntesis de la inteligencia”, el segundo se maravilla ante los personajes, los colores, los sonidos y los bares con los que se topa.
Otras ciudades dentro de la ciudad
Hasta aquí las voces escuchadas y los colores percibidos son los del bullicioso centro de la Ciudad de México de noche. No obstante, distintos escritores han retratado otras zonas y atmósferas del Chilango a través de una perspectiva más íntima, como la de la mirada infantil que presenta Las batallas en el desierto (1981), de José Emilio Pacheco. A fines de los años cuarenta, el niño Carlos, oriundo de la colonia Roma, se enamora platónicamente de la mamá de un compañero de la escuela, lo que tiene consecuencias para los personajes de esta novela breve que describe a la sociedad pacata e hipócrita de entonces. Este relato pinta uno de los retratos de época más verosímiles y logrados de la literatura mexicana. Las calles, los sitios, los autos, la música, el consumo cultural, la política y la grilla son presencias filtradas desde el horizonte de un adulto que rememora sus vivencias y su otredad como un estudiante de primaria. La noche también se asoma entre sus páginas:
“Aquí tienes tu casa. Vuelve pronto. Muchas gracias de nuevo, señora. Gracias Jim. Nos vemos el lunes. Cómo me hubiera gustado permanecer allí para siempre o cuando menos llevarme la foto de Mariana que estaba en la sala. Caminé por Tabasco, di vuelta en Córdoba para llegar a mi casa en Zacatecas. Los faroles plateados daban muy poca luz. Ciudad en penumbra, misteriosa colonia Roma de entonces. Átomo del inmenso mundo, dispuesto muchos años antes de mi nacimiento como una escenografía para mi representación. Una sinfonola tocaba el bolero. Hasta ese momento la música había sido nada más el Himno Nacional, los cánticos de mayo en la iglesia, Cri-Cri, sus canciones infantiles —Los caballitos, Marcha de las letras, Negrito sandía, El ratón vaquero, Juan Pestañas— y la melodía circular, envolvente, húmeda de Ravel con que la XEQ iniciaba sus transmisiones a las seis y media, cuando mi padre encendía el radio para despertarme con el estruendo de La Legión de los Madrugadores. Al escuchar el otro bolero que nada tenía que ver con el de Ravel, me llamó la atención la letra. Por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo.”
No se piense que los escritores sólo son inspirados por la noche en barrios célebres y de clase media de la Ciudad de México. En Calzada de los misterios (2012), Vilma Fuentes da cuenta de distintos ambientes a través de varios personajes. En la siguiente estampa una niña en San Pablo Atlazalpan, en Chalco, plasma el insomnio infantil:
“Poco a poco, llegase o no mi padre, solo o acompañado, me fui acostumbrando a despertarme hacia las cuatro de la mañana. Al placer de escuchar las voces muy quedas de Agustín Lara y Frank Sinatra o la trompeta de Armstrong, y las briznas de la plática que me llegaban cuando mi padre y sus amigos subían el volumen de sus voces —frases que repetidas noche a noche, gracias a esa magia con que el alcohol otorga al bebedor al mismo tiempo la obsesión y el olvido, me hacían creer en un ritual que yo profanaba sin participar—, se fue sobreponiendo un placer distinto, más completo, siempre sorpresivo a pesar de ser el mismo y por ese motivo milagroso como una aparición: oía el murmullo de la noche. Un murmullo que nunca escucharía en ninguna otra ciudad, sea porque la noche posee distintas voces, sea porque la noche es otra en cada lugar. Era una voz de rieles y ruedas, un ruido de trote de caballos y zumbido de abejas, un ronroneo de almas en pena, aullido de gatos, taconeo de fantasmas. Un sordo murmullo donde se escuchaban los pasos de la noche. Comprendía que no era el tiempo el que pasaba, sino los susurros, las calles, la oscuridad, yo misma”.
Esa serenidad que sólo puede entregar la penumbra y que parece ser terreno propicio para la epifanía y el milagro parece haberla sentido el poeta británico Charles Tomlinson en un espacio no muy distante de Chalco, Xochimilco. En su poema “Xochimilco: Palabras” (2002) rememora a un residente distinguido de la Ciudad de México, el poeta español Luis Cernuda, quien vivió en el país durante una buena parte de su exilio, desde 1952 hasta su muerte en 1963:
Bajo su toldo,
Cernuda visitó
este lugar, oyendo sólo ecos
de sabiduría extinta, de vida abdicada.
Cuerpos callados
tendían una flor o un fruto
al paso de sus barcas,
y era claro que conocían el secreto,
pero no lo dirían.
Un cielo velado enturbió las aguas,
los chopos enfermaron, los músicos
parecían haber envejecido.
Bajo las ramas fúnebres,
vio las barcas con flores
aventurarse
a rendir tributo periódico
a su recuerdo ahogado del lugar.
Al envolverlos en palabras,
gustó de esa satisfacción amarga
que liberó las riendas de su lengua y su pluma.
El mismo Luis Cernuda, dueño de una pluma privilegiada y de una predisposición al aislamiento y la meditación, supo percibir los contrastes citadinos, la vida y la muerte, el júbilo y la soledad, la miseria y la ostentación. En Variaciones sobre tema mexicano (1952) da cuenta del asombro de la tierra que lo recibió, a veces a través de dolorosas estampas, y otras, mediante algún hallazgo entre chusco e extravagante, como en “La acera”:
“De anochecida te llevaban unos amigos por la acera de aquella calle, donde pulquerías y teatrillos orillaban un lado, y el otro tenderetes en que se vendían fritangas. En medio iba el fluir agolpado de los cuerpos, muchos aguardando propicios una seña para reunirse al deseo de más íntimo contacto. Por bocacalles oscuras, que surgían de vez en vez, se adivinaban también, con más baja calidad, las mismas tentaciones y los mismos riesgos.
Entre el alumbrado suficiente de la calle te sorprendió la portada a giorno de una tienda, todavía abierta a aquella hora, sin parecer de lejos casa de comida ni taberna. Llegado a su altura, tras el portal deslumbrante, viste de pronto pilas de ataúdes, sin forrar aún sus costados metálicos, a espera, ellos también, de consumidores.
Como un son de trompa final entre la turbamulta de los cuerpos, no podías decidir de aquella contigüidad extraña, que una ironía más que humana parecía acordar con la vitalidad circundante. Más tarde, al ver entre los juguetes infantiles allí acostumbrados, y como uno de tantos, una muerte a caballo, delicado trabajo que denotaba en su artífice anónimo el instinto de una tradición, comenzaste a comprender.
El niño entre cuyas manos la representación de la muerte fue un juguete, debe crecer con una mejor aceptación de ella, estoico ante su costumbre inevitable, buen hijo de una tierra más viva acaso que otra ninguna, pero tras de cuya vida la muerte no está escondida ni indignamente disfrazada, sino reconocida ella también como parte de la vida, o la vida, más certeramente quizá, como parte indistinta de ella”.
Y es que esta ciudad es siempre distintas ciudades, es una multiplicación de horizontes, una evasión de la unidad. El meditabundo personaje Cernuda de Tomlinson nunca será el Cernuda que materializó su extrañeza al contemplar la inverosímil vecindad de las fritangas y los catafalcos. Serge Gruzinski en La ciudad de México. Una historia, un extraordinario libro sobre la historia de la capital, atestigua: “Porque existía otra ciudad, capaz de aparecer y desaparecer sin dejar rastro. Desde la conquista, la Ciudad de México parece destinada a alojar una ciudad oficial a la europea –versión renacentista, barroca o liberal– y una ciudad anónima cuyos contornos y contenidos nos escapan, ya sea indígena, proletaria o clandestina”.
Precisamente es esta atmósfera ignorada, similar a la descrita por Luis Cernuda, pero desde otra entonación y a través de varios personajes patibulares y postergados, la que Armando Ramírez presenta en Chin chin el teporocho (1971), novela ubicada en el barrio de Tepito, de nuevo, en el centro histórico de la Ciudad de México:
“Como estaba en la luna pensando en Laura –mi noviecita del alma– no me di cuenta cuando El Tatay se me acercó y me dijo “vas maestro chupa limon” muy a lo lejos. Oi su voz pero logre captar la onda y rapidamente le conteste –pasajeros al trenecito de Chapultepec– y asi nos la fuimos pasando hasta que se nos acerco un Teporocho: de barba rala, de frente brillosa de mugre, de manos hinchadas y uñas crecidas con mugre en las comisuras, al caminar rengueaba de la pierna derecha, su ropa raida y pesada por la mugre que se ha. . ido acumulando a través de los meses de intensas borracheras . . diarias y noches de vigilia producto de esa sed espantosa,. . que en la madrugada al despuntar los primeros rayos de sol por entre los gigantes de acero, concreto y vidrio lo hacian levantarse del frio suelo de la banqueta del callejon, en donde se acostaba a la intemperie para ir en busca de la señora enrebosada que expendia en su vivienda cafe negro y hojas de naranjo con su chorrito de alcohol de noventa y seis grados. Se me quedo viendo el Teporocho y luego muy decidido me pide –pasa un tren– se lo doy y comienza ha aspirar macizo aguanta la respiracion y que comienza el cotorreo, ahi todos agarramos la onda y de repente que nos vamos de viaje a visitar a todas las galaxias habidas y por haber, pero, como siempre, regresamos. El Teporocho danzaba que daba gusto, le ejecutaba chiro a la danza, al compas de The Rolling Stones estuvo danzando hasta que se canso, rápido.”
La ciudad como crónica
Uno de los cronistas dilectos de la Ciudad de México fue el “duque Job”, mejor conocido como Manuel Gutiérrez Nájera. Sus crónicas, firmadas con distintos seudónimos, dan cuenta, con un lenguaje diáfano, ágil y gozoso, de las distintas vicisitudes de la capital a fines del siglo XIX. Al igual que Cernuda, los contrastes y los hallazgos habitan entre sus páginas. En su famoso poema, “La duquesa Job”, el poeta modernista describe los distintos establecimientos que había en la calle de Plateros (hoy Madero) mientras son recorridos por una simpática modista de camino a su trabajo. Yo he elegido detenerme en otro texto, “Los toros de noche” (1887), tal vez menos conocido y diurno, pero que ilumina el ambiente finisecular y nocturno de la ciudad, y que a la vez formula una crítica de una de las costumbres más acendradas entre ciertos capitalinos, como es la asistencia a las corridas de toros. Gutiérrez Nájera describe el ambiente en la desaparecida plaza de toros del Paseo Nuevo, en Paseo de la Reforma y Bucareli, y se alegra de que se haya ido la luz, lo que le impidió mirar la sangre:
“Las corridas de toros nocturnas nos ahorran, en parte cuando menos, el espectáculo de la sangre derramada. Intentaré describir brevemente la lid que presencié el jueves. El verdadero cuadro pintoresco, más que en la plaza, estaba en la avenida de la Reforma. Como invasión de grandes luciérnagas, brillaban los faroles de innumerables coches, convirtiendo por un momento la calzada en bullicioso boulevard, pero boulevard sin casas, sin cafés y oscuro. Las lumbreras y los tendidos de la plaza rebosaban de gente. La parte del sol –el sol nocturno, el sol de Justo Sierra– parecía cubierta por una ola humana. De esa ola salían clamores de océano, cinco mil gritos que se magullaban en el aire. Cualquier otro ruido cae atropellado por ese ejército de vociferaciones dispersas, por esa carga a bayoneta de juramentos y de votos. La individualidad de la palabra se pierde en la gran masa sonora. Puede decirse que no se oyen voces sino un remolino de gritos. Nada se distingue aisladamente en esta polvareda de palabras. Unos ladran, otros maúllan, mugen, balan, aúllan, cacarean, silban y graznan.
De pronto la plaza se queda a obscuras. La luz quiso irse y en la obscuridad se encendieron de pronto, como alfileres rojos, como bacterias de llama, como pupilas de duendes, millares de cerillos. La plaza toda parecía un ruedo de cartón quemado, en cuya circunferencia corrían y se apagaban y encendíanse de nuevo infinitas lucecitas.
La luz, como hija de Edison, quiso irse para no ver el espectáculo sangriento; mas la atraparon los gendarmes del cuello y la llevaron a la plaza, y la pusieron presa en las bombas de los focos eléctricos. Allí se revolvía furiosa, sin poder salir. Estaba pálida; alumbraba de mala gana. En uno de los extremos ardía la luz roja de bengala, que parece la sangre de la luz, y era propia esa claridad de saturnales, de brujerías de aquelarre para iluminar el redondel. Esta mezcla disparatada de luces, los ocho focos eléctricos, verdes de ira, y los dos hachones de bengala, no eran bastantes a poner en fuga la sombra, que insistía en quedarse. Todo se veía como a través de un vidrio opaco. La plaza se había puesto su mantilla blanca de neblina”.
Si todas las plumas que han escrito y escribirán sobre la Ciudad de México estuvieran creando el mismo libro acerca de la noche chilanga, o si, como deseaba Borges, toda la literatura hubiera sido escrita por un autor, ¿cómo sería quien fabula en torno a esta noche tan particular? Me gusta imaginarlo iracundo y sosegado, libertino y recatado, cínico y pudoroso, razonable y locuaz, con una pequeña dosis de esquizofrenia y, a ratos, de imperiosa congoja. ¿Hay alguien que cumpla con estos atributos? Posiblemente Salvador Novo, cronista por antonomasia de la capital, poeta, periodista y, sobre todo, provocador nato, tiene este perfil.
En Nueva grandeza mexicana (1946) (título que alude a Grandeza mexicana, obra de Bernardo de Balbuena, publicada a principios del siglo XVII, que loaba la belleza de la capital novohispana), Novo, con el pretexto de darle a conocer la Ciudad de México a un amigo regiomontano que está de visita, crea un itinerario por calles, cines, teatros, edificios, restaurantes y transportes de la ciudad en la década de los cuarenta. Este libro permite explorar una sociedad que ya no existe, pero cuya herencia está viva entre los habitantes actuales del antiguo Distrito Federal. Los párrafos dedicados a la vida nocturna incluyen cabarets, merenderos, centros nocturnos y algunos bares. Antes de terminar el capítulo, da cuenta de “la otra vida nocturna”:
“¿Otras formas de capitalizar la noche, más privadas, paradisíacas? Mi amigo –y mis lectores– tendrán que dispensarme de sugerirlas. Si yo redactara una historia o crónica minuciosa de la ciudad, no podría soslayar el discreto detalle de su vida galante nocturna, y tendría que reseñar toda la evolución en cotizaciones, parafernalia y trashumancia que va (para cifrarla en nombres claves de sus más eminentes representantes) de, digamos, la Francis, o la Metates, a la Bandida; evocar rumbos tales como Cuauhtemotzín o el callejón del Ave María número 2 –ejemplo sublime del servicio personal al mayoreo– y llegar hasta la actual oferta explayada por el Paseo de la Reforma, cabe las sombras venerables, augustas y olvidadas de aquellas estatuas cuya biografía conoció y sepultó en un libro el puntual y morigerado don Francisco Sosa. A eminentes corresponsales debo el dato de que la dispersa vida nocturna de nuestros días tuvo sus matriarcas en cierta Miss Pencil, que congregaba lo más distinguido de la oferta en carretela azul y racionaba el amor para el entonces fabuloso precio de $10.00, mientras que por Cuauhtemotzín Manolo Bicicleto hacía fortuna de dos en dos pesos con sus pupilas democráticas; por Guerrero, en la calle de la Estrella, reinaba Marina, y al rumbo de la Libertad se acogía Juanita Panadés, amiga de un compositor todavía no famoso a quien los habituales escuchaban con agrado sin sospechar entonces su brillante futuro”.
La noche chilanga es múltiple, serpiente de mil cabezas; a veces simula una guillotina y en ocasiones, un muñón o una colección de órganos dispersos. Podría decirse que es en la noche, cuando la ciudad parece desdibujarse, el momento en que asume su condición más lícita. Es en la penumbra cuando la fascinación por lo caótico y lo disperso de sus habitantes se manifiesta de forma más evidente, cuando la llamada al naufragio y la perdición se despliega, pero también cuando emerge el espacio propicio para las iluminaciones ubicuas.
Esta ciudad aloja una conciencia sincrónica y sincrética. Como el mural de Diego Rivera Sueño de una tarde dominical en la Alameda, donde conviven el niño pintor, sor Juana, Hernán Cortés, Maximiliano y la Catrina, todo y todos parecen ocurrir de forma simultánea. En la noche de la antigua México-Tenochtitlán podemos ver al “duque Job” pasear por Plateros y saludar con el sombrero a Octavio Paz que sale de sus clases nocturnas en San Ildefonso. Es posible distinguir a Rosario Castellanos terminando de impartir cátedra en Ciudad Universitaria mientras que Xavier Villaurutia y Salvador Novo meriendan en el antiguo Café Tacuba antes de dirigirse al Palacio de Bellas Artes donde se encontrarán con Luis Cernuda, quien se amarga en una butaca.
Al ser la de México una ciudad obstinadamente incompleta, esta muestra también lo es. Sus viñetas son breves y arbitrarias (por ejemplo, no sigue un orden cronológico deliberadamente, ya que las temperaturas, las contigüidades y los contrastes resultan más convenientes), aunque también se buscó que cada presencia fuera puntual y estricta. El objetivo es ofrecer a los lectores una probadita del extenso paisaje de la metrópoli de letras y avivar en ellos el deseo de crear un itinerario personal o de descargar un GPS propio para extraviarse gozosamente, quizá de noche, entre los rumbos de esta región torcida, enigmática y ávida, pero ya nunca transparente.