Festejos en la guerra: las narcofiestas en Culiacán
Bernardo Zavaleta Gómez
Ilustraciones de Yazmín Huerta
Entre la ostentación y el peligro, en la narrativa que se ha construido en torno al narcotráfico, las fiestas se convierten en un verdadero culto al derroche. Esta es una crónica que recorre las narcofiestas en Culiacán, Sinaloa. Aquí la noche es corta y hay que celebrarla. Porque mañana quién sabe.
Si tuviera que pensar en las fiestas más exóticas a las que he asistido, definitivamente serían las de Sinaloa, organizadas por narcotraficantes. He asistido a varias celebraciones con miembros del cártel, cumpleaños, festejos de Año Nuevo, XV años. Estos eventos han formado parte de una investigación periodística que está aún en proceso. La primera vez fui a una boda, invitado por Cesarín, el primo de un amigo, Gustavo, que me pide no usar sus nombres reales por protección, comerciante en el mercado negro: compra y vende sustancias ilícitas y las transporta hacia la frontera norte. “Ahora sí, compa, vas a ver lo que significa celebrar una fiesta al estilo Culiacán, ¿listo pa amanecerte? Va a haber comida, winki, mois, unos tragos. De todo, pues, algo bien”, fue la promesa que hicieron.
En ese universo ilegal, de ostentación y lujo, las fiestas que organizan los señores del narco son uno de los aspectos que más intriga provocan. Se derrochan verdaderas fortunas para cada detalle, para que sea irrepetible, dispuestos a lo que sea. Organizar una celebración en una ciudad como Culiacán —base de operaciones de una de las organizaciones criminales más poderosas y ricas del mundo, el Cártel de Sinaloa, de acuerdo con autoridades mexicanas y estadounidenses— es una demostración de poder en sí misma. Para un narcotraficante, ya sea perseguido o capturado, si algo queda claro es que la vida es corta y hay que disfrutarla.
“Procesos de institucionalización de la narcocultura en Sinaloa”, artículo escrito por Jorge Alan Sánchez Godoy de la UAM Xochimilco, afirma que este fenómeno, además de incluir elementos como un sistema de valores similar al de las mafias mediterráneas con respecto al honor, la generosidad, la lealtad a la familia y los castigos físicos a quien traiciona la confianza, sigue “modelos de comportamiento caracterizados por un exacerbado ‘anhelo de poder’, en una búsqueda a ultranza del hedonismo y el prestigio social; una visión fatalista y nihilista del mundo”.
Por eso, en estas fiestas, la ostentación no se limita a lo económico. No se trata solo del dinero que se gastó, también cuenta el número y la fama de los artistas que acceden a tocar en el escenario, el lugar donde se realiza el evento, su duración y los invitados que confirman su asistencia, entre los que puede haber políticos, deportistas y faranduleros. La fiesta es un mensaje de prosperidad, respeto y poder enmascarado con sonrisas, baile, música, drogas y alcohol. El carácter legendario de estas celebraciones provino del secreto con el que se realizaban. No son pocas las historias que se cuentan de fiestas ofrecidas por traficantes como Arturo Beltrán Leyva, Amado Carrillo Fuentes o el propio Joaquín Guzmán Loera, conocido mundialmente como el Chapo, de quien se ha documentado que, incluso detenido en el penal federal de Puente Grande, en Jalisco, de donde se fugó en 2001, organizaba fiestas con música en vivo, licor, mujeres y drogas.
El Chapo, uno de los líderes del Cártel de Sinaloa, preso en Estados Unidos, tiene un impacto muy profundo en la cultura construida alrededor del narcotráfico. Gracias a los llamados corridos tumbados y a la popularidad de intérpretes como Peso Pluma, Junior H y Natanael Cano, que lo mencionan en sus letras constantemente, su nombre se escucha por todo el mundo, pese a que fue detenido y extraditado años antes del furor de este género. Así, la narcocultura, llena de autos exóticos, mujeres hermosas y drogas ilimitadas, ha creado una narrativa que puebla libros, películas, series, canciones.
A través de la investigación periodística, muchos de los relatos se han corroborado. Las señoras del narco. Amar en el infierno (Grijalbo, 2023), de Anabel Hernández, retrata algunos ejemplos de esto, como la fiesta que Arturo Beltrán Leyva —líder del cártel que llevaba sus apellidos— ofreció en Acapulco, Guerrero, y tuvo como invitado a Juan Gabriel, quien cobraba hasta 125 000 dólares por una presentación así. Otro hecho que demuestra no solo el gusto por las fiestas, sino que las autoridades no son obstáculo para realizarlas, es la que Rafael Caro Quintero —fundador del Cártel de Guadalajara, conocido como el Narco de Narcos— se organizó para su cumpleaños 33, en el Reclusorio Norte de la Ciudad de México, en 1985. Contrató a dos bandas y compró nueve cajas de licor para celebrar por doce horas continuas. Esto fue documentado en una investigación de Aristegui Noticias.
Se derrochan verdaderas fortunas para cada detalle, para que sea irrepetible, dispuestos a lo que sea. Organizar una celebración en una ciudad como Culiacán —base de operaciones de una de las organizaciones criminales más poderosas y ricas del mundo, el Cártel de Sinaloa— es una demostración de poder en sí misma.
Si bien las bodas en América Latina son ocasiones para celebrar en grande, en la narcocultura, que rinde culto a la abundancia, se vuelven verdaderos espectáculos. Pueden durar varios días, costar millones de dólares y representar la alianza entre familias que buscan afianzar una posición dentro la organización. Ser invitado tampoco es sencillo, incluso por cuestiones de seguridad, ya que estas fiestas pueden tornarse sombrías y hasta peligrosas fácilmente. Como el 18 de octubre de 2013, en Los Cabos, Baja California Sur, cuando Rafael Arellano Félix, el mayor del clan que gobierna el Cártel de Tijuana, festejaba su cumpleaños número 64 y un individuo que iba vestido de payaso se acercó y lo asesinó de un tiro, mientras estaba rodeado de cientos de invitados.
Tenía presente esto al llegar al fiestón en Culichi City. El desfile exuberante arranca en pleno templo religioso. Es una noche de octubre. Desfilan por el atrio decenas de mujeres ataviadas de pedrería, lentejuelas y un despliegue de lujo que incluye joyas de varios cientos de miles de dólares. Vestidos que se verían en cualquier alfombra roja de Hollywood inundan religiosamente la banqueta de Culiacán. Uno en particular parece tener escamas doradas, como la piel de una serpiente de oro, y la mujer que lo viste me confiesa con orgullo, con la voz lo bastante alta como para que la escuchen, que le había costado “¡casi lo mismo que el vestido de la novia!”. Pero la mayor impresión se la lleva un collar de 120 000 dólares, cubierto en diamantes, con la forma de una calavera. Le digo al dueño, que viste un traje Versace color blanco y zapatos de terciopelo azul, que su dije de la muerte está impresionante. Entre risas contesta: “¡Es Skeletor, compa!”, refiriéndose al villano de He-Man. Mi anfitrión me recuerda: “¡Estás en la capital de lo buchón! Aquí todo mundo viene a mostrar cuánto dinero tiene, una competencia para ver quién gasta más”.
En un artículo publicado por investigadores de la Universidad Autónoma de Sinaloa, en la revista especializada Tla-Melaua, se refieren a lo “buchón” como aquellas personas “que se distinguen por las manifestaciones faraónicas o de exaltación en el vestir, en el consumo (carros, motos, yates, casas), en la prepotencia por la forma de actuar, en el gasto fácil del dinero y en la creencia de que el éxito se consigue a través de la violencia”. El texto también asegura que “todas ellas son formas de intimidación para decir: ‘Mírenme, yo puedo comprarlo todo’. La ropa con la que se identifican toma particularidades regionales, con el uso de joyas y otros accesorios”.
“No se puede ir vestido sencillo a una fiesta en Culiacán, este es el primer filtro para demostrarle a la gente quién es quién. Aquí es ‘un rancho’ y todos están compitiendo todo el tiempo por demostrar que tienen más money que el vecino”, dice Gustavo con su marcado acento sinaloense. Me dice, mientras se acerca, que el atuendo de una mujer en estas fiestas ronda al menos los veinte mil dólares. “Hay vestidos de cincuenta mil dólares o más. Una mujer se puede gastar lo de una casa en ir a una fiesta [de narcos] porque, además, no quieren repetir vestidos”. Y aunque el estándar no es tan alto para ellos, los hombres también se atavían con Gucci o Versace o atuendos más discretos, pero el accesorio más llamativo debe ser una pistola chapada en oro, con diamantes o algún otro material precioso. En otras épocas, antes de la guerra contra el narcotráfico, esas armas convertidas en accesorios serían detonadas al aire en forma de celebración. Pero el narcotráfico moderno evita estas formas que rayan en el cliché de los viejos pistoleros. “Si disparas al aire llega una patrulla de sicarios y te quita tus armas o te ‘tablea’ [un castigo común en Sinaloa, en el que sujetan a una persona en un ángulo de noventa grados, exponiendo sus nalgas, que luego son golpeadas con una tabla], o las dos, ya es muy raro que dejen tirar. Solo en Año Nuevo, para que la gente siga la tradición de matar al Año Viejo, y eso en los ranchos, aquí en la ciudad está prohibido”.
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Más allá, en sitios donde no opera otra autoridad que no sea la del cártel, la fiesta sigue siendo tan ostentosa como en sus mejores años. Ahora, gracias a las redes sociales, hay fotos y videos que retratan, por ejemplo, las narcoposadas en las plazas centrales de los poblados de Sinaloa, en las que se regalan autos, celulares, pantallas y hasta ropa de lujo, como la que celebraron los hijos del Chapo en enero de 2020, apenas unos meses después del primer “Culiacanazo”, como se le conoce a la operación de captura y posterior liberación de Ovidio Guzmán, el 17 de octubre de 2019.
Culiacán es en sí misma peculiar. Sin ser una ciudad lujosa, puede verse el dinero en las calles, a veces de forma literal, en lugares como “El Mercadito”, donde mujeres en ropa entallada, cubiertas con sombrillas de playa, trabajan como si fueran pequeñas casas de cambio. Ahí, junto a la banqueta, todos los días se cambian millones de dólares en operaciones ilegales en las que se blanquean las ganancias del tráfico de drogas. Pero lo que la hace parecer un Dubái en miniatura es el número de autos de lujo que circulan por sus calles. En un día cualquiera se ven pasar BMW, Mercedes, Audi, Rzr Polaris “y uno que otro Ferrari y Lamborghini”, dice mi fuente.
De hecho, el parque vehicular de Culiacán es uno de los más grandes del país. Según cifras del gobierno estatal, es de 592 241 unidades, entre autos, camiones, motos y transporte de pasajeros, algo impresionante para un lugar donde hay poco más de un millón de habitantes. Esto quiere decir que hay aproximadamente un vehículo por cada dos personas, y eso sin contar los que llegan de forma ilegal, como los automóviles de lujo que roban del otro lado de la frontera, en Arizona y California, y que luego entran al país en cajas de tráiler o a través de brechas y senderos, como lo reportó El Universal en junio de 2023. En esta boda, el desfile también es de carrocerías. Lo encabeza el auto que lleva a los novios: un clásico Grand Marquis 1989 con gran valor sentimental, aunque parece recién salido de la agencia, con los festejados en el asiento trasero. Lo siguen camionetas todoterreno repletas de hombres armados, la seguridad de algunos de los invitados.
Para el guateque, todos se dirigen a la Casona Centenario, un salón en el exclusivo Country Tres Ríos, que cobra cientos de miles de pesos para recibir a los invitados de estas reuniones, entre una infinidad de flores blancas que cuelgan del techo al piso. El coctel de glamour incluye una esperada cena de seis tiempos, tacos de carne asada y mariscos, así como interminables rondas de costosos whiskies de dieciocho años, tequila de reservas familiares y coñacs añejos en botellas cristalinas.
Al tratarse de una narcofiesta, obviamente hay otras sustancias que se ofrecen hasta las ocho de la mañana. Desde el inicio, el anfitrión, el padre del novio, puso a disposición de los invitados pequeños envoltorios de winki. Todos estiraban la mano para recibir las anheladas bolsas con un gramo del polvo blanco. “¿Quién manda ese kilo de cocaína?”, pregunto. Un regalo que ronda los diez mil dólares no está al alcance de cualquiera. “Lo manda el señor para la fiesta”, dice el padre del novio; se refiere a uno de los lugartenientes del cártel, amigo de la familia. Además de esto, claro, cada uno lleva sus propias drogas, hay permiso de hacerlo, pero para este consumo entra en juego una de las costumbres más arraigadas del culiacanense promedio: el respeto a las matriarcas de la familia.
Doña Linda asegura, orgullosa, que su familia, aunque se dedica al negocio, nunca ha recurrido a la violencia. “Somos gente de trabajo, no de guerra —dice—, lo que tú haces se te regresa, por eso hay que portarse bien con todos”.
La advertencia es inmediata y tajante: “Ni siquiera lo saques aquí en el salón, mejor vamos al baño o al estacionamiento, porque si mi abuela te ve, ¡vas a estar en un problema!”, dice Gustavo, y me lleva a empujones hacia los sanitarios. Además de la cocaína, rola mariguana, MDMA y 2C-B, una sustancia de la familia de las feniletilaminas, con efectos muy similares al éxtasis y que se consume en un polvo rosa o pastillas de colores. La imagen que encuentro ahí, afuera de los sanitarios, es surrealista. Los que antes hicieron fila para las bolsitas ahora se forman para entrar al baño, algunos bailan, pero es realmente la ansiedad de consumir el primer perico de la noche. Ya en el interior es como estar en otra fiesta, con un mesero de cabecera que lleva hasta ahí los tragos de cada invitado, entre ese olor penetrante a orines.
Eso sí, aquí también se respetan los espacios libres de humo, así que para fumar hay que ir afuera, al estacionamiento, donde los escoltas esperan en camionetas 4 × 4, siempre en guardia. Los “chavalones” tienen que estar listos, “porque si llega el gobierno, ellos se quedan a pelear y su patrón se va”. Eso no impide que allá los meseros también atiendan con comida y tragos. Los hombres sacan a bailar a sus esposas como si no hubieran consumido los alcaloides más potentes del mundo. Pero ellos crecieron en Culiacán, “pura juventud culichi, ni modo que no te guste el blanco”, dice Gustavo. De acuerdo con cifras oficiales, en Culiacán, el consumo de droga comienza a edades tan tempranas como los doce años. El hecho de que esta concurrencia, tan acostumbrada al consumo de estupefacientes y que no respeta ni al Estado ni sus leyes, se escondiera de sus abuelas y madres, como muestra de respeto, habla del peso del matriarcado en la narcocultura.
Doña Linda es la mujer más saludada después de la novia. Me dirijo a la mesa de honor para conocerla. Es la madre de Gustavo, mi fuente. Las muestras de respeto hacia ella no cesan, desde la banda que le dedica una canción hasta invitados que le piden un brindis. Ella pertenece a la tercera generación de una familia que participa en el trasiego y, en palabras de personas como el Chapo, “vale por cien hombres”. Es amiga de los Guzmán Loera y otros capos desde chica, con ellos compartió desde aulas hasta negocios.
La banda truena al fondo, así que hemos tenido que platicar a gritos por encima de la fiesta. Poco a poco, con el cambio generacional, empiezan a escucharse con más fuerza los corridos tumbados, aunque los más grandes prefieren todavía los corridos clásicos, de Kanales o Panchito Arredondo. Doña Linda asegura, orgullosa, que su familia, aunque se dedica al negocio, nunca ha recurrido a la violencia. “Somos gente de trabajo, no de guerra —dice—, lo que tú haces se te regresa, por eso hay que portarse bien con todos”. Una filosofía difícil de mantener en uno de los negocios más sangrientos del mundo. Pero ella va más allá: “Yo he logrado que dos que estén peleando se abracen y hagan las paces”, como si se tratara de un consigliere de la mafia italiana, una persona en la que confían. ¿Cómo una mujer logra esto en una sociedad tan machista? Ella dice que son solo sus conocimientos en el negocio, su honestidad y su carácter sereno, incluso en situaciones de vida o muerte, lo que ha hecho que no haya tenido que empuñar un arma en medio de uno de los conflictos armados más longevos, la guerra contra las drogas.
Finalmente, cuando comienza a vaciarse la pista, empieza otra demostración velada de poder: la interpretación de corridos. De pronto suena “El ayudante”, de Sergio Vega, que habla sobre el fallecido Beltrán Leyva. El grupo entona a todo volumen: “Me convertí en traficante, primero ayudante, de un hombre famoso. Pero cambiaron las cosas, la vida es curiosa, hoy soy poderoso”. Lo que para muchos es una apología del crimen, para otros son los cantos heroicos de familiares y amigos caídos. Así van pidiendo su canción y reuniéndose frente al grupo a escuchar y cantar, como si se tratara de escaldos vikingos, ensalzando las proezas de los reyes que los auspiciaban.
Después de eso el salón se queda solo.
Pero falta todavía la tornaboda y hay que ir a refrescarse antes. Será en un aeródromo cercano, en el que aterrizan las avionetas cargadas con drogas, donde nos espera un platillo muy exótico para terminar las celebraciones: tortuga caguama estofada.
Protestaré por el menú: “¡Oye, amigo!, ¿cómo vamos a comer una de esas? Están en peligro de extinción, ¡quedan como cincuenta mil”.
Con una sonrisa me responderán: “Pues ya quedan 49 999!”. Aquí hasta la comida trae bronca. Es “una boda sencilla al estilo Culiacán”.
BERNARDO ZAVALETA GÓMEZ. Ciudad de México, 1984. Periodista formado en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Trabajó durante una década en periodismo de televisión. Se especializa en información de arte, ciencia, cultura, seguridad y narcotráfico. Ha colaborado con medios nacionales e internacionales. Participó en programas como En Punto con Denise Maerker.
YAZMÍN HUERTA. El pájaro de mil ojos, artista gráfica y diseñadora audiovisual para diversos medios, universos y dimensiones. Creadora de rituales transmediales y colectivos cuánticos, en los que el arte y la creación son sagrados. Idealista, insaciable, freelance, nómada, cambiante, independiente. Ama la música, el cine, la poesía, la ciencia ficción, la psicología, las culturas ancestrales, las marcas arriesgadas, la docencia poco ortodoxa en las artes y el diseño. Alquimista de la imagen y el color, tarotista, onironauta, sanadora, volátil, vertiginosa, habitante de múltiples ficciones lúcidas, madre de Elena.
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