Las nenis: emprendedoras supernova

Las nenis: emprendedoras supernova

Algunas emprenden desde sus redes sociales, otras logran pagar un sitio web y muchas más apuestan por la nueva plaza pública: el tianguis digital. “Nenis” las llamaron despectivamente y la etiqueta se viralizó. Pero respondieron con imágenes todavía más burlonas: ellas sosteniendo al mundo, ellas contando billetes.

Tiempo de lectura: 15 minutos

 

A las 19:30 horas en el puente peatonal frente al Estadio Azteca, al suroeste de la Ciudad de México, a esa hora me cita Andrea Quiroz porque su otro empleo —en un programa cultural del gobierno local—, aunque es temporal, le ocupa el resto del día. “Vengo de chamarra verde y mochila azul”, escribe en un mensaje escueto.

Llega puntual. Tiene treinta años, aunque aparenta varios menos: la piel tersa, apenas maquillada, el cabello castaño bien peinado. Toda ella es impecable, de sus tenis al vocabulario que usa para explicar los procesos con los que fabrica jabones: que tal compuesto afecta la acidez, que aquél es un derivado petroquímico, que el tensoactivo SCI funciona como emulsionante. Suena a alquimista, pero no estudió Química, sino Comunicación Social en la Universidad Autónoma Metropolitana. Aprendió a hacer jabones viendo tutoriales en internet mientras iba investigando por su cuenta. Decidió hacerlo como una salida a la “recesión muy fuerte”, como se refiere a este tiempo lánguido, consecuencia de la pandemia. Vender jabones fue un salvavidas mientras entregaba más de 150 solicitudes de trabajo sin éxito alguno. 

Son los últimos minutos de una tarde de junio. Andrea viene a entregar un pedido de diez jabones de colores con aroma delicioso. Trabaja desde que tenía diecisiete años. Fue empleada sobre todo en centros comerciales, cuyos horarios le impidieron seguir cursando la carrera. Entonces tomó una decisión: había que emprender. “Llevo siete años en el ‘emprendedurismo’ pero, de alguna forma, desde niña siempre fui buena para negociar y buscaba mi poder adquisitivo propio. Vendía mis dulces de Halloween, la ropa de mis muñecas y aguas frescas afuera de la casa. Con ello me compraba artículos de mi preferencia, como alimentos o juguetes”, recuerda. Ha vendido insumos para personal de restaurantes y varias otras cosas. Así pagó su vida independiente: “Pude amueblar mi departamento, viajar para conocer mi país y mejorar mis condiciones de vida”.

Unos diez años atrás los empleos a los que aspiraba ofrecían sueldos de quince mil pesos al mes en promedio. En su búsqueda más reciente encontró que por las mismas responsabilidades ahora pagan entre cinco y ocho mil pesos. Y para ella, una mujer joven con título universitario, perfecto inglés y estudios de chino y alemán, se presenta siempre la misma opción, la última: trabajar en los call centers que, sobre todo, en América Latina, reclutan a ejércitos de jóvenes sobrecalificados para atender llamadas telefónicas. Ese empleo flexibilizado, agotador y mal pagado, cuyos contratos temporales y pago por honorarios impiden generar antigüedad y acceder a la seguridad social. Por eso Andrea sigue apostándole a su microempresa: los trabajos temporales van y vienen y lo que pensó como un extra terminó siendo lo único seguro. Sabe, sin embargo, que no siempre se logra: “A veces es complicado, porque una le pone todo el entusiasmo, toda la energía, pero finalmente depende de los consumidores”. Para ser emprendedora independiente se necesita temple.

Encontré los jabones de Andrea Quiroz  revisando una treintena de publicaciones de mujeres que venden productos en redes sociales: espacios cibernéticos donde no cabe el regateo de precios. La lógica del microemprendimiento digital parece ser confiar en que el precio ofertado es el necesario. Cuando hago mi pedido de diez jabones de glicerina de cada tipo, ella me responde por mensaje directo de Facebook y utiliza un emoticono de carita feliz para romper el hielo: “Claro. Los jaboncitos tengo que hacerlos con anticipación, ¿gustas decirme de qué ingredientes los quieres o te hago un surtido para varias condiciones de la piel?”

Enseguida me envía un catálogo y toma en cuenta mi petición de que no estén demasiado perfumados. “Te hice una lista que explica de qué es cada uno”, me dice,  entregándome una hojita blanca, tinta azul y prolija letra imprenta en manuscrita. Los jabones vienen en una caja de zapatos para que no se maltraten. 

Andrea Quiroz nombró a su marca “Kueponi”, que en náhuatl significa “brotar, crecer y surgir”. Se fijó en cada detalle: sus productos son naturistas, orgánicos y zero waste. Usa glicerina, esencias naturales y no envuelve en plástico, sino en papel. Fijó los precios bajos para vender más: “es un win-win”, dice. 

las nenis emprendedoras de las redes sociales

Ilustración por María Luque

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Las nenis son mujeres, en su mayoría jóvenes, que emprenden valiéndose de las redes sociales. Aunque el fenómeno también existe en otros países de la región, en México surgió esta palabra para denominarlas, la de neni.

Fue en febrero de 2021 que algunos hombres, “vatos”, “hombres rata”, dirá una, difundieron memes burlándose de ellas. En una captura de pantalla, que se publicó en Twitter se pudo leer: “La nueva tribu urbana; ‘Las Neni’. Definición: Ser que vende por redes sociales y a todos sus clientes les comenta con las palabras ‘bella, hermosa, linda, nena’ y similares”. Y este fue uno de los mensajes que hicieron pólvora. Las redes sociales estallaron en discusiones a favor y en contra. Las nenis tomaron el término peyorativo como bandera de orgullo. Respondieron con imágenes más burlonas todavía, la etiqueta #SoyNeni y memes de ellas sosteniendo al mundo y a la economía nacional; ellas como el perrito gordo que triunfa sobre un Godzilla; ellas contando fajos de billetes en una plaza pública. “El hombre de ‘nenis’ comenzó como una burla clasista y misógina, pero en los últimos días ha tenido una revalorización para hacer referencia a todas las mujeres que hacen hasta lo imposible para aportar a sus casas y que, en todo sentido, son microemprendedoras”, publicó Entrepeneur.

Cuando pido referencias de nenis, se abren las puertas a una galaxia gigantesca. “Mercadita Feminista contra la Violencia Económica”, recomienda Eréndira Barajas, una mujer de cuarenta y pocos años, mamá de dos niños. “También estoy en el grupo de Mercadita, hay mucho apoyo y solidaridad”, apunta María Teresa Priego-Broca, escritora y feminista. Ellas son las primeras en responder. Luego sigue una catarata, una lista tan extensa como sorpresiva: pasteles, ropa usada, tejidos, cremas ecológicas, joyería de diseño: de todo. Una galaxia en expansión, porque esto ocurre en todo el país. Lo confirma un reporte estadístico privado: hay 5.2 millones de microemprendedoras en México (tala, Metrics y Estafeta, 2020). 

Sus emprendimientos incluyen desde una marca y diseño propios hasta subastas, descuentos y estrategias para mantener cautivas a sus clientas: un remate a cierta hora, ofertas sólo válidas el siguiente fin de semana, dos por uno si compras con una amiga. Las nenis son la evolución de la vendedora de catálogo, que existió por décadas, hacia una nueva forma de autoempleo que no depende de una marca —ahora son dueñas de sus catálogos y productos— ni requiere enganchar a otras vendedoras —como las polémicas pirámides—. Ya no se reúnen en casa de alguna para ofrecer Tupperware: desde sus celulares y computadoras lanzan ofertas directamente en los muros de Facebook, en stories de Instagram y en grupos de WhatsApp. Algunas tienen capacitación previa, otras lo hacen con pura intuición, encarando desafíos de finanzas, comunicación y competitividad.

Así como hay quienes emprenden desde sus cuentas en redes sociales, otras logran pagar una página web y muchas más apuestan por la nueva plaza pública: el tianguis digital, espacios grupales dentro del mismo Facebook, donde se compra y vende tanto como existe: el abanico comercial es imposible de resumir. Y hay reglas explícitas para todos los participantes, como la prohibición de agresiones, propaganda política o religiosa, e implícitas, pero igual de rigurosas, como el trato cariñoso. “Hermosas”, “nenas”, “bonitas”, “compitas” se dicen en cada intercambio. En estos tianguis multitudinarios están las más nenis entre las nenis: casi todas entregan sus productos exclusivamente en estaciones de metro y puntos seguros de la vía pública, una estrategia de sobrevivencia y seguridad en un país donde asesinan a diez mujeres al día. En esta búsqueda me encuentro en las redes con la fotografía de una chica que sostiene un cartel en la plancha del Zócalo durante la protesta del pasado 8M: “Soy neni y temo no volver de mis entregas”, dice.

En Jalisco Yummtopía hace galletas, cupcakes y pasteles de esos que da pena cortarlos: mucho color y fondant aplicado con maestría. “Cocina divertida y productos de alta calidad”, dicen sobre sí mismas. Al parecer, les va bien: tienen más de trece mil seguidores en Facebook. En Puebla recomiendan a Ana’s Bakery, que hace pasteles por encargo: no hay forma de pasar por su face sin antojarse un perfecto “terciopelo rojo”. Hay mucha oferta de comida pero, sobre todo, de pastelería; también ropa y calzado, más que nada, de segunda mano, con un componente ecológico-ideológico que propone reusar para combatir el fast fashion. A riesgo de reclamos y enojos (porque serán unos pocos ejemplos), Bromelia Clothing, con unas veinte mil seguidoras en Instagram, vende y subasta ropa usada que derrocha onda, verdaderos hallazgos que consiguen quién sabe dónde (cuentan que a veces viajan a Estados Unidos y Japón en busca de prendas). Más pequeño, Stilo Podrido vende ropa interior de algodón y confección simple con superhéroes y caricaturas estampados, que entrega en la estación del metro Chabacano. Y también están las que venden fantasía, plata, piedras; ópalo, cuarzo, lapislázuli engarzados en pequeñas piezas, delicadas. 

Otro mundo creciente es el de agujas, tejidos y bordados. Las chicas de la cooperativa Hilando Sueños lanzaron tapabocas apenas inició la pandemia y no han parado de trabajar desde entonces: quien quiera uno tendrá que anotarse en una lista de espera con cincuenta encargos por delante. Azucena Citlali Jaso teje broches de Medusa, de la mitología griega, “contra el mal de ojo” y borda tapabocas con el puño feminista; su mamá, Magdalena, hace en crochet muñecos zapatistas, de Fidel Castro o cualquier personaje. En el mismo mercado digital aparece Deseos Violeta, un emprendimiento de juguetes sexuales: “Motor ultrapotente, tacto terciopelo, doce velocidades, rotomartillo…”, dice la descripción de un vibrador en oferta, entre publicaciones de convocatorias a marchas feministas y cursos de autodefensa para mujeres. 

“Sí es una actividad insegura y una tiene que tomar precauciones”, admite Andrea Quiroz, la alquimista de jabones. Su protocolo es: “Siempre me meto al perfil de la persona que me está contactando, le pido su número telefónico, le aviso a mi pareja o a mi familia a dónde voy y a veces me llega a acompañar alguien. Siempre en lugares públicos, muy transitados, de día. Casi no hago entregas de noche”.

La ola digital de microempresarias brincó a las corporaciones como la subplataforma de comercio gratuito en Facebook, Marketplace. Aparecieron grupos con perfil feminista e incluso, separatista (que sólo aceptan a mujeres). Para ingresar debes responder un cuestionario que incluye preguntas como: “¿Qué es el feminismo para ti?”. No es exagerado pensar que en breve podría haber más puestos en los tianguis digitales que en los tradicionales: mirando sólo dos grupos, Mercadita Feminista y La Tianguita Feminista, ambos suman más de dieciséis mil integrantes. Ahí, entre ellas y sus clientas, se hablan llamándose “morritas”, “hermanas”, “amigas”, “mujeres bellas y lindas”, “chicxs”, “preciosas”. Algunas hablan en “Spanglish” y el lenguaje de internet: “LOL, XOXO, estoy buscando hoodies”, escribe una clienta. Pero no todo es comercio en estos grupos: también hay talleres gratuitos, pedidos para que recomienden a alguna ginecóloga y colectas para ayudar a alguien. Son espacios solidarios. Una mujer cuenta: “Acabo de salir de mi hogar tóxico de emergencia con mi hija. Estoy con una amiga pero, real, no tengo más que cama y ropa, vendí mi laptop para poder salir”. En las siguientes cinco horas surgen veintiséis comentarios que van desde palabras de aliento a ofertas de muebles de segunda mano y quienes le dicen “te regalo esto”. 

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México es el país del trabajo informal, con millones de personas que quieren trabajar —y lo hacen— sin seguridad social, cobertura médica ni prestaciones; sin aspiraciones a la jubilación ni pensión para el retiro porque no perciben un sueldo fijo o, de hacerlo, les llega mediante contratos temporales o pagos en efectivo dentro de un sobre. En los últimos quince años las cifras oficiales de la Organización Internacional para el Trabajo muestran que cerca de 60% de los mexicanos que se consideran Población Económicamente Activa (pea), es decir, en edad de trabajar, no han podido integrarse al mercado laboral formal. Los últimos datos del Inegi indican que somos 29.2 millones de personas en esas condiciones. Y para cuando el covid-19 llegó, algunos estados tocaron cifras abrumadoras: 79.7% de trabajadores en la informalidad en Oaxaca, 76.1% en Guerrero y 74.2% en Chiapas.

La pandemia del coronavirus hizo que se perdieran 1.6 millones de empleos durante el primer semestre de 2020. Un año y medio después, las estimaciones de especialistas como Enrique Díaz-Infante Chapa —director del Sector Financiero y Seguridad Social del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (ceey)—, muestran un panorama de desempleo mucho peor: un millón de establecimientos cerró. Esto implica  cerca de doce millones de empleos perdidos, de los cuales sólo 1.4 millones eran formales y el resto en la informalidad. Los sectores terciarios, comercios, restaurantes, hospedajes y micronegocios fueron los más afectados pero, sobre todo, las mujeres: el covid-19 sacó a 1.3 millones de mujeres del mercado laboral al corte del primer trimestre de 2021 (según Inegi), quienes ganaban, en su mayoría, entre uno y dos salarios mínimos. 

Pero una crisis, se sabe, también resulta en oportunidad. Fue el caso de Araceli Márquez, en el puerto de Veracruz. Cheli, como le dicen, tiene 29 años, es egresada de la carrera de Comunicación y siempre vendió objetos decorativos, un rubro muy afectado por el confinamiento. Su historia es la misma que la del 10.9% de los egresados de esta carrera que, ante la falta de oportunidades, terminan dedicándose al comercio minorista, según datos del Instituto Mexicano para la Competitividad (Imco). En mayo de 2020, cuando el encierro empezaba a calar, Cheli usó sus ahorros para comprar una combi y adaptarla. Tardó cinco meses, pero finalmente pudo salir a recorrer calles, barrios y bazares: “Ando vendiendo hamburguesas, hot dogs, papas, nuggets, banderillas… de todo un poco, la verdad”, dice por mensajes de audio en instantes que le roba al trabajo y a la crianza de su hijo. “Teníamos que hacer algo en pandemia, ¿no? Sin bajar la guardia, pero teníamos que salir adelante”. 

La Kombi, como llamó a su negocio, resultó en un espacio para ofrecer comida sin infringir el distanciamiento social. Anda en su combi blanquiazul por el puerto mientras en Instagram va publicando ofertas, el menú y otros avisos de temas que le interesan, como recomendaciones para proteger al cangrejo azul. Su negocio móvil no paró de crecer, pero ella no se conforma: vende además stickers, muñecos, llaveros y cuadros. “Ya tengo otro plan en mente”, dice riendo.

Las nenis no sólo emprenden por dinero. 

Laura Barrionuevo es argentina, licenciada en Trabajo Social y doctora en Sociología. Hasta hace cinco años era investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de su país. Pero un día, dice, “el destino se presentó ante mí”. Su mamá, Teresa, sufría de una enfermedad terminal dolorosa y la medicina alópata ya no le funcionaba ni en altas dosis. Experimentaron opciones canábicas y herbolaria, que aliviaron sus dolores, al tiempo que abrieron un mundo a los ojos de Laura. Se mudó al Caribe mexicano y ahí nació Germinaré, una marca naturista de productos de salud y belleza que ella misma fabrica. Ya tiene un catálogo amplio que se puede ver en su muro de Facebook, puestos en ferias, tiendas y consultas personalizadas, pero hay más: “Me ha cambiado la vida ser gestora de mi propio trabajo, saber que en mí están la capacidad y la fuerza de motorizar mi ingreso, decidir mis horarios, las personas con las que me vinculo y dónde me muevo. Esa autonomía de trabajo me ha cambiado absolutamente la visión sobre la vida”.

Ilustración por María Luque.

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Ana Victoria García aparece en las listas de las personas más poderosas de México (Forbes, Fortune, Expansión). No por millonaria ni por haber escalado en alguna trasnacional. Ha sido jueza del programa Shark Tank México, directora regional de Endeavor y en 2012 fundó Victoria147, una de las más reconocidas aceleradoras de negocios de la región, que ha capacitado a más de diez mil mujeres y generó más de 1 128 millones de pesos sólo en 2019. Es una maestra del emprender. Desde Nueva York, entre juntas y viajes, envía mensajes de audio. Empieza por lo básico: entre las diversas formas de emprender, dice, están aspirar a tener una compañía propia con empleados o apostar por lo freelance: “y ese tipo de emprendimiento se llama ‘autoempleo’. No lo descarto ni lo devalúo. Existen también otros conceptos para crear empleos. Ni uno ni otro es mejor”.

Pero el autoempleo, aunque suena fácil, puede llegar a ser pantano. Porque abrir una empresa en México es complicado: “Mucha burocracia: es papeleo, es tardado, es caro”, explica. Ahí subraya lo que están haciendo las nenis, porque al cambiar nuestro comportamiento de compra y venta, “cambiarán las reglas del juego y cada vez vamos a ver más nenis y distintas formas de emprender a través del talento propio. Primero como autoempleo, pero al final podrían generar también recursos para proveedores, freelancers y quien esté a su alrededor. Aunque parezca accidental, no lo va a ser. Van a generar riqueza. Y riqueza repartida. Un fenómeno que tendríamos que observar”.  

Enrique Díaz-Infante Chapa, del CEEY, no conocía el fenómeno. La salida temprana de las mujeres del mercado formal por razones ligadas con la maternidad o de expulsión temprana por razones de costo de oportunidad son “los motivos que llevan a las mujeres a comercializar productos a través de las redes sociales”, dice. Y a primera vista, lo mira con cautela. “Los emprendimientos [de las nenis] no parecen ser del tipo que ayuda al crecimiento del PIB. No pagan impuestos, no generan empleos ni crecimiento”. Que sus emprendimientos sean “un tanto improductivos” para la economía nacional, explica, no radica en alguna limitante suya sino en “el limitado acceso de las nenis a financiamientos. Al no tener historial crediticio, un historial sólido en buró de crédito, una fuente de ingresos constante, y no poder dar activos de su propiedad en garantía, los financiamientos que obtienen son generalmente informales o de mala calidad en cuanto a plazo y montos. No ayudan a construir un negocio escalable, sino más bien uno pequeño e informal”. Siete de cada diez mujeres mexicanas no tienen acceso a instituciones financieras, según Global Findex. Faltan bancos e instituciones que confíen en ellas. Entonces, la ola neni ¿es un espejismo?

Con todo, suene a utopía o no, a julio de 2021 las nenis generaron más de 9.5 millones de pesos diarios en su comercio a través de redes sociales, según el reporte tala-Metrics-Estafeta que también detalla que la mayoría tiene entre treinta y cincuenta años, casi la mitad está casada y más del 80% tiene uno o dos dependientes económicos. Estas cifras de muchos ceros desafían a un presente en el que las mujeres mexicanas tienen menor inclusión en el mercado formal y menores sueldos. 

Ana Victoria García, de 37 años, alta, rubia y de un hablar articuladísimo, dimensiona las dificultades macroeconómicas, pero es tajante: “Opino que el sector informal debería de convertirse en formal lo antes posible. Creo que si llegas a un juego con distintas reglas no es justo para el resto. Entonces, si hay alguien que está pagando impuestos y tú no, ellos están sosteniendo una actividad por la cual tú no estás aportando. Me parece que la informalidad debe volverse formal”. 

Justo lo contrario opina Adriana Benítez, una neni en sus treinta años que vive en Xochimilco y hace vasos con vidrio reciclado. “No queremos tener nada que ver con el sat [Servicio de Administración Tributaria]. Mientras nos podamos mantener así, va”, dice con el hablar acelerado de quien anda en mil cosas. 

Ella no estudió diseño industrial ni nada parecido. Es psicóloga. “Pero me di cuenta de que aplicaba más para paciente que para terapeuta”, dice soltando una carcajada. Trabajó varios años haciendo efectos visuales para películas hasta que ella y su pareja, Mauricio Cruz, empezaron “a sentir nostalgia por nuestras vidas, nuestros amigos, por la parte creativa, por viajar. Estábamos todo el tiempo en la oficina, desgastando los mejores años de nuestra vida en una oficina”. Soltaron eso que tenían seguro para emprender algo propio: “Dejamos el ‘godinazo’ y nació Madrecitaloba”. 

Usaron un tutorial de YouTube, crearon sus propias herramientas —“todas hechizas”, dicen con orgullo— y, aunque con algunos accidentes, lograron reutilizar botellas de vidrio para transformarlas en vasos cortos, largos y mezcaleros. Dominar la técnica no fue tan difícil como lidiar con los clientes: “Hay gente que sí agarra mucho la onda, pero hay otros que me escriben, se enojan y me dicen ratera” (porque la materia prima es basura). “Y competir con el mercado también es difícil: un vaso en Superama cuesta veinte pesos y uno nuestro, cincuenta”. 

Aparece otra vez el terreno de los negocios, leyes, impuestos. Que las informales se incorporen a la economía formal es deseable, pero no es tan fácil. Ana Victoria García dice que el Estado debería cambiar de postura: “Hoy las empresas están muy desprotegidas porque el gobierno cree que sólo debe de defender al empleado y ahí es donde la balanza no es justa. Claramente todos tenemos obligaciones, todos tenemos responsabilidades, pero creo que valdría la pena equipararlas, entender la dinámica de las empresas y fomentar que haya mayor formalidad, en vez de que las empresas estén buscando cómo ser informales”. 

Mientras pueda, Adriana, la neni de los vasos, seguirá en la economía underground. Como remolino emprendedor que es, también vende zapatos usados, cocina en un restaurante y experimenta la mezcla de vidrio y cerámica. “Siempre he tenido la ideología de que hay que tener un plan B, C y D”. Termina la llamada y se va a Cuernavaca a entregar un pedido.   

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Porque falta chamba, porque les pagan poco, porque no les gusta sentirse esclavas de una oficina, un horario y un jefe, pero también porque quieren maternar a su modo, crecer profesionalmente o, simplemente, porque les gusta lanzarse a probar: todas esas razones están en la vida y obra de Ana Varela, de cuarenta años. Con acento chihahuense, habla por videollamada desde Coatepec, Veracruz, entre hilos y telas, con su máquina de coser junto a la escalera de la casa. Su hija Lucía y su perrita Flora la rondan. Estudió Artes Plásticas en Veracruz, donde empezó a experimentar con muñecos de tela tan amorfos como coloridos; seres que ella dibuja, corta y cose bajo la marca Mangle Verde. Empezó en 2005 y sus diseños pegaron de inmediato. Llegó a fabricar casi mil muñecos por año; después agregó libretas, atrapasueños y ahora, también ropa. Y aunque ha tenido “muchas épocas”, variables en economía e inspiración, Ana Varela dice con orgullo que ha sido emprendedora “por dieciséis años: toda mi vida laboral”. Sin embargo “igual siguen las preguntas de mis padres. Por ejemplo, ‘¿Por qué no te consigues un trabajo donde haya prestaciones?’ Todas esas cosas que no conozco —ríe— y bueno, me agarro los ovarios y le digo a mi mamá: ‘Porque si hago eso estaría dejando de lado mi sueño, lo que quiero hacer realmente’. Y lo que quiero hacer es producir. ¿Para qué quiero más dinero?: ¿para que alguien venga a cuidar a mi hija? No. Me he fletado yo sola. Esa libertad me da ser emprendedora”. 

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“¿Qué sientes de que te digan ‘neni’?”, les pregunté a todas. Las más chiquitas se rieron: no les ofende que las nombren así. Las de más experiencia y también, más años, no sabían siquiera que existiera el término. Algunas amigas que atraviesan dificultades económicas se animaron a decirme “yo también soy neni”. Las llamemos nenis o emprendedoras, hablamos siempre de mujeres dueñas de comercios alternativos, locales y, en muchos casos, feministas. Más de cinco millones de mujeres mexicanas que entienden la economía como un espacio que puede ser solidario. 

Para Andrea Quiroz, la neni de los jabones, más emocionante que vender sus jabones es intercambiar. “Es parte de un rescate de la economía en solidaridad con otros emprendedores. Creo que estas formas alternativas son la base de una gran proporción de la economía informal. ‘Truequear’ es tomar en cuenta el valor de uso más que el valor de cambio”.  

Mientra que Ana Varela, la artista que cose, lleva una cuenta que le emociona: “Desde noviembre del año pasado yo no compro ni un champú: ‘truequeo’ champú y jabón, todo artesanal. Y desde diciembre no compro una barra de pan, porque también tengo un súper trueque con una señora que hace pan de masa madre. Está padrísimo”.

Aunque Ana Victoria García seguido insiste en que no quiere sonar radical ni terminante, en medio de su explicación suelta dos ideas potentes: el modo femenino de emprender y la capacidad de “reponer el capitalismo”. En sus palabras: “Veo particularidades y diferencias en el cómo las mujeres hacen las cosas, en qué las mueve, y creo que la estructura económica se está rompiendo para un resurgimiento de proyectos mucho más femeninos. Proyectos que se enfocan en el impacto local, en que ya no estemos mintiéndole al consumidor y demos un producto que valga la pena, que no se venda algo que no es, que los productos sean naturales, orgánicos, que hagan bien. Esa visión está tratando un poco de reponer el capitalismo extremo que hemos venido padeciendo. Creo que las mujeres vienen a cambiarlo”. Menciona proyectos encabezados por hombres que se enfocan en lo femenino. El paso del modelo de las empresas “unicornio”, de crecimiento acelerado y valuación de más de mil millones de dólares, a empresas pequeñas “más reales, más auténticas, más confiables”. Con las nenis a la cabeza. 

Al mirar su mundo, al sólo lanzar una pregunta en Facebook aparecen decenas de recomendaciones: primero amigas y luego amigas de amigas, la prima de la hermana de la vecina. Propuestas ecologistas, creativas, novedosas. Resulta imposible detenerse. “Una y ya”, piensas mientras caes en cuenta de que vas por la tercera, la quinta, quién sabe cuántas páginas, catálogos y productos más. 

“Una galaxia”, dice la RAE, “es un conjunto enorme de estrellas, polvo interestelar, gases y partículas, que constituye un sistema autónomo dentro del universo”. Con sólo asomarse a las redes sociales, brota el conjunto enorme de mujeres-estrellas que se autoemplean por necesidad y proyecto de vida, que además constituyen un sistema autónomo dentro del universo-mercado. Emprendedoras que fundan economías solidarias. Y a los ideales de recicla y consume local, ellas añaden una tercera premisa: cómprale a mujeres chingonas, a las nenis. Son la supernova.

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Ilustración por María Luque.

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