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Cada año se producen cerca de dos millones de toneladas de caña de azúcar en Quintana Roo, lo que convierte esta actividad en una de las más importantes en la península de Yucatán. Pero en esta industria, la del azúcar, no todo es prosperidad. Miles de familias se movilizan hasta acá para ser partícipes de la zafra, campesinos que se encuentran con largas jornadas y una carga de trabajo demencial. Sus hijos aprenden el oficio desde chicos. Laboran en los cañaverales, arriesgando la integridad, la salud y un futuro ahora incierto.
—Oye, Carlitos, ¿cuándo es tu cumpleaños?
—¿Cómo, cómo?
Vuelvo a preguntar ante su extrañeza:
—Sí, ¿cuándo cumples años?
—No sé.
—¿No sabes cuándo naciste?
—¿Qué?
—¿Sabes qué es un cumpleaños?
—¿Es como… cuando compran pastel? —dice lanzando machetazos a la tierra.
—Exacto. ¿Nunca has tenido un pastel de cumpleaños?
—Nunca.
Es una tarde de marzo que palidece. Carlitos y Manuel Trejo, su padre, de 48 años, están de pie ante unas pocas matas de caña de azúcar que les quedan por cortar, entre un inmenso cañaveral en Allende, una comunidad en la frontera de México con Belice.
Manuel es originario de Arimatea, Chiapas, y, como gran parte de los jornaleros de aquí, es un indígena tseltal. El padre duda, pero calcula que su hijo no debe pasar de los once años. Lo que sí sabe y presume con orgullo es que hoy Carlitos ha cortado cuatro toneladas de caña. Lo hizo con un machete desde el primer rayo del sol y parará hasta las 21:00 horas, cuando la jornada termine. Cuatro mil kilogramos, lo de un elefante, pasarán por sus pequeñas manos durante casi quince horas de trabajo, por lo que cobrará 260 pesos, lo de un corte de carne.
Allende forma parte de la zona cañera quintanarroense, una región clave para la producción de azúcar en el país. Está conformada por catorce ejidos agrícolas que se extienden por toda la frontera y su producción superó los 1 500 millones de pesos en 2021, lo que la convierte en una de las principales actividades económicas del Caribe mexicano, por debajo del turismo y la construcción. Sin embargo, en la industria del azúcar no todo es prosperidad. Es riesgosa para la salud de los cortadores, provoca deforestación, contaminación, además de un flujo migratorio significativo y dramáticas consecuencias sociales que recorreremos en este reportaje. Pero, sobre todo, esta producción aprovecha y fomenta el trabajo infantil, cuya erradicación es uno de los pendientes a nivel global.
Aunque el cultivo de la caña comenzó en México en 1530, en Quintana Roo no figuró hasta más de cuatro siglos después, según la tesis de maestría del antropólogo Carlos Hugo Zamudio Viveros, de la Universidad Autónoma del Estado de Quintana Roo. Fue durante el mandato del expresidente Gustavo Díaz Ordaz (1964–1970) que se lanzó un plan para impulsar la industria agrícola en el sureste, específicamente la de la caña, sobre diecisiete mil hectáreas ejidales que abarcaban las actuales comunidades de Allende, Pucté, Álvaro Obregón, San Francisco Botes, Cacao y Cocoyol. La industria agrícola y azucarera quintanarroense no ha parado de crecer desde entonces y de configurar el entorno social de la región. Hoy, la cosecha de caña se ha ampliado a otras ocho comunidades, todas colindantes. Se realiza sobre más de 34 000 hectáreas, donde antes había selva media y baja; de hecho, la zona cañera es uno de los puntos con mayor deforestación del Caribe mexicano y genera cerca de treinta mil empleos directos e indirectos, de acuerdo con datos de la Secretaría de Desarrollo Agropecuario, Rural y Pesca estatal. Según Linda Cobos, titular de la dependencia, este año se proyectó una producción de 1.9 millones de toneladas de caña de azúcar.
El trabajo que se realiza en estos cañaverales se divide en dos temporadas. La primera, que va de julio a octubre, es para la resiembra, cuando se prepara la tierra, se fertiliza para que la caña rebrote, se fumiga contra las plagas de mosca pinta, el gusano barrenador y la rata de campo, se vigila que la vara dulce crezca y se riega cuando las lluvias tardan en caer. Para ello se requiere muy poco personal. En cambio, para la segunda temporada, la de cosecha, conocida como zafra, que va de noviembre a junio, se requiere un gran número de trabajadores. Cada año, miles de familias de diferentes geografías se movilizan hasta este estado para participar en ella. Este 2023, de acuerdo con Cobos, se cuentan 2 800 cortadores de caña.
—Mira, esta vez nosotros traemos gente, pura gente de Chiapas, pero hay veces que hemos traído “tecos” desde Oaxaca. Trabajan bastante los pinches tecos —dice José Zacarías, uno de los 3 200 productores de caña que hay, encargado de la cosecha donde Carlitos y su padre trabajan, en Allende, una comunidad rural y empobrecida, dividida por la carretera: de un lado, las casas; del otro, los amplios cañaverales.
“Tecos”, repite Zacarías despectivamente.
Por la alta movilidad, a los cañeros se les conoce como “golondrinos” —esas aves migratorias que anuncian la primavera— porque cada año llegan a una comunidad distinta, adonde sea que se requiera su trabajo; porque se mueven de cultivo en cultivo, cosechando ahí donde el patrón indique que la caña está lista, madura; porque no tienen un lugar fijo donde pasar su vida. Para garantizar los jornaleros suficientes en la zafra, los productores contratan a cabos, encargados de reclutar gente, principalmente de Chiapas y Oaxaca, aunque también de Veracruz, Guerrero, Campeche, Tabasco y, en menor medida, de los países vecinos, Belice y Guatemala. Se trata de un flujo importante de indígenas tseltales, zapotecos, tsotsiles, mames, huicholes, coras, tlapanecos, chinantecos, mayas.
—Contratamos un cabo. A ese cabo le digo, como encargado, como jefe de cosecha: “Cabo, quiero que me contrates veinticinco cortadores”. Y él va y los busca. Ya sabe dónde está su gente. Completa los veinticinco. Le decimos: “Tal fecha inicia la zafra”, y uno o dos días antes ya están acá. Nosotros rentamos y pagamos el flete a las empresas. Y nos cobran. Está caro el flete, como dieciséis o diecisiete mil pesos de Palenque hasta acá. Lleno de cortadores, toda su familia, traen a sus familias, niños, todo lo que tienen —dice.
Zacarías los llama “fletes”, como si se tratara de bultos.
—A esa gente le pagamos desde que sale de allá, le pagamos su pasaje, le pagamos comida en el camino. Acá adonde llegan ellos les tenemos… ellos cocinan con pura leña, tenemos que traer leña, bastante, allá en las galeras.
En la antigüedad, “galera” era una pena impuesta que consistía en remar en los barcos de vela que surcaban los océanos. En Cuba, la palabra hace referencia al espacio ocupado por reclusos dentro de una cárcel. En Quintana Roo, las galeras son conjuntos de cuartos al pie de la carretera, sin ventanas, con techos de lámina, calurosos en primavera, fríos en invierno, huecos y sucios y oscuros y diminutos, adonde llega la mayoría de los cortadores para vivir los más de siete meses que dura la zafra.
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A Manuel Trejo lo veo por primera vez esta mañana. Falta poco para las 7:00 horas y apenas se ha despertado. Lo encuentro afuera de la galera que ocupa, sentado, reposando su cabeza en la pared, aún aletargado. El cansancio del día anterior no le permitió madrugar.
—¿Qué pasó? ¿Por qué no fueron? —dice uno de los encargados de la cosecha donde trabaja, quien llega en moto hasta la galera para reclamar su falta.
—Estamos aquí desde las cuatro, esperándolo —miente Manuel, y se levanta rápidamente.
—¿Van a ir o no? Ya están todos allá.
Luego de una breve discusión con este supervisor, Manuel se alista, guarda algunas cosas en una mochila y cambia las chanclas por unas botas de hule que le llegan hasta la rodilla —su único equipo de protección laboral—. El padre llama a Carlitos y ambos se suben con prisa a la moto que los lleva hasta el cañaveral, donde se encuentran a otras cincuenta personas —entre ellos, una decena de niños, hijos de estos campesinos—, para iniciar un trabajo altamente riesgoso para los menores de edad, según los parámetros de la Organización Internacional del Trabajo.
—Este es su primer año en la zafra, ahorita. Su primer año de carrera. Está jalando, está aprendiendo —dice Manuel, ya en el cultivo, quien usa una gorra para protegerse del sol, y señala a Carlitos cuando empuña el machete con el que, al final del día, habrá cosechado cuatro toneladas de caña.
Manuel tiene facciones finas con pómulos salidos, bigote poco espeso y una barbilla cuadrada. El cuerpo alto, sencillo y delgado, que el sol del campo ha lastimado y bronceado durante décadas. Carlitos no ha de pasar de 1.20 metros. Tiene barriga de niño, apenas abultada, pestañas tupidas y cabello lacio, largo, que le cubre la frente. Viste mezclilla, una gorra roja y unas chanclas negras que se le salen con frecuencia.
—¿Y Carlitos ya no va a la escuela, entonces?
—Este morro ya no quiso estudiar. Estaba en primaria. “No quiero, no quiero”, que me da flojera, que no sé qué. “¿Por qué?”, le digo. “Pues si no quiere estudiar, vamos a entrarle al fierro ya”. “Ya estoy dispuesto pa agarrar machete”, dice. “Ah, bueno, vamos, pues”.
El padre dice que trae a Carlitos a trabajar porque no puede dejarlo solo en Chiapas, porque es padre de doce hijos, porque un salario no alcanzaría para todos, porque es mejor que trabaje honradamente a que robe y porque —lo repetirá durante el día— “tiene que aprender el oficio” desde pequeño. Quizá a los quince tenga la suficiente pericia para cortar mucha más caña y ganar más dinero, dirá.
A diferencia de Manuel, que embiste con el cuerpo cada mata de caña de dos metros de altura y abraza las varas con el brazo izquierdo para juntarlas y cortarlas de un machetazo, el niño procede de a poco. Toma una vara, la corta, la gira para segar las hojas y la tira al suelo, donde yacen otras apiladas, y va de nuevo.
José Zacarías, el supervisor, explica que el de Carlitos se considera un mal trabajo.
—Mira, no está cortando desde la mera base, es ahí donde se concentra la fructosa. Eso es pérdida para el productor. También está mal acomodada, se tienen que acomodar por “puños”, por montoncitos, como los de allá. Los puños se fijan con unas estacas para que, al final, la máquina las pueda recoger más fácil. En esta hay mucha basura. Al final se lo van a descontar —dice sobre las hojas y varas que aún no están maduras, que Carlitos no ha separado, por lo que le impondrán un castigo, un descuento en el pago semanal, que es de sesenta pesos (apenas 3.2 dólares) por tonelada de caña cortada.
A las 9:30 horas hay un primer descanso, muy breve, solo para que Manuel fume mariguana y Carlitos afile el machete con una lima.
—¿Cómo vas, Carlitos? —pregunto mientras el padre arranca un pedazo de hoja de cuaderno, mete los dedos en la bolsa del pantalón para sacar un pequeño bulto en el que guarda la hierba. Espolvorea, lía, prende. Aspira. Y suelta el humo por la boca suavemente. La mariguana hace lo suyo. La tensión en el cuerpo desaparece y el hambre se aplaca.
—Bien —responde a secas.
Es la primera palabra que le oigo decir a Carlitos.
En las dos horas y media que llevan trabajando, Manuel ha entablado pláticas con otros compañeros de alrededor, pero Carlitos se ha mantenido en silencio, metido en su papel de trabajador. El niño más cercano con el que pudiera platicar, o siquiera intercambiar miradas, es Isaías, de diez años, también de Chiapas, también tseltal, pero le queda a unos cincuenta metros de distancia. Ninguno de los dos se da el lujo de la distracción. Carlitos no platica, no interactúa, solo corta caña y afila su machete.
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Es difícil conocer las cifras de cuántos niños, niñas y adolescentes se encuentran en la zona cañera y cuántos de ellos trabajan. Hasta ahora no hay datos oficiales fidedignos al respecto. Pero sí podemos saber cuántos de ellos, de entre cinco y doce años, migraron a esta región de Quintana Roo y se encuentran estudiando. El Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe), el organismo federal que brinda servicios de educación comunitaria en localidades de alta marginación, reporta que, para el ciclo 2022–2023, en las ocho escuelas que mantiene en la zona se cuentan 207 estudiantes de preescolar y primaria: niñas y niños que dejaron a sus compañeritos de clase en sus territorios de origen para llegar aquí con un maestro nuevo y tomar clases en un idioma que no es el suyo, en una escuela, en un patio de juegos, en una comunidad que no conocen y donde sus papás se ausentan la mayor parte del día porque se encuentran trabajando en el campo.
En entrevista para Gatopardo, Norma Gabriela Salazar Rivera, secretaria ejecutiva del Sistema de Protección Integral de Niñas, Niños y Adolescentes (Sipinna), en Quintana Roo, dice que es lógico que, bajo estas circunstancias, los chicos no quieran seguir estudiando. Salazar Rivera, una funcionaria que lleva décadas trabajando con niños, explica que, en los últimos años, han conseguido hacer flexibles las inscripciones escolares, a fin de que los golondrinos puedan estudiar en las escuelas del Conafe los meses que dure la zafra. “Esos datos son de los que están inscritos, los que estudian, pero hay muchos más que no se matricularon porque no están estudiando y se encuentran en las galeras o están trabajando en la zafra”, dice. Misael, Miguel, Isaías, Joaquín, Luis y Ediberto, quienes trabajan en el mismo campo que Carlitos, son seis ejemplos de niños migrantes que no estudian, que se encuentran trabajando y que el Estado no considera.
La Sipinna —quizás el organismo que más ha hecho por menores de edad en la zona cañera, llevando brigadas de atención integral— cuenta con otro dato ilustrativo. Salazar Rivera ha presionado y convencido a funcionarios de otras dependencias para que, en conjunto, ofrezcan directamente en las galeras servicios de registro civil; atención médica, psicológica y victimal; aplicación de vacunas; asesoría jurídica; asistencia social; actividades lúdicas, deportivas y recreativas; pláticas sobre derechos sexuales y reproductivos, etcétera. Desde los inicios de la actual administración hasta finales de 2022, el organismo ha realizado seis brigadas en cinco comunidades. Tan solo en los pueblos de Carlos A. Madrazo, Sacxán, Sergio Butrón Casas, Allende y Palmar, la Sipinna contabilizó y atendió a 588 niñas, niños y adolescentes. “Estos datos son muy bajos en comparación con décadas atrás. Estas caravanas justo nos han permitido ir inhibiendo el trabajo infantil. Si uno llega a la comunidad, así en frío, y les dice a los papás: ‘No quiero que [los niños] vayan al corte de caña’, nos corren a machetazos. Entonces, ¿qué hacemos? Ofertamos servicios, generamos confianza y empezamos a trabajar con ellos en [...] la importancia de la educación”, dice Salazar River.
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Al mediodía, la mayoría de los cortadores toman un descanso para comer. A esta hora llegan varias mujeres en bicis y motos con los “lonches” que prepararon durante la mañana. A algunas también se les ve cargar en rebozos y sobre las espaldas a sus bebés, que procuran no dejar solos en las galeras. Su esposa faltó hoy, explica Manuel Trejo, porque fue a visitar a una de sus hijas, que vive en otra comunidad cañera, porque está enferma. Entonces, de la mochila saca un tupper con un puño de arroz y otro de frijoles.
—Comemos ligero para que no caiga pesado y seguir trabajando —dice sobre el primer bocado del día, y aprovecha enseguida para dar un par de caladas más al porro, como lo hace gran parte de los adultos y adolescentes en la zona cañera.
—¿Cómo vas, Carlitos? ¿Ya te cansaste?
—No —responde parco.
Pasa una hora y Manuel ofrece visitar su galera para conocer al resto de la familia Trejo, aprovechar para descansar, bañarse y prepararse para volver a la faena hacia las 18:00 horas, cuando el sol ya no castigue tanto.
En la galera ya los espera el resto de la familia. Las galeras de Allende están pintadas de verde con amarillo y construidas con blocks de concreto. Cada una mide no más de veinticinco metros cuadrados. En vez de ventanas tienen celosías, pensadas para la circulación del aire, pero que no cumplen su objetivo, pues los ocupantes tapan los huecos con botellas de plástico o cualquier cosa que impida que el resto de los cortadores pueda asomarse e invadir la poca privacidad que tienen. El cuarto de la familia Trejo tiene dos colchonetas y un lazo con algunas prendas. Nada más. No hay absolutamente ningún adorno, ningún objeto que anuncie que aquello es un hogar y no un simple tinglado. Tampoco hay juguetes que puedan usar los seis niños que viven ahí dentro.
Manuel explica que sus seis hijos han cortado caña desde los diez años y que las seis hijas se quedan siempre en las galeras. La industria de la caña se mantiene también gracias al trabajo de ellas, porque apoyan, crían, cuidan, curan, cocinan. Sin embargo, no reciben a cambio ninguna remuneración, y tampoco seguro social, pues es habitual que la contratación sea un acuerdo verbal y no un documento formal. Tampoco tienen guarderías disponibles. Hay, es cierto, algunas cortadoras remuneradas, pero son las menos. Y como los cuidados las anclan a las galeras, ellas no tienen opciones para trabajar y conseguir la independencia que las empodere. El trabajo doméstico y de cuidados que las mujeres realizan no se considera en la nómina de los productores, ni en los estudios de la academia, ni en la política pública de la Secretaría del Trabajo.
Para Norma Gabriela Salazar Rivera, del Sipinna, la zona cañera, con su dinámica familiar, en que los hombres salen a trabajar, son los proveedores, los que deben forjarse como tales desde pequeños, y las mujeres permanecen en el hogar, es de los lugares del Caribe mexicano donde se ve más claramente al patriarcado perpetuándose.
Carlitos, luego de comer una pequeña porción de pasta, dedica unos momentos a jugar con sus sobrinos de cuatro y cinco años en el área verde frente a las galeras. Una hora y media en la que se olvida del trabajo y, por un momento, solo es un niño. Toman dos llantas viejas de moto y una de bicicleta, a la que le salen los alambres, para ver quién consigue rodarlas más lejos, cuidando no hacerlo tan fuerte para que no lleguen hasta la carretera. Corren tras ellas y de nuevo las tiran. Carlitos se torna amable y considerado.
—No, tú toma esta —Carlitos ofrece a su sobrino la llanta en mejores condiciones.
En algún punto le da curiosidad la libreta que llevo conmigo, la abre y pasa los ojos por los apuntes. No entiende nada. No sabe leer. Tampoco escribir. Y dibujar le cuesta mucho trabajo. Le pido que se dibuje a sí mismo. Toma la pluma y hace un rectángulo con líneas ondulantes que forman el cuerpo. Sobre este, un círculo mal hecho al que le garabatea cabello, coloca dos puntos como ojos y una boca triste, con las comisuras para abajo. Las manos cortas, las piernas más largas y, por pies, dos rayitas. A sus diez años aún no ha desarrollado la motricidad fina.
—Bueno, ya me tengo que ir a bañar, tengo que regresar al trabajo.
Como en la zona cañera no hay sistema de alcantarillado, el agua se extrae mediante pozos hechos sin permiso alguno, directo de los ríos subterráneos que hay a poca profundidad en toda la península de Yucatán, donde los cañeros también depositan sus desechos fecales. Los baños aquí son pequeños cuartos con un hoyo en el piso.
No hay regaderas. Entonces, Carlitos se baña a cubetazos. Esa agua, señala en entrevista Teresa Álvarez Legorreta, investigadora de El Colegio de la Frontera Sur (Ecosur), además de partículas provenientes de desechos orgánicos humanos, está contaminada con los agroquímicos empleados para la siembra de caña, que se filtran con facilidad al subsuelo, aportando metales pesados y plaguicidas potencialmente cancerígenos, como lo ha comprobado en estudios de monitoreo de calidad del agua y de sedimentos que ella realiza desde 2015. “Hemos encontrado plaguicidas organoclorados en los sedimentos del río Hondo, algunos que ya incluso su uso está prohibido o restringido en México, como el DDT [diclorodifeniltricloroetano], aldrín, endosulfán y otros elementos químicos organoclorados”, dice Álvarez Legorreta.
Finalmente son las 18:00 horas, y Manuel y Carlitos regresan al campo.
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Martha García Ortega, investigadora de Ecosur, quien lleva décadas estudiando la zona, afirma estar en contra del trabajo infantil en los cañaverales, pero que las acciones para erradicarlo tienen que ir en paralelo a los esfuerzos por cambiar los problemas sociales estructurales que lo sostienen, tales como la pobreza o la marginación. “No solo se trata de sacar a los niños del campo, sino de evaluar las condiciones que propician el trabajo infantil y trabajar en ello, de manera que esas condiciones se cambien a nivel estructural. OK, los sacamos, pero, si lo hacemos, no tendrán las condiciones para que puedan estudiar, por ejemplo”, dice. Por otro lado, asegura que se tiene que tratar el problema en su integralidad. Habla de una corresponsabilidad, en que al Estado le toca garantizar el cumplimiento de los derechos de los niños, niñas y adolescentes, como el de la educación; los productores de caña deberían mejorar las condiciones laborales para los cortadores, así como los instrumentos y tecnologías que se usan durante la zafra —ambos deberían dignificar las galeras—; por su parte, los jornaleros deberían ser más responsables en el cumplimento del trabajo y respetar los acuerdos con cabos y productores.
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—Mañana [domingo] pagan más. Los domingos pagan a 72 pesos [3.9 dólares] la tonelada. Entonces vamos a regresar porque nos dijeron que van a quemar el campo de al lado, así podemos seguir cortando toda la noche para ganar más dinero —dice Manuel Trejo, luego de haber descansado por unas horas, mientras deja la galera y se encamina de nuevo, junto con Carlitos, al trabajo.
Antes de cosechar se toman muestras para verificar que las cañas estén maduras, y el ingenio decide cuáles están listas. Cuando el resultado arroja que la vara dulce está en el punto óptimo, se procede a realizar quemas controladas, que duran menos de una hora, a fin de eliminar las hojas de los tallos, dejar el cuerpo de la caña desnudo y facilitar el corte: se aumenta la productividad y se disminuye el volumen de residuos.
—Después de la quema, ¿cuánto tiempo debe pasar para cortar? —pregunto.
—¡Uy, es rápido! A los diez minutos ya puedes meter machete. Solo queman las hojas. La vara, como está adentro, llena de agua, queda fresca —dice Manuel, ya de vuelta en el cañaveral.
Eso explica por qué los cortadores terminan completamente impregnados de un hollín difícil de limpiar. Carlitos, que se bañó hace apenas unos minutos, tiene aún los tobillos, las manos, los brazos, la cara y hasta los dientes manchados de hollín.
Además de generar gases de efecto invernadero, estas quemas generan hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAP) que se introducen en el cuerpo de los cortadores, según reveló Citlali Carrillo García en su tesis de maestría en Ciencias en Recursos Naturales y Desarrollo Rural, en Ecosur. La investigadora tomó, en febrero de 2020, un total de 41 muestras de sangre de habitantes de la comunidad Álvaro Obregón —la mayor productora de caña—, de cortadores de entre trece y 76 años. Todos refirieron trabajar más de ocho horas diarias, la mitad de ellos dijeron haberse dedicado a esto desde pequeños y 26% aseguraron padecer tos, dolor de cabeza, visión borrosa, comezón, mareos, irritación en ojos, fiebre y expulsión de fluidos mocosos negros durante las temporadas de la zafra. Los resultados de laboratorio arrojaron que todas las muestras de sangre analizadas contenían hidrocarburos. Carrillo García confirmó, por primera vez, que la actividad cañera provoca intoxicación en el cuerpo de los golondrinos: los HAP pueden afectar sus mecanismos de defensa e, incluso, ocasionar daños a nivel celular y genético.
Aunque la quema del campo estaba planeada a las 18:00 horas, José Zacarías, el supervisor, y los demás responsables llegaron hasta las 20:30 y las llamas se apagaron cincuenta minutos después. Desde que regresaron al campo y hasta que el fuego se sofocó, Carlitos no dejó de cortar caña. No paró ni porque oscureció y era imposible ver, al menos para mí, siquiera lo que había enfrente, aunque lo hacía cada vez más despacio.
—Yo creo que ya nos vamos. Mejor mañana venimos tempranito, desde las cinco, para seguir dándole —decide su padre.
—¿Cómo vas, Carlitos? —pregunto.
—Mal.
—¿Estás cansado?
—Sí. Me duele aquí, donde tiro machete, y aquí —señala el antebrazo y el hombro.
De regreso a la galera, hago la última pregunta:
—Oye, Carlitos, y si apareciera un mago y te concediera tres deseos, ¿qué le pedirías?
—Una pelota… y un pastel.
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El ingenio San Rafael de Pucté, ubicado en la comunidad de Álvaro Obregón y construido en 1979, procesa toda la cosecha de la zona cañera. Fue en 1988 cuando se privatizó y pasó a manos del grupo Beta San Miguel, empresa que controla toda la producción de azúcar en Quintana Roo. Al interior del ingenio, la vara dulce se tritura, se percola, y el jugo se cristaliza para luego convertirse en azúcar. Para llegar se necesita tomar la carretera Ucum-La Unión, que comunica a las comunidades cañeras y va en paralelo al río Hondo, frontera natural entre México y Belice. Se pasa primero por Juan Sarabia, Sacxán, Palmar, Ramonal, Allende, Sabidos y, tras 57 kilómetros, se llega a Álvaro Obregón, población flanqueada por cañaverales, rodeados a su vez por la selva maya. La desviación que conduce al centro está llena de baches provocados por los cientos de camiones que pasan diario con toneladas de caña. Las instalaciones, que se encuentran al fondo, están amuralladas, solo se alcanza a ver desde lejos una gran bóveda y, a un costado, las bandas mecánicas que transportan hasta el interior la caña descargada por los camiones. Este ingenio ha reconfigurado todo su entorno y lo ha revestido de una atmósfera fabril. Ahí está la fumarola de humo negro que expulsa la fábrica todo el día y, durante los meses de la zafra, un manto gris cubre y contamina todo el ambiente. Ahí están los más de cuatrocientos trabajadores que operan las veinticuatro horas, repartidos en tres turnos. Ahí los pequeños y precarios cuartos adonde llegan a dormir. Ahí los prostíbulos de los trasnochados. Ahí también la drogadicción y el alcoholismo para soportar la vida obrera.
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Es 13 de marzo. Un día como hoy, pero de 2020, se anunció el primer caso de covid-19 en Quintana Roo.
Han pasado tres años y, aunque el virus dejó de cobrar tantas muertes, Víctor Muñoz González aún toma sus precauciones y trae puesto un cubrebocas negro. Víctor, que lleva una gorra azul que hace juego con la playera y el pantalón, es un joven de veinticuatro años; trabaja como obrero en el ingenio San Rafael de Pucté y es adicto a las drogas y al alcohol.
La entrevista con Víctor sucede al término de su jornada laboral en las inmediaciones de la fábrica. Su infancia, cuenta, fue problemática. Su padre era obrero y nunca estaba en casa, y cuando estaba, lo veía irritado. Su madre lo aporreaba cada que le pedía ayuda para la tarea. A los once años probó la mariguana, a los trece, la piedra, a los diecisiete se empleó como cortador de caña. Entonces, recuerda, tuvo que incrementar el consumo de mariguana para paliar el dolor muscular, el de la espalda y los brazos, así como las punzadas en las manos por las ampollas que provocaba el manejo del machete.
Mira, este, en todos lados hay drogas, pero en el pueblo, en este lugar donde estamos, hay más. Aquí no hay autoridad para el control. Tú vas ahorita, ahorita, echas un fonazo y de volada: “¿Sabes qué? Quiero doscientos pesos de cristal, quiero trescientos”. Vienen y te lo dan. Aquí en el pueblo, como son lugares de cortadores de caña, si tú vas al cañal, hay droga… Yo probé la mariguana a los once años. En la secundaria tenía un amigo que era cortador de caña. Se llamaba Luis. Yo lo vi fumando en las escaleras. Y agarra y me dice: “Vente”, dice, “vamos a fumar esto”. Y ese vato me lo mostró. Yo vi cómo lo prendió y todo. ¡Asumecha! Me dice: “Toma, pégale un jalón”. Pero yo le hacía así: “sss”, y lo soltaba, ¿no? “Nooo”, me dice, “¡estás bien menso!”, me dice, “así no se fuma”. Y agarró y me enseñó cómo hacerlo. Y no me lo vas a creer, pero me sentía en las nubes. Iba volando, en un estado de relajación total que yo, en mis pasos, sentía como si estuviera flotando. Iba en la calle sonriente, veía todo diferente, pues… De ahí me empecé a juntar con los vatos ahí del domo [deportivo], los drogadictos. Me invitaron un famoso blunt, que es como hoja de tabaco, más grueso. “No”, dicen, “hoy te vas a echar tu primer blunt como iniciación”. Nos subimos a las escaleras de las gradas. Vi cómo lo prepararon. Sacaron acá un cigarrón café, como los puros. Lo llenaron de mota, y órale. Te juro que yo me bajé de esas escaleras gateando. Andaba bien alucinado… Probé el perico, no me gustó; probé el cristal, no me gustó, pero probé la piedra y, ¡asu!, no mames. El problema con los drogadictos de la piedra es que no se pueden controlar. Una vez que pruebas es hasta acabarte todo el dinero… Nosotros, como trabajadores de la industria de la caña, como obreros, la verdad se gana muy bien. Llegué a un punto donde me gasté más de tres mil pesos en una noche en pura piedra, puuura piedra… ¿Qué pasa con los drogadictos? Que al otro día amanecemos sin nada. Sale uno a la calle, ve a la gente con unas Sabritas, con un refresco, una cerveza, y uno ya no tiene nada en la bolsa. Cuando uno llega a drogarse, yo llegué al punto de robar, de hacerle un hueco a las casas para meterme a drogar. A mi mamá nunca le robé, bueno, sí, dinero, ¿veá? Y, este, en la casa ya me trataban como ratero. Para ellos era un ratero. Yo llegué a tal grado de gastarme tres mil, cuatro mil, cinco mil pesos en la piedra. Llegué a estar flaco, seco.
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A finales del siglo XX, la frontera sur de México, la zona del río Hondo, se convirtió en un punto clave para el tráfico de mercancía ilícita. Aquí han entrado cantidades inconmensurables de droga, armamento y personas víctimas de trata cuyo destino es Estados Unidos y que provienen de Centro y Sudamérica, en ocasiones trasladadas mediante aeronaves que aterrizan en la zona cañera. A partir de la década de 2010, según una fuente del Gobierno federal con experiencia en seguridad nacional, que pidió no ser citada, esta zona dejó de ser de trasiego para convertirse en un lugar de consumo de drogas. Hasta 2022, de acuerdo con reportes del Centro Regional de Fusión de Inteligencia del Sureste, el órgano de inteligencia que la Secretaría de la Defensa Nacional tiene en la zona, a los que tuvo acceso Gatopardo, el Cártel del Pacífico, el de Jalisco Nueva Generación y Los Pelones operaban en la ribera del río, con actividades como el trasiego de drogas y mercancías, el tráfico de migrantes, así como el narcomenudeo. La fuente antes mencionada asegura que, aunque el Gobierno federal tiene conocimiento de lo que ahí ocurre, no tiene ningún plan para emprender cambios.
A decir de Salvador Aceves Fajardo, director del Centro de Integración Juvenil de Chetumal, que atiende a personas usuarias de drogas, la expansión de la metanfetamina en el sur del Caribe mexicano empezó en 2019 y repuntó durante la pandemia. Se ha colocado como la sustancia adictiva más consumida, junto con la cocaína y la piedra, aunque por debajo del alcohol. La metanfetamina, apunta, la consumen niños y adolescentes empleados en el ingenio San Rafael de Pucté y en la zafra. “Muchas de las personas que utilizan el cristal, la metanfetamina, la consumen para jornadas laborales muy extenuantes, de trabajo físico, porque les genera una sensación de energía y euforia y de una necesidad menor de consumir alimentos o [tomar un] descanso. Entonces, muchos la utilizan como una sustancia para durar más tiempo en el trabajo, sobre todo cuando son jornales, que les pagan a destajo, por producción, pues usan ese consumo para tratar de rendir más y no descansar, no comer, aunque es adictiva, muy adictiva. Lo que sí es que es más barata. Varía, pero una dosis está entre cincuenta o setenta pesos [2.7 o 3.8 dólares]”, dice Aceves Fajardo. Una dosis de metanfetamina puede durar unas seis horas, aunque el efecto disminuye conforme el consumo es más frecuente. Genera delirios de persecución, ataques de pánico, irritabilidad, cambios de ánimo y, físicamente, un deterioro importante.
En niños, niñas y adolescentes, estas sustancias son más riesgosas, dice Aceves Fajardo, porque su maduración neuronal no ha terminado y, por tanto, son más propensos a desarrollar una mayor tolerancia; es decir, a habituarse mejor y generar una adicción fisiológica y física más rápida que los adultos. El consumo de drogas en la zona cañera, ya sea depresoras, estimulantes, alucinógenas o sedantes, es síntoma de los malestares sociales que padecen los cañeros, repara el director. “Al estar lejos de sus pueblos, estar en condiciones muy desfavorables de vivienda, con hacinamiento, considerando que el tipo de jornal es muy duro físicamente, ellos encuentran en el consumo un cierto escape de la realidad. Las personas no consumen drogas por cómo saben, por su color o su olor, sino por su efecto. ¿Cómo aguantan emocionalmente, físicamente o psicológicamente su realidad, su soledad y marginación, todo lo que ven y viven, si no es con las drogas?”, dice.
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Rutilia Lorenzo, residente de José Narciso Rovirosa, otra de las comunidades cañeras, vende frijol, maíz, limón, hortalizas y chile que siembra en la parcela pequeña que posee; renta sillas, mesas, bocinas y un trampolín para fiestas; ofrece chicharrones preparados y flanes los miércoles; cobra veinticinco pesos por reproducir cualquier anuncio en un megáfono que instaló en la azotea de su casa; hace apicultura para comercializar miel y también vende las gallinas que cría y las flores que cultiva en su vivero. Todo con el único objetivo de cubrir los gastos necesarios para que Jonathan, su hijo de nueve años, cruce cada día el río Hondo y curse la primaria en Belice. Para que tenga los estudios que lo conduzcan a un futuro profesional lo más alejado posible de la zafra.
—¿Y por qué lo llevas hasta Belice?
—Me gusta el sistema de educación de allá. Es un poco más estricto en materia de aprendizaje. Por ejemplo, supongamos que no sabe nada de matemáticas el niño. Los maestros van enseñándoles hasta que aprendan. Son muy dedicados con ellos. Y también porque enseñan inglés.
En esta comunidad, a 79 kilómetros de Chetumal, pero a cinco minutos del distrito beliceño Orange Walk, es común que niñas y niños crucen irregularmente la frontera para estudiar en la primaria Santa Cruz, según madres, padres y profesores consultados, como consecuencia del deficiente sistema de educación pública, así como del abandono de las instalaciones escolares y la planta docente de su comunidad.
Rutilia, de 39 años, es hija de un jornalero que migraba de manera constante para cortar caña, en Veracruz, en Jalisco, en Campeche, donde lo requirieran. En 1995 llegaron a José Narciso Rovirosa, adonde se mudaron de manera definitiva. Ella tenía once años y le tocó cortar caña y vivir durante años en galeras, algo que de ninguna manera, insiste, desea para Jonathan ni para sus otros dos hijos, de dos y tres años.
—Una señora de San Francisco Botes [comunidad aledaña] me decía que allá [en Belice] estaba mejor la educación, que llevara a mi hijo. Me decidí y lo mandé para Santa Cruz. Sí cuesta, porque a la semana le pagamos doscientos pesos el pasaje que le pagamos al fayuquero, el que cruza el río. Además, le doy un dólar diario para su lunch, su taco de harina, que vienen siendo nueve pesos de aquí. A la una de la tarde ya le están llevando su comida. Yo le pago a una señora de confianza de allá para que me le dé de comer. Con ella me gasto 36 dólares beliceños a la semana. Nos cobran cincuenta al año la escuela, de cooperación, y un dólar a la semana para que vaya sin uniforme, con ropa normal. Son como 2 400 pesos al mes, que es algo bastante pesadito para nosotros.
A Jonathan, un niño con ojos achinados y el cabello corto y necio de peinar, le gusta la escuela. Se le nota emocionado cada que habla de ella. Apenas escucha a su madre hablar de él, corre a su cuarto para sacar un cuaderno y su boleta de calificaciones. Reconoce que le cuesta trabajo el inglés, pero presume ser el mejor promedio del salón.
—La que más me gusta es esta: expressive arts. Me ponen a pintar. Mira, el maestro me puso palomita en todo esto. Lee con un inglés aún deficiente y explica las notas:
—“Adapted well to learning”, que es “poner atención”. Me puso paloma. “Completed assigned tasks thoroughly”, que “terminas tus exámenes a tiempo”. “Communicated and sought assistance”… ¡Ese nunca me acuerdo para qué es!
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Para ir a la escuela este lunes de marzo, Jonathan despertó poco antes de las 6:00 horas. Su casa se encuentra sobre una pequeña loma rodeada de vegetación. La calle es de terracería. El cielo se pinta de un azul cobalto que la bruma atenúa. Los únicos ruidos alrededor son los de las gallinas, los pollitos y los perros. Jonathan toma su bicicleta Mercurio roja y se lanza a toda velocidad por la cuesta con dirección a la tienda, donde compra las tortillas con las que alimenta a sus mascotas. A los pocos metros, unos perros le cierran el paso con ladridos. El niño frena y lanza una piedra invisible para ahuyentarlos, pero estos no caen en el viejo truco. Se va en retirada y prueba mejor por otra calle.
—Me da medio kilo de tortillas, por favor —dice, y estira la mano con monedas.
—Pero esto que te dieron es para un kilo.
—Ah, pues un kilo, entonces.
Al regreso, Jonathan alimenta a los perros, patos y gallinas que tiene en el traspatio y le da granos de maíz a su cotorra, algo que le hace recordar a Flor, una ardilla que, dice, era su amiga; vivía en uno de los árboles de la casa, pero murió hace no mucho.
—Ay, extraño a Florecita —dice.
Son casi las 7:00. Jonathan ya se ha puesto la playera polo celeste, el pantalón azul marino y los zapatos de su uniforme escolar. Se sienta a la mesa y come asado de pollo con arroz blanco recién hecho. Luego va por su mochila, donde lleva tres cuadernos y cuatro libros, se amarra a la cintura su cangurera, llena de colores, dos lápices y tres sacapuntas, que tiene un cierre pequeño en el que el niño guarda unos dulces.
Media hora después, Rutilia saca la moto, sube a Jonathan, a su prima y una amiga que ya los esperaba fuera para llevarlos, apretados pero bien agarrados, a la escuela. Llegan a la carretera, la cruzan, se adentran al pueblo de San Francisco Botes y, en trescientos metros, alcanzan el río, donde hay un pequeño embarcadero que resulta ser uno de los puntos de contrabando más transitados de la frontera, que atraviesan lo mismo niños estudiantes que armas y drogas. De hecho, Rutilia suele aprovechar el cruce que hacen sus hijos para pasar limones de su huerta, sin permiso de exportación, para venderlos del otro lado. El trayecto dura no más de cinco minutos. Los cuatro desembarcan, caminan 150 metros y llegan a la primaria Santa Cruz, una escuela bonita, bien conservada, con pasto verde y salones pintorescos y adornados.
—Good morning, teacher —dice cada niño al llegar.
—Good morning, baby —le responde a cada uno Yolanda Novelo, la directora, que los abraza conforme van llegando.
Novelo no sabe con certeza si esta es mejor que la primaria Lázaro Cárdenas del Río, que está en Rovirosa, del otro lado del río. Lo que sí sabe es que aquí los niños mexicanos aprenderán inglés y que los ocho profesores que imparten clases tienen estudios profesionales en Pedagogía. Aunque no todo es armonía, al estar tan cerca de un punto de contrabando, los niños y maestros están en riesgo. Novelo recuerda que en 2020 se registró el último incidente de seguridad, cuando la policía beliceña le disparó a un presunto contrabandista a escasos metros de la escuela. Sin embargo, asegura, esos casos son muy poco frecuentes. El área de Comunicación Social de la Secretaría de Educación de Quintana Roo informó que, cuando los niños y niñas decidan retomar sus estudios en México, tendrán que revalidarlos, lo que es “un trámite sencillo”.
Rutilia sueña con que Jonathan termine la primaria en Belice, aprenda inglés y así pueda emplearse en algún momento en el sector del turismo, quizá en Mahahual o, incluso, Cancún, donde sea, pero lejos de la zafra.
Esta historia se produjo con el apoyo de la Fundación Ford
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Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
Cada año se producen cerca de dos millones de toneladas de caña de azúcar en Quintana Roo, lo que convierte esta actividad en una de las más importantes en la península de Yucatán. Pero en esta industria, la del azúcar, no todo es prosperidad. Miles de familias se movilizan hasta acá para ser partícipes de la zafra, campesinos que se encuentran con largas jornadas y una carga de trabajo demencial. Sus hijos aprenden el oficio desde chicos. Laboran en los cañaverales, arriesgando la integridad, la salud y un futuro ahora incierto.
—Oye, Carlitos, ¿cuándo es tu cumpleaños?
—¿Cómo, cómo?
Vuelvo a preguntar ante su extrañeza:
—Sí, ¿cuándo cumples años?
—No sé.
—¿No sabes cuándo naciste?
—¿Qué?
—¿Sabes qué es un cumpleaños?
—¿Es como… cuando compran pastel? —dice lanzando machetazos a la tierra.
—Exacto. ¿Nunca has tenido un pastel de cumpleaños?
—Nunca.
Es una tarde de marzo que palidece. Carlitos y Manuel Trejo, su padre, de 48 años, están de pie ante unas pocas matas de caña de azúcar que les quedan por cortar, entre un inmenso cañaveral en Allende, una comunidad en la frontera de México con Belice.
Manuel es originario de Arimatea, Chiapas, y, como gran parte de los jornaleros de aquí, es un indígena tseltal. El padre duda, pero calcula que su hijo no debe pasar de los once años. Lo que sí sabe y presume con orgullo es que hoy Carlitos ha cortado cuatro toneladas de caña. Lo hizo con un machete desde el primer rayo del sol y parará hasta las 21:00 horas, cuando la jornada termine. Cuatro mil kilogramos, lo de un elefante, pasarán por sus pequeñas manos durante casi quince horas de trabajo, por lo que cobrará 260 pesos, lo de un corte de carne.
Allende forma parte de la zona cañera quintanarroense, una región clave para la producción de azúcar en el país. Está conformada por catorce ejidos agrícolas que se extienden por toda la frontera y su producción superó los 1 500 millones de pesos en 2021, lo que la convierte en una de las principales actividades económicas del Caribe mexicano, por debajo del turismo y la construcción. Sin embargo, en la industria del azúcar no todo es prosperidad. Es riesgosa para la salud de los cortadores, provoca deforestación, contaminación, además de un flujo migratorio significativo y dramáticas consecuencias sociales que recorreremos en este reportaje. Pero, sobre todo, esta producción aprovecha y fomenta el trabajo infantil, cuya erradicación es uno de los pendientes a nivel global.
Aunque el cultivo de la caña comenzó en México en 1530, en Quintana Roo no figuró hasta más de cuatro siglos después, según la tesis de maestría del antropólogo Carlos Hugo Zamudio Viveros, de la Universidad Autónoma del Estado de Quintana Roo. Fue durante el mandato del expresidente Gustavo Díaz Ordaz (1964–1970) que se lanzó un plan para impulsar la industria agrícola en el sureste, específicamente la de la caña, sobre diecisiete mil hectáreas ejidales que abarcaban las actuales comunidades de Allende, Pucté, Álvaro Obregón, San Francisco Botes, Cacao y Cocoyol. La industria agrícola y azucarera quintanarroense no ha parado de crecer desde entonces y de configurar el entorno social de la región. Hoy, la cosecha de caña se ha ampliado a otras ocho comunidades, todas colindantes. Se realiza sobre más de 34 000 hectáreas, donde antes había selva media y baja; de hecho, la zona cañera es uno de los puntos con mayor deforestación del Caribe mexicano y genera cerca de treinta mil empleos directos e indirectos, de acuerdo con datos de la Secretaría de Desarrollo Agropecuario, Rural y Pesca estatal. Según Linda Cobos, titular de la dependencia, este año se proyectó una producción de 1.9 millones de toneladas de caña de azúcar.
El trabajo que se realiza en estos cañaverales se divide en dos temporadas. La primera, que va de julio a octubre, es para la resiembra, cuando se prepara la tierra, se fertiliza para que la caña rebrote, se fumiga contra las plagas de mosca pinta, el gusano barrenador y la rata de campo, se vigila que la vara dulce crezca y se riega cuando las lluvias tardan en caer. Para ello se requiere muy poco personal. En cambio, para la segunda temporada, la de cosecha, conocida como zafra, que va de noviembre a junio, se requiere un gran número de trabajadores. Cada año, miles de familias de diferentes geografías se movilizan hasta este estado para participar en ella. Este 2023, de acuerdo con Cobos, se cuentan 2 800 cortadores de caña.
—Mira, esta vez nosotros traemos gente, pura gente de Chiapas, pero hay veces que hemos traído “tecos” desde Oaxaca. Trabajan bastante los pinches tecos —dice José Zacarías, uno de los 3 200 productores de caña que hay, encargado de la cosecha donde Carlitos y su padre trabajan, en Allende, una comunidad rural y empobrecida, dividida por la carretera: de un lado, las casas; del otro, los amplios cañaverales.
“Tecos”, repite Zacarías despectivamente.
Por la alta movilidad, a los cañeros se les conoce como “golondrinos” —esas aves migratorias que anuncian la primavera— porque cada año llegan a una comunidad distinta, adonde sea que se requiera su trabajo; porque se mueven de cultivo en cultivo, cosechando ahí donde el patrón indique que la caña está lista, madura; porque no tienen un lugar fijo donde pasar su vida. Para garantizar los jornaleros suficientes en la zafra, los productores contratan a cabos, encargados de reclutar gente, principalmente de Chiapas y Oaxaca, aunque también de Veracruz, Guerrero, Campeche, Tabasco y, en menor medida, de los países vecinos, Belice y Guatemala. Se trata de un flujo importante de indígenas tseltales, zapotecos, tsotsiles, mames, huicholes, coras, tlapanecos, chinantecos, mayas.
—Contratamos un cabo. A ese cabo le digo, como encargado, como jefe de cosecha: “Cabo, quiero que me contrates veinticinco cortadores”. Y él va y los busca. Ya sabe dónde está su gente. Completa los veinticinco. Le decimos: “Tal fecha inicia la zafra”, y uno o dos días antes ya están acá. Nosotros rentamos y pagamos el flete a las empresas. Y nos cobran. Está caro el flete, como dieciséis o diecisiete mil pesos de Palenque hasta acá. Lleno de cortadores, toda su familia, traen a sus familias, niños, todo lo que tienen —dice.
Zacarías los llama “fletes”, como si se tratara de bultos.
—A esa gente le pagamos desde que sale de allá, le pagamos su pasaje, le pagamos comida en el camino. Acá adonde llegan ellos les tenemos… ellos cocinan con pura leña, tenemos que traer leña, bastante, allá en las galeras.
En la antigüedad, “galera” era una pena impuesta que consistía en remar en los barcos de vela que surcaban los océanos. En Cuba, la palabra hace referencia al espacio ocupado por reclusos dentro de una cárcel. En Quintana Roo, las galeras son conjuntos de cuartos al pie de la carretera, sin ventanas, con techos de lámina, calurosos en primavera, fríos en invierno, huecos y sucios y oscuros y diminutos, adonde llega la mayoría de los cortadores para vivir los más de siete meses que dura la zafra.
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A Manuel Trejo lo veo por primera vez esta mañana. Falta poco para las 7:00 horas y apenas se ha despertado. Lo encuentro afuera de la galera que ocupa, sentado, reposando su cabeza en la pared, aún aletargado. El cansancio del día anterior no le permitió madrugar.
—¿Qué pasó? ¿Por qué no fueron? —dice uno de los encargados de la cosecha donde trabaja, quien llega en moto hasta la galera para reclamar su falta.
—Estamos aquí desde las cuatro, esperándolo —miente Manuel, y se levanta rápidamente.
—¿Van a ir o no? Ya están todos allá.
Luego de una breve discusión con este supervisor, Manuel se alista, guarda algunas cosas en una mochila y cambia las chanclas por unas botas de hule que le llegan hasta la rodilla —su único equipo de protección laboral—. El padre llama a Carlitos y ambos se suben con prisa a la moto que los lleva hasta el cañaveral, donde se encuentran a otras cincuenta personas —entre ellos, una decena de niños, hijos de estos campesinos—, para iniciar un trabajo altamente riesgoso para los menores de edad, según los parámetros de la Organización Internacional del Trabajo.
—Este es su primer año en la zafra, ahorita. Su primer año de carrera. Está jalando, está aprendiendo —dice Manuel, ya en el cultivo, quien usa una gorra para protegerse del sol, y señala a Carlitos cuando empuña el machete con el que, al final del día, habrá cosechado cuatro toneladas de caña.
Manuel tiene facciones finas con pómulos salidos, bigote poco espeso y una barbilla cuadrada. El cuerpo alto, sencillo y delgado, que el sol del campo ha lastimado y bronceado durante décadas. Carlitos no ha de pasar de 1.20 metros. Tiene barriga de niño, apenas abultada, pestañas tupidas y cabello lacio, largo, que le cubre la frente. Viste mezclilla, una gorra roja y unas chanclas negras que se le salen con frecuencia.
—¿Y Carlitos ya no va a la escuela, entonces?
—Este morro ya no quiso estudiar. Estaba en primaria. “No quiero, no quiero”, que me da flojera, que no sé qué. “¿Por qué?”, le digo. “Pues si no quiere estudiar, vamos a entrarle al fierro ya”. “Ya estoy dispuesto pa agarrar machete”, dice. “Ah, bueno, vamos, pues”.
El padre dice que trae a Carlitos a trabajar porque no puede dejarlo solo en Chiapas, porque es padre de doce hijos, porque un salario no alcanzaría para todos, porque es mejor que trabaje honradamente a que robe y porque —lo repetirá durante el día— “tiene que aprender el oficio” desde pequeño. Quizá a los quince tenga la suficiente pericia para cortar mucha más caña y ganar más dinero, dirá.
A diferencia de Manuel, que embiste con el cuerpo cada mata de caña de dos metros de altura y abraza las varas con el brazo izquierdo para juntarlas y cortarlas de un machetazo, el niño procede de a poco. Toma una vara, la corta, la gira para segar las hojas y la tira al suelo, donde yacen otras apiladas, y va de nuevo.
José Zacarías, el supervisor, explica que el de Carlitos se considera un mal trabajo.
—Mira, no está cortando desde la mera base, es ahí donde se concentra la fructosa. Eso es pérdida para el productor. También está mal acomodada, se tienen que acomodar por “puños”, por montoncitos, como los de allá. Los puños se fijan con unas estacas para que, al final, la máquina las pueda recoger más fácil. En esta hay mucha basura. Al final se lo van a descontar —dice sobre las hojas y varas que aún no están maduras, que Carlitos no ha separado, por lo que le impondrán un castigo, un descuento en el pago semanal, que es de sesenta pesos (apenas 3.2 dólares) por tonelada de caña cortada.
A las 9:30 horas hay un primer descanso, muy breve, solo para que Manuel fume mariguana y Carlitos afile el machete con una lima.
—¿Cómo vas, Carlitos? —pregunto mientras el padre arranca un pedazo de hoja de cuaderno, mete los dedos en la bolsa del pantalón para sacar un pequeño bulto en el que guarda la hierba. Espolvorea, lía, prende. Aspira. Y suelta el humo por la boca suavemente. La mariguana hace lo suyo. La tensión en el cuerpo desaparece y el hambre se aplaca.
—Bien —responde a secas.
Es la primera palabra que le oigo decir a Carlitos.
En las dos horas y media que llevan trabajando, Manuel ha entablado pláticas con otros compañeros de alrededor, pero Carlitos se ha mantenido en silencio, metido en su papel de trabajador. El niño más cercano con el que pudiera platicar, o siquiera intercambiar miradas, es Isaías, de diez años, también de Chiapas, también tseltal, pero le queda a unos cincuenta metros de distancia. Ninguno de los dos se da el lujo de la distracción. Carlitos no platica, no interactúa, solo corta caña y afila su machete.
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Es difícil conocer las cifras de cuántos niños, niñas y adolescentes se encuentran en la zona cañera y cuántos de ellos trabajan. Hasta ahora no hay datos oficiales fidedignos al respecto. Pero sí podemos saber cuántos de ellos, de entre cinco y doce años, migraron a esta región de Quintana Roo y se encuentran estudiando. El Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe), el organismo federal que brinda servicios de educación comunitaria en localidades de alta marginación, reporta que, para el ciclo 2022–2023, en las ocho escuelas que mantiene en la zona se cuentan 207 estudiantes de preescolar y primaria: niñas y niños que dejaron a sus compañeritos de clase en sus territorios de origen para llegar aquí con un maestro nuevo y tomar clases en un idioma que no es el suyo, en una escuela, en un patio de juegos, en una comunidad que no conocen y donde sus papás se ausentan la mayor parte del día porque se encuentran trabajando en el campo.
En entrevista para Gatopardo, Norma Gabriela Salazar Rivera, secretaria ejecutiva del Sistema de Protección Integral de Niñas, Niños y Adolescentes (Sipinna), en Quintana Roo, dice que es lógico que, bajo estas circunstancias, los chicos no quieran seguir estudiando. Salazar Rivera, una funcionaria que lleva décadas trabajando con niños, explica que, en los últimos años, han conseguido hacer flexibles las inscripciones escolares, a fin de que los golondrinos puedan estudiar en las escuelas del Conafe los meses que dure la zafra. “Esos datos son de los que están inscritos, los que estudian, pero hay muchos más que no se matricularon porque no están estudiando y se encuentran en las galeras o están trabajando en la zafra”, dice. Misael, Miguel, Isaías, Joaquín, Luis y Ediberto, quienes trabajan en el mismo campo que Carlitos, son seis ejemplos de niños migrantes que no estudian, que se encuentran trabajando y que el Estado no considera.
La Sipinna —quizás el organismo que más ha hecho por menores de edad en la zona cañera, llevando brigadas de atención integral— cuenta con otro dato ilustrativo. Salazar Rivera ha presionado y convencido a funcionarios de otras dependencias para que, en conjunto, ofrezcan directamente en las galeras servicios de registro civil; atención médica, psicológica y victimal; aplicación de vacunas; asesoría jurídica; asistencia social; actividades lúdicas, deportivas y recreativas; pláticas sobre derechos sexuales y reproductivos, etcétera. Desde los inicios de la actual administración hasta finales de 2022, el organismo ha realizado seis brigadas en cinco comunidades. Tan solo en los pueblos de Carlos A. Madrazo, Sacxán, Sergio Butrón Casas, Allende y Palmar, la Sipinna contabilizó y atendió a 588 niñas, niños y adolescentes. “Estos datos son muy bajos en comparación con décadas atrás. Estas caravanas justo nos han permitido ir inhibiendo el trabajo infantil. Si uno llega a la comunidad, así en frío, y les dice a los papás: ‘No quiero que [los niños] vayan al corte de caña’, nos corren a machetazos. Entonces, ¿qué hacemos? Ofertamos servicios, generamos confianza y empezamos a trabajar con ellos en [...] la importancia de la educación”, dice Salazar River.
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Al mediodía, la mayoría de los cortadores toman un descanso para comer. A esta hora llegan varias mujeres en bicis y motos con los “lonches” que prepararon durante la mañana. A algunas también se les ve cargar en rebozos y sobre las espaldas a sus bebés, que procuran no dejar solos en las galeras. Su esposa faltó hoy, explica Manuel Trejo, porque fue a visitar a una de sus hijas, que vive en otra comunidad cañera, porque está enferma. Entonces, de la mochila saca un tupper con un puño de arroz y otro de frijoles.
—Comemos ligero para que no caiga pesado y seguir trabajando —dice sobre el primer bocado del día, y aprovecha enseguida para dar un par de caladas más al porro, como lo hace gran parte de los adultos y adolescentes en la zona cañera.
—¿Cómo vas, Carlitos? ¿Ya te cansaste?
—No —responde parco.
Pasa una hora y Manuel ofrece visitar su galera para conocer al resto de la familia Trejo, aprovechar para descansar, bañarse y prepararse para volver a la faena hacia las 18:00 horas, cuando el sol ya no castigue tanto.
En la galera ya los espera el resto de la familia. Las galeras de Allende están pintadas de verde con amarillo y construidas con blocks de concreto. Cada una mide no más de veinticinco metros cuadrados. En vez de ventanas tienen celosías, pensadas para la circulación del aire, pero que no cumplen su objetivo, pues los ocupantes tapan los huecos con botellas de plástico o cualquier cosa que impida que el resto de los cortadores pueda asomarse e invadir la poca privacidad que tienen. El cuarto de la familia Trejo tiene dos colchonetas y un lazo con algunas prendas. Nada más. No hay absolutamente ningún adorno, ningún objeto que anuncie que aquello es un hogar y no un simple tinglado. Tampoco hay juguetes que puedan usar los seis niños que viven ahí dentro.
Manuel explica que sus seis hijos han cortado caña desde los diez años y que las seis hijas se quedan siempre en las galeras. La industria de la caña se mantiene también gracias al trabajo de ellas, porque apoyan, crían, cuidan, curan, cocinan. Sin embargo, no reciben a cambio ninguna remuneración, y tampoco seguro social, pues es habitual que la contratación sea un acuerdo verbal y no un documento formal. Tampoco tienen guarderías disponibles. Hay, es cierto, algunas cortadoras remuneradas, pero son las menos. Y como los cuidados las anclan a las galeras, ellas no tienen opciones para trabajar y conseguir la independencia que las empodere. El trabajo doméstico y de cuidados que las mujeres realizan no se considera en la nómina de los productores, ni en los estudios de la academia, ni en la política pública de la Secretaría del Trabajo.
Para Norma Gabriela Salazar Rivera, del Sipinna, la zona cañera, con su dinámica familiar, en que los hombres salen a trabajar, son los proveedores, los que deben forjarse como tales desde pequeños, y las mujeres permanecen en el hogar, es de los lugares del Caribe mexicano donde se ve más claramente al patriarcado perpetuándose.
Carlitos, luego de comer una pequeña porción de pasta, dedica unos momentos a jugar con sus sobrinos de cuatro y cinco años en el área verde frente a las galeras. Una hora y media en la que se olvida del trabajo y, por un momento, solo es un niño. Toman dos llantas viejas de moto y una de bicicleta, a la que le salen los alambres, para ver quién consigue rodarlas más lejos, cuidando no hacerlo tan fuerte para que no lleguen hasta la carretera. Corren tras ellas y de nuevo las tiran. Carlitos se torna amable y considerado.
—No, tú toma esta —Carlitos ofrece a su sobrino la llanta en mejores condiciones.
En algún punto le da curiosidad la libreta que llevo conmigo, la abre y pasa los ojos por los apuntes. No entiende nada. No sabe leer. Tampoco escribir. Y dibujar le cuesta mucho trabajo. Le pido que se dibuje a sí mismo. Toma la pluma y hace un rectángulo con líneas ondulantes que forman el cuerpo. Sobre este, un círculo mal hecho al que le garabatea cabello, coloca dos puntos como ojos y una boca triste, con las comisuras para abajo. Las manos cortas, las piernas más largas y, por pies, dos rayitas. A sus diez años aún no ha desarrollado la motricidad fina.
—Bueno, ya me tengo que ir a bañar, tengo que regresar al trabajo.
Como en la zona cañera no hay sistema de alcantarillado, el agua se extrae mediante pozos hechos sin permiso alguno, directo de los ríos subterráneos que hay a poca profundidad en toda la península de Yucatán, donde los cañeros también depositan sus desechos fecales. Los baños aquí son pequeños cuartos con un hoyo en el piso.
No hay regaderas. Entonces, Carlitos se baña a cubetazos. Esa agua, señala en entrevista Teresa Álvarez Legorreta, investigadora de El Colegio de la Frontera Sur (Ecosur), además de partículas provenientes de desechos orgánicos humanos, está contaminada con los agroquímicos empleados para la siembra de caña, que se filtran con facilidad al subsuelo, aportando metales pesados y plaguicidas potencialmente cancerígenos, como lo ha comprobado en estudios de monitoreo de calidad del agua y de sedimentos que ella realiza desde 2015. “Hemos encontrado plaguicidas organoclorados en los sedimentos del río Hondo, algunos que ya incluso su uso está prohibido o restringido en México, como el DDT [diclorodifeniltricloroetano], aldrín, endosulfán y otros elementos químicos organoclorados”, dice Álvarez Legorreta.
Finalmente son las 18:00 horas, y Manuel y Carlitos regresan al campo.
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Martha García Ortega, investigadora de Ecosur, quien lleva décadas estudiando la zona, afirma estar en contra del trabajo infantil en los cañaverales, pero que las acciones para erradicarlo tienen que ir en paralelo a los esfuerzos por cambiar los problemas sociales estructurales que lo sostienen, tales como la pobreza o la marginación. “No solo se trata de sacar a los niños del campo, sino de evaluar las condiciones que propician el trabajo infantil y trabajar en ello, de manera que esas condiciones se cambien a nivel estructural. OK, los sacamos, pero, si lo hacemos, no tendrán las condiciones para que puedan estudiar, por ejemplo”, dice. Por otro lado, asegura que se tiene que tratar el problema en su integralidad. Habla de una corresponsabilidad, en que al Estado le toca garantizar el cumplimiento de los derechos de los niños, niñas y adolescentes, como el de la educación; los productores de caña deberían mejorar las condiciones laborales para los cortadores, así como los instrumentos y tecnologías que se usan durante la zafra —ambos deberían dignificar las galeras—; por su parte, los jornaleros deberían ser más responsables en el cumplimento del trabajo y respetar los acuerdos con cabos y productores.
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—Mañana [domingo] pagan más. Los domingos pagan a 72 pesos [3.9 dólares] la tonelada. Entonces vamos a regresar porque nos dijeron que van a quemar el campo de al lado, así podemos seguir cortando toda la noche para ganar más dinero —dice Manuel Trejo, luego de haber descansado por unas horas, mientras deja la galera y se encamina de nuevo, junto con Carlitos, al trabajo.
Antes de cosechar se toman muestras para verificar que las cañas estén maduras, y el ingenio decide cuáles están listas. Cuando el resultado arroja que la vara dulce está en el punto óptimo, se procede a realizar quemas controladas, que duran menos de una hora, a fin de eliminar las hojas de los tallos, dejar el cuerpo de la caña desnudo y facilitar el corte: se aumenta la productividad y se disminuye el volumen de residuos.
—Después de la quema, ¿cuánto tiempo debe pasar para cortar? —pregunto.
—¡Uy, es rápido! A los diez minutos ya puedes meter machete. Solo queman las hojas. La vara, como está adentro, llena de agua, queda fresca —dice Manuel, ya de vuelta en el cañaveral.
Eso explica por qué los cortadores terminan completamente impregnados de un hollín difícil de limpiar. Carlitos, que se bañó hace apenas unos minutos, tiene aún los tobillos, las manos, los brazos, la cara y hasta los dientes manchados de hollín.
Además de generar gases de efecto invernadero, estas quemas generan hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAP) que se introducen en el cuerpo de los cortadores, según reveló Citlali Carrillo García en su tesis de maestría en Ciencias en Recursos Naturales y Desarrollo Rural, en Ecosur. La investigadora tomó, en febrero de 2020, un total de 41 muestras de sangre de habitantes de la comunidad Álvaro Obregón —la mayor productora de caña—, de cortadores de entre trece y 76 años. Todos refirieron trabajar más de ocho horas diarias, la mitad de ellos dijeron haberse dedicado a esto desde pequeños y 26% aseguraron padecer tos, dolor de cabeza, visión borrosa, comezón, mareos, irritación en ojos, fiebre y expulsión de fluidos mocosos negros durante las temporadas de la zafra. Los resultados de laboratorio arrojaron que todas las muestras de sangre analizadas contenían hidrocarburos. Carrillo García confirmó, por primera vez, que la actividad cañera provoca intoxicación en el cuerpo de los golondrinos: los HAP pueden afectar sus mecanismos de defensa e, incluso, ocasionar daños a nivel celular y genético.
Aunque la quema del campo estaba planeada a las 18:00 horas, José Zacarías, el supervisor, y los demás responsables llegaron hasta las 20:30 y las llamas se apagaron cincuenta minutos después. Desde que regresaron al campo y hasta que el fuego se sofocó, Carlitos no dejó de cortar caña. No paró ni porque oscureció y era imposible ver, al menos para mí, siquiera lo que había enfrente, aunque lo hacía cada vez más despacio.
—Yo creo que ya nos vamos. Mejor mañana venimos tempranito, desde las cinco, para seguir dándole —decide su padre.
—¿Cómo vas, Carlitos? —pregunto.
—Mal.
—¿Estás cansado?
—Sí. Me duele aquí, donde tiro machete, y aquí —señala el antebrazo y el hombro.
De regreso a la galera, hago la última pregunta:
—Oye, Carlitos, y si apareciera un mago y te concediera tres deseos, ¿qué le pedirías?
—Una pelota… y un pastel.
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El ingenio San Rafael de Pucté, ubicado en la comunidad de Álvaro Obregón y construido en 1979, procesa toda la cosecha de la zona cañera. Fue en 1988 cuando se privatizó y pasó a manos del grupo Beta San Miguel, empresa que controla toda la producción de azúcar en Quintana Roo. Al interior del ingenio, la vara dulce se tritura, se percola, y el jugo se cristaliza para luego convertirse en azúcar. Para llegar se necesita tomar la carretera Ucum-La Unión, que comunica a las comunidades cañeras y va en paralelo al río Hondo, frontera natural entre México y Belice. Se pasa primero por Juan Sarabia, Sacxán, Palmar, Ramonal, Allende, Sabidos y, tras 57 kilómetros, se llega a Álvaro Obregón, población flanqueada por cañaverales, rodeados a su vez por la selva maya. La desviación que conduce al centro está llena de baches provocados por los cientos de camiones que pasan diario con toneladas de caña. Las instalaciones, que se encuentran al fondo, están amuralladas, solo se alcanza a ver desde lejos una gran bóveda y, a un costado, las bandas mecánicas que transportan hasta el interior la caña descargada por los camiones. Este ingenio ha reconfigurado todo su entorno y lo ha revestido de una atmósfera fabril. Ahí está la fumarola de humo negro que expulsa la fábrica todo el día y, durante los meses de la zafra, un manto gris cubre y contamina todo el ambiente. Ahí están los más de cuatrocientos trabajadores que operan las veinticuatro horas, repartidos en tres turnos. Ahí los pequeños y precarios cuartos adonde llegan a dormir. Ahí los prostíbulos de los trasnochados. Ahí también la drogadicción y el alcoholismo para soportar la vida obrera.
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Es 13 de marzo. Un día como hoy, pero de 2020, se anunció el primer caso de covid-19 en Quintana Roo.
Han pasado tres años y, aunque el virus dejó de cobrar tantas muertes, Víctor Muñoz González aún toma sus precauciones y trae puesto un cubrebocas negro. Víctor, que lleva una gorra azul que hace juego con la playera y el pantalón, es un joven de veinticuatro años; trabaja como obrero en el ingenio San Rafael de Pucté y es adicto a las drogas y al alcohol.
La entrevista con Víctor sucede al término de su jornada laboral en las inmediaciones de la fábrica. Su infancia, cuenta, fue problemática. Su padre era obrero y nunca estaba en casa, y cuando estaba, lo veía irritado. Su madre lo aporreaba cada que le pedía ayuda para la tarea. A los once años probó la mariguana, a los trece, la piedra, a los diecisiete se empleó como cortador de caña. Entonces, recuerda, tuvo que incrementar el consumo de mariguana para paliar el dolor muscular, el de la espalda y los brazos, así como las punzadas en las manos por las ampollas que provocaba el manejo del machete.
Mira, este, en todos lados hay drogas, pero en el pueblo, en este lugar donde estamos, hay más. Aquí no hay autoridad para el control. Tú vas ahorita, ahorita, echas un fonazo y de volada: “¿Sabes qué? Quiero doscientos pesos de cristal, quiero trescientos”. Vienen y te lo dan. Aquí en el pueblo, como son lugares de cortadores de caña, si tú vas al cañal, hay droga… Yo probé la mariguana a los once años. En la secundaria tenía un amigo que era cortador de caña. Se llamaba Luis. Yo lo vi fumando en las escaleras. Y agarra y me dice: “Vente”, dice, “vamos a fumar esto”. Y ese vato me lo mostró. Yo vi cómo lo prendió y todo. ¡Asumecha! Me dice: “Toma, pégale un jalón”. Pero yo le hacía así: “sss”, y lo soltaba, ¿no? “Nooo”, me dice, “¡estás bien menso!”, me dice, “así no se fuma”. Y agarró y me enseñó cómo hacerlo. Y no me lo vas a creer, pero me sentía en las nubes. Iba volando, en un estado de relajación total que yo, en mis pasos, sentía como si estuviera flotando. Iba en la calle sonriente, veía todo diferente, pues… De ahí me empecé a juntar con los vatos ahí del domo [deportivo], los drogadictos. Me invitaron un famoso blunt, que es como hoja de tabaco, más grueso. “No”, dicen, “hoy te vas a echar tu primer blunt como iniciación”. Nos subimos a las escaleras de las gradas. Vi cómo lo prepararon. Sacaron acá un cigarrón café, como los puros. Lo llenaron de mota, y órale. Te juro que yo me bajé de esas escaleras gateando. Andaba bien alucinado… Probé el perico, no me gustó; probé el cristal, no me gustó, pero probé la piedra y, ¡asu!, no mames. El problema con los drogadictos de la piedra es que no se pueden controlar. Una vez que pruebas es hasta acabarte todo el dinero… Nosotros, como trabajadores de la industria de la caña, como obreros, la verdad se gana muy bien. Llegué a un punto donde me gasté más de tres mil pesos en una noche en pura piedra, puuura piedra… ¿Qué pasa con los drogadictos? Que al otro día amanecemos sin nada. Sale uno a la calle, ve a la gente con unas Sabritas, con un refresco, una cerveza, y uno ya no tiene nada en la bolsa. Cuando uno llega a drogarse, yo llegué al punto de robar, de hacerle un hueco a las casas para meterme a drogar. A mi mamá nunca le robé, bueno, sí, dinero, ¿veá? Y, este, en la casa ya me trataban como ratero. Para ellos era un ratero. Yo llegué a tal grado de gastarme tres mil, cuatro mil, cinco mil pesos en la piedra. Llegué a estar flaco, seco.
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A finales del siglo XX, la frontera sur de México, la zona del río Hondo, se convirtió en un punto clave para el tráfico de mercancía ilícita. Aquí han entrado cantidades inconmensurables de droga, armamento y personas víctimas de trata cuyo destino es Estados Unidos y que provienen de Centro y Sudamérica, en ocasiones trasladadas mediante aeronaves que aterrizan en la zona cañera. A partir de la década de 2010, según una fuente del Gobierno federal con experiencia en seguridad nacional, que pidió no ser citada, esta zona dejó de ser de trasiego para convertirse en un lugar de consumo de drogas. Hasta 2022, de acuerdo con reportes del Centro Regional de Fusión de Inteligencia del Sureste, el órgano de inteligencia que la Secretaría de la Defensa Nacional tiene en la zona, a los que tuvo acceso Gatopardo, el Cártel del Pacífico, el de Jalisco Nueva Generación y Los Pelones operaban en la ribera del río, con actividades como el trasiego de drogas y mercancías, el tráfico de migrantes, así como el narcomenudeo. La fuente antes mencionada asegura que, aunque el Gobierno federal tiene conocimiento de lo que ahí ocurre, no tiene ningún plan para emprender cambios.
A decir de Salvador Aceves Fajardo, director del Centro de Integración Juvenil de Chetumal, que atiende a personas usuarias de drogas, la expansión de la metanfetamina en el sur del Caribe mexicano empezó en 2019 y repuntó durante la pandemia. Se ha colocado como la sustancia adictiva más consumida, junto con la cocaína y la piedra, aunque por debajo del alcohol. La metanfetamina, apunta, la consumen niños y adolescentes empleados en el ingenio San Rafael de Pucté y en la zafra. “Muchas de las personas que utilizan el cristal, la metanfetamina, la consumen para jornadas laborales muy extenuantes, de trabajo físico, porque les genera una sensación de energía y euforia y de una necesidad menor de consumir alimentos o [tomar un] descanso. Entonces, muchos la utilizan como una sustancia para durar más tiempo en el trabajo, sobre todo cuando son jornales, que les pagan a destajo, por producción, pues usan ese consumo para tratar de rendir más y no descansar, no comer, aunque es adictiva, muy adictiva. Lo que sí es que es más barata. Varía, pero una dosis está entre cincuenta o setenta pesos [2.7 o 3.8 dólares]”, dice Aceves Fajardo. Una dosis de metanfetamina puede durar unas seis horas, aunque el efecto disminuye conforme el consumo es más frecuente. Genera delirios de persecución, ataques de pánico, irritabilidad, cambios de ánimo y, físicamente, un deterioro importante.
En niños, niñas y adolescentes, estas sustancias son más riesgosas, dice Aceves Fajardo, porque su maduración neuronal no ha terminado y, por tanto, son más propensos a desarrollar una mayor tolerancia; es decir, a habituarse mejor y generar una adicción fisiológica y física más rápida que los adultos. El consumo de drogas en la zona cañera, ya sea depresoras, estimulantes, alucinógenas o sedantes, es síntoma de los malestares sociales que padecen los cañeros, repara el director. “Al estar lejos de sus pueblos, estar en condiciones muy desfavorables de vivienda, con hacinamiento, considerando que el tipo de jornal es muy duro físicamente, ellos encuentran en el consumo un cierto escape de la realidad. Las personas no consumen drogas por cómo saben, por su color o su olor, sino por su efecto. ¿Cómo aguantan emocionalmente, físicamente o psicológicamente su realidad, su soledad y marginación, todo lo que ven y viven, si no es con las drogas?”, dice.
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Rutilia Lorenzo, residente de José Narciso Rovirosa, otra de las comunidades cañeras, vende frijol, maíz, limón, hortalizas y chile que siembra en la parcela pequeña que posee; renta sillas, mesas, bocinas y un trampolín para fiestas; ofrece chicharrones preparados y flanes los miércoles; cobra veinticinco pesos por reproducir cualquier anuncio en un megáfono que instaló en la azotea de su casa; hace apicultura para comercializar miel y también vende las gallinas que cría y las flores que cultiva en su vivero. Todo con el único objetivo de cubrir los gastos necesarios para que Jonathan, su hijo de nueve años, cruce cada día el río Hondo y curse la primaria en Belice. Para que tenga los estudios que lo conduzcan a un futuro profesional lo más alejado posible de la zafra.
—¿Y por qué lo llevas hasta Belice?
—Me gusta el sistema de educación de allá. Es un poco más estricto en materia de aprendizaje. Por ejemplo, supongamos que no sabe nada de matemáticas el niño. Los maestros van enseñándoles hasta que aprendan. Son muy dedicados con ellos. Y también porque enseñan inglés.
En esta comunidad, a 79 kilómetros de Chetumal, pero a cinco minutos del distrito beliceño Orange Walk, es común que niñas y niños crucen irregularmente la frontera para estudiar en la primaria Santa Cruz, según madres, padres y profesores consultados, como consecuencia del deficiente sistema de educación pública, así como del abandono de las instalaciones escolares y la planta docente de su comunidad.
Rutilia, de 39 años, es hija de un jornalero que migraba de manera constante para cortar caña, en Veracruz, en Jalisco, en Campeche, donde lo requirieran. En 1995 llegaron a José Narciso Rovirosa, adonde se mudaron de manera definitiva. Ella tenía once años y le tocó cortar caña y vivir durante años en galeras, algo que de ninguna manera, insiste, desea para Jonathan ni para sus otros dos hijos, de dos y tres años.
—Una señora de San Francisco Botes [comunidad aledaña] me decía que allá [en Belice] estaba mejor la educación, que llevara a mi hijo. Me decidí y lo mandé para Santa Cruz. Sí cuesta, porque a la semana le pagamos doscientos pesos el pasaje que le pagamos al fayuquero, el que cruza el río. Además, le doy un dólar diario para su lunch, su taco de harina, que vienen siendo nueve pesos de aquí. A la una de la tarde ya le están llevando su comida. Yo le pago a una señora de confianza de allá para que me le dé de comer. Con ella me gasto 36 dólares beliceños a la semana. Nos cobran cincuenta al año la escuela, de cooperación, y un dólar a la semana para que vaya sin uniforme, con ropa normal. Son como 2 400 pesos al mes, que es algo bastante pesadito para nosotros.
A Jonathan, un niño con ojos achinados y el cabello corto y necio de peinar, le gusta la escuela. Se le nota emocionado cada que habla de ella. Apenas escucha a su madre hablar de él, corre a su cuarto para sacar un cuaderno y su boleta de calificaciones. Reconoce que le cuesta trabajo el inglés, pero presume ser el mejor promedio del salón.
—La que más me gusta es esta: expressive arts. Me ponen a pintar. Mira, el maestro me puso palomita en todo esto. Lee con un inglés aún deficiente y explica las notas:
—“Adapted well to learning”, que es “poner atención”. Me puso paloma. “Completed assigned tasks thoroughly”, que “terminas tus exámenes a tiempo”. “Communicated and sought assistance”… ¡Ese nunca me acuerdo para qué es!
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Para ir a la escuela este lunes de marzo, Jonathan despertó poco antes de las 6:00 horas. Su casa se encuentra sobre una pequeña loma rodeada de vegetación. La calle es de terracería. El cielo se pinta de un azul cobalto que la bruma atenúa. Los únicos ruidos alrededor son los de las gallinas, los pollitos y los perros. Jonathan toma su bicicleta Mercurio roja y se lanza a toda velocidad por la cuesta con dirección a la tienda, donde compra las tortillas con las que alimenta a sus mascotas. A los pocos metros, unos perros le cierran el paso con ladridos. El niño frena y lanza una piedra invisible para ahuyentarlos, pero estos no caen en el viejo truco. Se va en retirada y prueba mejor por otra calle.
—Me da medio kilo de tortillas, por favor —dice, y estira la mano con monedas.
—Pero esto que te dieron es para un kilo.
—Ah, pues un kilo, entonces.
Al regreso, Jonathan alimenta a los perros, patos y gallinas que tiene en el traspatio y le da granos de maíz a su cotorra, algo que le hace recordar a Flor, una ardilla que, dice, era su amiga; vivía en uno de los árboles de la casa, pero murió hace no mucho.
—Ay, extraño a Florecita —dice.
Son casi las 7:00. Jonathan ya se ha puesto la playera polo celeste, el pantalón azul marino y los zapatos de su uniforme escolar. Se sienta a la mesa y come asado de pollo con arroz blanco recién hecho. Luego va por su mochila, donde lleva tres cuadernos y cuatro libros, se amarra a la cintura su cangurera, llena de colores, dos lápices y tres sacapuntas, que tiene un cierre pequeño en el que el niño guarda unos dulces.
Media hora después, Rutilia saca la moto, sube a Jonathan, a su prima y una amiga que ya los esperaba fuera para llevarlos, apretados pero bien agarrados, a la escuela. Llegan a la carretera, la cruzan, se adentran al pueblo de San Francisco Botes y, en trescientos metros, alcanzan el río, donde hay un pequeño embarcadero que resulta ser uno de los puntos de contrabando más transitados de la frontera, que atraviesan lo mismo niños estudiantes que armas y drogas. De hecho, Rutilia suele aprovechar el cruce que hacen sus hijos para pasar limones de su huerta, sin permiso de exportación, para venderlos del otro lado. El trayecto dura no más de cinco minutos. Los cuatro desembarcan, caminan 150 metros y llegan a la primaria Santa Cruz, una escuela bonita, bien conservada, con pasto verde y salones pintorescos y adornados.
—Good morning, teacher —dice cada niño al llegar.
—Good morning, baby —le responde a cada uno Yolanda Novelo, la directora, que los abraza conforme van llegando.
Novelo no sabe con certeza si esta es mejor que la primaria Lázaro Cárdenas del Río, que está en Rovirosa, del otro lado del río. Lo que sí sabe es que aquí los niños mexicanos aprenderán inglés y que los ocho profesores que imparten clases tienen estudios profesionales en Pedagogía. Aunque no todo es armonía, al estar tan cerca de un punto de contrabando, los niños y maestros están en riesgo. Novelo recuerda que en 2020 se registró el último incidente de seguridad, cuando la policía beliceña le disparó a un presunto contrabandista a escasos metros de la escuela. Sin embargo, asegura, esos casos son muy poco frecuentes. El área de Comunicación Social de la Secretaría de Educación de Quintana Roo informó que, cuando los niños y niñas decidan retomar sus estudios en México, tendrán que revalidarlos, lo que es “un trámite sencillo”.
Rutilia sueña con que Jonathan termine la primaria en Belice, aprenda inglés y así pueda emplearse en algún momento en el sector del turismo, quizá en Mahahual o, incluso, Cancún, donde sea, pero lejos de la zafra.
Esta historia se produjo con el apoyo de la Fundación Ford
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Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
Cada año se producen cerca de dos millones de toneladas de caña de azúcar en Quintana Roo, lo que convierte esta actividad en una de las más importantes en la península de Yucatán. Pero en esta industria, la del azúcar, no todo es prosperidad. Miles de familias se movilizan hasta acá para ser partícipes de la zafra, campesinos que se encuentran con largas jornadas y una carga de trabajo demencial. Sus hijos aprenden el oficio desde chicos. Laboran en los cañaverales, arriesgando la integridad, la salud y un futuro ahora incierto.
—Oye, Carlitos, ¿cuándo es tu cumpleaños?
—¿Cómo, cómo?
Vuelvo a preguntar ante su extrañeza:
—Sí, ¿cuándo cumples años?
—No sé.
—¿No sabes cuándo naciste?
—¿Qué?
—¿Sabes qué es un cumpleaños?
—¿Es como… cuando compran pastel? —dice lanzando machetazos a la tierra.
—Exacto. ¿Nunca has tenido un pastel de cumpleaños?
—Nunca.
Es una tarde de marzo que palidece. Carlitos y Manuel Trejo, su padre, de 48 años, están de pie ante unas pocas matas de caña de azúcar que les quedan por cortar, entre un inmenso cañaveral en Allende, una comunidad en la frontera de México con Belice.
Manuel es originario de Arimatea, Chiapas, y, como gran parte de los jornaleros de aquí, es un indígena tseltal. El padre duda, pero calcula que su hijo no debe pasar de los once años. Lo que sí sabe y presume con orgullo es que hoy Carlitos ha cortado cuatro toneladas de caña. Lo hizo con un machete desde el primer rayo del sol y parará hasta las 21:00 horas, cuando la jornada termine. Cuatro mil kilogramos, lo de un elefante, pasarán por sus pequeñas manos durante casi quince horas de trabajo, por lo que cobrará 260 pesos, lo de un corte de carne.
Allende forma parte de la zona cañera quintanarroense, una región clave para la producción de azúcar en el país. Está conformada por catorce ejidos agrícolas que se extienden por toda la frontera y su producción superó los 1 500 millones de pesos en 2021, lo que la convierte en una de las principales actividades económicas del Caribe mexicano, por debajo del turismo y la construcción. Sin embargo, en la industria del azúcar no todo es prosperidad. Es riesgosa para la salud de los cortadores, provoca deforestación, contaminación, además de un flujo migratorio significativo y dramáticas consecuencias sociales que recorreremos en este reportaje. Pero, sobre todo, esta producción aprovecha y fomenta el trabajo infantil, cuya erradicación es uno de los pendientes a nivel global.
Aunque el cultivo de la caña comenzó en México en 1530, en Quintana Roo no figuró hasta más de cuatro siglos después, según la tesis de maestría del antropólogo Carlos Hugo Zamudio Viveros, de la Universidad Autónoma del Estado de Quintana Roo. Fue durante el mandato del expresidente Gustavo Díaz Ordaz (1964–1970) que se lanzó un plan para impulsar la industria agrícola en el sureste, específicamente la de la caña, sobre diecisiete mil hectáreas ejidales que abarcaban las actuales comunidades de Allende, Pucté, Álvaro Obregón, San Francisco Botes, Cacao y Cocoyol. La industria agrícola y azucarera quintanarroense no ha parado de crecer desde entonces y de configurar el entorno social de la región. Hoy, la cosecha de caña se ha ampliado a otras ocho comunidades, todas colindantes. Se realiza sobre más de 34 000 hectáreas, donde antes había selva media y baja; de hecho, la zona cañera es uno de los puntos con mayor deforestación del Caribe mexicano y genera cerca de treinta mil empleos directos e indirectos, de acuerdo con datos de la Secretaría de Desarrollo Agropecuario, Rural y Pesca estatal. Según Linda Cobos, titular de la dependencia, este año se proyectó una producción de 1.9 millones de toneladas de caña de azúcar.
El trabajo que se realiza en estos cañaverales se divide en dos temporadas. La primera, que va de julio a octubre, es para la resiembra, cuando se prepara la tierra, se fertiliza para que la caña rebrote, se fumiga contra las plagas de mosca pinta, el gusano barrenador y la rata de campo, se vigila que la vara dulce crezca y se riega cuando las lluvias tardan en caer. Para ello se requiere muy poco personal. En cambio, para la segunda temporada, la de cosecha, conocida como zafra, que va de noviembre a junio, se requiere un gran número de trabajadores. Cada año, miles de familias de diferentes geografías se movilizan hasta este estado para participar en ella. Este 2023, de acuerdo con Cobos, se cuentan 2 800 cortadores de caña.
—Mira, esta vez nosotros traemos gente, pura gente de Chiapas, pero hay veces que hemos traído “tecos” desde Oaxaca. Trabajan bastante los pinches tecos —dice José Zacarías, uno de los 3 200 productores de caña que hay, encargado de la cosecha donde Carlitos y su padre trabajan, en Allende, una comunidad rural y empobrecida, dividida por la carretera: de un lado, las casas; del otro, los amplios cañaverales.
“Tecos”, repite Zacarías despectivamente.
Por la alta movilidad, a los cañeros se les conoce como “golondrinos” —esas aves migratorias que anuncian la primavera— porque cada año llegan a una comunidad distinta, adonde sea que se requiera su trabajo; porque se mueven de cultivo en cultivo, cosechando ahí donde el patrón indique que la caña está lista, madura; porque no tienen un lugar fijo donde pasar su vida. Para garantizar los jornaleros suficientes en la zafra, los productores contratan a cabos, encargados de reclutar gente, principalmente de Chiapas y Oaxaca, aunque también de Veracruz, Guerrero, Campeche, Tabasco y, en menor medida, de los países vecinos, Belice y Guatemala. Se trata de un flujo importante de indígenas tseltales, zapotecos, tsotsiles, mames, huicholes, coras, tlapanecos, chinantecos, mayas.
—Contratamos un cabo. A ese cabo le digo, como encargado, como jefe de cosecha: “Cabo, quiero que me contrates veinticinco cortadores”. Y él va y los busca. Ya sabe dónde está su gente. Completa los veinticinco. Le decimos: “Tal fecha inicia la zafra”, y uno o dos días antes ya están acá. Nosotros rentamos y pagamos el flete a las empresas. Y nos cobran. Está caro el flete, como dieciséis o diecisiete mil pesos de Palenque hasta acá. Lleno de cortadores, toda su familia, traen a sus familias, niños, todo lo que tienen —dice.
Zacarías los llama “fletes”, como si se tratara de bultos.
—A esa gente le pagamos desde que sale de allá, le pagamos su pasaje, le pagamos comida en el camino. Acá adonde llegan ellos les tenemos… ellos cocinan con pura leña, tenemos que traer leña, bastante, allá en las galeras.
En la antigüedad, “galera” era una pena impuesta que consistía en remar en los barcos de vela que surcaban los océanos. En Cuba, la palabra hace referencia al espacio ocupado por reclusos dentro de una cárcel. En Quintana Roo, las galeras son conjuntos de cuartos al pie de la carretera, sin ventanas, con techos de lámina, calurosos en primavera, fríos en invierno, huecos y sucios y oscuros y diminutos, adonde llega la mayoría de los cortadores para vivir los más de siete meses que dura la zafra.
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A Manuel Trejo lo veo por primera vez esta mañana. Falta poco para las 7:00 horas y apenas se ha despertado. Lo encuentro afuera de la galera que ocupa, sentado, reposando su cabeza en la pared, aún aletargado. El cansancio del día anterior no le permitió madrugar.
—¿Qué pasó? ¿Por qué no fueron? —dice uno de los encargados de la cosecha donde trabaja, quien llega en moto hasta la galera para reclamar su falta.
—Estamos aquí desde las cuatro, esperándolo —miente Manuel, y se levanta rápidamente.
—¿Van a ir o no? Ya están todos allá.
Luego de una breve discusión con este supervisor, Manuel se alista, guarda algunas cosas en una mochila y cambia las chanclas por unas botas de hule que le llegan hasta la rodilla —su único equipo de protección laboral—. El padre llama a Carlitos y ambos se suben con prisa a la moto que los lleva hasta el cañaveral, donde se encuentran a otras cincuenta personas —entre ellos, una decena de niños, hijos de estos campesinos—, para iniciar un trabajo altamente riesgoso para los menores de edad, según los parámetros de la Organización Internacional del Trabajo.
—Este es su primer año en la zafra, ahorita. Su primer año de carrera. Está jalando, está aprendiendo —dice Manuel, ya en el cultivo, quien usa una gorra para protegerse del sol, y señala a Carlitos cuando empuña el machete con el que, al final del día, habrá cosechado cuatro toneladas de caña.
Manuel tiene facciones finas con pómulos salidos, bigote poco espeso y una barbilla cuadrada. El cuerpo alto, sencillo y delgado, que el sol del campo ha lastimado y bronceado durante décadas. Carlitos no ha de pasar de 1.20 metros. Tiene barriga de niño, apenas abultada, pestañas tupidas y cabello lacio, largo, que le cubre la frente. Viste mezclilla, una gorra roja y unas chanclas negras que se le salen con frecuencia.
—¿Y Carlitos ya no va a la escuela, entonces?
—Este morro ya no quiso estudiar. Estaba en primaria. “No quiero, no quiero”, que me da flojera, que no sé qué. “¿Por qué?”, le digo. “Pues si no quiere estudiar, vamos a entrarle al fierro ya”. “Ya estoy dispuesto pa agarrar machete”, dice. “Ah, bueno, vamos, pues”.
El padre dice que trae a Carlitos a trabajar porque no puede dejarlo solo en Chiapas, porque es padre de doce hijos, porque un salario no alcanzaría para todos, porque es mejor que trabaje honradamente a que robe y porque —lo repetirá durante el día— “tiene que aprender el oficio” desde pequeño. Quizá a los quince tenga la suficiente pericia para cortar mucha más caña y ganar más dinero, dirá.
A diferencia de Manuel, que embiste con el cuerpo cada mata de caña de dos metros de altura y abraza las varas con el brazo izquierdo para juntarlas y cortarlas de un machetazo, el niño procede de a poco. Toma una vara, la corta, la gira para segar las hojas y la tira al suelo, donde yacen otras apiladas, y va de nuevo.
José Zacarías, el supervisor, explica que el de Carlitos se considera un mal trabajo.
—Mira, no está cortando desde la mera base, es ahí donde se concentra la fructosa. Eso es pérdida para el productor. También está mal acomodada, se tienen que acomodar por “puños”, por montoncitos, como los de allá. Los puños se fijan con unas estacas para que, al final, la máquina las pueda recoger más fácil. En esta hay mucha basura. Al final se lo van a descontar —dice sobre las hojas y varas que aún no están maduras, que Carlitos no ha separado, por lo que le impondrán un castigo, un descuento en el pago semanal, que es de sesenta pesos (apenas 3.2 dólares) por tonelada de caña cortada.
A las 9:30 horas hay un primer descanso, muy breve, solo para que Manuel fume mariguana y Carlitos afile el machete con una lima.
—¿Cómo vas, Carlitos? —pregunto mientras el padre arranca un pedazo de hoja de cuaderno, mete los dedos en la bolsa del pantalón para sacar un pequeño bulto en el que guarda la hierba. Espolvorea, lía, prende. Aspira. Y suelta el humo por la boca suavemente. La mariguana hace lo suyo. La tensión en el cuerpo desaparece y el hambre se aplaca.
—Bien —responde a secas.
Es la primera palabra que le oigo decir a Carlitos.
En las dos horas y media que llevan trabajando, Manuel ha entablado pláticas con otros compañeros de alrededor, pero Carlitos se ha mantenido en silencio, metido en su papel de trabajador. El niño más cercano con el que pudiera platicar, o siquiera intercambiar miradas, es Isaías, de diez años, también de Chiapas, también tseltal, pero le queda a unos cincuenta metros de distancia. Ninguno de los dos se da el lujo de la distracción. Carlitos no platica, no interactúa, solo corta caña y afila su machete.
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Es difícil conocer las cifras de cuántos niños, niñas y adolescentes se encuentran en la zona cañera y cuántos de ellos trabajan. Hasta ahora no hay datos oficiales fidedignos al respecto. Pero sí podemos saber cuántos de ellos, de entre cinco y doce años, migraron a esta región de Quintana Roo y se encuentran estudiando. El Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe), el organismo federal que brinda servicios de educación comunitaria en localidades de alta marginación, reporta que, para el ciclo 2022–2023, en las ocho escuelas que mantiene en la zona se cuentan 207 estudiantes de preescolar y primaria: niñas y niños que dejaron a sus compañeritos de clase en sus territorios de origen para llegar aquí con un maestro nuevo y tomar clases en un idioma que no es el suyo, en una escuela, en un patio de juegos, en una comunidad que no conocen y donde sus papás se ausentan la mayor parte del día porque se encuentran trabajando en el campo.
En entrevista para Gatopardo, Norma Gabriela Salazar Rivera, secretaria ejecutiva del Sistema de Protección Integral de Niñas, Niños y Adolescentes (Sipinna), en Quintana Roo, dice que es lógico que, bajo estas circunstancias, los chicos no quieran seguir estudiando. Salazar Rivera, una funcionaria que lleva décadas trabajando con niños, explica que, en los últimos años, han conseguido hacer flexibles las inscripciones escolares, a fin de que los golondrinos puedan estudiar en las escuelas del Conafe los meses que dure la zafra. “Esos datos son de los que están inscritos, los que estudian, pero hay muchos más que no se matricularon porque no están estudiando y se encuentran en las galeras o están trabajando en la zafra”, dice. Misael, Miguel, Isaías, Joaquín, Luis y Ediberto, quienes trabajan en el mismo campo que Carlitos, son seis ejemplos de niños migrantes que no estudian, que se encuentran trabajando y que el Estado no considera.
La Sipinna —quizás el organismo que más ha hecho por menores de edad en la zona cañera, llevando brigadas de atención integral— cuenta con otro dato ilustrativo. Salazar Rivera ha presionado y convencido a funcionarios de otras dependencias para que, en conjunto, ofrezcan directamente en las galeras servicios de registro civil; atención médica, psicológica y victimal; aplicación de vacunas; asesoría jurídica; asistencia social; actividades lúdicas, deportivas y recreativas; pláticas sobre derechos sexuales y reproductivos, etcétera. Desde los inicios de la actual administración hasta finales de 2022, el organismo ha realizado seis brigadas en cinco comunidades. Tan solo en los pueblos de Carlos A. Madrazo, Sacxán, Sergio Butrón Casas, Allende y Palmar, la Sipinna contabilizó y atendió a 588 niñas, niños y adolescentes. “Estos datos son muy bajos en comparación con décadas atrás. Estas caravanas justo nos han permitido ir inhibiendo el trabajo infantil. Si uno llega a la comunidad, así en frío, y les dice a los papás: ‘No quiero que [los niños] vayan al corte de caña’, nos corren a machetazos. Entonces, ¿qué hacemos? Ofertamos servicios, generamos confianza y empezamos a trabajar con ellos en [...] la importancia de la educación”, dice Salazar River.
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Al mediodía, la mayoría de los cortadores toman un descanso para comer. A esta hora llegan varias mujeres en bicis y motos con los “lonches” que prepararon durante la mañana. A algunas también se les ve cargar en rebozos y sobre las espaldas a sus bebés, que procuran no dejar solos en las galeras. Su esposa faltó hoy, explica Manuel Trejo, porque fue a visitar a una de sus hijas, que vive en otra comunidad cañera, porque está enferma. Entonces, de la mochila saca un tupper con un puño de arroz y otro de frijoles.
—Comemos ligero para que no caiga pesado y seguir trabajando —dice sobre el primer bocado del día, y aprovecha enseguida para dar un par de caladas más al porro, como lo hace gran parte de los adultos y adolescentes en la zona cañera.
—¿Cómo vas, Carlitos? ¿Ya te cansaste?
—No —responde parco.
Pasa una hora y Manuel ofrece visitar su galera para conocer al resto de la familia Trejo, aprovechar para descansar, bañarse y prepararse para volver a la faena hacia las 18:00 horas, cuando el sol ya no castigue tanto.
En la galera ya los espera el resto de la familia. Las galeras de Allende están pintadas de verde con amarillo y construidas con blocks de concreto. Cada una mide no más de veinticinco metros cuadrados. En vez de ventanas tienen celosías, pensadas para la circulación del aire, pero que no cumplen su objetivo, pues los ocupantes tapan los huecos con botellas de plástico o cualquier cosa que impida que el resto de los cortadores pueda asomarse e invadir la poca privacidad que tienen. El cuarto de la familia Trejo tiene dos colchonetas y un lazo con algunas prendas. Nada más. No hay absolutamente ningún adorno, ningún objeto que anuncie que aquello es un hogar y no un simple tinglado. Tampoco hay juguetes que puedan usar los seis niños que viven ahí dentro.
Manuel explica que sus seis hijos han cortado caña desde los diez años y que las seis hijas se quedan siempre en las galeras. La industria de la caña se mantiene también gracias al trabajo de ellas, porque apoyan, crían, cuidan, curan, cocinan. Sin embargo, no reciben a cambio ninguna remuneración, y tampoco seguro social, pues es habitual que la contratación sea un acuerdo verbal y no un documento formal. Tampoco tienen guarderías disponibles. Hay, es cierto, algunas cortadoras remuneradas, pero son las menos. Y como los cuidados las anclan a las galeras, ellas no tienen opciones para trabajar y conseguir la independencia que las empodere. El trabajo doméstico y de cuidados que las mujeres realizan no se considera en la nómina de los productores, ni en los estudios de la academia, ni en la política pública de la Secretaría del Trabajo.
Para Norma Gabriela Salazar Rivera, del Sipinna, la zona cañera, con su dinámica familiar, en que los hombres salen a trabajar, son los proveedores, los que deben forjarse como tales desde pequeños, y las mujeres permanecen en el hogar, es de los lugares del Caribe mexicano donde se ve más claramente al patriarcado perpetuándose.
Carlitos, luego de comer una pequeña porción de pasta, dedica unos momentos a jugar con sus sobrinos de cuatro y cinco años en el área verde frente a las galeras. Una hora y media en la que se olvida del trabajo y, por un momento, solo es un niño. Toman dos llantas viejas de moto y una de bicicleta, a la que le salen los alambres, para ver quién consigue rodarlas más lejos, cuidando no hacerlo tan fuerte para que no lleguen hasta la carretera. Corren tras ellas y de nuevo las tiran. Carlitos se torna amable y considerado.
—No, tú toma esta —Carlitos ofrece a su sobrino la llanta en mejores condiciones.
En algún punto le da curiosidad la libreta que llevo conmigo, la abre y pasa los ojos por los apuntes. No entiende nada. No sabe leer. Tampoco escribir. Y dibujar le cuesta mucho trabajo. Le pido que se dibuje a sí mismo. Toma la pluma y hace un rectángulo con líneas ondulantes que forman el cuerpo. Sobre este, un círculo mal hecho al que le garabatea cabello, coloca dos puntos como ojos y una boca triste, con las comisuras para abajo. Las manos cortas, las piernas más largas y, por pies, dos rayitas. A sus diez años aún no ha desarrollado la motricidad fina.
—Bueno, ya me tengo que ir a bañar, tengo que regresar al trabajo.
Como en la zona cañera no hay sistema de alcantarillado, el agua se extrae mediante pozos hechos sin permiso alguno, directo de los ríos subterráneos que hay a poca profundidad en toda la península de Yucatán, donde los cañeros también depositan sus desechos fecales. Los baños aquí son pequeños cuartos con un hoyo en el piso.
No hay regaderas. Entonces, Carlitos se baña a cubetazos. Esa agua, señala en entrevista Teresa Álvarez Legorreta, investigadora de El Colegio de la Frontera Sur (Ecosur), además de partículas provenientes de desechos orgánicos humanos, está contaminada con los agroquímicos empleados para la siembra de caña, que se filtran con facilidad al subsuelo, aportando metales pesados y plaguicidas potencialmente cancerígenos, como lo ha comprobado en estudios de monitoreo de calidad del agua y de sedimentos que ella realiza desde 2015. “Hemos encontrado plaguicidas organoclorados en los sedimentos del río Hondo, algunos que ya incluso su uso está prohibido o restringido en México, como el DDT [diclorodifeniltricloroetano], aldrín, endosulfán y otros elementos químicos organoclorados”, dice Álvarez Legorreta.
Finalmente son las 18:00 horas, y Manuel y Carlitos regresan al campo.
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Martha García Ortega, investigadora de Ecosur, quien lleva décadas estudiando la zona, afirma estar en contra del trabajo infantil en los cañaverales, pero que las acciones para erradicarlo tienen que ir en paralelo a los esfuerzos por cambiar los problemas sociales estructurales que lo sostienen, tales como la pobreza o la marginación. “No solo se trata de sacar a los niños del campo, sino de evaluar las condiciones que propician el trabajo infantil y trabajar en ello, de manera que esas condiciones se cambien a nivel estructural. OK, los sacamos, pero, si lo hacemos, no tendrán las condiciones para que puedan estudiar, por ejemplo”, dice. Por otro lado, asegura que se tiene que tratar el problema en su integralidad. Habla de una corresponsabilidad, en que al Estado le toca garantizar el cumplimiento de los derechos de los niños, niñas y adolescentes, como el de la educación; los productores de caña deberían mejorar las condiciones laborales para los cortadores, así como los instrumentos y tecnologías que se usan durante la zafra —ambos deberían dignificar las galeras—; por su parte, los jornaleros deberían ser más responsables en el cumplimento del trabajo y respetar los acuerdos con cabos y productores.
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—Mañana [domingo] pagan más. Los domingos pagan a 72 pesos [3.9 dólares] la tonelada. Entonces vamos a regresar porque nos dijeron que van a quemar el campo de al lado, así podemos seguir cortando toda la noche para ganar más dinero —dice Manuel Trejo, luego de haber descansado por unas horas, mientras deja la galera y se encamina de nuevo, junto con Carlitos, al trabajo.
Antes de cosechar se toman muestras para verificar que las cañas estén maduras, y el ingenio decide cuáles están listas. Cuando el resultado arroja que la vara dulce está en el punto óptimo, se procede a realizar quemas controladas, que duran menos de una hora, a fin de eliminar las hojas de los tallos, dejar el cuerpo de la caña desnudo y facilitar el corte: se aumenta la productividad y se disminuye el volumen de residuos.
—Después de la quema, ¿cuánto tiempo debe pasar para cortar? —pregunto.
—¡Uy, es rápido! A los diez minutos ya puedes meter machete. Solo queman las hojas. La vara, como está adentro, llena de agua, queda fresca —dice Manuel, ya de vuelta en el cañaveral.
Eso explica por qué los cortadores terminan completamente impregnados de un hollín difícil de limpiar. Carlitos, que se bañó hace apenas unos minutos, tiene aún los tobillos, las manos, los brazos, la cara y hasta los dientes manchados de hollín.
Además de generar gases de efecto invernadero, estas quemas generan hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAP) que se introducen en el cuerpo de los cortadores, según reveló Citlali Carrillo García en su tesis de maestría en Ciencias en Recursos Naturales y Desarrollo Rural, en Ecosur. La investigadora tomó, en febrero de 2020, un total de 41 muestras de sangre de habitantes de la comunidad Álvaro Obregón —la mayor productora de caña—, de cortadores de entre trece y 76 años. Todos refirieron trabajar más de ocho horas diarias, la mitad de ellos dijeron haberse dedicado a esto desde pequeños y 26% aseguraron padecer tos, dolor de cabeza, visión borrosa, comezón, mareos, irritación en ojos, fiebre y expulsión de fluidos mocosos negros durante las temporadas de la zafra. Los resultados de laboratorio arrojaron que todas las muestras de sangre analizadas contenían hidrocarburos. Carrillo García confirmó, por primera vez, que la actividad cañera provoca intoxicación en el cuerpo de los golondrinos: los HAP pueden afectar sus mecanismos de defensa e, incluso, ocasionar daños a nivel celular y genético.
Aunque la quema del campo estaba planeada a las 18:00 horas, José Zacarías, el supervisor, y los demás responsables llegaron hasta las 20:30 y las llamas se apagaron cincuenta minutos después. Desde que regresaron al campo y hasta que el fuego se sofocó, Carlitos no dejó de cortar caña. No paró ni porque oscureció y era imposible ver, al menos para mí, siquiera lo que había enfrente, aunque lo hacía cada vez más despacio.
—Yo creo que ya nos vamos. Mejor mañana venimos tempranito, desde las cinco, para seguir dándole —decide su padre.
—¿Cómo vas, Carlitos? —pregunto.
—Mal.
—¿Estás cansado?
—Sí. Me duele aquí, donde tiro machete, y aquí —señala el antebrazo y el hombro.
De regreso a la galera, hago la última pregunta:
—Oye, Carlitos, y si apareciera un mago y te concediera tres deseos, ¿qué le pedirías?
—Una pelota… y un pastel.
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El ingenio San Rafael de Pucté, ubicado en la comunidad de Álvaro Obregón y construido en 1979, procesa toda la cosecha de la zona cañera. Fue en 1988 cuando se privatizó y pasó a manos del grupo Beta San Miguel, empresa que controla toda la producción de azúcar en Quintana Roo. Al interior del ingenio, la vara dulce se tritura, se percola, y el jugo se cristaliza para luego convertirse en azúcar. Para llegar se necesita tomar la carretera Ucum-La Unión, que comunica a las comunidades cañeras y va en paralelo al río Hondo, frontera natural entre México y Belice. Se pasa primero por Juan Sarabia, Sacxán, Palmar, Ramonal, Allende, Sabidos y, tras 57 kilómetros, se llega a Álvaro Obregón, población flanqueada por cañaverales, rodeados a su vez por la selva maya. La desviación que conduce al centro está llena de baches provocados por los cientos de camiones que pasan diario con toneladas de caña. Las instalaciones, que se encuentran al fondo, están amuralladas, solo se alcanza a ver desde lejos una gran bóveda y, a un costado, las bandas mecánicas que transportan hasta el interior la caña descargada por los camiones. Este ingenio ha reconfigurado todo su entorno y lo ha revestido de una atmósfera fabril. Ahí está la fumarola de humo negro que expulsa la fábrica todo el día y, durante los meses de la zafra, un manto gris cubre y contamina todo el ambiente. Ahí están los más de cuatrocientos trabajadores que operan las veinticuatro horas, repartidos en tres turnos. Ahí los pequeños y precarios cuartos adonde llegan a dormir. Ahí los prostíbulos de los trasnochados. Ahí también la drogadicción y el alcoholismo para soportar la vida obrera.
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Es 13 de marzo. Un día como hoy, pero de 2020, se anunció el primer caso de covid-19 en Quintana Roo.
Han pasado tres años y, aunque el virus dejó de cobrar tantas muertes, Víctor Muñoz González aún toma sus precauciones y trae puesto un cubrebocas negro. Víctor, que lleva una gorra azul que hace juego con la playera y el pantalón, es un joven de veinticuatro años; trabaja como obrero en el ingenio San Rafael de Pucté y es adicto a las drogas y al alcohol.
La entrevista con Víctor sucede al término de su jornada laboral en las inmediaciones de la fábrica. Su infancia, cuenta, fue problemática. Su padre era obrero y nunca estaba en casa, y cuando estaba, lo veía irritado. Su madre lo aporreaba cada que le pedía ayuda para la tarea. A los once años probó la mariguana, a los trece, la piedra, a los diecisiete se empleó como cortador de caña. Entonces, recuerda, tuvo que incrementar el consumo de mariguana para paliar el dolor muscular, el de la espalda y los brazos, así como las punzadas en las manos por las ampollas que provocaba el manejo del machete.
Mira, este, en todos lados hay drogas, pero en el pueblo, en este lugar donde estamos, hay más. Aquí no hay autoridad para el control. Tú vas ahorita, ahorita, echas un fonazo y de volada: “¿Sabes qué? Quiero doscientos pesos de cristal, quiero trescientos”. Vienen y te lo dan. Aquí en el pueblo, como son lugares de cortadores de caña, si tú vas al cañal, hay droga… Yo probé la mariguana a los once años. En la secundaria tenía un amigo que era cortador de caña. Se llamaba Luis. Yo lo vi fumando en las escaleras. Y agarra y me dice: “Vente”, dice, “vamos a fumar esto”. Y ese vato me lo mostró. Yo vi cómo lo prendió y todo. ¡Asumecha! Me dice: “Toma, pégale un jalón”. Pero yo le hacía así: “sss”, y lo soltaba, ¿no? “Nooo”, me dice, “¡estás bien menso!”, me dice, “así no se fuma”. Y agarró y me enseñó cómo hacerlo. Y no me lo vas a creer, pero me sentía en las nubes. Iba volando, en un estado de relajación total que yo, en mis pasos, sentía como si estuviera flotando. Iba en la calle sonriente, veía todo diferente, pues… De ahí me empecé a juntar con los vatos ahí del domo [deportivo], los drogadictos. Me invitaron un famoso blunt, que es como hoja de tabaco, más grueso. “No”, dicen, “hoy te vas a echar tu primer blunt como iniciación”. Nos subimos a las escaleras de las gradas. Vi cómo lo prepararon. Sacaron acá un cigarrón café, como los puros. Lo llenaron de mota, y órale. Te juro que yo me bajé de esas escaleras gateando. Andaba bien alucinado… Probé el perico, no me gustó; probé el cristal, no me gustó, pero probé la piedra y, ¡asu!, no mames. El problema con los drogadictos de la piedra es que no se pueden controlar. Una vez que pruebas es hasta acabarte todo el dinero… Nosotros, como trabajadores de la industria de la caña, como obreros, la verdad se gana muy bien. Llegué a un punto donde me gasté más de tres mil pesos en una noche en pura piedra, puuura piedra… ¿Qué pasa con los drogadictos? Que al otro día amanecemos sin nada. Sale uno a la calle, ve a la gente con unas Sabritas, con un refresco, una cerveza, y uno ya no tiene nada en la bolsa. Cuando uno llega a drogarse, yo llegué al punto de robar, de hacerle un hueco a las casas para meterme a drogar. A mi mamá nunca le robé, bueno, sí, dinero, ¿veá? Y, este, en la casa ya me trataban como ratero. Para ellos era un ratero. Yo llegué a tal grado de gastarme tres mil, cuatro mil, cinco mil pesos en la piedra. Llegué a estar flaco, seco.
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A finales del siglo XX, la frontera sur de México, la zona del río Hondo, se convirtió en un punto clave para el tráfico de mercancía ilícita. Aquí han entrado cantidades inconmensurables de droga, armamento y personas víctimas de trata cuyo destino es Estados Unidos y que provienen de Centro y Sudamérica, en ocasiones trasladadas mediante aeronaves que aterrizan en la zona cañera. A partir de la década de 2010, según una fuente del Gobierno federal con experiencia en seguridad nacional, que pidió no ser citada, esta zona dejó de ser de trasiego para convertirse en un lugar de consumo de drogas. Hasta 2022, de acuerdo con reportes del Centro Regional de Fusión de Inteligencia del Sureste, el órgano de inteligencia que la Secretaría de la Defensa Nacional tiene en la zona, a los que tuvo acceso Gatopardo, el Cártel del Pacífico, el de Jalisco Nueva Generación y Los Pelones operaban en la ribera del río, con actividades como el trasiego de drogas y mercancías, el tráfico de migrantes, así como el narcomenudeo. La fuente antes mencionada asegura que, aunque el Gobierno federal tiene conocimiento de lo que ahí ocurre, no tiene ningún plan para emprender cambios.
A decir de Salvador Aceves Fajardo, director del Centro de Integración Juvenil de Chetumal, que atiende a personas usuarias de drogas, la expansión de la metanfetamina en el sur del Caribe mexicano empezó en 2019 y repuntó durante la pandemia. Se ha colocado como la sustancia adictiva más consumida, junto con la cocaína y la piedra, aunque por debajo del alcohol. La metanfetamina, apunta, la consumen niños y adolescentes empleados en el ingenio San Rafael de Pucté y en la zafra. “Muchas de las personas que utilizan el cristal, la metanfetamina, la consumen para jornadas laborales muy extenuantes, de trabajo físico, porque les genera una sensación de energía y euforia y de una necesidad menor de consumir alimentos o [tomar un] descanso. Entonces, muchos la utilizan como una sustancia para durar más tiempo en el trabajo, sobre todo cuando son jornales, que les pagan a destajo, por producción, pues usan ese consumo para tratar de rendir más y no descansar, no comer, aunque es adictiva, muy adictiva. Lo que sí es que es más barata. Varía, pero una dosis está entre cincuenta o setenta pesos [2.7 o 3.8 dólares]”, dice Aceves Fajardo. Una dosis de metanfetamina puede durar unas seis horas, aunque el efecto disminuye conforme el consumo es más frecuente. Genera delirios de persecución, ataques de pánico, irritabilidad, cambios de ánimo y, físicamente, un deterioro importante.
En niños, niñas y adolescentes, estas sustancias son más riesgosas, dice Aceves Fajardo, porque su maduración neuronal no ha terminado y, por tanto, son más propensos a desarrollar una mayor tolerancia; es decir, a habituarse mejor y generar una adicción fisiológica y física más rápida que los adultos. El consumo de drogas en la zona cañera, ya sea depresoras, estimulantes, alucinógenas o sedantes, es síntoma de los malestares sociales que padecen los cañeros, repara el director. “Al estar lejos de sus pueblos, estar en condiciones muy desfavorables de vivienda, con hacinamiento, considerando que el tipo de jornal es muy duro físicamente, ellos encuentran en el consumo un cierto escape de la realidad. Las personas no consumen drogas por cómo saben, por su color o su olor, sino por su efecto. ¿Cómo aguantan emocionalmente, físicamente o psicológicamente su realidad, su soledad y marginación, todo lo que ven y viven, si no es con las drogas?”, dice.
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Rutilia Lorenzo, residente de José Narciso Rovirosa, otra de las comunidades cañeras, vende frijol, maíz, limón, hortalizas y chile que siembra en la parcela pequeña que posee; renta sillas, mesas, bocinas y un trampolín para fiestas; ofrece chicharrones preparados y flanes los miércoles; cobra veinticinco pesos por reproducir cualquier anuncio en un megáfono que instaló en la azotea de su casa; hace apicultura para comercializar miel y también vende las gallinas que cría y las flores que cultiva en su vivero. Todo con el único objetivo de cubrir los gastos necesarios para que Jonathan, su hijo de nueve años, cruce cada día el río Hondo y curse la primaria en Belice. Para que tenga los estudios que lo conduzcan a un futuro profesional lo más alejado posible de la zafra.
—¿Y por qué lo llevas hasta Belice?
—Me gusta el sistema de educación de allá. Es un poco más estricto en materia de aprendizaje. Por ejemplo, supongamos que no sabe nada de matemáticas el niño. Los maestros van enseñándoles hasta que aprendan. Son muy dedicados con ellos. Y también porque enseñan inglés.
En esta comunidad, a 79 kilómetros de Chetumal, pero a cinco minutos del distrito beliceño Orange Walk, es común que niñas y niños crucen irregularmente la frontera para estudiar en la primaria Santa Cruz, según madres, padres y profesores consultados, como consecuencia del deficiente sistema de educación pública, así como del abandono de las instalaciones escolares y la planta docente de su comunidad.
Rutilia, de 39 años, es hija de un jornalero que migraba de manera constante para cortar caña, en Veracruz, en Jalisco, en Campeche, donde lo requirieran. En 1995 llegaron a José Narciso Rovirosa, adonde se mudaron de manera definitiva. Ella tenía once años y le tocó cortar caña y vivir durante años en galeras, algo que de ninguna manera, insiste, desea para Jonathan ni para sus otros dos hijos, de dos y tres años.
—Una señora de San Francisco Botes [comunidad aledaña] me decía que allá [en Belice] estaba mejor la educación, que llevara a mi hijo. Me decidí y lo mandé para Santa Cruz. Sí cuesta, porque a la semana le pagamos doscientos pesos el pasaje que le pagamos al fayuquero, el que cruza el río. Además, le doy un dólar diario para su lunch, su taco de harina, que vienen siendo nueve pesos de aquí. A la una de la tarde ya le están llevando su comida. Yo le pago a una señora de confianza de allá para que me le dé de comer. Con ella me gasto 36 dólares beliceños a la semana. Nos cobran cincuenta al año la escuela, de cooperación, y un dólar a la semana para que vaya sin uniforme, con ropa normal. Son como 2 400 pesos al mes, que es algo bastante pesadito para nosotros.
A Jonathan, un niño con ojos achinados y el cabello corto y necio de peinar, le gusta la escuela. Se le nota emocionado cada que habla de ella. Apenas escucha a su madre hablar de él, corre a su cuarto para sacar un cuaderno y su boleta de calificaciones. Reconoce que le cuesta trabajo el inglés, pero presume ser el mejor promedio del salón.
—La que más me gusta es esta: expressive arts. Me ponen a pintar. Mira, el maestro me puso palomita en todo esto. Lee con un inglés aún deficiente y explica las notas:
—“Adapted well to learning”, que es “poner atención”. Me puso paloma. “Completed assigned tasks thoroughly”, que “terminas tus exámenes a tiempo”. “Communicated and sought assistance”… ¡Ese nunca me acuerdo para qué es!
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Para ir a la escuela este lunes de marzo, Jonathan despertó poco antes de las 6:00 horas. Su casa se encuentra sobre una pequeña loma rodeada de vegetación. La calle es de terracería. El cielo se pinta de un azul cobalto que la bruma atenúa. Los únicos ruidos alrededor son los de las gallinas, los pollitos y los perros. Jonathan toma su bicicleta Mercurio roja y se lanza a toda velocidad por la cuesta con dirección a la tienda, donde compra las tortillas con las que alimenta a sus mascotas. A los pocos metros, unos perros le cierran el paso con ladridos. El niño frena y lanza una piedra invisible para ahuyentarlos, pero estos no caen en el viejo truco. Se va en retirada y prueba mejor por otra calle.
—Me da medio kilo de tortillas, por favor —dice, y estira la mano con monedas.
—Pero esto que te dieron es para un kilo.
—Ah, pues un kilo, entonces.
Al regreso, Jonathan alimenta a los perros, patos y gallinas que tiene en el traspatio y le da granos de maíz a su cotorra, algo que le hace recordar a Flor, una ardilla que, dice, era su amiga; vivía en uno de los árboles de la casa, pero murió hace no mucho.
—Ay, extraño a Florecita —dice.
Son casi las 7:00. Jonathan ya se ha puesto la playera polo celeste, el pantalón azul marino y los zapatos de su uniforme escolar. Se sienta a la mesa y come asado de pollo con arroz blanco recién hecho. Luego va por su mochila, donde lleva tres cuadernos y cuatro libros, se amarra a la cintura su cangurera, llena de colores, dos lápices y tres sacapuntas, que tiene un cierre pequeño en el que el niño guarda unos dulces.
Media hora después, Rutilia saca la moto, sube a Jonathan, a su prima y una amiga que ya los esperaba fuera para llevarlos, apretados pero bien agarrados, a la escuela. Llegan a la carretera, la cruzan, se adentran al pueblo de San Francisco Botes y, en trescientos metros, alcanzan el río, donde hay un pequeño embarcadero que resulta ser uno de los puntos de contrabando más transitados de la frontera, que atraviesan lo mismo niños estudiantes que armas y drogas. De hecho, Rutilia suele aprovechar el cruce que hacen sus hijos para pasar limones de su huerta, sin permiso de exportación, para venderlos del otro lado. El trayecto dura no más de cinco minutos. Los cuatro desembarcan, caminan 150 metros y llegan a la primaria Santa Cruz, una escuela bonita, bien conservada, con pasto verde y salones pintorescos y adornados.
—Good morning, teacher —dice cada niño al llegar.
—Good morning, baby —le responde a cada uno Yolanda Novelo, la directora, que los abraza conforme van llegando.
Novelo no sabe con certeza si esta es mejor que la primaria Lázaro Cárdenas del Río, que está en Rovirosa, del otro lado del río. Lo que sí sabe es que aquí los niños mexicanos aprenderán inglés y que los ocho profesores que imparten clases tienen estudios profesionales en Pedagogía. Aunque no todo es armonía, al estar tan cerca de un punto de contrabando, los niños y maestros están en riesgo. Novelo recuerda que en 2020 se registró el último incidente de seguridad, cuando la policía beliceña le disparó a un presunto contrabandista a escasos metros de la escuela. Sin embargo, asegura, esos casos son muy poco frecuentes. El área de Comunicación Social de la Secretaría de Educación de Quintana Roo informó que, cuando los niños y niñas decidan retomar sus estudios en México, tendrán que revalidarlos, lo que es “un trámite sencillo”.
Rutilia sueña con que Jonathan termine la primaria en Belice, aprenda inglés y así pueda emplearse en algún momento en el sector del turismo, quizá en Mahahual o, incluso, Cancún, donde sea, pero lejos de la zafra.
Esta historia se produjo con el apoyo de la Fundación Ford
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Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
Cada año se producen cerca de dos millones de toneladas de caña de azúcar en Quintana Roo, lo que convierte esta actividad en una de las más importantes en la península de Yucatán. Pero en esta industria, la del azúcar, no todo es prosperidad. Miles de familias se movilizan hasta acá para ser partícipes de la zafra, campesinos que se encuentran con largas jornadas y una carga de trabajo demencial. Sus hijos aprenden el oficio desde chicos. Laboran en los cañaverales, arriesgando la integridad, la salud y un futuro ahora incierto.
—Oye, Carlitos, ¿cuándo es tu cumpleaños?
—¿Cómo, cómo?
Vuelvo a preguntar ante su extrañeza:
—Sí, ¿cuándo cumples años?
—No sé.
—¿No sabes cuándo naciste?
—¿Qué?
—¿Sabes qué es un cumpleaños?
—¿Es como… cuando compran pastel? —dice lanzando machetazos a la tierra.
—Exacto. ¿Nunca has tenido un pastel de cumpleaños?
—Nunca.
Es una tarde de marzo que palidece. Carlitos y Manuel Trejo, su padre, de 48 años, están de pie ante unas pocas matas de caña de azúcar que les quedan por cortar, entre un inmenso cañaveral en Allende, una comunidad en la frontera de México con Belice.
Manuel es originario de Arimatea, Chiapas, y, como gran parte de los jornaleros de aquí, es un indígena tseltal. El padre duda, pero calcula que su hijo no debe pasar de los once años. Lo que sí sabe y presume con orgullo es que hoy Carlitos ha cortado cuatro toneladas de caña. Lo hizo con un machete desde el primer rayo del sol y parará hasta las 21:00 horas, cuando la jornada termine. Cuatro mil kilogramos, lo de un elefante, pasarán por sus pequeñas manos durante casi quince horas de trabajo, por lo que cobrará 260 pesos, lo de un corte de carne.
Allende forma parte de la zona cañera quintanarroense, una región clave para la producción de azúcar en el país. Está conformada por catorce ejidos agrícolas que se extienden por toda la frontera y su producción superó los 1 500 millones de pesos en 2021, lo que la convierte en una de las principales actividades económicas del Caribe mexicano, por debajo del turismo y la construcción. Sin embargo, en la industria del azúcar no todo es prosperidad. Es riesgosa para la salud de los cortadores, provoca deforestación, contaminación, además de un flujo migratorio significativo y dramáticas consecuencias sociales que recorreremos en este reportaje. Pero, sobre todo, esta producción aprovecha y fomenta el trabajo infantil, cuya erradicación es uno de los pendientes a nivel global.
Aunque el cultivo de la caña comenzó en México en 1530, en Quintana Roo no figuró hasta más de cuatro siglos después, según la tesis de maestría del antropólogo Carlos Hugo Zamudio Viveros, de la Universidad Autónoma del Estado de Quintana Roo. Fue durante el mandato del expresidente Gustavo Díaz Ordaz (1964–1970) que se lanzó un plan para impulsar la industria agrícola en el sureste, específicamente la de la caña, sobre diecisiete mil hectáreas ejidales que abarcaban las actuales comunidades de Allende, Pucté, Álvaro Obregón, San Francisco Botes, Cacao y Cocoyol. La industria agrícola y azucarera quintanarroense no ha parado de crecer desde entonces y de configurar el entorno social de la región. Hoy, la cosecha de caña se ha ampliado a otras ocho comunidades, todas colindantes. Se realiza sobre más de 34 000 hectáreas, donde antes había selva media y baja; de hecho, la zona cañera es uno de los puntos con mayor deforestación del Caribe mexicano y genera cerca de treinta mil empleos directos e indirectos, de acuerdo con datos de la Secretaría de Desarrollo Agropecuario, Rural y Pesca estatal. Según Linda Cobos, titular de la dependencia, este año se proyectó una producción de 1.9 millones de toneladas de caña de azúcar.
El trabajo que se realiza en estos cañaverales se divide en dos temporadas. La primera, que va de julio a octubre, es para la resiembra, cuando se prepara la tierra, se fertiliza para que la caña rebrote, se fumiga contra las plagas de mosca pinta, el gusano barrenador y la rata de campo, se vigila que la vara dulce crezca y se riega cuando las lluvias tardan en caer. Para ello se requiere muy poco personal. En cambio, para la segunda temporada, la de cosecha, conocida como zafra, que va de noviembre a junio, se requiere un gran número de trabajadores. Cada año, miles de familias de diferentes geografías se movilizan hasta este estado para participar en ella. Este 2023, de acuerdo con Cobos, se cuentan 2 800 cortadores de caña.
—Mira, esta vez nosotros traemos gente, pura gente de Chiapas, pero hay veces que hemos traído “tecos” desde Oaxaca. Trabajan bastante los pinches tecos —dice José Zacarías, uno de los 3 200 productores de caña que hay, encargado de la cosecha donde Carlitos y su padre trabajan, en Allende, una comunidad rural y empobrecida, dividida por la carretera: de un lado, las casas; del otro, los amplios cañaverales.
“Tecos”, repite Zacarías despectivamente.
Por la alta movilidad, a los cañeros se les conoce como “golondrinos” —esas aves migratorias que anuncian la primavera— porque cada año llegan a una comunidad distinta, adonde sea que se requiera su trabajo; porque se mueven de cultivo en cultivo, cosechando ahí donde el patrón indique que la caña está lista, madura; porque no tienen un lugar fijo donde pasar su vida. Para garantizar los jornaleros suficientes en la zafra, los productores contratan a cabos, encargados de reclutar gente, principalmente de Chiapas y Oaxaca, aunque también de Veracruz, Guerrero, Campeche, Tabasco y, en menor medida, de los países vecinos, Belice y Guatemala. Se trata de un flujo importante de indígenas tseltales, zapotecos, tsotsiles, mames, huicholes, coras, tlapanecos, chinantecos, mayas.
—Contratamos un cabo. A ese cabo le digo, como encargado, como jefe de cosecha: “Cabo, quiero que me contrates veinticinco cortadores”. Y él va y los busca. Ya sabe dónde está su gente. Completa los veinticinco. Le decimos: “Tal fecha inicia la zafra”, y uno o dos días antes ya están acá. Nosotros rentamos y pagamos el flete a las empresas. Y nos cobran. Está caro el flete, como dieciséis o diecisiete mil pesos de Palenque hasta acá. Lleno de cortadores, toda su familia, traen a sus familias, niños, todo lo que tienen —dice.
Zacarías los llama “fletes”, como si se tratara de bultos.
—A esa gente le pagamos desde que sale de allá, le pagamos su pasaje, le pagamos comida en el camino. Acá adonde llegan ellos les tenemos… ellos cocinan con pura leña, tenemos que traer leña, bastante, allá en las galeras.
En la antigüedad, “galera” era una pena impuesta que consistía en remar en los barcos de vela que surcaban los océanos. En Cuba, la palabra hace referencia al espacio ocupado por reclusos dentro de una cárcel. En Quintana Roo, las galeras son conjuntos de cuartos al pie de la carretera, sin ventanas, con techos de lámina, calurosos en primavera, fríos en invierno, huecos y sucios y oscuros y diminutos, adonde llega la mayoría de los cortadores para vivir los más de siete meses que dura la zafra.
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A Manuel Trejo lo veo por primera vez esta mañana. Falta poco para las 7:00 horas y apenas se ha despertado. Lo encuentro afuera de la galera que ocupa, sentado, reposando su cabeza en la pared, aún aletargado. El cansancio del día anterior no le permitió madrugar.
—¿Qué pasó? ¿Por qué no fueron? —dice uno de los encargados de la cosecha donde trabaja, quien llega en moto hasta la galera para reclamar su falta.
—Estamos aquí desde las cuatro, esperándolo —miente Manuel, y se levanta rápidamente.
—¿Van a ir o no? Ya están todos allá.
Luego de una breve discusión con este supervisor, Manuel se alista, guarda algunas cosas en una mochila y cambia las chanclas por unas botas de hule que le llegan hasta la rodilla —su único equipo de protección laboral—. El padre llama a Carlitos y ambos se suben con prisa a la moto que los lleva hasta el cañaveral, donde se encuentran a otras cincuenta personas —entre ellos, una decena de niños, hijos de estos campesinos—, para iniciar un trabajo altamente riesgoso para los menores de edad, según los parámetros de la Organización Internacional del Trabajo.
—Este es su primer año en la zafra, ahorita. Su primer año de carrera. Está jalando, está aprendiendo —dice Manuel, ya en el cultivo, quien usa una gorra para protegerse del sol, y señala a Carlitos cuando empuña el machete con el que, al final del día, habrá cosechado cuatro toneladas de caña.
Manuel tiene facciones finas con pómulos salidos, bigote poco espeso y una barbilla cuadrada. El cuerpo alto, sencillo y delgado, que el sol del campo ha lastimado y bronceado durante décadas. Carlitos no ha de pasar de 1.20 metros. Tiene barriga de niño, apenas abultada, pestañas tupidas y cabello lacio, largo, que le cubre la frente. Viste mezclilla, una gorra roja y unas chanclas negras que se le salen con frecuencia.
—¿Y Carlitos ya no va a la escuela, entonces?
—Este morro ya no quiso estudiar. Estaba en primaria. “No quiero, no quiero”, que me da flojera, que no sé qué. “¿Por qué?”, le digo. “Pues si no quiere estudiar, vamos a entrarle al fierro ya”. “Ya estoy dispuesto pa agarrar machete”, dice. “Ah, bueno, vamos, pues”.
El padre dice que trae a Carlitos a trabajar porque no puede dejarlo solo en Chiapas, porque es padre de doce hijos, porque un salario no alcanzaría para todos, porque es mejor que trabaje honradamente a que robe y porque —lo repetirá durante el día— “tiene que aprender el oficio” desde pequeño. Quizá a los quince tenga la suficiente pericia para cortar mucha más caña y ganar más dinero, dirá.
A diferencia de Manuel, que embiste con el cuerpo cada mata de caña de dos metros de altura y abraza las varas con el brazo izquierdo para juntarlas y cortarlas de un machetazo, el niño procede de a poco. Toma una vara, la corta, la gira para segar las hojas y la tira al suelo, donde yacen otras apiladas, y va de nuevo.
José Zacarías, el supervisor, explica que el de Carlitos se considera un mal trabajo.
—Mira, no está cortando desde la mera base, es ahí donde se concentra la fructosa. Eso es pérdida para el productor. También está mal acomodada, se tienen que acomodar por “puños”, por montoncitos, como los de allá. Los puños se fijan con unas estacas para que, al final, la máquina las pueda recoger más fácil. En esta hay mucha basura. Al final se lo van a descontar —dice sobre las hojas y varas que aún no están maduras, que Carlitos no ha separado, por lo que le impondrán un castigo, un descuento en el pago semanal, que es de sesenta pesos (apenas 3.2 dólares) por tonelada de caña cortada.
A las 9:30 horas hay un primer descanso, muy breve, solo para que Manuel fume mariguana y Carlitos afile el machete con una lima.
—¿Cómo vas, Carlitos? —pregunto mientras el padre arranca un pedazo de hoja de cuaderno, mete los dedos en la bolsa del pantalón para sacar un pequeño bulto en el que guarda la hierba. Espolvorea, lía, prende. Aspira. Y suelta el humo por la boca suavemente. La mariguana hace lo suyo. La tensión en el cuerpo desaparece y el hambre se aplaca.
—Bien —responde a secas.
Es la primera palabra que le oigo decir a Carlitos.
En las dos horas y media que llevan trabajando, Manuel ha entablado pláticas con otros compañeros de alrededor, pero Carlitos se ha mantenido en silencio, metido en su papel de trabajador. El niño más cercano con el que pudiera platicar, o siquiera intercambiar miradas, es Isaías, de diez años, también de Chiapas, también tseltal, pero le queda a unos cincuenta metros de distancia. Ninguno de los dos se da el lujo de la distracción. Carlitos no platica, no interactúa, solo corta caña y afila su machete.
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Es difícil conocer las cifras de cuántos niños, niñas y adolescentes se encuentran en la zona cañera y cuántos de ellos trabajan. Hasta ahora no hay datos oficiales fidedignos al respecto. Pero sí podemos saber cuántos de ellos, de entre cinco y doce años, migraron a esta región de Quintana Roo y se encuentran estudiando. El Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe), el organismo federal que brinda servicios de educación comunitaria en localidades de alta marginación, reporta que, para el ciclo 2022–2023, en las ocho escuelas que mantiene en la zona se cuentan 207 estudiantes de preescolar y primaria: niñas y niños que dejaron a sus compañeritos de clase en sus territorios de origen para llegar aquí con un maestro nuevo y tomar clases en un idioma que no es el suyo, en una escuela, en un patio de juegos, en una comunidad que no conocen y donde sus papás se ausentan la mayor parte del día porque se encuentran trabajando en el campo.
En entrevista para Gatopardo, Norma Gabriela Salazar Rivera, secretaria ejecutiva del Sistema de Protección Integral de Niñas, Niños y Adolescentes (Sipinna), en Quintana Roo, dice que es lógico que, bajo estas circunstancias, los chicos no quieran seguir estudiando. Salazar Rivera, una funcionaria que lleva décadas trabajando con niños, explica que, en los últimos años, han conseguido hacer flexibles las inscripciones escolares, a fin de que los golondrinos puedan estudiar en las escuelas del Conafe los meses que dure la zafra. “Esos datos son de los que están inscritos, los que estudian, pero hay muchos más que no se matricularon porque no están estudiando y se encuentran en las galeras o están trabajando en la zafra”, dice. Misael, Miguel, Isaías, Joaquín, Luis y Ediberto, quienes trabajan en el mismo campo que Carlitos, son seis ejemplos de niños migrantes que no estudian, que se encuentran trabajando y que el Estado no considera.
La Sipinna —quizás el organismo que más ha hecho por menores de edad en la zona cañera, llevando brigadas de atención integral— cuenta con otro dato ilustrativo. Salazar Rivera ha presionado y convencido a funcionarios de otras dependencias para que, en conjunto, ofrezcan directamente en las galeras servicios de registro civil; atención médica, psicológica y victimal; aplicación de vacunas; asesoría jurídica; asistencia social; actividades lúdicas, deportivas y recreativas; pláticas sobre derechos sexuales y reproductivos, etcétera. Desde los inicios de la actual administración hasta finales de 2022, el organismo ha realizado seis brigadas en cinco comunidades. Tan solo en los pueblos de Carlos A. Madrazo, Sacxán, Sergio Butrón Casas, Allende y Palmar, la Sipinna contabilizó y atendió a 588 niñas, niños y adolescentes. “Estos datos son muy bajos en comparación con décadas atrás. Estas caravanas justo nos han permitido ir inhibiendo el trabajo infantil. Si uno llega a la comunidad, así en frío, y les dice a los papás: ‘No quiero que [los niños] vayan al corte de caña’, nos corren a machetazos. Entonces, ¿qué hacemos? Ofertamos servicios, generamos confianza y empezamos a trabajar con ellos en [...] la importancia de la educación”, dice Salazar River.
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Al mediodía, la mayoría de los cortadores toman un descanso para comer. A esta hora llegan varias mujeres en bicis y motos con los “lonches” que prepararon durante la mañana. A algunas también se les ve cargar en rebozos y sobre las espaldas a sus bebés, que procuran no dejar solos en las galeras. Su esposa faltó hoy, explica Manuel Trejo, porque fue a visitar a una de sus hijas, que vive en otra comunidad cañera, porque está enferma. Entonces, de la mochila saca un tupper con un puño de arroz y otro de frijoles.
—Comemos ligero para que no caiga pesado y seguir trabajando —dice sobre el primer bocado del día, y aprovecha enseguida para dar un par de caladas más al porro, como lo hace gran parte de los adultos y adolescentes en la zona cañera.
—¿Cómo vas, Carlitos? ¿Ya te cansaste?
—No —responde parco.
Pasa una hora y Manuel ofrece visitar su galera para conocer al resto de la familia Trejo, aprovechar para descansar, bañarse y prepararse para volver a la faena hacia las 18:00 horas, cuando el sol ya no castigue tanto.
En la galera ya los espera el resto de la familia. Las galeras de Allende están pintadas de verde con amarillo y construidas con blocks de concreto. Cada una mide no más de veinticinco metros cuadrados. En vez de ventanas tienen celosías, pensadas para la circulación del aire, pero que no cumplen su objetivo, pues los ocupantes tapan los huecos con botellas de plástico o cualquier cosa que impida que el resto de los cortadores pueda asomarse e invadir la poca privacidad que tienen. El cuarto de la familia Trejo tiene dos colchonetas y un lazo con algunas prendas. Nada más. No hay absolutamente ningún adorno, ningún objeto que anuncie que aquello es un hogar y no un simple tinglado. Tampoco hay juguetes que puedan usar los seis niños que viven ahí dentro.
Manuel explica que sus seis hijos han cortado caña desde los diez años y que las seis hijas se quedan siempre en las galeras. La industria de la caña se mantiene también gracias al trabajo de ellas, porque apoyan, crían, cuidan, curan, cocinan. Sin embargo, no reciben a cambio ninguna remuneración, y tampoco seguro social, pues es habitual que la contratación sea un acuerdo verbal y no un documento formal. Tampoco tienen guarderías disponibles. Hay, es cierto, algunas cortadoras remuneradas, pero son las menos. Y como los cuidados las anclan a las galeras, ellas no tienen opciones para trabajar y conseguir la independencia que las empodere. El trabajo doméstico y de cuidados que las mujeres realizan no se considera en la nómina de los productores, ni en los estudios de la academia, ni en la política pública de la Secretaría del Trabajo.
Para Norma Gabriela Salazar Rivera, del Sipinna, la zona cañera, con su dinámica familiar, en que los hombres salen a trabajar, son los proveedores, los que deben forjarse como tales desde pequeños, y las mujeres permanecen en el hogar, es de los lugares del Caribe mexicano donde se ve más claramente al patriarcado perpetuándose.
Carlitos, luego de comer una pequeña porción de pasta, dedica unos momentos a jugar con sus sobrinos de cuatro y cinco años en el área verde frente a las galeras. Una hora y media en la que se olvida del trabajo y, por un momento, solo es un niño. Toman dos llantas viejas de moto y una de bicicleta, a la que le salen los alambres, para ver quién consigue rodarlas más lejos, cuidando no hacerlo tan fuerte para que no lleguen hasta la carretera. Corren tras ellas y de nuevo las tiran. Carlitos se torna amable y considerado.
—No, tú toma esta —Carlitos ofrece a su sobrino la llanta en mejores condiciones.
En algún punto le da curiosidad la libreta que llevo conmigo, la abre y pasa los ojos por los apuntes. No entiende nada. No sabe leer. Tampoco escribir. Y dibujar le cuesta mucho trabajo. Le pido que se dibuje a sí mismo. Toma la pluma y hace un rectángulo con líneas ondulantes que forman el cuerpo. Sobre este, un círculo mal hecho al que le garabatea cabello, coloca dos puntos como ojos y una boca triste, con las comisuras para abajo. Las manos cortas, las piernas más largas y, por pies, dos rayitas. A sus diez años aún no ha desarrollado la motricidad fina.
—Bueno, ya me tengo que ir a bañar, tengo que regresar al trabajo.
Como en la zona cañera no hay sistema de alcantarillado, el agua se extrae mediante pozos hechos sin permiso alguno, directo de los ríos subterráneos que hay a poca profundidad en toda la península de Yucatán, donde los cañeros también depositan sus desechos fecales. Los baños aquí son pequeños cuartos con un hoyo en el piso.
No hay regaderas. Entonces, Carlitos se baña a cubetazos. Esa agua, señala en entrevista Teresa Álvarez Legorreta, investigadora de El Colegio de la Frontera Sur (Ecosur), además de partículas provenientes de desechos orgánicos humanos, está contaminada con los agroquímicos empleados para la siembra de caña, que se filtran con facilidad al subsuelo, aportando metales pesados y plaguicidas potencialmente cancerígenos, como lo ha comprobado en estudios de monitoreo de calidad del agua y de sedimentos que ella realiza desde 2015. “Hemos encontrado plaguicidas organoclorados en los sedimentos del río Hondo, algunos que ya incluso su uso está prohibido o restringido en México, como el DDT [diclorodifeniltricloroetano], aldrín, endosulfán y otros elementos químicos organoclorados”, dice Álvarez Legorreta.
Finalmente son las 18:00 horas, y Manuel y Carlitos regresan al campo.
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Martha García Ortega, investigadora de Ecosur, quien lleva décadas estudiando la zona, afirma estar en contra del trabajo infantil en los cañaverales, pero que las acciones para erradicarlo tienen que ir en paralelo a los esfuerzos por cambiar los problemas sociales estructurales que lo sostienen, tales como la pobreza o la marginación. “No solo se trata de sacar a los niños del campo, sino de evaluar las condiciones que propician el trabajo infantil y trabajar en ello, de manera que esas condiciones se cambien a nivel estructural. OK, los sacamos, pero, si lo hacemos, no tendrán las condiciones para que puedan estudiar, por ejemplo”, dice. Por otro lado, asegura que se tiene que tratar el problema en su integralidad. Habla de una corresponsabilidad, en que al Estado le toca garantizar el cumplimiento de los derechos de los niños, niñas y adolescentes, como el de la educación; los productores de caña deberían mejorar las condiciones laborales para los cortadores, así como los instrumentos y tecnologías que se usan durante la zafra —ambos deberían dignificar las galeras—; por su parte, los jornaleros deberían ser más responsables en el cumplimento del trabajo y respetar los acuerdos con cabos y productores.
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—Mañana [domingo] pagan más. Los domingos pagan a 72 pesos [3.9 dólares] la tonelada. Entonces vamos a regresar porque nos dijeron que van a quemar el campo de al lado, así podemos seguir cortando toda la noche para ganar más dinero —dice Manuel Trejo, luego de haber descansado por unas horas, mientras deja la galera y se encamina de nuevo, junto con Carlitos, al trabajo.
Antes de cosechar se toman muestras para verificar que las cañas estén maduras, y el ingenio decide cuáles están listas. Cuando el resultado arroja que la vara dulce está en el punto óptimo, se procede a realizar quemas controladas, que duran menos de una hora, a fin de eliminar las hojas de los tallos, dejar el cuerpo de la caña desnudo y facilitar el corte: se aumenta la productividad y se disminuye el volumen de residuos.
—Después de la quema, ¿cuánto tiempo debe pasar para cortar? —pregunto.
—¡Uy, es rápido! A los diez minutos ya puedes meter machete. Solo queman las hojas. La vara, como está adentro, llena de agua, queda fresca —dice Manuel, ya de vuelta en el cañaveral.
Eso explica por qué los cortadores terminan completamente impregnados de un hollín difícil de limpiar. Carlitos, que se bañó hace apenas unos minutos, tiene aún los tobillos, las manos, los brazos, la cara y hasta los dientes manchados de hollín.
Además de generar gases de efecto invernadero, estas quemas generan hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAP) que se introducen en el cuerpo de los cortadores, según reveló Citlali Carrillo García en su tesis de maestría en Ciencias en Recursos Naturales y Desarrollo Rural, en Ecosur. La investigadora tomó, en febrero de 2020, un total de 41 muestras de sangre de habitantes de la comunidad Álvaro Obregón —la mayor productora de caña—, de cortadores de entre trece y 76 años. Todos refirieron trabajar más de ocho horas diarias, la mitad de ellos dijeron haberse dedicado a esto desde pequeños y 26% aseguraron padecer tos, dolor de cabeza, visión borrosa, comezón, mareos, irritación en ojos, fiebre y expulsión de fluidos mocosos negros durante las temporadas de la zafra. Los resultados de laboratorio arrojaron que todas las muestras de sangre analizadas contenían hidrocarburos. Carrillo García confirmó, por primera vez, que la actividad cañera provoca intoxicación en el cuerpo de los golondrinos: los HAP pueden afectar sus mecanismos de defensa e, incluso, ocasionar daños a nivel celular y genético.
Aunque la quema del campo estaba planeada a las 18:00 horas, José Zacarías, el supervisor, y los demás responsables llegaron hasta las 20:30 y las llamas se apagaron cincuenta minutos después. Desde que regresaron al campo y hasta que el fuego se sofocó, Carlitos no dejó de cortar caña. No paró ni porque oscureció y era imposible ver, al menos para mí, siquiera lo que había enfrente, aunque lo hacía cada vez más despacio.
—Yo creo que ya nos vamos. Mejor mañana venimos tempranito, desde las cinco, para seguir dándole —decide su padre.
—¿Cómo vas, Carlitos? —pregunto.
—Mal.
—¿Estás cansado?
—Sí. Me duele aquí, donde tiro machete, y aquí —señala el antebrazo y el hombro.
De regreso a la galera, hago la última pregunta:
—Oye, Carlitos, y si apareciera un mago y te concediera tres deseos, ¿qué le pedirías?
—Una pelota… y un pastel.
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El ingenio San Rafael de Pucté, ubicado en la comunidad de Álvaro Obregón y construido en 1979, procesa toda la cosecha de la zona cañera. Fue en 1988 cuando se privatizó y pasó a manos del grupo Beta San Miguel, empresa que controla toda la producción de azúcar en Quintana Roo. Al interior del ingenio, la vara dulce se tritura, se percola, y el jugo se cristaliza para luego convertirse en azúcar. Para llegar se necesita tomar la carretera Ucum-La Unión, que comunica a las comunidades cañeras y va en paralelo al río Hondo, frontera natural entre México y Belice. Se pasa primero por Juan Sarabia, Sacxán, Palmar, Ramonal, Allende, Sabidos y, tras 57 kilómetros, se llega a Álvaro Obregón, población flanqueada por cañaverales, rodeados a su vez por la selva maya. La desviación que conduce al centro está llena de baches provocados por los cientos de camiones que pasan diario con toneladas de caña. Las instalaciones, que se encuentran al fondo, están amuralladas, solo se alcanza a ver desde lejos una gran bóveda y, a un costado, las bandas mecánicas que transportan hasta el interior la caña descargada por los camiones. Este ingenio ha reconfigurado todo su entorno y lo ha revestido de una atmósfera fabril. Ahí está la fumarola de humo negro que expulsa la fábrica todo el día y, durante los meses de la zafra, un manto gris cubre y contamina todo el ambiente. Ahí están los más de cuatrocientos trabajadores que operan las veinticuatro horas, repartidos en tres turnos. Ahí los pequeños y precarios cuartos adonde llegan a dormir. Ahí los prostíbulos de los trasnochados. Ahí también la drogadicción y el alcoholismo para soportar la vida obrera.
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Es 13 de marzo. Un día como hoy, pero de 2020, se anunció el primer caso de covid-19 en Quintana Roo.
Han pasado tres años y, aunque el virus dejó de cobrar tantas muertes, Víctor Muñoz González aún toma sus precauciones y trae puesto un cubrebocas negro. Víctor, que lleva una gorra azul que hace juego con la playera y el pantalón, es un joven de veinticuatro años; trabaja como obrero en el ingenio San Rafael de Pucté y es adicto a las drogas y al alcohol.
La entrevista con Víctor sucede al término de su jornada laboral en las inmediaciones de la fábrica. Su infancia, cuenta, fue problemática. Su padre era obrero y nunca estaba en casa, y cuando estaba, lo veía irritado. Su madre lo aporreaba cada que le pedía ayuda para la tarea. A los once años probó la mariguana, a los trece, la piedra, a los diecisiete se empleó como cortador de caña. Entonces, recuerda, tuvo que incrementar el consumo de mariguana para paliar el dolor muscular, el de la espalda y los brazos, así como las punzadas en las manos por las ampollas que provocaba el manejo del machete.
Mira, este, en todos lados hay drogas, pero en el pueblo, en este lugar donde estamos, hay más. Aquí no hay autoridad para el control. Tú vas ahorita, ahorita, echas un fonazo y de volada: “¿Sabes qué? Quiero doscientos pesos de cristal, quiero trescientos”. Vienen y te lo dan. Aquí en el pueblo, como son lugares de cortadores de caña, si tú vas al cañal, hay droga… Yo probé la mariguana a los once años. En la secundaria tenía un amigo que era cortador de caña. Se llamaba Luis. Yo lo vi fumando en las escaleras. Y agarra y me dice: “Vente”, dice, “vamos a fumar esto”. Y ese vato me lo mostró. Yo vi cómo lo prendió y todo. ¡Asumecha! Me dice: “Toma, pégale un jalón”. Pero yo le hacía así: “sss”, y lo soltaba, ¿no? “Nooo”, me dice, “¡estás bien menso!”, me dice, “así no se fuma”. Y agarró y me enseñó cómo hacerlo. Y no me lo vas a creer, pero me sentía en las nubes. Iba volando, en un estado de relajación total que yo, en mis pasos, sentía como si estuviera flotando. Iba en la calle sonriente, veía todo diferente, pues… De ahí me empecé a juntar con los vatos ahí del domo [deportivo], los drogadictos. Me invitaron un famoso blunt, que es como hoja de tabaco, más grueso. “No”, dicen, “hoy te vas a echar tu primer blunt como iniciación”. Nos subimos a las escaleras de las gradas. Vi cómo lo prepararon. Sacaron acá un cigarrón café, como los puros. Lo llenaron de mota, y órale. Te juro que yo me bajé de esas escaleras gateando. Andaba bien alucinado… Probé el perico, no me gustó; probé el cristal, no me gustó, pero probé la piedra y, ¡asu!, no mames. El problema con los drogadictos de la piedra es que no se pueden controlar. Una vez que pruebas es hasta acabarte todo el dinero… Nosotros, como trabajadores de la industria de la caña, como obreros, la verdad se gana muy bien. Llegué a un punto donde me gasté más de tres mil pesos en una noche en pura piedra, puuura piedra… ¿Qué pasa con los drogadictos? Que al otro día amanecemos sin nada. Sale uno a la calle, ve a la gente con unas Sabritas, con un refresco, una cerveza, y uno ya no tiene nada en la bolsa. Cuando uno llega a drogarse, yo llegué al punto de robar, de hacerle un hueco a las casas para meterme a drogar. A mi mamá nunca le robé, bueno, sí, dinero, ¿veá? Y, este, en la casa ya me trataban como ratero. Para ellos era un ratero. Yo llegué a tal grado de gastarme tres mil, cuatro mil, cinco mil pesos en la piedra. Llegué a estar flaco, seco.
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A finales del siglo XX, la frontera sur de México, la zona del río Hondo, se convirtió en un punto clave para el tráfico de mercancía ilícita. Aquí han entrado cantidades inconmensurables de droga, armamento y personas víctimas de trata cuyo destino es Estados Unidos y que provienen de Centro y Sudamérica, en ocasiones trasladadas mediante aeronaves que aterrizan en la zona cañera. A partir de la década de 2010, según una fuente del Gobierno federal con experiencia en seguridad nacional, que pidió no ser citada, esta zona dejó de ser de trasiego para convertirse en un lugar de consumo de drogas. Hasta 2022, de acuerdo con reportes del Centro Regional de Fusión de Inteligencia del Sureste, el órgano de inteligencia que la Secretaría de la Defensa Nacional tiene en la zona, a los que tuvo acceso Gatopardo, el Cártel del Pacífico, el de Jalisco Nueva Generación y Los Pelones operaban en la ribera del río, con actividades como el trasiego de drogas y mercancías, el tráfico de migrantes, así como el narcomenudeo. La fuente antes mencionada asegura que, aunque el Gobierno federal tiene conocimiento de lo que ahí ocurre, no tiene ningún plan para emprender cambios.
A decir de Salvador Aceves Fajardo, director del Centro de Integración Juvenil de Chetumal, que atiende a personas usuarias de drogas, la expansión de la metanfetamina en el sur del Caribe mexicano empezó en 2019 y repuntó durante la pandemia. Se ha colocado como la sustancia adictiva más consumida, junto con la cocaína y la piedra, aunque por debajo del alcohol. La metanfetamina, apunta, la consumen niños y adolescentes empleados en el ingenio San Rafael de Pucté y en la zafra. “Muchas de las personas que utilizan el cristal, la metanfetamina, la consumen para jornadas laborales muy extenuantes, de trabajo físico, porque les genera una sensación de energía y euforia y de una necesidad menor de consumir alimentos o [tomar un] descanso. Entonces, muchos la utilizan como una sustancia para durar más tiempo en el trabajo, sobre todo cuando son jornales, que les pagan a destajo, por producción, pues usan ese consumo para tratar de rendir más y no descansar, no comer, aunque es adictiva, muy adictiva. Lo que sí es que es más barata. Varía, pero una dosis está entre cincuenta o setenta pesos [2.7 o 3.8 dólares]”, dice Aceves Fajardo. Una dosis de metanfetamina puede durar unas seis horas, aunque el efecto disminuye conforme el consumo es más frecuente. Genera delirios de persecución, ataques de pánico, irritabilidad, cambios de ánimo y, físicamente, un deterioro importante.
En niños, niñas y adolescentes, estas sustancias son más riesgosas, dice Aceves Fajardo, porque su maduración neuronal no ha terminado y, por tanto, son más propensos a desarrollar una mayor tolerancia; es decir, a habituarse mejor y generar una adicción fisiológica y física más rápida que los adultos. El consumo de drogas en la zona cañera, ya sea depresoras, estimulantes, alucinógenas o sedantes, es síntoma de los malestares sociales que padecen los cañeros, repara el director. “Al estar lejos de sus pueblos, estar en condiciones muy desfavorables de vivienda, con hacinamiento, considerando que el tipo de jornal es muy duro físicamente, ellos encuentran en el consumo un cierto escape de la realidad. Las personas no consumen drogas por cómo saben, por su color o su olor, sino por su efecto. ¿Cómo aguantan emocionalmente, físicamente o psicológicamente su realidad, su soledad y marginación, todo lo que ven y viven, si no es con las drogas?”, dice.
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Rutilia Lorenzo, residente de José Narciso Rovirosa, otra de las comunidades cañeras, vende frijol, maíz, limón, hortalizas y chile que siembra en la parcela pequeña que posee; renta sillas, mesas, bocinas y un trampolín para fiestas; ofrece chicharrones preparados y flanes los miércoles; cobra veinticinco pesos por reproducir cualquier anuncio en un megáfono que instaló en la azotea de su casa; hace apicultura para comercializar miel y también vende las gallinas que cría y las flores que cultiva en su vivero. Todo con el único objetivo de cubrir los gastos necesarios para que Jonathan, su hijo de nueve años, cruce cada día el río Hondo y curse la primaria en Belice. Para que tenga los estudios que lo conduzcan a un futuro profesional lo más alejado posible de la zafra.
—¿Y por qué lo llevas hasta Belice?
—Me gusta el sistema de educación de allá. Es un poco más estricto en materia de aprendizaje. Por ejemplo, supongamos que no sabe nada de matemáticas el niño. Los maestros van enseñándoles hasta que aprendan. Son muy dedicados con ellos. Y también porque enseñan inglés.
En esta comunidad, a 79 kilómetros de Chetumal, pero a cinco minutos del distrito beliceño Orange Walk, es común que niñas y niños crucen irregularmente la frontera para estudiar en la primaria Santa Cruz, según madres, padres y profesores consultados, como consecuencia del deficiente sistema de educación pública, así como del abandono de las instalaciones escolares y la planta docente de su comunidad.
Rutilia, de 39 años, es hija de un jornalero que migraba de manera constante para cortar caña, en Veracruz, en Jalisco, en Campeche, donde lo requirieran. En 1995 llegaron a José Narciso Rovirosa, adonde se mudaron de manera definitiva. Ella tenía once años y le tocó cortar caña y vivir durante años en galeras, algo que de ninguna manera, insiste, desea para Jonathan ni para sus otros dos hijos, de dos y tres años.
—Una señora de San Francisco Botes [comunidad aledaña] me decía que allá [en Belice] estaba mejor la educación, que llevara a mi hijo. Me decidí y lo mandé para Santa Cruz. Sí cuesta, porque a la semana le pagamos doscientos pesos el pasaje que le pagamos al fayuquero, el que cruza el río. Además, le doy un dólar diario para su lunch, su taco de harina, que vienen siendo nueve pesos de aquí. A la una de la tarde ya le están llevando su comida. Yo le pago a una señora de confianza de allá para que me le dé de comer. Con ella me gasto 36 dólares beliceños a la semana. Nos cobran cincuenta al año la escuela, de cooperación, y un dólar a la semana para que vaya sin uniforme, con ropa normal. Son como 2 400 pesos al mes, que es algo bastante pesadito para nosotros.
A Jonathan, un niño con ojos achinados y el cabello corto y necio de peinar, le gusta la escuela. Se le nota emocionado cada que habla de ella. Apenas escucha a su madre hablar de él, corre a su cuarto para sacar un cuaderno y su boleta de calificaciones. Reconoce que le cuesta trabajo el inglés, pero presume ser el mejor promedio del salón.
—La que más me gusta es esta: expressive arts. Me ponen a pintar. Mira, el maestro me puso palomita en todo esto. Lee con un inglés aún deficiente y explica las notas:
—“Adapted well to learning”, que es “poner atención”. Me puso paloma. “Completed assigned tasks thoroughly”, que “terminas tus exámenes a tiempo”. “Communicated and sought assistance”… ¡Ese nunca me acuerdo para qué es!
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Para ir a la escuela este lunes de marzo, Jonathan despertó poco antes de las 6:00 horas. Su casa se encuentra sobre una pequeña loma rodeada de vegetación. La calle es de terracería. El cielo se pinta de un azul cobalto que la bruma atenúa. Los únicos ruidos alrededor son los de las gallinas, los pollitos y los perros. Jonathan toma su bicicleta Mercurio roja y se lanza a toda velocidad por la cuesta con dirección a la tienda, donde compra las tortillas con las que alimenta a sus mascotas. A los pocos metros, unos perros le cierran el paso con ladridos. El niño frena y lanza una piedra invisible para ahuyentarlos, pero estos no caen en el viejo truco. Se va en retirada y prueba mejor por otra calle.
—Me da medio kilo de tortillas, por favor —dice, y estira la mano con monedas.
—Pero esto que te dieron es para un kilo.
—Ah, pues un kilo, entonces.
Al regreso, Jonathan alimenta a los perros, patos y gallinas que tiene en el traspatio y le da granos de maíz a su cotorra, algo que le hace recordar a Flor, una ardilla que, dice, era su amiga; vivía en uno de los árboles de la casa, pero murió hace no mucho.
—Ay, extraño a Florecita —dice.
Son casi las 7:00. Jonathan ya se ha puesto la playera polo celeste, el pantalón azul marino y los zapatos de su uniforme escolar. Se sienta a la mesa y come asado de pollo con arroz blanco recién hecho. Luego va por su mochila, donde lleva tres cuadernos y cuatro libros, se amarra a la cintura su cangurera, llena de colores, dos lápices y tres sacapuntas, que tiene un cierre pequeño en el que el niño guarda unos dulces.
Media hora después, Rutilia saca la moto, sube a Jonathan, a su prima y una amiga que ya los esperaba fuera para llevarlos, apretados pero bien agarrados, a la escuela. Llegan a la carretera, la cruzan, se adentran al pueblo de San Francisco Botes y, en trescientos metros, alcanzan el río, donde hay un pequeño embarcadero que resulta ser uno de los puntos de contrabando más transitados de la frontera, que atraviesan lo mismo niños estudiantes que armas y drogas. De hecho, Rutilia suele aprovechar el cruce que hacen sus hijos para pasar limones de su huerta, sin permiso de exportación, para venderlos del otro lado. El trayecto dura no más de cinco minutos. Los cuatro desembarcan, caminan 150 metros y llegan a la primaria Santa Cruz, una escuela bonita, bien conservada, con pasto verde y salones pintorescos y adornados.
—Good morning, teacher —dice cada niño al llegar.
—Good morning, baby —le responde a cada uno Yolanda Novelo, la directora, que los abraza conforme van llegando.
Novelo no sabe con certeza si esta es mejor que la primaria Lázaro Cárdenas del Río, que está en Rovirosa, del otro lado del río. Lo que sí sabe es que aquí los niños mexicanos aprenderán inglés y que los ocho profesores que imparten clases tienen estudios profesionales en Pedagogía. Aunque no todo es armonía, al estar tan cerca de un punto de contrabando, los niños y maestros están en riesgo. Novelo recuerda que en 2020 se registró el último incidente de seguridad, cuando la policía beliceña le disparó a un presunto contrabandista a escasos metros de la escuela. Sin embargo, asegura, esos casos son muy poco frecuentes. El área de Comunicación Social de la Secretaría de Educación de Quintana Roo informó que, cuando los niños y niñas decidan retomar sus estudios en México, tendrán que revalidarlos, lo que es “un trámite sencillo”.
Rutilia sueña con que Jonathan termine la primaria en Belice, aprenda inglés y así pueda emplearse en algún momento en el sector del turismo, quizá en Mahahual o, incluso, Cancún, donde sea, pero lejos de la zafra.
Esta historia se produjo con el apoyo de la Fundación Ford
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Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
Cada año se producen cerca de dos millones de toneladas de caña de azúcar en Quintana Roo, lo que convierte esta actividad en una de las más importantes en la península de Yucatán. Pero en esta industria, la del azúcar, no todo es prosperidad. Miles de familias se movilizan hasta acá para ser partícipes de la zafra, campesinos que se encuentran con largas jornadas y una carga de trabajo demencial. Sus hijos aprenden el oficio desde chicos. Laboran en los cañaverales, arriesgando la integridad, la salud y un futuro ahora incierto.
—Oye, Carlitos, ¿cuándo es tu cumpleaños?
—¿Cómo, cómo?
Vuelvo a preguntar ante su extrañeza:
—Sí, ¿cuándo cumples años?
—No sé.
—¿No sabes cuándo naciste?
—¿Qué?
—¿Sabes qué es un cumpleaños?
—¿Es como… cuando compran pastel? —dice lanzando machetazos a la tierra.
—Exacto. ¿Nunca has tenido un pastel de cumpleaños?
—Nunca.
Es una tarde de marzo que palidece. Carlitos y Manuel Trejo, su padre, de 48 años, están de pie ante unas pocas matas de caña de azúcar que les quedan por cortar, entre un inmenso cañaveral en Allende, una comunidad en la frontera de México con Belice.
Manuel es originario de Arimatea, Chiapas, y, como gran parte de los jornaleros de aquí, es un indígena tseltal. El padre duda, pero calcula que su hijo no debe pasar de los once años. Lo que sí sabe y presume con orgullo es que hoy Carlitos ha cortado cuatro toneladas de caña. Lo hizo con un machete desde el primer rayo del sol y parará hasta las 21:00 horas, cuando la jornada termine. Cuatro mil kilogramos, lo de un elefante, pasarán por sus pequeñas manos durante casi quince horas de trabajo, por lo que cobrará 260 pesos, lo de un corte de carne.
Allende forma parte de la zona cañera quintanarroense, una región clave para la producción de azúcar en el país. Está conformada por catorce ejidos agrícolas que se extienden por toda la frontera y su producción superó los 1 500 millones de pesos en 2021, lo que la convierte en una de las principales actividades económicas del Caribe mexicano, por debajo del turismo y la construcción. Sin embargo, en la industria del azúcar no todo es prosperidad. Es riesgosa para la salud de los cortadores, provoca deforestación, contaminación, además de un flujo migratorio significativo y dramáticas consecuencias sociales que recorreremos en este reportaje. Pero, sobre todo, esta producción aprovecha y fomenta el trabajo infantil, cuya erradicación es uno de los pendientes a nivel global.
Aunque el cultivo de la caña comenzó en México en 1530, en Quintana Roo no figuró hasta más de cuatro siglos después, según la tesis de maestría del antropólogo Carlos Hugo Zamudio Viveros, de la Universidad Autónoma del Estado de Quintana Roo. Fue durante el mandato del expresidente Gustavo Díaz Ordaz (1964–1970) que se lanzó un plan para impulsar la industria agrícola en el sureste, específicamente la de la caña, sobre diecisiete mil hectáreas ejidales que abarcaban las actuales comunidades de Allende, Pucté, Álvaro Obregón, San Francisco Botes, Cacao y Cocoyol. La industria agrícola y azucarera quintanarroense no ha parado de crecer desde entonces y de configurar el entorno social de la región. Hoy, la cosecha de caña se ha ampliado a otras ocho comunidades, todas colindantes. Se realiza sobre más de 34 000 hectáreas, donde antes había selva media y baja; de hecho, la zona cañera es uno de los puntos con mayor deforestación del Caribe mexicano y genera cerca de treinta mil empleos directos e indirectos, de acuerdo con datos de la Secretaría de Desarrollo Agropecuario, Rural y Pesca estatal. Según Linda Cobos, titular de la dependencia, este año se proyectó una producción de 1.9 millones de toneladas de caña de azúcar.
El trabajo que se realiza en estos cañaverales se divide en dos temporadas. La primera, que va de julio a octubre, es para la resiembra, cuando se prepara la tierra, se fertiliza para que la caña rebrote, se fumiga contra las plagas de mosca pinta, el gusano barrenador y la rata de campo, se vigila que la vara dulce crezca y se riega cuando las lluvias tardan en caer. Para ello se requiere muy poco personal. En cambio, para la segunda temporada, la de cosecha, conocida como zafra, que va de noviembre a junio, se requiere un gran número de trabajadores. Cada año, miles de familias de diferentes geografías se movilizan hasta este estado para participar en ella. Este 2023, de acuerdo con Cobos, se cuentan 2 800 cortadores de caña.
—Mira, esta vez nosotros traemos gente, pura gente de Chiapas, pero hay veces que hemos traído “tecos” desde Oaxaca. Trabajan bastante los pinches tecos —dice José Zacarías, uno de los 3 200 productores de caña que hay, encargado de la cosecha donde Carlitos y su padre trabajan, en Allende, una comunidad rural y empobrecida, dividida por la carretera: de un lado, las casas; del otro, los amplios cañaverales.
“Tecos”, repite Zacarías despectivamente.
Por la alta movilidad, a los cañeros se les conoce como “golondrinos” —esas aves migratorias que anuncian la primavera— porque cada año llegan a una comunidad distinta, adonde sea que se requiera su trabajo; porque se mueven de cultivo en cultivo, cosechando ahí donde el patrón indique que la caña está lista, madura; porque no tienen un lugar fijo donde pasar su vida. Para garantizar los jornaleros suficientes en la zafra, los productores contratan a cabos, encargados de reclutar gente, principalmente de Chiapas y Oaxaca, aunque también de Veracruz, Guerrero, Campeche, Tabasco y, en menor medida, de los países vecinos, Belice y Guatemala. Se trata de un flujo importante de indígenas tseltales, zapotecos, tsotsiles, mames, huicholes, coras, tlapanecos, chinantecos, mayas.
—Contratamos un cabo. A ese cabo le digo, como encargado, como jefe de cosecha: “Cabo, quiero que me contrates veinticinco cortadores”. Y él va y los busca. Ya sabe dónde está su gente. Completa los veinticinco. Le decimos: “Tal fecha inicia la zafra”, y uno o dos días antes ya están acá. Nosotros rentamos y pagamos el flete a las empresas. Y nos cobran. Está caro el flete, como dieciséis o diecisiete mil pesos de Palenque hasta acá. Lleno de cortadores, toda su familia, traen a sus familias, niños, todo lo que tienen —dice.
Zacarías los llama “fletes”, como si se tratara de bultos.
—A esa gente le pagamos desde que sale de allá, le pagamos su pasaje, le pagamos comida en el camino. Acá adonde llegan ellos les tenemos… ellos cocinan con pura leña, tenemos que traer leña, bastante, allá en las galeras.
En la antigüedad, “galera” era una pena impuesta que consistía en remar en los barcos de vela que surcaban los océanos. En Cuba, la palabra hace referencia al espacio ocupado por reclusos dentro de una cárcel. En Quintana Roo, las galeras son conjuntos de cuartos al pie de la carretera, sin ventanas, con techos de lámina, calurosos en primavera, fríos en invierno, huecos y sucios y oscuros y diminutos, adonde llega la mayoría de los cortadores para vivir los más de siete meses que dura la zafra.
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A Manuel Trejo lo veo por primera vez esta mañana. Falta poco para las 7:00 horas y apenas se ha despertado. Lo encuentro afuera de la galera que ocupa, sentado, reposando su cabeza en la pared, aún aletargado. El cansancio del día anterior no le permitió madrugar.
—¿Qué pasó? ¿Por qué no fueron? —dice uno de los encargados de la cosecha donde trabaja, quien llega en moto hasta la galera para reclamar su falta.
—Estamos aquí desde las cuatro, esperándolo —miente Manuel, y se levanta rápidamente.
—¿Van a ir o no? Ya están todos allá.
Luego de una breve discusión con este supervisor, Manuel se alista, guarda algunas cosas en una mochila y cambia las chanclas por unas botas de hule que le llegan hasta la rodilla —su único equipo de protección laboral—. El padre llama a Carlitos y ambos se suben con prisa a la moto que los lleva hasta el cañaveral, donde se encuentran a otras cincuenta personas —entre ellos, una decena de niños, hijos de estos campesinos—, para iniciar un trabajo altamente riesgoso para los menores de edad, según los parámetros de la Organización Internacional del Trabajo.
—Este es su primer año en la zafra, ahorita. Su primer año de carrera. Está jalando, está aprendiendo —dice Manuel, ya en el cultivo, quien usa una gorra para protegerse del sol, y señala a Carlitos cuando empuña el machete con el que, al final del día, habrá cosechado cuatro toneladas de caña.
Manuel tiene facciones finas con pómulos salidos, bigote poco espeso y una barbilla cuadrada. El cuerpo alto, sencillo y delgado, que el sol del campo ha lastimado y bronceado durante décadas. Carlitos no ha de pasar de 1.20 metros. Tiene barriga de niño, apenas abultada, pestañas tupidas y cabello lacio, largo, que le cubre la frente. Viste mezclilla, una gorra roja y unas chanclas negras que se le salen con frecuencia.
—¿Y Carlitos ya no va a la escuela, entonces?
—Este morro ya no quiso estudiar. Estaba en primaria. “No quiero, no quiero”, que me da flojera, que no sé qué. “¿Por qué?”, le digo. “Pues si no quiere estudiar, vamos a entrarle al fierro ya”. “Ya estoy dispuesto pa agarrar machete”, dice. “Ah, bueno, vamos, pues”.
El padre dice que trae a Carlitos a trabajar porque no puede dejarlo solo en Chiapas, porque es padre de doce hijos, porque un salario no alcanzaría para todos, porque es mejor que trabaje honradamente a que robe y porque —lo repetirá durante el día— “tiene que aprender el oficio” desde pequeño. Quizá a los quince tenga la suficiente pericia para cortar mucha más caña y ganar más dinero, dirá.
A diferencia de Manuel, que embiste con el cuerpo cada mata de caña de dos metros de altura y abraza las varas con el brazo izquierdo para juntarlas y cortarlas de un machetazo, el niño procede de a poco. Toma una vara, la corta, la gira para segar las hojas y la tira al suelo, donde yacen otras apiladas, y va de nuevo.
José Zacarías, el supervisor, explica que el de Carlitos se considera un mal trabajo.
—Mira, no está cortando desde la mera base, es ahí donde se concentra la fructosa. Eso es pérdida para el productor. También está mal acomodada, se tienen que acomodar por “puños”, por montoncitos, como los de allá. Los puños se fijan con unas estacas para que, al final, la máquina las pueda recoger más fácil. En esta hay mucha basura. Al final se lo van a descontar —dice sobre las hojas y varas que aún no están maduras, que Carlitos no ha separado, por lo que le impondrán un castigo, un descuento en el pago semanal, que es de sesenta pesos (apenas 3.2 dólares) por tonelada de caña cortada.
A las 9:30 horas hay un primer descanso, muy breve, solo para que Manuel fume mariguana y Carlitos afile el machete con una lima.
—¿Cómo vas, Carlitos? —pregunto mientras el padre arranca un pedazo de hoja de cuaderno, mete los dedos en la bolsa del pantalón para sacar un pequeño bulto en el que guarda la hierba. Espolvorea, lía, prende. Aspira. Y suelta el humo por la boca suavemente. La mariguana hace lo suyo. La tensión en el cuerpo desaparece y el hambre se aplaca.
—Bien —responde a secas.
Es la primera palabra que le oigo decir a Carlitos.
En las dos horas y media que llevan trabajando, Manuel ha entablado pláticas con otros compañeros de alrededor, pero Carlitos se ha mantenido en silencio, metido en su papel de trabajador. El niño más cercano con el que pudiera platicar, o siquiera intercambiar miradas, es Isaías, de diez años, también de Chiapas, también tseltal, pero le queda a unos cincuenta metros de distancia. Ninguno de los dos se da el lujo de la distracción. Carlitos no platica, no interactúa, solo corta caña y afila su machete.
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Es difícil conocer las cifras de cuántos niños, niñas y adolescentes se encuentran en la zona cañera y cuántos de ellos trabajan. Hasta ahora no hay datos oficiales fidedignos al respecto. Pero sí podemos saber cuántos de ellos, de entre cinco y doce años, migraron a esta región de Quintana Roo y se encuentran estudiando. El Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe), el organismo federal que brinda servicios de educación comunitaria en localidades de alta marginación, reporta que, para el ciclo 2022–2023, en las ocho escuelas que mantiene en la zona se cuentan 207 estudiantes de preescolar y primaria: niñas y niños que dejaron a sus compañeritos de clase en sus territorios de origen para llegar aquí con un maestro nuevo y tomar clases en un idioma que no es el suyo, en una escuela, en un patio de juegos, en una comunidad que no conocen y donde sus papás se ausentan la mayor parte del día porque se encuentran trabajando en el campo.
En entrevista para Gatopardo, Norma Gabriela Salazar Rivera, secretaria ejecutiva del Sistema de Protección Integral de Niñas, Niños y Adolescentes (Sipinna), en Quintana Roo, dice que es lógico que, bajo estas circunstancias, los chicos no quieran seguir estudiando. Salazar Rivera, una funcionaria que lleva décadas trabajando con niños, explica que, en los últimos años, han conseguido hacer flexibles las inscripciones escolares, a fin de que los golondrinos puedan estudiar en las escuelas del Conafe los meses que dure la zafra. “Esos datos son de los que están inscritos, los que estudian, pero hay muchos más que no se matricularon porque no están estudiando y se encuentran en las galeras o están trabajando en la zafra”, dice. Misael, Miguel, Isaías, Joaquín, Luis y Ediberto, quienes trabajan en el mismo campo que Carlitos, son seis ejemplos de niños migrantes que no estudian, que se encuentran trabajando y que el Estado no considera.
La Sipinna —quizás el organismo que más ha hecho por menores de edad en la zona cañera, llevando brigadas de atención integral— cuenta con otro dato ilustrativo. Salazar Rivera ha presionado y convencido a funcionarios de otras dependencias para que, en conjunto, ofrezcan directamente en las galeras servicios de registro civil; atención médica, psicológica y victimal; aplicación de vacunas; asesoría jurídica; asistencia social; actividades lúdicas, deportivas y recreativas; pláticas sobre derechos sexuales y reproductivos, etcétera. Desde los inicios de la actual administración hasta finales de 2022, el organismo ha realizado seis brigadas en cinco comunidades. Tan solo en los pueblos de Carlos A. Madrazo, Sacxán, Sergio Butrón Casas, Allende y Palmar, la Sipinna contabilizó y atendió a 588 niñas, niños y adolescentes. “Estos datos son muy bajos en comparación con décadas atrás. Estas caravanas justo nos han permitido ir inhibiendo el trabajo infantil. Si uno llega a la comunidad, así en frío, y les dice a los papás: ‘No quiero que [los niños] vayan al corte de caña’, nos corren a machetazos. Entonces, ¿qué hacemos? Ofertamos servicios, generamos confianza y empezamos a trabajar con ellos en [...] la importancia de la educación”, dice Salazar River.
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Al mediodía, la mayoría de los cortadores toman un descanso para comer. A esta hora llegan varias mujeres en bicis y motos con los “lonches” que prepararon durante la mañana. A algunas también se les ve cargar en rebozos y sobre las espaldas a sus bebés, que procuran no dejar solos en las galeras. Su esposa faltó hoy, explica Manuel Trejo, porque fue a visitar a una de sus hijas, que vive en otra comunidad cañera, porque está enferma. Entonces, de la mochila saca un tupper con un puño de arroz y otro de frijoles.
—Comemos ligero para que no caiga pesado y seguir trabajando —dice sobre el primer bocado del día, y aprovecha enseguida para dar un par de caladas más al porro, como lo hace gran parte de los adultos y adolescentes en la zona cañera.
—¿Cómo vas, Carlitos? ¿Ya te cansaste?
—No —responde parco.
Pasa una hora y Manuel ofrece visitar su galera para conocer al resto de la familia Trejo, aprovechar para descansar, bañarse y prepararse para volver a la faena hacia las 18:00 horas, cuando el sol ya no castigue tanto.
En la galera ya los espera el resto de la familia. Las galeras de Allende están pintadas de verde con amarillo y construidas con blocks de concreto. Cada una mide no más de veinticinco metros cuadrados. En vez de ventanas tienen celosías, pensadas para la circulación del aire, pero que no cumplen su objetivo, pues los ocupantes tapan los huecos con botellas de plástico o cualquier cosa que impida que el resto de los cortadores pueda asomarse e invadir la poca privacidad que tienen. El cuarto de la familia Trejo tiene dos colchonetas y un lazo con algunas prendas. Nada más. No hay absolutamente ningún adorno, ningún objeto que anuncie que aquello es un hogar y no un simple tinglado. Tampoco hay juguetes que puedan usar los seis niños que viven ahí dentro.
Manuel explica que sus seis hijos han cortado caña desde los diez años y que las seis hijas se quedan siempre en las galeras. La industria de la caña se mantiene también gracias al trabajo de ellas, porque apoyan, crían, cuidan, curan, cocinan. Sin embargo, no reciben a cambio ninguna remuneración, y tampoco seguro social, pues es habitual que la contratación sea un acuerdo verbal y no un documento formal. Tampoco tienen guarderías disponibles. Hay, es cierto, algunas cortadoras remuneradas, pero son las menos. Y como los cuidados las anclan a las galeras, ellas no tienen opciones para trabajar y conseguir la independencia que las empodere. El trabajo doméstico y de cuidados que las mujeres realizan no se considera en la nómina de los productores, ni en los estudios de la academia, ni en la política pública de la Secretaría del Trabajo.
Para Norma Gabriela Salazar Rivera, del Sipinna, la zona cañera, con su dinámica familiar, en que los hombres salen a trabajar, son los proveedores, los que deben forjarse como tales desde pequeños, y las mujeres permanecen en el hogar, es de los lugares del Caribe mexicano donde se ve más claramente al patriarcado perpetuándose.
Carlitos, luego de comer una pequeña porción de pasta, dedica unos momentos a jugar con sus sobrinos de cuatro y cinco años en el área verde frente a las galeras. Una hora y media en la que se olvida del trabajo y, por un momento, solo es un niño. Toman dos llantas viejas de moto y una de bicicleta, a la que le salen los alambres, para ver quién consigue rodarlas más lejos, cuidando no hacerlo tan fuerte para que no lleguen hasta la carretera. Corren tras ellas y de nuevo las tiran. Carlitos se torna amable y considerado.
—No, tú toma esta —Carlitos ofrece a su sobrino la llanta en mejores condiciones.
En algún punto le da curiosidad la libreta que llevo conmigo, la abre y pasa los ojos por los apuntes. No entiende nada. No sabe leer. Tampoco escribir. Y dibujar le cuesta mucho trabajo. Le pido que se dibuje a sí mismo. Toma la pluma y hace un rectángulo con líneas ondulantes que forman el cuerpo. Sobre este, un círculo mal hecho al que le garabatea cabello, coloca dos puntos como ojos y una boca triste, con las comisuras para abajo. Las manos cortas, las piernas más largas y, por pies, dos rayitas. A sus diez años aún no ha desarrollado la motricidad fina.
—Bueno, ya me tengo que ir a bañar, tengo que regresar al trabajo.
Como en la zona cañera no hay sistema de alcantarillado, el agua se extrae mediante pozos hechos sin permiso alguno, directo de los ríos subterráneos que hay a poca profundidad en toda la península de Yucatán, donde los cañeros también depositan sus desechos fecales. Los baños aquí son pequeños cuartos con un hoyo en el piso.
No hay regaderas. Entonces, Carlitos se baña a cubetazos. Esa agua, señala en entrevista Teresa Álvarez Legorreta, investigadora de El Colegio de la Frontera Sur (Ecosur), además de partículas provenientes de desechos orgánicos humanos, está contaminada con los agroquímicos empleados para la siembra de caña, que se filtran con facilidad al subsuelo, aportando metales pesados y plaguicidas potencialmente cancerígenos, como lo ha comprobado en estudios de monitoreo de calidad del agua y de sedimentos que ella realiza desde 2015. “Hemos encontrado plaguicidas organoclorados en los sedimentos del río Hondo, algunos que ya incluso su uso está prohibido o restringido en México, como el DDT [diclorodifeniltricloroetano], aldrín, endosulfán y otros elementos químicos organoclorados”, dice Álvarez Legorreta.
Finalmente son las 18:00 horas, y Manuel y Carlitos regresan al campo.
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Martha García Ortega, investigadora de Ecosur, quien lleva décadas estudiando la zona, afirma estar en contra del trabajo infantil en los cañaverales, pero que las acciones para erradicarlo tienen que ir en paralelo a los esfuerzos por cambiar los problemas sociales estructurales que lo sostienen, tales como la pobreza o la marginación. “No solo se trata de sacar a los niños del campo, sino de evaluar las condiciones que propician el trabajo infantil y trabajar en ello, de manera que esas condiciones se cambien a nivel estructural. OK, los sacamos, pero, si lo hacemos, no tendrán las condiciones para que puedan estudiar, por ejemplo”, dice. Por otro lado, asegura que se tiene que tratar el problema en su integralidad. Habla de una corresponsabilidad, en que al Estado le toca garantizar el cumplimiento de los derechos de los niños, niñas y adolescentes, como el de la educación; los productores de caña deberían mejorar las condiciones laborales para los cortadores, así como los instrumentos y tecnologías que se usan durante la zafra —ambos deberían dignificar las galeras—; por su parte, los jornaleros deberían ser más responsables en el cumplimento del trabajo y respetar los acuerdos con cabos y productores.
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—Mañana [domingo] pagan más. Los domingos pagan a 72 pesos [3.9 dólares] la tonelada. Entonces vamos a regresar porque nos dijeron que van a quemar el campo de al lado, así podemos seguir cortando toda la noche para ganar más dinero —dice Manuel Trejo, luego de haber descansado por unas horas, mientras deja la galera y se encamina de nuevo, junto con Carlitos, al trabajo.
Antes de cosechar se toman muestras para verificar que las cañas estén maduras, y el ingenio decide cuáles están listas. Cuando el resultado arroja que la vara dulce está en el punto óptimo, se procede a realizar quemas controladas, que duran menos de una hora, a fin de eliminar las hojas de los tallos, dejar el cuerpo de la caña desnudo y facilitar el corte: se aumenta la productividad y se disminuye el volumen de residuos.
—Después de la quema, ¿cuánto tiempo debe pasar para cortar? —pregunto.
—¡Uy, es rápido! A los diez minutos ya puedes meter machete. Solo queman las hojas. La vara, como está adentro, llena de agua, queda fresca —dice Manuel, ya de vuelta en el cañaveral.
Eso explica por qué los cortadores terminan completamente impregnados de un hollín difícil de limpiar. Carlitos, que se bañó hace apenas unos minutos, tiene aún los tobillos, las manos, los brazos, la cara y hasta los dientes manchados de hollín.
Además de generar gases de efecto invernadero, estas quemas generan hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAP) que se introducen en el cuerpo de los cortadores, según reveló Citlali Carrillo García en su tesis de maestría en Ciencias en Recursos Naturales y Desarrollo Rural, en Ecosur. La investigadora tomó, en febrero de 2020, un total de 41 muestras de sangre de habitantes de la comunidad Álvaro Obregón —la mayor productora de caña—, de cortadores de entre trece y 76 años. Todos refirieron trabajar más de ocho horas diarias, la mitad de ellos dijeron haberse dedicado a esto desde pequeños y 26% aseguraron padecer tos, dolor de cabeza, visión borrosa, comezón, mareos, irritación en ojos, fiebre y expulsión de fluidos mocosos negros durante las temporadas de la zafra. Los resultados de laboratorio arrojaron que todas las muestras de sangre analizadas contenían hidrocarburos. Carrillo García confirmó, por primera vez, que la actividad cañera provoca intoxicación en el cuerpo de los golondrinos: los HAP pueden afectar sus mecanismos de defensa e, incluso, ocasionar daños a nivel celular y genético.
Aunque la quema del campo estaba planeada a las 18:00 horas, José Zacarías, el supervisor, y los demás responsables llegaron hasta las 20:30 y las llamas se apagaron cincuenta minutos después. Desde que regresaron al campo y hasta que el fuego se sofocó, Carlitos no dejó de cortar caña. No paró ni porque oscureció y era imposible ver, al menos para mí, siquiera lo que había enfrente, aunque lo hacía cada vez más despacio.
—Yo creo que ya nos vamos. Mejor mañana venimos tempranito, desde las cinco, para seguir dándole —decide su padre.
—¿Cómo vas, Carlitos? —pregunto.
—Mal.
—¿Estás cansado?
—Sí. Me duele aquí, donde tiro machete, y aquí —señala el antebrazo y el hombro.
De regreso a la galera, hago la última pregunta:
—Oye, Carlitos, y si apareciera un mago y te concediera tres deseos, ¿qué le pedirías?
—Una pelota… y un pastel.
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El ingenio San Rafael de Pucté, ubicado en la comunidad de Álvaro Obregón y construido en 1979, procesa toda la cosecha de la zona cañera. Fue en 1988 cuando se privatizó y pasó a manos del grupo Beta San Miguel, empresa que controla toda la producción de azúcar en Quintana Roo. Al interior del ingenio, la vara dulce se tritura, se percola, y el jugo se cristaliza para luego convertirse en azúcar. Para llegar se necesita tomar la carretera Ucum-La Unión, que comunica a las comunidades cañeras y va en paralelo al río Hondo, frontera natural entre México y Belice. Se pasa primero por Juan Sarabia, Sacxán, Palmar, Ramonal, Allende, Sabidos y, tras 57 kilómetros, se llega a Álvaro Obregón, población flanqueada por cañaverales, rodeados a su vez por la selva maya. La desviación que conduce al centro está llena de baches provocados por los cientos de camiones que pasan diario con toneladas de caña. Las instalaciones, que se encuentran al fondo, están amuralladas, solo se alcanza a ver desde lejos una gran bóveda y, a un costado, las bandas mecánicas que transportan hasta el interior la caña descargada por los camiones. Este ingenio ha reconfigurado todo su entorno y lo ha revestido de una atmósfera fabril. Ahí está la fumarola de humo negro que expulsa la fábrica todo el día y, durante los meses de la zafra, un manto gris cubre y contamina todo el ambiente. Ahí están los más de cuatrocientos trabajadores que operan las veinticuatro horas, repartidos en tres turnos. Ahí los pequeños y precarios cuartos adonde llegan a dormir. Ahí los prostíbulos de los trasnochados. Ahí también la drogadicción y el alcoholismo para soportar la vida obrera.
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Es 13 de marzo. Un día como hoy, pero de 2020, se anunció el primer caso de covid-19 en Quintana Roo.
Han pasado tres años y, aunque el virus dejó de cobrar tantas muertes, Víctor Muñoz González aún toma sus precauciones y trae puesto un cubrebocas negro. Víctor, que lleva una gorra azul que hace juego con la playera y el pantalón, es un joven de veinticuatro años; trabaja como obrero en el ingenio San Rafael de Pucté y es adicto a las drogas y al alcohol.
La entrevista con Víctor sucede al término de su jornada laboral en las inmediaciones de la fábrica. Su infancia, cuenta, fue problemática. Su padre era obrero y nunca estaba en casa, y cuando estaba, lo veía irritado. Su madre lo aporreaba cada que le pedía ayuda para la tarea. A los once años probó la mariguana, a los trece, la piedra, a los diecisiete se empleó como cortador de caña. Entonces, recuerda, tuvo que incrementar el consumo de mariguana para paliar el dolor muscular, el de la espalda y los brazos, así como las punzadas en las manos por las ampollas que provocaba el manejo del machete.
Mira, este, en todos lados hay drogas, pero en el pueblo, en este lugar donde estamos, hay más. Aquí no hay autoridad para el control. Tú vas ahorita, ahorita, echas un fonazo y de volada: “¿Sabes qué? Quiero doscientos pesos de cristal, quiero trescientos”. Vienen y te lo dan. Aquí en el pueblo, como son lugares de cortadores de caña, si tú vas al cañal, hay droga… Yo probé la mariguana a los once años. En la secundaria tenía un amigo que era cortador de caña. Se llamaba Luis. Yo lo vi fumando en las escaleras. Y agarra y me dice: “Vente”, dice, “vamos a fumar esto”. Y ese vato me lo mostró. Yo vi cómo lo prendió y todo. ¡Asumecha! Me dice: “Toma, pégale un jalón”. Pero yo le hacía así: “sss”, y lo soltaba, ¿no? “Nooo”, me dice, “¡estás bien menso!”, me dice, “así no se fuma”. Y agarró y me enseñó cómo hacerlo. Y no me lo vas a creer, pero me sentía en las nubes. Iba volando, en un estado de relajación total que yo, en mis pasos, sentía como si estuviera flotando. Iba en la calle sonriente, veía todo diferente, pues… De ahí me empecé a juntar con los vatos ahí del domo [deportivo], los drogadictos. Me invitaron un famoso blunt, que es como hoja de tabaco, más grueso. “No”, dicen, “hoy te vas a echar tu primer blunt como iniciación”. Nos subimos a las escaleras de las gradas. Vi cómo lo prepararon. Sacaron acá un cigarrón café, como los puros. Lo llenaron de mota, y órale. Te juro que yo me bajé de esas escaleras gateando. Andaba bien alucinado… Probé el perico, no me gustó; probé el cristal, no me gustó, pero probé la piedra y, ¡asu!, no mames. El problema con los drogadictos de la piedra es que no se pueden controlar. Una vez que pruebas es hasta acabarte todo el dinero… Nosotros, como trabajadores de la industria de la caña, como obreros, la verdad se gana muy bien. Llegué a un punto donde me gasté más de tres mil pesos en una noche en pura piedra, puuura piedra… ¿Qué pasa con los drogadictos? Que al otro día amanecemos sin nada. Sale uno a la calle, ve a la gente con unas Sabritas, con un refresco, una cerveza, y uno ya no tiene nada en la bolsa. Cuando uno llega a drogarse, yo llegué al punto de robar, de hacerle un hueco a las casas para meterme a drogar. A mi mamá nunca le robé, bueno, sí, dinero, ¿veá? Y, este, en la casa ya me trataban como ratero. Para ellos era un ratero. Yo llegué a tal grado de gastarme tres mil, cuatro mil, cinco mil pesos en la piedra. Llegué a estar flaco, seco.
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A finales del siglo XX, la frontera sur de México, la zona del río Hondo, se convirtió en un punto clave para el tráfico de mercancía ilícita. Aquí han entrado cantidades inconmensurables de droga, armamento y personas víctimas de trata cuyo destino es Estados Unidos y que provienen de Centro y Sudamérica, en ocasiones trasladadas mediante aeronaves que aterrizan en la zona cañera. A partir de la década de 2010, según una fuente del Gobierno federal con experiencia en seguridad nacional, que pidió no ser citada, esta zona dejó de ser de trasiego para convertirse en un lugar de consumo de drogas. Hasta 2022, de acuerdo con reportes del Centro Regional de Fusión de Inteligencia del Sureste, el órgano de inteligencia que la Secretaría de la Defensa Nacional tiene en la zona, a los que tuvo acceso Gatopardo, el Cártel del Pacífico, el de Jalisco Nueva Generación y Los Pelones operaban en la ribera del río, con actividades como el trasiego de drogas y mercancías, el tráfico de migrantes, así como el narcomenudeo. La fuente antes mencionada asegura que, aunque el Gobierno federal tiene conocimiento de lo que ahí ocurre, no tiene ningún plan para emprender cambios.
A decir de Salvador Aceves Fajardo, director del Centro de Integración Juvenil de Chetumal, que atiende a personas usuarias de drogas, la expansión de la metanfetamina en el sur del Caribe mexicano empezó en 2019 y repuntó durante la pandemia. Se ha colocado como la sustancia adictiva más consumida, junto con la cocaína y la piedra, aunque por debajo del alcohol. La metanfetamina, apunta, la consumen niños y adolescentes empleados en el ingenio San Rafael de Pucté y en la zafra. “Muchas de las personas que utilizan el cristal, la metanfetamina, la consumen para jornadas laborales muy extenuantes, de trabajo físico, porque les genera una sensación de energía y euforia y de una necesidad menor de consumir alimentos o [tomar un] descanso. Entonces, muchos la utilizan como una sustancia para durar más tiempo en el trabajo, sobre todo cuando son jornales, que les pagan a destajo, por producción, pues usan ese consumo para tratar de rendir más y no descansar, no comer, aunque es adictiva, muy adictiva. Lo que sí es que es más barata. Varía, pero una dosis está entre cincuenta o setenta pesos [2.7 o 3.8 dólares]”, dice Aceves Fajardo. Una dosis de metanfetamina puede durar unas seis horas, aunque el efecto disminuye conforme el consumo es más frecuente. Genera delirios de persecución, ataques de pánico, irritabilidad, cambios de ánimo y, físicamente, un deterioro importante.
En niños, niñas y adolescentes, estas sustancias son más riesgosas, dice Aceves Fajardo, porque su maduración neuronal no ha terminado y, por tanto, son más propensos a desarrollar una mayor tolerancia; es decir, a habituarse mejor y generar una adicción fisiológica y física más rápida que los adultos. El consumo de drogas en la zona cañera, ya sea depresoras, estimulantes, alucinógenas o sedantes, es síntoma de los malestares sociales que padecen los cañeros, repara el director. “Al estar lejos de sus pueblos, estar en condiciones muy desfavorables de vivienda, con hacinamiento, considerando que el tipo de jornal es muy duro físicamente, ellos encuentran en el consumo un cierto escape de la realidad. Las personas no consumen drogas por cómo saben, por su color o su olor, sino por su efecto. ¿Cómo aguantan emocionalmente, físicamente o psicológicamente su realidad, su soledad y marginación, todo lo que ven y viven, si no es con las drogas?”, dice.
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Rutilia Lorenzo, residente de José Narciso Rovirosa, otra de las comunidades cañeras, vende frijol, maíz, limón, hortalizas y chile que siembra en la parcela pequeña que posee; renta sillas, mesas, bocinas y un trampolín para fiestas; ofrece chicharrones preparados y flanes los miércoles; cobra veinticinco pesos por reproducir cualquier anuncio en un megáfono que instaló en la azotea de su casa; hace apicultura para comercializar miel y también vende las gallinas que cría y las flores que cultiva en su vivero. Todo con el único objetivo de cubrir los gastos necesarios para que Jonathan, su hijo de nueve años, cruce cada día el río Hondo y curse la primaria en Belice. Para que tenga los estudios que lo conduzcan a un futuro profesional lo más alejado posible de la zafra.
—¿Y por qué lo llevas hasta Belice?
—Me gusta el sistema de educación de allá. Es un poco más estricto en materia de aprendizaje. Por ejemplo, supongamos que no sabe nada de matemáticas el niño. Los maestros van enseñándoles hasta que aprendan. Son muy dedicados con ellos. Y también porque enseñan inglés.
En esta comunidad, a 79 kilómetros de Chetumal, pero a cinco minutos del distrito beliceño Orange Walk, es común que niñas y niños crucen irregularmente la frontera para estudiar en la primaria Santa Cruz, según madres, padres y profesores consultados, como consecuencia del deficiente sistema de educación pública, así como del abandono de las instalaciones escolares y la planta docente de su comunidad.
Rutilia, de 39 años, es hija de un jornalero que migraba de manera constante para cortar caña, en Veracruz, en Jalisco, en Campeche, donde lo requirieran. En 1995 llegaron a José Narciso Rovirosa, adonde se mudaron de manera definitiva. Ella tenía once años y le tocó cortar caña y vivir durante años en galeras, algo que de ninguna manera, insiste, desea para Jonathan ni para sus otros dos hijos, de dos y tres años.
—Una señora de San Francisco Botes [comunidad aledaña] me decía que allá [en Belice] estaba mejor la educación, que llevara a mi hijo. Me decidí y lo mandé para Santa Cruz. Sí cuesta, porque a la semana le pagamos doscientos pesos el pasaje que le pagamos al fayuquero, el que cruza el río. Además, le doy un dólar diario para su lunch, su taco de harina, que vienen siendo nueve pesos de aquí. A la una de la tarde ya le están llevando su comida. Yo le pago a una señora de confianza de allá para que me le dé de comer. Con ella me gasto 36 dólares beliceños a la semana. Nos cobran cincuenta al año la escuela, de cooperación, y un dólar a la semana para que vaya sin uniforme, con ropa normal. Son como 2 400 pesos al mes, que es algo bastante pesadito para nosotros.
A Jonathan, un niño con ojos achinados y el cabello corto y necio de peinar, le gusta la escuela. Se le nota emocionado cada que habla de ella. Apenas escucha a su madre hablar de él, corre a su cuarto para sacar un cuaderno y su boleta de calificaciones. Reconoce que le cuesta trabajo el inglés, pero presume ser el mejor promedio del salón.
—La que más me gusta es esta: expressive arts. Me ponen a pintar. Mira, el maestro me puso palomita en todo esto. Lee con un inglés aún deficiente y explica las notas:
—“Adapted well to learning”, que es “poner atención”. Me puso paloma. “Completed assigned tasks thoroughly”, que “terminas tus exámenes a tiempo”. “Communicated and sought assistance”… ¡Ese nunca me acuerdo para qué es!
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Para ir a la escuela este lunes de marzo, Jonathan despertó poco antes de las 6:00 horas. Su casa se encuentra sobre una pequeña loma rodeada de vegetación. La calle es de terracería. El cielo se pinta de un azul cobalto que la bruma atenúa. Los únicos ruidos alrededor son los de las gallinas, los pollitos y los perros. Jonathan toma su bicicleta Mercurio roja y se lanza a toda velocidad por la cuesta con dirección a la tienda, donde compra las tortillas con las que alimenta a sus mascotas. A los pocos metros, unos perros le cierran el paso con ladridos. El niño frena y lanza una piedra invisible para ahuyentarlos, pero estos no caen en el viejo truco. Se va en retirada y prueba mejor por otra calle.
—Me da medio kilo de tortillas, por favor —dice, y estira la mano con monedas.
—Pero esto que te dieron es para un kilo.
—Ah, pues un kilo, entonces.
Al regreso, Jonathan alimenta a los perros, patos y gallinas que tiene en el traspatio y le da granos de maíz a su cotorra, algo que le hace recordar a Flor, una ardilla que, dice, era su amiga; vivía en uno de los árboles de la casa, pero murió hace no mucho.
—Ay, extraño a Florecita —dice.
Son casi las 7:00. Jonathan ya se ha puesto la playera polo celeste, el pantalón azul marino y los zapatos de su uniforme escolar. Se sienta a la mesa y come asado de pollo con arroz blanco recién hecho. Luego va por su mochila, donde lleva tres cuadernos y cuatro libros, se amarra a la cintura su cangurera, llena de colores, dos lápices y tres sacapuntas, que tiene un cierre pequeño en el que el niño guarda unos dulces.
Media hora después, Rutilia saca la moto, sube a Jonathan, a su prima y una amiga que ya los esperaba fuera para llevarlos, apretados pero bien agarrados, a la escuela. Llegan a la carretera, la cruzan, se adentran al pueblo de San Francisco Botes y, en trescientos metros, alcanzan el río, donde hay un pequeño embarcadero que resulta ser uno de los puntos de contrabando más transitados de la frontera, que atraviesan lo mismo niños estudiantes que armas y drogas. De hecho, Rutilia suele aprovechar el cruce que hacen sus hijos para pasar limones de su huerta, sin permiso de exportación, para venderlos del otro lado. El trayecto dura no más de cinco minutos. Los cuatro desembarcan, caminan 150 metros y llegan a la primaria Santa Cruz, una escuela bonita, bien conservada, con pasto verde y salones pintorescos y adornados.
—Good morning, teacher —dice cada niño al llegar.
—Good morning, baby —le responde a cada uno Yolanda Novelo, la directora, que los abraza conforme van llegando.
Novelo no sabe con certeza si esta es mejor que la primaria Lázaro Cárdenas del Río, que está en Rovirosa, del otro lado del río. Lo que sí sabe es que aquí los niños mexicanos aprenderán inglés y que los ocho profesores que imparten clases tienen estudios profesionales en Pedagogía. Aunque no todo es armonía, al estar tan cerca de un punto de contrabando, los niños y maestros están en riesgo. Novelo recuerda que en 2020 se registró el último incidente de seguridad, cuando la policía beliceña le disparó a un presunto contrabandista a escasos metros de la escuela. Sin embargo, asegura, esos casos son muy poco frecuentes. El área de Comunicación Social de la Secretaría de Educación de Quintana Roo informó que, cuando los niños y niñas decidan retomar sus estudios en México, tendrán que revalidarlos, lo que es “un trámite sencillo”.
Rutilia sueña con que Jonathan termine la primaria en Belice, aprenda inglés y así pueda emplearse en algún momento en el sector del turismo, quizá en Mahahual o, incluso, Cancún, donde sea, pero lejos de la zafra.
Esta historia se produjo con el apoyo de la Fundación Ford
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Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
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