Entrevisté a Margo Glantz en tres ocasiones en la sala de su casa. La primera fue en mayo, esa vez le propuse que hiciéramos la entrevista en tres partes, tal vez espaciadas mensualmente porque tiene una agenda llena. A sus 87 años, la pasa de viaje alrededor del mundo en festivales literarios y congresos universitarios. Esa tarde también me enteré de que pronto tenía una cita con el cardiólogo. El día de su cita le envié un mensaje por WhatsApp para saber cómo le había ido: “Bien. Gracias. A lo mejor puedes venir antes y continuar la aventura si todavía te sirve.” Fui la siguiente semana a su casa en una tarde lluviosa en la que hablamos largo rato. Cuando nos despedimos dijo que haría una fiesta de resurrección si todo salía bien. Estaba nerviosa por la cirugía que le esperaba unos días después.
Margo Glantz estudió en la UNAM y se doctoró en Letras Hispánicas por La Sorbonne. Tiene un Doctorado Honoris Causa por la UNAM (2011), una medalla por los 55 años de labor docente en la Facultad de Filosofía y Letras, además de haber impartido clases en Yale, Princeton, Harvard, entre otras universidades. Es miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1995, recibió el premio Sor Juana Inés de la Cruz en 2004, FIL de Literatura en Lenguas Romances en 2010; recientemente le otorgaron el Premio Alfonso Reyes, entregado por primera vez a una mujer, y en noviembre recibirá un Honoris Causa por la Universidad de Alicante. Ha publicado desde 1978 ensayo, crítica y narrativa. Su más reciente novela es Por breve herida (Sexto Piso, 2016) y está en proceso de terminar la siguiente. Es una figura clave en la academia y la literatura, y ha conocido de cerca a varios de los personajes del siglo XX que muchos hemos descubierto en libros.
Tiene una voz firme, segura, pausada, los labios pintados de rojo y una memoria prodigiosa. La segunda ocasión que la entrevisté, cuando habló de El espectador, una revista fundada en 1959 en el restaurante que tenían sus padres en la Zona Rosa, recordó sin esfuerzos los títulos y autores que más le interesaron en cada índice de los seis números que duró la publicación. Muchos de esos y otros detalles, por razones de espacio, quedaron al margen de esta entrevista que ocurrió en su sala, también llena de detalles que cuentan su historia desde otra perspectiva, como su colección de zapatos miniatura.
Es generosa y tiene una inteligencia tan aguda como su sentido del humor. Alguna vez alguien le preguntó si tal persona era más joven que ella: “Qué pregunta, a mi edad, todos son más jóvenes que yo”. Creo que eso podría resumir cómo lleva su edad con gracia. Tiene dos hijas, Alina, dedicada a la fotografía, y Renata, restauradora de arte. También es abuela de cuatro nietos y muy activa en redes sociales, especialmente en Twitter.
Al poco tiempo de su operación de corazón supe por un amigo que había salido con bien. La siguiente vez que la vi fue en el concierto de Patti Smith, en el Café La Habana, una noche increíble organizada por la galería Kurimanzutto. Cuando me acerqué a preguntarle cómo estaba, teniendo en mente que no hacía mucho había salido de la operación, me dijo: “Canta muy bien Patti Smith, ¿no te parece? Mis hijas se van a morir de la envidia cuando les cuente que vine.”
La tercera vez que nos vimos para que el equipo le tomara fotografías y cerrar esta entrevista, me contó que después del concierto y antes de los dos terremotos de septiembre se habían metido a robar a su casa. Cuando posaba para la portada recordó algunos nombres que se le habían escapado en la primera parte de la entrevista en mayo, muchos de ellos amigos de su juventud. Más tarde escribió en Twitter: “Ya me siento como Juan Preciado, la mayoría de mis grandes amigos están enterrados.”
¿Podrías contar algo sobre tu infancia?
Mi infancia está muy borrada, estoy ausente de ese tiempo. Era una niña muy introvertida, casi autista. Mis padres no tuvieron estabilidad económica, eso nos hizo recorrer la ciudad de un lado a otro y no tuvimos un domicilio fijo. La recámara y ciertos juguetes que asocias con tu infancia, eso no lo tengo, sin embargo, hay ciertas cosas que recuerdo. Tengo un recuerdo postizo por unas fotografías en Chapultepec: a mi hermana y a mí nos vestían con unos abriguitos de casimir azul marino, como uniformes de marinero, y nos llevaban al látigo, ese juego mecánico. Mi padre una vez me subió a un burro que me tiró; nunca más me he podido subir a un burro ni a un caballo. Muchos años después en Haití había que cruzar un trayecto en mula, yo no me atreví por ese miedo de infancia. Me acuerdo que cuando niñas íbamos al cine. Vimos Frankenstein, Drácula con Bela Lugosi, y King Kong. Mi hermana mayor me asustaba, me decía que ella era Drácula.
¿Tienes algún otro recuerdo postizo?
Me acuerdo que tenía un traje y un prendedor que tenía la letra M, por un retrato de cuando tenía seis años, pero no me acuerdo realmente de tener ese traje ni ese prendedor, me acuerdo de la fotografía. Y me acuerdo de cómo corrían las ratas o ratones en una casa que tenía plafones en el techo. Ahora tampoco sé si es un recuerdo falso.
¿Cómo ha sido tu recorrido en la docencia y la escritura en un mundo predominantemente masculino?
Ha sido un camino difícil. De joven tenía mucha dificultad para relacionarme con los hombres y crecí en un mundo muy masculino. Por ejemplo, en la preparatoria en San Ildefonso era muy raro que hubiera profesoras. Muchos eran hombres, en Letras Españolas estaba Julio Torri, Jiménez Rueda y Alfonso Reyes.
Había pocas mujeres que escribían en esa época. A Nellie Campobello nunca la estudiábamos en clase, la primera vez que apareció fue en una antología de Berta Gamboa. Es decir, de toda la gran Novela de la Revolución no se enseñaban autoras, Nellie Campobello aparecía de casualidad, y es una de las escritoras más importantes no sólo de la Revolución, sino del mundo. Es extraordinaria.
Escritoras contemporáneas, Rosario Castellanos que fue muy amiga, Dolores Castro, Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila. Éramos mujeres, sí, y teníamos poca entrada a las letras, que era un mundo más bien masculino. Yo empecé a escribir muy tarde, para entonces ya publicaba Josefina Vicens.
¿Podrías contar poco más sobre tu relación con Josefina Vicens, Rosario Castellanos y Amparo Dávila?
A Josefina la conocí poco, era una mujer muy austera y hombruna, con una voz fuerte. La recuerdo vestida con falda larga y blusa. Conocí a Rosario cuando éramos estudiantes de la Facultad, era muy amiga de Sabines y de Dolores Castro. Cuando regresé de Francia y empecé a dar clases en la Facultad, Rosario y yo éramos como profesoras rivales, no porque ella y yo fuéramos rivales, sino porque los alumnos así nos dividían. En ese entonces también estaba Luisa Josefina Hernández, y los alumnos se dividían entre nuestras clases. Rosario estuvo además vinculada con difusión cultural de la UNAM y yo fundé una revista que se llamaba Punto de partida en 1966, entonces la veía mucho, cenábamos en nuestras casas, hablábamos mucho. Cuando se divorció de Ricardo fui su paño de lágrimas, teníamos una relación muy cercana. Aunque ya la conocía, su libro Balún Canán me impresionó mucho. A Amparo Dávila la veía mucho porque iba seguido al restaurante de mis padres en la Zona Rosa, que se llamaba Carmel; estaba en la calle Génova, servían comida tipo kosher. Ese lugar era un punto de reunión, ahí se fundó una revista que se llamaba El espectador. Me acuerdo que Carlos Fuentes vivía a unas cuadras de allí.
En esa época había un grupo muy unido que tenía una relación fundamental con la universidad: Juan García Ponce, Jorge Ibargüengoitia, Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Juan Vicente Melo, Juan Guerrero, Julieta Campos, Alberto Dallal, Juan José Arreola, que fue muy amigo mío, Juan José Gurrola, Beatriz Sheridan, Héctor Azar. Nos veíamos todos. A Juan Rulfo también lo conocí, no éramos amigos, pero nos veíamos en cafés. En esa época había mucha vida de cafés en México. Cuando yo estaba en París, Octavio Paz hizo “Poesía en voz alta” con muchos actores de esa época, pero con él nunca me llevé.
¿En 1968 estabas en la UNAM?
Sí, fui a todas las manifestaciones, pero el 2 de octubre no me tocó porque estaba coqueteando con unos brasileños en un bar, no estaba en Tlatelolco.
Mencionaste que Alfonso Reyes fue tu profesor.
Tomé cursos con él en la UNAM, también lo vi en el Colegio de México, pero no creo que él se haya fijado en mí porque era muy tímida. Él era una de las figuras más importantes en México.
¿Quién fue la primera persona a la que le mostraste tus textos?
A Agustín Yáñez. Fue profesor mío en la preparatoria, él nos daba una clase de teoría literaria, a él le enseñé mis primeros textos. Me dijo que le parecía que podían llegar a ser interesantes, pero que eran muy fragmentarios y necesitaban engarce.
¿Cómo son tus hábitos de trabajo?
Soy desordenada, pero al mismo tiempo soy disciplinada. Por lo general trato de trabajar de diez de la mañana a tres de la tarde todos los días, aunque con interrupciones porque es una lata ser ama de casa. Escribo directamente en la computadora desde el año 88, antes escribía en máquina de escribir. Desde mis trabajos de la preparatoria escribía a máquina. Hay mucha gente que añora las máquinas de escribir, yo la odiaba, era infernal, era casi imposible tener textos limpios a menos de que fueras mecanógrafa. Había que usar unas cintas que siempre se descomponían, y luego tenías que borrar con unos papelitos que metías entre la tecla y tu texto, es decir, tenías que teclear para borrar y te tardabas horrores. A pesar de eso, escribí muchos años a máquina. También tengo diarios a mano en los que escribo, sobre todo cuando viajo. Tengo muchos, pero me cuesta trabajo regresar a ellos porque tengo muy mala letra y la he ido empeorando con el tiempo. Cada vez me entiendo menos. Ésta es mi historia en la parte mecánica de la escritura.
Lo que sí he hecho siempre es trabajar al filo de la navaja; cuando ya tienes que entregar, las ideas se vuelven más nítidas, a pesar de que a veces no duermo varios días para terminar un trabajo. Hubo una época en la que escribía hasta veinte páginas por día, ahora ya no. Leo mucho en las tardes y se me van ocurriendo cosas que por lo general no apunto. Ahora pienso acabar un libro antes de que me operen porque me entró una superstición y quiero dejarlo listo. Es una operación riesgosa y quiero dejar en orden todos mis asuntos y dejar un libro terminado.
¿Cómo es la relación con el libro que escribes actualmente?
Estoy pensando todo el tiempo en eso y me interrumpen muchas cosas en la vida cotidiana que quisiera yo detener, una cantidad de cosas prácticas que me empiezan a molestar, que si faltan jitomates, que si esto y lo otro. Este libro que estoy por terminar es corto porque es un libro interminable que podría escribir toda la vida. El sentido del libro ya está dado, pero hay que meterle mano todavía. Lo he estado leyendo con Mario [Bellatin] y estamos trabajando juntos porque hay cosas que no son lógicas, cosas que repito o momentos en los que no hay continuidad.
Las mismas obsesiones te persiguen toda la vida. Yo he buscado cambiar la estructura en cada uno de mis libros, aunque tienen en conjunto una identidad. Creo que esa identidad en mi caso tiene que ver con el fragmento, siempre he escrito fragmentariamente, luego vuelvo para darles una estructura que muchas veces es casi inconsciente. Creo que en la escritura hay un trabajo inconsciente y otro consciente. A medida que vas trabajando el libro, vas también trabajando el libro dentro de ti. Y aunque duermas, aunque viajes, aunque comas, aunque hagas lo que hagas, el libro está germinando. Y cuando decides que ese libro ya funcionó, de veras ya funcionó. Últimamente he tenido problemas con los títulos, eso sí.
¿Cómo eliges los títulos?
Generalmente tengo el título antes de escribir el libro, pero últimamente no me ha pasado así. Las genealogías (1981) empezó como muchos de mis libros, en el periódico, fragmentariamente, por entregas. No pensaba que iba a ser un libro, pensaba que eran entregas al periódico, y de repente resultó que era un libro en el que la vida de mis padres y mi propia vida tenían un sentido. Después de muchas entregas alguien pensó que eso funcionaba como libro, entonces lo organicé. Luego me fui a la Unión Soviética porque yo tenía familia allá, quería conocerlos y quería conocer un poco de Ucrania, el país del que habían venido mis padres, que entonces era la Unión Soviética, y dejé el libro ya en la imprenta para completarlo al regreso. Las últimas entregas al periódico las publiqué ya sabiendo que eran parte de un libro.
Me gustaba muchísimo Mitologías, de [Roland] Barthes, y por eso le puse a mi columna ese mismo título. El primer libro de ficción que publiqué fue Las mil y una calorías: novela dietética (1978) y ya tenía el título antes de empezar. El rastro (2002) me costó un poco de trabajo, pero a la mitad del libro vi una película muda en Francia que era sobre un matadero en París y me pareció interesante que en México la palabra rastro era polisémica. Yo también me acuerdo (2014) salió del homenaje a Georges Perec y a Joe Brainard; trabajé el mismo sistema, los fragmentos breves que comienzan con una anáfora “yo me acuerdo que tal cosa”. Por breve herida (2016) me costó mucho trabajo porque era un libro sobre el dentista y no quería que fuese obvio, que se llamara “fauces abiertas” o “abra grande la boquita”, como me decía un dentista. A la mera hora encontré un verso de una tragedia de Calderón, “Por breve herida expira y se desangra” y tocaba en abismo al texto, por eso me gustó. Este nuevo no sé cómo se va a llamar, pensé en “Hiperbolario”, pero me dicen que es horrible, así que todavía no sé.
¿Qué hay en ese título tentativo que te interesa?
El engolosinamiento del ego en las redes sociales que me parece hiper… Algo que me interesa de las redes sociales es cómo conviven las noticias del más diverso orden y la más diversa importancia sin jerarquización. Algo muy terrible como una bomba se combina con la noticia de que Brad Pitt y Angelina Jolie se separaron con la noticia de que la reina Leticia se puso un vestido rojo. Trabajo mucho con las redes sociales, sobre todo con Twitter. El libro que hago es un ejercicio con las constricciones que te ponen las redes sociales, como la cantidad de caracteres. Hay hasta listas de palabras de lo que puedes responder y ahora están los emoticones, ya no tienes ni que pensar, escoges un monito para decir lo que quieres. Yo no los uso, pero muchos acuden a ellos. Me interesa replantearme cuáles son las constricciones para jugar con ellas y hacerlas evidentes.
Creo que esa horizontalidad que mencionas se relaciona con tu obra de manera directa, cómo escribes sobre algo cultísimo al lado de algo trivial, al lado de una anécdota personal.
Últimamente me pregunto por qué dejo a última hora un trabajo que pude haber comenzado antes. Siempre pospongo, me gusta procrastinar. Además, tengo una atención dispersa, y para que yo pueda sumergirme de una manera profunda necesito tener una fecha de entrega que me exija estar al filo de la navaja. Como me pasó hace poco con una conferencia sobre Calderón de la Barca, la conferencia era a las diez de la mañana y terminé de escribirla a las cuatro de esa misma mañana. Me pasa muy a menudo. ¿Por qué hago eso? Es el terror de no terminar, me doy cuenta. Esa atención fugitiva es la que me hace también hablar de lo más banal al lado de algo culto para combinarlos en la textualidad. Ahora lo estoy manejando a un grado extremo, a nivel de noticia y de cómo nos llega esa información. Ese tipo de cosas que mezclan lo personal y lo banal en un momento pueden adquirir la misma importancia que una bomba.
Hace poco leía una conversación de Piglia en la que decía que lo abrumador de la información es que no tiene fin.
Mi libro por eso no puede tener final. Y eso mismo decían Benjamin y Barthes, que eran unos visionarios impresionantes. Y te das cuenta, en los diecisiete años que llevamos del siglo XXI las cosas se han transformado de una manera brutal en todos los sentidos. Lo veo en el campo de la medicina, lo veo en la vida diaria. Si tú no tienes un celular, no existes. Si no tienes una computadora, no existes. Dentro de poco vas a tener que funcionar algorítmicamente. Llega un momento en el que las cosas se revolucionan tan rápido que es muy difícil estar al tanto de lo que está pasando. Mi nieto de tres años maneja el teléfono mejor que yo.
¿Cómo comienzas un nuevo libro?
Los libros van surgiendo de a poco, de una manera muy larvaria hasta que van encontrando un cauce. De pronto te surgen proyectos que colapsan en otros proyectos, sin embargo, se quedan como en el rabillo del cerebro, sabes que lo vas a seguir más adelante y dejas por un momento ese proyecto mientras trabajas en otro. Por ejemplo, el libro Por breve herida lo tenía hace quince años, en medio escribí Coronada de moscas (2012) y Yo también me acuerdo, que de alguna forma ya estaba en Saña (2007). Los proyectos se van dando en la medida en la que puedo encontrar nuevas entradas en el texto.
En ese sentido me sirve mucho volver a ciertos autores. Ahora estoy retrabajando a Perec, porque es uno de los autores que mejor entiende el fragmento y lo infraordinario, es decir, lo más banal. Perec se dio cuenta de algo importante: estamos en un mundo que está anclado en el consumo. Vio algo que surgió después de la Segunda Guerra, los objetos se convirtieron en más importantes que las personas. La gran revolución del Renacimiento fue centrarse en lo humano como algo fundamental y ahora nos estamos deshumanizando hacia la inteligencia artificial: los celulares, todos los aparatos dan cuenta. El mundo se está complejizando de una manera casi imposible de entender. Todo ese tipo de cosas van irrumpiendo lo que voy escribiendo.
¿Qué conexiones encuentras entre tus primeros trabajos y los más recientes?
Siento que en mis primeros trabajos las obsesiones que eran fundamentales en mi vida empezaron a tomar cuerpo. Muchas de las cosas que estoy escribiendo ahora todavía provienen de ese material, pero depurado. He encontrado otra forma de verter ese material en otras estructuras. Creo que en mi mundo ha sido muy importante la cercanía con lo muy culto, porque muy niña estuve muy vinculada. En la preparatoria tenía amigos que les gustaba Édith Piaf, Agustín Lara, las canciones rancheras. Lo primero que me compré con mi primer trabajo fue un tocadiscos, escuchaba a Brahms y a Mozart porque mi padre me llevaba a los trece años a los conciertos en Bellas Artes. Era una época de oro en México, vinieron María Callas, el violinista Nathan Milstein, y grandes directores de orquesta como Erich Kleiber; hubo una exposición de Francis Bacon y también vinieron compañías de teatro de todas partes del mundo, pero también me gustaba lo otro y me di cuenta de que lo podía combinar. Eso aparece de alguna forma en mis primeros libros.
¿Qué opinión te merece el presente de la crítica?
Yo trabajo mucho la crítica. He sido profesora 57 años y he dado conferencias en muchos lugares. En un tiempo estuve muy vinculada con la crítica en México, últimamente me he desentendido casi totalmente, casi no leo crítica y cada vez leo menos escritores mexicanos. Antes leía más para mis clases, para los jurados en los que participaba, pero ahora estoy muy vieja y decidí que tengo que concentrarme en lo que tengo que publicar, y en lo que quiero escribir antes de que me muera.
¿Te parece que en el presente hay más espacio para una mujer que se desenvuelve en las artes?
Definitivamente. Tu generación es abundante en mujeres muy interesantes que han roto tradiciones, muchas mejor que los varones. Aunque no creo que se trate de una guerra de géneros.
A la fecha han ocurrido 86 feminicidios en el estado de Puebla en lo que va del año y siete mujeres son asesinadas diariamente en México, la misoginia está al fondo de cada uno de los casos. Me gustaría saber tu opinión al respecto.
Me da la impresión de que al mismo tiempo que renace el fascismo renace la misoginia. Es la misma violencia, como vimos en el caso de Mara Castilla, la joven que fue asesinada por su chofer de Cabify. Es una constelación en donde lo siniestro se intensifica. Hubo mujeres que marcharon y se pelearon porque Jenaro Villamil estaba al frente del contingente; por un lado tienen razón, pero por otro me parece que no. Y luego a los pocos días un temblor escinde al país y saca a relucir lo que sabemos: la corrupción y la solidaridad. Todos los contrastes violentos quedaron al descubierto. Surge luego el problema en Cataluña y Trump está allí. Hay una resurrección de las cosas más horribles que pensamos que estaban acabadas y dentro de eso está la misoginia terrorífica. Hace tiempo no había los asesinatos como hubo en Ciudad Juárez o como en Puebla o el Estado de México. También pasa en otras partes, leí que una chica danesa se subió a un barco con un tipo y acaban de encontrar su torso, sus brazos y su cabeza aparte. Estamos normalizando lo siniestro. La misoginia está a flor de piel y en México se exacerba. Lo decimos, hacemos manifestaciones, escribimos, gritamos y ahí sigue.
Recién ganaste el Premio Alfonso Reyes 2017, ¿qué significa para ti ganar un premio en este momento de tu vida?
Ha sido un momento muy complicado de mi vida, pasé por una operación de corazón, un robo brutal en mi casa que me dejó muy desasosegada porque siento que ya cualquiera puede penetrar una intimidad. Y luego viene el temblor. Un premio dulcifica, es un gran reconocimiento que ha ganado Borges, Carpentier, Miguel León Portilla… Me siento acompañada. Además, conocí a don Alfonso, he escrito mucho sobre él. Realmente enaltece.
¿Cuál es tu historia con los terremotos en la Ciudad de México?
El primer recuerdo que tengo de infancia como a los tres años es estar en una cuna con barandales y ruedas como las que tienen los pianos. Vivíamos en una casa con espacios muy grandes porque en aquella época eran cuartos amplios y techos altos, me acuerdo cómo mi cuna recorría todo el cuarto y sentía el bamboleo. Y el 7 de septiembre estaba yo en mi cama a medianoche y de repente mi cama empezó a moverse, y el primer pensamiento que tuve fue ese recuerdo infantil. El del 57, cuando se cayó el Ángel, me tocó lejos, estaba yo en París. Me acuerdo de esa sensación de impotencia, ¿qué puedes hacer en contra de la naturaleza? Aunque a veces me pregunto lo mismo de los narcos…
El del 85 me tocó en esta misma casa, mi hija Renata estaba chiquita, se había ido a la escuela. Yo bajé las escaleras que se hacían como charamusca. Me asusté mucho con la réplica, que fue muy violenta. Me produjo una gran depresión porque no pude colaborar, toda la gente se juntaba a hacer acopio de víveres, a ayudar en los escombros, yo me quedé paralizada, me nulificó.
Este 19 de septiembre estaba yo en Berlín terminando un texto sobre Rulfo cuando me dijeron que había temblado en México, con siete horas de diferencia horaria. Es muy conflictivo estar lejos.
¿Qué diferencia encuentras entre las reacciones este año y en 1985?
Este temblor fue muy particular. Nunca se habían destruido monumentos tan importantes como Tepoztlán, Malinalco, Tlayacapan, Amecameca, la catedral de Cuernavaca y Puebla. El patrimonio nacional que había soportado más de 500 años de repente se derrumbó. El balneario Agua Hedionda en Cuautla, adonde iba mucho de niña, se lo tragó la tierra. Muchos amigos míos y amigos de mis hijas se quedaron sin casa. El robo se acrecentó brutalmente porque ves que no estás a salvo de nada. Eso se duplica con la sensación de que el país se está derrumbando, no por lo natural, sino por la corrupción y la impunidad. Éste no es el México en que yo viví. Antes pensábamos que dejaría de ser tercer mundo. Cuando yo nací era un país muy pobre, con muchos problemas, me tocó la época de Lázaro Cárdenas, y el país, la ciudad, fue creciendo. La universidad se solidificó, los profesores podíamos tener una vida digna y podías estar a las tres de la mañana siendo guapa, joven y enjoyada o como quisieras salir por el centro o por la Narvarte, donde yo vivía, y nadie te molestaba, de pronto había alguna escaramuza, pero en general era una vida extraordinaria. Y esto se ha venido derrumbando. El temblor fue el acabose. Como decía Walter Benjamin: “Siempre es posible lo peor”. Esperemos que no.
La escritura para algunos es un proceso tortuoso y para otros es placentero, ¿cómo es este proceso para ti?
Es algo que he platicado con Mario [Bellatin]. No me dice directamente “Margo, eres vieja”, pero claro que soy vieja, entonces, ¿por qué sigues escribiendo, por qué haces este libro? Pues porque si no escribo, no soy. Al escribir sufro y gozo. Hay momentos en los que estoy haciendo ensayos que me interesan muchísimo porque he pasado mi vida en la docencia y el ensayo es creativo, te deja profundizar y equivale a escribir una ficción bien hecha —perdón si sueno yo tan insoportable—, pero la necesidad de terminarlo al filo de la navaja me hace sufrir. En ese estado casi de delirio de trabajo y de mucho sufrimiento me llega esa pregunta: ¿por qué estoy en esto? Y ése es el momento en el que me sale el trabajo. Cuando estoy escribiendo sufro mucho, pero me encanta.
Mi papá me contó algo. Viajaba mucho en la década de los cuarenta, entonces los aviones eran un desastre, eran de hélice, no había cinturón de seguridad, eran chiquititos y viajabas por los andenes y parecía que en cualquier momento te desplomabas. Mi papá sobrevolaba Perú y una monja a su lado se hincó para rezar. Sufría y sufría la monja que iba al lado de mi papá, así que, como era muy curioso, le preguntó: “Madre, ¿por qué viaja usted si tiene tanto miedo?”, la monja le contestó: “Porque me encanta viajar”. A mí me pasa eso con la escritura.
Escribir para mí es lo que me define como persona. Desde niña pensé que iba a escribir. Mi padre era poeta y estuve vinculada a la lectura y a la escritura desde los seis años. Como a los ocho años me sabía de memoria la mitología griega, muy jovencita empecé a leer a Julio Verne, a Jack London, a Salgari, leía novelas sentimentales y las campechaneaba con Los tres mosqueteros. Como a los catorce empecé con Faulkner y Thomas Mann. La lectura y sentir que estaba vinculada con esos escritores que formaban parte de mi vida cotidiana, al mismo tiempo que oía música, me trajeron hasta aquí. Yo sabía desde niña que esto iba a ser y me costó trabajo lograrlo, pero aquí estoy. Yo creo que me moriría si no pudiera escribir.