Historia de una conversión
Felipe Restrepo Pombo
Fotografía de Alfredo Arias
Un perfil político del Nobel peruano, que recibió a Gatopardo en Madrid para hablar sobre su libro más reciente: «La llamada de la tribu» (Alfaguara, 2018), donde el nobel da las claves de las lecturas que lo transformaron.
Mario Vargas Llosa está de buen humor. Esta tarde de lunes invernal, gélida pero soleada, no para de sonreír. Cuenta, con mucha gracia, una confusión que tuvo hace unos días: pensó que se encontraría con unos amigos en un restaurante del centro de Madrid pero, en realidad, los había citado en su casa.
—Toda la mañana pensé en que no podía olvidar el compromiso —dice entre risas—, llegué temprano al lugar y no vi a nadie. En ese momento me llamaron para decirme que acababan de llegar a mi casa. Todavía no me explico cómo me pudo ocurrir algo así.
Se burla entonces de su edad y de los achaques que sufre ocasionalmente. Luego continúa revisando la agenda de promoción de su nuevo libro, La llamada de la tribu, que será publicado en primavera por Alfaguara. Con una vitalidad asombrosa —en marzo cumple 82 años— el peruano planea el 2018: irá a varios continentes en la gira de lanzamiento. No es una publicación cualquiera, un libro de Vargas Llosa es un acontecimiento mundial. Y más en este caso porque escribe sobre un tema que siempre ha generado debate: sus ideas políticas. Además, dictará conferencias en universidades, tendrá encuentros con estadistas, dará entrevistas para todos los medios imaginables, será invitado de honor en cenas de gala, recibirá homenajes y un largo etcétera de compromisos. Sólo leer ese itinerario agotaría a una persona normal. Pero él acepta con gusto. Y, en medio, siempre encuentra tiempo para escribir.
—Siempre. Así sea un par de horas, en algún momento libre, en uno de mis cuadernos. Es muy importante no abandonar los textos en los que estoy trabajando. Si dejo de escribir mucho tiempo me cuesta horrores volver a comenzar.
Se dirige hacia su escritorio, en el otro extremo de la biblioteca en la que estamos conversando. Saca de los cajones cuadernos de todos los tamaños y las formas. Algunos son libretas finas con tapas de cuero, otros son cuadernos escolares. Todos, sin excepción, están llenos de principio a fin con una letra estilizada: la caligrafía de un alumno aplicado.
CONTINUAR LEYENDO—Escribo a mano. Para mí el ritmo de una narración es el de la escritura a mano —dice, mientras hace la mímica de escribir sobre una de las hojas.
—¿Qué pasa con todos esos apuntes?
—No son apuntes: son los textos. Los escribo por la mañana en los cuadernos y luego, en la tarde, los transcribo. —Se pone sus lentes de marco negro grueso y revisa las libretas al azar. Se detiene en una página y la lee completa. Sonríe otra vez: parece haber recordado algo divertido.
—¿Cómo nacen sus historias?
—El punto de partida es muy misterioso: nunca sé por qué ciertas imágenes que la memoria ha conservado son tan fértiles. No sé por qué me sugieren una historia.
—¿Guarda todos estos archivos acá en su escritorio?
—Muy pocos, casi todo está en Princeton.
Desde hace un par de décadas, la prestigiosa universidad estadounidense cura el archivo del peruano. “En los años noventa la biblioteca de la universidad había comprado su correspondencia, los borradores de sus novelas y muchos otros documentos que ahora llenan trescientas setenta y dos cajas y que han sido consultadas por centenares de investigadores de todo el mundo”, cuenta Rubén Gallo en el libro Conversación en Princeton.
—Es una sala de grandes archivadores metálicos, protegidos de la humedad, de cualquier accidente y organizados minuciosamente —dice Vargas Llosa con cierta emoción—, podría haber un gran incendio y nada se quemaría.
Desentrañar el proceso creativo de Vargas Llosa puede ser una tarea compleja, incluso para un metódico investigador estadounidense. El primer paso es una extensa investigación, similar a la de un historiador o sociólogo. Al inicio del proceso tiene una idea muy general de una historia. Empieza a hacer diagramas que detallan la trayectoria de todos los personajes. Vargas Llosa dibuja estos esquemas en una página, de hecho, me muestra algunas que conserva al lado de sus cuadernos. Luego entrelaza estos caminos y de ahí va naciendo el orden, complejo, de cada capítulo. Es bien sabido que el peruano es una maestro de la estructura. Lo ha dicho varias veces: para él la forma es fundamental en la escritura. En su técnica literaria, la forma es estructura y organización del tiempo. Siempre tiene claro hacia dónde quiere llegar pero disfruta con los giros. Según él, esta complejidad le da una mayor profundidad a sus historias que desbordan lo puramente anecdótico. En su conversación con Gallo lo llama una “vocación natural hacia el laberinto”.
En ese momento del proceso inicia la escritura. Trabaja en un primer manuscrito que define como una especie de magma, caótico, sin orden. Ahí describe episodios, escenas y situaciones: a veces se repiten o son narradas desde diferentes puntos de vista. Algunos capítulos no están definidos y son apenas intuiciones. Una vez que termina esa primera versión, la pule como un bloque de mármol. Darle un sentido, una intención, a este primer borrador es el momento que más disfruta de la escritura: va encontrando la obra entre el caos. A partir de ahí escribe hasta cinco versiones de cada libro, con variaciones que pueden ir desde la construcción de párrafo hasta la reescritura de un capítulo.
—Trabajo con la obra de Mario hace veinte años —me dice unos días después Pilar Reyes, la directora literaria de Alfaguara. Estamos sentados en un restaurante en Madrid—. He publicado sus libros desde El sueño del Celta, en 2010, como su editora original y la editora en Colombia desde 1998.
—¿Es verdad que tiene varias versiones de cada libro?
—Lo que Mario entrega es un texto finalizado. Eso no es ninguna revelación. Lo que sí lo es, es que las versiones a mano de sus cuadernos, de las que he visto varias, son asombrosamente limpias también.
La disciplina de Vargas Llosa es legendaria: es semejante a la de un atleta. Quienes lo conocen coinciden en su rigor y perfeccionismo. Tiene una disposición nula al alcohol y las noches de desvelo. En ese sentido, es un discípulo directo de Gustave Flaubert: el novelista francés que no creía en la inspiración sino en el trabajo arduo. Vargas Losa es un escritor profesional que se ciñe horarios de oficina. Escribe desde las diez de la mañana, encerrado en su estudio y sin ninguna distracción: no atiende llamadas ni responde correos. A la una de la tarde hace una pausa para almorzar y ver el noticiero. Después del descanso regresa a su escritorio a pasar a limpio las páginas que escribió en la mañana. Una leyenda dice que sus huellas dactilares se borraron tras tantos años de teclear.
En las noches, cuando no tiene compromisos, se dedica a leer o ver películas y series.
—Ahora estoy encantado con una serie, The Man in the High Castle, muy buena, ¿la has visto? Ya estoy en la mitad de la segunda temporada.
Camina hacia uno de los paneles de la biblioteca en busca de un libro sobre la Segunda Guerra Mundial. Lo encuentra y revisa concentrado. Debe estar alimentando el otro archivo, el de su mente privilegiada, en el que reposan millones de referencias literarias, políticas, históricas y sociales. Tiene una memoria entrenada que le permite recordar todos estos datos. Algunos rayos débiles de luz entran por el ventanal.
***
Llego temprano a nuestro primer encuentro, el viernes anterior, así que tengo tiempo de dar un breve paseo por el barrio. La residencia está ubicada en las afueras de Madrid, en Puerta de Hierro. Es una zona residencial de construcciones amplias, protegidas por muros o bardas de piedra, atravesada por parques. El escritor pasaba temporadas en su departamento en el centro de la capital española, pero se mudó a la casa de Isabel Preysler. Desde que comenzó su relación, en 2016, la pareja es asediada por la prensa. Imagino que prefirieron la privacidad de este tranquilo suburbio madrileño.
Después de atravesar un portón de hierro, vigilado por cámaras, cruzo un sendero delimitado por pinos. En la entrada principal de la casa me recibe un mayordomo que me invita a pasar. Atravieso varios salones suntuosos, de techos altos y decoración nobiliaria, hasta llegar a la biblioteca principal. Hay libros por todos lados: de arte, economía, historia y clásicos de la literatura. Me llama la atención una estantería en la que sólo reposan biografías de presidentes de Estados Unidos organizadas por orden cronológico: están casi todos, desde Washington hasta Obama. En las paredes hay obras de arte contemporáneo que contrastan con el mobiliario clásico y las antigüedades. Sobre la chimenea hay un retrato al óleo de la señora Preysler y no puedo evitar sentir que me sigue con la mirada.
Vargas Llosa entra y me saluda afectuosamente. Muy pronto se desvanece la imagen de hombre solemne que había dibujado en mi imaginación. Es, al contrario, de modales impecables y entrañable. Viste una camisa clara, un suéter deportivo, pantalones de pana azul y mocasines de cuero. Camina erguido, con seguridad: tiene un aire a algún actor de la era dorada de Hollywood. Reconozco algunos de los movimientos que he visto antes en la televisión o en alguna conferencia: su manera de cruzar los brazos mientras escucha o como acaricia su barbilla cuando responde. Su pelo blanco está impecablemente peinado hacia atrás. Revisa algunos mensajes en su teléfono móvil antes de empezar nuestra conversación. Está escandalizado con la nueva filtración de los medios: aparentemente en una reunión, Donald Trump dijo que Haití era “un agujero de mierda”.
—Nunca antes Estados Unidos había tenido un presidente tan impresentable —dice con su dicción perfecta y tono de voz imponente—, felizmente, a diferencia de lo que podría pasar en un país subdesarrollado, en Estados Unidos las instituciones parecen funcionar y le están dando una batalla admirable. Pero va a dejar una herencia nefasta: por lo pronto Estados Unidos ha perdido el liderazgo en Occidente.
—En su nuevo libro usted escribe que algunos pensadores del siglo XIX alertaron sobre el surgimiento de líderes como Trump.
—Sí, de ahí el título del libro. Esa llamada de la tribu trata del regreso al nacionalismo. Una idea que se sintetiza muy bien en el “America First” de Trump. Es esa idea racista y nacionalista que sostiene que es un privilegio pertenecer a un país. Y que ese país es, de alguna manera, mejor que los otros.
—La llamada de la tribu también es una voluntad de replegarse y rechazar lo extranjero.
—Frente a la novedad, al cambio, al progreso, hay una especie de inseguridad que hace que la gente quiera regresar a una idea de tribu: una ilusión de una comunidad cerrada que nunca existió. Ese espejismo es el que le da origen a los totalitarismos y a los populismos.
—Que no sólo están resurgiendo en Estados Unidos, están en todo el mundo…
—Están hasta en Europa, que era un proyecto generoso, incluyente, progresista. Si algún continente parecía blindado era Europa y fíjate cómo ese fantasma está regresando, en Hungría, en Polonia.
—En Inglaterra también.
—Es ese mismo nacionalismo que ha sido la fuente de todas las grandes guerras y tragedias en la historia de la humanidad. Es increíble verlo resurgir en lugares como Inglaterra. Viví muchos años en Londres y jamás me imaginé que esa demagogia pudiera ganar. Recuerdo haber visto en televisión a Boris Johnson, antes de la votación del Brexit, asegurar que el dinero de los impuestos británicos se utilizaba para financiar las corridas de toros en España. Un absurdo.
Vargas Llosa escribió este libro durante los últimos dos años pero, como cuenta en el prólogo, la idea viene de tiempo atrás. Hace veinte años leyó Hacia la estación de Finlandia de Edmund Wilson, un ensayo que lo marcó. Wilson relata la evolución de la idea socialista desde que el historiador Jules Michelet la propuso hasta que Lenin llegó a la estación de Finlandia, en la Unión Soviética en 1917, para dirigir la evolución rusa. Al escritor peruano le sedujo esta propuesta; narrar la trayectoria de un concepto. Fue así como decidió contar, a través de su lectura de siete de sus autores favoritos, cómo él mismo se convirtió en un pensador liberal. También fue la mejor manera que encontró para hacer su autobiografía intelectual y política.
—La mayor parte de esos autores estaban vedados para mi generación. Crecimos en un continente plagado de dictaduras militares o democracias muy frágiles. Además, con un apoyo explícito de Estados Unidos. Era muy difícil no ser de izquierda en mi juventud. Si tenías un mínimo de sensibilidad, tenías que estar de ese lado. Pero la izquierda te empujaba hacia un marxismo sectario y dogmático.
—Y a esto se sumó el entusiasmo por la revolución cubana.
—Esa fue la gran novedad, el gran entusiasmo. Es difícil imaginar hoy en día lo que generó entre nosotros esa revolución que nacía de idealistas progresistas. Y que, además, habían peleado de la nada hasta convertirse en un movimiento popular. Eso le dio una fuerza gigantesca a la izquierda entre la juventud de esa época.
—¿Para usted fue una esperanza?
—Recuerdo el espectáculo cuando fui enviado a La Habana en 1962, fue memorable. La gente en la calle era conmovedora. Recuerdo haber pensado que por fin un pueblo se identificaba con una causa.
—¿Pero se desencantó?
—Mi ruptura con Cuba fue a finales de los sesenta cuando se crearon los UMAP, esos campos de concentración para contrarrevolucionarios, intelectuales y homosexuales. Era una injusticia flagrante y le escribí una carta a Fidel Castro en la que le reclamaba. Fue cuando empecé a tener dudas. Luego vino el caso Padilla, ese fue el punto de quiebre.
—¿Estaba desconcertado?
—No pude apoyar más el modelo cubano. Me sentía como un cura que cuelga los hábitos, con una sensación de orfandad pero de mucha libertad. Fue ahí cuando busqué a estos autores. Me dieron una nueva perspectiva.
—¿Una especie de transformación intelectual?
—Sí, fue una conversión política.
***
—La palabra clave en su vida es libertad. Ha luchado contra cualquier forma de sometimiento. Aborrece el autoritarismo, las figuras de poder absoluto —dice Sergio Vilela, desde Lima—, se ha rebelado siempre contra la autoridad que considera abusiva.
Vilela, editor y escritor peruano, es tal vez una de las personas que mejor conoce la vida de Vargas Llosa. En 2011 publicó El cadete Vargas Llosa, un libro en el que rastrea el origen de las novelas del peruano en su biografía. También cubrió en Estocolmo, en 2010, la ceremonia de entrega del Premio Nobel para la revista Etiqueta Negra.
—Si miras con atención, verás que se ha enfrentado contra el poder establecido, contra los dictadores, contra su padre, contra Fujimori o Alan García —dice Vilela—, creo que la fuerza que lo mueve es la de buscar una lucha nueva, una aventura, cada vez que puede.
Vargas Llosa ha dicho en muchas ocasiones que se hizo escritor para desafiar a su padre. Hasta los diez años pensó que era huérfano. Pero, en el verano de 1947, su madre lo llevó a conocer a su papá. La relación entre ambos fue desastrosa desde el comienzo. Vargas Llosa había crecido en Cochabamba, Bolivia, en una familia cariñosa. A su regreso a Piura, en Perú, se encontró con otra realidad: “Su padre le prohibía visitar a la familia, ver amigos, escribir, y lo molía a golpes con cualquier excusa”, escribe Leila Guerriero en su perfil publicado en el diario El País en 2013. Él lo confirma en ese mismo texto: “He pensado que si mi padre no hubiera tenido tanto disgusto ante la idea de que yo me dedicara a escribir, yo no hubiera tenido el carácter para perseverar en esa vocación”. Ese acto de rebeldía primigenia fue el que marcó su destino definitivo.
En el prólogo de La llamada de la tribu cuenta que descubrió la política a los doce años, en octubre de 1948, cuando el general Manuel Apolinario Odría derrocó al presidente Luis Bustamante y Rivero, pariente de su familia materna. Después de ese golpe militar, la aversión por la figura abusiva del padre se trasladó hacia la de los dictadores. En 1952, leyó La noche quedó atrás de Jan Valtin, que reafirmó su preocupación por las diferencias sociales en su país. Entonces vino su segundo acto de desobediencia. Sus padres querían que estudiara en la Universidad Católica, a la que iban los niños de las familias ricas limeñas, pero prefirió matricularse en la Universidad de San Marcos para estudiar Letras y Derecho. Entró en contacto con las juventudes comunistas y se unió al Grupo Cahuide. En esos años de formación leyó a Marx, Engels y Lenin. No obstante, miraba con cierto recelo el dogmatismo de los comunistas peruanos. Leía con más interés a Jean-Paul Sartre, quien fue, durante gran parte de su juventud, un modelo.
En 1954, no aguantó el sectarismo de sus compañeros y dejó a los Cahuide. Ese mismo año se casó con Julia Urquidi y trabajó como redactor en el diario La Crónica, de donde viene gran parte de la inspiración para su magistral Conversación en La Catedral. La experiencia en el periodismo lo marcó: “Fui descubriendo un país que desconocía totalmente. En ese sentido la experiencia del periodismo fue muy instructiva: me enseñó mucho sobre la realidad de un país que era más complejo, mucho más enconado, mucho más violento del que yo había vivido hasta entonces”, cuenta en Conversación en Princeton. También viajó varias veces a la Amazonía peruana: esas trayectorias fueron, a su vez, el origen de novelas como La casa verde o Pantaleón y las visitadoras.
A finales de los cincuenta, se mudó a Europa con la intención de convertirse en un gran novelista. Primero estuvo en Madrid y luego en París, donde, como cuenta Guerriero: “Descargó camiones de carne y verdura en el mercado de Les Halles y recogió periódicos viejos casa por casa para venderlos después, hasta que consiguió trabajo como profesor de español en las escuelas Berlitz y, luego, como periodista en France Press y en la Radio y Televisión Francesa”. En ese periodo escribió La ciudad y los perros, donde narra la brutalidad de los años escolares que vivió en el colegio Leoncio Prado. La novela, que fue rechazada por varios editores, finalmente se publicó en Seix Barral. La ciudad y los perros le dio a su autor una dimensión universal y fue una de las obras fundadoras del Boom.
En 1970, el poeta Heriberto Padilla fue detenido bajo el cargo de ser colaborador de la CIA. Un grupo de intelectuales —entre ellos Vargas Llosa, Sartre, Simone de Beauvoir, Juan y Luis Goytisolo y Susan Sontag— envió una carta a Fidel Castro en protesta por el arresto. Castro reaccionó violentamente acusando a los intelectuales de ser agentes del capitalismo. Dijo que no podrían volver a entrar a la isla por “tiempo indefinido e infinito”. Este incidente también significó la ruptura de Vargas Llosa con amigos muy cercanos como los escritores Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. Se ha contado, hasta el cansancio, que le dio un puñetazo a su amigo colombiano y mandó recoger todo el tiraje de su libro García Márquez: historia de un deicidio.
Ese desencanto se extendió al modelo de la Unión Soviética e, incluso, a Sartre. Sobre todo cuando leyó una entrevista en la que el autor francés le dijo al diario Le Monde que la literatura no tenía ningún peso frente a la sombría realidad del mundo. “¿Cómo podía afirmar eso quien nos había hecho creer que escribir era una forma de acción, que las palabras eran actos, que escribiendo se influía en la historia”, dice en La llamada de la tribu. Vargas Llosa volvió a Albert Camus, quien se alejó de Sartre por la misma causa, y le dio la razón.
Su nueva condición de exiliado de la izquierda le permitió una libertad absoluta. Se mudó a Inglaterra, con su segunda esposa Patricia Llosa Urquidi. Ahí empezó a seguir con atención lo que sucedía en la política local. Se hizo profesor de la Universidad de Londres y observó las reformas del gobierno de Margaret Thatcher.
—Ella era una conservadora en materia política, pero desde el punto de vista social y económico fue una liberal —dice—. El gobierno de Thatcher fue una revolución liberal: el país empezó a vivir y a crecer.
Al mismo tiempo, Vargas Llosa releyó a Adam Smith, Friedrich von Hayek y Karl Popper. Sin duda, estos tres autores marcaron el camino de su nuevo pensamiento liberal. Un proyecto que, unas décadas después, llevaría al campo de batalla de la política peruana.
***
El día en que recibió el Premio Nobel de Literatura, Vargas Llosa prometió que no sería su entierro. Se refería a que, después de obtener ese reconocimiento, los laureados se vuelven clásicos y ya nadie espera nada de ellos. El peruano, muy de acuerdo con su vitalidad, continuó escribiendo con igual de intensidad. Para escribir La llamada de la tribu releyó decenas de libros; fueron dos años de ardua investigación. Trabajó con precisión en cada uno de los ensayos en los que comenta, reseña y dialoga con los pensadores de su lista: Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich von Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin y Jean-François Revel.
—El liberalismo se ha convertido en una mala palabra en Latinoamérica. Incluso degeneró en el neoliberalismo que es visto como la gran máscara de la explotación de los pobres, del abuso de las grandes industrias. Pero el liberalismo es una política que se adapta a las circunstancias, que se transforma en nombre del pragmatismo. Lo decía Adam Smith: lo ideal no siempre es posible y hay que sacrificar algunos principios para que se adapten a la realidad. El liberalismo es flexible y lucha para que la libertad sea el motor del desarrollo social, político y económico.
—Uno de los autores a los que dedica un capítulo en el libro, Isaiah Berlin, dice que algunas ideas políticas contradictorias pueden convivir, ¿cómo se entiende esto?
—Es fantástico lo que propone. Creemos que todos los valores pueden coexistir. Como el lema de la Revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Pero ¿qué pasaría si esos valores fueran contradictorios? Porque no necesariamente puede haber igualdad sin restringir cierta libertad. Es una paradoja a la que nos enfrentamos todos los días. Lo que propone Berlin es buscar compromisos sociales. Esos compromisos son la civilización.
Le pido que me muestre todos los libros que utilizó durante esta investigación. Recorre velozmente dos estanterías con las manos y la mirada. Me cuenta que esta no es su biblioteca personal, que ha traído algunos ejemplares suyos, pero que en realidad la mayoría le pertenecieron a Miguel Boyer, quien fue Ministro de Economía y Hacienda español y el tercer esposo de Isabel Preysler.
—He encontrado rarezas fantásticas acá, es una biblioteca muy científica y económica, pero también hay mucha literatura.
—Todos los autores que menciona en el libro comparten un interés por avanzar, es una lucha contra los dogmas.
—Berlin, por ejemplo, dice que la libertad económica trae progreso pero también puede llevar a que “los lobos se coman a los corderos”. Y añade: “la libertad económica llenó de niños las minas de carbón”. Creo en el liberalismo que no es sólo una doctrina económica sino una idea de progreso para todos.
—¿Qué tan flexible es esta escuela hacia la derecha y hacia la izquierda?
—Se toca con ambos extremos por diferentes lados. Con la izquierda tiene semejanzas con la socialdemocracia y con la derecha comparte ciertos valores conservadores.
—Popper creía que la filosofía se remite a problemas concretos y eso lo llevó a enfrentarse a algunos pensadores de su época como Wittgenstein, ¿por qué?
—Fue un choque de escuelas de pensamiento muy válidas pero que se contradicen. Popper defendía que la filosofía no podía ser una jerga incomprensible y que tenía que servir para discutir los problemas concretos. Señalaba que la filosofía se estaba volviendo una disciplina de exquisitos en la que el profano no tenía ni siquiera las herramientas lingüísticas para acceder a esa complejidad. A Popper le exasperaban Hegel y Wittgenstein porque consideraba que utilizaban demasiadas palabras para no decir nada. Llegó a decir que las palabras no importaban. Lo cual es peligroso porque las palabras importan, y mucho.
—Algo similar ocurrió con Jean-François Revel, otro de los autores del libro, quien se enfrentó a sus contemporáneos, como Lacan o Derrida, por considerar que sus obras eran demasiado intrincadas.
—Para mí fue muy importante Revel. Era un intelectual público, que escribía en los diarios. Sin empobrecer sus ideas, estaba convencido de que la cultura es algo que debe llegar al público, sin encerrarse en una complejidad innecesaria. De él aprendí la importancia de saber llegar al gran público, de comunicar un discurso accesible. Lo mismo que de José Ortega y Gasset: gran parte de su obra literaria fue publicada en periódicos y la gente lo podía leer. Esto no demerita su escritura.
—¿Los escritores deben ser personajes públicos?
—Tienen que entender su tiempo y saber comunicar sus ideas.
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—Pensé en escribir una biografía de Mario desde los comienzos de los setenta —cuenta Gerald Martin—, pero cuando empecé a trabajar en el proyecto, en 2011, él ya era una figura diferente. Desde un punto de vista intelectual, era un personaje opuesto al que me atrajo en un primer momento. Esto hizo que el reto fuera aún más interesante.
Martin es un investigador y crítico literario británico, reconocido por sus biografías de García Márquez y Miguel Ángel Asturias. Es profesor de literatura latinoamericana en diferentes universidades y una de las voces más respetadas en este campo. Su libro Gabriel García Márquez: una vida es considerado la biografía definitiva del nobel colombiano. Desde hace siete años está dedicado —con una profundidad similar a las anteriores— a la figura de Vargas Llosa y, aunque es muy reservado sobre su trabajo, deja entrever que las ideas políticas del peruano serán un tema central en su nuevo libro.
—La derrota en las elecciones de 1990 fue un golpe durísimo para él. Pero, para 1998, cuando murió Octavio Paz, y todavía 12 años antes de que le dieran el Premio Nobel, Mario ya era el intelectual público más prestigioso del mundo hispano y lo ha seguido siendo hasta hoy —dice.
***
El 28 de julio de 1987, Vargas Llosa escuchó en la radio a Alan García, entonces presidente de Perú, anunciar su decisión de nacionalizar todo el sistema financiero del país: bancos, empresas financieras y compañías de seguros. Esta medida le dio un giro inesperado a la vida del novelista. Vargas Llosa ya era uno de los escritores más reconocidos del mundo y vivía la mayor parte del tiempo en Europa. Estaba siempre en contacto con Perú a través de sus artículos, sus apariciones en televisión y, sobre todo, por medio de grandes amigos como el pintor Fernando de Szyszlo. Sin embargo, el anuncio de García lo obligó a involucrarse de otra manera: a rebelarse, otra vez, contra el poder establecido. Publicó un artículo en el diario El Comercio explicando las razones de su desacuerdo y convocó una protesta a favor de la propiedad privada. Fue una de las manifestaciones políticas más grandes de la historia del Perú. Después de eso sólo quedaba un camino: en agosto de ese año fundó el Movimiento Libertad y se convirtió en candidato a la presidencia por el Frente Democrático. Su proyecto era reformar radicalmente la sociedad peruana para convertirla en una democracia liberal.
La aventura política resultó extenuante y un intenso desencanto. Vargas Llosa tenía la intención de llevar a cabo una campaña limpia, en la que se discutieran los problemas a resolver. Su rival fue Alberto Fujimori, quien tenía una estrategia diferente. “Pero claro, decir la verdad en política lo hace a uno inmensamente vulnerable, porque si el adversario no respeta esas reglas del juego, uno puede ser arrollado a través de campañas de desprestigio”, cuenta en Conversación en Princeton. En efecto, los seguidores de Fujimori comenzaron a difamar a Vargas Llosa. Lo acusaron de ser el candidato de la oligarquía que traicionaría a los más pobres una vez electo. Incluso utilizaron su obra literaria en su contra. El escritor recuerda como vio un día en televisión a un panel de expertos, contratados por sus oponentes, leer su obra. El presentador del programa leía algunos textos “degenerados y perversos” de la novela Elogio de la madrastra. Los sicólogos invitados opinaban: “¿qué clase de mente puede estar detrás de alguien que escribe esas cosas?” o “claro, es un degenerado, es el típico degenerado nato”. Para entonces ya había recibido los premios Rómulo Gallegos y Príncipe de Asturias, entre otros.
La estrategia de desprestigio fue efectiva y, a pesar de liderar las encuestas, Vargas Llosa perdió en la segunda vuelta. Enrique Ghersi, director de la campaña, escribió un año después en la revista Estudios Públicos que la derrota fue culpa de la “altivez y hasta soberbia en la candidatura de Vargas Llosa; programa liberal rechazado por el pueblo; falta de experiencia política que planteó una estrategia ‘demasiado’ transparente; alianza electoral con partidos tradicionales que puso en duda su independencia”. Otros dicen que la razón pudo ser cierta ingenuidad de Vargas Llosa en no querer confrontar a Fujimori.
—No le ha importado nunca ser incómodo ni quedar mal. Como cuando vino a México y dijo que el PRI era una dictadura perfecta. O en la campaña presidencial cuando criticó a antiguos amigos y se enfrentó con quien creyó que debía hacerlo. Ha sido muy consecuente a la hora de enfrentar situaciones que consideró injustas —dice Ricardo Cayuela—. No cede en su libertad de opinión.
Cayuela, editor y escritor, fue el encargado de entrevistar a Vargas Llosa cuando viajó a México a presentar El pez en el agua. Desde entonces mantienen una buena relación y Cayuela, hoy director editorial de Random House México, es el encargado de editar sus libros en el país. El pez en el agua fue el intento de Vargas Losa de explicar(se) qué había pasado en su fracasada incursión política: “Quería dar un testimonio que fuera lo más objetivo posible de lo que había sido mi experiencia política, así que comencé escribiendo una crónica de esos tres años de campaña. Cuando ya había avanzado algo me di cuenta de que ese libro iba a dar un testimonio muy parcial e inexacto (…). Entonces pensé en hacer un contrapunto entre la campaña y mis años de infancia”.
Después de perder las elecciones regresó a España. Ante el hostigamiento por parte del gobierno de Fujimori, el gobierno español le concedió la nacionalidad a Vargas Llosa. Permaneció en un exilio voluntario desde donde criticaba duramente al presidente.
Algunos peruanos vieron esto como un acto de traición. En 2000, regresó a Lima a presentar la monumental novela La fiesta del Chivo. En ella, Vargas Llosa narra la dictadura de Leónidas Trujillo en República Dominicana. Pero aprovechó para hablar sobre los gobiernos autoritarios y dictatoriales: “Lo terrible de los dictadores es que sí son como nosotros. Salen de allí, de lo que somos todos, y se comportan como seres ordinarios hasta que llegan al poder. El poder es el que saca al monstruo”. En ese momento, el gobierno de Fujimori ya era una dictadura civil.
Desde entonces, muchos de sus críticos insisten en que Vargas Llosa se convirtió en un radical de derecha y que, además, su literatura ha perdido calidad.
—Para mí hay dos momentos muy marcados en su obra. El primero va desde La ciudad y los perros hasta La tía Julia y el escribidor. Es una etapa en la que se alimentó de sus recuerdos de juventud, muy biográfica. Luego viene una que va desde La guerra del fin del mundo hasta Cinco esquinas. En ese segundo momento se reinventó para indagar en los temas que lo obsesionan —dice Cayuela.
—Muchos dicen que su obra ha perdido fuerza con los años, ¿qué opina de esto?
—No estoy de acuerdo: no creo que haya un escritor vivo con tantas obras maestras publicadas.
Vargas Llosa no ha perdido su disciplina para escribir ni tampoco el ímpetu para defender las causas políticas en las que cree, desde la opinión periodística o, incluso, participando en eventos. En octubre de 2017 se unió a la marcha de Barcelona a favor de la unidad de España, en la que dio un discurso enardecido que recordó sus épocas de candidato presidencial.
—Vargas Llosa es un intelectual que no tiene miedo a cambiar de opinión—dice Pilar Reyes—. Parece pensar que si la realidad cambia, el pensamiento debe hacerlo también.
—¿Mostrar ese cambio es la intención de La llamada de la tribu?
—Él ha dejado el rastro claro de cómo se han modificado sus ideas y ese es un gesto de enorme valentía y responsabilidad intelectual.
***
—Le debo a Vargas Llosa horas de lecturas gozosas. Entre otras, La tía Julia y el escribidor y Pantaleón y las visitadoras me hicieron mirar al continente y sus habitantes desde la risa; La guerra del fin del mundo, en cambio, fue una lectura ardua y alucinante, la leí tres veces, una atrás de la otra. Cayó en mis manos en ese pleistoceno en que vivíamos sin internet y me descubrió un universo: el noreste brasileño, el espacio de la religiosidad popular, el Estado enfrentado a un territorio que se pensaba independiente —dice Gabriela Alemán, narradora y editora ecuatoriana.
—¿Qué opina de sus ficciones más recientes?
—Me quedo con sus novelas anteriores, hasta La fiesta del Chivo, hay tantas y son tan buenas —dice Alemán, una de las voces literarias más aclamas de una generación de escritores que creció viendo la consagración de Vargas Llosa.
***
La noche ya empieza a caer durante nuestro segundo encuentro de la tarde. Pero Vargas Llosa no está cansado. A pesar de tantas horas de conversación, sus respuestas siguen siendo diáfanas; habla con el orden lógico de un texto ya editado.
En uno de los capítulos de La llamada de la tribu, cita un ensayo de Isaiah Berlin dedicado a Tolstói, en que divide a los intelectuales en dos categorías. Según el filósofo letón, están los erizos (que tienen un pensamiento fijo durante toda su vida y estudian una sola gran idea) y los zorros (que transitan entre diferentes ideas). Si se observa la extensa obra del peruano, todos los géneros y temas que ha tocado en cinco décadas de carrera, parece obvio que se trata de un zorro.
—¿En cuál de las dos categorías de Berlin se ubica?
—Yo creo que soy un zorro —responde entre risas— y como todos los zorros le tengo un poco envidia de los erizos. Porque tener una convicción, aunque sea fanática, te hace la vida más sencilla. Vaya, es una distinción muy sutil.
—En este libro sólo seleccionó ensayistas y filósofos, ¿ha pensado en escribir otro ensayo autobiográfico sobre los novelistas que lo han marcado?
—Sí, claro, pero en cierto sentido ya lo he hecho. He escrito ensayos sobre Flaubert, Víctor Hugo, García Márquez, William Faulkner. En un viaje reciente leí por tercera vez El ruido y furia de Faulkner, en inglés: disfruté esta lectura más que las anteriores. Lo mismo me ocurre con Los Miserables, de Víctor Hugo, que leí en el colegio militar. Me impresionó tanto que no quise releerlo. Muchos años después me pidieron un prólogo para una nueva traducción y quedé deslumbrado: de niño pensé que era una novela de aventuras pero luego entendí que era una defensa, muy católica, del perdón de la maldad.
—Es claro que la lectura es un placer para usted, pero ¿qué es lo que más disfruta de ser un escritor?
—Hay un momento en la escritura que me cuesta mucho. No me divierto haciendo las primeras versiones de los libros; es una lucha contra la inseguridad: siento que soy pésimo. En las siguientes versiones llegan el placer y el gozo de la escritura. Me gusta cuando puedo dejar libre la intuición porque la misma historia me da sorpresas.
—¿Qué ha aprendido en estos años de escritura?
—La elocuencia del silencio. En un ensayo es muy importante la claridad, comunicar las ideas: la transparencia que pide Popper. En cambio, en una novela importa la densidad, oscurecer, narrar entre las tinieblas. A veces, lo que no se dice en una historia es lo más importante.
Caminamos juntos hacia el recibidor y las escaleras, donde lo espera el fotógrafo para hacerle unos retratos. Frente a la cámara emerge el Vargas Llosa legendario, el intelectual emblemático de mirada intensa. Luego pasamos a la terraza donde posa con paciencia. El frío, afuera, es seco e intenso, pero Vargas Llosa no se deja perturbar. Comentamos rápido algunos temas de la actualidad del continente: el proceso de paz en Colombia, la elecciones presidenciales en México y el indulto del presidente Pedro Pablo Kuczynski a Fujimori.
—No sabes lo enojado que me tiene eso —dice—, ha sido una traición a sus electores, sobre la que escribí en El País.
—¿Tiene remedio Latinoamérica?
—El panorama parece oscuro, pero yo soy optimista. Estoy convencido de que Latinoamérica está mucho mejor hoy que en mi juventud.
Atravesamos el jardín. Una ráfaga de viento helado nos golpea en la espalda. Los árboles despoblados se mueven de un lado al otro, las hojas muertas caen sobre el agua de la piscina. Vargas Llosa se peina con la palma de su mano y sonríe de nuevo.
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