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Miles de refugiados y migrantes intentan cruzar el Mediterráneo para tocar las puertas de un futuro mejor, aun cuando la pandemia hace todo por detenerlos. Durante la segunda ola de contagios por Covid-19, muchos aguardan en un limbo: están atrapados en centros migratorios y de acogida en espera de que se puedan reanudar las actividades en las islas griegas e italianas y en los enclaves españoles.
En el territorio marítimo más emblemático del mundo se encuentran y tocan tres continentes, se dan cita el pasado y el presente, y el futuro despunta con las esperanzas y ansiedades de estos tiempos. Aquí confluyen la Unión Europea, la Liga Árabe, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión Africana; y se enfrentan los intereses de países como Rusia, China e incluso los de Estados Unidos. Su legado y relevancia económica y geopolítica —del Bósforo al canal de Suez y hasta el estrecho de Gibraltar— es inestimable: durante milenios navegaron sus aguas los fenicios, etruscos, griegos, egipcios, romanos, bizantinos, otomanos, franceses, ingleses, españoles, genoveses, soviéticos, israelíes, cartaginenses y austrohúngaros. Aunque en los últimos años cientos de barcas con migrantes abordo zozobran en su territorio, nada detiene su flujo.
El Mediterráneo también es un mar pleno de muerte. La epidemia detuvo por completo las actividades en todas sus orillas, una cuenca extensa de dos mil 500 millones de km2. Puertos, ciudades, marinas, astilleros, islas y archipiélagos, y sus millones de habitantes estuvieron paralizados durante meses este 2020. Mientras la vida se hacía presente a través de imágenes virales de ballenas o cardúmenes de peces en una Venecia o Barcelona detenidas en el tiempo, la muerte tocaba incesantemente la puerta. Grecia, Italia y España han sido golpeados por una enfermedad invisible para la que aún no hay remedio confiable; de acuerdo con la Universidad Johns Hopkins, entre las tres naciones hay más de 74 mil fallecidos por Covid-19. Un número de muertes que incrementa ante la abrumadora segunda ola del coronavirus, para la que ninguno de estos países está lo suficientemente preparado. En este contexto, migrantes de África, Medio Oriente y Asia siguen intentando tocar las puertas del Mediterráneo, aun cuando la pandemia intenta detenerlos, haciendo el trayecto más inhóspito que nunca.
Durante tres semanas recorrí centros de detención migratoria, refugios, iglesias, plazas y calles, de las islas griegas del Dodecaneso a las costas de Sicilia y a la valla fronteriza entre Melilla y Marruecos, recogiendo testimonios sobre la realidad que enfrentan los miles de migrantes y solicitantes de asilo. Desde la Segunda Guerra Mundial, el flujo humano hacia Europa a través de estos mares, por razones económicas, políticas y sociales, ha sido una constante que ni siquiera la pandemia ha logrado detener. Los sistemas sanitarios están colapsados, los centros de acogida, desbordados, mientras que cunden las narrativas xenófobas y hostiles, y en altamar, los naufragios. Mediterráneo y migración se escriben con eme de muerte.
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Isla de Kos
—Ahí, justo ahí. ¡Enfrente!, ¡ahí!
El dedo de Dimitris apunta a un lugar indistinto en el horizonte, trémulo, torcido por la artritis, largo y delgado como el breve estrecho de mar que nos separa de la costa turca a menos de cuatro km de distancia, en línea recta desde la banca en la que todas las tardes se sienta este viejo pescador griego a tomar el fresco. Desde su jubilación, años atrás, este hombre de 80 años añora navegar por sus aguas, salir a pescar pulpos y lubinas.
—¡Ahí! —repite con voz firme.
Ahí es donde Dimitris solía salir cada madrugada con su barca a surcar las aguas del Mediterráneo oriental en busca de sustento. Ahí, enfrente, en las playas de la ciudad turca de Bodrum, destino predilecto de millonarios rusos y ucranianos para vacacionar, entre yates que parecen edificios y hoteles de cinco estrellas amaneció, sin vida y boca abajo, el cuerpo del pequeño Alan Kurdi, hace cinco años, el 2 de septiembre de 2015, mojado, ahogado hasta la muerte por las mismas aguas que prometían para él y su familia la anhelada libertad.
La foto del niño sirio de tres años dio la vuelta al mundo y se convirtió en una macabra postal de la grave crisis humanitaria desatada en 2015, que movilizó a gobiernos, activistas y políticos de medio orbe. Una combinación de factores entre guerras civiles, conflictos armados, desastres naturales, represión política y desequilibrios económicos hizo que, entre enero y diciembre de ese año, más de un millón de personas, de acuerdo con cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la máxima autoridad multilateral en materia de flujos humanos y desplazamientos forzados, arriesgara su vida para llegar a Europa atravesando el Mediterráneo.
La familia Kurdi, de raíces kurdas y proveniente de Kobane —una región de Siria atacada por fuerzas rebeldes y por efectivos del ejército—, huyó de la guerra civil en su país rumbo a Turquía, con la idea de encontrar refugio en Canadá, a donde habían emigrado algunos familiares cercanos. En su intento por alcanzar la isla griega de Kos –lugar de nacimiento de Hipócrates, el padre de la medicina–, los Kurdi pagaron a unos traficantes para cruzar el mar que los separaba de Europa; sin embargo, el maltrecho bote inflable en el que lo hicieron se hundió, lo que les costó la vida a Alan, a su madre y a su hermano Galib. En total, durante los primeros seis meses de 2015, más de mil 200 migrantes y refugiados murieron ahogados al intentar cruzar el Mediterráneo.
Ha pasado media década desde entonces y la crisis humanitaria dista mucho de haberse resuelto; al contrario, parece agravarse. La pandemia puso al mundo en vilo, incluido al Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias o los controles fronterizos, no dan ni darán tregua.
—Un kilo de arroz, harina de trigo, tres litros de agua, sal y una barra de jabón. Es lo que hemos ido a comprar hoy —dice Nasra en un inglés mezclado con árabe y suajili.
Nasra dibuja su discurso con sonrisas que le restan gravedad y miseria a su historia. Los últimos ocho meses los ha pasado encerrada, a cal y canto, con su hermana mayor, Hamdi, en el Centro de Recepción e Identificación de migrantes y refugiados del gobierno griego en la isla de Kos. Con capacidad para 816 personas, el centro alberga a más de dos mil; como el resto de los centros localizados en el Mediterráneo oriental, está desbordado. Por fuera asemeja una escuela rural compuesta por largas barracas de concreto; dentro trabajan funcionarios atenienses que le dan seguimiento a la situación migratoria de los detenidos y, de manera intermitente, organizaciones no gubernamentales y agencias de Naciones Unidas, como la ACNUR, que proveen servicios médicos, educativos, de asistencia social e informativos. Construido en 2016 como respuesta al influjo de migrantes y refugiados que trajo consigo la crisis migratoria del año previo a la diminuta ínsula del Egeo, el centro cumple la doble función de ser un espacio de acogida para personas cuyos trámites de asilo están en proceso y prisión preventiva para aquéllos, con menor suerte, que están a la espera de ser deportados a sus lugares de origen.
—Estamos felices de poder salir y empezar a vivir de nuevo.
Nasra traduce las palabras de su hermana, de 25 años, con quien escapó en enero de 2020 de su natal Mogadiscio ante un futuro de mutilación genital, matrimonio forzado y estricto control religioso por parte de la inefable presencia en Somalia del grupo terrorista islámico Al Shabab. En el país del Cuerno de África, toda niña está expuesta a que se vulnere su integridad con la resección, total o parcial, del clítoris o los labios menores de la vulva, una práctica que el mundo occidental ha condenado pero que se ha defendido en muchos rincones de la geografía africana aduciendo motivos culturales y religiosos. Volaron a Estambul y desde ahí se trasladaron por tierra hasta Bodrum, donde pasaron algunos días antes de cruzar a Kos, sin salvavidas, en una barca inflable que, por su descripción, estaba tan maltrecha como las que muestran en abundancia los medios de comunicación. Pagaron mil 300 dólares por cabeza a los traficantes, a quienes identifican como coterráneos somalíes. Con ellas llegaron otros 40 migrantes y refugiados; algunos siguen en el Centro y a otros ya los deportaron. Del resto, no saben nada.
Nasra y Hamdi esperan al autobús que habrá de regresarlas al centro migratorio. Enfundadas en llamativas abayas, anaranjada y negra, respectivamente, cargan en una bolsa de plástico la compra para la que les autorizaron salir del Centro por primera vez desde que inició la crisis sanitaria. Los migrantes y refugiados son quienes más han sufrido las estrictas medidas de confinamiento del gobierno helénico. Mientras que a los ciudadanos griegos se les permitió paulatinamente reanudar sus actividades y movimientos desde mayo, no fue sino hasta mediados de septiembre que, en casos concretos, como compra de víveres, búsqueda de casa o citas médicas, se hizo lo propio con los extranjeros de estatus migratorio irresuelto. La primera muerte por Covid entre la vasta comunidad de refugiados y solicitantes de asilo en Grecia fue la de un hombre de origen afgano de 61 años. En el campamento de refugiados de la isla de Lesbos, el más grande del país, con más de 12 mil internos, 240 personas dieron positivo a finales de septiembre tras la realización de más de siete mil pruebas rápidas. Organizaciones pro-migración y activistas denuncian que no se han hecho suficientes pruebas entre una de las poblaciones con mayor vulnerabilidad en el país, dadas las condiciones de hacinamiento en los centros de detención. El gobierno griego subraya que las estrictas medidas de restricción a la movilidad de refugiados y migrantes son por su bien, aunque también, quizá, la causa de una incidencia del virus aún desconocida y razón de más muertes por venir.
—Es mejor que estar encerradas en Mogadiscio —alcanza a decir Nasra, antes de abordar el autobús que las regresará al Centro.
La pandemia puso al mundo en vilo, incluido el Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias y controles fronterizos, no dan ni darán nunca tregua.
A diferencia de las vecinas islas de Lesbos, Quíos o Samos, de mayor tamaño y con poblaciones migrantes y refugiadas más numerosas, la situación en Kos ha recibido mucha menor atención mediática. Quizá de forma “injustificada”, dice Nikoletta Skliva, oficial de campo de la ACNUR a cargo de la isla, pues hablar sobre el origen, las edades y las relaciones familiares de los migrantes y refugiados “ayudaría a desmitificar estereotipos en el continente”. Skliva se refiere a la falsa percepción de que la mayoría de los migrantes y refugiados que intentan entrar a Europa son jóvenes, hombres, solteros y, probablemente, musulmanes proclives a la radicalización. En total, la agencia de Naciones Unidas estima que en esta parte del Egeo —que, además de Kos, incluye las islas de Leros y Rodas— se encuentran cerca de cuatro mil refugiados y solicitantes de asilo, en su gran mayoría (64%) provenientes de Siria, Somalia y Palestina. En un porcentaje considerable (44%) son familias. De este total, en el escenario ideal de que sus procesos de solicitud de asilo sean exitosos, son muy pocos los que se quedan en Kos, dadas las limitaciones de vivienda y empleo; la mayoría se trasladada a la Grecia continental donde, de la mano de fondos europeos destinados a Atenas y con la continua asistencia de organizaciones civiles y programas financiados por la acnur, inician una larga pero, en muchos casos, positiva inserción. Claro está que la coyuntura lo hace más difícil: las ofertas de trabajo menguaron y la economía sigue decreciendo, algo que afecta a griegos y migrantes por igual.
El coronavirus ha resultado un reto en todos los sentidos y, en el caso específico de Kos, por razones contrarias a las que podríamos imaginar. El descenso en los arribos semanales al Dodecaneso la última semana de septiembre de 2020 se redujo a sólo tres personas en comparación con la misma semana de 2019, cuando fueron 449; esto ha permitido que el grave rezago en el procesamiento de solicitudes de asilo y refugio haya también disminuido. Los tiempos de espera y de encierro, para quienes están ahí, en el limbo, se redujeron finalmente. Aunque ello no quiera decir que la situación haya cambiado por completo.
“Nadie quiere que se repita el 2015”, afirma el profesor Harry Papasotiriou, director del Instituto de Relaciones Internacionales de la Universidad Panteion. Los costos económicos, políticos e incluso emocionales en toda Europa fueron muy altos. En Grecia conllevaron, en parte, al cambio de gobierno en Atenas.
Las consecuencias reales de la pandemia están aún por verse, a uno y otro lados de la cuenca mediterránea. El azote del coronavirus en Siria, Líbano, Egipto o Irak no puede ni debe desestimarse. De acuerdo con proyecciones del Fondo Monetario Internacional, el PIB conjunto del Oriente Medio caerá un 4.7% en 2020. Además, afirma Papasotiriou, “no podría descartarse” que Turquía, país de tránsito y receptor de migrantes y refugiados, trampolín indiscutible de la ruta mediterránea hacia Grecia y el resto de Europa, politizara la migración para su beneficio y para presionar a Bruselas, como en 2015.
Isla de Samos
—No lo sabemos, hemos estado aquí casi un año y no sabemos cuánto más tendremos que estarlo —dice el señor Haj mientras me invita a tomar un té al interior de la maltrecha jaima que le sirve de hogar a su familia de doce. Alrededor, cerro arriba, cientos de otras jaimas y tiendas de campaña, igual de desvencijadas por el viento, la lluvia, la suciedad y el tiempo, cubren la mitad de la montaña que se yergue detrás del centro de detención migratoria de la isla de Samos, en el mar Egeo, a solo 1.6 kilómetros de distancia de la costa turca.
Aquí, el centro migratorio, que construyó Atenas al mismo tiempo que el de Kos con fondos europeos que suman más de dos mil millones de euros desde 2015, quedó superado por la demanda casi desde el inicio. Más de siete mil almas se debaten por tener acceso a agua potable y a la muy limitada presencia médica y asistencia alimentaria, entre cerros de basura, alambres de púas y una constante vigilancia policial. Entre los Haj, cuyas edades van de los 10 meses a los 67 años, nadie va calzado y las liendres son persistentes, pero también, las ganas de no claudicar. Vivieron bajo el yugo del Estado islámico en su natal Raqa, al oriente de Siria, y no están dispuestos a dejarse vencer.
La noche previa a mi visita, justo 10 días después de que un fuego arrasara con el centro migratorio en Lesbos y el campamento de refugiados contiguo —el mayor de toda Europa—, otro incendio ardió durante toda la noche. Finalmente, lo pudieron controlar los bomberos; no fue suficiente para acabar con el campamento de Samos. Aquí, a final de cuentas, nada es suficiente y menos con la amenaza latente del virus: ni las ayudas europeas ni la respuesta del gobierno griego ni los recursos financieros y humanos de las ONGs han sido suficientes en estos cinco años. Como tampoco lo son suficientes los llamados de algunos a que los migrantes y refugiados desistan de su propósito: huir de sus infiernos nacionales y personales para llegar a Europa y labrarse un futuro mejor.
—Con o sin ayuda, yo quiero estudiar e ir a la universidad —me confía, orgulloso, el mayor de los hijos Haj, un adolescente de 15 años y ojos color miel—. No lo pude hacer en Siria, pero he de hacerlo en algún lugar.
Lampedusa
“Chi piangerà per questi morti?” reza la placa colocada en la parroquia principal de Lampedusa para conmemorar la visita del Papa Francisco en 2013 y en honor a los migrantes y solicitantes de asilo que pasan por esta pequeña isla del Mar Africano, como llaman los italianos a este pedazo del Mediterráneo central. La primera visita en la historia de un pontífice romano a estas tierras.
A solo 90 millas náuticas de Túnez, tan cercana de Roma como de Trípoli, capital de Libia, Lampedusa es conocida como “la puerta de Europa” pero también, como la tumba de África. Frente a sus costas, entre 2013 y 2020, han perecido o desaparecido alrededor de 20 mil migrantes provenientes de dicho continente.
—Y a ellos, ¿quién los va a llorar? A todos ellos, ¿quién los ha llorado? —se pregunta don Carmelo. ¿Quién va a llorar a los que yacen aún en el fondo del mar, a aquéllos cuyos cuerpos nunca fueron identificados y nunca llegaron a su destino?
Don Carmelo conversa, taciturno, mientras caminamos hacia su pequeña oficina en la sacristía de la parroquia de Lampedusa, dedicada a San Gerlando, el santo de los desastres, patrono de la diócesis de Agrigento, en Sicilia, a la que pertenece la isla. La única iglesia católica del lugar, que el sacerdote dirige desde 2016.
— He perdido la cuenta o, más bien, he decidido no llevarla. Más de 30, 40 muertos quizá… pero los números no importan, son los individuos los que importan, cada uno de esos hombres y mujeres a quienes se trata como mercancías en lugar de como a seres humanos, de carne y hueso. Como nosotros.
Don Carmelo se pasa la mano por la frente, salpicada de pecas. El calor y la humedad en estas latitudes resultan aciagos. El regordete religioso, pelirrojo y cuarentón cambia su semblante risueño por uno grave y preocupado cuando trata de enumerar las docenas de cadáveres de migrantes —africanos, en su inmensa mayoría— a quienes ha debido dar la extremaunción en el puerto de la isla italiana desde su llegada, hace tres años. Cuerpos inertes, vencidos por el Mediterráneo, el cansancio y la desesperación, a los que rescató la Guardia Costera y trajo a tierra firme. Sin familia, amigos ni recuerdos. Las últimas fueron 13 mujeres; todas, jóvenes de no más de 30 años que murieron ahogadas hace casi un año al naufragar su embarcación precaria. La parroquia que comanda don Carmelo realizó sus funerales y albergó sus cuerpos por algunos días, en lo que pudieron enviarlos a Sicilia. En la isla, desde hace años, no hay espacio para enterrar a nadie que no sea a alguno de sus pocos habitantes.
De acuerdo con datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el brazo de Naciones Unidas que se encarga del fenómeno migratorio, desde 2013 más de 20 mil personas han perdido la vida al cruzar el Mediterráneo central.
—Quien debe escucharlo no lo escucha, ésa es la verdadera tragedia, sobre todo en estos tiempos —dice el sacerdote, apesadumbrado por el poco eco que tienen las palabras del Papa argentino, que ha dedicado gran parte de su pontificado a visibilizar las penurias de migrantes y refugiados; de ahí que Lampedusa fuese el primer destino en su viaje oficial como Sumo Pontífice. Don Carmelo lamenta que los dichos de Bergoglio no hagan mella entre políticos, élites económicas y actores sociales en una Italia sobrepasada ante la pandemia por el coronavirus, en la que “el miedo por el otro, por el extranjero, por el migrante, se politiza”.
La parroquia que dirige era el único lugar de la isla, fuera del centro de detención migratoria (que el gobierno italiano gestiona con recursos que provienen de Bruselas), donde los migrantes y solicitantes de asilo, podían contar con servicios de asistencia social, apoyo moral y un punto de encuentro con la comunidad isleña. Hoy, ya no es así: la epidemia atrincheró a los isleños en sus casas y puso en cuarentena indefinida a los migrantes en el centro de detención. La parroquia, antes llena de vida, se siente estos días más desolada que nunca.
—Esta isla es un gran laboratorio en el que los derechos humanos se ponen constantemente a prueba —afirma, con una mezcla de resignación e impotencia, el hombre de piel oscura y mirada furtiva con quien me entrevisto en un café de espaldas al puerto, con cubrebocas y sigilo, a quien llamaremos “C”.
Desde la Segunda Guerra Mundial, el flujo humano hacia Europa y a través del Mediterráneo, por razones económicas, políticas y sociales, ha sido una constante que ni siquiera la pandemia ha logrado detener.
“C” trabaja en una organización internacional como traductor para los subsaharianos rescatados del Mediterráneo. Prefiere omitir su nombre para hablar con mayor libertad de su experiencia, pasada y presente. Quién mejor que alguien como él, que hubo de hacer ese nefario recorrido y sobrevivió para contarlo. Está a punto de cumplir 33 años. Cuando apenas tenía 20, salió de su pueblo natal en África Occidental, dejando atrás a su madre, dos hermanas y un hermano menor. La muerte de su padre precipitó su salida. Al ser el mayor del clan, la tradición local y mahometana dictaba que debía hacerse cargo de su familia. No había forma de hacerlo sin migrar. Hoy, a más de una década de su llegada a Italia, para este hombre de expresivos ojos azabache poco ha cambiado la situación allá en su continente o acá en su país adoptivo.
—El miedo es discriminatorio —dice convencido mientras, atento, busca con la mirada a los pocos transeúntes que atraviesan el puerto de Lampedusa, rumbo a la calle Roma, arteria principal de la isla, en donde hemos convenido nuestro encuentro—. Yo sé que hablo desde una situación privilegiada, pues tengo trabajo, un estatus migratorio resuelto y puedo enviar dinero a mi familia. Aun así, no hay nada que me diferencie de todos los migrantes que cruzan el Mediterráneo. Somos todos víctimas de un racismo injustificado, del miedo a lo foráneo; por ello, tengo la responsabilidad de denunciarlo y de combatirlo —confiesa y le da un sorbo a su refresco.
Añade:
—Esta pandemia es una oportunidad para los extremistas, que siempre han usado a la migración para apoyar su discurso xenófobo, de manipular a las personas, valiéndose del temor irracional que se respira en el ambiente por el virus.
El arribo de barcas a costas italianas, que provienen de Túnez y Libia, cargadas de migrantes y solicitantes de asilo, experimentó un breve decremento durante los meses de confinamiento obligatorio al inicio de la epidemia, pero se recuperó hacia el verano y entrado el otoño; ante esta segunda ola, los arribos a través de la ruta del Mediterráneo central se consolidan e, incluso, sobrepasan los del 2019. De acuerdo con la oim, entre enero y octubre del 2020 las llegadas alcanzaron las 29 449 personas, a comparación de las 12 763 que se registraron durante el mismo periodo el año anterior. Y a todas y cada una de estas personas se les ha sometido a rigurosas cuarentenas, pruebas rápidas y las más estrictas medidas de higiene y seguridad sanitaria. Algo que no ocurre con las decenas de miles de turistas del norte de Italia que aterrizaron entre mayo y octubre en la isla, la mayoría de ellos, provenientes de las provincias más afectadas por la pandemia en el país, como Lombardía y el Véneto.
Sicilia
—Antes de la pandemia, ganaba 600 euros al mes. Ahora, apenas percibo 300. Si la situación continúa empeorando, no sé cómo le voy a hacer…
Philip Yawara tiene 25 años. Dejó Gambia escapando de una dictadura con servicio militar obligatorio y llegó hace casi cuatro años a Palermo, el polo económico y político de Sicilia, que tiene más de 1.3 millones de habitantes. Tras obtener un permiso de residencia por razones humanitarias, este joven, que gusta del periodismo y la cocina, consiguió un apartamento que cohabita con otros seis inmigrantes. Paga 150 euros al mes por una habitación que comparte con un paisano suyo. Al poco tiempo, consiguió un par de trabajos, como afanador y como mesero, que le dieron cierta estabilidad financiera. Hoy todo eso está pendiendo de un hilo. Con el coronavirus lo echaron de ambos trabajos y solo después de los tres meses de confinamiento obligatorio dictados por Roma le ofrecieron retomar uno de los dos, aunque con menos de la mitad de la paga. No podía rechazarlo: el alquiler y el coste de vida no podían esperar más.
La epidemia no solo ha vulnerado la vida de Philip, sino la de todos los migrantes y refugiados en Sicilia. De acuerdo con cifras del Instituto Italiano de Estadística, en la isla viven 200 813 extranjeros, entre migrantes y refugiados, un número que la mayoría de las organizaciones que trabaja con dicha población considera moderado, dada la clandestinidad que prepondera entre la comunidad migrante y la falta de indicadores de medición adecuados para dar una cifra real. Los activistas estiman que son medio millón.
—Éste es, sin duda, un momento muy complejo para todos nosotros; es mucho más difícil encontrar un trabajo y la gente nos mira con desconfianza, algo que antes no sucedía—explica el refugiado subsahariano. La emergencia sanitaria ha complicado el escenario incluso para quienes trabajan por y con los refugiados y migrantes.
De acuerdo con el mapeo que realiza la Universidad Johns Hopkins, con el arribo de la segunda ola de la pandemia, el número de casos registrados en Sicilia supera los 21 758, con 502 muertes de por medio. El centro de acogida para migrantes más grande de Palermo, conocido como Il Viaggio y que gestiona un reducido grupo de voluntarios, se puso en cuarentena semipermanente desde septiembre, cuando se descubrió una treintena de contagiados en el interior, gracias a las pruebas rápidas que realizó la Cruz Roja local. La policía resguarda noche y día el perímetro de la otrora bodega industrial y no se permiten el ingreso ni la salida de ninguna persona; adentro están atrapados más de 500 migrantes y solicitantes de asilo. Los servicios sanitarios de la región italiana están saturados y la necesidad de realizar más pruebas, sobre todo, entre la población migrante, quedará por lo pronto pendiente ante la falta de recursos financieros y médicos, denuncian activistas.
“Ahora, nuestras misiones de rescate resultan el doble de caras y el financiamiento para hacerlas realidad se ha vuelto más arduo”, reconoce por vía telefónica Riccardo Gatti, de la ONG Open Arms que, como varias más, realiza operaciones en el Mediterráneo central para rescatar con vida a los migrantes.
Desde que la Unión Europea y, en particular, los gobiernos de los países más afectados por el tráfico humano, entre ellos Italia, endurecieron sus políticas de rescate en altamar, son las ong las que, con cada vez menos ayuda de los guardacostas, se encargan de salvar vidas. A los costes de toda misión, aclara Gatti, ahora han de agregarse 14 días adicionales de comida y servicios para la tripulación por la cuarentena obligatoria a la llegada a puerto, además de los gastos en equipo médico y las adecuaciones que han de realizarse a los barcos de rescate. De acuerdo con las regulaciones sanitarias del gobierno, toda embarcación de rescate que llegue a costas italianas debe pasar una cuarentena obligatoria de dos semanas, con la tripulación entera a bordo, con los costes humanos y financieros que esto conlleva. También está el caso del Centro Astalli, una asociación civil italiana que, en conjunto con la orden jesuita, provee servicios médicos, de habitación, alimentarios, educativos y de asistencia legal a migrantes. “A mí, de hecho, no me pagan desde mayo”, agrega Donata Perelli, directora de la oficina en Palermo.
—Creo que [las consecuencias de la pandemia] son mucho peores para nosotros, los “extraños”—dice Kadijatu, refiriéndose a los inmigrantes y refugiados. Esta mujer guineana sufre de una afección pulmonar congénita que requiere tratamiento médico continuo y que la llevó a pagar a unos traficantes para que la trajeran a Italia junto con su marido. Hoy, a raíz del virus, se quedaron sin empleo.
Con la pandemia, todos hemos perdido, con la excepción quizá de la narrativa que criminaliza a los otros. La política y los políticos, nacionalistas y aislacionistas, demagogos y autoritarios ven en la otredad al enemigo y al conejillo de Indias para justificar sus omisiones cuando se trata de combatir los lastres económicos, financieros y sociales de la pandemia.
Melilla
“Vox propone levantar un muro en Ceuta y Melilla contra la invasión migratoria”; “Una construcción que por su grosor, resistencia y altura haga impenetrables e infranqueables las fronteras”; “La expulsión inmediata de todos aquéllos que pretendan entrar de forma ilegal a España”; “Los peligros en materia sanitaria que traen consigo los migrantes”; “Un muro pagado por Marruecos…”.
Los titulares de la prensa española de los últimos dos años son contundentes cuando se trata de reflejar los dichos de Vox y de sus principales voceros. Comandada por Santiago Abascal, la agrupación de ultraderecha que hizo su irrupción en la escena política en 2013 comparte con varias de sus contrapartes europeas una agenda antiinmigrante que, escudada en el nacionalismo, raya en la xenofobia.
—Le hablo con claridad: yo preferiría que la frontera permaneciera cerrada—dice José Miguel Tasende, presidente de Vox en Melilla, una ciudad autónoma española situada en suelo africano, habla en nombre de los “muchos” afiliados a su partido allí. El número exacto, dice, no lo puede revelar. Se refiere a los casi nueve meses que el paso fronterizo entre la ciudad y Nador, Marruecos, lleva cerrado a cal y canto. Tras esta decisión, en marzo de 2020, en principio, unilateral del reino magrebí como medida precautoria por la pandemia, se detuvo el tráfico de mercancías y de personas por completo en una de las fronteras más transitadas del mundo. Una parálisis que, más allá de las percepciones de Vox y sus afiliados, simpatizantes o votantes, ha resultado desastrosa para Melilla, Nador y la gente a ambos lados de la valla metálica.
—Nos están obligando a cerrar y quizá también a migrar a Francia, a Alemania, al extranjero… —dice Seddick Mojtar, que abrió su tienda de abarrotes justo enfrente del cruce fronterizo conocido como Beni Ensar en 1996. Sus ventas, en gran medida abocadas al tráfico transfronterizo, han caído en un 80% y su situación económica es de total precariedad, a tal grado que el melillense de origen bereber y confesión mahometana considera migrar como única opción viable.
Antes de la pandemia, entre Melilla y Marruecos se registraban más de 30 mil cruces diarios; hasta principios de noviembre de 2020, no se registra uno solo. La frontera entre el pequeño enclave español y el país africano parece tierra de nadie.
La segunda ola de la pandemia está resultando desastrosa para la ciudad española de 84 mil habitantes; con 2 745 contagios registrados y 12 muertes, se han prendido todas las alarmas para evitar que las escasas unidades de cuidados intensivos se saturen. De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística español, oficialmente hay 652 inmigrantes en el enclave del Magreb. Una cifra que, concuerdan todos los melillenses, no representa la realidad; el alto número de marroquíes afincados sin documentación en la ciudad, aquéllos que han quedado atrapados desde el cierre de la frontera y los muchos menores no acompañados que nadie ha contabilizado les dan la razón. Y son ellos, a quienes no se cuenta y que no cuentan con nadie, los más vulnerables.
La pandemia puso al mundo en vilo, incluido el Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias y controles fronterizos, no dan ni darán nunca tregua.
—Nosotros, sin embargo, somos afortunados. El problema más grave lo tienen los que han perdido todo o los que nunca han tenido nada —dice Seddick y se refiere a su supervivencia entre el mar de locales comerciales que han bajado la cortina.
Un océano de personas vivía del contrabando de mercancías y hoy no tienen de qué vivir; de acuerdo con estimaciones, entre seis y ocho mil mujeres y sus respectivas familias han quedado en el desamparo. Ante el coronavirus, la guerra comercial y la paradiplomacia a ambos lados de una frontera paralizada, esas miles de familias quedaron en un limbo. Y, junto con ellos, muchos de ellos, menores de edad. Ahora, como todos en Melilla, los migrantes están atrapados. Huyeron de un pasado al que no quieren volver, pero su futuro nomás no llega.
—En Melilla no puedes hacer nada. Ni estudiar ni ir a la escuela. Solo esperar. Y yo ya estoy cansado de esperar —dice Maruan de 19 años.
Llegó a Melilla al rozar la mayoría de edad, escapando de la violencia familiar, el abuso sexual y la pobreza que lo ahogaban en su pequeño pueblo natal del Rif, una de las regiones más aisladas y desfavorecidas de todo Marruecos. Cruzó enterrado en grava dentro de una revolvedora para hacerse invisible a los agentes de la Guardia Civil en la frontera y con dificultades para respirar. Desde el comienzo de la pandemia, pasa algunas noches en el refugio temporal que montaron las autoridades de la ciudad en la plaza de toros durante los meses más álgidos del confinamiento junto con más de 200 personas: otros jóvenes como él, niños y niñas; marroquíes, argelinos, marfileños, nigerianos y cameruneses. El refugio temporal es la única alternativa para adolescentes como Maruan que, por su edad, llegan al centro de menores de La Purísima, al no poder acceder al Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) que hoy ocupan más de 900 personas.
Maruan pasa las noches en vela, acechando para colarse en los bajos de algún camión, asido con uñas y dientes a su carrocería hasta el amanecer. Con la esperanza de que nadie lo vea, quiere meterse como polizón en alguno de los ferris que a diario viajan entre Melilla, Málaga y Almería, en la península ibérica; una práctica que denominan risking, por lo riesgosa que es, y que Maruan ha intentado, al menos en diez ocasiones en lo que va del mes. Lograrlo es una hazaña pues la presencia de la Guardia Civil es perenne y el control portuario se ha fortalecido a raíz de la Covid-19.
¿Quién puede culparlos por intentar alcanzar su futuro? Maruan, confiesa, lo intentará de nuevo esta noche. Ya se siente con mucha más fuerza; hace casi un año, en uno de sus múltiples intentos, al saltar una barda de piedra cayó en falso y se rompió los dos pies. Mientras que muchos quieren salir de Melilla, otros más quieren entrar. Así, el Mediterráneo sigue fiel a su tradición milenaria, un puente y una vía de tránsito entre naciones y pueblos, entre ideas y sueños. Necesita ser un mar de puertas y fronteras abiertas.
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Miles de refugiados y migrantes intentan cruzar el Mediterráneo para tocar las puertas de un futuro mejor, aun cuando la pandemia hace todo por detenerlos. Durante la segunda ola de contagios por Covid-19, muchos aguardan en un limbo: están atrapados en centros migratorios y de acogida en espera de que se puedan reanudar las actividades en las islas griegas e italianas y en los enclaves españoles.
En el territorio marítimo más emblemático del mundo se encuentran y tocan tres continentes, se dan cita el pasado y el presente, y el futuro despunta con las esperanzas y ansiedades de estos tiempos. Aquí confluyen la Unión Europea, la Liga Árabe, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión Africana; y se enfrentan los intereses de países como Rusia, China e incluso los de Estados Unidos. Su legado y relevancia económica y geopolítica —del Bósforo al canal de Suez y hasta el estrecho de Gibraltar— es inestimable: durante milenios navegaron sus aguas los fenicios, etruscos, griegos, egipcios, romanos, bizantinos, otomanos, franceses, ingleses, españoles, genoveses, soviéticos, israelíes, cartaginenses y austrohúngaros. Aunque en los últimos años cientos de barcas con migrantes abordo zozobran en su territorio, nada detiene su flujo.
El Mediterráneo también es un mar pleno de muerte. La epidemia detuvo por completo las actividades en todas sus orillas, una cuenca extensa de dos mil 500 millones de km2. Puertos, ciudades, marinas, astilleros, islas y archipiélagos, y sus millones de habitantes estuvieron paralizados durante meses este 2020. Mientras la vida se hacía presente a través de imágenes virales de ballenas o cardúmenes de peces en una Venecia o Barcelona detenidas en el tiempo, la muerte tocaba incesantemente la puerta. Grecia, Italia y España han sido golpeados por una enfermedad invisible para la que aún no hay remedio confiable; de acuerdo con la Universidad Johns Hopkins, entre las tres naciones hay más de 74 mil fallecidos por Covid-19. Un número de muertes que incrementa ante la abrumadora segunda ola del coronavirus, para la que ninguno de estos países está lo suficientemente preparado. En este contexto, migrantes de África, Medio Oriente y Asia siguen intentando tocar las puertas del Mediterráneo, aun cuando la pandemia intenta detenerlos, haciendo el trayecto más inhóspito que nunca.
Durante tres semanas recorrí centros de detención migratoria, refugios, iglesias, plazas y calles, de las islas griegas del Dodecaneso a las costas de Sicilia y a la valla fronteriza entre Melilla y Marruecos, recogiendo testimonios sobre la realidad que enfrentan los miles de migrantes y solicitantes de asilo. Desde la Segunda Guerra Mundial, el flujo humano hacia Europa a través de estos mares, por razones económicas, políticas y sociales, ha sido una constante que ni siquiera la pandemia ha logrado detener. Los sistemas sanitarios están colapsados, los centros de acogida, desbordados, mientras que cunden las narrativas xenófobas y hostiles, y en altamar, los naufragios. Mediterráneo y migración se escriben con eme de muerte.
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Isla de Kos
—Ahí, justo ahí. ¡Enfrente!, ¡ahí!
El dedo de Dimitris apunta a un lugar indistinto en el horizonte, trémulo, torcido por la artritis, largo y delgado como el breve estrecho de mar que nos separa de la costa turca a menos de cuatro km de distancia, en línea recta desde la banca en la que todas las tardes se sienta este viejo pescador griego a tomar el fresco. Desde su jubilación, años atrás, este hombre de 80 años añora navegar por sus aguas, salir a pescar pulpos y lubinas.
—¡Ahí! —repite con voz firme.
Ahí es donde Dimitris solía salir cada madrugada con su barca a surcar las aguas del Mediterráneo oriental en busca de sustento. Ahí, enfrente, en las playas de la ciudad turca de Bodrum, destino predilecto de millonarios rusos y ucranianos para vacacionar, entre yates que parecen edificios y hoteles de cinco estrellas amaneció, sin vida y boca abajo, el cuerpo del pequeño Alan Kurdi, hace cinco años, el 2 de septiembre de 2015, mojado, ahogado hasta la muerte por las mismas aguas que prometían para él y su familia la anhelada libertad.
La foto del niño sirio de tres años dio la vuelta al mundo y se convirtió en una macabra postal de la grave crisis humanitaria desatada en 2015, que movilizó a gobiernos, activistas y políticos de medio orbe. Una combinación de factores entre guerras civiles, conflictos armados, desastres naturales, represión política y desequilibrios económicos hizo que, entre enero y diciembre de ese año, más de un millón de personas, de acuerdo con cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la máxima autoridad multilateral en materia de flujos humanos y desplazamientos forzados, arriesgara su vida para llegar a Europa atravesando el Mediterráneo.
La familia Kurdi, de raíces kurdas y proveniente de Kobane —una región de Siria atacada por fuerzas rebeldes y por efectivos del ejército—, huyó de la guerra civil en su país rumbo a Turquía, con la idea de encontrar refugio en Canadá, a donde habían emigrado algunos familiares cercanos. En su intento por alcanzar la isla griega de Kos –lugar de nacimiento de Hipócrates, el padre de la medicina–, los Kurdi pagaron a unos traficantes para cruzar el mar que los separaba de Europa; sin embargo, el maltrecho bote inflable en el que lo hicieron se hundió, lo que les costó la vida a Alan, a su madre y a su hermano Galib. En total, durante los primeros seis meses de 2015, más de mil 200 migrantes y refugiados murieron ahogados al intentar cruzar el Mediterráneo.
Ha pasado media década desde entonces y la crisis humanitaria dista mucho de haberse resuelto; al contrario, parece agravarse. La pandemia puso al mundo en vilo, incluido al Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias o los controles fronterizos, no dan ni darán tregua.
—Un kilo de arroz, harina de trigo, tres litros de agua, sal y una barra de jabón. Es lo que hemos ido a comprar hoy —dice Nasra en un inglés mezclado con árabe y suajili.
Nasra dibuja su discurso con sonrisas que le restan gravedad y miseria a su historia. Los últimos ocho meses los ha pasado encerrada, a cal y canto, con su hermana mayor, Hamdi, en el Centro de Recepción e Identificación de migrantes y refugiados del gobierno griego en la isla de Kos. Con capacidad para 816 personas, el centro alberga a más de dos mil; como el resto de los centros localizados en el Mediterráneo oriental, está desbordado. Por fuera asemeja una escuela rural compuesta por largas barracas de concreto; dentro trabajan funcionarios atenienses que le dan seguimiento a la situación migratoria de los detenidos y, de manera intermitente, organizaciones no gubernamentales y agencias de Naciones Unidas, como la ACNUR, que proveen servicios médicos, educativos, de asistencia social e informativos. Construido en 2016 como respuesta al influjo de migrantes y refugiados que trajo consigo la crisis migratoria del año previo a la diminuta ínsula del Egeo, el centro cumple la doble función de ser un espacio de acogida para personas cuyos trámites de asilo están en proceso y prisión preventiva para aquéllos, con menor suerte, que están a la espera de ser deportados a sus lugares de origen.
—Estamos felices de poder salir y empezar a vivir de nuevo.
Nasra traduce las palabras de su hermana, de 25 años, con quien escapó en enero de 2020 de su natal Mogadiscio ante un futuro de mutilación genital, matrimonio forzado y estricto control religioso por parte de la inefable presencia en Somalia del grupo terrorista islámico Al Shabab. En el país del Cuerno de África, toda niña está expuesta a que se vulnere su integridad con la resección, total o parcial, del clítoris o los labios menores de la vulva, una práctica que el mundo occidental ha condenado pero que se ha defendido en muchos rincones de la geografía africana aduciendo motivos culturales y religiosos. Volaron a Estambul y desde ahí se trasladaron por tierra hasta Bodrum, donde pasaron algunos días antes de cruzar a Kos, sin salvavidas, en una barca inflable que, por su descripción, estaba tan maltrecha como las que muestran en abundancia los medios de comunicación. Pagaron mil 300 dólares por cabeza a los traficantes, a quienes identifican como coterráneos somalíes. Con ellas llegaron otros 40 migrantes y refugiados; algunos siguen en el Centro y a otros ya los deportaron. Del resto, no saben nada.
Nasra y Hamdi esperan al autobús que habrá de regresarlas al centro migratorio. Enfundadas en llamativas abayas, anaranjada y negra, respectivamente, cargan en una bolsa de plástico la compra para la que les autorizaron salir del Centro por primera vez desde que inició la crisis sanitaria. Los migrantes y refugiados son quienes más han sufrido las estrictas medidas de confinamiento del gobierno helénico. Mientras que a los ciudadanos griegos se les permitió paulatinamente reanudar sus actividades y movimientos desde mayo, no fue sino hasta mediados de septiembre que, en casos concretos, como compra de víveres, búsqueda de casa o citas médicas, se hizo lo propio con los extranjeros de estatus migratorio irresuelto. La primera muerte por Covid entre la vasta comunidad de refugiados y solicitantes de asilo en Grecia fue la de un hombre de origen afgano de 61 años. En el campamento de refugiados de la isla de Lesbos, el más grande del país, con más de 12 mil internos, 240 personas dieron positivo a finales de septiembre tras la realización de más de siete mil pruebas rápidas. Organizaciones pro-migración y activistas denuncian que no se han hecho suficientes pruebas entre una de las poblaciones con mayor vulnerabilidad en el país, dadas las condiciones de hacinamiento en los centros de detención. El gobierno griego subraya que las estrictas medidas de restricción a la movilidad de refugiados y migrantes son por su bien, aunque también, quizá, la causa de una incidencia del virus aún desconocida y razón de más muertes por venir.
—Es mejor que estar encerradas en Mogadiscio —alcanza a decir Nasra, antes de abordar el autobús que las regresará al Centro.
La pandemia puso al mundo en vilo, incluido el Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias y controles fronterizos, no dan ni darán nunca tregua.
A diferencia de las vecinas islas de Lesbos, Quíos o Samos, de mayor tamaño y con poblaciones migrantes y refugiadas más numerosas, la situación en Kos ha recibido mucha menor atención mediática. Quizá de forma “injustificada”, dice Nikoletta Skliva, oficial de campo de la ACNUR a cargo de la isla, pues hablar sobre el origen, las edades y las relaciones familiares de los migrantes y refugiados “ayudaría a desmitificar estereotipos en el continente”. Skliva se refiere a la falsa percepción de que la mayoría de los migrantes y refugiados que intentan entrar a Europa son jóvenes, hombres, solteros y, probablemente, musulmanes proclives a la radicalización. En total, la agencia de Naciones Unidas estima que en esta parte del Egeo —que, además de Kos, incluye las islas de Leros y Rodas— se encuentran cerca de cuatro mil refugiados y solicitantes de asilo, en su gran mayoría (64%) provenientes de Siria, Somalia y Palestina. En un porcentaje considerable (44%) son familias. De este total, en el escenario ideal de que sus procesos de solicitud de asilo sean exitosos, son muy pocos los que se quedan en Kos, dadas las limitaciones de vivienda y empleo; la mayoría se trasladada a la Grecia continental donde, de la mano de fondos europeos destinados a Atenas y con la continua asistencia de organizaciones civiles y programas financiados por la acnur, inician una larga pero, en muchos casos, positiva inserción. Claro está que la coyuntura lo hace más difícil: las ofertas de trabajo menguaron y la economía sigue decreciendo, algo que afecta a griegos y migrantes por igual.
El coronavirus ha resultado un reto en todos los sentidos y, en el caso específico de Kos, por razones contrarias a las que podríamos imaginar. El descenso en los arribos semanales al Dodecaneso la última semana de septiembre de 2020 se redujo a sólo tres personas en comparación con la misma semana de 2019, cuando fueron 449; esto ha permitido que el grave rezago en el procesamiento de solicitudes de asilo y refugio haya también disminuido. Los tiempos de espera y de encierro, para quienes están ahí, en el limbo, se redujeron finalmente. Aunque ello no quiera decir que la situación haya cambiado por completo.
“Nadie quiere que se repita el 2015”, afirma el profesor Harry Papasotiriou, director del Instituto de Relaciones Internacionales de la Universidad Panteion. Los costos económicos, políticos e incluso emocionales en toda Europa fueron muy altos. En Grecia conllevaron, en parte, al cambio de gobierno en Atenas.
Las consecuencias reales de la pandemia están aún por verse, a uno y otro lados de la cuenca mediterránea. El azote del coronavirus en Siria, Líbano, Egipto o Irak no puede ni debe desestimarse. De acuerdo con proyecciones del Fondo Monetario Internacional, el PIB conjunto del Oriente Medio caerá un 4.7% en 2020. Además, afirma Papasotiriou, “no podría descartarse” que Turquía, país de tránsito y receptor de migrantes y refugiados, trampolín indiscutible de la ruta mediterránea hacia Grecia y el resto de Europa, politizara la migración para su beneficio y para presionar a Bruselas, como en 2015.
Isla de Samos
—No lo sabemos, hemos estado aquí casi un año y no sabemos cuánto más tendremos que estarlo —dice el señor Haj mientras me invita a tomar un té al interior de la maltrecha jaima que le sirve de hogar a su familia de doce. Alrededor, cerro arriba, cientos de otras jaimas y tiendas de campaña, igual de desvencijadas por el viento, la lluvia, la suciedad y el tiempo, cubren la mitad de la montaña que se yergue detrás del centro de detención migratoria de la isla de Samos, en el mar Egeo, a solo 1.6 kilómetros de distancia de la costa turca.
Aquí, el centro migratorio, que construyó Atenas al mismo tiempo que el de Kos con fondos europeos que suman más de dos mil millones de euros desde 2015, quedó superado por la demanda casi desde el inicio. Más de siete mil almas se debaten por tener acceso a agua potable y a la muy limitada presencia médica y asistencia alimentaria, entre cerros de basura, alambres de púas y una constante vigilancia policial. Entre los Haj, cuyas edades van de los 10 meses a los 67 años, nadie va calzado y las liendres son persistentes, pero también, las ganas de no claudicar. Vivieron bajo el yugo del Estado islámico en su natal Raqa, al oriente de Siria, y no están dispuestos a dejarse vencer.
La noche previa a mi visita, justo 10 días después de que un fuego arrasara con el centro migratorio en Lesbos y el campamento de refugiados contiguo —el mayor de toda Europa—, otro incendio ardió durante toda la noche. Finalmente, lo pudieron controlar los bomberos; no fue suficiente para acabar con el campamento de Samos. Aquí, a final de cuentas, nada es suficiente y menos con la amenaza latente del virus: ni las ayudas europeas ni la respuesta del gobierno griego ni los recursos financieros y humanos de las ONGs han sido suficientes en estos cinco años. Como tampoco lo son suficientes los llamados de algunos a que los migrantes y refugiados desistan de su propósito: huir de sus infiernos nacionales y personales para llegar a Europa y labrarse un futuro mejor.
—Con o sin ayuda, yo quiero estudiar e ir a la universidad —me confía, orgulloso, el mayor de los hijos Haj, un adolescente de 15 años y ojos color miel—. No lo pude hacer en Siria, pero he de hacerlo en algún lugar.
Lampedusa
“Chi piangerà per questi morti?” reza la placa colocada en la parroquia principal de Lampedusa para conmemorar la visita del Papa Francisco en 2013 y en honor a los migrantes y solicitantes de asilo que pasan por esta pequeña isla del Mar Africano, como llaman los italianos a este pedazo del Mediterráneo central. La primera visita en la historia de un pontífice romano a estas tierras.
A solo 90 millas náuticas de Túnez, tan cercana de Roma como de Trípoli, capital de Libia, Lampedusa es conocida como “la puerta de Europa” pero también, como la tumba de África. Frente a sus costas, entre 2013 y 2020, han perecido o desaparecido alrededor de 20 mil migrantes provenientes de dicho continente.
—Y a ellos, ¿quién los va a llorar? A todos ellos, ¿quién los ha llorado? —se pregunta don Carmelo. ¿Quién va a llorar a los que yacen aún en el fondo del mar, a aquéllos cuyos cuerpos nunca fueron identificados y nunca llegaron a su destino?
Don Carmelo conversa, taciturno, mientras caminamos hacia su pequeña oficina en la sacristía de la parroquia de Lampedusa, dedicada a San Gerlando, el santo de los desastres, patrono de la diócesis de Agrigento, en Sicilia, a la que pertenece la isla. La única iglesia católica del lugar, que el sacerdote dirige desde 2016.
— He perdido la cuenta o, más bien, he decidido no llevarla. Más de 30, 40 muertos quizá… pero los números no importan, son los individuos los que importan, cada uno de esos hombres y mujeres a quienes se trata como mercancías en lugar de como a seres humanos, de carne y hueso. Como nosotros.
Don Carmelo se pasa la mano por la frente, salpicada de pecas. El calor y la humedad en estas latitudes resultan aciagos. El regordete religioso, pelirrojo y cuarentón cambia su semblante risueño por uno grave y preocupado cuando trata de enumerar las docenas de cadáveres de migrantes —africanos, en su inmensa mayoría— a quienes ha debido dar la extremaunción en el puerto de la isla italiana desde su llegada, hace tres años. Cuerpos inertes, vencidos por el Mediterráneo, el cansancio y la desesperación, a los que rescató la Guardia Costera y trajo a tierra firme. Sin familia, amigos ni recuerdos. Las últimas fueron 13 mujeres; todas, jóvenes de no más de 30 años que murieron ahogadas hace casi un año al naufragar su embarcación precaria. La parroquia que comanda don Carmelo realizó sus funerales y albergó sus cuerpos por algunos días, en lo que pudieron enviarlos a Sicilia. En la isla, desde hace años, no hay espacio para enterrar a nadie que no sea a alguno de sus pocos habitantes.
De acuerdo con datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el brazo de Naciones Unidas que se encarga del fenómeno migratorio, desde 2013 más de 20 mil personas han perdido la vida al cruzar el Mediterráneo central.
—Quien debe escucharlo no lo escucha, ésa es la verdadera tragedia, sobre todo en estos tiempos —dice el sacerdote, apesadumbrado por el poco eco que tienen las palabras del Papa argentino, que ha dedicado gran parte de su pontificado a visibilizar las penurias de migrantes y refugiados; de ahí que Lampedusa fuese el primer destino en su viaje oficial como Sumo Pontífice. Don Carmelo lamenta que los dichos de Bergoglio no hagan mella entre políticos, élites económicas y actores sociales en una Italia sobrepasada ante la pandemia por el coronavirus, en la que “el miedo por el otro, por el extranjero, por el migrante, se politiza”.
La parroquia que dirige era el único lugar de la isla, fuera del centro de detención migratoria (que el gobierno italiano gestiona con recursos que provienen de Bruselas), donde los migrantes y solicitantes de asilo, podían contar con servicios de asistencia social, apoyo moral y un punto de encuentro con la comunidad isleña. Hoy, ya no es así: la epidemia atrincheró a los isleños en sus casas y puso en cuarentena indefinida a los migrantes en el centro de detención. La parroquia, antes llena de vida, se siente estos días más desolada que nunca.
—Esta isla es un gran laboratorio en el que los derechos humanos se ponen constantemente a prueba —afirma, con una mezcla de resignación e impotencia, el hombre de piel oscura y mirada furtiva con quien me entrevisto en un café de espaldas al puerto, con cubrebocas y sigilo, a quien llamaremos “C”.
Desde la Segunda Guerra Mundial, el flujo humano hacia Europa y a través del Mediterráneo, por razones económicas, políticas y sociales, ha sido una constante que ni siquiera la pandemia ha logrado detener.
“C” trabaja en una organización internacional como traductor para los subsaharianos rescatados del Mediterráneo. Prefiere omitir su nombre para hablar con mayor libertad de su experiencia, pasada y presente. Quién mejor que alguien como él, que hubo de hacer ese nefario recorrido y sobrevivió para contarlo. Está a punto de cumplir 33 años. Cuando apenas tenía 20, salió de su pueblo natal en África Occidental, dejando atrás a su madre, dos hermanas y un hermano menor. La muerte de su padre precipitó su salida. Al ser el mayor del clan, la tradición local y mahometana dictaba que debía hacerse cargo de su familia. No había forma de hacerlo sin migrar. Hoy, a más de una década de su llegada a Italia, para este hombre de expresivos ojos azabache poco ha cambiado la situación allá en su continente o acá en su país adoptivo.
—El miedo es discriminatorio —dice convencido mientras, atento, busca con la mirada a los pocos transeúntes que atraviesan el puerto de Lampedusa, rumbo a la calle Roma, arteria principal de la isla, en donde hemos convenido nuestro encuentro—. Yo sé que hablo desde una situación privilegiada, pues tengo trabajo, un estatus migratorio resuelto y puedo enviar dinero a mi familia. Aun así, no hay nada que me diferencie de todos los migrantes que cruzan el Mediterráneo. Somos todos víctimas de un racismo injustificado, del miedo a lo foráneo; por ello, tengo la responsabilidad de denunciarlo y de combatirlo —confiesa y le da un sorbo a su refresco.
Añade:
—Esta pandemia es una oportunidad para los extremistas, que siempre han usado a la migración para apoyar su discurso xenófobo, de manipular a las personas, valiéndose del temor irracional que se respira en el ambiente por el virus.
El arribo de barcas a costas italianas, que provienen de Túnez y Libia, cargadas de migrantes y solicitantes de asilo, experimentó un breve decremento durante los meses de confinamiento obligatorio al inicio de la epidemia, pero se recuperó hacia el verano y entrado el otoño; ante esta segunda ola, los arribos a través de la ruta del Mediterráneo central se consolidan e, incluso, sobrepasan los del 2019. De acuerdo con la oim, entre enero y octubre del 2020 las llegadas alcanzaron las 29 449 personas, a comparación de las 12 763 que se registraron durante el mismo periodo el año anterior. Y a todas y cada una de estas personas se les ha sometido a rigurosas cuarentenas, pruebas rápidas y las más estrictas medidas de higiene y seguridad sanitaria. Algo que no ocurre con las decenas de miles de turistas del norte de Italia que aterrizaron entre mayo y octubre en la isla, la mayoría de ellos, provenientes de las provincias más afectadas por la pandemia en el país, como Lombardía y el Véneto.
Sicilia
—Antes de la pandemia, ganaba 600 euros al mes. Ahora, apenas percibo 300. Si la situación continúa empeorando, no sé cómo le voy a hacer…
Philip Yawara tiene 25 años. Dejó Gambia escapando de una dictadura con servicio militar obligatorio y llegó hace casi cuatro años a Palermo, el polo económico y político de Sicilia, que tiene más de 1.3 millones de habitantes. Tras obtener un permiso de residencia por razones humanitarias, este joven, que gusta del periodismo y la cocina, consiguió un apartamento que cohabita con otros seis inmigrantes. Paga 150 euros al mes por una habitación que comparte con un paisano suyo. Al poco tiempo, consiguió un par de trabajos, como afanador y como mesero, que le dieron cierta estabilidad financiera. Hoy todo eso está pendiendo de un hilo. Con el coronavirus lo echaron de ambos trabajos y solo después de los tres meses de confinamiento obligatorio dictados por Roma le ofrecieron retomar uno de los dos, aunque con menos de la mitad de la paga. No podía rechazarlo: el alquiler y el coste de vida no podían esperar más.
La epidemia no solo ha vulnerado la vida de Philip, sino la de todos los migrantes y refugiados en Sicilia. De acuerdo con cifras del Instituto Italiano de Estadística, en la isla viven 200 813 extranjeros, entre migrantes y refugiados, un número que la mayoría de las organizaciones que trabaja con dicha población considera moderado, dada la clandestinidad que prepondera entre la comunidad migrante y la falta de indicadores de medición adecuados para dar una cifra real. Los activistas estiman que son medio millón.
—Éste es, sin duda, un momento muy complejo para todos nosotros; es mucho más difícil encontrar un trabajo y la gente nos mira con desconfianza, algo que antes no sucedía—explica el refugiado subsahariano. La emergencia sanitaria ha complicado el escenario incluso para quienes trabajan por y con los refugiados y migrantes.
De acuerdo con el mapeo que realiza la Universidad Johns Hopkins, con el arribo de la segunda ola de la pandemia, el número de casos registrados en Sicilia supera los 21 758, con 502 muertes de por medio. El centro de acogida para migrantes más grande de Palermo, conocido como Il Viaggio y que gestiona un reducido grupo de voluntarios, se puso en cuarentena semipermanente desde septiembre, cuando se descubrió una treintena de contagiados en el interior, gracias a las pruebas rápidas que realizó la Cruz Roja local. La policía resguarda noche y día el perímetro de la otrora bodega industrial y no se permiten el ingreso ni la salida de ninguna persona; adentro están atrapados más de 500 migrantes y solicitantes de asilo. Los servicios sanitarios de la región italiana están saturados y la necesidad de realizar más pruebas, sobre todo, entre la población migrante, quedará por lo pronto pendiente ante la falta de recursos financieros y médicos, denuncian activistas.
“Ahora, nuestras misiones de rescate resultan el doble de caras y el financiamiento para hacerlas realidad se ha vuelto más arduo”, reconoce por vía telefónica Riccardo Gatti, de la ONG Open Arms que, como varias más, realiza operaciones en el Mediterráneo central para rescatar con vida a los migrantes.
Desde que la Unión Europea y, en particular, los gobiernos de los países más afectados por el tráfico humano, entre ellos Italia, endurecieron sus políticas de rescate en altamar, son las ong las que, con cada vez menos ayuda de los guardacostas, se encargan de salvar vidas. A los costes de toda misión, aclara Gatti, ahora han de agregarse 14 días adicionales de comida y servicios para la tripulación por la cuarentena obligatoria a la llegada a puerto, además de los gastos en equipo médico y las adecuaciones que han de realizarse a los barcos de rescate. De acuerdo con las regulaciones sanitarias del gobierno, toda embarcación de rescate que llegue a costas italianas debe pasar una cuarentena obligatoria de dos semanas, con la tripulación entera a bordo, con los costes humanos y financieros que esto conlleva. También está el caso del Centro Astalli, una asociación civil italiana que, en conjunto con la orden jesuita, provee servicios médicos, de habitación, alimentarios, educativos y de asistencia legal a migrantes. “A mí, de hecho, no me pagan desde mayo”, agrega Donata Perelli, directora de la oficina en Palermo.
—Creo que [las consecuencias de la pandemia] son mucho peores para nosotros, los “extraños”—dice Kadijatu, refiriéndose a los inmigrantes y refugiados. Esta mujer guineana sufre de una afección pulmonar congénita que requiere tratamiento médico continuo y que la llevó a pagar a unos traficantes para que la trajeran a Italia junto con su marido. Hoy, a raíz del virus, se quedaron sin empleo.
Con la pandemia, todos hemos perdido, con la excepción quizá de la narrativa que criminaliza a los otros. La política y los políticos, nacionalistas y aislacionistas, demagogos y autoritarios ven en la otredad al enemigo y al conejillo de Indias para justificar sus omisiones cuando se trata de combatir los lastres económicos, financieros y sociales de la pandemia.
Melilla
“Vox propone levantar un muro en Ceuta y Melilla contra la invasión migratoria”; “Una construcción que por su grosor, resistencia y altura haga impenetrables e infranqueables las fronteras”; “La expulsión inmediata de todos aquéllos que pretendan entrar de forma ilegal a España”; “Los peligros en materia sanitaria que traen consigo los migrantes”; “Un muro pagado por Marruecos…”.
Los titulares de la prensa española de los últimos dos años son contundentes cuando se trata de reflejar los dichos de Vox y de sus principales voceros. Comandada por Santiago Abascal, la agrupación de ultraderecha que hizo su irrupción en la escena política en 2013 comparte con varias de sus contrapartes europeas una agenda antiinmigrante que, escudada en el nacionalismo, raya en la xenofobia.
—Le hablo con claridad: yo preferiría que la frontera permaneciera cerrada—dice José Miguel Tasende, presidente de Vox en Melilla, una ciudad autónoma española situada en suelo africano, habla en nombre de los “muchos” afiliados a su partido allí. El número exacto, dice, no lo puede revelar. Se refiere a los casi nueve meses que el paso fronterizo entre la ciudad y Nador, Marruecos, lleva cerrado a cal y canto. Tras esta decisión, en marzo de 2020, en principio, unilateral del reino magrebí como medida precautoria por la pandemia, se detuvo el tráfico de mercancías y de personas por completo en una de las fronteras más transitadas del mundo. Una parálisis que, más allá de las percepciones de Vox y sus afiliados, simpatizantes o votantes, ha resultado desastrosa para Melilla, Nador y la gente a ambos lados de la valla metálica.
—Nos están obligando a cerrar y quizá también a migrar a Francia, a Alemania, al extranjero… —dice Seddick Mojtar, que abrió su tienda de abarrotes justo enfrente del cruce fronterizo conocido como Beni Ensar en 1996. Sus ventas, en gran medida abocadas al tráfico transfronterizo, han caído en un 80% y su situación económica es de total precariedad, a tal grado que el melillense de origen bereber y confesión mahometana considera migrar como única opción viable.
Antes de la pandemia, entre Melilla y Marruecos se registraban más de 30 mil cruces diarios; hasta principios de noviembre de 2020, no se registra uno solo. La frontera entre el pequeño enclave español y el país africano parece tierra de nadie.
La segunda ola de la pandemia está resultando desastrosa para la ciudad española de 84 mil habitantes; con 2 745 contagios registrados y 12 muertes, se han prendido todas las alarmas para evitar que las escasas unidades de cuidados intensivos se saturen. De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística español, oficialmente hay 652 inmigrantes en el enclave del Magreb. Una cifra que, concuerdan todos los melillenses, no representa la realidad; el alto número de marroquíes afincados sin documentación en la ciudad, aquéllos que han quedado atrapados desde el cierre de la frontera y los muchos menores no acompañados que nadie ha contabilizado les dan la razón. Y son ellos, a quienes no se cuenta y que no cuentan con nadie, los más vulnerables.
La pandemia puso al mundo en vilo, incluido el Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias y controles fronterizos, no dan ni darán nunca tregua.
—Nosotros, sin embargo, somos afortunados. El problema más grave lo tienen los que han perdido todo o los que nunca han tenido nada —dice Seddick y se refiere a su supervivencia entre el mar de locales comerciales que han bajado la cortina.
Un océano de personas vivía del contrabando de mercancías y hoy no tienen de qué vivir; de acuerdo con estimaciones, entre seis y ocho mil mujeres y sus respectivas familias han quedado en el desamparo. Ante el coronavirus, la guerra comercial y la paradiplomacia a ambos lados de una frontera paralizada, esas miles de familias quedaron en un limbo. Y, junto con ellos, muchos de ellos, menores de edad. Ahora, como todos en Melilla, los migrantes están atrapados. Huyeron de un pasado al que no quieren volver, pero su futuro nomás no llega.
—En Melilla no puedes hacer nada. Ni estudiar ni ir a la escuela. Solo esperar. Y yo ya estoy cansado de esperar —dice Maruan de 19 años.
Llegó a Melilla al rozar la mayoría de edad, escapando de la violencia familiar, el abuso sexual y la pobreza que lo ahogaban en su pequeño pueblo natal del Rif, una de las regiones más aisladas y desfavorecidas de todo Marruecos. Cruzó enterrado en grava dentro de una revolvedora para hacerse invisible a los agentes de la Guardia Civil en la frontera y con dificultades para respirar. Desde el comienzo de la pandemia, pasa algunas noches en el refugio temporal que montaron las autoridades de la ciudad en la plaza de toros durante los meses más álgidos del confinamiento junto con más de 200 personas: otros jóvenes como él, niños y niñas; marroquíes, argelinos, marfileños, nigerianos y cameruneses. El refugio temporal es la única alternativa para adolescentes como Maruan que, por su edad, llegan al centro de menores de La Purísima, al no poder acceder al Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) que hoy ocupan más de 900 personas.
Maruan pasa las noches en vela, acechando para colarse en los bajos de algún camión, asido con uñas y dientes a su carrocería hasta el amanecer. Con la esperanza de que nadie lo vea, quiere meterse como polizón en alguno de los ferris que a diario viajan entre Melilla, Málaga y Almería, en la península ibérica; una práctica que denominan risking, por lo riesgosa que es, y que Maruan ha intentado, al menos en diez ocasiones en lo que va del mes. Lograrlo es una hazaña pues la presencia de la Guardia Civil es perenne y el control portuario se ha fortalecido a raíz de la Covid-19.
¿Quién puede culparlos por intentar alcanzar su futuro? Maruan, confiesa, lo intentará de nuevo esta noche. Ya se siente con mucha más fuerza; hace casi un año, en uno de sus múltiples intentos, al saltar una barda de piedra cayó en falso y se rompió los dos pies. Mientras que muchos quieren salir de Melilla, otros más quieren entrar. Así, el Mediterráneo sigue fiel a su tradición milenaria, un puente y una vía de tránsito entre naciones y pueblos, entre ideas y sueños. Necesita ser un mar de puertas y fronteras abiertas.
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Miles de refugiados y migrantes intentan cruzar el Mediterráneo para tocar las puertas de un futuro mejor, aun cuando la pandemia hace todo por detenerlos. Durante la segunda ola de contagios por Covid-19, muchos aguardan en un limbo: están atrapados en centros migratorios y de acogida en espera de que se puedan reanudar las actividades en las islas griegas e italianas y en los enclaves españoles.
En el territorio marítimo más emblemático del mundo se encuentran y tocan tres continentes, se dan cita el pasado y el presente, y el futuro despunta con las esperanzas y ansiedades de estos tiempos. Aquí confluyen la Unión Europea, la Liga Árabe, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión Africana; y se enfrentan los intereses de países como Rusia, China e incluso los de Estados Unidos. Su legado y relevancia económica y geopolítica —del Bósforo al canal de Suez y hasta el estrecho de Gibraltar— es inestimable: durante milenios navegaron sus aguas los fenicios, etruscos, griegos, egipcios, romanos, bizantinos, otomanos, franceses, ingleses, españoles, genoveses, soviéticos, israelíes, cartaginenses y austrohúngaros. Aunque en los últimos años cientos de barcas con migrantes abordo zozobran en su territorio, nada detiene su flujo.
El Mediterráneo también es un mar pleno de muerte. La epidemia detuvo por completo las actividades en todas sus orillas, una cuenca extensa de dos mil 500 millones de km2. Puertos, ciudades, marinas, astilleros, islas y archipiélagos, y sus millones de habitantes estuvieron paralizados durante meses este 2020. Mientras la vida se hacía presente a través de imágenes virales de ballenas o cardúmenes de peces en una Venecia o Barcelona detenidas en el tiempo, la muerte tocaba incesantemente la puerta. Grecia, Italia y España han sido golpeados por una enfermedad invisible para la que aún no hay remedio confiable; de acuerdo con la Universidad Johns Hopkins, entre las tres naciones hay más de 74 mil fallecidos por Covid-19. Un número de muertes que incrementa ante la abrumadora segunda ola del coronavirus, para la que ninguno de estos países está lo suficientemente preparado. En este contexto, migrantes de África, Medio Oriente y Asia siguen intentando tocar las puertas del Mediterráneo, aun cuando la pandemia intenta detenerlos, haciendo el trayecto más inhóspito que nunca.
Durante tres semanas recorrí centros de detención migratoria, refugios, iglesias, plazas y calles, de las islas griegas del Dodecaneso a las costas de Sicilia y a la valla fronteriza entre Melilla y Marruecos, recogiendo testimonios sobre la realidad que enfrentan los miles de migrantes y solicitantes de asilo. Desde la Segunda Guerra Mundial, el flujo humano hacia Europa a través de estos mares, por razones económicas, políticas y sociales, ha sido una constante que ni siquiera la pandemia ha logrado detener. Los sistemas sanitarios están colapsados, los centros de acogida, desbordados, mientras que cunden las narrativas xenófobas y hostiles, y en altamar, los naufragios. Mediterráneo y migración se escriben con eme de muerte.
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Isla de Kos
—Ahí, justo ahí. ¡Enfrente!, ¡ahí!
El dedo de Dimitris apunta a un lugar indistinto en el horizonte, trémulo, torcido por la artritis, largo y delgado como el breve estrecho de mar que nos separa de la costa turca a menos de cuatro km de distancia, en línea recta desde la banca en la que todas las tardes se sienta este viejo pescador griego a tomar el fresco. Desde su jubilación, años atrás, este hombre de 80 años añora navegar por sus aguas, salir a pescar pulpos y lubinas.
—¡Ahí! —repite con voz firme.
Ahí es donde Dimitris solía salir cada madrugada con su barca a surcar las aguas del Mediterráneo oriental en busca de sustento. Ahí, enfrente, en las playas de la ciudad turca de Bodrum, destino predilecto de millonarios rusos y ucranianos para vacacionar, entre yates que parecen edificios y hoteles de cinco estrellas amaneció, sin vida y boca abajo, el cuerpo del pequeño Alan Kurdi, hace cinco años, el 2 de septiembre de 2015, mojado, ahogado hasta la muerte por las mismas aguas que prometían para él y su familia la anhelada libertad.
La foto del niño sirio de tres años dio la vuelta al mundo y se convirtió en una macabra postal de la grave crisis humanitaria desatada en 2015, que movilizó a gobiernos, activistas y políticos de medio orbe. Una combinación de factores entre guerras civiles, conflictos armados, desastres naturales, represión política y desequilibrios económicos hizo que, entre enero y diciembre de ese año, más de un millón de personas, de acuerdo con cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la máxima autoridad multilateral en materia de flujos humanos y desplazamientos forzados, arriesgara su vida para llegar a Europa atravesando el Mediterráneo.
La familia Kurdi, de raíces kurdas y proveniente de Kobane —una región de Siria atacada por fuerzas rebeldes y por efectivos del ejército—, huyó de la guerra civil en su país rumbo a Turquía, con la idea de encontrar refugio en Canadá, a donde habían emigrado algunos familiares cercanos. En su intento por alcanzar la isla griega de Kos –lugar de nacimiento de Hipócrates, el padre de la medicina–, los Kurdi pagaron a unos traficantes para cruzar el mar que los separaba de Europa; sin embargo, el maltrecho bote inflable en el que lo hicieron se hundió, lo que les costó la vida a Alan, a su madre y a su hermano Galib. En total, durante los primeros seis meses de 2015, más de mil 200 migrantes y refugiados murieron ahogados al intentar cruzar el Mediterráneo.
Ha pasado media década desde entonces y la crisis humanitaria dista mucho de haberse resuelto; al contrario, parece agravarse. La pandemia puso al mundo en vilo, incluido al Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias o los controles fronterizos, no dan ni darán tregua.
—Un kilo de arroz, harina de trigo, tres litros de agua, sal y una barra de jabón. Es lo que hemos ido a comprar hoy —dice Nasra en un inglés mezclado con árabe y suajili.
Nasra dibuja su discurso con sonrisas que le restan gravedad y miseria a su historia. Los últimos ocho meses los ha pasado encerrada, a cal y canto, con su hermana mayor, Hamdi, en el Centro de Recepción e Identificación de migrantes y refugiados del gobierno griego en la isla de Kos. Con capacidad para 816 personas, el centro alberga a más de dos mil; como el resto de los centros localizados en el Mediterráneo oriental, está desbordado. Por fuera asemeja una escuela rural compuesta por largas barracas de concreto; dentro trabajan funcionarios atenienses que le dan seguimiento a la situación migratoria de los detenidos y, de manera intermitente, organizaciones no gubernamentales y agencias de Naciones Unidas, como la ACNUR, que proveen servicios médicos, educativos, de asistencia social e informativos. Construido en 2016 como respuesta al influjo de migrantes y refugiados que trajo consigo la crisis migratoria del año previo a la diminuta ínsula del Egeo, el centro cumple la doble función de ser un espacio de acogida para personas cuyos trámites de asilo están en proceso y prisión preventiva para aquéllos, con menor suerte, que están a la espera de ser deportados a sus lugares de origen.
—Estamos felices de poder salir y empezar a vivir de nuevo.
Nasra traduce las palabras de su hermana, de 25 años, con quien escapó en enero de 2020 de su natal Mogadiscio ante un futuro de mutilación genital, matrimonio forzado y estricto control religioso por parte de la inefable presencia en Somalia del grupo terrorista islámico Al Shabab. En el país del Cuerno de África, toda niña está expuesta a que se vulnere su integridad con la resección, total o parcial, del clítoris o los labios menores de la vulva, una práctica que el mundo occidental ha condenado pero que se ha defendido en muchos rincones de la geografía africana aduciendo motivos culturales y religiosos. Volaron a Estambul y desde ahí se trasladaron por tierra hasta Bodrum, donde pasaron algunos días antes de cruzar a Kos, sin salvavidas, en una barca inflable que, por su descripción, estaba tan maltrecha como las que muestran en abundancia los medios de comunicación. Pagaron mil 300 dólares por cabeza a los traficantes, a quienes identifican como coterráneos somalíes. Con ellas llegaron otros 40 migrantes y refugiados; algunos siguen en el Centro y a otros ya los deportaron. Del resto, no saben nada.
Nasra y Hamdi esperan al autobús que habrá de regresarlas al centro migratorio. Enfundadas en llamativas abayas, anaranjada y negra, respectivamente, cargan en una bolsa de plástico la compra para la que les autorizaron salir del Centro por primera vez desde que inició la crisis sanitaria. Los migrantes y refugiados son quienes más han sufrido las estrictas medidas de confinamiento del gobierno helénico. Mientras que a los ciudadanos griegos se les permitió paulatinamente reanudar sus actividades y movimientos desde mayo, no fue sino hasta mediados de septiembre que, en casos concretos, como compra de víveres, búsqueda de casa o citas médicas, se hizo lo propio con los extranjeros de estatus migratorio irresuelto. La primera muerte por Covid entre la vasta comunidad de refugiados y solicitantes de asilo en Grecia fue la de un hombre de origen afgano de 61 años. En el campamento de refugiados de la isla de Lesbos, el más grande del país, con más de 12 mil internos, 240 personas dieron positivo a finales de septiembre tras la realización de más de siete mil pruebas rápidas. Organizaciones pro-migración y activistas denuncian que no se han hecho suficientes pruebas entre una de las poblaciones con mayor vulnerabilidad en el país, dadas las condiciones de hacinamiento en los centros de detención. El gobierno griego subraya que las estrictas medidas de restricción a la movilidad de refugiados y migrantes son por su bien, aunque también, quizá, la causa de una incidencia del virus aún desconocida y razón de más muertes por venir.
—Es mejor que estar encerradas en Mogadiscio —alcanza a decir Nasra, antes de abordar el autobús que las regresará al Centro.
La pandemia puso al mundo en vilo, incluido el Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias y controles fronterizos, no dan ni darán nunca tregua.
A diferencia de las vecinas islas de Lesbos, Quíos o Samos, de mayor tamaño y con poblaciones migrantes y refugiadas más numerosas, la situación en Kos ha recibido mucha menor atención mediática. Quizá de forma “injustificada”, dice Nikoletta Skliva, oficial de campo de la ACNUR a cargo de la isla, pues hablar sobre el origen, las edades y las relaciones familiares de los migrantes y refugiados “ayudaría a desmitificar estereotipos en el continente”. Skliva se refiere a la falsa percepción de que la mayoría de los migrantes y refugiados que intentan entrar a Europa son jóvenes, hombres, solteros y, probablemente, musulmanes proclives a la radicalización. En total, la agencia de Naciones Unidas estima que en esta parte del Egeo —que, además de Kos, incluye las islas de Leros y Rodas— se encuentran cerca de cuatro mil refugiados y solicitantes de asilo, en su gran mayoría (64%) provenientes de Siria, Somalia y Palestina. En un porcentaje considerable (44%) son familias. De este total, en el escenario ideal de que sus procesos de solicitud de asilo sean exitosos, son muy pocos los que se quedan en Kos, dadas las limitaciones de vivienda y empleo; la mayoría se trasladada a la Grecia continental donde, de la mano de fondos europeos destinados a Atenas y con la continua asistencia de organizaciones civiles y programas financiados por la acnur, inician una larga pero, en muchos casos, positiva inserción. Claro está que la coyuntura lo hace más difícil: las ofertas de trabajo menguaron y la economía sigue decreciendo, algo que afecta a griegos y migrantes por igual.
El coronavirus ha resultado un reto en todos los sentidos y, en el caso específico de Kos, por razones contrarias a las que podríamos imaginar. El descenso en los arribos semanales al Dodecaneso la última semana de septiembre de 2020 se redujo a sólo tres personas en comparación con la misma semana de 2019, cuando fueron 449; esto ha permitido que el grave rezago en el procesamiento de solicitudes de asilo y refugio haya también disminuido. Los tiempos de espera y de encierro, para quienes están ahí, en el limbo, se redujeron finalmente. Aunque ello no quiera decir que la situación haya cambiado por completo.
“Nadie quiere que se repita el 2015”, afirma el profesor Harry Papasotiriou, director del Instituto de Relaciones Internacionales de la Universidad Panteion. Los costos económicos, políticos e incluso emocionales en toda Europa fueron muy altos. En Grecia conllevaron, en parte, al cambio de gobierno en Atenas.
Las consecuencias reales de la pandemia están aún por verse, a uno y otro lados de la cuenca mediterránea. El azote del coronavirus en Siria, Líbano, Egipto o Irak no puede ni debe desestimarse. De acuerdo con proyecciones del Fondo Monetario Internacional, el PIB conjunto del Oriente Medio caerá un 4.7% en 2020. Además, afirma Papasotiriou, “no podría descartarse” que Turquía, país de tránsito y receptor de migrantes y refugiados, trampolín indiscutible de la ruta mediterránea hacia Grecia y el resto de Europa, politizara la migración para su beneficio y para presionar a Bruselas, como en 2015.
Isla de Samos
—No lo sabemos, hemos estado aquí casi un año y no sabemos cuánto más tendremos que estarlo —dice el señor Haj mientras me invita a tomar un té al interior de la maltrecha jaima que le sirve de hogar a su familia de doce. Alrededor, cerro arriba, cientos de otras jaimas y tiendas de campaña, igual de desvencijadas por el viento, la lluvia, la suciedad y el tiempo, cubren la mitad de la montaña que se yergue detrás del centro de detención migratoria de la isla de Samos, en el mar Egeo, a solo 1.6 kilómetros de distancia de la costa turca.
Aquí, el centro migratorio, que construyó Atenas al mismo tiempo que el de Kos con fondos europeos que suman más de dos mil millones de euros desde 2015, quedó superado por la demanda casi desde el inicio. Más de siete mil almas se debaten por tener acceso a agua potable y a la muy limitada presencia médica y asistencia alimentaria, entre cerros de basura, alambres de púas y una constante vigilancia policial. Entre los Haj, cuyas edades van de los 10 meses a los 67 años, nadie va calzado y las liendres son persistentes, pero también, las ganas de no claudicar. Vivieron bajo el yugo del Estado islámico en su natal Raqa, al oriente de Siria, y no están dispuestos a dejarse vencer.
La noche previa a mi visita, justo 10 días después de que un fuego arrasara con el centro migratorio en Lesbos y el campamento de refugiados contiguo —el mayor de toda Europa—, otro incendio ardió durante toda la noche. Finalmente, lo pudieron controlar los bomberos; no fue suficiente para acabar con el campamento de Samos. Aquí, a final de cuentas, nada es suficiente y menos con la amenaza latente del virus: ni las ayudas europeas ni la respuesta del gobierno griego ni los recursos financieros y humanos de las ONGs han sido suficientes en estos cinco años. Como tampoco lo son suficientes los llamados de algunos a que los migrantes y refugiados desistan de su propósito: huir de sus infiernos nacionales y personales para llegar a Europa y labrarse un futuro mejor.
—Con o sin ayuda, yo quiero estudiar e ir a la universidad —me confía, orgulloso, el mayor de los hijos Haj, un adolescente de 15 años y ojos color miel—. No lo pude hacer en Siria, pero he de hacerlo en algún lugar.
Lampedusa
“Chi piangerà per questi morti?” reza la placa colocada en la parroquia principal de Lampedusa para conmemorar la visita del Papa Francisco en 2013 y en honor a los migrantes y solicitantes de asilo que pasan por esta pequeña isla del Mar Africano, como llaman los italianos a este pedazo del Mediterráneo central. La primera visita en la historia de un pontífice romano a estas tierras.
A solo 90 millas náuticas de Túnez, tan cercana de Roma como de Trípoli, capital de Libia, Lampedusa es conocida como “la puerta de Europa” pero también, como la tumba de África. Frente a sus costas, entre 2013 y 2020, han perecido o desaparecido alrededor de 20 mil migrantes provenientes de dicho continente.
—Y a ellos, ¿quién los va a llorar? A todos ellos, ¿quién los ha llorado? —se pregunta don Carmelo. ¿Quién va a llorar a los que yacen aún en el fondo del mar, a aquéllos cuyos cuerpos nunca fueron identificados y nunca llegaron a su destino?
Don Carmelo conversa, taciturno, mientras caminamos hacia su pequeña oficina en la sacristía de la parroquia de Lampedusa, dedicada a San Gerlando, el santo de los desastres, patrono de la diócesis de Agrigento, en Sicilia, a la que pertenece la isla. La única iglesia católica del lugar, que el sacerdote dirige desde 2016.
— He perdido la cuenta o, más bien, he decidido no llevarla. Más de 30, 40 muertos quizá… pero los números no importan, son los individuos los que importan, cada uno de esos hombres y mujeres a quienes se trata como mercancías en lugar de como a seres humanos, de carne y hueso. Como nosotros.
Don Carmelo se pasa la mano por la frente, salpicada de pecas. El calor y la humedad en estas latitudes resultan aciagos. El regordete religioso, pelirrojo y cuarentón cambia su semblante risueño por uno grave y preocupado cuando trata de enumerar las docenas de cadáveres de migrantes —africanos, en su inmensa mayoría— a quienes ha debido dar la extremaunción en el puerto de la isla italiana desde su llegada, hace tres años. Cuerpos inertes, vencidos por el Mediterráneo, el cansancio y la desesperación, a los que rescató la Guardia Costera y trajo a tierra firme. Sin familia, amigos ni recuerdos. Las últimas fueron 13 mujeres; todas, jóvenes de no más de 30 años que murieron ahogadas hace casi un año al naufragar su embarcación precaria. La parroquia que comanda don Carmelo realizó sus funerales y albergó sus cuerpos por algunos días, en lo que pudieron enviarlos a Sicilia. En la isla, desde hace años, no hay espacio para enterrar a nadie que no sea a alguno de sus pocos habitantes.
De acuerdo con datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el brazo de Naciones Unidas que se encarga del fenómeno migratorio, desde 2013 más de 20 mil personas han perdido la vida al cruzar el Mediterráneo central.
—Quien debe escucharlo no lo escucha, ésa es la verdadera tragedia, sobre todo en estos tiempos —dice el sacerdote, apesadumbrado por el poco eco que tienen las palabras del Papa argentino, que ha dedicado gran parte de su pontificado a visibilizar las penurias de migrantes y refugiados; de ahí que Lampedusa fuese el primer destino en su viaje oficial como Sumo Pontífice. Don Carmelo lamenta que los dichos de Bergoglio no hagan mella entre políticos, élites económicas y actores sociales en una Italia sobrepasada ante la pandemia por el coronavirus, en la que “el miedo por el otro, por el extranjero, por el migrante, se politiza”.
La parroquia que dirige era el único lugar de la isla, fuera del centro de detención migratoria (que el gobierno italiano gestiona con recursos que provienen de Bruselas), donde los migrantes y solicitantes de asilo, podían contar con servicios de asistencia social, apoyo moral y un punto de encuentro con la comunidad isleña. Hoy, ya no es así: la epidemia atrincheró a los isleños en sus casas y puso en cuarentena indefinida a los migrantes en el centro de detención. La parroquia, antes llena de vida, se siente estos días más desolada que nunca.
—Esta isla es un gran laboratorio en el que los derechos humanos se ponen constantemente a prueba —afirma, con una mezcla de resignación e impotencia, el hombre de piel oscura y mirada furtiva con quien me entrevisto en un café de espaldas al puerto, con cubrebocas y sigilo, a quien llamaremos “C”.
Desde la Segunda Guerra Mundial, el flujo humano hacia Europa y a través del Mediterráneo, por razones económicas, políticas y sociales, ha sido una constante que ni siquiera la pandemia ha logrado detener.
“C” trabaja en una organización internacional como traductor para los subsaharianos rescatados del Mediterráneo. Prefiere omitir su nombre para hablar con mayor libertad de su experiencia, pasada y presente. Quién mejor que alguien como él, que hubo de hacer ese nefario recorrido y sobrevivió para contarlo. Está a punto de cumplir 33 años. Cuando apenas tenía 20, salió de su pueblo natal en África Occidental, dejando atrás a su madre, dos hermanas y un hermano menor. La muerte de su padre precipitó su salida. Al ser el mayor del clan, la tradición local y mahometana dictaba que debía hacerse cargo de su familia. No había forma de hacerlo sin migrar. Hoy, a más de una década de su llegada a Italia, para este hombre de expresivos ojos azabache poco ha cambiado la situación allá en su continente o acá en su país adoptivo.
—El miedo es discriminatorio —dice convencido mientras, atento, busca con la mirada a los pocos transeúntes que atraviesan el puerto de Lampedusa, rumbo a la calle Roma, arteria principal de la isla, en donde hemos convenido nuestro encuentro—. Yo sé que hablo desde una situación privilegiada, pues tengo trabajo, un estatus migratorio resuelto y puedo enviar dinero a mi familia. Aun así, no hay nada que me diferencie de todos los migrantes que cruzan el Mediterráneo. Somos todos víctimas de un racismo injustificado, del miedo a lo foráneo; por ello, tengo la responsabilidad de denunciarlo y de combatirlo —confiesa y le da un sorbo a su refresco.
Añade:
—Esta pandemia es una oportunidad para los extremistas, que siempre han usado a la migración para apoyar su discurso xenófobo, de manipular a las personas, valiéndose del temor irracional que se respira en el ambiente por el virus.
El arribo de barcas a costas italianas, que provienen de Túnez y Libia, cargadas de migrantes y solicitantes de asilo, experimentó un breve decremento durante los meses de confinamiento obligatorio al inicio de la epidemia, pero se recuperó hacia el verano y entrado el otoño; ante esta segunda ola, los arribos a través de la ruta del Mediterráneo central se consolidan e, incluso, sobrepasan los del 2019. De acuerdo con la oim, entre enero y octubre del 2020 las llegadas alcanzaron las 29 449 personas, a comparación de las 12 763 que se registraron durante el mismo periodo el año anterior. Y a todas y cada una de estas personas se les ha sometido a rigurosas cuarentenas, pruebas rápidas y las más estrictas medidas de higiene y seguridad sanitaria. Algo que no ocurre con las decenas de miles de turistas del norte de Italia que aterrizaron entre mayo y octubre en la isla, la mayoría de ellos, provenientes de las provincias más afectadas por la pandemia en el país, como Lombardía y el Véneto.
Sicilia
—Antes de la pandemia, ganaba 600 euros al mes. Ahora, apenas percibo 300. Si la situación continúa empeorando, no sé cómo le voy a hacer…
Philip Yawara tiene 25 años. Dejó Gambia escapando de una dictadura con servicio militar obligatorio y llegó hace casi cuatro años a Palermo, el polo económico y político de Sicilia, que tiene más de 1.3 millones de habitantes. Tras obtener un permiso de residencia por razones humanitarias, este joven, que gusta del periodismo y la cocina, consiguió un apartamento que cohabita con otros seis inmigrantes. Paga 150 euros al mes por una habitación que comparte con un paisano suyo. Al poco tiempo, consiguió un par de trabajos, como afanador y como mesero, que le dieron cierta estabilidad financiera. Hoy todo eso está pendiendo de un hilo. Con el coronavirus lo echaron de ambos trabajos y solo después de los tres meses de confinamiento obligatorio dictados por Roma le ofrecieron retomar uno de los dos, aunque con menos de la mitad de la paga. No podía rechazarlo: el alquiler y el coste de vida no podían esperar más.
La epidemia no solo ha vulnerado la vida de Philip, sino la de todos los migrantes y refugiados en Sicilia. De acuerdo con cifras del Instituto Italiano de Estadística, en la isla viven 200 813 extranjeros, entre migrantes y refugiados, un número que la mayoría de las organizaciones que trabaja con dicha población considera moderado, dada la clandestinidad que prepondera entre la comunidad migrante y la falta de indicadores de medición adecuados para dar una cifra real. Los activistas estiman que son medio millón.
—Éste es, sin duda, un momento muy complejo para todos nosotros; es mucho más difícil encontrar un trabajo y la gente nos mira con desconfianza, algo que antes no sucedía—explica el refugiado subsahariano. La emergencia sanitaria ha complicado el escenario incluso para quienes trabajan por y con los refugiados y migrantes.
De acuerdo con el mapeo que realiza la Universidad Johns Hopkins, con el arribo de la segunda ola de la pandemia, el número de casos registrados en Sicilia supera los 21 758, con 502 muertes de por medio. El centro de acogida para migrantes más grande de Palermo, conocido como Il Viaggio y que gestiona un reducido grupo de voluntarios, se puso en cuarentena semipermanente desde septiembre, cuando se descubrió una treintena de contagiados en el interior, gracias a las pruebas rápidas que realizó la Cruz Roja local. La policía resguarda noche y día el perímetro de la otrora bodega industrial y no se permiten el ingreso ni la salida de ninguna persona; adentro están atrapados más de 500 migrantes y solicitantes de asilo. Los servicios sanitarios de la región italiana están saturados y la necesidad de realizar más pruebas, sobre todo, entre la población migrante, quedará por lo pronto pendiente ante la falta de recursos financieros y médicos, denuncian activistas.
“Ahora, nuestras misiones de rescate resultan el doble de caras y el financiamiento para hacerlas realidad se ha vuelto más arduo”, reconoce por vía telefónica Riccardo Gatti, de la ONG Open Arms que, como varias más, realiza operaciones en el Mediterráneo central para rescatar con vida a los migrantes.
Desde que la Unión Europea y, en particular, los gobiernos de los países más afectados por el tráfico humano, entre ellos Italia, endurecieron sus políticas de rescate en altamar, son las ong las que, con cada vez menos ayuda de los guardacostas, se encargan de salvar vidas. A los costes de toda misión, aclara Gatti, ahora han de agregarse 14 días adicionales de comida y servicios para la tripulación por la cuarentena obligatoria a la llegada a puerto, además de los gastos en equipo médico y las adecuaciones que han de realizarse a los barcos de rescate. De acuerdo con las regulaciones sanitarias del gobierno, toda embarcación de rescate que llegue a costas italianas debe pasar una cuarentena obligatoria de dos semanas, con la tripulación entera a bordo, con los costes humanos y financieros que esto conlleva. También está el caso del Centro Astalli, una asociación civil italiana que, en conjunto con la orden jesuita, provee servicios médicos, de habitación, alimentarios, educativos y de asistencia legal a migrantes. “A mí, de hecho, no me pagan desde mayo”, agrega Donata Perelli, directora de la oficina en Palermo.
—Creo que [las consecuencias de la pandemia] son mucho peores para nosotros, los “extraños”—dice Kadijatu, refiriéndose a los inmigrantes y refugiados. Esta mujer guineana sufre de una afección pulmonar congénita que requiere tratamiento médico continuo y que la llevó a pagar a unos traficantes para que la trajeran a Italia junto con su marido. Hoy, a raíz del virus, se quedaron sin empleo.
Con la pandemia, todos hemos perdido, con la excepción quizá de la narrativa que criminaliza a los otros. La política y los políticos, nacionalistas y aislacionistas, demagogos y autoritarios ven en la otredad al enemigo y al conejillo de Indias para justificar sus omisiones cuando se trata de combatir los lastres económicos, financieros y sociales de la pandemia.
Melilla
“Vox propone levantar un muro en Ceuta y Melilla contra la invasión migratoria”; “Una construcción que por su grosor, resistencia y altura haga impenetrables e infranqueables las fronteras”; “La expulsión inmediata de todos aquéllos que pretendan entrar de forma ilegal a España”; “Los peligros en materia sanitaria que traen consigo los migrantes”; “Un muro pagado por Marruecos…”.
Los titulares de la prensa española de los últimos dos años son contundentes cuando se trata de reflejar los dichos de Vox y de sus principales voceros. Comandada por Santiago Abascal, la agrupación de ultraderecha que hizo su irrupción en la escena política en 2013 comparte con varias de sus contrapartes europeas una agenda antiinmigrante que, escudada en el nacionalismo, raya en la xenofobia.
—Le hablo con claridad: yo preferiría que la frontera permaneciera cerrada—dice José Miguel Tasende, presidente de Vox en Melilla, una ciudad autónoma española situada en suelo africano, habla en nombre de los “muchos” afiliados a su partido allí. El número exacto, dice, no lo puede revelar. Se refiere a los casi nueve meses que el paso fronterizo entre la ciudad y Nador, Marruecos, lleva cerrado a cal y canto. Tras esta decisión, en marzo de 2020, en principio, unilateral del reino magrebí como medida precautoria por la pandemia, se detuvo el tráfico de mercancías y de personas por completo en una de las fronteras más transitadas del mundo. Una parálisis que, más allá de las percepciones de Vox y sus afiliados, simpatizantes o votantes, ha resultado desastrosa para Melilla, Nador y la gente a ambos lados de la valla metálica.
—Nos están obligando a cerrar y quizá también a migrar a Francia, a Alemania, al extranjero… —dice Seddick Mojtar, que abrió su tienda de abarrotes justo enfrente del cruce fronterizo conocido como Beni Ensar en 1996. Sus ventas, en gran medida abocadas al tráfico transfronterizo, han caído en un 80% y su situación económica es de total precariedad, a tal grado que el melillense de origen bereber y confesión mahometana considera migrar como única opción viable.
Antes de la pandemia, entre Melilla y Marruecos se registraban más de 30 mil cruces diarios; hasta principios de noviembre de 2020, no se registra uno solo. La frontera entre el pequeño enclave español y el país africano parece tierra de nadie.
La segunda ola de la pandemia está resultando desastrosa para la ciudad española de 84 mil habitantes; con 2 745 contagios registrados y 12 muertes, se han prendido todas las alarmas para evitar que las escasas unidades de cuidados intensivos se saturen. De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística español, oficialmente hay 652 inmigrantes en el enclave del Magreb. Una cifra que, concuerdan todos los melillenses, no representa la realidad; el alto número de marroquíes afincados sin documentación en la ciudad, aquéllos que han quedado atrapados desde el cierre de la frontera y los muchos menores no acompañados que nadie ha contabilizado les dan la razón. Y son ellos, a quienes no se cuenta y que no cuentan con nadie, los más vulnerables.
La pandemia puso al mundo en vilo, incluido el Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias y controles fronterizos, no dan ni darán nunca tregua.
—Nosotros, sin embargo, somos afortunados. El problema más grave lo tienen los que han perdido todo o los que nunca han tenido nada —dice Seddick y se refiere a su supervivencia entre el mar de locales comerciales que han bajado la cortina.
Un océano de personas vivía del contrabando de mercancías y hoy no tienen de qué vivir; de acuerdo con estimaciones, entre seis y ocho mil mujeres y sus respectivas familias han quedado en el desamparo. Ante el coronavirus, la guerra comercial y la paradiplomacia a ambos lados de una frontera paralizada, esas miles de familias quedaron en un limbo. Y, junto con ellos, muchos de ellos, menores de edad. Ahora, como todos en Melilla, los migrantes están atrapados. Huyeron de un pasado al que no quieren volver, pero su futuro nomás no llega.
—En Melilla no puedes hacer nada. Ni estudiar ni ir a la escuela. Solo esperar. Y yo ya estoy cansado de esperar —dice Maruan de 19 años.
Llegó a Melilla al rozar la mayoría de edad, escapando de la violencia familiar, el abuso sexual y la pobreza que lo ahogaban en su pequeño pueblo natal del Rif, una de las regiones más aisladas y desfavorecidas de todo Marruecos. Cruzó enterrado en grava dentro de una revolvedora para hacerse invisible a los agentes de la Guardia Civil en la frontera y con dificultades para respirar. Desde el comienzo de la pandemia, pasa algunas noches en el refugio temporal que montaron las autoridades de la ciudad en la plaza de toros durante los meses más álgidos del confinamiento junto con más de 200 personas: otros jóvenes como él, niños y niñas; marroquíes, argelinos, marfileños, nigerianos y cameruneses. El refugio temporal es la única alternativa para adolescentes como Maruan que, por su edad, llegan al centro de menores de La Purísima, al no poder acceder al Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) que hoy ocupan más de 900 personas.
Maruan pasa las noches en vela, acechando para colarse en los bajos de algún camión, asido con uñas y dientes a su carrocería hasta el amanecer. Con la esperanza de que nadie lo vea, quiere meterse como polizón en alguno de los ferris que a diario viajan entre Melilla, Málaga y Almería, en la península ibérica; una práctica que denominan risking, por lo riesgosa que es, y que Maruan ha intentado, al menos en diez ocasiones en lo que va del mes. Lograrlo es una hazaña pues la presencia de la Guardia Civil es perenne y el control portuario se ha fortalecido a raíz de la Covid-19.
¿Quién puede culparlos por intentar alcanzar su futuro? Maruan, confiesa, lo intentará de nuevo esta noche. Ya se siente con mucha más fuerza; hace casi un año, en uno de sus múltiples intentos, al saltar una barda de piedra cayó en falso y se rompió los dos pies. Mientras que muchos quieren salir de Melilla, otros más quieren entrar. Así, el Mediterráneo sigue fiel a su tradición milenaria, un puente y una vía de tránsito entre naciones y pueblos, entre ideas y sueños. Necesita ser un mar de puertas y fronteras abiertas.
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Miles de refugiados y migrantes intentan cruzar el Mediterráneo para tocar las puertas de un futuro mejor, aun cuando la pandemia hace todo por detenerlos. Durante la segunda ola de contagios por Covid-19, muchos aguardan en un limbo: están atrapados en centros migratorios y de acogida en espera de que se puedan reanudar las actividades en las islas griegas e italianas y en los enclaves españoles.
En el territorio marítimo más emblemático del mundo se encuentran y tocan tres continentes, se dan cita el pasado y el presente, y el futuro despunta con las esperanzas y ansiedades de estos tiempos. Aquí confluyen la Unión Europea, la Liga Árabe, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión Africana; y se enfrentan los intereses de países como Rusia, China e incluso los de Estados Unidos. Su legado y relevancia económica y geopolítica —del Bósforo al canal de Suez y hasta el estrecho de Gibraltar— es inestimable: durante milenios navegaron sus aguas los fenicios, etruscos, griegos, egipcios, romanos, bizantinos, otomanos, franceses, ingleses, españoles, genoveses, soviéticos, israelíes, cartaginenses y austrohúngaros. Aunque en los últimos años cientos de barcas con migrantes abordo zozobran en su territorio, nada detiene su flujo.
El Mediterráneo también es un mar pleno de muerte. La epidemia detuvo por completo las actividades en todas sus orillas, una cuenca extensa de dos mil 500 millones de km2. Puertos, ciudades, marinas, astilleros, islas y archipiélagos, y sus millones de habitantes estuvieron paralizados durante meses este 2020. Mientras la vida se hacía presente a través de imágenes virales de ballenas o cardúmenes de peces en una Venecia o Barcelona detenidas en el tiempo, la muerte tocaba incesantemente la puerta. Grecia, Italia y España han sido golpeados por una enfermedad invisible para la que aún no hay remedio confiable; de acuerdo con la Universidad Johns Hopkins, entre las tres naciones hay más de 74 mil fallecidos por Covid-19. Un número de muertes que incrementa ante la abrumadora segunda ola del coronavirus, para la que ninguno de estos países está lo suficientemente preparado. En este contexto, migrantes de África, Medio Oriente y Asia siguen intentando tocar las puertas del Mediterráneo, aun cuando la pandemia intenta detenerlos, haciendo el trayecto más inhóspito que nunca.
Durante tres semanas recorrí centros de detención migratoria, refugios, iglesias, plazas y calles, de las islas griegas del Dodecaneso a las costas de Sicilia y a la valla fronteriza entre Melilla y Marruecos, recogiendo testimonios sobre la realidad que enfrentan los miles de migrantes y solicitantes de asilo. Desde la Segunda Guerra Mundial, el flujo humano hacia Europa a través de estos mares, por razones económicas, políticas y sociales, ha sido una constante que ni siquiera la pandemia ha logrado detener. Los sistemas sanitarios están colapsados, los centros de acogida, desbordados, mientras que cunden las narrativas xenófobas y hostiles, y en altamar, los naufragios. Mediterráneo y migración se escriben con eme de muerte.
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Isla de Kos
—Ahí, justo ahí. ¡Enfrente!, ¡ahí!
El dedo de Dimitris apunta a un lugar indistinto en el horizonte, trémulo, torcido por la artritis, largo y delgado como el breve estrecho de mar que nos separa de la costa turca a menos de cuatro km de distancia, en línea recta desde la banca en la que todas las tardes se sienta este viejo pescador griego a tomar el fresco. Desde su jubilación, años atrás, este hombre de 80 años añora navegar por sus aguas, salir a pescar pulpos y lubinas.
—¡Ahí! —repite con voz firme.
Ahí es donde Dimitris solía salir cada madrugada con su barca a surcar las aguas del Mediterráneo oriental en busca de sustento. Ahí, enfrente, en las playas de la ciudad turca de Bodrum, destino predilecto de millonarios rusos y ucranianos para vacacionar, entre yates que parecen edificios y hoteles de cinco estrellas amaneció, sin vida y boca abajo, el cuerpo del pequeño Alan Kurdi, hace cinco años, el 2 de septiembre de 2015, mojado, ahogado hasta la muerte por las mismas aguas que prometían para él y su familia la anhelada libertad.
La foto del niño sirio de tres años dio la vuelta al mundo y se convirtió en una macabra postal de la grave crisis humanitaria desatada en 2015, que movilizó a gobiernos, activistas y políticos de medio orbe. Una combinación de factores entre guerras civiles, conflictos armados, desastres naturales, represión política y desequilibrios económicos hizo que, entre enero y diciembre de ese año, más de un millón de personas, de acuerdo con cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la máxima autoridad multilateral en materia de flujos humanos y desplazamientos forzados, arriesgara su vida para llegar a Europa atravesando el Mediterráneo.
La familia Kurdi, de raíces kurdas y proveniente de Kobane —una región de Siria atacada por fuerzas rebeldes y por efectivos del ejército—, huyó de la guerra civil en su país rumbo a Turquía, con la idea de encontrar refugio en Canadá, a donde habían emigrado algunos familiares cercanos. En su intento por alcanzar la isla griega de Kos –lugar de nacimiento de Hipócrates, el padre de la medicina–, los Kurdi pagaron a unos traficantes para cruzar el mar que los separaba de Europa; sin embargo, el maltrecho bote inflable en el que lo hicieron se hundió, lo que les costó la vida a Alan, a su madre y a su hermano Galib. En total, durante los primeros seis meses de 2015, más de mil 200 migrantes y refugiados murieron ahogados al intentar cruzar el Mediterráneo.
Ha pasado media década desde entonces y la crisis humanitaria dista mucho de haberse resuelto; al contrario, parece agravarse. La pandemia puso al mundo en vilo, incluido al Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias o los controles fronterizos, no dan ni darán tregua.
—Un kilo de arroz, harina de trigo, tres litros de agua, sal y una barra de jabón. Es lo que hemos ido a comprar hoy —dice Nasra en un inglés mezclado con árabe y suajili.
Nasra dibuja su discurso con sonrisas que le restan gravedad y miseria a su historia. Los últimos ocho meses los ha pasado encerrada, a cal y canto, con su hermana mayor, Hamdi, en el Centro de Recepción e Identificación de migrantes y refugiados del gobierno griego en la isla de Kos. Con capacidad para 816 personas, el centro alberga a más de dos mil; como el resto de los centros localizados en el Mediterráneo oriental, está desbordado. Por fuera asemeja una escuela rural compuesta por largas barracas de concreto; dentro trabajan funcionarios atenienses que le dan seguimiento a la situación migratoria de los detenidos y, de manera intermitente, organizaciones no gubernamentales y agencias de Naciones Unidas, como la ACNUR, que proveen servicios médicos, educativos, de asistencia social e informativos. Construido en 2016 como respuesta al influjo de migrantes y refugiados que trajo consigo la crisis migratoria del año previo a la diminuta ínsula del Egeo, el centro cumple la doble función de ser un espacio de acogida para personas cuyos trámites de asilo están en proceso y prisión preventiva para aquéllos, con menor suerte, que están a la espera de ser deportados a sus lugares de origen.
—Estamos felices de poder salir y empezar a vivir de nuevo.
Nasra traduce las palabras de su hermana, de 25 años, con quien escapó en enero de 2020 de su natal Mogadiscio ante un futuro de mutilación genital, matrimonio forzado y estricto control religioso por parte de la inefable presencia en Somalia del grupo terrorista islámico Al Shabab. En el país del Cuerno de África, toda niña está expuesta a que se vulnere su integridad con la resección, total o parcial, del clítoris o los labios menores de la vulva, una práctica que el mundo occidental ha condenado pero que se ha defendido en muchos rincones de la geografía africana aduciendo motivos culturales y religiosos. Volaron a Estambul y desde ahí se trasladaron por tierra hasta Bodrum, donde pasaron algunos días antes de cruzar a Kos, sin salvavidas, en una barca inflable que, por su descripción, estaba tan maltrecha como las que muestran en abundancia los medios de comunicación. Pagaron mil 300 dólares por cabeza a los traficantes, a quienes identifican como coterráneos somalíes. Con ellas llegaron otros 40 migrantes y refugiados; algunos siguen en el Centro y a otros ya los deportaron. Del resto, no saben nada.
Nasra y Hamdi esperan al autobús que habrá de regresarlas al centro migratorio. Enfundadas en llamativas abayas, anaranjada y negra, respectivamente, cargan en una bolsa de plástico la compra para la que les autorizaron salir del Centro por primera vez desde que inició la crisis sanitaria. Los migrantes y refugiados son quienes más han sufrido las estrictas medidas de confinamiento del gobierno helénico. Mientras que a los ciudadanos griegos se les permitió paulatinamente reanudar sus actividades y movimientos desde mayo, no fue sino hasta mediados de septiembre que, en casos concretos, como compra de víveres, búsqueda de casa o citas médicas, se hizo lo propio con los extranjeros de estatus migratorio irresuelto. La primera muerte por Covid entre la vasta comunidad de refugiados y solicitantes de asilo en Grecia fue la de un hombre de origen afgano de 61 años. En el campamento de refugiados de la isla de Lesbos, el más grande del país, con más de 12 mil internos, 240 personas dieron positivo a finales de septiembre tras la realización de más de siete mil pruebas rápidas. Organizaciones pro-migración y activistas denuncian que no se han hecho suficientes pruebas entre una de las poblaciones con mayor vulnerabilidad en el país, dadas las condiciones de hacinamiento en los centros de detención. El gobierno griego subraya que las estrictas medidas de restricción a la movilidad de refugiados y migrantes son por su bien, aunque también, quizá, la causa de una incidencia del virus aún desconocida y razón de más muertes por venir.
—Es mejor que estar encerradas en Mogadiscio —alcanza a decir Nasra, antes de abordar el autobús que las regresará al Centro.
La pandemia puso al mundo en vilo, incluido el Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias y controles fronterizos, no dan ni darán nunca tregua.
A diferencia de las vecinas islas de Lesbos, Quíos o Samos, de mayor tamaño y con poblaciones migrantes y refugiadas más numerosas, la situación en Kos ha recibido mucha menor atención mediática. Quizá de forma “injustificada”, dice Nikoletta Skliva, oficial de campo de la ACNUR a cargo de la isla, pues hablar sobre el origen, las edades y las relaciones familiares de los migrantes y refugiados “ayudaría a desmitificar estereotipos en el continente”. Skliva se refiere a la falsa percepción de que la mayoría de los migrantes y refugiados que intentan entrar a Europa son jóvenes, hombres, solteros y, probablemente, musulmanes proclives a la radicalización. En total, la agencia de Naciones Unidas estima que en esta parte del Egeo —que, además de Kos, incluye las islas de Leros y Rodas— se encuentran cerca de cuatro mil refugiados y solicitantes de asilo, en su gran mayoría (64%) provenientes de Siria, Somalia y Palestina. En un porcentaje considerable (44%) son familias. De este total, en el escenario ideal de que sus procesos de solicitud de asilo sean exitosos, son muy pocos los que se quedan en Kos, dadas las limitaciones de vivienda y empleo; la mayoría se trasladada a la Grecia continental donde, de la mano de fondos europeos destinados a Atenas y con la continua asistencia de organizaciones civiles y programas financiados por la acnur, inician una larga pero, en muchos casos, positiva inserción. Claro está que la coyuntura lo hace más difícil: las ofertas de trabajo menguaron y la economía sigue decreciendo, algo que afecta a griegos y migrantes por igual.
El coronavirus ha resultado un reto en todos los sentidos y, en el caso específico de Kos, por razones contrarias a las que podríamos imaginar. El descenso en los arribos semanales al Dodecaneso la última semana de septiembre de 2020 se redujo a sólo tres personas en comparación con la misma semana de 2019, cuando fueron 449; esto ha permitido que el grave rezago en el procesamiento de solicitudes de asilo y refugio haya también disminuido. Los tiempos de espera y de encierro, para quienes están ahí, en el limbo, se redujeron finalmente. Aunque ello no quiera decir que la situación haya cambiado por completo.
“Nadie quiere que se repita el 2015”, afirma el profesor Harry Papasotiriou, director del Instituto de Relaciones Internacionales de la Universidad Panteion. Los costos económicos, políticos e incluso emocionales en toda Europa fueron muy altos. En Grecia conllevaron, en parte, al cambio de gobierno en Atenas.
Las consecuencias reales de la pandemia están aún por verse, a uno y otro lados de la cuenca mediterránea. El azote del coronavirus en Siria, Líbano, Egipto o Irak no puede ni debe desestimarse. De acuerdo con proyecciones del Fondo Monetario Internacional, el PIB conjunto del Oriente Medio caerá un 4.7% en 2020. Además, afirma Papasotiriou, “no podría descartarse” que Turquía, país de tránsito y receptor de migrantes y refugiados, trampolín indiscutible de la ruta mediterránea hacia Grecia y el resto de Europa, politizara la migración para su beneficio y para presionar a Bruselas, como en 2015.
Isla de Samos
—No lo sabemos, hemos estado aquí casi un año y no sabemos cuánto más tendremos que estarlo —dice el señor Haj mientras me invita a tomar un té al interior de la maltrecha jaima que le sirve de hogar a su familia de doce. Alrededor, cerro arriba, cientos de otras jaimas y tiendas de campaña, igual de desvencijadas por el viento, la lluvia, la suciedad y el tiempo, cubren la mitad de la montaña que se yergue detrás del centro de detención migratoria de la isla de Samos, en el mar Egeo, a solo 1.6 kilómetros de distancia de la costa turca.
Aquí, el centro migratorio, que construyó Atenas al mismo tiempo que el de Kos con fondos europeos que suman más de dos mil millones de euros desde 2015, quedó superado por la demanda casi desde el inicio. Más de siete mil almas se debaten por tener acceso a agua potable y a la muy limitada presencia médica y asistencia alimentaria, entre cerros de basura, alambres de púas y una constante vigilancia policial. Entre los Haj, cuyas edades van de los 10 meses a los 67 años, nadie va calzado y las liendres son persistentes, pero también, las ganas de no claudicar. Vivieron bajo el yugo del Estado islámico en su natal Raqa, al oriente de Siria, y no están dispuestos a dejarse vencer.
La noche previa a mi visita, justo 10 días después de que un fuego arrasara con el centro migratorio en Lesbos y el campamento de refugiados contiguo —el mayor de toda Europa—, otro incendio ardió durante toda la noche. Finalmente, lo pudieron controlar los bomberos; no fue suficiente para acabar con el campamento de Samos. Aquí, a final de cuentas, nada es suficiente y menos con la amenaza latente del virus: ni las ayudas europeas ni la respuesta del gobierno griego ni los recursos financieros y humanos de las ONGs han sido suficientes en estos cinco años. Como tampoco lo son suficientes los llamados de algunos a que los migrantes y refugiados desistan de su propósito: huir de sus infiernos nacionales y personales para llegar a Europa y labrarse un futuro mejor.
—Con o sin ayuda, yo quiero estudiar e ir a la universidad —me confía, orgulloso, el mayor de los hijos Haj, un adolescente de 15 años y ojos color miel—. No lo pude hacer en Siria, pero he de hacerlo en algún lugar.
Lampedusa
“Chi piangerà per questi morti?” reza la placa colocada en la parroquia principal de Lampedusa para conmemorar la visita del Papa Francisco en 2013 y en honor a los migrantes y solicitantes de asilo que pasan por esta pequeña isla del Mar Africano, como llaman los italianos a este pedazo del Mediterráneo central. La primera visita en la historia de un pontífice romano a estas tierras.
A solo 90 millas náuticas de Túnez, tan cercana de Roma como de Trípoli, capital de Libia, Lampedusa es conocida como “la puerta de Europa” pero también, como la tumba de África. Frente a sus costas, entre 2013 y 2020, han perecido o desaparecido alrededor de 20 mil migrantes provenientes de dicho continente.
—Y a ellos, ¿quién los va a llorar? A todos ellos, ¿quién los ha llorado? —se pregunta don Carmelo. ¿Quién va a llorar a los que yacen aún en el fondo del mar, a aquéllos cuyos cuerpos nunca fueron identificados y nunca llegaron a su destino?
Don Carmelo conversa, taciturno, mientras caminamos hacia su pequeña oficina en la sacristía de la parroquia de Lampedusa, dedicada a San Gerlando, el santo de los desastres, patrono de la diócesis de Agrigento, en Sicilia, a la que pertenece la isla. La única iglesia católica del lugar, que el sacerdote dirige desde 2016.
— He perdido la cuenta o, más bien, he decidido no llevarla. Más de 30, 40 muertos quizá… pero los números no importan, son los individuos los que importan, cada uno de esos hombres y mujeres a quienes se trata como mercancías en lugar de como a seres humanos, de carne y hueso. Como nosotros.
Don Carmelo se pasa la mano por la frente, salpicada de pecas. El calor y la humedad en estas latitudes resultan aciagos. El regordete religioso, pelirrojo y cuarentón cambia su semblante risueño por uno grave y preocupado cuando trata de enumerar las docenas de cadáveres de migrantes —africanos, en su inmensa mayoría— a quienes ha debido dar la extremaunción en el puerto de la isla italiana desde su llegada, hace tres años. Cuerpos inertes, vencidos por el Mediterráneo, el cansancio y la desesperación, a los que rescató la Guardia Costera y trajo a tierra firme. Sin familia, amigos ni recuerdos. Las últimas fueron 13 mujeres; todas, jóvenes de no más de 30 años que murieron ahogadas hace casi un año al naufragar su embarcación precaria. La parroquia que comanda don Carmelo realizó sus funerales y albergó sus cuerpos por algunos días, en lo que pudieron enviarlos a Sicilia. En la isla, desde hace años, no hay espacio para enterrar a nadie que no sea a alguno de sus pocos habitantes.
De acuerdo con datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el brazo de Naciones Unidas que se encarga del fenómeno migratorio, desde 2013 más de 20 mil personas han perdido la vida al cruzar el Mediterráneo central.
—Quien debe escucharlo no lo escucha, ésa es la verdadera tragedia, sobre todo en estos tiempos —dice el sacerdote, apesadumbrado por el poco eco que tienen las palabras del Papa argentino, que ha dedicado gran parte de su pontificado a visibilizar las penurias de migrantes y refugiados; de ahí que Lampedusa fuese el primer destino en su viaje oficial como Sumo Pontífice. Don Carmelo lamenta que los dichos de Bergoglio no hagan mella entre políticos, élites económicas y actores sociales en una Italia sobrepasada ante la pandemia por el coronavirus, en la que “el miedo por el otro, por el extranjero, por el migrante, se politiza”.
La parroquia que dirige era el único lugar de la isla, fuera del centro de detención migratoria (que el gobierno italiano gestiona con recursos que provienen de Bruselas), donde los migrantes y solicitantes de asilo, podían contar con servicios de asistencia social, apoyo moral y un punto de encuentro con la comunidad isleña. Hoy, ya no es así: la epidemia atrincheró a los isleños en sus casas y puso en cuarentena indefinida a los migrantes en el centro de detención. La parroquia, antes llena de vida, se siente estos días más desolada que nunca.
—Esta isla es un gran laboratorio en el que los derechos humanos se ponen constantemente a prueba —afirma, con una mezcla de resignación e impotencia, el hombre de piel oscura y mirada furtiva con quien me entrevisto en un café de espaldas al puerto, con cubrebocas y sigilo, a quien llamaremos “C”.
Desde la Segunda Guerra Mundial, el flujo humano hacia Europa y a través del Mediterráneo, por razones económicas, políticas y sociales, ha sido una constante que ni siquiera la pandemia ha logrado detener.
“C” trabaja en una organización internacional como traductor para los subsaharianos rescatados del Mediterráneo. Prefiere omitir su nombre para hablar con mayor libertad de su experiencia, pasada y presente. Quién mejor que alguien como él, que hubo de hacer ese nefario recorrido y sobrevivió para contarlo. Está a punto de cumplir 33 años. Cuando apenas tenía 20, salió de su pueblo natal en África Occidental, dejando atrás a su madre, dos hermanas y un hermano menor. La muerte de su padre precipitó su salida. Al ser el mayor del clan, la tradición local y mahometana dictaba que debía hacerse cargo de su familia. No había forma de hacerlo sin migrar. Hoy, a más de una década de su llegada a Italia, para este hombre de expresivos ojos azabache poco ha cambiado la situación allá en su continente o acá en su país adoptivo.
—El miedo es discriminatorio —dice convencido mientras, atento, busca con la mirada a los pocos transeúntes que atraviesan el puerto de Lampedusa, rumbo a la calle Roma, arteria principal de la isla, en donde hemos convenido nuestro encuentro—. Yo sé que hablo desde una situación privilegiada, pues tengo trabajo, un estatus migratorio resuelto y puedo enviar dinero a mi familia. Aun así, no hay nada que me diferencie de todos los migrantes que cruzan el Mediterráneo. Somos todos víctimas de un racismo injustificado, del miedo a lo foráneo; por ello, tengo la responsabilidad de denunciarlo y de combatirlo —confiesa y le da un sorbo a su refresco.
Añade:
—Esta pandemia es una oportunidad para los extremistas, que siempre han usado a la migración para apoyar su discurso xenófobo, de manipular a las personas, valiéndose del temor irracional que se respira en el ambiente por el virus.
El arribo de barcas a costas italianas, que provienen de Túnez y Libia, cargadas de migrantes y solicitantes de asilo, experimentó un breve decremento durante los meses de confinamiento obligatorio al inicio de la epidemia, pero se recuperó hacia el verano y entrado el otoño; ante esta segunda ola, los arribos a través de la ruta del Mediterráneo central se consolidan e, incluso, sobrepasan los del 2019. De acuerdo con la oim, entre enero y octubre del 2020 las llegadas alcanzaron las 29 449 personas, a comparación de las 12 763 que se registraron durante el mismo periodo el año anterior. Y a todas y cada una de estas personas se les ha sometido a rigurosas cuarentenas, pruebas rápidas y las más estrictas medidas de higiene y seguridad sanitaria. Algo que no ocurre con las decenas de miles de turistas del norte de Italia que aterrizaron entre mayo y octubre en la isla, la mayoría de ellos, provenientes de las provincias más afectadas por la pandemia en el país, como Lombardía y el Véneto.
Sicilia
—Antes de la pandemia, ganaba 600 euros al mes. Ahora, apenas percibo 300. Si la situación continúa empeorando, no sé cómo le voy a hacer…
Philip Yawara tiene 25 años. Dejó Gambia escapando de una dictadura con servicio militar obligatorio y llegó hace casi cuatro años a Palermo, el polo económico y político de Sicilia, que tiene más de 1.3 millones de habitantes. Tras obtener un permiso de residencia por razones humanitarias, este joven, que gusta del periodismo y la cocina, consiguió un apartamento que cohabita con otros seis inmigrantes. Paga 150 euros al mes por una habitación que comparte con un paisano suyo. Al poco tiempo, consiguió un par de trabajos, como afanador y como mesero, que le dieron cierta estabilidad financiera. Hoy todo eso está pendiendo de un hilo. Con el coronavirus lo echaron de ambos trabajos y solo después de los tres meses de confinamiento obligatorio dictados por Roma le ofrecieron retomar uno de los dos, aunque con menos de la mitad de la paga. No podía rechazarlo: el alquiler y el coste de vida no podían esperar más.
La epidemia no solo ha vulnerado la vida de Philip, sino la de todos los migrantes y refugiados en Sicilia. De acuerdo con cifras del Instituto Italiano de Estadística, en la isla viven 200 813 extranjeros, entre migrantes y refugiados, un número que la mayoría de las organizaciones que trabaja con dicha población considera moderado, dada la clandestinidad que prepondera entre la comunidad migrante y la falta de indicadores de medición adecuados para dar una cifra real. Los activistas estiman que son medio millón.
—Éste es, sin duda, un momento muy complejo para todos nosotros; es mucho más difícil encontrar un trabajo y la gente nos mira con desconfianza, algo que antes no sucedía—explica el refugiado subsahariano. La emergencia sanitaria ha complicado el escenario incluso para quienes trabajan por y con los refugiados y migrantes.
De acuerdo con el mapeo que realiza la Universidad Johns Hopkins, con el arribo de la segunda ola de la pandemia, el número de casos registrados en Sicilia supera los 21 758, con 502 muertes de por medio. El centro de acogida para migrantes más grande de Palermo, conocido como Il Viaggio y que gestiona un reducido grupo de voluntarios, se puso en cuarentena semipermanente desde septiembre, cuando se descubrió una treintena de contagiados en el interior, gracias a las pruebas rápidas que realizó la Cruz Roja local. La policía resguarda noche y día el perímetro de la otrora bodega industrial y no se permiten el ingreso ni la salida de ninguna persona; adentro están atrapados más de 500 migrantes y solicitantes de asilo. Los servicios sanitarios de la región italiana están saturados y la necesidad de realizar más pruebas, sobre todo, entre la población migrante, quedará por lo pronto pendiente ante la falta de recursos financieros y médicos, denuncian activistas.
“Ahora, nuestras misiones de rescate resultan el doble de caras y el financiamiento para hacerlas realidad se ha vuelto más arduo”, reconoce por vía telefónica Riccardo Gatti, de la ONG Open Arms que, como varias más, realiza operaciones en el Mediterráneo central para rescatar con vida a los migrantes.
Desde que la Unión Europea y, en particular, los gobiernos de los países más afectados por el tráfico humano, entre ellos Italia, endurecieron sus políticas de rescate en altamar, son las ong las que, con cada vez menos ayuda de los guardacostas, se encargan de salvar vidas. A los costes de toda misión, aclara Gatti, ahora han de agregarse 14 días adicionales de comida y servicios para la tripulación por la cuarentena obligatoria a la llegada a puerto, además de los gastos en equipo médico y las adecuaciones que han de realizarse a los barcos de rescate. De acuerdo con las regulaciones sanitarias del gobierno, toda embarcación de rescate que llegue a costas italianas debe pasar una cuarentena obligatoria de dos semanas, con la tripulación entera a bordo, con los costes humanos y financieros que esto conlleva. También está el caso del Centro Astalli, una asociación civil italiana que, en conjunto con la orden jesuita, provee servicios médicos, de habitación, alimentarios, educativos y de asistencia legal a migrantes. “A mí, de hecho, no me pagan desde mayo”, agrega Donata Perelli, directora de la oficina en Palermo.
—Creo que [las consecuencias de la pandemia] son mucho peores para nosotros, los “extraños”—dice Kadijatu, refiriéndose a los inmigrantes y refugiados. Esta mujer guineana sufre de una afección pulmonar congénita que requiere tratamiento médico continuo y que la llevó a pagar a unos traficantes para que la trajeran a Italia junto con su marido. Hoy, a raíz del virus, se quedaron sin empleo.
Con la pandemia, todos hemos perdido, con la excepción quizá de la narrativa que criminaliza a los otros. La política y los políticos, nacionalistas y aislacionistas, demagogos y autoritarios ven en la otredad al enemigo y al conejillo de Indias para justificar sus omisiones cuando se trata de combatir los lastres económicos, financieros y sociales de la pandemia.
Melilla
“Vox propone levantar un muro en Ceuta y Melilla contra la invasión migratoria”; “Una construcción que por su grosor, resistencia y altura haga impenetrables e infranqueables las fronteras”; “La expulsión inmediata de todos aquéllos que pretendan entrar de forma ilegal a España”; “Los peligros en materia sanitaria que traen consigo los migrantes”; “Un muro pagado por Marruecos…”.
Los titulares de la prensa española de los últimos dos años son contundentes cuando se trata de reflejar los dichos de Vox y de sus principales voceros. Comandada por Santiago Abascal, la agrupación de ultraderecha que hizo su irrupción en la escena política en 2013 comparte con varias de sus contrapartes europeas una agenda antiinmigrante que, escudada en el nacionalismo, raya en la xenofobia.
—Le hablo con claridad: yo preferiría que la frontera permaneciera cerrada—dice José Miguel Tasende, presidente de Vox en Melilla, una ciudad autónoma española situada en suelo africano, habla en nombre de los “muchos” afiliados a su partido allí. El número exacto, dice, no lo puede revelar. Se refiere a los casi nueve meses que el paso fronterizo entre la ciudad y Nador, Marruecos, lleva cerrado a cal y canto. Tras esta decisión, en marzo de 2020, en principio, unilateral del reino magrebí como medida precautoria por la pandemia, se detuvo el tráfico de mercancías y de personas por completo en una de las fronteras más transitadas del mundo. Una parálisis que, más allá de las percepciones de Vox y sus afiliados, simpatizantes o votantes, ha resultado desastrosa para Melilla, Nador y la gente a ambos lados de la valla metálica.
—Nos están obligando a cerrar y quizá también a migrar a Francia, a Alemania, al extranjero… —dice Seddick Mojtar, que abrió su tienda de abarrotes justo enfrente del cruce fronterizo conocido como Beni Ensar en 1996. Sus ventas, en gran medida abocadas al tráfico transfronterizo, han caído en un 80% y su situación económica es de total precariedad, a tal grado que el melillense de origen bereber y confesión mahometana considera migrar como única opción viable.
Antes de la pandemia, entre Melilla y Marruecos se registraban más de 30 mil cruces diarios; hasta principios de noviembre de 2020, no se registra uno solo. La frontera entre el pequeño enclave español y el país africano parece tierra de nadie.
La segunda ola de la pandemia está resultando desastrosa para la ciudad española de 84 mil habitantes; con 2 745 contagios registrados y 12 muertes, se han prendido todas las alarmas para evitar que las escasas unidades de cuidados intensivos se saturen. De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística español, oficialmente hay 652 inmigrantes en el enclave del Magreb. Una cifra que, concuerdan todos los melillenses, no representa la realidad; el alto número de marroquíes afincados sin documentación en la ciudad, aquéllos que han quedado atrapados desde el cierre de la frontera y los muchos menores no acompañados que nadie ha contabilizado les dan la razón. Y son ellos, a quienes no se cuenta y que no cuentan con nadie, los más vulnerables.
La pandemia puso al mundo en vilo, incluido el Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias y controles fronterizos, no dan ni darán nunca tregua.
—Nosotros, sin embargo, somos afortunados. El problema más grave lo tienen los que han perdido todo o los que nunca han tenido nada —dice Seddick y se refiere a su supervivencia entre el mar de locales comerciales que han bajado la cortina.
Un océano de personas vivía del contrabando de mercancías y hoy no tienen de qué vivir; de acuerdo con estimaciones, entre seis y ocho mil mujeres y sus respectivas familias han quedado en el desamparo. Ante el coronavirus, la guerra comercial y la paradiplomacia a ambos lados de una frontera paralizada, esas miles de familias quedaron en un limbo. Y, junto con ellos, muchos de ellos, menores de edad. Ahora, como todos en Melilla, los migrantes están atrapados. Huyeron de un pasado al que no quieren volver, pero su futuro nomás no llega.
—En Melilla no puedes hacer nada. Ni estudiar ni ir a la escuela. Solo esperar. Y yo ya estoy cansado de esperar —dice Maruan de 19 años.
Llegó a Melilla al rozar la mayoría de edad, escapando de la violencia familiar, el abuso sexual y la pobreza que lo ahogaban en su pequeño pueblo natal del Rif, una de las regiones más aisladas y desfavorecidas de todo Marruecos. Cruzó enterrado en grava dentro de una revolvedora para hacerse invisible a los agentes de la Guardia Civil en la frontera y con dificultades para respirar. Desde el comienzo de la pandemia, pasa algunas noches en el refugio temporal que montaron las autoridades de la ciudad en la plaza de toros durante los meses más álgidos del confinamiento junto con más de 200 personas: otros jóvenes como él, niños y niñas; marroquíes, argelinos, marfileños, nigerianos y cameruneses. El refugio temporal es la única alternativa para adolescentes como Maruan que, por su edad, llegan al centro de menores de La Purísima, al no poder acceder al Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) que hoy ocupan más de 900 personas.
Maruan pasa las noches en vela, acechando para colarse en los bajos de algún camión, asido con uñas y dientes a su carrocería hasta el amanecer. Con la esperanza de que nadie lo vea, quiere meterse como polizón en alguno de los ferris que a diario viajan entre Melilla, Málaga y Almería, en la península ibérica; una práctica que denominan risking, por lo riesgosa que es, y que Maruan ha intentado, al menos en diez ocasiones en lo que va del mes. Lograrlo es una hazaña pues la presencia de la Guardia Civil es perenne y el control portuario se ha fortalecido a raíz de la Covid-19.
¿Quién puede culparlos por intentar alcanzar su futuro? Maruan, confiesa, lo intentará de nuevo esta noche. Ya se siente con mucha más fuerza; hace casi un año, en uno de sus múltiples intentos, al saltar una barda de piedra cayó en falso y se rompió los dos pies. Mientras que muchos quieren salir de Melilla, otros más quieren entrar. Así, el Mediterráneo sigue fiel a su tradición milenaria, un puente y una vía de tránsito entre naciones y pueblos, entre ideas y sueños. Necesita ser un mar de puertas y fronteras abiertas.
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Miles de refugiados y migrantes intentan cruzar el Mediterráneo para tocar las puertas de un futuro mejor, aun cuando la pandemia hace todo por detenerlos. Durante la segunda ola de contagios por Covid-19, muchos aguardan en un limbo: están atrapados en centros migratorios y de acogida en espera de que se puedan reanudar las actividades en las islas griegas e italianas y en los enclaves españoles.
En el territorio marítimo más emblemático del mundo se encuentran y tocan tres continentes, se dan cita el pasado y el presente, y el futuro despunta con las esperanzas y ansiedades de estos tiempos. Aquí confluyen la Unión Europea, la Liga Árabe, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión Africana; y se enfrentan los intereses de países como Rusia, China e incluso los de Estados Unidos. Su legado y relevancia económica y geopolítica —del Bósforo al canal de Suez y hasta el estrecho de Gibraltar— es inestimable: durante milenios navegaron sus aguas los fenicios, etruscos, griegos, egipcios, romanos, bizantinos, otomanos, franceses, ingleses, españoles, genoveses, soviéticos, israelíes, cartaginenses y austrohúngaros. Aunque en los últimos años cientos de barcas con migrantes abordo zozobran en su territorio, nada detiene su flujo.
El Mediterráneo también es un mar pleno de muerte. La epidemia detuvo por completo las actividades en todas sus orillas, una cuenca extensa de dos mil 500 millones de km2. Puertos, ciudades, marinas, astilleros, islas y archipiélagos, y sus millones de habitantes estuvieron paralizados durante meses este 2020. Mientras la vida se hacía presente a través de imágenes virales de ballenas o cardúmenes de peces en una Venecia o Barcelona detenidas en el tiempo, la muerte tocaba incesantemente la puerta. Grecia, Italia y España han sido golpeados por una enfermedad invisible para la que aún no hay remedio confiable; de acuerdo con la Universidad Johns Hopkins, entre las tres naciones hay más de 74 mil fallecidos por Covid-19. Un número de muertes que incrementa ante la abrumadora segunda ola del coronavirus, para la que ninguno de estos países está lo suficientemente preparado. En este contexto, migrantes de África, Medio Oriente y Asia siguen intentando tocar las puertas del Mediterráneo, aun cuando la pandemia intenta detenerlos, haciendo el trayecto más inhóspito que nunca.
Durante tres semanas recorrí centros de detención migratoria, refugios, iglesias, plazas y calles, de las islas griegas del Dodecaneso a las costas de Sicilia y a la valla fronteriza entre Melilla y Marruecos, recogiendo testimonios sobre la realidad que enfrentan los miles de migrantes y solicitantes de asilo. Desde la Segunda Guerra Mundial, el flujo humano hacia Europa a través de estos mares, por razones económicas, políticas y sociales, ha sido una constante que ni siquiera la pandemia ha logrado detener. Los sistemas sanitarios están colapsados, los centros de acogida, desbordados, mientras que cunden las narrativas xenófobas y hostiles, y en altamar, los naufragios. Mediterráneo y migración se escriben con eme de muerte.
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Isla de Kos
—Ahí, justo ahí. ¡Enfrente!, ¡ahí!
El dedo de Dimitris apunta a un lugar indistinto en el horizonte, trémulo, torcido por la artritis, largo y delgado como el breve estrecho de mar que nos separa de la costa turca a menos de cuatro km de distancia, en línea recta desde la banca en la que todas las tardes se sienta este viejo pescador griego a tomar el fresco. Desde su jubilación, años atrás, este hombre de 80 años añora navegar por sus aguas, salir a pescar pulpos y lubinas.
—¡Ahí! —repite con voz firme.
Ahí es donde Dimitris solía salir cada madrugada con su barca a surcar las aguas del Mediterráneo oriental en busca de sustento. Ahí, enfrente, en las playas de la ciudad turca de Bodrum, destino predilecto de millonarios rusos y ucranianos para vacacionar, entre yates que parecen edificios y hoteles de cinco estrellas amaneció, sin vida y boca abajo, el cuerpo del pequeño Alan Kurdi, hace cinco años, el 2 de septiembre de 2015, mojado, ahogado hasta la muerte por las mismas aguas que prometían para él y su familia la anhelada libertad.
La foto del niño sirio de tres años dio la vuelta al mundo y se convirtió en una macabra postal de la grave crisis humanitaria desatada en 2015, que movilizó a gobiernos, activistas y políticos de medio orbe. Una combinación de factores entre guerras civiles, conflictos armados, desastres naturales, represión política y desequilibrios económicos hizo que, entre enero y diciembre de ese año, más de un millón de personas, de acuerdo con cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la máxima autoridad multilateral en materia de flujos humanos y desplazamientos forzados, arriesgara su vida para llegar a Europa atravesando el Mediterráneo.
La familia Kurdi, de raíces kurdas y proveniente de Kobane —una región de Siria atacada por fuerzas rebeldes y por efectivos del ejército—, huyó de la guerra civil en su país rumbo a Turquía, con la idea de encontrar refugio en Canadá, a donde habían emigrado algunos familiares cercanos. En su intento por alcanzar la isla griega de Kos –lugar de nacimiento de Hipócrates, el padre de la medicina–, los Kurdi pagaron a unos traficantes para cruzar el mar que los separaba de Europa; sin embargo, el maltrecho bote inflable en el que lo hicieron se hundió, lo que les costó la vida a Alan, a su madre y a su hermano Galib. En total, durante los primeros seis meses de 2015, más de mil 200 migrantes y refugiados murieron ahogados al intentar cruzar el Mediterráneo.
Ha pasado media década desde entonces y la crisis humanitaria dista mucho de haberse resuelto; al contrario, parece agravarse. La pandemia puso al mundo en vilo, incluido al Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias o los controles fronterizos, no dan ni darán tregua.
—Un kilo de arroz, harina de trigo, tres litros de agua, sal y una barra de jabón. Es lo que hemos ido a comprar hoy —dice Nasra en un inglés mezclado con árabe y suajili.
Nasra dibuja su discurso con sonrisas que le restan gravedad y miseria a su historia. Los últimos ocho meses los ha pasado encerrada, a cal y canto, con su hermana mayor, Hamdi, en el Centro de Recepción e Identificación de migrantes y refugiados del gobierno griego en la isla de Kos. Con capacidad para 816 personas, el centro alberga a más de dos mil; como el resto de los centros localizados en el Mediterráneo oriental, está desbordado. Por fuera asemeja una escuela rural compuesta por largas barracas de concreto; dentro trabajan funcionarios atenienses que le dan seguimiento a la situación migratoria de los detenidos y, de manera intermitente, organizaciones no gubernamentales y agencias de Naciones Unidas, como la ACNUR, que proveen servicios médicos, educativos, de asistencia social e informativos. Construido en 2016 como respuesta al influjo de migrantes y refugiados que trajo consigo la crisis migratoria del año previo a la diminuta ínsula del Egeo, el centro cumple la doble función de ser un espacio de acogida para personas cuyos trámites de asilo están en proceso y prisión preventiva para aquéllos, con menor suerte, que están a la espera de ser deportados a sus lugares de origen.
—Estamos felices de poder salir y empezar a vivir de nuevo.
Nasra traduce las palabras de su hermana, de 25 años, con quien escapó en enero de 2020 de su natal Mogadiscio ante un futuro de mutilación genital, matrimonio forzado y estricto control religioso por parte de la inefable presencia en Somalia del grupo terrorista islámico Al Shabab. En el país del Cuerno de África, toda niña está expuesta a que se vulnere su integridad con la resección, total o parcial, del clítoris o los labios menores de la vulva, una práctica que el mundo occidental ha condenado pero que se ha defendido en muchos rincones de la geografía africana aduciendo motivos culturales y religiosos. Volaron a Estambul y desde ahí se trasladaron por tierra hasta Bodrum, donde pasaron algunos días antes de cruzar a Kos, sin salvavidas, en una barca inflable que, por su descripción, estaba tan maltrecha como las que muestran en abundancia los medios de comunicación. Pagaron mil 300 dólares por cabeza a los traficantes, a quienes identifican como coterráneos somalíes. Con ellas llegaron otros 40 migrantes y refugiados; algunos siguen en el Centro y a otros ya los deportaron. Del resto, no saben nada.
Nasra y Hamdi esperan al autobús que habrá de regresarlas al centro migratorio. Enfundadas en llamativas abayas, anaranjada y negra, respectivamente, cargan en una bolsa de plástico la compra para la que les autorizaron salir del Centro por primera vez desde que inició la crisis sanitaria. Los migrantes y refugiados son quienes más han sufrido las estrictas medidas de confinamiento del gobierno helénico. Mientras que a los ciudadanos griegos se les permitió paulatinamente reanudar sus actividades y movimientos desde mayo, no fue sino hasta mediados de septiembre que, en casos concretos, como compra de víveres, búsqueda de casa o citas médicas, se hizo lo propio con los extranjeros de estatus migratorio irresuelto. La primera muerte por Covid entre la vasta comunidad de refugiados y solicitantes de asilo en Grecia fue la de un hombre de origen afgano de 61 años. En el campamento de refugiados de la isla de Lesbos, el más grande del país, con más de 12 mil internos, 240 personas dieron positivo a finales de septiembre tras la realización de más de siete mil pruebas rápidas. Organizaciones pro-migración y activistas denuncian que no se han hecho suficientes pruebas entre una de las poblaciones con mayor vulnerabilidad en el país, dadas las condiciones de hacinamiento en los centros de detención. El gobierno griego subraya que las estrictas medidas de restricción a la movilidad de refugiados y migrantes son por su bien, aunque también, quizá, la causa de una incidencia del virus aún desconocida y razón de más muertes por venir.
—Es mejor que estar encerradas en Mogadiscio —alcanza a decir Nasra, antes de abordar el autobús que las regresará al Centro.
La pandemia puso al mundo en vilo, incluido el Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias y controles fronterizos, no dan ni darán nunca tregua.
A diferencia de las vecinas islas de Lesbos, Quíos o Samos, de mayor tamaño y con poblaciones migrantes y refugiadas más numerosas, la situación en Kos ha recibido mucha menor atención mediática. Quizá de forma “injustificada”, dice Nikoletta Skliva, oficial de campo de la ACNUR a cargo de la isla, pues hablar sobre el origen, las edades y las relaciones familiares de los migrantes y refugiados “ayudaría a desmitificar estereotipos en el continente”. Skliva se refiere a la falsa percepción de que la mayoría de los migrantes y refugiados que intentan entrar a Europa son jóvenes, hombres, solteros y, probablemente, musulmanes proclives a la radicalización. En total, la agencia de Naciones Unidas estima que en esta parte del Egeo —que, además de Kos, incluye las islas de Leros y Rodas— se encuentran cerca de cuatro mil refugiados y solicitantes de asilo, en su gran mayoría (64%) provenientes de Siria, Somalia y Palestina. En un porcentaje considerable (44%) son familias. De este total, en el escenario ideal de que sus procesos de solicitud de asilo sean exitosos, son muy pocos los que se quedan en Kos, dadas las limitaciones de vivienda y empleo; la mayoría se trasladada a la Grecia continental donde, de la mano de fondos europeos destinados a Atenas y con la continua asistencia de organizaciones civiles y programas financiados por la acnur, inician una larga pero, en muchos casos, positiva inserción. Claro está que la coyuntura lo hace más difícil: las ofertas de trabajo menguaron y la economía sigue decreciendo, algo que afecta a griegos y migrantes por igual.
El coronavirus ha resultado un reto en todos los sentidos y, en el caso específico de Kos, por razones contrarias a las que podríamos imaginar. El descenso en los arribos semanales al Dodecaneso la última semana de septiembre de 2020 se redujo a sólo tres personas en comparación con la misma semana de 2019, cuando fueron 449; esto ha permitido que el grave rezago en el procesamiento de solicitudes de asilo y refugio haya también disminuido. Los tiempos de espera y de encierro, para quienes están ahí, en el limbo, se redujeron finalmente. Aunque ello no quiera decir que la situación haya cambiado por completo.
“Nadie quiere que se repita el 2015”, afirma el profesor Harry Papasotiriou, director del Instituto de Relaciones Internacionales de la Universidad Panteion. Los costos económicos, políticos e incluso emocionales en toda Europa fueron muy altos. En Grecia conllevaron, en parte, al cambio de gobierno en Atenas.
Las consecuencias reales de la pandemia están aún por verse, a uno y otro lados de la cuenca mediterránea. El azote del coronavirus en Siria, Líbano, Egipto o Irak no puede ni debe desestimarse. De acuerdo con proyecciones del Fondo Monetario Internacional, el PIB conjunto del Oriente Medio caerá un 4.7% en 2020. Además, afirma Papasotiriou, “no podría descartarse” que Turquía, país de tránsito y receptor de migrantes y refugiados, trampolín indiscutible de la ruta mediterránea hacia Grecia y el resto de Europa, politizara la migración para su beneficio y para presionar a Bruselas, como en 2015.
Isla de Samos
—No lo sabemos, hemos estado aquí casi un año y no sabemos cuánto más tendremos que estarlo —dice el señor Haj mientras me invita a tomar un té al interior de la maltrecha jaima que le sirve de hogar a su familia de doce. Alrededor, cerro arriba, cientos de otras jaimas y tiendas de campaña, igual de desvencijadas por el viento, la lluvia, la suciedad y el tiempo, cubren la mitad de la montaña que se yergue detrás del centro de detención migratoria de la isla de Samos, en el mar Egeo, a solo 1.6 kilómetros de distancia de la costa turca.
Aquí, el centro migratorio, que construyó Atenas al mismo tiempo que el de Kos con fondos europeos que suman más de dos mil millones de euros desde 2015, quedó superado por la demanda casi desde el inicio. Más de siete mil almas se debaten por tener acceso a agua potable y a la muy limitada presencia médica y asistencia alimentaria, entre cerros de basura, alambres de púas y una constante vigilancia policial. Entre los Haj, cuyas edades van de los 10 meses a los 67 años, nadie va calzado y las liendres son persistentes, pero también, las ganas de no claudicar. Vivieron bajo el yugo del Estado islámico en su natal Raqa, al oriente de Siria, y no están dispuestos a dejarse vencer.
La noche previa a mi visita, justo 10 días después de que un fuego arrasara con el centro migratorio en Lesbos y el campamento de refugiados contiguo —el mayor de toda Europa—, otro incendio ardió durante toda la noche. Finalmente, lo pudieron controlar los bomberos; no fue suficiente para acabar con el campamento de Samos. Aquí, a final de cuentas, nada es suficiente y menos con la amenaza latente del virus: ni las ayudas europeas ni la respuesta del gobierno griego ni los recursos financieros y humanos de las ONGs han sido suficientes en estos cinco años. Como tampoco lo son suficientes los llamados de algunos a que los migrantes y refugiados desistan de su propósito: huir de sus infiernos nacionales y personales para llegar a Europa y labrarse un futuro mejor.
—Con o sin ayuda, yo quiero estudiar e ir a la universidad —me confía, orgulloso, el mayor de los hijos Haj, un adolescente de 15 años y ojos color miel—. No lo pude hacer en Siria, pero he de hacerlo en algún lugar.
Lampedusa
“Chi piangerà per questi morti?” reza la placa colocada en la parroquia principal de Lampedusa para conmemorar la visita del Papa Francisco en 2013 y en honor a los migrantes y solicitantes de asilo que pasan por esta pequeña isla del Mar Africano, como llaman los italianos a este pedazo del Mediterráneo central. La primera visita en la historia de un pontífice romano a estas tierras.
A solo 90 millas náuticas de Túnez, tan cercana de Roma como de Trípoli, capital de Libia, Lampedusa es conocida como “la puerta de Europa” pero también, como la tumba de África. Frente a sus costas, entre 2013 y 2020, han perecido o desaparecido alrededor de 20 mil migrantes provenientes de dicho continente.
—Y a ellos, ¿quién los va a llorar? A todos ellos, ¿quién los ha llorado? —se pregunta don Carmelo. ¿Quién va a llorar a los que yacen aún en el fondo del mar, a aquéllos cuyos cuerpos nunca fueron identificados y nunca llegaron a su destino?
Don Carmelo conversa, taciturno, mientras caminamos hacia su pequeña oficina en la sacristía de la parroquia de Lampedusa, dedicada a San Gerlando, el santo de los desastres, patrono de la diócesis de Agrigento, en Sicilia, a la que pertenece la isla. La única iglesia católica del lugar, que el sacerdote dirige desde 2016.
— He perdido la cuenta o, más bien, he decidido no llevarla. Más de 30, 40 muertos quizá… pero los números no importan, son los individuos los que importan, cada uno de esos hombres y mujeres a quienes se trata como mercancías en lugar de como a seres humanos, de carne y hueso. Como nosotros.
Don Carmelo se pasa la mano por la frente, salpicada de pecas. El calor y la humedad en estas latitudes resultan aciagos. El regordete religioso, pelirrojo y cuarentón cambia su semblante risueño por uno grave y preocupado cuando trata de enumerar las docenas de cadáveres de migrantes —africanos, en su inmensa mayoría— a quienes ha debido dar la extremaunción en el puerto de la isla italiana desde su llegada, hace tres años. Cuerpos inertes, vencidos por el Mediterráneo, el cansancio y la desesperación, a los que rescató la Guardia Costera y trajo a tierra firme. Sin familia, amigos ni recuerdos. Las últimas fueron 13 mujeres; todas, jóvenes de no más de 30 años que murieron ahogadas hace casi un año al naufragar su embarcación precaria. La parroquia que comanda don Carmelo realizó sus funerales y albergó sus cuerpos por algunos días, en lo que pudieron enviarlos a Sicilia. En la isla, desde hace años, no hay espacio para enterrar a nadie que no sea a alguno de sus pocos habitantes.
De acuerdo con datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el brazo de Naciones Unidas que se encarga del fenómeno migratorio, desde 2013 más de 20 mil personas han perdido la vida al cruzar el Mediterráneo central.
—Quien debe escucharlo no lo escucha, ésa es la verdadera tragedia, sobre todo en estos tiempos —dice el sacerdote, apesadumbrado por el poco eco que tienen las palabras del Papa argentino, que ha dedicado gran parte de su pontificado a visibilizar las penurias de migrantes y refugiados; de ahí que Lampedusa fuese el primer destino en su viaje oficial como Sumo Pontífice. Don Carmelo lamenta que los dichos de Bergoglio no hagan mella entre políticos, élites económicas y actores sociales en una Italia sobrepasada ante la pandemia por el coronavirus, en la que “el miedo por el otro, por el extranjero, por el migrante, se politiza”.
La parroquia que dirige era el único lugar de la isla, fuera del centro de detención migratoria (que el gobierno italiano gestiona con recursos que provienen de Bruselas), donde los migrantes y solicitantes de asilo, podían contar con servicios de asistencia social, apoyo moral y un punto de encuentro con la comunidad isleña. Hoy, ya no es así: la epidemia atrincheró a los isleños en sus casas y puso en cuarentena indefinida a los migrantes en el centro de detención. La parroquia, antes llena de vida, se siente estos días más desolada que nunca.
—Esta isla es un gran laboratorio en el que los derechos humanos se ponen constantemente a prueba —afirma, con una mezcla de resignación e impotencia, el hombre de piel oscura y mirada furtiva con quien me entrevisto en un café de espaldas al puerto, con cubrebocas y sigilo, a quien llamaremos “C”.
Desde la Segunda Guerra Mundial, el flujo humano hacia Europa y a través del Mediterráneo, por razones económicas, políticas y sociales, ha sido una constante que ni siquiera la pandemia ha logrado detener.
“C” trabaja en una organización internacional como traductor para los subsaharianos rescatados del Mediterráneo. Prefiere omitir su nombre para hablar con mayor libertad de su experiencia, pasada y presente. Quién mejor que alguien como él, que hubo de hacer ese nefario recorrido y sobrevivió para contarlo. Está a punto de cumplir 33 años. Cuando apenas tenía 20, salió de su pueblo natal en África Occidental, dejando atrás a su madre, dos hermanas y un hermano menor. La muerte de su padre precipitó su salida. Al ser el mayor del clan, la tradición local y mahometana dictaba que debía hacerse cargo de su familia. No había forma de hacerlo sin migrar. Hoy, a más de una década de su llegada a Italia, para este hombre de expresivos ojos azabache poco ha cambiado la situación allá en su continente o acá en su país adoptivo.
—El miedo es discriminatorio —dice convencido mientras, atento, busca con la mirada a los pocos transeúntes que atraviesan el puerto de Lampedusa, rumbo a la calle Roma, arteria principal de la isla, en donde hemos convenido nuestro encuentro—. Yo sé que hablo desde una situación privilegiada, pues tengo trabajo, un estatus migratorio resuelto y puedo enviar dinero a mi familia. Aun así, no hay nada que me diferencie de todos los migrantes que cruzan el Mediterráneo. Somos todos víctimas de un racismo injustificado, del miedo a lo foráneo; por ello, tengo la responsabilidad de denunciarlo y de combatirlo —confiesa y le da un sorbo a su refresco.
Añade:
—Esta pandemia es una oportunidad para los extremistas, que siempre han usado a la migración para apoyar su discurso xenófobo, de manipular a las personas, valiéndose del temor irracional que se respira en el ambiente por el virus.
El arribo de barcas a costas italianas, que provienen de Túnez y Libia, cargadas de migrantes y solicitantes de asilo, experimentó un breve decremento durante los meses de confinamiento obligatorio al inicio de la epidemia, pero se recuperó hacia el verano y entrado el otoño; ante esta segunda ola, los arribos a través de la ruta del Mediterráneo central se consolidan e, incluso, sobrepasan los del 2019. De acuerdo con la oim, entre enero y octubre del 2020 las llegadas alcanzaron las 29 449 personas, a comparación de las 12 763 que se registraron durante el mismo periodo el año anterior. Y a todas y cada una de estas personas se les ha sometido a rigurosas cuarentenas, pruebas rápidas y las más estrictas medidas de higiene y seguridad sanitaria. Algo que no ocurre con las decenas de miles de turistas del norte de Italia que aterrizaron entre mayo y octubre en la isla, la mayoría de ellos, provenientes de las provincias más afectadas por la pandemia en el país, como Lombardía y el Véneto.
Sicilia
—Antes de la pandemia, ganaba 600 euros al mes. Ahora, apenas percibo 300. Si la situación continúa empeorando, no sé cómo le voy a hacer…
Philip Yawara tiene 25 años. Dejó Gambia escapando de una dictadura con servicio militar obligatorio y llegó hace casi cuatro años a Palermo, el polo económico y político de Sicilia, que tiene más de 1.3 millones de habitantes. Tras obtener un permiso de residencia por razones humanitarias, este joven, que gusta del periodismo y la cocina, consiguió un apartamento que cohabita con otros seis inmigrantes. Paga 150 euros al mes por una habitación que comparte con un paisano suyo. Al poco tiempo, consiguió un par de trabajos, como afanador y como mesero, que le dieron cierta estabilidad financiera. Hoy todo eso está pendiendo de un hilo. Con el coronavirus lo echaron de ambos trabajos y solo después de los tres meses de confinamiento obligatorio dictados por Roma le ofrecieron retomar uno de los dos, aunque con menos de la mitad de la paga. No podía rechazarlo: el alquiler y el coste de vida no podían esperar más.
La epidemia no solo ha vulnerado la vida de Philip, sino la de todos los migrantes y refugiados en Sicilia. De acuerdo con cifras del Instituto Italiano de Estadística, en la isla viven 200 813 extranjeros, entre migrantes y refugiados, un número que la mayoría de las organizaciones que trabaja con dicha población considera moderado, dada la clandestinidad que prepondera entre la comunidad migrante y la falta de indicadores de medición adecuados para dar una cifra real. Los activistas estiman que son medio millón.
—Éste es, sin duda, un momento muy complejo para todos nosotros; es mucho más difícil encontrar un trabajo y la gente nos mira con desconfianza, algo que antes no sucedía—explica el refugiado subsahariano. La emergencia sanitaria ha complicado el escenario incluso para quienes trabajan por y con los refugiados y migrantes.
De acuerdo con el mapeo que realiza la Universidad Johns Hopkins, con el arribo de la segunda ola de la pandemia, el número de casos registrados en Sicilia supera los 21 758, con 502 muertes de por medio. El centro de acogida para migrantes más grande de Palermo, conocido como Il Viaggio y que gestiona un reducido grupo de voluntarios, se puso en cuarentena semipermanente desde septiembre, cuando se descubrió una treintena de contagiados en el interior, gracias a las pruebas rápidas que realizó la Cruz Roja local. La policía resguarda noche y día el perímetro de la otrora bodega industrial y no se permiten el ingreso ni la salida de ninguna persona; adentro están atrapados más de 500 migrantes y solicitantes de asilo. Los servicios sanitarios de la región italiana están saturados y la necesidad de realizar más pruebas, sobre todo, entre la población migrante, quedará por lo pronto pendiente ante la falta de recursos financieros y médicos, denuncian activistas.
“Ahora, nuestras misiones de rescate resultan el doble de caras y el financiamiento para hacerlas realidad se ha vuelto más arduo”, reconoce por vía telefónica Riccardo Gatti, de la ONG Open Arms que, como varias más, realiza operaciones en el Mediterráneo central para rescatar con vida a los migrantes.
Desde que la Unión Europea y, en particular, los gobiernos de los países más afectados por el tráfico humano, entre ellos Italia, endurecieron sus políticas de rescate en altamar, son las ong las que, con cada vez menos ayuda de los guardacostas, se encargan de salvar vidas. A los costes de toda misión, aclara Gatti, ahora han de agregarse 14 días adicionales de comida y servicios para la tripulación por la cuarentena obligatoria a la llegada a puerto, además de los gastos en equipo médico y las adecuaciones que han de realizarse a los barcos de rescate. De acuerdo con las regulaciones sanitarias del gobierno, toda embarcación de rescate que llegue a costas italianas debe pasar una cuarentena obligatoria de dos semanas, con la tripulación entera a bordo, con los costes humanos y financieros que esto conlleva. También está el caso del Centro Astalli, una asociación civil italiana que, en conjunto con la orden jesuita, provee servicios médicos, de habitación, alimentarios, educativos y de asistencia legal a migrantes. “A mí, de hecho, no me pagan desde mayo”, agrega Donata Perelli, directora de la oficina en Palermo.
—Creo que [las consecuencias de la pandemia] son mucho peores para nosotros, los “extraños”—dice Kadijatu, refiriéndose a los inmigrantes y refugiados. Esta mujer guineana sufre de una afección pulmonar congénita que requiere tratamiento médico continuo y que la llevó a pagar a unos traficantes para que la trajeran a Italia junto con su marido. Hoy, a raíz del virus, se quedaron sin empleo.
Con la pandemia, todos hemos perdido, con la excepción quizá de la narrativa que criminaliza a los otros. La política y los políticos, nacionalistas y aislacionistas, demagogos y autoritarios ven en la otredad al enemigo y al conejillo de Indias para justificar sus omisiones cuando se trata de combatir los lastres económicos, financieros y sociales de la pandemia.
Melilla
“Vox propone levantar un muro en Ceuta y Melilla contra la invasión migratoria”; “Una construcción que por su grosor, resistencia y altura haga impenetrables e infranqueables las fronteras”; “La expulsión inmediata de todos aquéllos que pretendan entrar de forma ilegal a España”; “Los peligros en materia sanitaria que traen consigo los migrantes”; “Un muro pagado por Marruecos…”.
Los titulares de la prensa española de los últimos dos años son contundentes cuando se trata de reflejar los dichos de Vox y de sus principales voceros. Comandada por Santiago Abascal, la agrupación de ultraderecha que hizo su irrupción en la escena política en 2013 comparte con varias de sus contrapartes europeas una agenda antiinmigrante que, escudada en el nacionalismo, raya en la xenofobia.
—Le hablo con claridad: yo preferiría que la frontera permaneciera cerrada—dice José Miguel Tasende, presidente de Vox en Melilla, una ciudad autónoma española situada en suelo africano, habla en nombre de los “muchos” afiliados a su partido allí. El número exacto, dice, no lo puede revelar. Se refiere a los casi nueve meses que el paso fronterizo entre la ciudad y Nador, Marruecos, lleva cerrado a cal y canto. Tras esta decisión, en marzo de 2020, en principio, unilateral del reino magrebí como medida precautoria por la pandemia, se detuvo el tráfico de mercancías y de personas por completo en una de las fronteras más transitadas del mundo. Una parálisis que, más allá de las percepciones de Vox y sus afiliados, simpatizantes o votantes, ha resultado desastrosa para Melilla, Nador y la gente a ambos lados de la valla metálica.
—Nos están obligando a cerrar y quizá también a migrar a Francia, a Alemania, al extranjero… —dice Seddick Mojtar, que abrió su tienda de abarrotes justo enfrente del cruce fronterizo conocido como Beni Ensar en 1996. Sus ventas, en gran medida abocadas al tráfico transfronterizo, han caído en un 80% y su situación económica es de total precariedad, a tal grado que el melillense de origen bereber y confesión mahometana considera migrar como única opción viable.
Antes de la pandemia, entre Melilla y Marruecos se registraban más de 30 mil cruces diarios; hasta principios de noviembre de 2020, no se registra uno solo. La frontera entre el pequeño enclave español y el país africano parece tierra de nadie.
La segunda ola de la pandemia está resultando desastrosa para la ciudad española de 84 mil habitantes; con 2 745 contagios registrados y 12 muertes, se han prendido todas las alarmas para evitar que las escasas unidades de cuidados intensivos se saturen. De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística español, oficialmente hay 652 inmigrantes en el enclave del Magreb. Una cifra que, concuerdan todos los melillenses, no representa la realidad; el alto número de marroquíes afincados sin documentación en la ciudad, aquéllos que han quedado atrapados desde el cierre de la frontera y los muchos menores no acompañados que nadie ha contabilizado les dan la razón. Y son ellos, a quienes no se cuenta y que no cuentan con nadie, los más vulnerables.
La pandemia puso al mundo en vilo, incluido el Mediterráneo, pero los factores y agravantes que empujan a jóvenes, mujeres y familias enteras a escapar de realidades insospechadas, a pesar de las restricciones sanitarias y controles fronterizos, no dan ni darán nunca tregua.
—Nosotros, sin embargo, somos afortunados. El problema más grave lo tienen los que han perdido todo o los que nunca han tenido nada —dice Seddick y se refiere a su supervivencia entre el mar de locales comerciales que han bajado la cortina.
Un océano de personas vivía del contrabando de mercancías y hoy no tienen de qué vivir; de acuerdo con estimaciones, entre seis y ocho mil mujeres y sus respectivas familias han quedado en el desamparo. Ante el coronavirus, la guerra comercial y la paradiplomacia a ambos lados de una frontera paralizada, esas miles de familias quedaron en un limbo. Y, junto con ellos, muchos de ellos, menores de edad. Ahora, como todos en Melilla, los migrantes están atrapados. Huyeron de un pasado al que no quieren volver, pero su futuro nomás no llega.
—En Melilla no puedes hacer nada. Ni estudiar ni ir a la escuela. Solo esperar. Y yo ya estoy cansado de esperar —dice Maruan de 19 años.
Llegó a Melilla al rozar la mayoría de edad, escapando de la violencia familiar, el abuso sexual y la pobreza que lo ahogaban en su pequeño pueblo natal del Rif, una de las regiones más aisladas y desfavorecidas de todo Marruecos. Cruzó enterrado en grava dentro de una revolvedora para hacerse invisible a los agentes de la Guardia Civil en la frontera y con dificultades para respirar. Desde el comienzo de la pandemia, pasa algunas noches en el refugio temporal que montaron las autoridades de la ciudad en la plaza de toros durante los meses más álgidos del confinamiento junto con más de 200 personas: otros jóvenes como él, niños y niñas; marroquíes, argelinos, marfileños, nigerianos y cameruneses. El refugio temporal es la única alternativa para adolescentes como Maruan que, por su edad, llegan al centro de menores de La Purísima, al no poder acceder al Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) que hoy ocupan más de 900 personas.
Maruan pasa las noches en vela, acechando para colarse en los bajos de algún camión, asido con uñas y dientes a su carrocería hasta el amanecer. Con la esperanza de que nadie lo vea, quiere meterse como polizón en alguno de los ferris que a diario viajan entre Melilla, Málaga y Almería, en la península ibérica; una práctica que denominan risking, por lo riesgosa que es, y que Maruan ha intentado, al menos en diez ocasiones en lo que va del mes. Lograrlo es una hazaña pues la presencia de la Guardia Civil es perenne y el control portuario se ha fortalecido a raíz de la Covid-19.
¿Quién puede culparlos por intentar alcanzar su futuro? Maruan, confiesa, lo intentará de nuevo esta noche. Ya se siente con mucha más fuerza; hace casi un año, en uno de sus múltiples intentos, al saltar una barda de piedra cayó en falso y se rompió los dos pies. Mientras que muchos quieren salir de Melilla, otros más quieren entrar. Así, el Mediterráneo sigue fiel a su tradición milenaria, un puente y una vía de tránsito entre naciones y pueblos, entre ideas y sueños. Necesita ser un mar de puertas y fronteras abiertas.
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