Visita al estudio de Thomas Glassford

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Thomas Glassford de la mano de Tatiana Cuevas

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El pasado 11 de octubre Club Travesías organizó una visita al estudio de Thomas Glassford en compañía de la curadora Tatiana Cuevas. Tuvimos oportunidad de conversar sobre sus investigaciones, intereses y dinámicas de trabajo; ver un importante conjunto de piezas recientes –incluyendo la continuación de una serie que presentó en su última exposición en la galería Sicardi | Ayers | Bacino en Houston, Texas, entre junio y septiembre de 2018–, obras clave de los años noventa que conserva en su bodega y oficina personal, así como varias piezas en proceso. Thomas nos recibió después en su casa, a unos pasos de su estudio, en donde se materializan de manera excepcional su perspectiva como artista, su fascinación por las plantas, por los muebles modernistas y su siempre latente vocación arquitectónica. Le solicitamos a Tatiana Cuevas que preparara un texto breve sobre el trabajo de Glassford, el cual les compartimos a continuación.

Objetos comunes y ordinarios, desde elementos orgánicos como troncos de madera, guajes, plantas endémicas, organismos marinos; hasta materiales industrializados como platos de melamina, joyería kitsch, tubos fluorescentes, espejos y aluminio anodizado, han sido la materia prima de una investigación de largo aliento conducida por Thomas Glassford (Laredo, Texas, 1963) a lo largo de tres décadas. En su vasto cuerpo de trabajo ha logrado establecer interesantes paralelismos entre objetos ya clásicos dentro de la producción vernácula y conocidas referencias del arte moderno, principalmente del minimalismo. El delicado y complejo formalismo que prevalece en sus piezas articula una serie de códigos sobre dinámicas y acuerdos sociales que tienen lugar en terrenos de lo más habituales y domésticos.

Glassford se mudó a la Ciudad de México a principios de los años noventa, incorporándose a un grupo de jóvenes curadores y artistas mexicanos, europeos y norteamericanos –María Guerra, Guillermo Santamarina, Benjamín Díaz, Silvia Gruner, Eduardo Abaroa, Sofía Táboas, Pablo Vargas Lugo, Melanie Smith, Francis Alÿs, entre otros– que buscaban renovar los cánones del arte mexicano. Asentado en el centro de la ciudad, en el ahora icónico edificio para el mundo del arte ubicado en la calle de Licenciado Verdad, la concientización de estructuras y procesos comerciales en mercados y calles le permitió replantear sagazmente el trabajo con materiales orgánicos que había iniciado previamente en el sur de Texas, incorporando un relajado y a la vez obscuro sentido del humor mediante el cual logró trasladar la concepción de un guaje, por ejemplo, desde su uso ancestral como recipiente y su acepción como objeto folklórico dentro de la artesanía mexicana, hacia un entorno extraño en donde se convertía en un fetiche andrógino.

Su trabajo ha estado marcado por la incorporación de elementos característicos de una estética urbana que revela labores y aspiraciones de orden común, como palos de escoba abandonados que convierte en esculturas ordenadas serial y sistemáticamente, donde el desgaste de las superficies de esos objets trouvésdel subdesarrollo contrasta con la impecable ejecución del minimalismo norteamericano de los años sesenta. Ha sabido extrapolar sus estrategias a formatos monumentales, generando esculturas de gran formato e intervenciones arquitectónicas como Xipe Tótec (2010), pieza que literalmente cubre con una segunda piel el antiguo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el Centro Culutural Universitario Tlatelolco. La intervención logra equilibrar el formalismo de una secuencia geométrica elaborada en neón, con el peso de una capa –la piel del cautivo deshollado que cubría el cuerpo de los representantes de Xipe Tótec simbolizando el ciclo de renovación– que hace homenaje a los conocidos acontecimientos históricos que marcan su complejo pasado, al tiempo de señalar el inicio de un nuevo ciclo que renueva la misión del espacio cultural que lo alberga.

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El pasado 11 de octubre Club Travesías organizó una visita al estudio de Thomas Glassford en compañía de la curadora Tatiana Cuevas. Tuvimos oportunidad de conversar sobre sus investigaciones, intereses y dinámicas de trabajo; ver un importante conjunto de piezas recientes –incluyendo la continuación de una serie que presentó en su última exposición en la galería Sicardi | Ayers | Bacino en Houston, Texas, entre junio y septiembre de 2018–, obras clave de los años noventa que conserva en su bodega y oficina personal, así como varias piezas en proceso. Thomas nos recibió después en su casa, a unos pasos de su estudio, en donde se materializan de manera excepcional su perspectiva como artista, su fascinación por las plantas, por los muebles modernistas y su siempre latente vocación arquitectónica. Le solicitamos a Tatiana Cuevas que preparara un texto breve sobre el trabajo de Glassford, el cual les compartimos a continuación.

Objetos comunes y ordinarios, desde elementos orgánicos como troncos de madera, guajes, plantas endémicas, organismos marinos; hasta materiales industrializados como platos de melamina, joyería kitsch, tubos fluorescentes, espejos y aluminio anodizado, han sido la materia prima de una investigación de largo aliento conducida por Thomas Glassford (Laredo, Texas, 1963) a lo largo de tres décadas. En su vasto cuerpo de trabajo ha logrado establecer interesantes paralelismos entre objetos ya clásicos dentro de la producción vernácula y conocidas referencias del arte moderno, principalmente del minimalismo. El delicado y complejo formalismo que prevalece en sus piezas articula una serie de códigos sobre dinámicas y acuerdos sociales que tienen lugar en terrenos de lo más habituales y domésticos.

Glassford se mudó a la Ciudad de México a principios de los años noventa, incorporándose a un grupo de jóvenes curadores y artistas mexicanos, europeos y norteamericanos –María Guerra, Guillermo Santamarina, Benjamín Díaz, Silvia Gruner, Eduardo Abaroa, Sofía Táboas, Pablo Vargas Lugo, Melanie Smith, Francis Alÿs, entre otros– que buscaban renovar los cánones del arte mexicano. Asentado en el centro de la ciudad, en el ahora icónico edificio para el mundo del arte ubicado en la calle de Licenciado Verdad, la concientización de estructuras y procesos comerciales en mercados y calles le permitió replantear sagazmente el trabajo con materiales orgánicos que había iniciado previamente en el sur de Texas, incorporando un relajado y a la vez obscuro sentido del humor mediante el cual logró trasladar la concepción de un guaje, por ejemplo, desde su uso ancestral como recipiente y su acepción como objeto folklórico dentro de la artesanía mexicana, hacia un entorno extraño en donde se convertía en un fetiche andrógino.

Su trabajo ha estado marcado por la incorporación de elementos característicos de una estética urbana que revela labores y aspiraciones de orden común, como palos de escoba abandonados que convierte en esculturas ordenadas serial y sistemáticamente, donde el desgaste de las superficies de esos objets trouvésdel subdesarrollo contrasta con la impecable ejecución del minimalismo norteamericano de los años sesenta. Ha sabido extrapolar sus estrategias a formatos monumentales, generando esculturas de gran formato e intervenciones arquitectónicas como Xipe Tótec (2010), pieza que literalmente cubre con una segunda piel el antiguo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el Centro Culutural Universitario Tlatelolco. La intervención logra equilibrar el formalismo de una secuencia geométrica elaborada en neón, con el peso de una capa –la piel del cautivo deshollado que cubría el cuerpo de los representantes de Xipe Tótec simbolizando el ciclo de renovación– que hace homenaje a los conocidos acontecimientos históricos que marcan su complejo pasado, al tiempo de señalar el inicio de un nuevo ciclo que renueva la misión del espacio cultural que lo alberga.

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Objetos comunes y ordinarios, desde elementos orgánicos como troncos de madera, guajes, plantas endémicas, organismos marinos; hasta materiales industrializados como platos de melamina, joyería kitsch, tubos fluorescentes, espejos y aluminio anodizado, han sido la materia prima de una investigación de largo aliento conducida por Thomas Glassford (Laredo, Texas, 1963) a lo largo de tres décadas. En su vasto cuerpo de trabajo ha logrado establecer interesantes paralelismos entre objetos ya clásicos dentro de la producción vernácula y conocidas referencias del arte moderno, principalmente del minimalismo. El delicado y complejo formalismo que prevalece en sus piezas articula una serie de códigos sobre dinámicas y acuerdos sociales que tienen lugar en terrenos de lo más habituales y domésticos.

Glassford se mudó a la Ciudad de México a principios de los años noventa, incorporándose a un grupo de jóvenes curadores y artistas mexicanos, europeos y norteamericanos –María Guerra, Guillermo Santamarina, Benjamín Díaz, Silvia Gruner, Eduardo Abaroa, Sofía Táboas, Pablo Vargas Lugo, Melanie Smith, Francis Alÿs, entre otros– que buscaban renovar los cánones del arte mexicano. Asentado en el centro de la ciudad, en el ahora icónico edificio para el mundo del arte ubicado en la calle de Licenciado Verdad, la concientización de estructuras y procesos comerciales en mercados y calles le permitió replantear sagazmente el trabajo con materiales orgánicos que había iniciado previamente en el sur de Texas, incorporando un relajado y a la vez obscuro sentido del humor mediante el cual logró trasladar la concepción de un guaje, por ejemplo, desde su uso ancestral como recipiente y su acepción como objeto folklórico dentro de la artesanía mexicana, hacia un entorno extraño en donde se convertía en un fetiche andrógino.

Su trabajo ha estado marcado por la incorporación de elementos característicos de una estética urbana que revela labores y aspiraciones de orden común, como palos de escoba abandonados que convierte en esculturas ordenadas serial y sistemáticamente, donde el desgaste de las superficies de esos objets trouvésdel subdesarrollo contrasta con la impecable ejecución del minimalismo norteamericano de los años sesenta. Ha sabido extrapolar sus estrategias a formatos monumentales, generando esculturas de gran formato e intervenciones arquitectónicas como Xipe Tótec (2010), pieza que literalmente cubre con una segunda piel el antiguo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el Centro Culutural Universitario Tlatelolco. La intervención logra equilibrar el formalismo de una secuencia geométrica elaborada en neón, con el peso de una capa –la piel del cautivo deshollado que cubría el cuerpo de los representantes de Xipe Tótec simbolizando el ciclo de renovación– que hace homenaje a los conocidos acontecimientos históricos que marcan su complejo pasado, al tiempo de señalar el inicio de un nuevo ciclo que renueva la misión del espacio cultural que lo alberga.

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Objetos comunes y ordinarios, desde elementos orgánicos como troncos de madera, guajes, plantas endémicas, organismos marinos; hasta materiales industrializados como platos de melamina, joyería kitsch, tubos fluorescentes, espejos y aluminio anodizado, han sido la materia prima de una investigación de largo aliento conducida por Thomas Glassford (Laredo, Texas, 1963) a lo largo de tres décadas. En su vasto cuerpo de trabajo ha logrado establecer interesantes paralelismos entre objetos ya clásicos dentro de la producción vernácula y conocidas referencias del arte moderno, principalmente del minimalismo. El delicado y complejo formalismo que prevalece en sus piezas articula una serie de códigos sobre dinámicas y acuerdos sociales que tienen lugar en terrenos de lo más habituales y domésticos.

Glassford se mudó a la Ciudad de México a principios de los años noventa, incorporándose a un grupo de jóvenes curadores y artistas mexicanos, europeos y norteamericanos –María Guerra, Guillermo Santamarina, Benjamín Díaz, Silvia Gruner, Eduardo Abaroa, Sofía Táboas, Pablo Vargas Lugo, Melanie Smith, Francis Alÿs, entre otros– que buscaban renovar los cánones del arte mexicano. Asentado en el centro de la ciudad, en el ahora icónico edificio para el mundo del arte ubicado en la calle de Licenciado Verdad, la concientización de estructuras y procesos comerciales en mercados y calles le permitió replantear sagazmente el trabajo con materiales orgánicos que había iniciado previamente en el sur de Texas, incorporando un relajado y a la vez obscuro sentido del humor mediante el cual logró trasladar la concepción de un guaje, por ejemplo, desde su uso ancestral como recipiente y su acepción como objeto folklórico dentro de la artesanía mexicana, hacia un entorno extraño en donde se convertía en un fetiche andrógino.

Su trabajo ha estado marcado por la incorporación de elementos característicos de una estética urbana que revela labores y aspiraciones de orden común, como palos de escoba abandonados que convierte en esculturas ordenadas serial y sistemáticamente, donde el desgaste de las superficies de esos objets trouvésdel subdesarrollo contrasta con la impecable ejecución del minimalismo norteamericano de los años sesenta. Ha sabido extrapolar sus estrategias a formatos monumentales, generando esculturas de gran formato e intervenciones arquitectónicas como Xipe Tótec (2010), pieza que literalmente cubre con una segunda piel el antiguo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el Centro Culutural Universitario Tlatelolco. La intervención logra equilibrar el formalismo de una secuencia geométrica elaborada en neón, con el peso de una capa –la piel del cautivo deshollado que cubría el cuerpo de los representantes de Xipe Tótec simbolizando el ciclo de renovación– que hace homenaje a los conocidos acontecimientos históricos que marcan su complejo pasado, al tiempo de señalar el inicio de un nuevo ciclo que renueva la misión del espacio cultural que lo alberga.

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Objetos comunes y ordinarios, desde elementos orgánicos como troncos de madera, guajes, plantas endémicas, organismos marinos; hasta materiales industrializados como platos de melamina, joyería kitsch, tubos fluorescentes, espejos y aluminio anodizado, han sido la materia prima de una investigación de largo aliento conducida por Thomas Glassford (Laredo, Texas, 1963) a lo largo de tres décadas. En su vasto cuerpo de trabajo ha logrado establecer interesantes paralelismos entre objetos ya clásicos dentro de la producción vernácula y conocidas referencias del arte moderno, principalmente del minimalismo. El delicado y complejo formalismo que prevalece en sus piezas articula una serie de códigos sobre dinámicas y acuerdos sociales que tienen lugar en terrenos de lo más habituales y domésticos.

Glassford se mudó a la Ciudad de México a principios de los años noventa, incorporándose a un grupo de jóvenes curadores y artistas mexicanos, europeos y norteamericanos –María Guerra, Guillermo Santamarina, Benjamín Díaz, Silvia Gruner, Eduardo Abaroa, Sofía Táboas, Pablo Vargas Lugo, Melanie Smith, Francis Alÿs, entre otros– que buscaban renovar los cánones del arte mexicano. Asentado en el centro de la ciudad, en el ahora icónico edificio para el mundo del arte ubicado en la calle de Licenciado Verdad, la concientización de estructuras y procesos comerciales en mercados y calles le permitió replantear sagazmente el trabajo con materiales orgánicos que había iniciado previamente en el sur de Texas, incorporando un relajado y a la vez obscuro sentido del humor mediante el cual logró trasladar la concepción de un guaje, por ejemplo, desde su uso ancestral como recipiente y su acepción como objeto folklórico dentro de la artesanía mexicana, hacia un entorno extraño en donde se convertía en un fetiche andrógino.

Su trabajo ha estado marcado por la incorporación de elementos característicos de una estética urbana que revela labores y aspiraciones de orden común, como palos de escoba abandonados que convierte en esculturas ordenadas serial y sistemáticamente, donde el desgaste de las superficies de esos objets trouvésdel subdesarrollo contrasta con la impecable ejecución del minimalismo norteamericano de los años sesenta. Ha sabido extrapolar sus estrategias a formatos monumentales, generando esculturas de gran formato e intervenciones arquitectónicas como Xipe Tótec (2010), pieza que literalmente cubre con una segunda piel el antiguo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el Centro Culutural Universitario Tlatelolco. La intervención logra equilibrar el formalismo de una secuencia geométrica elaborada en neón, con el peso de una capa –la piel del cautivo deshollado que cubría el cuerpo de los representantes de Xipe Tótec simbolizando el ciclo de renovación– que hace homenaje a los conocidos acontecimientos históricos que marcan su complejo pasado, al tiempo de señalar el inicio de un nuevo ciclo que renueva la misión del espacio cultural que lo alberga.

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Objetos comunes y ordinarios, desde elementos orgánicos como troncos de madera, guajes, plantas endémicas, organismos marinos; hasta materiales industrializados como platos de melamina, joyería kitsch, tubos fluorescentes, espejos y aluminio anodizado, han sido la materia prima de una investigación de largo aliento conducida por Thomas Glassford (Laredo, Texas, 1963) a lo largo de tres décadas. En su vasto cuerpo de trabajo ha logrado establecer interesantes paralelismos entre objetos ya clásicos dentro de la producción vernácula y conocidas referencias del arte moderno, principalmente del minimalismo. El delicado y complejo formalismo que prevalece en sus piezas articula una serie de códigos sobre dinámicas y acuerdos sociales que tienen lugar en terrenos de lo más habituales y domésticos.

Glassford se mudó a la Ciudad de México a principios de los años noventa, incorporándose a un grupo de jóvenes curadores y artistas mexicanos, europeos y norteamericanos –María Guerra, Guillermo Santamarina, Benjamín Díaz, Silvia Gruner, Eduardo Abaroa, Sofía Táboas, Pablo Vargas Lugo, Melanie Smith, Francis Alÿs, entre otros– que buscaban renovar los cánones del arte mexicano. Asentado en el centro de la ciudad, en el ahora icónico edificio para el mundo del arte ubicado en la calle de Licenciado Verdad, la concientización de estructuras y procesos comerciales en mercados y calles le permitió replantear sagazmente el trabajo con materiales orgánicos que había iniciado previamente en el sur de Texas, incorporando un relajado y a la vez obscuro sentido del humor mediante el cual logró trasladar la concepción de un guaje, por ejemplo, desde su uso ancestral como recipiente y su acepción como objeto folklórico dentro de la artesanía mexicana, hacia un entorno extraño en donde se convertía en un fetiche andrógino.

Su trabajo ha estado marcado por la incorporación de elementos característicos de una estética urbana que revela labores y aspiraciones de orden común, como palos de escoba abandonados que convierte en esculturas ordenadas serial y sistemáticamente, donde el desgaste de las superficies de esos objets trouvésdel subdesarrollo contrasta con la impecable ejecución del minimalismo norteamericano de los años sesenta. Ha sabido extrapolar sus estrategias a formatos monumentales, generando esculturas de gran formato e intervenciones arquitectónicas como Xipe Tótec (2010), pieza que literalmente cubre con una segunda piel el antiguo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el Centro Culutural Universitario Tlatelolco. La intervención logra equilibrar el formalismo de una secuencia geométrica elaborada en neón, con el peso de una capa –la piel del cautivo deshollado que cubría el cuerpo de los representantes de Xipe Tótec simbolizando el ciclo de renovación– que hace homenaje a los conocidos acontecimientos históricos que marcan su complejo pasado, al tiempo de señalar el inicio de un nuevo ciclo que renueva la misión del espacio cultural que lo alberga.

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Objetos comunes y ordinarios, desde elementos orgánicos como troncos de madera, guajes, plantas endémicas, organismos marinos; hasta materiales industrializados como platos de melamina, joyería kitsch, tubos fluorescentes, espejos y aluminio anodizado, han sido la materia prima de una investigación de largo aliento conducida por Thomas Glassford (Laredo, Texas, 1963) a lo largo de tres décadas. En su vasto cuerpo de trabajo ha logrado establecer interesantes paralelismos entre objetos ya clásicos dentro de la producción vernácula y conocidas referencias del arte moderno, principalmente del minimalismo. El delicado y complejo formalismo que prevalece en sus piezas articula una serie de códigos sobre dinámicas y acuerdos sociales que tienen lugar en terrenos de lo más habituales y domésticos.

Glassford se mudó a la Ciudad de México a principios de los años noventa, incorporándose a un grupo de jóvenes curadores y artistas mexicanos, europeos y norteamericanos –María Guerra, Guillermo Santamarina, Benjamín Díaz, Silvia Gruner, Eduardo Abaroa, Sofía Táboas, Pablo Vargas Lugo, Melanie Smith, Francis Alÿs, entre otros– que buscaban renovar los cánones del arte mexicano. Asentado en el centro de la ciudad, en el ahora icónico edificio para el mundo del arte ubicado en la calle de Licenciado Verdad, la concientización de estructuras y procesos comerciales en mercados y calles le permitió replantear sagazmente el trabajo con materiales orgánicos que había iniciado previamente en el sur de Texas, incorporando un relajado y a la vez obscuro sentido del humor mediante el cual logró trasladar la concepción de un guaje, por ejemplo, desde su uso ancestral como recipiente y su acepción como objeto folklórico dentro de la artesanía mexicana, hacia un entorno extraño en donde se convertía en un fetiche andrógino.

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Objetos comunes y ordinarios, desde elementos orgánicos como troncos de madera, guajes, plantas endémicas, organismos marinos; hasta materiales industrializados como platos de melamina, joyería kitsch, tubos fluorescentes, espejos y aluminio anodizado, han sido la materia prima de una investigación de largo aliento conducida por Thomas Glassford (Laredo, Texas, 1963) a lo largo de tres décadas. En su vasto cuerpo de trabajo ha logrado establecer interesantes paralelismos entre objetos ya clásicos dentro de la producción vernácula y conocidas referencias del arte moderno, principalmente del minimalismo. El delicado y complejo formalismo que prevalece en sus piezas articula una serie de códigos sobre dinámicas y acuerdos sociales que tienen lugar en terrenos de lo más habituales y domésticos.

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El pasado 11 de octubre Club Travesías organizó una visita al estudio de Thomas Glassford en compañía de la curadora Tatiana Cuevas. Tuvimos oportunidad de conversar sobre sus investigaciones, intereses y dinámicas de trabajo; ver un importante conjunto de piezas recientes –incluyendo la continuación de una serie que presentó en su última exposición en la galería Sicardi | Ayers | Bacino en Houston, Texas, entre junio y septiembre de 2018–, obras clave de los años noventa que conserva en su bodega y oficina personal, así como varias piezas en proceso. Thomas nos recibió después en su casa, a unos pasos de su estudio, en donde se materializan de manera excepcional su perspectiva como artista, su fascinación por las plantas, por los muebles modernistas y su siempre latente vocación arquitectónica. Le solicitamos a Tatiana Cuevas que preparara un texto breve sobre el trabajo de Glassford, el cual les compartimos a continuación.

Objetos comunes y ordinarios, desde elementos orgánicos como troncos de madera, guajes, plantas endémicas, organismos marinos; hasta materiales industrializados como platos de melamina, joyería kitsch, tubos fluorescentes, espejos y aluminio anodizado, han sido la materia prima de una investigación de largo aliento conducida por Thomas Glassford (Laredo, Texas, 1963) a lo largo de tres décadas. En su vasto cuerpo de trabajo ha logrado establecer interesantes paralelismos entre objetos ya clásicos dentro de la producción vernácula y conocidas referencias del arte moderno, principalmente del minimalismo. El delicado y complejo formalismo que prevalece en sus piezas articula una serie de códigos sobre dinámicas y acuerdos sociales que tienen lugar en terrenos de lo más habituales y domésticos.

Glassford se mudó a la Ciudad de México a principios de los años noventa, incorporándose a un grupo de jóvenes curadores y artistas mexicanos, europeos y norteamericanos –María Guerra, Guillermo Santamarina, Benjamín Díaz, Silvia Gruner, Eduardo Abaroa, Sofía Táboas, Pablo Vargas Lugo, Melanie Smith, Francis Alÿs, entre otros– que buscaban renovar los cánones del arte mexicano. Asentado en el centro de la ciudad, en el ahora icónico edificio para el mundo del arte ubicado en la calle de Licenciado Verdad, la concientización de estructuras y procesos comerciales en mercados y calles le permitió replantear sagazmente el trabajo con materiales orgánicos que había iniciado previamente en el sur de Texas, incorporando un relajado y a la vez obscuro sentido del humor mediante el cual logró trasladar la concepción de un guaje, por ejemplo, desde su uso ancestral como recipiente y su acepción como objeto folklórico dentro de la artesanía mexicana, hacia un entorno extraño en donde se convertía en un fetiche andrógino.

Su trabajo ha estado marcado por la incorporación de elementos característicos de una estética urbana que revela labores y aspiraciones de orden común, como palos de escoba abandonados que convierte en esculturas ordenadas serial y sistemáticamente, donde el desgaste de las superficies de esos objets trouvésdel subdesarrollo contrasta con la impecable ejecución del minimalismo norteamericano de los años sesenta. Ha sabido extrapolar sus estrategias a formatos monumentales, generando esculturas de gran formato e intervenciones arquitectónicas como Xipe Tótec (2010), pieza que literalmente cubre con una segunda piel el antiguo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el Centro Culutural Universitario Tlatelolco. La intervención logra equilibrar el formalismo de una secuencia geométrica elaborada en neón, con el peso de una capa –la piel del cautivo deshollado que cubría el cuerpo de los representantes de Xipe Tótec simbolizando el ciclo de renovación– que hace homenaje a los conocidos acontecimientos históricos que marcan su complejo pasado, al tiempo de señalar el inicio de un nuevo ciclo que renueva la misión del espacio cultural que lo alberga.

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Thomas Glassford de la mano de Tatiana Cuevas

El pasado 11 de octubre Club Travesías organizó una visita al estudio de Thomas Glassford en compañía de la curadora Tatiana Cuevas. Tuvimos oportunidad de conversar sobre sus investigaciones, intereses y dinámicas de trabajo; ver un importante conjunto de piezas recientes –incluyendo la continuación de una serie que presentó en su última exposición en la galería Sicardi | Ayers | Bacino en Houston, Texas, entre junio y septiembre de 2018–, obras clave de los años noventa que conserva en su bodega y oficina personal, así como varias piezas en proceso. Thomas nos recibió después en su casa, a unos pasos de su estudio, en donde se materializan de manera excepcional su perspectiva como artista, su fascinación por las plantas, por los muebles modernistas y su siempre latente vocación arquitectónica. Le solicitamos a Tatiana Cuevas que preparara un texto breve sobre el trabajo de Glassford, el cual les compartimos a continuación.

Objetos comunes y ordinarios, desde elementos orgánicos como troncos de madera, guajes, plantas endémicas, organismos marinos; hasta materiales industrializados como platos de melamina, joyería kitsch, tubos fluorescentes, espejos y aluminio anodizado, han sido la materia prima de una investigación de largo aliento conducida por Thomas Glassford (Laredo, Texas, 1963) a lo largo de tres décadas. En su vasto cuerpo de trabajo ha logrado establecer interesantes paralelismos entre objetos ya clásicos dentro de la producción vernácula y conocidas referencias del arte moderno, principalmente del minimalismo. El delicado y complejo formalismo que prevalece en sus piezas articula una serie de códigos sobre dinámicas y acuerdos sociales que tienen lugar en terrenos de lo más habituales y domésticos.

Glassford se mudó a la Ciudad de México a principios de los años noventa, incorporándose a un grupo de jóvenes curadores y artistas mexicanos, europeos y norteamericanos –María Guerra, Guillermo Santamarina, Benjamín Díaz, Silvia Gruner, Eduardo Abaroa, Sofía Táboas, Pablo Vargas Lugo, Melanie Smith, Francis Alÿs, entre otros– que buscaban renovar los cánones del arte mexicano. Asentado en el centro de la ciudad, en el ahora icónico edificio para el mundo del arte ubicado en la calle de Licenciado Verdad, la concientización de estructuras y procesos comerciales en mercados y calles le permitió replantear sagazmente el trabajo con materiales orgánicos que había iniciado previamente en el sur de Texas, incorporando un relajado y a la vez obscuro sentido del humor mediante el cual logró trasladar la concepción de un guaje, por ejemplo, desde su uso ancestral como recipiente y su acepción como objeto folklórico dentro de la artesanía mexicana, hacia un entorno extraño en donde se convertía en un fetiche andrógino.

Su trabajo ha estado marcado por la incorporación de elementos característicos de una estética urbana que revela labores y aspiraciones de orden común, como palos de escoba abandonados que convierte en esculturas ordenadas serial y sistemáticamente, donde el desgaste de las superficies de esos objets trouvésdel subdesarrollo contrasta con la impecable ejecución del minimalismo norteamericano de los años sesenta. Ha sabido extrapolar sus estrategias a formatos monumentales, generando esculturas de gran formato e intervenciones arquitectónicas como Xipe Tótec (2010), pieza que literalmente cubre con una segunda piel el antiguo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el Centro Culutural Universitario Tlatelolco. La intervención logra equilibrar el formalismo de una secuencia geométrica elaborada en neón, con el peso de una capa –la piel del cautivo deshollado que cubría el cuerpo de los representantes de Xipe Tótec simbolizando el ciclo de renovación– que hace homenaje a los conocidos acontecimientos históricos que marcan su complejo pasado, al tiempo de señalar el inicio de un nuevo ciclo que renueva la misión del espacio cultural que lo alberga.

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Objetos comunes y ordinarios, desde elementos orgánicos como troncos de madera, guajes, plantas endémicas, organismos marinos; hasta materiales industrializados como platos de melamina, joyería kitsch, tubos fluorescentes, espejos y aluminio anodizado, han sido la materia prima de una investigación de largo aliento conducida por Thomas Glassford (Laredo, Texas, 1963) a lo largo de tres décadas. En su vasto cuerpo de trabajo ha logrado establecer interesantes paralelismos entre objetos ya clásicos dentro de la producción vernácula y conocidas referencias del arte moderno, principalmente del minimalismo. El delicado y complejo formalismo que prevalece en sus piezas articula una serie de códigos sobre dinámicas y acuerdos sociales que tienen lugar en terrenos de lo más habituales y domésticos.

Glassford se mudó a la Ciudad de México a principios de los años noventa, incorporándose a un grupo de jóvenes curadores y artistas mexicanos, europeos y norteamericanos –María Guerra, Guillermo Santamarina, Benjamín Díaz, Silvia Gruner, Eduardo Abaroa, Sofía Táboas, Pablo Vargas Lugo, Melanie Smith, Francis Alÿs, entre otros– que buscaban renovar los cánones del arte mexicano. Asentado en el centro de la ciudad, en el ahora icónico edificio para el mundo del arte ubicado en la calle de Licenciado Verdad, la concientización de estructuras y procesos comerciales en mercados y calles le permitió replantear sagazmente el trabajo con materiales orgánicos que había iniciado previamente en el sur de Texas, incorporando un relajado y a la vez obscuro sentido del humor mediante el cual logró trasladar la concepción de un guaje, por ejemplo, desde su uso ancestral como recipiente y su acepción como objeto folklórico dentro de la artesanía mexicana, hacia un entorno extraño en donde se convertía en un fetiche andrógino.

Su trabajo ha estado marcado por la incorporación de elementos característicos de una estética urbana que revela labores y aspiraciones de orden común, como palos de escoba abandonados que convierte en esculturas ordenadas serial y sistemáticamente, donde el desgaste de las superficies de esos objets trouvésdel subdesarrollo contrasta con la impecable ejecución del minimalismo norteamericano de los años sesenta. Ha sabido extrapolar sus estrategias a formatos monumentales, generando esculturas de gran formato e intervenciones arquitectónicas como Xipe Tótec (2010), pieza que literalmente cubre con una segunda piel el antiguo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el Centro Culutural Universitario Tlatelolco. La intervención logra equilibrar el formalismo de una secuencia geométrica elaborada en neón, con el peso de una capa –la piel del cautivo deshollado que cubría el cuerpo de los representantes de Xipe Tótec simbolizando el ciclo de renovación– que hace homenaje a los conocidos acontecimientos históricos que marcan su complejo pasado, al tiempo de señalar el inicio de un nuevo ciclo que renueva la misión del espacio cultural que lo alberga.

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Objetos comunes y ordinarios, desde elementos orgánicos como troncos de madera, guajes, plantas endémicas, organismos marinos; hasta materiales industrializados como platos de melamina, joyería kitsch, tubos fluorescentes, espejos y aluminio anodizado, han sido la materia prima de una investigación de largo aliento conducida por Thomas Glassford (Laredo, Texas, 1963) a lo largo de tres décadas. En su vasto cuerpo de trabajo ha logrado establecer interesantes paralelismos entre objetos ya clásicos dentro de la producción vernácula y conocidas referencias del arte moderno, principalmente del minimalismo. El delicado y complejo formalismo que prevalece en sus piezas articula una serie de códigos sobre dinámicas y acuerdos sociales que tienen lugar en terrenos de lo más habituales y domésticos.

Glassford se mudó a la Ciudad de México a principios de los años noventa, incorporándose a un grupo de jóvenes curadores y artistas mexicanos, europeos y norteamericanos –María Guerra, Guillermo Santamarina, Benjamín Díaz, Silvia Gruner, Eduardo Abaroa, Sofía Táboas, Pablo Vargas Lugo, Melanie Smith, Francis Alÿs, entre otros– que buscaban renovar los cánones del arte mexicano. Asentado en el centro de la ciudad, en el ahora icónico edificio para el mundo del arte ubicado en la calle de Licenciado Verdad, la concientización de estructuras y procesos comerciales en mercados y calles le permitió replantear sagazmente el trabajo con materiales orgánicos que había iniciado previamente en el sur de Texas, incorporando un relajado y a la vez obscuro sentido del humor mediante el cual logró trasladar la concepción de un guaje, por ejemplo, desde su uso ancestral como recipiente y su acepción como objeto folklórico dentro de la artesanía mexicana, hacia un entorno extraño en donde se convertía en un fetiche andrógino.

Su trabajo ha estado marcado por la incorporación de elementos característicos de una estética urbana que revela labores y aspiraciones de orden común, como palos de escoba abandonados que convierte en esculturas ordenadas serial y sistemáticamente, donde el desgaste de las superficies de esos objets trouvésdel subdesarrollo contrasta con la impecable ejecución del minimalismo norteamericano de los años sesenta. Ha sabido extrapolar sus estrategias a formatos monumentales, generando esculturas de gran formato e intervenciones arquitectónicas como Xipe Tótec (2010), pieza que literalmente cubre con una segunda piel el antiguo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el Centro Culutural Universitario Tlatelolco. La intervención logra equilibrar el formalismo de una secuencia geométrica elaborada en neón, con el peso de una capa –la piel del cautivo deshollado que cubría el cuerpo de los representantes de Xipe Tótec simbolizando el ciclo de renovación– que hace homenaje a los conocidos acontecimientos históricos que marcan su complejo pasado, al tiempo de señalar el inicio de un nuevo ciclo que renueva la misión del espacio cultural que lo alberga.

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Glassford se mudó a la Ciudad de México a principios de los años noventa, incorporándose a un grupo de jóvenes curadores y artistas mexicanos, europeos y norteamericanos –María Guerra, Guillermo Santamarina, Benjamín Díaz, Silvia Gruner, Eduardo Abaroa, Sofía Táboas, Pablo Vargas Lugo, Melanie Smith, Francis Alÿs, entre otros– que buscaban renovar los cánones del arte mexicano. Asentado en el centro de la ciudad, en el ahora icónico edificio para el mundo del arte ubicado en la calle de Licenciado Verdad, la concientización de estructuras y procesos comerciales en mercados y calles le permitió replantear sagazmente el trabajo con materiales orgánicos que había iniciado previamente en el sur de Texas, incorporando un relajado y a la vez obscuro sentido del humor mediante el cual logró trasladar la concepción de un guaje, por ejemplo, desde su uso ancestral como recipiente y su acepción como objeto folklórico dentro de la artesanía mexicana, hacia un entorno extraño en donde se convertía en un fetiche andrógino.

Su trabajo ha estado marcado por la incorporación de elementos característicos de una estética urbana que revela labores y aspiraciones de orden común, como palos de escoba abandonados que convierte en esculturas ordenadas serial y sistemáticamente, donde el desgaste de las superficies de esos objets trouvésdel subdesarrollo contrasta con la impecable ejecución del minimalismo norteamericano de los años sesenta. Ha sabido extrapolar sus estrategias a formatos monumentales, generando esculturas de gran formato e intervenciones arquitectónicas como Xipe Tótec (2010), pieza que literalmente cubre con una segunda piel el antiguo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el Centro Culutural Universitario Tlatelolco. La intervención logra equilibrar el formalismo de una secuencia geométrica elaborada en neón, con el peso de una capa –la piel del cautivo deshollado que cubría el cuerpo de los representantes de Xipe Tótec simbolizando el ciclo de renovación– que hace homenaje a los conocidos acontecimientos históricos que marcan su complejo pasado, al tiempo de señalar el inicio de un nuevo ciclo que renueva la misión del espacio cultural que lo alberga.

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