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Milagros Rentables

Milagros Rentables

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Delirante, provocadora y mesiánica, Regina 11 saltó de los medios a la política en Colombia hace casi treinta años. Fracasó en su aspiración presidencial, pero se mantuvo firme como líder de un culto lucrativo al cual sus fieles le atribuyeron muchas curaciones insólitas provocando que la adoraran como una suerte de semidiosa tangible.

"Conocer a Regina es recibir una invitación a la aventura. Yo he aceptado esa invitación y espero que usted también la acepte".
—Danny Liska, motociclista aventurero, escritor aficionado, esposo y promotor de Regina 11.

Éste es un templo diseñado para promover un nuevo culto. El culto a la reina, Mamá Regina. En un mural de gusto dudoso ella flota con su aura luminosa sobre una pirámide mexicana; en otro, donde aparece de niña, recibe un mensaje del papa Juan XXIII: “Eres mi sucesora, serás la maestra número once”. Las paredes muestran escenas donde los reginistas más fieles, vestidos con túnicas de colores vivos, la rodean para elevar juntos una plegaria al sol. Hay fotografías de Regina colgadas por todos los rincones del amplio edificio, ubicado en una zona industrial al occidente de Bogotá. Uno de esos retratos, el principal, domina el espacio en lo alto de la tarima, sobre dos números uno que se cruzan en una suerte de esvástica rosada. Al frente, en setecientas sillas de plástico, la feligresía espera con ansias.

Pero “la maestra” no demora. A las tres de la tarde de un sábado estaciona su Chevrolet Optra en un garaje que sólo ella puede usar. Cuando el carro entra, un murmullo de excitación corre entre los asistentes: “¡Llegó la reina, llegó la reina!” Las abuelas sonríen emocionadas, los hombres maduros cruzan miradas y comentarios; los niños dan brincos de alegría y corretean para sumarse al grupo que ahora, en masa, forma un corredor para recibir a Regina.

Ella viste un conjunto de tela ligera ceñido al cuerpo y eleva su diminuta figura, poco más de metro y medio, con unos zapatos altos que ha elegido entre los cincuenta pares de su colección. La cara, muy estirada, lleva un maquillaje excesivo que disimula sus cirugías (y además mitiga, dice, el poder que sale de sus ojos: una fuerza capaz de derribar personas con sólo mirarlas). Regina exhibe un escote atrevido, y su cuerpo de setenta y siete años —pura dieta y ejercicios— va apretado bajo una faja rigurosa. Así se desplaza, rígida y con la sonrisa forzada, mientras se deja alabar con la idolatría que ha cultivado en los últimos cuarenta años. Uno a uno choca los puños de sus seguidores: “Solebú”, los saluda en clave. Y ellos vibran con una emoción genuina después del contacto. Como si en ese simple toque de manos se materializara un milagro largamente esperado.

Los hombres maduros cruzan miradas y comentarios; los niños dan brincos de alegría y corretean para sumarse al grupo que ahora, en masa, forma un corredor para recibir a Regina. Fotos de Gabriela Méndez

Los entusiastas se agitan como seguidores de algún candidato lleno de carisma; o como fanáticos de una estrella pop. Pero hay algo más: en sus ojos, en el almíbar empalagoso de una fe evidente, late con fuerza la esperanza; mil formas de anhelo. Esta gente que colma el templo, esta feligresía expectante, sigue a Regina 11 como una suerte de semidiós tangible.

—A mí no me gusta que me endiosen. Yo hago cosas para evitar eso; hago chistes y les cuento de mis dolores y mis enfermedades para que ellos, mis seguidores, se den cuenta de que a mí también me pasa. Para que no se les olvide que yo también soy humana.

En el despacho de Regina 11, ubicado en el segundo piso de su complejo, hay bibliotecas enteras con libros empastados que recogen miles de testimonios sobre sus “milagros”; hay estatuillas de madera y de metal, muchas fotografías suyas y un escritorio de madera labrada que parece un trono. En el centro alfombrado, donde habla ahora, cuatro sillas rodean una mesa llena de objetos.

Regina (nunca un nombre fue más apropiado), de apellido Betancur, es la última de dieciocho hermanos, todos hijos de un seminarista desertor y una monja que tampoco fue. Seis hermanos mayores murieron antes de alcanzar la adolescencia, víctimas de una maldición que la iglesia, dice ella, había lanzado contra sus padres pecadores. Sólo Regina pudo detener la conjura. Ella nació en un pueblo chico, Concordia, pero creció en Medellín, la capital de Antioquia, una región conocida por su catolicismo arraigado y, sobre todo, por su afilada destreza comercial. Esas dos formas de la fe, Dios y el dinero, serían en el futuro la base de su poder.

—¿Influyó en usted la vocación religiosa de sus padres?
—Yo de ellos no heredé nada, porque yo no tengo ninguna religión. Nací católica, pero cuando empecé a conocer la verdad de la religión católica no quise seguir. Punto.

Pero los coqueteos de Regina 11 con el catolicismo son antiguos y frecuentes. A Jesús, una figura fundamental en su movimiento (“Él fue un gran maestro, pero estaba en contra de su iglesia, porque era corrupta”), lo considera el hijo de Dios, pero no el único: sólo un profeta evolucionado, como Buda y muchos otros. La anécdota más antigua del reginismo es de hecho una parábola cristiana: a los cuatro años la futura reina levitó para apagar un bombillo. Paradoja: en su primer acto seudomilagroso, donde había luz, Regina quiso oscuridad.

—Mi mamá creyó que era brujería, y me llevó adonde el padre para que me exorcizara. Él se quitó la correa para pegarme, para sacarme el diablo, pero yo me fui corriendo.

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Después de su confirmación bajo la fe católica, Regina vivió su segundo hito mesiánico: un día recibió la visita de Angelo Roncalli, un desconocido —mentalista y rosacrucista, según ella— que luego sería Papa y se convertiría en su maestro espiritual. Roncalli volvió muchas veces, antes y después de convertirse en pontífice. Siempre le hablaba del futuro, y en uno de sus presagios, recuerda Regina, le mostró un episodio importante de su destino: “Tendrás un hombre que te llevará de la mano por todos los rincones de la tierra”.

El techo del galpón central, mil metros decorados con detalles kitsch, tiene en su centro la forma de una pirámide, y en cada lado hay tragaluces que repiten el símbolo del número once. De la cúspide cuelga una lámpara que emana, dicen los fieles, “energía vital y renovadora”. En toda la periferia del salón, muy juntas, hay miles de cintas de colores cuya extensión es precisa: ciento once centímetros. Todas están firmadas por multitudes de feligreses que rinden sus testimonios y dicen: “Gracias, Papá Liskita, por ayudarme, por curarme, por salvarme”.

—Cada cinta es un milagro 
—dice Regina, pero enseguida le arrebata a Liska el protagonismo—. Lo adoran por haber sido mi esposo. Ha hecho miles de milagros. Y los ha hecho por los cursos que hizo conmigo.

Danny Liska, un aventurero nacido en Nabraska, se casó con Regina pocos meses después de conocerla, en febrero de 1968. Regina era viuda, tenía tres hijas de su primer matrimonio y esperaba la cuarta. Ella dice que hizo de todo para mantenerlas: fue secretaria, dactiloscopista, fotógrafa en los cuarteles, profesora de artesanía, tejedora y maestra en cursos de inmortalización de flores. Hasta que llegó Liska.

Él fue el artífice detrás del fenómeno, pues supo ver la oportunidad de explotar los talentos de Regina para la superchería. Papá Liskita, como ella lo llama, escribió varias publicaciones sobre el movimiento, compartió con ella un programa de radio y puso a circular 
un periódico que aumentó su popularidad. Pero hubo tropiezos: mientras el auge crecía, Regina pagaba cárcel por practicar la medicina de forma ilegal (lo hizo al principio y lo sigue haciendo hoy; Regina ha construido buena parte de su leyenda a partir de sus supuestos poderes como sanadora). Luego llegó una movida hábil, cuando Liska convenció al director de Cromos, una revista centenaria que publica notas de actualidad, para que la entrevistaran y la incluyeran como columnista. Así surgió “Las respuestas de Regina 11”.

Regina vende ahora, en las dos sedes de su movimiento Bogotá, en las de Medellín y Cali, los libros que escribió su promotor. Entre todos, ella prefiere Dos ruedas a la aventura. De Alaska a Argentina en motocicleta, que reúne las memorias de los viajes que hizo Liska por el continente (su recorrido terminó en La Patagonia, haciendo un papel menor en una película junto a Yul Brynner).


—¿Cuánto influyó él en usted?
—Liska me ayudó mucho, pero creo que yo influí más en él.

Danny Liska murió de leucemia en 1995, a los sesenta y seis años. Regina trató de curarlo con sus poderes, dice, pero en medio del tratamiento ella fue secuestrada por un supuesto grupo guerrillero, disidente del famoso M-19. Regina se encontraba en su finca de Cali, al occidente del país, cuando veinte hombres armados irrumpieron y le ordenaron acompañarlos. El móvil, tan improbable como el secuestro en sí, era usarla como mensajera para enviarle una propuesta al entonces presidente Ernesto Samper. Ella asegura que vivió cautiva desde octubre de 1994 hasta marzo de 1995, pero nunca hubo pruebas de su retención. Cuando por fin volvió, el deterioro de Liska era irreversible.

—Durante mi secuestro me dolió mucho saber que él seguía enfermo. Yo lo tenía casi aliviado cuando me llevaron. Si no me hubieran secuestrado, yo lo hubiera curado. Los médicos decían que era un milagro.

El duelo de Regina debió ser terrible, pero no tanto como para volverse un obstáculo: ni siquiera el día de la muerte dejó de sonar su caja registradora. Si querían ver al difunto, los fieles reginistas de la época debían comprar velas con la forma del número uno. Incluso vendieron boletos para viajar con el cortejo fúnebre rumbo al cementerio en las afueras de Bogotá. Y después de cremar a Liska, con el ataúd libre, Regina decidió conservarlo en el templo, donde estuvo disponible para cualquier seguidor que quisiera alquilarlo.

El sitio aún no se llena, pero la gente sigue entrando; toman sillas y las ponen en filas que se alejan de la tarima hasta colmar el espacio. Casi todos se conocen; se saludan con un golpecito de sus puños —el santo y seña reginista— y sonríen con gestos sinceros. Hay en ellos el orgullo exclusivo de quien pertenece a una cofradía.

Cuando por fin ha llegado el momento de empezar, una voz se dirige al público desde un pequeño estudio ubicado en el segundo piso. La locutora anuncia la llegada de Regina 11 como si se tratara de un ícono de la canción, y por los parlantes se esparce un himno absurdo que todos cantan de memoria:

“De ti hemos aprendido / a concebir las luces / del aura que genera / la fuerza celular, / en dinamo magnético / el relax que traduce / en fluidos energéticos / la psiquis sensorial”.

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En el segundo piso, al final de un corredor que cruza el salón por un costado, aparece ella, saludando con la mano como una reina de belleza rumbo a la tarima. Regina toma el micrófono y saluda a sus fieles: “¿Con quién amanecieron hoy?”. Todos en coro gritan lo previsible: “¡Con Regina 11!”. Y ella, sugestiva, conquistadora, les devuelve el tributo con su voz grave y profunda: “Yo también amanecí con ustedes”.

Superada esta breve introducción, Regina invita a los cumpleañeros del día, que forman un pequeño grupo a sus pies. De inmediato suena una ranchera celebratoria con la voz de “la maestra”; y Regina canta y los bendice antes de continuar: “Solebú”, puñito a cada uno y adelante con el rito.

Ahora, por fin, Regina puede dedicarse a lo urgente: vender. Ofrece libros con sus predicciones delirantes (“Viene un terremoto, la tierra está pasando a una cuarta dimensión, gracias a la influencia de un cinturón fotónico”); ofrece memorias de su esposo fallecido (“Papá Liskita fue un gran escritor, y recopiló aquí muchas cosas útiles, cosas suyas y cosas mías”); promociona zapatos (“Hermosos, diseñados por mí”), afiches con su rostro y su cabellera alborotada, y botas para motociclistas (“Con unas así viajó Papá Liskita por sesenta y nueve países y nunca le pasó nada”). Pero el método es siempre el mismo: “la madre”, con la credibilidad religiosa que la asiste, promueve las bondades magnéticas de su mercancía, porque su fuerza está impregnada en cada uno de esos productos. Y enseguida, frente al escenario, se forma una larga fila de compradores ansiosos.

Regina entrega objetos a todo el que se acerca, pero rechaza el dinero con pudor cuando se lo extienden. Para ese trámite mundano, está sentado junto a ella un tesorero de confianza que guarda montones de billetes en un bolso antes de dejar la tarima.

Pero el negocio no termina allí: en una tienda dentro del templo hay más productos que se venden de forma permanente a una ansiosa multitud de fieles. El pequeño local, casi siempre atestado, ofrece estatuillas de diversos tamaños que representan a “la madre” joven y semidesnuda; hay ropa interior, zapatos, sandalias, cosméticos y joyas; hay camisetas, carteras y billetes mágicos con la cara de Regina que sirven para atraer el dinero (su poder caduca convenientemente cada tres meses). Venden también creyones magnéticos para dibujar, pócimas para hacer crecer el pelo o para curar el acné, fotografías de “la maestra” con treinta años menos, y hasta una pequeña nevera con luces que “magnetiza” los alimentos (cuesta mil dólares). En el paroxismo comercial, Regina llegó a vender pantaletas usadas por ella.

—¿El reginismo es un negocio, una empresa?
—Una cosa es el reginismo y otra cosa es la empresa —distingue ella en su despacho—. Yo hago muchas cosas, soy una empresaria, y todos los productos son diseños míos. Yo aprendí todo por medio de los trances: yo veo los diseños y tengo gente que me va haciendo las cosas. Yo vivo de lo que compra la gente. Eso sí, todo está bien hecho, porque no me interesa hacer cosas malas. Siempre tuve empresas y siempre tuve empleados. Yo tuve que luchar, porque quedé viuda con cuatro hijas.

“No somos una religión”, aclara Regina siempre que puede. La Saurología (Sabiduría Universal Reginista), dice desde su silla, más interesada en convencer que en explicar, “es un movimiento donde se aprende a conocerse a sí mismo, a valorarse”. En la saurología caben todas las religiones y las puertas del templo están abiertas para cualquiera que desee entrar. Los reginistas creen en la reencarnación, en la metafísica y el ocultismo; practican la telequinesis, los masajes magnéticos y usan “el poder de la mente”; dominan los viajes astrales, dicen tener contacto con extraterrestres y confían, sobre todo, en las predicciones infalibles, la sanación con las manos y la longevidad espiritual de su única maestra y líder: Regina 11. Tras esta mezcla variada está el fin último del movimiento: alcanzar el reino de Dios.

En la cima de su movimiento piramidal sólo existe ella. Después vienen los demás; decenas de colaboradores incondicionales, gente agradecida que reconoce el momento del cambio en sus vidas: antes y después de Regina.

—Los maestros son unos treinta; hay tres hijas mías que son maestras. Después hay ciento cincuenta letas en total, o aspirantes a maestros —sólo ella decide quién asciende—. Hay masafísicos, hay avanzados y hay principiantes. Entre todos mis seguidores diría que hay tres millones y medio en todo el mundo. Y entre todas las sedes tengo unos setenta empleados. El reginismo ha cambiado como las olas del mar, hay gente que va y viene. Y algunos se me han muerto porque llevo más de cuarenta años en esto. Lo bueno del reginismo es que la gente no se pone vieja.

—¿De dónde vienen sus facultades?
—Vienen de tan vieja que soy. No de ahora, sino vieja de muchas vidas, de muchos siglos. Todo el mundo tiene las facultades, pero no las desarrolla por miedo al qué dirán: miedo a que les digan brujos, diablos, locos. Yo puedo hablar idiomas sin aprenderlos, pero luego los olvido, cuando termina el curso. Una vez en Francia empecé a hablar francés perfectamente; igual me pasó en Italia y en Estados Unidos. Hablé en auditorios grandes, pero luego no soy capaz. Una vez me regalaron una avioneta y también la manejé sin saber.

—¿Usted cree en la reencarnación?
—Claro, yo la enseño.

Parece que todo es factible en el reginismo: todo cabe en él y nada queda por fuera. Regina 11, como tantos líderes mesiánicos, recluta sus adeptos entre los desesperados. Su movimiento lo integran sobre todo hombres y mujeres mayores de cincuenta o sesenta años; gente solitaria que pertenece casi siempre a las clases populares. Muchos son desempleados, personas que gastan varios días hábiles del mes en rendirle pleitesía a su líder espiritual.

Desde hace veintisiete años, María Delfina Espejo visita cada semana este templo. Ahora, un viernes por la tarde, lleva una blusa y un bolso que muestran la cara sonriente de Regina, y habla de ella con reverencia mientras bulle la actividad a su alrededor: varias mesas venden productos Amway, la tienda recibe a varios clientes y el cafetín atiende a una larga fila de comensales.

—Yo estaba enferma de un ovario que debían operarme, pero tenía que hipotecar la casa porque no tenía plata. Me recomendaron a Regina 11 para que me curara. Fui a su centro y cuando salí escuché a unas mujeres hablando de El terrícola (un boletín impreso), que servía para curarse todos los dolores. Compré el mío y me lo puse en el lugar del ovario. Yo hasta caminaba renca del dolor, pero ella me operó. También me ha curado el asma, la tos y la migraña. Por eso amo a Regina 11.

Benedicta Guacaneme, sin ropa alusiva pero igual de fiel, está sentada muy cerca, mientras espera que empiece un curso de exolas: uno de tantos estudios para ascender en el complicado pensamiento reginista. Benedicta conoció a “la madre” a través de su programa de radio, hace treinta y seis años. Allí escuchó que se podía educar a los niños mientras dormían. Benedicta probó con su hija díscola y los resultados fueron inmediatos. Así que se animó a visitar el centro. Al día siguiente de su primer curso, cuenta, sintió que era otra persona:
—Sentí que me habían quitado una carga pesada.

Su fe, por supuesto, creció en la medida en que sus problemas se resolvían. Inspirada, quiso involucrar a su familia; sin embargo, nadie se entusiasmó: iban con ella de visita al templo, pero jamás volvían.

—Traje a mi hermana porque le iban a hacer una operación. Lo más probable es que ella se quedara en la mesa de cirugía. La sorpresa fue que después otro doctor le dijo que ella no necesitaba esa cirugía. Ella no siguió viniendo, me dice que pida por ella. Pero no es lo mismo. Yo no puedo ir al médico por usted. Tiene que ir usted. Si ella hubiera seguido viniendo, ya estaría curada.

Benedicta, como la mayoría de los fieles, ha comprado muchos productos en la tienda:
—Cualquier cosa, así sea un papel, nosotros lo guardamos, porque eso tiene mucha fuerza. Porque todo en esta vida es magnetismo.

—¿De dónde cree usted que vienen los poderes de Regina 11?
—Ella es un ser bastante evolucionado, de ahí vienen sus poderes. Para mí ella es mi maestra, mi madre, mi guía espiritual...
A Benedicta se le ilumina el rostro; casi pueden verse lágrimas a punto de caer. Pero ella traga grueso y termina su frase:
—Siento mucho amor por Regina; incluso más amor del que sentí o el que recibí de mi madre.

Regina se desplaza por el escenario y recoge el cable del micrófono para no tropezar. Ahora habla de los políticos: “Son unos interesados. En tiempos de campaña vienen aquí, me dicen que estoy muy bonita, que los años no se me notan; que esto, que lo otro. Y después, cuando ganan las elecciones, desaparecen y dicen: ‘Qué fea está esa vieja”. Hoy, pasada la tormenta, Regina mantiene una relación distante con esa clase política. Pero hubo tiempos más agitados.

El 14 de febrero de 1977 se reunieron en la Catedral Primada de Bogotá unas ochenta mil personas para celebrar el cumpleaños número cuarenta de Regina 11, que había sido en diciembre. Las reseñas de los periódicos dicen que en el recinto sólo había espacio para unas veinte mil y que el resto permaneció en las afueras, en plena Plaza de Bolívar. Cuando terminó la misa, Regina subió al púlpito y describió aquella turba como “un acto de yoga colectivo”. Según la prensa, había convocado más gente que el papa Pablo VI, en esa misma catedral, casi diez años antes.

El escándalo vino cuando los diarios publicaron las reacciones: “Bruja celebra misa en la Catedral”; “El cardenal condena espectáculo de Regina 11”, “Excomulgada Regina 11”. Las presiones de la Iglesia hicieron que el presidente Alfonso López Michelsen ordenara la suspensión del programa radial El campo magnético de Regina 11, con el argumento de que estaba involucrada en la brujería. Además, se le prohibió a los medios divulgar mensajes relacionados con ella.

Ése fue el trampolín de su carrera política. Empezó a llenar plazas y estadios, a convocar eventos donde la gente siempre pagaba para entrar. En esas concentraciones también vendía escobas (símbolo del Movimiento Unitario Reginista, fundado en 1980 bajo los preceptos difusos y eclécticos de su líder), con las que prometía barrer la inmoralidad de la clase política colombiana. “Gracias a ellos, los políticos, se ha generado este movimiento”, declaró después. Embarcados en el portaaviones de Regina, varios miembros de su partido fueron elegidos en 1982 como concejales en Bogotá y Medellín.

Ese auge tuvo una respuesta del Congreso, que en 1985, con una ley, prohibió a los partidos identificarse con nombres de personas naturales. Así, el Movimiento Unitario Reginista se cambió por el Movimiento Unitario Metapolítico.

Regina llegó al Senado en 1991 con treinta y un mil noventa votos. Para entonces era la décima fuerza política del país. Sus primeras propuestas fueron erradicar la indigencia, crear la universidad pública nocturna, lograr la igualdad de la mujer en la representación de cargos públicos de alto nivel y legalizar las drogas. Otras ideas provocaron las burlas de sus colegas parlamentarios: instalar orinales en las iglesias para preservar el medio ambiente y legalizar prácticas como la astrología, la quiromancia, el tarot, el zodíaco y la metafísica.

—Para mí la política fue un negocio —dice ahora, veinte años después, cómodamente instalada en un liderazgo más sólido y rentable que cualquier posición burocrática—. Yo vendía cientos de camisetas cada día. Me las pedían regaladas, pero a mí nadie me regala nada. Yo llenaba la Plaza de Bolívar sin gastar un centavo. Ningún político puede hacer eso. Eso pasa porque la gente me quiere, saben quién soy yo, nunca los he engañado.

—Usted propuso cosas interesantes en la política…
—No interesantes, excelentes. Al gobierno no le convenía que yo estuviera, por eso me sacaron. Por eso me condenaron: para que yo no pudiera volver a la política.

Su carrera como senadora fue interrumpida por una demanda: una secretaria alegó que Regina les exigía a sus subalternos entre el treinta y el cincuenta por ciento de sus salarios para colaborar con la causa y conservar el empleo. “La madre” dijo que esa contribución se hacía de manera voluntaria. Pero eso no evitó la condena: Regina fue juzgada por el delito de concusión y perdió de inmediato su investidura. En medio de ese lío, dicen que a modo de escape, fue que ocurrió el supuesto secuestro.

Regina fue candidata presidencial en los años 1978, 1986 y 1990. En ese último intento alcanzó punto ocho por ciento del total de los votos (treinta y siete mil quinientos treinta y siete). Durante la campaña ofreció una amnistía a los narcotraficantes y ex presidentes que repatriaran dineros sucios, y propuso la pena de muerte para los políticos que le mintieran al pueblo. Frente a las derrotas, dijo que le había ocurrido lo mismo que al ex dictador Gustavo Rojas Pinilla, quien quiso recuperar el poder a través de los votos, pero perdió la elección frente a Misael Pastrana en un recordado fraude electoral: “Ganamos en las urnas”, dijo entonces el general. “Pero no en el escritorio”.

—Yo llevaba tres millones de votos —alega Regina hoy—, y al final los repartieron entre Samper y Pastrana. Por eso me secuestraron, porque vieron que yo podía tomarme el poder.

Cuando todo se ha vendido sobre el escenario, Regina puede empezar el rito del día. Desde las alturas, micrófono en mano, ella recita los exolas, unos mantras ininteligibles que el público repite de memoria mientras acompaña el discurso con una coreografía de manos y brazos que recuerda el lenguaje de los sordos. El resto del programa, a ratos parecido a una misa, incluye frecuentes anécdotas que recrean su vida y milagros, bromas de doble sentido o chistes de humor infantil.
—¿Qué le dijo una iguana a la otra? ¡Somos iguanitas!
Y algunos en el público —sólo algunos— ríen.

Pero hoy el rito es especial. “La maestra” pidió a sus fieles que trajeran una copa, y la mayoría cumplió —para los que no, en la tienda hay vasos a la venta por un dólar—. Regina da la orden y varios asistentes, vestidos con túnicas que llevan los colores reginistas (blanco, amarillo y fucsia), pasan entre las sillas con grandes jarras llenas de “champaña”: es decir, un vino blanco barato, tibio y sin burbujas. Cuando todos han llenado sus copas, Regina pide que apaguen las luces, se pone su túnica especial, invita a repetir una plegaria y dirige los pasos del ritual: que se inclinen y que agachen la cabeza, pide y todos obedecen; que se pongan derechos; que respiren profundo y que lleven sus copas llenas al frente, con ambas manos; que las levanten todo lo posible y ofrezcan ese líquido dorado a las alturas. Durante todo el procedimiento ella improvisa una especie de credo que todos repiten con disciplina.

Parapetada detrás de un altar sólido que impide verle el cuerpo de la cintura para abajo, Regina emite un pitido agudo, y en sus manos parpadea una luz que parece venir de un pequeño bombillo azul, de una linterna quizá. Entonces, en el clímax del acto, su cuerpo levita: se eleva del piso en dos etapas, como si subiera peldaños. Nadie en el público dice nada, no hay asombro repentino ni duda ni sorpresa, porque todos lo han visto antes y lo han estado esperando. Pero se siente en el aire la reverencia y el regocijo de casi un millar de personas que ven —creen ver—, allí frente a sus ojos, el milagro fehaciente de un ídolo cercano.

Luego se pueden tomar el vino. Algunos reservan un poco para llevar a casa. “Eso cura todo”, dice una señora mientras cubre la copa con una servilleta.

La “técnica” de Regina 11 para levitar es revelada en su libro Metafísica 7 en 1: “Se da una orden mental: voy a perder gravedad”. Según ella, basta concentrarse, cerrar los ojos y dejar que el poder de la mente haga el resto. Al inicio de su carrera como mentalista, ella no podía —o no quería— levitar frente al público: “Si alguien insistía en que tenía que hacer una demostración, con aquello solamente quedaba incapacitada. Nunca lo hice como espectáculo, sino únicamente con el fin de capacitarme mental y físicamente”.

Fue en el Hotel Nutibara de Medellín, a mediados de los setenta, cuando decidió levitar frente a sus ciento cincuenta alumnos, para que siguieran avanzando en sus estudios: “Tenía necesidad de fundar un centro y la única forma de que las personas siguieran con fe y entusiasmo sería, pensé yo, haciéndoles una demostración de los poderes ocultos de la mente”.

De todas sus levitaciones en público, una sobresale. Ocurrió en España frente a decenas de personas: jipis, ejecutivos, alumnos, creyentes y curiosos. Cuenta ella que un grupo de lamas tibetanos estaban en el público y que habían asistido porque buscaban “a la persona número once”. “Al verme, dudaron que se tratara de mí. Los lamas se arrodillaron y me besaron los pies; querían que yo jurara que iría a la India (sic) para ser la maestra de todos sus hermanos”.

Antes de finalizar el rito del día, Regina 11 pide que enciendan las luces y anuncia un proyecto “muy especial”; una empresa que debió existir hace tiempo, injustamente postergada: la película de su vida. Los reginistas, una vez más, abrigan planes ambiciosos: planean contratar a los mejores guionistas, al mejor director y los mejores técnicos para contar la vida y los milagros de “la madre”. Pero todo eso cuesta dinero, mucho dinero. Por eso Regina dirige su mensaje al público y los invita a todos: “Necesitamos veinte mil personas que pongan cincuenta mil pesos (veinticinco dólares) cada una”. A cambio ofrece una camiseta, un carné y una copia de la película. “¿Quiénes están dispuestos a ayudarnos?”. Y el salón entero se vuelve un bosque de manos levantadas.

El reginismo mira hacia el futuro con esperanza. Además de la película, “la maestra” planea seguir ampliando una escuela de su Fundación Saur, donde estudian más de doscientos niños y adolescentes de clase baja, cuyos gastos, dicen los asistentes de “la reina”, son cubiertos por reginistas acaudalados de distintos lugares del mundo. Crecerá también Regitours, su agencia de viajes que vende paquetes turísticos. Al mismo tiempo ella está trabajando en su tercera autobiografía (ya publicó Yo Regina y Patagrande). Y tiene el plan de construir urbanizaciones de “casas saurológicas”, edificaciones ovaladas, “porque sólo el hombre ha cometido el error de construir cosas cuadradas”, que favorecerán el magnetismo, la salud física, mental y espiritual de cualquiera que las compre. A principios de 2013 abrió en Bogotá una nueva sede, en un barrio residencial. El edificio, según dice una placa, es obra suya, y todos los ventanales de la fachada muestran gigantografías que multiplican su imagen con distintas escenas: Regina en una moto, Regina bailando, Regina cabalgando un bravío toro de bronce.

Al borde de los ochenta años, Regina descarta el retiro. Mientras logre conservar la idolatría de sus seguidores, el imperio que ha construido seguirá creciendo. Y cuando ella falte, si es que eso puede ocurrir, sus hijas, que ya están en el negocio, sabrán sostenerlo acudiendo siempre al recuerdo de la reina sacrificada.

Pero ese tiempo aún no llega, y Regina se enfoca en cerrar el rito de hoy. Desde la tarima pide que hagan espacio, pide que aparten las sillas y suelta por primera vez el micrófono. De los parlantes empieza a brotar una música de fiesta, un concierto bailable que nadie puede perderse. Los más entusiastas ya están bailando, pero todavía hay muchos que se mantienen quietos en la periferia. Entonces los colaboradores de Regina se acercan para invitar, casi para ordenar que salgan todos a bailar en la pista porque “la madre” va a dar una bendición muy especial y todos deben estar cerca de ella.

Regina 11 baja las escaleras y se mezcla entre el vulgo. Un tipo de pelo largo, que parecía esperarla, la saca a bailar y el público forma un corro alrededor. El tipo de la coleta es un bailarín profesional: ejecuta pasos elaborados mientras Regina lo sigue con cierta dificultad; gira para un lado, se desliza con gracia para el otro. Es una coreografía evidentemente ensayada. La gente ríe con ánimo, feliz; muchos toman fotografías o graban videos del performance con sus teléfonos. La música sigue sonando. Regina mantiene congelada una mueca que intenta ser sonrisa; parece aturdida por el ruido y la algarabía de la comparsa, pero le sigue el paso al bailarín con disciplina. En su faena, sin embargo, parece haber más rigor que placer: hace todo esto porque le toca. Vive atrapada en el personaje que creó.

Pero todos bailan y gozan. Nadie permanece ajeno al festín. En el momento cumbre de la actuación, al borde del cierre, Regina se deja cargar por su pareja y adopta en el aire una pose con una pierna extendida y la otra en una flexión difícil. Los fieles aplauden la maniobra mientras la ven dar vueltas extasiados. Ella gira como una estrella y parece que volara. Podría ser una virgen, una reina, una gran actriz. O todo eso al mismo tiempo.

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—Danny Liska, motociclista aventurero, escritor aficionado, esposo y promotor de Regina 11.

Éste es un templo diseñado para promover un nuevo culto. El culto a la reina, Mamá Regina. En un mural de gusto dudoso ella flota con su aura luminosa sobre una pirámide mexicana; en otro, donde aparece de niña, recibe un mensaje del papa Juan XXIII: “Eres mi sucesora, serás la maestra número once”. Las paredes muestran escenas donde los reginistas más fieles, vestidos con túnicas de colores vivos, la rodean para elevar juntos una plegaria al sol. Hay fotografías de Regina colgadas por todos los rincones del amplio edificio, ubicado en una zona industrial al occidente de Bogotá. Uno de esos retratos, el principal, domina el espacio en lo alto de la tarima, sobre dos números uno que se cruzan en una suerte de esvástica rosada. Al frente, en setecientas sillas de plástico, la feligresía espera con ansias.

Pero “la maestra” no demora. A las tres de la tarde de un sábado estaciona su Chevrolet Optra en un garaje que sólo ella puede usar. Cuando el carro entra, un murmullo de excitación corre entre los asistentes: “¡Llegó la reina, llegó la reina!” Las abuelas sonríen emocionadas, los hombres maduros cruzan miradas y comentarios; los niños dan brincos de alegría y corretean para sumarse al grupo que ahora, en masa, forma un corredor para recibir a Regina.

Ella viste un conjunto de tela ligera ceñido al cuerpo y eleva su diminuta figura, poco más de metro y medio, con unos zapatos altos que ha elegido entre los cincuenta pares de su colección. La cara, muy estirada, lleva un maquillaje excesivo que disimula sus cirugías (y además mitiga, dice, el poder que sale de sus ojos: una fuerza capaz de derribar personas con sólo mirarlas). Regina exhibe un escote atrevido, y su cuerpo de setenta y siete años —pura dieta y ejercicios— va apretado bajo una faja rigurosa. Así se desplaza, rígida y con la sonrisa forzada, mientras se deja alabar con la idolatría que ha cultivado en los últimos cuarenta años. Uno a uno choca los puños de sus seguidores: “Solebú”, los saluda en clave. Y ellos vibran con una emoción genuina después del contacto. Como si en ese simple toque de manos se materializara un milagro largamente esperado.

Los hombres maduros cruzan miradas y comentarios; los niños dan brincos de alegría y corretean para sumarse al grupo que ahora, en masa, forma un corredor para recibir a Regina. Fotos de Gabriela Méndez

Los entusiastas se agitan como seguidores de algún candidato lleno de carisma; o como fanáticos de una estrella pop. Pero hay algo más: en sus ojos, en el almíbar empalagoso de una fe evidente, late con fuerza la esperanza; mil formas de anhelo. Esta gente que colma el templo, esta feligresía expectante, sigue a Regina 11 como una suerte de semidiós tangible.

—A mí no me gusta que me endiosen. Yo hago cosas para evitar eso; hago chistes y les cuento de mis dolores y mis enfermedades para que ellos, mis seguidores, se den cuenta de que a mí también me pasa. Para que no se les olvide que yo también soy humana.

En el despacho de Regina 11, ubicado en el segundo piso de su complejo, hay bibliotecas enteras con libros empastados que recogen miles de testimonios sobre sus “milagros”; hay estatuillas de madera y de metal, muchas fotografías suyas y un escritorio de madera labrada que parece un trono. En el centro alfombrado, donde habla ahora, cuatro sillas rodean una mesa llena de objetos.

Regina (nunca un nombre fue más apropiado), de apellido Betancur, es la última de dieciocho hermanos, todos hijos de un seminarista desertor y una monja que tampoco fue. Seis hermanos mayores murieron antes de alcanzar la adolescencia, víctimas de una maldición que la iglesia, dice ella, había lanzado contra sus padres pecadores. Sólo Regina pudo detener la conjura. Ella nació en un pueblo chico, Concordia, pero creció en Medellín, la capital de Antioquia, una región conocida por su catolicismo arraigado y, sobre todo, por su afilada destreza comercial. Esas dos formas de la fe, Dios y el dinero, serían en el futuro la base de su poder.

—¿Influyó en usted la vocación religiosa de sus padres?
—Yo de ellos no heredé nada, porque yo no tengo ninguna religión. Nací católica, pero cuando empecé a conocer la verdad de la religión católica no quise seguir. Punto.

Pero los coqueteos de Regina 11 con el catolicismo son antiguos y frecuentes. A Jesús, una figura fundamental en su movimiento (“Él fue un gran maestro, pero estaba en contra de su iglesia, porque era corrupta”), lo considera el hijo de Dios, pero no el único: sólo un profeta evolucionado, como Buda y muchos otros. La anécdota más antigua del reginismo es de hecho una parábola cristiana: a los cuatro años la futura reina levitó para apagar un bombillo. Paradoja: en su primer acto seudomilagroso, donde había luz, Regina quiso oscuridad.

—Mi mamá creyó que era brujería, y me llevó adonde el padre para que me exorcizara. Él se quitó la correa para pegarme, para sacarme el diablo, pero yo me fui corriendo.

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Después de su confirmación bajo la fe católica, Regina vivió su segundo hito mesiánico: un día recibió la visita de Angelo Roncalli, un desconocido —mentalista y rosacrucista, según ella— que luego sería Papa y se convertiría en su maestro espiritual. Roncalli volvió muchas veces, antes y después de convertirse en pontífice. Siempre le hablaba del futuro, y en uno de sus presagios, recuerda Regina, le mostró un episodio importante de su destino: “Tendrás un hombre que te llevará de la mano por todos los rincones de la tierra”.

El techo del galpón central, mil metros decorados con detalles kitsch, tiene en su centro la forma de una pirámide, y en cada lado hay tragaluces que repiten el símbolo del número once. De la cúspide cuelga una lámpara que emana, dicen los fieles, “energía vital y renovadora”. En toda la periferia del salón, muy juntas, hay miles de cintas de colores cuya extensión es precisa: ciento once centímetros. Todas están firmadas por multitudes de feligreses que rinden sus testimonios y dicen: “Gracias, Papá Liskita, por ayudarme, por curarme, por salvarme”.

—Cada cinta es un milagro 
—dice Regina, pero enseguida le arrebata a Liska el protagonismo—. Lo adoran por haber sido mi esposo. Ha hecho miles de milagros. Y los ha hecho por los cursos que hizo conmigo.

Danny Liska, un aventurero nacido en Nabraska, se casó con Regina pocos meses después de conocerla, en febrero de 1968. Regina era viuda, tenía tres hijas de su primer matrimonio y esperaba la cuarta. Ella dice que hizo de todo para mantenerlas: fue secretaria, dactiloscopista, fotógrafa en los cuarteles, profesora de artesanía, tejedora y maestra en cursos de inmortalización de flores. Hasta que llegó Liska.

Él fue el artífice detrás del fenómeno, pues supo ver la oportunidad de explotar los talentos de Regina para la superchería. Papá Liskita, como ella lo llama, escribió varias publicaciones sobre el movimiento, compartió con ella un programa de radio y puso a circular 
un periódico que aumentó su popularidad. Pero hubo tropiezos: mientras el auge crecía, Regina pagaba cárcel por practicar la medicina de forma ilegal (lo hizo al principio y lo sigue haciendo hoy; Regina ha construido buena parte de su leyenda a partir de sus supuestos poderes como sanadora). Luego llegó una movida hábil, cuando Liska convenció al director de Cromos, una revista centenaria que publica notas de actualidad, para que la entrevistaran y la incluyeran como columnista. Así surgió “Las respuestas de Regina 11”.

Regina vende ahora, en las dos sedes de su movimiento Bogotá, en las de Medellín y Cali, los libros que escribió su promotor. Entre todos, ella prefiere Dos ruedas a la aventura. De Alaska a Argentina en motocicleta, que reúne las memorias de los viajes que hizo Liska por el continente (su recorrido terminó en La Patagonia, haciendo un papel menor en una película junto a Yul Brynner).


—¿Cuánto influyó él en usted?
—Liska me ayudó mucho, pero creo que yo influí más en él.

Danny Liska murió de leucemia en 1995, a los sesenta y seis años. Regina trató de curarlo con sus poderes, dice, pero en medio del tratamiento ella fue secuestrada por un supuesto grupo guerrillero, disidente del famoso M-19. Regina se encontraba en su finca de Cali, al occidente del país, cuando veinte hombres armados irrumpieron y le ordenaron acompañarlos. El móvil, tan improbable como el secuestro en sí, era usarla como mensajera para enviarle una propuesta al entonces presidente Ernesto Samper. Ella asegura que vivió cautiva desde octubre de 1994 hasta marzo de 1995, pero nunca hubo pruebas de su retención. Cuando por fin volvió, el deterioro de Liska era irreversible.

—Durante mi secuestro me dolió mucho saber que él seguía enfermo. Yo lo tenía casi aliviado cuando me llevaron. Si no me hubieran secuestrado, yo lo hubiera curado. Los médicos decían que era un milagro.

El duelo de Regina debió ser terrible, pero no tanto como para volverse un obstáculo: ni siquiera el día de la muerte dejó de sonar su caja registradora. Si querían ver al difunto, los fieles reginistas de la época debían comprar velas con la forma del número uno. Incluso vendieron boletos para viajar con el cortejo fúnebre rumbo al cementerio en las afueras de Bogotá. Y después de cremar a Liska, con el ataúd libre, Regina decidió conservarlo en el templo, donde estuvo disponible para cualquier seguidor que quisiera alquilarlo.

El sitio aún no se llena, pero la gente sigue entrando; toman sillas y las ponen en filas que se alejan de la tarima hasta colmar el espacio. Casi todos se conocen; se saludan con un golpecito de sus puños —el santo y seña reginista— y sonríen con gestos sinceros. Hay en ellos el orgullo exclusivo de quien pertenece a una cofradía.

Cuando por fin ha llegado el momento de empezar, una voz se dirige al público desde un pequeño estudio ubicado en el segundo piso. La locutora anuncia la llegada de Regina 11 como si se tratara de un ícono de la canción, y por los parlantes se esparce un himno absurdo que todos cantan de memoria:

“De ti hemos aprendido / a concebir las luces / del aura que genera / la fuerza celular, / en dinamo magnético / el relax que traduce / en fluidos energéticos / la psiquis sensorial”.

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En el segundo piso, al final de un corredor que cruza el salón por un costado, aparece ella, saludando con la mano como una reina de belleza rumbo a la tarima. Regina toma el micrófono y saluda a sus fieles: “¿Con quién amanecieron hoy?”. Todos en coro gritan lo previsible: “¡Con Regina 11!”. Y ella, sugestiva, conquistadora, les devuelve el tributo con su voz grave y profunda: “Yo también amanecí con ustedes”.

Superada esta breve introducción, Regina invita a los cumpleañeros del día, que forman un pequeño grupo a sus pies. De inmediato suena una ranchera celebratoria con la voz de “la maestra”; y Regina canta y los bendice antes de continuar: “Solebú”, puñito a cada uno y adelante con el rito.

Ahora, por fin, Regina puede dedicarse a lo urgente: vender. Ofrece libros con sus predicciones delirantes (“Viene un terremoto, la tierra está pasando a una cuarta dimensión, gracias a la influencia de un cinturón fotónico”); ofrece memorias de su esposo fallecido (“Papá Liskita fue un gran escritor, y recopiló aquí muchas cosas útiles, cosas suyas y cosas mías”); promociona zapatos (“Hermosos, diseñados por mí”), afiches con su rostro y su cabellera alborotada, y botas para motociclistas (“Con unas así viajó Papá Liskita por sesenta y nueve países y nunca le pasó nada”). Pero el método es siempre el mismo: “la madre”, con la credibilidad religiosa que la asiste, promueve las bondades magnéticas de su mercancía, porque su fuerza está impregnada en cada uno de esos productos. Y enseguida, frente al escenario, se forma una larga fila de compradores ansiosos.

Regina entrega objetos a todo el que se acerca, pero rechaza el dinero con pudor cuando se lo extienden. Para ese trámite mundano, está sentado junto a ella un tesorero de confianza que guarda montones de billetes en un bolso antes de dejar la tarima.

Pero el negocio no termina allí: en una tienda dentro del templo hay más productos que se venden de forma permanente a una ansiosa multitud de fieles. El pequeño local, casi siempre atestado, ofrece estatuillas de diversos tamaños que representan a “la madre” joven y semidesnuda; hay ropa interior, zapatos, sandalias, cosméticos y joyas; hay camisetas, carteras y billetes mágicos con la cara de Regina que sirven para atraer el dinero (su poder caduca convenientemente cada tres meses). Venden también creyones magnéticos para dibujar, pócimas para hacer crecer el pelo o para curar el acné, fotografías de “la maestra” con treinta años menos, y hasta una pequeña nevera con luces que “magnetiza” los alimentos (cuesta mil dólares). En el paroxismo comercial, Regina llegó a vender pantaletas usadas por ella.

—¿El reginismo es un negocio, una empresa?
—Una cosa es el reginismo y otra cosa es la empresa —distingue ella en su despacho—. Yo hago muchas cosas, soy una empresaria, y todos los productos son diseños míos. Yo aprendí todo por medio de los trances: yo veo los diseños y tengo gente que me va haciendo las cosas. Yo vivo de lo que compra la gente. Eso sí, todo está bien hecho, porque no me interesa hacer cosas malas. Siempre tuve empresas y siempre tuve empleados. Yo tuve que luchar, porque quedé viuda con cuatro hijas.

“No somos una religión”, aclara Regina siempre que puede. La Saurología (Sabiduría Universal Reginista), dice desde su silla, más interesada en convencer que en explicar, “es un movimiento donde se aprende a conocerse a sí mismo, a valorarse”. En la saurología caben todas las religiones y las puertas del templo están abiertas para cualquiera que desee entrar. Los reginistas creen en la reencarnación, en la metafísica y el ocultismo; practican la telequinesis, los masajes magnéticos y usan “el poder de la mente”; dominan los viajes astrales, dicen tener contacto con extraterrestres y confían, sobre todo, en las predicciones infalibles, la sanación con las manos y la longevidad espiritual de su única maestra y líder: Regina 11. Tras esta mezcla variada está el fin último del movimiento: alcanzar el reino de Dios.

En la cima de su movimiento piramidal sólo existe ella. Después vienen los demás; decenas de colaboradores incondicionales, gente agradecida que reconoce el momento del cambio en sus vidas: antes y después de Regina.

—Los maestros son unos treinta; hay tres hijas mías que son maestras. Después hay ciento cincuenta letas en total, o aspirantes a maestros —sólo ella decide quién asciende—. Hay masafísicos, hay avanzados y hay principiantes. Entre todos mis seguidores diría que hay tres millones y medio en todo el mundo. Y entre todas las sedes tengo unos setenta empleados. El reginismo ha cambiado como las olas del mar, hay gente que va y viene. Y algunos se me han muerto porque llevo más de cuarenta años en esto. Lo bueno del reginismo es que la gente no se pone vieja.

—¿De dónde vienen sus facultades?
—Vienen de tan vieja que soy. No de ahora, sino vieja de muchas vidas, de muchos siglos. Todo el mundo tiene las facultades, pero no las desarrolla por miedo al qué dirán: miedo a que les digan brujos, diablos, locos. Yo puedo hablar idiomas sin aprenderlos, pero luego los olvido, cuando termina el curso. Una vez en Francia empecé a hablar francés perfectamente; igual me pasó en Italia y en Estados Unidos. Hablé en auditorios grandes, pero luego no soy capaz. Una vez me regalaron una avioneta y también la manejé sin saber.

—¿Usted cree en la reencarnación?
—Claro, yo la enseño.

Parece que todo es factible en el reginismo: todo cabe en él y nada queda por fuera. Regina 11, como tantos líderes mesiánicos, recluta sus adeptos entre los desesperados. Su movimiento lo integran sobre todo hombres y mujeres mayores de cincuenta o sesenta años; gente solitaria que pertenece casi siempre a las clases populares. Muchos son desempleados, personas que gastan varios días hábiles del mes en rendirle pleitesía a su líder espiritual.

Desde hace veintisiete años, María Delfina Espejo visita cada semana este templo. Ahora, un viernes por la tarde, lleva una blusa y un bolso que muestran la cara sonriente de Regina, y habla de ella con reverencia mientras bulle la actividad a su alrededor: varias mesas venden productos Amway, la tienda recibe a varios clientes y el cafetín atiende a una larga fila de comensales.

—Yo estaba enferma de un ovario que debían operarme, pero tenía que hipotecar la casa porque no tenía plata. Me recomendaron a Regina 11 para que me curara. Fui a su centro y cuando salí escuché a unas mujeres hablando de El terrícola (un boletín impreso), que servía para curarse todos los dolores. Compré el mío y me lo puse en el lugar del ovario. Yo hasta caminaba renca del dolor, pero ella me operó. También me ha curado el asma, la tos y la migraña. Por eso amo a Regina 11.

Benedicta Guacaneme, sin ropa alusiva pero igual de fiel, está sentada muy cerca, mientras espera que empiece un curso de exolas: uno de tantos estudios para ascender en el complicado pensamiento reginista. Benedicta conoció a “la madre” a través de su programa de radio, hace treinta y seis años. Allí escuchó que se podía educar a los niños mientras dormían. Benedicta probó con su hija díscola y los resultados fueron inmediatos. Así que se animó a visitar el centro. Al día siguiente de su primer curso, cuenta, sintió que era otra persona:
—Sentí que me habían quitado una carga pesada.

Su fe, por supuesto, creció en la medida en que sus problemas se resolvían. Inspirada, quiso involucrar a su familia; sin embargo, nadie se entusiasmó: iban con ella de visita al templo, pero jamás volvían.

—Traje a mi hermana porque le iban a hacer una operación. Lo más probable es que ella se quedara en la mesa de cirugía. La sorpresa fue que después otro doctor le dijo que ella no necesitaba esa cirugía. Ella no siguió viniendo, me dice que pida por ella. Pero no es lo mismo. Yo no puedo ir al médico por usted. Tiene que ir usted. Si ella hubiera seguido viniendo, ya estaría curada.

Benedicta, como la mayoría de los fieles, ha comprado muchos productos en la tienda:
—Cualquier cosa, así sea un papel, nosotros lo guardamos, porque eso tiene mucha fuerza. Porque todo en esta vida es magnetismo.

—¿De dónde cree usted que vienen los poderes de Regina 11?
—Ella es un ser bastante evolucionado, de ahí vienen sus poderes. Para mí ella es mi maestra, mi madre, mi guía espiritual...
A Benedicta se le ilumina el rostro; casi pueden verse lágrimas a punto de caer. Pero ella traga grueso y termina su frase:
—Siento mucho amor por Regina; incluso más amor del que sentí o el que recibí de mi madre.

Regina se desplaza por el escenario y recoge el cable del micrófono para no tropezar. Ahora habla de los políticos: “Son unos interesados. En tiempos de campaña vienen aquí, me dicen que estoy muy bonita, que los años no se me notan; que esto, que lo otro. Y después, cuando ganan las elecciones, desaparecen y dicen: ‘Qué fea está esa vieja”. Hoy, pasada la tormenta, Regina mantiene una relación distante con esa clase política. Pero hubo tiempos más agitados.

El 14 de febrero de 1977 se reunieron en la Catedral Primada de Bogotá unas ochenta mil personas para celebrar el cumpleaños número cuarenta de Regina 11, que había sido en diciembre. Las reseñas de los periódicos dicen que en el recinto sólo había espacio para unas veinte mil y que el resto permaneció en las afueras, en plena Plaza de Bolívar. Cuando terminó la misa, Regina subió al púlpito y describió aquella turba como “un acto de yoga colectivo”. Según la prensa, había convocado más gente que el papa Pablo VI, en esa misma catedral, casi diez años antes.

El escándalo vino cuando los diarios publicaron las reacciones: “Bruja celebra misa en la Catedral”; “El cardenal condena espectáculo de Regina 11”, “Excomulgada Regina 11”. Las presiones de la Iglesia hicieron que el presidente Alfonso López Michelsen ordenara la suspensión del programa radial El campo magnético de Regina 11, con el argumento de que estaba involucrada en la brujería. Además, se le prohibió a los medios divulgar mensajes relacionados con ella.

Ése fue el trampolín de su carrera política. Empezó a llenar plazas y estadios, a convocar eventos donde la gente siempre pagaba para entrar. En esas concentraciones también vendía escobas (símbolo del Movimiento Unitario Reginista, fundado en 1980 bajo los preceptos difusos y eclécticos de su líder), con las que prometía barrer la inmoralidad de la clase política colombiana. “Gracias a ellos, los políticos, se ha generado este movimiento”, declaró después. Embarcados en el portaaviones de Regina, varios miembros de su partido fueron elegidos en 1982 como concejales en Bogotá y Medellín.

Ese auge tuvo una respuesta del Congreso, que en 1985, con una ley, prohibió a los partidos identificarse con nombres de personas naturales. Así, el Movimiento Unitario Reginista se cambió por el Movimiento Unitario Metapolítico.

Regina llegó al Senado en 1991 con treinta y un mil noventa votos. Para entonces era la décima fuerza política del país. Sus primeras propuestas fueron erradicar la indigencia, crear la universidad pública nocturna, lograr la igualdad de la mujer en la representación de cargos públicos de alto nivel y legalizar las drogas. Otras ideas provocaron las burlas de sus colegas parlamentarios: instalar orinales en las iglesias para preservar el medio ambiente y legalizar prácticas como la astrología, la quiromancia, el tarot, el zodíaco y la metafísica.

—Para mí la política fue un negocio —dice ahora, veinte años después, cómodamente instalada en un liderazgo más sólido y rentable que cualquier posición burocrática—. Yo vendía cientos de camisetas cada día. Me las pedían regaladas, pero a mí nadie me regala nada. Yo llenaba la Plaza de Bolívar sin gastar un centavo. Ningún político puede hacer eso. Eso pasa porque la gente me quiere, saben quién soy yo, nunca los he engañado.

—Usted propuso cosas interesantes en la política…
—No interesantes, excelentes. Al gobierno no le convenía que yo estuviera, por eso me sacaron. Por eso me condenaron: para que yo no pudiera volver a la política.

Su carrera como senadora fue interrumpida por una demanda: una secretaria alegó que Regina les exigía a sus subalternos entre el treinta y el cincuenta por ciento de sus salarios para colaborar con la causa y conservar el empleo. “La madre” dijo que esa contribución se hacía de manera voluntaria. Pero eso no evitó la condena: Regina fue juzgada por el delito de concusión y perdió de inmediato su investidura. En medio de ese lío, dicen que a modo de escape, fue que ocurrió el supuesto secuestro.

Regina fue candidata presidencial en los años 1978, 1986 y 1990. En ese último intento alcanzó punto ocho por ciento del total de los votos (treinta y siete mil quinientos treinta y siete). Durante la campaña ofreció una amnistía a los narcotraficantes y ex presidentes que repatriaran dineros sucios, y propuso la pena de muerte para los políticos que le mintieran al pueblo. Frente a las derrotas, dijo que le había ocurrido lo mismo que al ex dictador Gustavo Rojas Pinilla, quien quiso recuperar el poder a través de los votos, pero perdió la elección frente a Misael Pastrana en un recordado fraude electoral: “Ganamos en las urnas”, dijo entonces el general. “Pero no en el escritorio”.

—Yo llevaba tres millones de votos —alega Regina hoy—, y al final los repartieron entre Samper y Pastrana. Por eso me secuestraron, porque vieron que yo podía tomarme el poder.

Cuando todo se ha vendido sobre el escenario, Regina puede empezar el rito del día. Desde las alturas, micrófono en mano, ella recita los exolas, unos mantras ininteligibles que el público repite de memoria mientras acompaña el discurso con una coreografía de manos y brazos que recuerda el lenguaje de los sordos. El resto del programa, a ratos parecido a una misa, incluye frecuentes anécdotas que recrean su vida y milagros, bromas de doble sentido o chistes de humor infantil.
—¿Qué le dijo una iguana a la otra? ¡Somos iguanitas!
Y algunos en el público —sólo algunos— ríen.

Pero hoy el rito es especial. “La maestra” pidió a sus fieles que trajeran una copa, y la mayoría cumplió —para los que no, en la tienda hay vasos a la venta por un dólar—. Regina da la orden y varios asistentes, vestidos con túnicas que llevan los colores reginistas (blanco, amarillo y fucsia), pasan entre las sillas con grandes jarras llenas de “champaña”: es decir, un vino blanco barato, tibio y sin burbujas. Cuando todos han llenado sus copas, Regina pide que apaguen las luces, se pone su túnica especial, invita a repetir una plegaria y dirige los pasos del ritual: que se inclinen y que agachen la cabeza, pide y todos obedecen; que se pongan derechos; que respiren profundo y que lleven sus copas llenas al frente, con ambas manos; que las levanten todo lo posible y ofrezcan ese líquido dorado a las alturas. Durante todo el procedimiento ella improvisa una especie de credo que todos repiten con disciplina.

Parapetada detrás de un altar sólido que impide verle el cuerpo de la cintura para abajo, Regina emite un pitido agudo, y en sus manos parpadea una luz que parece venir de un pequeño bombillo azul, de una linterna quizá. Entonces, en el clímax del acto, su cuerpo levita: se eleva del piso en dos etapas, como si subiera peldaños. Nadie en el público dice nada, no hay asombro repentino ni duda ni sorpresa, porque todos lo han visto antes y lo han estado esperando. Pero se siente en el aire la reverencia y el regocijo de casi un millar de personas que ven —creen ver—, allí frente a sus ojos, el milagro fehaciente de un ídolo cercano.

Luego se pueden tomar el vino. Algunos reservan un poco para llevar a casa. “Eso cura todo”, dice una señora mientras cubre la copa con una servilleta.

La “técnica” de Regina 11 para levitar es revelada en su libro Metafísica 7 en 1: “Se da una orden mental: voy a perder gravedad”. Según ella, basta concentrarse, cerrar los ojos y dejar que el poder de la mente haga el resto. Al inicio de su carrera como mentalista, ella no podía —o no quería— levitar frente al público: “Si alguien insistía en que tenía que hacer una demostración, con aquello solamente quedaba incapacitada. Nunca lo hice como espectáculo, sino únicamente con el fin de capacitarme mental y físicamente”.

Fue en el Hotel Nutibara de Medellín, a mediados de los setenta, cuando decidió levitar frente a sus ciento cincuenta alumnos, para que siguieran avanzando en sus estudios: “Tenía necesidad de fundar un centro y la única forma de que las personas siguieran con fe y entusiasmo sería, pensé yo, haciéndoles una demostración de los poderes ocultos de la mente”.

De todas sus levitaciones en público, una sobresale. Ocurrió en España frente a decenas de personas: jipis, ejecutivos, alumnos, creyentes y curiosos. Cuenta ella que un grupo de lamas tibetanos estaban en el público y que habían asistido porque buscaban “a la persona número once”. “Al verme, dudaron que se tratara de mí. Los lamas se arrodillaron y me besaron los pies; querían que yo jurara que iría a la India (sic) para ser la maestra de todos sus hermanos”.

Antes de finalizar el rito del día, Regina 11 pide que enciendan las luces y anuncia un proyecto “muy especial”; una empresa que debió existir hace tiempo, injustamente postergada: la película de su vida. Los reginistas, una vez más, abrigan planes ambiciosos: planean contratar a los mejores guionistas, al mejor director y los mejores técnicos para contar la vida y los milagros de “la madre”. Pero todo eso cuesta dinero, mucho dinero. Por eso Regina dirige su mensaje al público y los invita a todos: “Necesitamos veinte mil personas que pongan cincuenta mil pesos (veinticinco dólares) cada una”. A cambio ofrece una camiseta, un carné y una copia de la película. “¿Quiénes están dispuestos a ayudarnos?”. Y el salón entero se vuelve un bosque de manos levantadas.

El reginismo mira hacia el futuro con esperanza. Además de la película, “la maestra” planea seguir ampliando una escuela de su Fundación Saur, donde estudian más de doscientos niños y adolescentes de clase baja, cuyos gastos, dicen los asistentes de “la reina”, son cubiertos por reginistas acaudalados de distintos lugares del mundo. Crecerá también Regitours, su agencia de viajes que vende paquetes turísticos. Al mismo tiempo ella está trabajando en su tercera autobiografía (ya publicó Yo Regina y Patagrande). Y tiene el plan de construir urbanizaciones de “casas saurológicas”, edificaciones ovaladas, “porque sólo el hombre ha cometido el error de construir cosas cuadradas”, que favorecerán el magnetismo, la salud física, mental y espiritual de cualquiera que las compre. A principios de 2013 abrió en Bogotá una nueva sede, en un barrio residencial. El edificio, según dice una placa, es obra suya, y todos los ventanales de la fachada muestran gigantografías que multiplican su imagen con distintas escenas: Regina en una moto, Regina bailando, Regina cabalgando un bravío toro de bronce.

Al borde de los ochenta años, Regina descarta el retiro. Mientras logre conservar la idolatría de sus seguidores, el imperio que ha construido seguirá creciendo. Y cuando ella falte, si es que eso puede ocurrir, sus hijas, que ya están en el negocio, sabrán sostenerlo acudiendo siempre al recuerdo de la reina sacrificada.

Pero ese tiempo aún no llega, y Regina se enfoca en cerrar el rito de hoy. Desde la tarima pide que hagan espacio, pide que aparten las sillas y suelta por primera vez el micrófono. De los parlantes empieza a brotar una música de fiesta, un concierto bailable que nadie puede perderse. Los más entusiastas ya están bailando, pero todavía hay muchos que se mantienen quietos en la periferia. Entonces los colaboradores de Regina se acercan para invitar, casi para ordenar que salgan todos a bailar en la pista porque “la madre” va a dar una bendición muy especial y todos deben estar cerca de ella.

Regina 11 baja las escaleras y se mezcla entre el vulgo. Un tipo de pelo largo, que parecía esperarla, la saca a bailar y el público forma un corro alrededor. El tipo de la coleta es un bailarín profesional: ejecuta pasos elaborados mientras Regina lo sigue con cierta dificultad; gira para un lado, se desliza con gracia para el otro. Es una coreografía evidentemente ensayada. La gente ríe con ánimo, feliz; muchos toman fotografías o graban videos del performance con sus teléfonos. La música sigue sonando. Regina mantiene congelada una mueca que intenta ser sonrisa; parece aturdida por el ruido y la algarabía de la comparsa, pero le sigue el paso al bailarín con disciplina. En su faena, sin embargo, parece haber más rigor que placer: hace todo esto porque le toca. Vive atrapada en el personaje que creó.

Pero todos bailan y gozan. Nadie permanece ajeno al festín. En el momento cumbre de la actuación, al borde del cierre, Regina se deja cargar por su pareja y adopta en el aire una pose con una pierna extendida y la otra en una flexión difícil. Los fieles aplauden la maniobra mientras la ven dar vueltas extasiados. Ella gira como una estrella y parece que volara. Podría ser una virgen, una reina, una gran actriz. O todo eso al mismo tiempo.

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Milagros Rentables

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Delirante, provocadora y mesiánica, Regina 11 saltó de los medios a la política en Colombia hace casi treinta años. Fracasó en su aspiración presidencial, pero se mantuvo firme como líder de un culto lucrativo al cual sus fieles le atribuyeron muchas curaciones insólitas provocando que la adoraran como una suerte de semidiosa tangible.

"Conocer a Regina es recibir una invitación a la aventura. Yo he aceptado esa invitación y espero que usted también la acepte".
—Danny Liska, motociclista aventurero, escritor aficionado, esposo y promotor de Regina 11.

Éste es un templo diseñado para promover un nuevo culto. El culto a la reina, Mamá Regina. En un mural de gusto dudoso ella flota con su aura luminosa sobre una pirámide mexicana; en otro, donde aparece de niña, recibe un mensaje del papa Juan XXIII: “Eres mi sucesora, serás la maestra número once”. Las paredes muestran escenas donde los reginistas más fieles, vestidos con túnicas de colores vivos, la rodean para elevar juntos una plegaria al sol. Hay fotografías de Regina colgadas por todos los rincones del amplio edificio, ubicado en una zona industrial al occidente de Bogotá. Uno de esos retratos, el principal, domina el espacio en lo alto de la tarima, sobre dos números uno que se cruzan en una suerte de esvástica rosada. Al frente, en setecientas sillas de plástico, la feligresía espera con ansias.

Pero “la maestra” no demora. A las tres de la tarde de un sábado estaciona su Chevrolet Optra en un garaje que sólo ella puede usar. Cuando el carro entra, un murmullo de excitación corre entre los asistentes: “¡Llegó la reina, llegó la reina!” Las abuelas sonríen emocionadas, los hombres maduros cruzan miradas y comentarios; los niños dan brincos de alegría y corretean para sumarse al grupo que ahora, en masa, forma un corredor para recibir a Regina.

Ella viste un conjunto de tela ligera ceñido al cuerpo y eleva su diminuta figura, poco más de metro y medio, con unos zapatos altos que ha elegido entre los cincuenta pares de su colección. La cara, muy estirada, lleva un maquillaje excesivo que disimula sus cirugías (y además mitiga, dice, el poder que sale de sus ojos: una fuerza capaz de derribar personas con sólo mirarlas). Regina exhibe un escote atrevido, y su cuerpo de setenta y siete años —pura dieta y ejercicios— va apretado bajo una faja rigurosa. Así se desplaza, rígida y con la sonrisa forzada, mientras se deja alabar con la idolatría que ha cultivado en los últimos cuarenta años. Uno a uno choca los puños de sus seguidores: “Solebú”, los saluda en clave. Y ellos vibran con una emoción genuina después del contacto. Como si en ese simple toque de manos se materializara un milagro largamente esperado.

Los hombres maduros cruzan miradas y comentarios; los niños dan brincos de alegría y corretean para sumarse al grupo que ahora, en masa, forma un corredor para recibir a Regina. Fotos de Gabriela Méndez

Los entusiastas se agitan como seguidores de algún candidato lleno de carisma; o como fanáticos de una estrella pop. Pero hay algo más: en sus ojos, en el almíbar empalagoso de una fe evidente, late con fuerza la esperanza; mil formas de anhelo. Esta gente que colma el templo, esta feligresía expectante, sigue a Regina 11 como una suerte de semidiós tangible.

—A mí no me gusta que me endiosen. Yo hago cosas para evitar eso; hago chistes y les cuento de mis dolores y mis enfermedades para que ellos, mis seguidores, se den cuenta de que a mí también me pasa. Para que no se les olvide que yo también soy humana.

En el despacho de Regina 11, ubicado en el segundo piso de su complejo, hay bibliotecas enteras con libros empastados que recogen miles de testimonios sobre sus “milagros”; hay estatuillas de madera y de metal, muchas fotografías suyas y un escritorio de madera labrada que parece un trono. En el centro alfombrado, donde habla ahora, cuatro sillas rodean una mesa llena de objetos.

Regina (nunca un nombre fue más apropiado), de apellido Betancur, es la última de dieciocho hermanos, todos hijos de un seminarista desertor y una monja que tampoco fue. Seis hermanos mayores murieron antes de alcanzar la adolescencia, víctimas de una maldición que la iglesia, dice ella, había lanzado contra sus padres pecadores. Sólo Regina pudo detener la conjura. Ella nació en un pueblo chico, Concordia, pero creció en Medellín, la capital de Antioquia, una región conocida por su catolicismo arraigado y, sobre todo, por su afilada destreza comercial. Esas dos formas de la fe, Dios y el dinero, serían en el futuro la base de su poder.

—¿Influyó en usted la vocación religiosa de sus padres?
—Yo de ellos no heredé nada, porque yo no tengo ninguna religión. Nací católica, pero cuando empecé a conocer la verdad de la religión católica no quise seguir. Punto.

Pero los coqueteos de Regina 11 con el catolicismo son antiguos y frecuentes. A Jesús, una figura fundamental en su movimiento (“Él fue un gran maestro, pero estaba en contra de su iglesia, porque era corrupta”), lo considera el hijo de Dios, pero no el único: sólo un profeta evolucionado, como Buda y muchos otros. La anécdota más antigua del reginismo es de hecho una parábola cristiana: a los cuatro años la futura reina levitó para apagar un bombillo. Paradoja: en su primer acto seudomilagroso, donde había luz, Regina quiso oscuridad.

—Mi mamá creyó que era brujería, y me llevó adonde el padre para que me exorcizara. Él se quitó la correa para pegarme, para sacarme el diablo, pero yo me fui corriendo.

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Después de su confirmación bajo la fe católica, Regina vivió su segundo hito mesiánico: un día recibió la visita de Angelo Roncalli, un desconocido —mentalista y rosacrucista, según ella— que luego sería Papa y se convertiría en su maestro espiritual. Roncalli volvió muchas veces, antes y después de convertirse en pontífice. Siempre le hablaba del futuro, y en uno de sus presagios, recuerda Regina, le mostró un episodio importante de su destino: “Tendrás un hombre que te llevará de la mano por todos los rincones de la tierra”.

El techo del galpón central, mil metros decorados con detalles kitsch, tiene en su centro la forma de una pirámide, y en cada lado hay tragaluces que repiten el símbolo del número once. De la cúspide cuelga una lámpara que emana, dicen los fieles, “energía vital y renovadora”. En toda la periferia del salón, muy juntas, hay miles de cintas de colores cuya extensión es precisa: ciento once centímetros. Todas están firmadas por multitudes de feligreses que rinden sus testimonios y dicen: “Gracias, Papá Liskita, por ayudarme, por curarme, por salvarme”.

—Cada cinta es un milagro 
—dice Regina, pero enseguida le arrebata a Liska el protagonismo—. Lo adoran por haber sido mi esposo. Ha hecho miles de milagros. Y los ha hecho por los cursos que hizo conmigo.

Danny Liska, un aventurero nacido en Nabraska, se casó con Regina pocos meses después de conocerla, en febrero de 1968. Regina era viuda, tenía tres hijas de su primer matrimonio y esperaba la cuarta. Ella dice que hizo de todo para mantenerlas: fue secretaria, dactiloscopista, fotógrafa en los cuarteles, profesora de artesanía, tejedora y maestra en cursos de inmortalización de flores. Hasta que llegó Liska.

Él fue el artífice detrás del fenómeno, pues supo ver la oportunidad de explotar los talentos de Regina para la superchería. Papá Liskita, como ella lo llama, escribió varias publicaciones sobre el movimiento, compartió con ella un programa de radio y puso a circular 
un periódico que aumentó su popularidad. Pero hubo tropiezos: mientras el auge crecía, Regina pagaba cárcel por practicar la medicina de forma ilegal (lo hizo al principio y lo sigue haciendo hoy; Regina ha construido buena parte de su leyenda a partir de sus supuestos poderes como sanadora). Luego llegó una movida hábil, cuando Liska convenció al director de Cromos, una revista centenaria que publica notas de actualidad, para que la entrevistaran y la incluyeran como columnista. Así surgió “Las respuestas de Regina 11”.

Regina vende ahora, en las dos sedes de su movimiento Bogotá, en las de Medellín y Cali, los libros que escribió su promotor. Entre todos, ella prefiere Dos ruedas a la aventura. De Alaska a Argentina en motocicleta, que reúne las memorias de los viajes que hizo Liska por el continente (su recorrido terminó en La Patagonia, haciendo un papel menor en una película junto a Yul Brynner).


—¿Cuánto influyó él en usted?
—Liska me ayudó mucho, pero creo que yo influí más en él.

Danny Liska murió de leucemia en 1995, a los sesenta y seis años. Regina trató de curarlo con sus poderes, dice, pero en medio del tratamiento ella fue secuestrada por un supuesto grupo guerrillero, disidente del famoso M-19. Regina se encontraba en su finca de Cali, al occidente del país, cuando veinte hombres armados irrumpieron y le ordenaron acompañarlos. El móvil, tan improbable como el secuestro en sí, era usarla como mensajera para enviarle una propuesta al entonces presidente Ernesto Samper. Ella asegura que vivió cautiva desde octubre de 1994 hasta marzo de 1995, pero nunca hubo pruebas de su retención. Cuando por fin volvió, el deterioro de Liska era irreversible.

—Durante mi secuestro me dolió mucho saber que él seguía enfermo. Yo lo tenía casi aliviado cuando me llevaron. Si no me hubieran secuestrado, yo lo hubiera curado. Los médicos decían que era un milagro.

El duelo de Regina debió ser terrible, pero no tanto como para volverse un obstáculo: ni siquiera el día de la muerte dejó de sonar su caja registradora. Si querían ver al difunto, los fieles reginistas de la época debían comprar velas con la forma del número uno. Incluso vendieron boletos para viajar con el cortejo fúnebre rumbo al cementerio en las afueras de Bogotá. Y después de cremar a Liska, con el ataúd libre, Regina decidió conservarlo en el templo, donde estuvo disponible para cualquier seguidor que quisiera alquilarlo.

El sitio aún no se llena, pero la gente sigue entrando; toman sillas y las ponen en filas que se alejan de la tarima hasta colmar el espacio. Casi todos se conocen; se saludan con un golpecito de sus puños —el santo y seña reginista— y sonríen con gestos sinceros. Hay en ellos el orgullo exclusivo de quien pertenece a una cofradía.

Cuando por fin ha llegado el momento de empezar, una voz se dirige al público desde un pequeño estudio ubicado en el segundo piso. La locutora anuncia la llegada de Regina 11 como si se tratara de un ícono de la canción, y por los parlantes se esparce un himno absurdo que todos cantan de memoria:

“De ti hemos aprendido / a concebir las luces / del aura que genera / la fuerza celular, / en dinamo magnético / el relax que traduce / en fluidos energéticos / la psiquis sensorial”.

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En el segundo piso, al final de un corredor que cruza el salón por un costado, aparece ella, saludando con la mano como una reina de belleza rumbo a la tarima. Regina toma el micrófono y saluda a sus fieles: “¿Con quién amanecieron hoy?”. Todos en coro gritan lo previsible: “¡Con Regina 11!”. Y ella, sugestiva, conquistadora, les devuelve el tributo con su voz grave y profunda: “Yo también amanecí con ustedes”.

Superada esta breve introducción, Regina invita a los cumpleañeros del día, que forman un pequeño grupo a sus pies. De inmediato suena una ranchera celebratoria con la voz de “la maestra”; y Regina canta y los bendice antes de continuar: “Solebú”, puñito a cada uno y adelante con el rito.

Ahora, por fin, Regina puede dedicarse a lo urgente: vender. Ofrece libros con sus predicciones delirantes (“Viene un terremoto, la tierra está pasando a una cuarta dimensión, gracias a la influencia de un cinturón fotónico”); ofrece memorias de su esposo fallecido (“Papá Liskita fue un gran escritor, y recopiló aquí muchas cosas útiles, cosas suyas y cosas mías”); promociona zapatos (“Hermosos, diseñados por mí”), afiches con su rostro y su cabellera alborotada, y botas para motociclistas (“Con unas así viajó Papá Liskita por sesenta y nueve países y nunca le pasó nada”). Pero el método es siempre el mismo: “la madre”, con la credibilidad religiosa que la asiste, promueve las bondades magnéticas de su mercancía, porque su fuerza está impregnada en cada uno de esos productos. Y enseguida, frente al escenario, se forma una larga fila de compradores ansiosos.

Regina entrega objetos a todo el que se acerca, pero rechaza el dinero con pudor cuando se lo extienden. Para ese trámite mundano, está sentado junto a ella un tesorero de confianza que guarda montones de billetes en un bolso antes de dejar la tarima.

Pero el negocio no termina allí: en una tienda dentro del templo hay más productos que se venden de forma permanente a una ansiosa multitud de fieles. El pequeño local, casi siempre atestado, ofrece estatuillas de diversos tamaños que representan a “la madre” joven y semidesnuda; hay ropa interior, zapatos, sandalias, cosméticos y joyas; hay camisetas, carteras y billetes mágicos con la cara de Regina que sirven para atraer el dinero (su poder caduca convenientemente cada tres meses). Venden también creyones magnéticos para dibujar, pócimas para hacer crecer el pelo o para curar el acné, fotografías de “la maestra” con treinta años menos, y hasta una pequeña nevera con luces que “magnetiza” los alimentos (cuesta mil dólares). En el paroxismo comercial, Regina llegó a vender pantaletas usadas por ella.

—¿El reginismo es un negocio, una empresa?
—Una cosa es el reginismo y otra cosa es la empresa —distingue ella en su despacho—. Yo hago muchas cosas, soy una empresaria, y todos los productos son diseños míos. Yo aprendí todo por medio de los trances: yo veo los diseños y tengo gente que me va haciendo las cosas. Yo vivo de lo que compra la gente. Eso sí, todo está bien hecho, porque no me interesa hacer cosas malas. Siempre tuve empresas y siempre tuve empleados. Yo tuve que luchar, porque quedé viuda con cuatro hijas.

“No somos una religión”, aclara Regina siempre que puede. La Saurología (Sabiduría Universal Reginista), dice desde su silla, más interesada en convencer que en explicar, “es un movimiento donde se aprende a conocerse a sí mismo, a valorarse”. En la saurología caben todas las religiones y las puertas del templo están abiertas para cualquiera que desee entrar. Los reginistas creen en la reencarnación, en la metafísica y el ocultismo; practican la telequinesis, los masajes magnéticos y usan “el poder de la mente”; dominan los viajes astrales, dicen tener contacto con extraterrestres y confían, sobre todo, en las predicciones infalibles, la sanación con las manos y la longevidad espiritual de su única maestra y líder: Regina 11. Tras esta mezcla variada está el fin último del movimiento: alcanzar el reino de Dios.

En la cima de su movimiento piramidal sólo existe ella. Después vienen los demás; decenas de colaboradores incondicionales, gente agradecida que reconoce el momento del cambio en sus vidas: antes y después de Regina.

—Los maestros son unos treinta; hay tres hijas mías que son maestras. Después hay ciento cincuenta letas en total, o aspirantes a maestros —sólo ella decide quién asciende—. Hay masafísicos, hay avanzados y hay principiantes. Entre todos mis seguidores diría que hay tres millones y medio en todo el mundo. Y entre todas las sedes tengo unos setenta empleados. El reginismo ha cambiado como las olas del mar, hay gente que va y viene. Y algunos se me han muerto porque llevo más de cuarenta años en esto. Lo bueno del reginismo es que la gente no se pone vieja.

—¿De dónde vienen sus facultades?
—Vienen de tan vieja que soy. No de ahora, sino vieja de muchas vidas, de muchos siglos. Todo el mundo tiene las facultades, pero no las desarrolla por miedo al qué dirán: miedo a que les digan brujos, diablos, locos. Yo puedo hablar idiomas sin aprenderlos, pero luego los olvido, cuando termina el curso. Una vez en Francia empecé a hablar francés perfectamente; igual me pasó en Italia y en Estados Unidos. Hablé en auditorios grandes, pero luego no soy capaz. Una vez me regalaron una avioneta y también la manejé sin saber.

—¿Usted cree en la reencarnación?
—Claro, yo la enseño.

Parece que todo es factible en el reginismo: todo cabe en él y nada queda por fuera. Regina 11, como tantos líderes mesiánicos, recluta sus adeptos entre los desesperados. Su movimiento lo integran sobre todo hombres y mujeres mayores de cincuenta o sesenta años; gente solitaria que pertenece casi siempre a las clases populares. Muchos son desempleados, personas que gastan varios días hábiles del mes en rendirle pleitesía a su líder espiritual.

Desde hace veintisiete años, María Delfina Espejo visita cada semana este templo. Ahora, un viernes por la tarde, lleva una blusa y un bolso que muestran la cara sonriente de Regina, y habla de ella con reverencia mientras bulle la actividad a su alrededor: varias mesas venden productos Amway, la tienda recibe a varios clientes y el cafetín atiende a una larga fila de comensales.

—Yo estaba enferma de un ovario que debían operarme, pero tenía que hipotecar la casa porque no tenía plata. Me recomendaron a Regina 11 para que me curara. Fui a su centro y cuando salí escuché a unas mujeres hablando de El terrícola (un boletín impreso), que servía para curarse todos los dolores. Compré el mío y me lo puse en el lugar del ovario. Yo hasta caminaba renca del dolor, pero ella me operó. También me ha curado el asma, la tos y la migraña. Por eso amo a Regina 11.

Benedicta Guacaneme, sin ropa alusiva pero igual de fiel, está sentada muy cerca, mientras espera que empiece un curso de exolas: uno de tantos estudios para ascender en el complicado pensamiento reginista. Benedicta conoció a “la madre” a través de su programa de radio, hace treinta y seis años. Allí escuchó que se podía educar a los niños mientras dormían. Benedicta probó con su hija díscola y los resultados fueron inmediatos. Así que se animó a visitar el centro. Al día siguiente de su primer curso, cuenta, sintió que era otra persona:
—Sentí que me habían quitado una carga pesada.

Su fe, por supuesto, creció en la medida en que sus problemas se resolvían. Inspirada, quiso involucrar a su familia; sin embargo, nadie se entusiasmó: iban con ella de visita al templo, pero jamás volvían.

—Traje a mi hermana porque le iban a hacer una operación. Lo más probable es que ella se quedara en la mesa de cirugía. La sorpresa fue que después otro doctor le dijo que ella no necesitaba esa cirugía. Ella no siguió viniendo, me dice que pida por ella. Pero no es lo mismo. Yo no puedo ir al médico por usted. Tiene que ir usted. Si ella hubiera seguido viniendo, ya estaría curada.

Benedicta, como la mayoría de los fieles, ha comprado muchos productos en la tienda:
—Cualquier cosa, así sea un papel, nosotros lo guardamos, porque eso tiene mucha fuerza. Porque todo en esta vida es magnetismo.

—¿De dónde cree usted que vienen los poderes de Regina 11?
—Ella es un ser bastante evolucionado, de ahí vienen sus poderes. Para mí ella es mi maestra, mi madre, mi guía espiritual...
A Benedicta se le ilumina el rostro; casi pueden verse lágrimas a punto de caer. Pero ella traga grueso y termina su frase:
—Siento mucho amor por Regina; incluso más amor del que sentí o el que recibí de mi madre.

Regina se desplaza por el escenario y recoge el cable del micrófono para no tropezar. Ahora habla de los políticos: “Son unos interesados. En tiempos de campaña vienen aquí, me dicen que estoy muy bonita, que los años no se me notan; que esto, que lo otro. Y después, cuando ganan las elecciones, desaparecen y dicen: ‘Qué fea está esa vieja”. Hoy, pasada la tormenta, Regina mantiene una relación distante con esa clase política. Pero hubo tiempos más agitados.

El 14 de febrero de 1977 se reunieron en la Catedral Primada de Bogotá unas ochenta mil personas para celebrar el cumpleaños número cuarenta de Regina 11, que había sido en diciembre. Las reseñas de los periódicos dicen que en el recinto sólo había espacio para unas veinte mil y que el resto permaneció en las afueras, en plena Plaza de Bolívar. Cuando terminó la misa, Regina subió al púlpito y describió aquella turba como “un acto de yoga colectivo”. Según la prensa, había convocado más gente que el papa Pablo VI, en esa misma catedral, casi diez años antes.

El escándalo vino cuando los diarios publicaron las reacciones: “Bruja celebra misa en la Catedral”; “El cardenal condena espectáculo de Regina 11”, “Excomulgada Regina 11”. Las presiones de la Iglesia hicieron que el presidente Alfonso López Michelsen ordenara la suspensión del programa radial El campo magnético de Regina 11, con el argumento de que estaba involucrada en la brujería. Además, se le prohibió a los medios divulgar mensajes relacionados con ella.

Ése fue el trampolín de su carrera política. Empezó a llenar plazas y estadios, a convocar eventos donde la gente siempre pagaba para entrar. En esas concentraciones también vendía escobas (símbolo del Movimiento Unitario Reginista, fundado en 1980 bajo los preceptos difusos y eclécticos de su líder), con las que prometía barrer la inmoralidad de la clase política colombiana. “Gracias a ellos, los políticos, se ha generado este movimiento”, declaró después. Embarcados en el portaaviones de Regina, varios miembros de su partido fueron elegidos en 1982 como concejales en Bogotá y Medellín.

Ese auge tuvo una respuesta del Congreso, que en 1985, con una ley, prohibió a los partidos identificarse con nombres de personas naturales. Así, el Movimiento Unitario Reginista se cambió por el Movimiento Unitario Metapolítico.

Regina llegó al Senado en 1991 con treinta y un mil noventa votos. Para entonces era la décima fuerza política del país. Sus primeras propuestas fueron erradicar la indigencia, crear la universidad pública nocturna, lograr la igualdad de la mujer en la representación de cargos públicos de alto nivel y legalizar las drogas. Otras ideas provocaron las burlas de sus colegas parlamentarios: instalar orinales en las iglesias para preservar el medio ambiente y legalizar prácticas como la astrología, la quiromancia, el tarot, el zodíaco y la metafísica.

—Para mí la política fue un negocio —dice ahora, veinte años después, cómodamente instalada en un liderazgo más sólido y rentable que cualquier posición burocrática—. Yo vendía cientos de camisetas cada día. Me las pedían regaladas, pero a mí nadie me regala nada. Yo llenaba la Plaza de Bolívar sin gastar un centavo. Ningún político puede hacer eso. Eso pasa porque la gente me quiere, saben quién soy yo, nunca los he engañado.

—Usted propuso cosas interesantes en la política…
—No interesantes, excelentes. Al gobierno no le convenía que yo estuviera, por eso me sacaron. Por eso me condenaron: para que yo no pudiera volver a la política.

Su carrera como senadora fue interrumpida por una demanda: una secretaria alegó que Regina les exigía a sus subalternos entre el treinta y el cincuenta por ciento de sus salarios para colaborar con la causa y conservar el empleo. “La madre” dijo que esa contribución se hacía de manera voluntaria. Pero eso no evitó la condena: Regina fue juzgada por el delito de concusión y perdió de inmediato su investidura. En medio de ese lío, dicen que a modo de escape, fue que ocurrió el supuesto secuestro.

Regina fue candidata presidencial en los años 1978, 1986 y 1990. En ese último intento alcanzó punto ocho por ciento del total de los votos (treinta y siete mil quinientos treinta y siete). Durante la campaña ofreció una amnistía a los narcotraficantes y ex presidentes que repatriaran dineros sucios, y propuso la pena de muerte para los políticos que le mintieran al pueblo. Frente a las derrotas, dijo que le había ocurrido lo mismo que al ex dictador Gustavo Rojas Pinilla, quien quiso recuperar el poder a través de los votos, pero perdió la elección frente a Misael Pastrana en un recordado fraude electoral: “Ganamos en las urnas”, dijo entonces el general. “Pero no en el escritorio”.

—Yo llevaba tres millones de votos —alega Regina hoy—, y al final los repartieron entre Samper y Pastrana. Por eso me secuestraron, porque vieron que yo podía tomarme el poder.

Cuando todo se ha vendido sobre el escenario, Regina puede empezar el rito del día. Desde las alturas, micrófono en mano, ella recita los exolas, unos mantras ininteligibles que el público repite de memoria mientras acompaña el discurso con una coreografía de manos y brazos que recuerda el lenguaje de los sordos. El resto del programa, a ratos parecido a una misa, incluye frecuentes anécdotas que recrean su vida y milagros, bromas de doble sentido o chistes de humor infantil.
—¿Qué le dijo una iguana a la otra? ¡Somos iguanitas!
Y algunos en el público —sólo algunos— ríen.

Pero hoy el rito es especial. “La maestra” pidió a sus fieles que trajeran una copa, y la mayoría cumplió —para los que no, en la tienda hay vasos a la venta por un dólar—. Regina da la orden y varios asistentes, vestidos con túnicas que llevan los colores reginistas (blanco, amarillo y fucsia), pasan entre las sillas con grandes jarras llenas de “champaña”: es decir, un vino blanco barato, tibio y sin burbujas. Cuando todos han llenado sus copas, Regina pide que apaguen las luces, se pone su túnica especial, invita a repetir una plegaria y dirige los pasos del ritual: que se inclinen y que agachen la cabeza, pide y todos obedecen; que se pongan derechos; que respiren profundo y que lleven sus copas llenas al frente, con ambas manos; que las levanten todo lo posible y ofrezcan ese líquido dorado a las alturas. Durante todo el procedimiento ella improvisa una especie de credo que todos repiten con disciplina.

Parapetada detrás de un altar sólido que impide verle el cuerpo de la cintura para abajo, Regina emite un pitido agudo, y en sus manos parpadea una luz que parece venir de un pequeño bombillo azul, de una linterna quizá. Entonces, en el clímax del acto, su cuerpo levita: se eleva del piso en dos etapas, como si subiera peldaños. Nadie en el público dice nada, no hay asombro repentino ni duda ni sorpresa, porque todos lo han visto antes y lo han estado esperando. Pero se siente en el aire la reverencia y el regocijo de casi un millar de personas que ven —creen ver—, allí frente a sus ojos, el milagro fehaciente de un ídolo cercano.

Luego se pueden tomar el vino. Algunos reservan un poco para llevar a casa. “Eso cura todo”, dice una señora mientras cubre la copa con una servilleta.

La “técnica” de Regina 11 para levitar es revelada en su libro Metafísica 7 en 1: “Se da una orden mental: voy a perder gravedad”. Según ella, basta concentrarse, cerrar los ojos y dejar que el poder de la mente haga el resto. Al inicio de su carrera como mentalista, ella no podía —o no quería— levitar frente al público: “Si alguien insistía en que tenía que hacer una demostración, con aquello solamente quedaba incapacitada. Nunca lo hice como espectáculo, sino únicamente con el fin de capacitarme mental y físicamente”.

Fue en el Hotel Nutibara de Medellín, a mediados de los setenta, cuando decidió levitar frente a sus ciento cincuenta alumnos, para que siguieran avanzando en sus estudios: “Tenía necesidad de fundar un centro y la única forma de que las personas siguieran con fe y entusiasmo sería, pensé yo, haciéndoles una demostración de los poderes ocultos de la mente”.

De todas sus levitaciones en público, una sobresale. Ocurrió en España frente a decenas de personas: jipis, ejecutivos, alumnos, creyentes y curiosos. Cuenta ella que un grupo de lamas tibetanos estaban en el público y que habían asistido porque buscaban “a la persona número once”. “Al verme, dudaron que se tratara de mí. Los lamas se arrodillaron y me besaron los pies; querían que yo jurara que iría a la India (sic) para ser la maestra de todos sus hermanos”.

Antes de finalizar el rito del día, Regina 11 pide que enciendan las luces y anuncia un proyecto “muy especial”; una empresa que debió existir hace tiempo, injustamente postergada: la película de su vida. Los reginistas, una vez más, abrigan planes ambiciosos: planean contratar a los mejores guionistas, al mejor director y los mejores técnicos para contar la vida y los milagros de “la madre”. Pero todo eso cuesta dinero, mucho dinero. Por eso Regina dirige su mensaje al público y los invita a todos: “Necesitamos veinte mil personas que pongan cincuenta mil pesos (veinticinco dólares) cada una”. A cambio ofrece una camiseta, un carné y una copia de la película. “¿Quiénes están dispuestos a ayudarnos?”. Y el salón entero se vuelve un bosque de manos levantadas.

El reginismo mira hacia el futuro con esperanza. Además de la película, “la maestra” planea seguir ampliando una escuela de su Fundación Saur, donde estudian más de doscientos niños y adolescentes de clase baja, cuyos gastos, dicen los asistentes de “la reina”, son cubiertos por reginistas acaudalados de distintos lugares del mundo. Crecerá también Regitours, su agencia de viajes que vende paquetes turísticos. Al mismo tiempo ella está trabajando en su tercera autobiografía (ya publicó Yo Regina y Patagrande). Y tiene el plan de construir urbanizaciones de “casas saurológicas”, edificaciones ovaladas, “porque sólo el hombre ha cometido el error de construir cosas cuadradas”, que favorecerán el magnetismo, la salud física, mental y espiritual de cualquiera que las compre. A principios de 2013 abrió en Bogotá una nueva sede, en un barrio residencial. El edificio, según dice una placa, es obra suya, y todos los ventanales de la fachada muestran gigantografías que multiplican su imagen con distintas escenas: Regina en una moto, Regina bailando, Regina cabalgando un bravío toro de bronce.

Al borde de los ochenta años, Regina descarta el retiro. Mientras logre conservar la idolatría de sus seguidores, el imperio que ha construido seguirá creciendo. Y cuando ella falte, si es que eso puede ocurrir, sus hijas, que ya están en el negocio, sabrán sostenerlo acudiendo siempre al recuerdo de la reina sacrificada.

Pero ese tiempo aún no llega, y Regina se enfoca en cerrar el rito de hoy. Desde la tarima pide que hagan espacio, pide que aparten las sillas y suelta por primera vez el micrófono. De los parlantes empieza a brotar una música de fiesta, un concierto bailable que nadie puede perderse. Los más entusiastas ya están bailando, pero todavía hay muchos que se mantienen quietos en la periferia. Entonces los colaboradores de Regina se acercan para invitar, casi para ordenar que salgan todos a bailar en la pista porque “la madre” va a dar una bendición muy especial y todos deben estar cerca de ella.

Regina 11 baja las escaleras y se mezcla entre el vulgo. Un tipo de pelo largo, que parecía esperarla, la saca a bailar y el público forma un corro alrededor. El tipo de la coleta es un bailarín profesional: ejecuta pasos elaborados mientras Regina lo sigue con cierta dificultad; gira para un lado, se desliza con gracia para el otro. Es una coreografía evidentemente ensayada. La gente ríe con ánimo, feliz; muchos toman fotografías o graban videos del performance con sus teléfonos. La música sigue sonando. Regina mantiene congelada una mueca que intenta ser sonrisa; parece aturdida por el ruido y la algarabía de la comparsa, pero le sigue el paso al bailarín con disciplina. En su faena, sin embargo, parece haber más rigor que placer: hace todo esto porque le toca. Vive atrapada en el personaje que creó.

Pero todos bailan y gozan. Nadie permanece ajeno al festín. En el momento cumbre de la actuación, al borde del cierre, Regina se deja cargar por su pareja y adopta en el aire una pose con una pierna extendida y la otra en una flexión difícil. Los fieles aplauden la maniobra mientras la ven dar vueltas extasiados. Ella gira como una estrella y parece que volara. Podría ser una virgen, una reina, una gran actriz. O todo eso al mismo tiempo.

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Milagros Rentables

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Delirante, provocadora y mesiánica, Regina 11 saltó de los medios a la política en Colombia hace casi treinta años. Fracasó en su aspiración presidencial, pero se mantuvo firme como líder de un culto lucrativo al cual sus fieles le atribuyeron muchas curaciones insólitas provocando que la adoraran como una suerte de semidiosa tangible.

"Conocer a Regina es recibir una invitación a la aventura. Yo he aceptado esa invitación y espero que usted también la acepte".
—Danny Liska, motociclista aventurero, escritor aficionado, esposo y promotor de Regina 11.

Éste es un templo diseñado para promover un nuevo culto. El culto a la reina, Mamá Regina. En un mural de gusto dudoso ella flota con su aura luminosa sobre una pirámide mexicana; en otro, donde aparece de niña, recibe un mensaje del papa Juan XXIII: “Eres mi sucesora, serás la maestra número once”. Las paredes muestran escenas donde los reginistas más fieles, vestidos con túnicas de colores vivos, la rodean para elevar juntos una plegaria al sol. Hay fotografías de Regina colgadas por todos los rincones del amplio edificio, ubicado en una zona industrial al occidente de Bogotá. Uno de esos retratos, el principal, domina el espacio en lo alto de la tarima, sobre dos números uno que se cruzan en una suerte de esvástica rosada. Al frente, en setecientas sillas de plástico, la feligresía espera con ansias.

Pero “la maestra” no demora. A las tres de la tarde de un sábado estaciona su Chevrolet Optra en un garaje que sólo ella puede usar. Cuando el carro entra, un murmullo de excitación corre entre los asistentes: “¡Llegó la reina, llegó la reina!” Las abuelas sonríen emocionadas, los hombres maduros cruzan miradas y comentarios; los niños dan brincos de alegría y corretean para sumarse al grupo que ahora, en masa, forma un corredor para recibir a Regina.

Ella viste un conjunto de tela ligera ceñido al cuerpo y eleva su diminuta figura, poco más de metro y medio, con unos zapatos altos que ha elegido entre los cincuenta pares de su colección. La cara, muy estirada, lleva un maquillaje excesivo que disimula sus cirugías (y además mitiga, dice, el poder que sale de sus ojos: una fuerza capaz de derribar personas con sólo mirarlas). Regina exhibe un escote atrevido, y su cuerpo de setenta y siete años —pura dieta y ejercicios— va apretado bajo una faja rigurosa. Así se desplaza, rígida y con la sonrisa forzada, mientras se deja alabar con la idolatría que ha cultivado en los últimos cuarenta años. Uno a uno choca los puños de sus seguidores: “Solebú”, los saluda en clave. Y ellos vibran con una emoción genuina después del contacto. Como si en ese simple toque de manos se materializara un milagro largamente esperado.

Los hombres maduros cruzan miradas y comentarios; los niños dan brincos de alegría y corretean para sumarse al grupo que ahora, en masa, forma un corredor para recibir a Regina. Fotos de Gabriela Méndez

Los entusiastas se agitan como seguidores de algún candidato lleno de carisma; o como fanáticos de una estrella pop. Pero hay algo más: en sus ojos, en el almíbar empalagoso de una fe evidente, late con fuerza la esperanza; mil formas de anhelo. Esta gente que colma el templo, esta feligresía expectante, sigue a Regina 11 como una suerte de semidiós tangible.

—A mí no me gusta que me endiosen. Yo hago cosas para evitar eso; hago chistes y les cuento de mis dolores y mis enfermedades para que ellos, mis seguidores, se den cuenta de que a mí también me pasa. Para que no se les olvide que yo también soy humana.

En el despacho de Regina 11, ubicado en el segundo piso de su complejo, hay bibliotecas enteras con libros empastados que recogen miles de testimonios sobre sus “milagros”; hay estatuillas de madera y de metal, muchas fotografías suyas y un escritorio de madera labrada que parece un trono. En el centro alfombrado, donde habla ahora, cuatro sillas rodean una mesa llena de objetos.

Regina (nunca un nombre fue más apropiado), de apellido Betancur, es la última de dieciocho hermanos, todos hijos de un seminarista desertor y una monja que tampoco fue. Seis hermanos mayores murieron antes de alcanzar la adolescencia, víctimas de una maldición que la iglesia, dice ella, había lanzado contra sus padres pecadores. Sólo Regina pudo detener la conjura. Ella nació en un pueblo chico, Concordia, pero creció en Medellín, la capital de Antioquia, una región conocida por su catolicismo arraigado y, sobre todo, por su afilada destreza comercial. Esas dos formas de la fe, Dios y el dinero, serían en el futuro la base de su poder.

—¿Influyó en usted la vocación religiosa de sus padres?
—Yo de ellos no heredé nada, porque yo no tengo ninguna religión. Nací católica, pero cuando empecé a conocer la verdad de la religión católica no quise seguir. Punto.

Pero los coqueteos de Regina 11 con el catolicismo son antiguos y frecuentes. A Jesús, una figura fundamental en su movimiento (“Él fue un gran maestro, pero estaba en contra de su iglesia, porque era corrupta”), lo considera el hijo de Dios, pero no el único: sólo un profeta evolucionado, como Buda y muchos otros. La anécdota más antigua del reginismo es de hecho una parábola cristiana: a los cuatro años la futura reina levitó para apagar un bombillo. Paradoja: en su primer acto seudomilagroso, donde había luz, Regina quiso oscuridad.

—Mi mamá creyó que era brujería, y me llevó adonde el padre para que me exorcizara. Él se quitó la correa para pegarme, para sacarme el diablo, pero yo me fui corriendo.

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Después de su confirmación bajo la fe católica, Regina vivió su segundo hito mesiánico: un día recibió la visita de Angelo Roncalli, un desconocido —mentalista y rosacrucista, según ella— que luego sería Papa y se convertiría en su maestro espiritual. Roncalli volvió muchas veces, antes y después de convertirse en pontífice. Siempre le hablaba del futuro, y en uno de sus presagios, recuerda Regina, le mostró un episodio importante de su destino: “Tendrás un hombre que te llevará de la mano por todos los rincones de la tierra”.

El techo del galpón central, mil metros decorados con detalles kitsch, tiene en su centro la forma de una pirámide, y en cada lado hay tragaluces que repiten el símbolo del número once. De la cúspide cuelga una lámpara que emana, dicen los fieles, “energía vital y renovadora”. En toda la periferia del salón, muy juntas, hay miles de cintas de colores cuya extensión es precisa: ciento once centímetros. Todas están firmadas por multitudes de feligreses que rinden sus testimonios y dicen: “Gracias, Papá Liskita, por ayudarme, por curarme, por salvarme”.

—Cada cinta es un milagro 
—dice Regina, pero enseguida le arrebata a Liska el protagonismo—. Lo adoran por haber sido mi esposo. Ha hecho miles de milagros. Y los ha hecho por los cursos que hizo conmigo.

Danny Liska, un aventurero nacido en Nabraska, se casó con Regina pocos meses después de conocerla, en febrero de 1968. Regina era viuda, tenía tres hijas de su primer matrimonio y esperaba la cuarta. Ella dice que hizo de todo para mantenerlas: fue secretaria, dactiloscopista, fotógrafa en los cuarteles, profesora de artesanía, tejedora y maestra en cursos de inmortalización de flores. Hasta que llegó Liska.

Él fue el artífice detrás del fenómeno, pues supo ver la oportunidad de explotar los talentos de Regina para la superchería. Papá Liskita, como ella lo llama, escribió varias publicaciones sobre el movimiento, compartió con ella un programa de radio y puso a circular 
un periódico que aumentó su popularidad. Pero hubo tropiezos: mientras el auge crecía, Regina pagaba cárcel por practicar la medicina de forma ilegal (lo hizo al principio y lo sigue haciendo hoy; Regina ha construido buena parte de su leyenda a partir de sus supuestos poderes como sanadora). Luego llegó una movida hábil, cuando Liska convenció al director de Cromos, una revista centenaria que publica notas de actualidad, para que la entrevistaran y la incluyeran como columnista. Así surgió “Las respuestas de Regina 11”.

Regina vende ahora, en las dos sedes de su movimiento Bogotá, en las de Medellín y Cali, los libros que escribió su promotor. Entre todos, ella prefiere Dos ruedas a la aventura. De Alaska a Argentina en motocicleta, que reúne las memorias de los viajes que hizo Liska por el continente (su recorrido terminó en La Patagonia, haciendo un papel menor en una película junto a Yul Brynner).


—¿Cuánto influyó él en usted?
—Liska me ayudó mucho, pero creo que yo influí más en él.

Danny Liska murió de leucemia en 1995, a los sesenta y seis años. Regina trató de curarlo con sus poderes, dice, pero en medio del tratamiento ella fue secuestrada por un supuesto grupo guerrillero, disidente del famoso M-19. Regina se encontraba en su finca de Cali, al occidente del país, cuando veinte hombres armados irrumpieron y le ordenaron acompañarlos. El móvil, tan improbable como el secuestro en sí, era usarla como mensajera para enviarle una propuesta al entonces presidente Ernesto Samper. Ella asegura que vivió cautiva desde octubre de 1994 hasta marzo de 1995, pero nunca hubo pruebas de su retención. Cuando por fin volvió, el deterioro de Liska era irreversible.

—Durante mi secuestro me dolió mucho saber que él seguía enfermo. Yo lo tenía casi aliviado cuando me llevaron. Si no me hubieran secuestrado, yo lo hubiera curado. Los médicos decían que era un milagro.

El duelo de Regina debió ser terrible, pero no tanto como para volverse un obstáculo: ni siquiera el día de la muerte dejó de sonar su caja registradora. Si querían ver al difunto, los fieles reginistas de la época debían comprar velas con la forma del número uno. Incluso vendieron boletos para viajar con el cortejo fúnebre rumbo al cementerio en las afueras de Bogotá. Y después de cremar a Liska, con el ataúd libre, Regina decidió conservarlo en el templo, donde estuvo disponible para cualquier seguidor que quisiera alquilarlo.

El sitio aún no se llena, pero la gente sigue entrando; toman sillas y las ponen en filas que se alejan de la tarima hasta colmar el espacio. Casi todos se conocen; se saludan con un golpecito de sus puños —el santo y seña reginista— y sonríen con gestos sinceros. Hay en ellos el orgullo exclusivo de quien pertenece a una cofradía.

Cuando por fin ha llegado el momento de empezar, una voz se dirige al público desde un pequeño estudio ubicado en el segundo piso. La locutora anuncia la llegada de Regina 11 como si se tratara de un ícono de la canción, y por los parlantes se esparce un himno absurdo que todos cantan de memoria:

“De ti hemos aprendido / a concebir las luces / del aura que genera / la fuerza celular, / en dinamo magnético / el relax que traduce / en fluidos energéticos / la psiquis sensorial”.

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En el segundo piso, al final de un corredor que cruza el salón por un costado, aparece ella, saludando con la mano como una reina de belleza rumbo a la tarima. Regina toma el micrófono y saluda a sus fieles: “¿Con quién amanecieron hoy?”. Todos en coro gritan lo previsible: “¡Con Regina 11!”. Y ella, sugestiva, conquistadora, les devuelve el tributo con su voz grave y profunda: “Yo también amanecí con ustedes”.

Superada esta breve introducción, Regina invita a los cumpleañeros del día, que forman un pequeño grupo a sus pies. De inmediato suena una ranchera celebratoria con la voz de “la maestra”; y Regina canta y los bendice antes de continuar: “Solebú”, puñito a cada uno y adelante con el rito.

Ahora, por fin, Regina puede dedicarse a lo urgente: vender. Ofrece libros con sus predicciones delirantes (“Viene un terremoto, la tierra está pasando a una cuarta dimensión, gracias a la influencia de un cinturón fotónico”); ofrece memorias de su esposo fallecido (“Papá Liskita fue un gran escritor, y recopiló aquí muchas cosas útiles, cosas suyas y cosas mías”); promociona zapatos (“Hermosos, diseñados por mí”), afiches con su rostro y su cabellera alborotada, y botas para motociclistas (“Con unas así viajó Papá Liskita por sesenta y nueve países y nunca le pasó nada”). Pero el método es siempre el mismo: “la madre”, con la credibilidad religiosa que la asiste, promueve las bondades magnéticas de su mercancía, porque su fuerza está impregnada en cada uno de esos productos. Y enseguida, frente al escenario, se forma una larga fila de compradores ansiosos.

Regina entrega objetos a todo el que se acerca, pero rechaza el dinero con pudor cuando se lo extienden. Para ese trámite mundano, está sentado junto a ella un tesorero de confianza que guarda montones de billetes en un bolso antes de dejar la tarima.

Pero el negocio no termina allí: en una tienda dentro del templo hay más productos que se venden de forma permanente a una ansiosa multitud de fieles. El pequeño local, casi siempre atestado, ofrece estatuillas de diversos tamaños que representan a “la madre” joven y semidesnuda; hay ropa interior, zapatos, sandalias, cosméticos y joyas; hay camisetas, carteras y billetes mágicos con la cara de Regina que sirven para atraer el dinero (su poder caduca convenientemente cada tres meses). Venden también creyones magnéticos para dibujar, pócimas para hacer crecer el pelo o para curar el acné, fotografías de “la maestra” con treinta años menos, y hasta una pequeña nevera con luces que “magnetiza” los alimentos (cuesta mil dólares). En el paroxismo comercial, Regina llegó a vender pantaletas usadas por ella.

—¿El reginismo es un negocio, una empresa?
—Una cosa es el reginismo y otra cosa es la empresa —distingue ella en su despacho—. Yo hago muchas cosas, soy una empresaria, y todos los productos son diseños míos. Yo aprendí todo por medio de los trances: yo veo los diseños y tengo gente que me va haciendo las cosas. Yo vivo de lo que compra la gente. Eso sí, todo está bien hecho, porque no me interesa hacer cosas malas. Siempre tuve empresas y siempre tuve empleados. Yo tuve que luchar, porque quedé viuda con cuatro hijas.

“No somos una religión”, aclara Regina siempre que puede. La Saurología (Sabiduría Universal Reginista), dice desde su silla, más interesada en convencer que en explicar, “es un movimiento donde se aprende a conocerse a sí mismo, a valorarse”. En la saurología caben todas las religiones y las puertas del templo están abiertas para cualquiera que desee entrar. Los reginistas creen en la reencarnación, en la metafísica y el ocultismo; practican la telequinesis, los masajes magnéticos y usan “el poder de la mente”; dominan los viajes astrales, dicen tener contacto con extraterrestres y confían, sobre todo, en las predicciones infalibles, la sanación con las manos y la longevidad espiritual de su única maestra y líder: Regina 11. Tras esta mezcla variada está el fin último del movimiento: alcanzar el reino de Dios.

En la cima de su movimiento piramidal sólo existe ella. Después vienen los demás; decenas de colaboradores incondicionales, gente agradecida que reconoce el momento del cambio en sus vidas: antes y después de Regina.

—Los maestros son unos treinta; hay tres hijas mías que son maestras. Después hay ciento cincuenta letas en total, o aspirantes a maestros —sólo ella decide quién asciende—. Hay masafísicos, hay avanzados y hay principiantes. Entre todos mis seguidores diría que hay tres millones y medio en todo el mundo. Y entre todas las sedes tengo unos setenta empleados. El reginismo ha cambiado como las olas del mar, hay gente que va y viene. Y algunos se me han muerto porque llevo más de cuarenta años en esto. Lo bueno del reginismo es que la gente no se pone vieja.

—¿De dónde vienen sus facultades?
—Vienen de tan vieja que soy. No de ahora, sino vieja de muchas vidas, de muchos siglos. Todo el mundo tiene las facultades, pero no las desarrolla por miedo al qué dirán: miedo a que les digan brujos, diablos, locos. Yo puedo hablar idiomas sin aprenderlos, pero luego los olvido, cuando termina el curso. Una vez en Francia empecé a hablar francés perfectamente; igual me pasó en Italia y en Estados Unidos. Hablé en auditorios grandes, pero luego no soy capaz. Una vez me regalaron una avioneta y también la manejé sin saber.

—¿Usted cree en la reencarnación?
—Claro, yo la enseño.

Parece que todo es factible en el reginismo: todo cabe en él y nada queda por fuera. Regina 11, como tantos líderes mesiánicos, recluta sus adeptos entre los desesperados. Su movimiento lo integran sobre todo hombres y mujeres mayores de cincuenta o sesenta años; gente solitaria que pertenece casi siempre a las clases populares. Muchos son desempleados, personas que gastan varios días hábiles del mes en rendirle pleitesía a su líder espiritual.

Desde hace veintisiete años, María Delfina Espejo visita cada semana este templo. Ahora, un viernes por la tarde, lleva una blusa y un bolso que muestran la cara sonriente de Regina, y habla de ella con reverencia mientras bulle la actividad a su alrededor: varias mesas venden productos Amway, la tienda recibe a varios clientes y el cafetín atiende a una larga fila de comensales.

—Yo estaba enferma de un ovario que debían operarme, pero tenía que hipotecar la casa porque no tenía plata. Me recomendaron a Regina 11 para que me curara. Fui a su centro y cuando salí escuché a unas mujeres hablando de El terrícola (un boletín impreso), que servía para curarse todos los dolores. Compré el mío y me lo puse en el lugar del ovario. Yo hasta caminaba renca del dolor, pero ella me operó. También me ha curado el asma, la tos y la migraña. Por eso amo a Regina 11.

Benedicta Guacaneme, sin ropa alusiva pero igual de fiel, está sentada muy cerca, mientras espera que empiece un curso de exolas: uno de tantos estudios para ascender en el complicado pensamiento reginista. Benedicta conoció a “la madre” a través de su programa de radio, hace treinta y seis años. Allí escuchó que se podía educar a los niños mientras dormían. Benedicta probó con su hija díscola y los resultados fueron inmediatos. Así que se animó a visitar el centro. Al día siguiente de su primer curso, cuenta, sintió que era otra persona:
—Sentí que me habían quitado una carga pesada.

Su fe, por supuesto, creció en la medida en que sus problemas se resolvían. Inspirada, quiso involucrar a su familia; sin embargo, nadie se entusiasmó: iban con ella de visita al templo, pero jamás volvían.

—Traje a mi hermana porque le iban a hacer una operación. Lo más probable es que ella se quedara en la mesa de cirugía. La sorpresa fue que después otro doctor le dijo que ella no necesitaba esa cirugía. Ella no siguió viniendo, me dice que pida por ella. Pero no es lo mismo. Yo no puedo ir al médico por usted. Tiene que ir usted. Si ella hubiera seguido viniendo, ya estaría curada.

Benedicta, como la mayoría de los fieles, ha comprado muchos productos en la tienda:
—Cualquier cosa, así sea un papel, nosotros lo guardamos, porque eso tiene mucha fuerza. Porque todo en esta vida es magnetismo.

—¿De dónde cree usted que vienen los poderes de Regina 11?
—Ella es un ser bastante evolucionado, de ahí vienen sus poderes. Para mí ella es mi maestra, mi madre, mi guía espiritual...
A Benedicta se le ilumina el rostro; casi pueden verse lágrimas a punto de caer. Pero ella traga grueso y termina su frase:
—Siento mucho amor por Regina; incluso más amor del que sentí o el que recibí de mi madre.

Regina se desplaza por el escenario y recoge el cable del micrófono para no tropezar. Ahora habla de los políticos: “Son unos interesados. En tiempos de campaña vienen aquí, me dicen que estoy muy bonita, que los años no se me notan; que esto, que lo otro. Y después, cuando ganan las elecciones, desaparecen y dicen: ‘Qué fea está esa vieja”. Hoy, pasada la tormenta, Regina mantiene una relación distante con esa clase política. Pero hubo tiempos más agitados.

El 14 de febrero de 1977 se reunieron en la Catedral Primada de Bogotá unas ochenta mil personas para celebrar el cumpleaños número cuarenta de Regina 11, que había sido en diciembre. Las reseñas de los periódicos dicen que en el recinto sólo había espacio para unas veinte mil y que el resto permaneció en las afueras, en plena Plaza de Bolívar. Cuando terminó la misa, Regina subió al púlpito y describió aquella turba como “un acto de yoga colectivo”. Según la prensa, había convocado más gente que el papa Pablo VI, en esa misma catedral, casi diez años antes.

El escándalo vino cuando los diarios publicaron las reacciones: “Bruja celebra misa en la Catedral”; “El cardenal condena espectáculo de Regina 11”, “Excomulgada Regina 11”. Las presiones de la Iglesia hicieron que el presidente Alfonso López Michelsen ordenara la suspensión del programa radial El campo magnético de Regina 11, con el argumento de que estaba involucrada en la brujería. Además, se le prohibió a los medios divulgar mensajes relacionados con ella.

Ése fue el trampolín de su carrera política. Empezó a llenar plazas y estadios, a convocar eventos donde la gente siempre pagaba para entrar. En esas concentraciones también vendía escobas (símbolo del Movimiento Unitario Reginista, fundado en 1980 bajo los preceptos difusos y eclécticos de su líder), con las que prometía barrer la inmoralidad de la clase política colombiana. “Gracias a ellos, los políticos, se ha generado este movimiento”, declaró después. Embarcados en el portaaviones de Regina, varios miembros de su partido fueron elegidos en 1982 como concejales en Bogotá y Medellín.

Ese auge tuvo una respuesta del Congreso, que en 1985, con una ley, prohibió a los partidos identificarse con nombres de personas naturales. Así, el Movimiento Unitario Reginista se cambió por el Movimiento Unitario Metapolítico.

Regina llegó al Senado en 1991 con treinta y un mil noventa votos. Para entonces era la décima fuerza política del país. Sus primeras propuestas fueron erradicar la indigencia, crear la universidad pública nocturna, lograr la igualdad de la mujer en la representación de cargos públicos de alto nivel y legalizar las drogas. Otras ideas provocaron las burlas de sus colegas parlamentarios: instalar orinales en las iglesias para preservar el medio ambiente y legalizar prácticas como la astrología, la quiromancia, el tarot, el zodíaco y la metafísica.

—Para mí la política fue un negocio —dice ahora, veinte años después, cómodamente instalada en un liderazgo más sólido y rentable que cualquier posición burocrática—. Yo vendía cientos de camisetas cada día. Me las pedían regaladas, pero a mí nadie me regala nada. Yo llenaba la Plaza de Bolívar sin gastar un centavo. Ningún político puede hacer eso. Eso pasa porque la gente me quiere, saben quién soy yo, nunca los he engañado.

—Usted propuso cosas interesantes en la política…
—No interesantes, excelentes. Al gobierno no le convenía que yo estuviera, por eso me sacaron. Por eso me condenaron: para que yo no pudiera volver a la política.

Su carrera como senadora fue interrumpida por una demanda: una secretaria alegó que Regina les exigía a sus subalternos entre el treinta y el cincuenta por ciento de sus salarios para colaborar con la causa y conservar el empleo. “La madre” dijo que esa contribución se hacía de manera voluntaria. Pero eso no evitó la condena: Regina fue juzgada por el delito de concusión y perdió de inmediato su investidura. En medio de ese lío, dicen que a modo de escape, fue que ocurrió el supuesto secuestro.

Regina fue candidata presidencial en los años 1978, 1986 y 1990. En ese último intento alcanzó punto ocho por ciento del total de los votos (treinta y siete mil quinientos treinta y siete). Durante la campaña ofreció una amnistía a los narcotraficantes y ex presidentes que repatriaran dineros sucios, y propuso la pena de muerte para los políticos que le mintieran al pueblo. Frente a las derrotas, dijo que le había ocurrido lo mismo que al ex dictador Gustavo Rojas Pinilla, quien quiso recuperar el poder a través de los votos, pero perdió la elección frente a Misael Pastrana en un recordado fraude electoral: “Ganamos en las urnas”, dijo entonces el general. “Pero no en el escritorio”.

—Yo llevaba tres millones de votos —alega Regina hoy—, y al final los repartieron entre Samper y Pastrana. Por eso me secuestraron, porque vieron que yo podía tomarme el poder.

Cuando todo se ha vendido sobre el escenario, Regina puede empezar el rito del día. Desde las alturas, micrófono en mano, ella recita los exolas, unos mantras ininteligibles que el público repite de memoria mientras acompaña el discurso con una coreografía de manos y brazos que recuerda el lenguaje de los sordos. El resto del programa, a ratos parecido a una misa, incluye frecuentes anécdotas que recrean su vida y milagros, bromas de doble sentido o chistes de humor infantil.
—¿Qué le dijo una iguana a la otra? ¡Somos iguanitas!
Y algunos en el público —sólo algunos— ríen.

Pero hoy el rito es especial. “La maestra” pidió a sus fieles que trajeran una copa, y la mayoría cumplió —para los que no, en la tienda hay vasos a la venta por un dólar—. Regina da la orden y varios asistentes, vestidos con túnicas que llevan los colores reginistas (blanco, amarillo y fucsia), pasan entre las sillas con grandes jarras llenas de “champaña”: es decir, un vino blanco barato, tibio y sin burbujas. Cuando todos han llenado sus copas, Regina pide que apaguen las luces, se pone su túnica especial, invita a repetir una plegaria y dirige los pasos del ritual: que se inclinen y que agachen la cabeza, pide y todos obedecen; que se pongan derechos; que respiren profundo y que lleven sus copas llenas al frente, con ambas manos; que las levanten todo lo posible y ofrezcan ese líquido dorado a las alturas. Durante todo el procedimiento ella improvisa una especie de credo que todos repiten con disciplina.

Parapetada detrás de un altar sólido que impide verle el cuerpo de la cintura para abajo, Regina emite un pitido agudo, y en sus manos parpadea una luz que parece venir de un pequeño bombillo azul, de una linterna quizá. Entonces, en el clímax del acto, su cuerpo levita: se eleva del piso en dos etapas, como si subiera peldaños. Nadie en el público dice nada, no hay asombro repentino ni duda ni sorpresa, porque todos lo han visto antes y lo han estado esperando. Pero se siente en el aire la reverencia y el regocijo de casi un millar de personas que ven —creen ver—, allí frente a sus ojos, el milagro fehaciente de un ídolo cercano.

Luego se pueden tomar el vino. Algunos reservan un poco para llevar a casa. “Eso cura todo”, dice una señora mientras cubre la copa con una servilleta.

La “técnica” de Regina 11 para levitar es revelada en su libro Metafísica 7 en 1: “Se da una orden mental: voy a perder gravedad”. Según ella, basta concentrarse, cerrar los ojos y dejar que el poder de la mente haga el resto. Al inicio de su carrera como mentalista, ella no podía —o no quería— levitar frente al público: “Si alguien insistía en que tenía que hacer una demostración, con aquello solamente quedaba incapacitada. Nunca lo hice como espectáculo, sino únicamente con el fin de capacitarme mental y físicamente”.

Fue en el Hotel Nutibara de Medellín, a mediados de los setenta, cuando decidió levitar frente a sus ciento cincuenta alumnos, para que siguieran avanzando en sus estudios: “Tenía necesidad de fundar un centro y la única forma de que las personas siguieran con fe y entusiasmo sería, pensé yo, haciéndoles una demostración de los poderes ocultos de la mente”.

De todas sus levitaciones en público, una sobresale. Ocurrió en España frente a decenas de personas: jipis, ejecutivos, alumnos, creyentes y curiosos. Cuenta ella que un grupo de lamas tibetanos estaban en el público y que habían asistido porque buscaban “a la persona número once”. “Al verme, dudaron que se tratara de mí. Los lamas se arrodillaron y me besaron los pies; querían que yo jurara que iría a la India (sic) para ser la maestra de todos sus hermanos”.

Antes de finalizar el rito del día, Regina 11 pide que enciendan las luces y anuncia un proyecto “muy especial”; una empresa que debió existir hace tiempo, injustamente postergada: la película de su vida. Los reginistas, una vez más, abrigan planes ambiciosos: planean contratar a los mejores guionistas, al mejor director y los mejores técnicos para contar la vida y los milagros de “la madre”. Pero todo eso cuesta dinero, mucho dinero. Por eso Regina dirige su mensaje al público y los invita a todos: “Necesitamos veinte mil personas que pongan cincuenta mil pesos (veinticinco dólares) cada una”. A cambio ofrece una camiseta, un carné y una copia de la película. “¿Quiénes están dispuestos a ayudarnos?”. Y el salón entero se vuelve un bosque de manos levantadas.

El reginismo mira hacia el futuro con esperanza. Además de la película, “la maestra” planea seguir ampliando una escuela de su Fundación Saur, donde estudian más de doscientos niños y adolescentes de clase baja, cuyos gastos, dicen los asistentes de “la reina”, son cubiertos por reginistas acaudalados de distintos lugares del mundo. Crecerá también Regitours, su agencia de viajes que vende paquetes turísticos. Al mismo tiempo ella está trabajando en su tercera autobiografía (ya publicó Yo Regina y Patagrande). Y tiene el plan de construir urbanizaciones de “casas saurológicas”, edificaciones ovaladas, “porque sólo el hombre ha cometido el error de construir cosas cuadradas”, que favorecerán el magnetismo, la salud física, mental y espiritual de cualquiera que las compre. A principios de 2013 abrió en Bogotá una nueva sede, en un barrio residencial. El edificio, según dice una placa, es obra suya, y todos los ventanales de la fachada muestran gigantografías que multiplican su imagen con distintas escenas: Regina en una moto, Regina bailando, Regina cabalgando un bravío toro de bronce.

Al borde de los ochenta años, Regina descarta el retiro. Mientras logre conservar la idolatría de sus seguidores, el imperio que ha construido seguirá creciendo. Y cuando ella falte, si es que eso puede ocurrir, sus hijas, que ya están en el negocio, sabrán sostenerlo acudiendo siempre al recuerdo de la reina sacrificada.

Pero ese tiempo aún no llega, y Regina se enfoca en cerrar el rito de hoy. Desde la tarima pide que hagan espacio, pide que aparten las sillas y suelta por primera vez el micrófono. De los parlantes empieza a brotar una música de fiesta, un concierto bailable que nadie puede perderse. Los más entusiastas ya están bailando, pero todavía hay muchos que se mantienen quietos en la periferia. Entonces los colaboradores de Regina se acercan para invitar, casi para ordenar que salgan todos a bailar en la pista porque “la madre” va a dar una bendición muy especial y todos deben estar cerca de ella.

Regina 11 baja las escaleras y se mezcla entre el vulgo. Un tipo de pelo largo, que parecía esperarla, la saca a bailar y el público forma un corro alrededor. El tipo de la coleta es un bailarín profesional: ejecuta pasos elaborados mientras Regina lo sigue con cierta dificultad; gira para un lado, se desliza con gracia para el otro. Es una coreografía evidentemente ensayada. La gente ríe con ánimo, feliz; muchos toman fotografías o graban videos del performance con sus teléfonos. La música sigue sonando. Regina mantiene congelada una mueca que intenta ser sonrisa; parece aturdida por el ruido y la algarabía de la comparsa, pero le sigue el paso al bailarín con disciplina. En su faena, sin embargo, parece haber más rigor que placer: hace todo esto porque le toca. Vive atrapada en el personaje que creó.

Pero todos bailan y gozan. Nadie permanece ajeno al festín. En el momento cumbre de la actuación, al borde del cierre, Regina se deja cargar por su pareja y adopta en el aire una pose con una pierna extendida y la otra en una flexión difícil. Los fieles aplauden la maniobra mientras la ven dar vueltas extasiados. Ella gira como una estrella y parece que volara. Podría ser una virgen, una reina, una gran actriz. O todo eso al mismo tiempo.

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Milagros Rentables

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Delirante, provocadora y mesiánica, Regina 11 saltó de los medios a la política en Colombia hace casi treinta años. Fracasó en su aspiración presidencial, pero se mantuvo firme como líder de un culto lucrativo al cual sus fieles le atribuyeron muchas curaciones insólitas provocando que la adoraran como una suerte de semidiosa tangible.

"Conocer a Regina es recibir una invitación a la aventura. Yo he aceptado esa invitación y espero que usted también la acepte".
—Danny Liska, motociclista aventurero, escritor aficionado, esposo y promotor de Regina 11.

Éste es un templo diseñado para promover un nuevo culto. El culto a la reina, Mamá Regina. En un mural de gusto dudoso ella flota con su aura luminosa sobre una pirámide mexicana; en otro, donde aparece de niña, recibe un mensaje del papa Juan XXIII: “Eres mi sucesora, serás la maestra número once”. Las paredes muestran escenas donde los reginistas más fieles, vestidos con túnicas de colores vivos, la rodean para elevar juntos una plegaria al sol. Hay fotografías de Regina colgadas por todos los rincones del amplio edificio, ubicado en una zona industrial al occidente de Bogotá. Uno de esos retratos, el principal, domina el espacio en lo alto de la tarima, sobre dos números uno que se cruzan en una suerte de esvástica rosada. Al frente, en setecientas sillas de plástico, la feligresía espera con ansias.

Pero “la maestra” no demora. A las tres de la tarde de un sábado estaciona su Chevrolet Optra en un garaje que sólo ella puede usar. Cuando el carro entra, un murmullo de excitación corre entre los asistentes: “¡Llegó la reina, llegó la reina!” Las abuelas sonríen emocionadas, los hombres maduros cruzan miradas y comentarios; los niños dan brincos de alegría y corretean para sumarse al grupo que ahora, en masa, forma un corredor para recibir a Regina.

Ella viste un conjunto de tela ligera ceñido al cuerpo y eleva su diminuta figura, poco más de metro y medio, con unos zapatos altos que ha elegido entre los cincuenta pares de su colección. La cara, muy estirada, lleva un maquillaje excesivo que disimula sus cirugías (y además mitiga, dice, el poder que sale de sus ojos: una fuerza capaz de derribar personas con sólo mirarlas). Regina exhibe un escote atrevido, y su cuerpo de setenta y siete años —pura dieta y ejercicios— va apretado bajo una faja rigurosa. Así se desplaza, rígida y con la sonrisa forzada, mientras se deja alabar con la idolatría que ha cultivado en los últimos cuarenta años. Uno a uno choca los puños de sus seguidores: “Solebú”, los saluda en clave. Y ellos vibran con una emoción genuina después del contacto. Como si en ese simple toque de manos se materializara un milagro largamente esperado.

Los hombres maduros cruzan miradas y comentarios; los niños dan brincos de alegría y corretean para sumarse al grupo que ahora, en masa, forma un corredor para recibir a Regina. Fotos de Gabriela Méndez

Los entusiastas se agitan como seguidores de algún candidato lleno de carisma; o como fanáticos de una estrella pop. Pero hay algo más: en sus ojos, en el almíbar empalagoso de una fe evidente, late con fuerza la esperanza; mil formas de anhelo. Esta gente que colma el templo, esta feligresía expectante, sigue a Regina 11 como una suerte de semidiós tangible.

—A mí no me gusta que me endiosen. Yo hago cosas para evitar eso; hago chistes y les cuento de mis dolores y mis enfermedades para que ellos, mis seguidores, se den cuenta de que a mí también me pasa. Para que no se les olvide que yo también soy humana.

En el despacho de Regina 11, ubicado en el segundo piso de su complejo, hay bibliotecas enteras con libros empastados que recogen miles de testimonios sobre sus “milagros”; hay estatuillas de madera y de metal, muchas fotografías suyas y un escritorio de madera labrada que parece un trono. En el centro alfombrado, donde habla ahora, cuatro sillas rodean una mesa llena de objetos.

Regina (nunca un nombre fue más apropiado), de apellido Betancur, es la última de dieciocho hermanos, todos hijos de un seminarista desertor y una monja que tampoco fue. Seis hermanos mayores murieron antes de alcanzar la adolescencia, víctimas de una maldición que la iglesia, dice ella, había lanzado contra sus padres pecadores. Sólo Regina pudo detener la conjura. Ella nació en un pueblo chico, Concordia, pero creció en Medellín, la capital de Antioquia, una región conocida por su catolicismo arraigado y, sobre todo, por su afilada destreza comercial. Esas dos formas de la fe, Dios y el dinero, serían en el futuro la base de su poder.

—¿Influyó en usted la vocación religiosa de sus padres?
—Yo de ellos no heredé nada, porque yo no tengo ninguna religión. Nací católica, pero cuando empecé a conocer la verdad de la religión católica no quise seguir. Punto.

Pero los coqueteos de Regina 11 con el catolicismo son antiguos y frecuentes. A Jesús, una figura fundamental en su movimiento (“Él fue un gran maestro, pero estaba en contra de su iglesia, porque era corrupta”), lo considera el hijo de Dios, pero no el único: sólo un profeta evolucionado, como Buda y muchos otros. La anécdota más antigua del reginismo es de hecho una parábola cristiana: a los cuatro años la futura reina levitó para apagar un bombillo. Paradoja: en su primer acto seudomilagroso, donde había luz, Regina quiso oscuridad.

—Mi mamá creyó que era brujería, y me llevó adonde el padre para que me exorcizara. Él se quitó la correa para pegarme, para sacarme el diablo, pero yo me fui corriendo.

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Después de su confirmación bajo la fe católica, Regina vivió su segundo hito mesiánico: un día recibió la visita de Angelo Roncalli, un desconocido —mentalista y rosacrucista, según ella— que luego sería Papa y se convertiría en su maestro espiritual. Roncalli volvió muchas veces, antes y después de convertirse en pontífice. Siempre le hablaba del futuro, y en uno de sus presagios, recuerda Regina, le mostró un episodio importante de su destino: “Tendrás un hombre que te llevará de la mano por todos los rincones de la tierra”.

El techo del galpón central, mil metros decorados con detalles kitsch, tiene en su centro la forma de una pirámide, y en cada lado hay tragaluces que repiten el símbolo del número once. De la cúspide cuelga una lámpara que emana, dicen los fieles, “energía vital y renovadora”. En toda la periferia del salón, muy juntas, hay miles de cintas de colores cuya extensión es precisa: ciento once centímetros. Todas están firmadas por multitudes de feligreses que rinden sus testimonios y dicen: “Gracias, Papá Liskita, por ayudarme, por curarme, por salvarme”.

—Cada cinta es un milagro 
—dice Regina, pero enseguida le arrebata a Liska el protagonismo—. Lo adoran por haber sido mi esposo. Ha hecho miles de milagros. Y los ha hecho por los cursos que hizo conmigo.

Danny Liska, un aventurero nacido en Nabraska, se casó con Regina pocos meses después de conocerla, en febrero de 1968. Regina era viuda, tenía tres hijas de su primer matrimonio y esperaba la cuarta. Ella dice que hizo de todo para mantenerlas: fue secretaria, dactiloscopista, fotógrafa en los cuarteles, profesora de artesanía, tejedora y maestra en cursos de inmortalización de flores. Hasta que llegó Liska.

Él fue el artífice detrás del fenómeno, pues supo ver la oportunidad de explotar los talentos de Regina para la superchería. Papá Liskita, como ella lo llama, escribió varias publicaciones sobre el movimiento, compartió con ella un programa de radio y puso a circular 
un periódico que aumentó su popularidad. Pero hubo tropiezos: mientras el auge crecía, Regina pagaba cárcel por practicar la medicina de forma ilegal (lo hizo al principio y lo sigue haciendo hoy; Regina ha construido buena parte de su leyenda a partir de sus supuestos poderes como sanadora). Luego llegó una movida hábil, cuando Liska convenció al director de Cromos, una revista centenaria que publica notas de actualidad, para que la entrevistaran y la incluyeran como columnista. Así surgió “Las respuestas de Regina 11”.

Regina vende ahora, en las dos sedes de su movimiento Bogotá, en las de Medellín y Cali, los libros que escribió su promotor. Entre todos, ella prefiere Dos ruedas a la aventura. De Alaska a Argentina en motocicleta, que reúne las memorias de los viajes que hizo Liska por el continente (su recorrido terminó en La Patagonia, haciendo un papel menor en una película junto a Yul Brynner).


—¿Cuánto influyó él en usted?
—Liska me ayudó mucho, pero creo que yo influí más en él.

Danny Liska murió de leucemia en 1995, a los sesenta y seis años. Regina trató de curarlo con sus poderes, dice, pero en medio del tratamiento ella fue secuestrada por un supuesto grupo guerrillero, disidente del famoso M-19. Regina se encontraba en su finca de Cali, al occidente del país, cuando veinte hombres armados irrumpieron y le ordenaron acompañarlos. El móvil, tan improbable como el secuestro en sí, era usarla como mensajera para enviarle una propuesta al entonces presidente Ernesto Samper. Ella asegura que vivió cautiva desde octubre de 1994 hasta marzo de 1995, pero nunca hubo pruebas de su retención. Cuando por fin volvió, el deterioro de Liska era irreversible.

—Durante mi secuestro me dolió mucho saber que él seguía enfermo. Yo lo tenía casi aliviado cuando me llevaron. Si no me hubieran secuestrado, yo lo hubiera curado. Los médicos decían que era un milagro.

El duelo de Regina debió ser terrible, pero no tanto como para volverse un obstáculo: ni siquiera el día de la muerte dejó de sonar su caja registradora. Si querían ver al difunto, los fieles reginistas de la época debían comprar velas con la forma del número uno. Incluso vendieron boletos para viajar con el cortejo fúnebre rumbo al cementerio en las afueras de Bogotá. Y después de cremar a Liska, con el ataúd libre, Regina decidió conservarlo en el templo, donde estuvo disponible para cualquier seguidor que quisiera alquilarlo.

El sitio aún no se llena, pero la gente sigue entrando; toman sillas y las ponen en filas que se alejan de la tarima hasta colmar el espacio. Casi todos se conocen; se saludan con un golpecito de sus puños —el santo y seña reginista— y sonríen con gestos sinceros. Hay en ellos el orgullo exclusivo de quien pertenece a una cofradía.

Cuando por fin ha llegado el momento de empezar, una voz se dirige al público desde un pequeño estudio ubicado en el segundo piso. La locutora anuncia la llegada de Regina 11 como si se tratara de un ícono de la canción, y por los parlantes se esparce un himno absurdo que todos cantan de memoria:

“De ti hemos aprendido / a concebir las luces / del aura que genera / la fuerza celular, / en dinamo magnético / el relax que traduce / en fluidos energéticos / la psiquis sensorial”.

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En el segundo piso, al final de un corredor que cruza el salón por un costado, aparece ella, saludando con la mano como una reina de belleza rumbo a la tarima. Regina toma el micrófono y saluda a sus fieles: “¿Con quién amanecieron hoy?”. Todos en coro gritan lo previsible: “¡Con Regina 11!”. Y ella, sugestiva, conquistadora, les devuelve el tributo con su voz grave y profunda: “Yo también amanecí con ustedes”.

Superada esta breve introducción, Regina invita a los cumpleañeros del día, que forman un pequeño grupo a sus pies. De inmediato suena una ranchera celebratoria con la voz de “la maestra”; y Regina canta y los bendice antes de continuar: “Solebú”, puñito a cada uno y adelante con el rito.

Ahora, por fin, Regina puede dedicarse a lo urgente: vender. Ofrece libros con sus predicciones delirantes (“Viene un terremoto, la tierra está pasando a una cuarta dimensión, gracias a la influencia de un cinturón fotónico”); ofrece memorias de su esposo fallecido (“Papá Liskita fue un gran escritor, y recopiló aquí muchas cosas útiles, cosas suyas y cosas mías”); promociona zapatos (“Hermosos, diseñados por mí”), afiches con su rostro y su cabellera alborotada, y botas para motociclistas (“Con unas así viajó Papá Liskita por sesenta y nueve países y nunca le pasó nada”). Pero el método es siempre el mismo: “la madre”, con la credibilidad religiosa que la asiste, promueve las bondades magnéticas de su mercancía, porque su fuerza está impregnada en cada uno de esos productos. Y enseguida, frente al escenario, se forma una larga fila de compradores ansiosos.

Regina entrega objetos a todo el que se acerca, pero rechaza el dinero con pudor cuando se lo extienden. Para ese trámite mundano, está sentado junto a ella un tesorero de confianza que guarda montones de billetes en un bolso antes de dejar la tarima.

Pero el negocio no termina allí: en una tienda dentro del templo hay más productos que se venden de forma permanente a una ansiosa multitud de fieles. El pequeño local, casi siempre atestado, ofrece estatuillas de diversos tamaños que representan a “la madre” joven y semidesnuda; hay ropa interior, zapatos, sandalias, cosméticos y joyas; hay camisetas, carteras y billetes mágicos con la cara de Regina que sirven para atraer el dinero (su poder caduca convenientemente cada tres meses). Venden también creyones magnéticos para dibujar, pócimas para hacer crecer el pelo o para curar el acné, fotografías de “la maestra” con treinta años menos, y hasta una pequeña nevera con luces que “magnetiza” los alimentos (cuesta mil dólares). En el paroxismo comercial, Regina llegó a vender pantaletas usadas por ella.

—¿El reginismo es un negocio, una empresa?
—Una cosa es el reginismo y otra cosa es la empresa —distingue ella en su despacho—. Yo hago muchas cosas, soy una empresaria, y todos los productos son diseños míos. Yo aprendí todo por medio de los trances: yo veo los diseños y tengo gente que me va haciendo las cosas. Yo vivo de lo que compra la gente. Eso sí, todo está bien hecho, porque no me interesa hacer cosas malas. Siempre tuve empresas y siempre tuve empleados. Yo tuve que luchar, porque quedé viuda con cuatro hijas.

“No somos una religión”, aclara Regina siempre que puede. La Saurología (Sabiduría Universal Reginista), dice desde su silla, más interesada en convencer que en explicar, “es un movimiento donde se aprende a conocerse a sí mismo, a valorarse”. En la saurología caben todas las religiones y las puertas del templo están abiertas para cualquiera que desee entrar. Los reginistas creen en la reencarnación, en la metafísica y el ocultismo; practican la telequinesis, los masajes magnéticos y usan “el poder de la mente”; dominan los viajes astrales, dicen tener contacto con extraterrestres y confían, sobre todo, en las predicciones infalibles, la sanación con las manos y la longevidad espiritual de su única maestra y líder: Regina 11. Tras esta mezcla variada está el fin último del movimiento: alcanzar el reino de Dios.

En la cima de su movimiento piramidal sólo existe ella. Después vienen los demás; decenas de colaboradores incondicionales, gente agradecida que reconoce el momento del cambio en sus vidas: antes y después de Regina.

—Los maestros son unos treinta; hay tres hijas mías que son maestras. Después hay ciento cincuenta letas en total, o aspirantes a maestros —sólo ella decide quién asciende—. Hay masafísicos, hay avanzados y hay principiantes. Entre todos mis seguidores diría que hay tres millones y medio en todo el mundo. Y entre todas las sedes tengo unos setenta empleados. El reginismo ha cambiado como las olas del mar, hay gente que va y viene. Y algunos se me han muerto porque llevo más de cuarenta años en esto. Lo bueno del reginismo es que la gente no se pone vieja.

—¿De dónde vienen sus facultades?
—Vienen de tan vieja que soy. No de ahora, sino vieja de muchas vidas, de muchos siglos. Todo el mundo tiene las facultades, pero no las desarrolla por miedo al qué dirán: miedo a que les digan brujos, diablos, locos. Yo puedo hablar idiomas sin aprenderlos, pero luego los olvido, cuando termina el curso. Una vez en Francia empecé a hablar francés perfectamente; igual me pasó en Italia y en Estados Unidos. Hablé en auditorios grandes, pero luego no soy capaz. Una vez me regalaron una avioneta y también la manejé sin saber.

—¿Usted cree en la reencarnación?
—Claro, yo la enseño.

Parece que todo es factible en el reginismo: todo cabe en él y nada queda por fuera. Regina 11, como tantos líderes mesiánicos, recluta sus adeptos entre los desesperados. Su movimiento lo integran sobre todo hombres y mujeres mayores de cincuenta o sesenta años; gente solitaria que pertenece casi siempre a las clases populares. Muchos son desempleados, personas que gastan varios días hábiles del mes en rendirle pleitesía a su líder espiritual.

Desde hace veintisiete años, María Delfina Espejo visita cada semana este templo. Ahora, un viernes por la tarde, lleva una blusa y un bolso que muestran la cara sonriente de Regina, y habla de ella con reverencia mientras bulle la actividad a su alrededor: varias mesas venden productos Amway, la tienda recibe a varios clientes y el cafetín atiende a una larga fila de comensales.

—Yo estaba enferma de un ovario que debían operarme, pero tenía que hipotecar la casa porque no tenía plata. Me recomendaron a Regina 11 para que me curara. Fui a su centro y cuando salí escuché a unas mujeres hablando de El terrícola (un boletín impreso), que servía para curarse todos los dolores. Compré el mío y me lo puse en el lugar del ovario. Yo hasta caminaba renca del dolor, pero ella me operó. También me ha curado el asma, la tos y la migraña. Por eso amo a Regina 11.

Benedicta Guacaneme, sin ropa alusiva pero igual de fiel, está sentada muy cerca, mientras espera que empiece un curso de exolas: uno de tantos estudios para ascender en el complicado pensamiento reginista. Benedicta conoció a “la madre” a través de su programa de radio, hace treinta y seis años. Allí escuchó que se podía educar a los niños mientras dormían. Benedicta probó con su hija díscola y los resultados fueron inmediatos. Así que se animó a visitar el centro. Al día siguiente de su primer curso, cuenta, sintió que era otra persona:
—Sentí que me habían quitado una carga pesada.

Su fe, por supuesto, creció en la medida en que sus problemas se resolvían. Inspirada, quiso involucrar a su familia; sin embargo, nadie se entusiasmó: iban con ella de visita al templo, pero jamás volvían.

—Traje a mi hermana porque le iban a hacer una operación. Lo más probable es que ella se quedara en la mesa de cirugía. La sorpresa fue que después otro doctor le dijo que ella no necesitaba esa cirugía. Ella no siguió viniendo, me dice que pida por ella. Pero no es lo mismo. Yo no puedo ir al médico por usted. Tiene que ir usted. Si ella hubiera seguido viniendo, ya estaría curada.

Benedicta, como la mayoría de los fieles, ha comprado muchos productos en la tienda:
—Cualquier cosa, así sea un papel, nosotros lo guardamos, porque eso tiene mucha fuerza. Porque todo en esta vida es magnetismo.

—¿De dónde cree usted que vienen los poderes de Regina 11?
—Ella es un ser bastante evolucionado, de ahí vienen sus poderes. Para mí ella es mi maestra, mi madre, mi guía espiritual...
A Benedicta se le ilumina el rostro; casi pueden verse lágrimas a punto de caer. Pero ella traga grueso y termina su frase:
—Siento mucho amor por Regina; incluso más amor del que sentí o el que recibí de mi madre.

Regina se desplaza por el escenario y recoge el cable del micrófono para no tropezar. Ahora habla de los políticos: “Son unos interesados. En tiempos de campaña vienen aquí, me dicen que estoy muy bonita, que los años no se me notan; que esto, que lo otro. Y después, cuando ganan las elecciones, desaparecen y dicen: ‘Qué fea está esa vieja”. Hoy, pasada la tormenta, Regina mantiene una relación distante con esa clase política. Pero hubo tiempos más agitados.

El 14 de febrero de 1977 se reunieron en la Catedral Primada de Bogotá unas ochenta mil personas para celebrar el cumpleaños número cuarenta de Regina 11, que había sido en diciembre. Las reseñas de los periódicos dicen que en el recinto sólo había espacio para unas veinte mil y que el resto permaneció en las afueras, en plena Plaza de Bolívar. Cuando terminó la misa, Regina subió al púlpito y describió aquella turba como “un acto de yoga colectivo”. Según la prensa, había convocado más gente que el papa Pablo VI, en esa misma catedral, casi diez años antes.

El escándalo vino cuando los diarios publicaron las reacciones: “Bruja celebra misa en la Catedral”; “El cardenal condena espectáculo de Regina 11”, “Excomulgada Regina 11”. Las presiones de la Iglesia hicieron que el presidente Alfonso López Michelsen ordenara la suspensión del programa radial El campo magnético de Regina 11, con el argumento de que estaba involucrada en la brujería. Además, se le prohibió a los medios divulgar mensajes relacionados con ella.

Ése fue el trampolín de su carrera política. Empezó a llenar plazas y estadios, a convocar eventos donde la gente siempre pagaba para entrar. En esas concentraciones también vendía escobas (símbolo del Movimiento Unitario Reginista, fundado en 1980 bajo los preceptos difusos y eclécticos de su líder), con las que prometía barrer la inmoralidad de la clase política colombiana. “Gracias a ellos, los políticos, se ha generado este movimiento”, declaró después. Embarcados en el portaaviones de Regina, varios miembros de su partido fueron elegidos en 1982 como concejales en Bogotá y Medellín.

Ese auge tuvo una respuesta del Congreso, que en 1985, con una ley, prohibió a los partidos identificarse con nombres de personas naturales. Así, el Movimiento Unitario Reginista se cambió por el Movimiento Unitario Metapolítico.

Regina llegó al Senado en 1991 con treinta y un mil noventa votos. Para entonces era la décima fuerza política del país. Sus primeras propuestas fueron erradicar la indigencia, crear la universidad pública nocturna, lograr la igualdad de la mujer en la representación de cargos públicos de alto nivel y legalizar las drogas. Otras ideas provocaron las burlas de sus colegas parlamentarios: instalar orinales en las iglesias para preservar el medio ambiente y legalizar prácticas como la astrología, la quiromancia, el tarot, el zodíaco y la metafísica.

—Para mí la política fue un negocio —dice ahora, veinte años después, cómodamente instalada en un liderazgo más sólido y rentable que cualquier posición burocrática—. Yo vendía cientos de camisetas cada día. Me las pedían regaladas, pero a mí nadie me regala nada. Yo llenaba la Plaza de Bolívar sin gastar un centavo. Ningún político puede hacer eso. Eso pasa porque la gente me quiere, saben quién soy yo, nunca los he engañado.

—Usted propuso cosas interesantes en la política…
—No interesantes, excelentes. Al gobierno no le convenía que yo estuviera, por eso me sacaron. Por eso me condenaron: para que yo no pudiera volver a la política.

Su carrera como senadora fue interrumpida por una demanda: una secretaria alegó que Regina les exigía a sus subalternos entre el treinta y el cincuenta por ciento de sus salarios para colaborar con la causa y conservar el empleo. “La madre” dijo que esa contribución se hacía de manera voluntaria. Pero eso no evitó la condena: Regina fue juzgada por el delito de concusión y perdió de inmediato su investidura. En medio de ese lío, dicen que a modo de escape, fue que ocurrió el supuesto secuestro.

Regina fue candidata presidencial en los años 1978, 1986 y 1990. En ese último intento alcanzó punto ocho por ciento del total de los votos (treinta y siete mil quinientos treinta y siete). Durante la campaña ofreció una amnistía a los narcotraficantes y ex presidentes que repatriaran dineros sucios, y propuso la pena de muerte para los políticos que le mintieran al pueblo. Frente a las derrotas, dijo que le había ocurrido lo mismo que al ex dictador Gustavo Rojas Pinilla, quien quiso recuperar el poder a través de los votos, pero perdió la elección frente a Misael Pastrana en un recordado fraude electoral: “Ganamos en las urnas”, dijo entonces el general. “Pero no en el escritorio”.

—Yo llevaba tres millones de votos —alega Regina hoy—, y al final los repartieron entre Samper y Pastrana. Por eso me secuestraron, porque vieron que yo podía tomarme el poder.

Cuando todo se ha vendido sobre el escenario, Regina puede empezar el rito del día. Desde las alturas, micrófono en mano, ella recita los exolas, unos mantras ininteligibles que el público repite de memoria mientras acompaña el discurso con una coreografía de manos y brazos que recuerda el lenguaje de los sordos. El resto del programa, a ratos parecido a una misa, incluye frecuentes anécdotas que recrean su vida y milagros, bromas de doble sentido o chistes de humor infantil.
—¿Qué le dijo una iguana a la otra? ¡Somos iguanitas!
Y algunos en el público —sólo algunos— ríen.

Pero hoy el rito es especial. “La maestra” pidió a sus fieles que trajeran una copa, y la mayoría cumplió —para los que no, en la tienda hay vasos a la venta por un dólar—. Regina da la orden y varios asistentes, vestidos con túnicas que llevan los colores reginistas (blanco, amarillo y fucsia), pasan entre las sillas con grandes jarras llenas de “champaña”: es decir, un vino blanco barato, tibio y sin burbujas. Cuando todos han llenado sus copas, Regina pide que apaguen las luces, se pone su túnica especial, invita a repetir una plegaria y dirige los pasos del ritual: que se inclinen y que agachen la cabeza, pide y todos obedecen; que se pongan derechos; que respiren profundo y que lleven sus copas llenas al frente, con ambas manos; que las levanten todo lo posible y ofrezcan ese líquido dorado a las alturas. Durante todo el procedimiento ella improvisa una especie de credo que todos repiten con disciplina.

Parapetada detrás de un altar sólido que impide verle el cuerpo de la cintura para abajo, Regina emite un pitido agudo, y en sus manos parpadea una luz que parece venir de un pequeño bombillo azul, de una linterna quizá. Entonces, en el clímax del acto, su cuerpo levita: se eleva del piso en dos etapas, como si subiera peldaños. Nadie en el público dice nada, no hay asombro repentino ni duda ni sorpresa, porque todos lo han visto antes y lo han estado esperando. Pero se siente en el aire la reverencia y el regocijo de casi un millar de personas que ven —creen ver—, allí frente a sus ojos, el milagro fehaciente de un ídolo cercano.

Luego se pueden tomar el vino. Algunos reservan un poco para llevar a casa. “Eso cura todo”, dice una señora mientras cubre la copa con una servilleta.

La “técnica” de Regina 11 para levitar es revelada en su libro Metafísica 7 en 1: “Se da una orden mental: voy a perder gravedad”. Según ella, basta concentrarse, cerrar los ojos y dejar que el poder de la mente haga el resto. Al inicio de su carrera como mentalista, ella no podía —o no quería— levitar frente al público: “Si alguien insistía en que tenía que hacer una demostración, con aquello solamente quedaba incapacitada. Nunca lo hice como espectáculo, sino únicamente con el fin de capacitarme mental y físicamente”.

Fue en el Hotel Nutibara de Medellín, a mediados de los setenta, cuando decidió levitar frente a sus ciento cincuenta alumnos, para que siguieran avanzando en sus estudios: “Tenía necesidad de fundar un centro y la única forma de que las personas siguieran con fe y entusiasmo sería, pensé yo, haciéndoles una demostración de los poderes ocultos de la mente”.

De todas sus levitaciones en público, una sobresale. Ocurrió en España frente a decenas de personas: jipis, ejecutivos, alumnos, creyentes y curiosos. Cuenta ella que un grupo de lamas tibetanos estaban en el público y que habían asistido porque buscaban “a la persona número once”. “Al verme, dudaron que se tratara de mí. Los lamas se arrodillaron y me besaron los pies; querían que yo jurara que iría a la India (sic) para ser la maestra de todos sus hermanos”.

Antes de finalizar el rito del día, Regina 11 pide que enciendan las luces y anuncia un proyecto “muy especial”; una empresa que debió existir hace tiempo, injustamente postergada: la película de su vida. Los reginistas, una vez más, abrigan planes ambiciosos: planean contratar a los mejores guionistas, al mejor director y los mejores técnicos para contar la vida y los milagros de “la madre”. Pero todo eso cuesta dinero, mucho dinero. Por eso Regina dirige su mensaje al público y los invita a todos: “Necesitamos veinte mil personas que pongan cincuenta mil pesos (veinticinco dólares) cada una”. A cambio ofrece una camiseta, un carné y una copia de la película. “¿Quiénes están dispuestos a ayudarnos?”. Y el salón entero se vuelve un bosque de manos levantadas.

El reginismo mira hacia el futuro con esperanza. Además de la película, “la maestra” planea seguir ampliando una escuela de su Fundación Saur, donde estudian más de doscientos niños y adolescentes de clase baja, cuyos gastos, dicen los asistentes de “la reina”, son cubiertos por reginistas acaudalados de distintos lugares del mundo. Crecerá también Regitours, su agencia de viajes que vende paquetes turísticos. Al mismo tiempo ella está trabajando en su tercera autobiografía (ya publicó Yo Regina y Patagrande). Y tiene el plan de construir urbanizaciones de “casas saurológicas”, edificaciones ovaladas, “porque sólo el hombre ha cometido el error de construir cosas cuadradas”, que favorecerán el magnetismo, la salud física, mental y espiritual de cualquiera que las compre. A principios de 2013 abrió en Bogotá una nueva sede, en un barrio residencial. El edificio, según dice una placa, es obra suya, y todos los ventanales de la fachada muestran gigantografías que multiplican su imagen con distintas escenas: Regina en una moto, Regina bailando, Regina cabalgando un bravío toro de bronce.

Al borde de los ochenta años, Regina descarta el retiro. Mientras logre conservar la idolatría de sus seguidores, el imperio que ha construido seguirá creciendo. Y cuando ella falte, si es que eso puede ocurrir, sus hijas, que ya están en el negocio, sabrán sostenerlo acudiendo siempre al recuerdo de la reina sacrificada.

Pero ese tiempo aún no llega, y Regina se enfoca en cerrar el rito de hoy. Desde la tarima pide que hagan espacio, pide que aparten las sillas y suelta por primera vez el micrófono. De los parlantes empieza a brotar una música de fiesta, un concierto bailable que nadie puede perderse. Los más entusiastas ya están bailando, pero todavía hay muchos que se mantienen quietos en la periferia. Entonces los colaboradores de Regina se acercan para invitar, casi para ordenar que salgan todos a bailar en la pista porque “la madre” va a dar una bendición muy especial y todos deben estar cerca de ella.

Regina 11 baja las escaleras y se mezcla entre el vulgo. Un tipo de pelo largo, que parecía esperarla, la saca a bailar y el público forma un corro alrededor. El tipo de la coleta es un bailarín profesional: ejecuta pasos elaborados mientras Regina lo sigue con cierta dificultad; gira para un lado, se desliza con gracia para el otro. Es una coreografía evidentemente ensayada. La gente ríe con ánimo, feliz; muchos toman fotografías o graban videos del performance con sus teléfonos. La música sigue sonando. Regina mantiene congelada una mueca que intenta ser sonrisa; parece aturdida por el ruido y la algarabía de la comparsa, pero le sigue el paso al bailarín con disciplina. En su faena, sin embargo, parece haber más rigor que placer: hace todo esto porque le toca. Vive atrapada en el personaje que creó.

Pero todos bailan y gozan. Nadie permanece ajeno al festín. En el momento cumbre de la actuación, al borde del cierre, Regina se deja cargar por su pareja y adopta en el aire una pose con una pierna extendida y la otra en una flexión difícil. Los fieles aplauden la maniobra mientras la ven dar vueltas extasiados. Ella gira como una estrella y parece que volara. Podría ser una virgen, una reina, una gran actriz. O todo eso al mismo tiempo.

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Milagros Rentables

Milagros Rentables

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Delirante, provocadora y mesiánica, Regina 11 saltó de los medios a la política en Colombia hace casi treinta años. Fracasó en su aspiración presidencial, pero se mantuvo firme como líder de un culto lucrativo al cual sus fieles le atribuyeron muchas curaciones insólitas provocando que la adoraran como una suerte de semidiosa tangible.

Texto de
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Realización de
Ilustración de
Traducción de

"Conocer a Regina es recibir una invitación a la aventura. Yo he aceptado esa invitación y espero que usted también la acepte".
—Danny Liska, motociclista aventurero, escritor aficionado, esposo y promotor de Regina 11.

Éste es un templo diseñado para promover un nuevo culto. El culto a la reina, Mamá Regina. En un mural de gusto dudoso ella flota con su aura luminosa sobre una pirámide mexicana; en otro, donde aparece de niña, recibe un mensaje del papa Juan XXIII: “Eres mi sucesora, serás la maestra número once”. Las paredes muestran escenas donde los reginistas más fieles, vestidos con túnicas de colores vivos, la rodean para elevar juntos una plegaria al sol. Hay fotografías de Regina colgadas por todos los rincones del amplio edificio, ubicado en una zona industrial al occidente de Bogotá. Uno de esos retratos, el principal, domina el espacio en lo alto de la tarima, sobre dos números uno que se cruzan en una suerte de esvástica rosada. Al frente, en setecientas sillas de plástico, la feligresía espera con ansias.

Pero “la maestra” no demora. A las tres de la tarde de un sábado estaciona su Chevrolet Optra en un garaje que sólo ella puede usar. Cuando el carro entra, un murmullo de excitación corre entre los asistentes: “¡Llegó la reina, llegó la reina!” Las abuelas sonríen emocionadas, los hombres maduros cruzan miradas y comentarios; los niños dan brincos de alegría y corretean para sumarse al grupo que ahora, en masa, forma un corredor para recibir a Regina.

Ella viste un conjunto de tela ligera ceñido al cuerpo y eleva su diminuta figura, poco más de metro y medio, con unos zapatos altos que ha elegido entre los cincuenta pares de su colección. La cara, muy estirada, lleva un maquillaje excesivo que disimula sus cirugías (y además mitiga, dice, el poder que sale de sus ojos: una fuerza capaz de derribar personas con sólo mirarlas). Regina exhibe un escote atrevido, y su cuerpo de setenta y siete años —pura dieta y ejercicios— va apretado bajo una faja rigurosa. Así se desplaza, rígida y con la sonrisa forzada, mientras se deja alabar con la idolatría que ha cultivado en los últimos cuarenta años. Uno a uno choca los puños de sus seguidores: “Solebú”, los saluda en clave. Y ellos vibran con una emoción genuina después del contacto. Como si en ese simple toque de manos se materializara un milagro largamente esperado.

Los hombres maduros cruzan miradas y comentarios; los niños dan brincos de alegría y corretean para sumarse al grupo que ahora, en masa, forma un corredor para recibir a Regina. Fotos de Gabriela Méndez

Los entusiastas se agitan como seguidores de algún candidato lleno de carisma; o como fanáticos de una estrella pop. Pero hay algo más: en sus ojos, en el almíbar empalagoso de una fe evidente, late con fuerza la esperanza; mil formas de anhelo. Esta gente que colma el templo, esta feligresía expectante, sigue a Regina 11 como una suerte de semidiós tangible.

—A mí no me gusta que me endiosen. Yo hago cosas para evitar eso; hago chistes y les cuento de mis dolores y mis enfermedades para que ellos, mis seguidores, se den cuenta de que a mí también me pasa. Para que no se les olvide que yo también soy humana.

En el despacho de Regina 11, ubicado en el segundo piso de su complejo, hay bibliotecas enteras con libros empastados que recogen miles de testimonios sobre sus “milagros”; hay estatuillas de madera y de metal, muchas fotografías suyas y un escritorio de madera labrada que parece un trono. En el centro alfombrado, donde habla ahora, cuatro sillas rodean una mesa llena de objetos.

Regina (nunca un nombre fue más apropiado), de apellido Betancur, es la última de dieciocho hermanos, todos hijos de un seminarista desertor y una monja que tampoco fue. Seis hermanos mayores murieron antes de alcanzar la adolescencia, víctimas de una maldición que la iglesia, dice ella, había lanzado contra sus padres pecadores. Sólo Regina pudo detener la conjura. Ella nació en un pueblo chico, Concordia, pero creció en Medellín, la capital de Antioquia, una región conocida por su catolicismo arraigado y, sobre todo, por su afilada destreza comercial. Esas dos formas de la fe, Dios y el dinero, serían en el futuro la base de su poder.

—¿Influyó en usted la vocación religiosa de sus padres?
—Yo de ellos no heredé nada, porque yo no tengo ninguna religión. Nací católica, pero cuando empecé a conocer la verdad de la religión católica no quise seguir. Punto.

Pero los coqueteos de Regina 11 con el catolicismo son antiguos y frecuentes. A Jesús, una figura fundamental en su movimiento (“Él fue un gran maestro, pero estaba en contra de su iglesia, porque era corrupta”), lo considera el hijo de Dios, pero no el único: sólo un profeta evolucionado, como Buda y muchos otros. La anécdota más antigua del reginismo es de hecho una parábola cristiana: a los cuatro años la futura reina levitó para apagar un bombillo. Paradoja: en su primer acto seudomilagroso, donde había luz, Regina quiso oscuridad.

—Mi mamá creyó que era brujería, y me llevó adonde el padre para que me exorcizara. Él se quitó la correa para pegarme, para sacarme el diablo, pero yo me fui corriendo.

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Después de su confirmación bajo la fe católica, Regina vivió su segundo hito mesiánico: un día recibió la visita de Angelo Roncalli, un desconocido —mentalista y rosacrucista, según ella— que luego sería Papa y se convertiría en su maestro espiritual. Roncalli volvió muchas veces, antes y después de convertirse en pontífice. Siempre le hablaba del futuro, y en uno de sus presagios, recuerda Regina, le mostró un episodio importante de su destino: “Tendrás un hombre que te llevará de la mano por todos los rincones de la tierra”.

El techo del galpón central, mil metros decorados con detalles kitsch, tiene en su centro la forma de una pirámide, y en cada lado hay tragaluces que repiten el símbolo del número once. De la cúspide cuelga una lámpara que emana, dicen los fieles, “energía vital y renovadora”. En toda la periferia del salón, muy juntas, hay miles de cintas de colores cuya extensión es precisa: ciento once centímetros. Todas están firmadas por multitudes de feligreses que rinden sus testimonios y dicen: “Gracias, Papá Liskita, por ayudarme, por curarme, por salvarme”.

—Cada cinta es un milagro 
—dice Regina, pero enseguida le arrebata a Liska el protagonismo—. Lo adoran por haber sido mi esposo. Ha hecho miles de milagros. Y los ha hecho por los cursos que hizo conmigo.

Danny Liska, un aventurero nacido en Nabraska, se casó con Regina pocos meses después de conocerla, en febrero de 1968. Regina era viuda, tenía tres hijas de su primer matrimonio y esperaba la cuarta. Ella dice que hizo de todo para mantenerlas: fue secretaria, dactiloscopista, fotógrafa en los cuarteles, profesora de artesanía, tejedora y maestra en cursos de inmortalización de flores. Hasta que llegó Liska.

Él fue el artífice detrás del fenómeno, pues supo ver la oportunidad de explotar los talentos de Regina para la superchería. Papá Liskita, como ella lo llama, escribió varias publicaciones sobre el movimiento, compartió con ella un programa de radio y puso a circular 
un periódico que aumentó su popularidad. Pero hubo tropiezos: mientras el auge crecía, Regina pagaba cárcel por practicar la medicina de forma ilegal (lo hizo al principio y lo sigue haciendo hoy; Regina ha construido buena parte de su leyenda a partir de sus supuestos poderes como sanadora). Luego llegó una movida hábil, cuando Liska convenció al director de Cromos, una revista centenaria que publica notas de actualidad, para que la entrevistaran y la incluyeran como columnista. Así surgió “Las respuestas de Regina 11”.

Regina vende ahora, en las dos sedes de su movimiento Bogotá, en las de Medellín y Cali, los libros que escribió su promotor. Entre todos, ella prefiere Dos ruedas a la aventura. De Alaska a Argentina en motocicleta, que reúne las memorias de los viajes que hizo Liska por el continente (su recorrido terminó en La Patagonia, haciendo un papel menor en una película junto a Yul Brynner).


—¿Cuánto influyó él en usted?
—Liska me ayudó mucho, pero creo que yo influí más en él.

Danny Liska murió de leucemia en 1995, a los sesenta y seis años. Regina trató de curarlo con sus poderes, dice, pero en medio del tratamiento ella fue secuestrada por un supuesto grupo guerrillero, disidente del famoso M-19. Regina se encontraba en su finca de Cali, al occidente del país, cuando veinte hombres armados irrumpieron y le ordenaron acompañarlos. El móvil, tan improbable como el secuestro en sí, era usarla como mensajera para enviarle una propuesta al entonces presidente Ernesto Samper. Ella asegura que vivió cautiva desde octubre de 1994 hasta marzo de 1995, pero nunca hubo pruebas de su retención. Cuando por fin volvió, el deterioro de Liska era irreversible.

—Durante mi secuestro me dolió mucho saber que él seguía enfermo. Yo lo tenía casi aliviado cuando me llevaron. Si no me hubieran secuestrado, yo lo hubiera curado. Los médicos decían que era un milagro.

El duelo de Regina debió ser terrible, pero no tanto como para volverse un obstáculo: ni siquiera el día de la muerte dejó de sonar su caja registradora. Si querían ver al difunto, los fieles reginistas de la época debían comprar velas con la forma del número uno. Incluso vendieron boletos para viajar con el cortejo fúnebre rumbo al cementerio en las afueras de Bogotá. Y después de cremar a Liska, con el ataúd libre, Regina decidió conservarlo en el templo, donde estuvo disponible para cualquier seguidor que quisiera alquilarlo.

El sitio aún no se llena, pero la gente sigue entrando; toman sillas y las ponen en filas que se alejan de la tarima hasta colmar el espacio. Casi todos se conocen; se saludan con un golpecito de sus puños —el santo y seña reginista— y sonríen con gestos sinceros. Hay en ellos el orgullo exclusivo de quien pertenece a una cofradía.

Cuando por fin ha llegado el momento de empezar, una voz se dirige al público desde un pequeño estudio ubicado en el segundo piso. La locutora anuncia la llegada de Regina 11 como si se tratara de un ícono de la canción, y por los parlantes se esparce un himno absurdo que todos cantan de memoria:

“De ti hemos aprendido / a concebir las luces / del aura que genera / la fuerza celular, / en dinamo magnético / el relax que traduce / en fluidos energéticos / la psiquis sensorial”.

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En el segundo piso, al final de un corredor que cruza el salón por un costado, aparece ella, saludando con la mano como una reina de belleza rumbo a la tarima. Regina toma el micrófono y saluda a sus fieles: “¿Con quién amanecieron hoy?”. Todos en coro gritan lo previsible: “¡Con Regina 11!”. Y ella, sugestiva, conquistadora, les devuelve el tributo con su voz grave y profunda: “Yo también amanecí con ustedes”.

Superada esta breve introducción, Regina invita a los cumpleañeros del día, que forman un pequeño grupo a sus pies. De inmediato suena una ranchera celebratoria con la voz de “la maestra”; y Regina canta y los bendice antes de continuar: “Solebú”, puñito a cada uno y adelante con el rito.

Ahora, por fin, Regina puede dedicarse a lo urgente: vender. Ofrece libros con sus predicciones delirantes (“Viene un terremoto, la tierra está pasando a una cuarta dimensión, gracias a la influencia de un cinturón fotónico”); ofrece memorias de su esposo fallecido (“Papá Liskita fue un gran escritor, y recopiló aquí muchas cosas útiles, cosas suyas y cosas mías”); promociona zapatos (“Hermosos, diseñados por mí”), afiches con su rostro y su cabellera alborotada, y botas para motociclistas (“Con unas así viajó Papá Liskita por sesenta y nueve países y nunca le pasó nada”). Pero el método es siempre el mismo: “la madre”, con la credibilidad religiosa que la asiste, promueve las bondades magnéticas de su mercancía, porque su fuerza está impregnada en cada uno de esos productos. Y enseguida, frente al escenario, se forma una larga fila de compradores ansiosos.

Regina entrega objetos a todo el que se acerca, pero rechaza el dinero con pudor cuando se lo extienden. Para ese trámite mundano, está sentado junto a ella un tesorero de confianza que guarda montones de billetes en un bolso antes de dejar la tarima.

Pero el negocio no termina allí: en una tienda dentro del templo hay más productos que se venden de forma permanente a una ansiosa multitud de fieles. El pequeño local, casi siempre atestado, ofrece estatuillas de diversos tamaños que representan a “la madre” joven y semidesnuda; hay ropa interior, zapatos, sandalias, cosméticos y joyas; hay camisetas, carteras y billetes mágicos con la cara de Regina que sirven para atraer el dinero (su poder caduca convenientemente cada tres meses). Venden también creyones magnéticos para dibujar, pócimas para hacer crecer el pelo o para curar el acné, fotografías de “la maestra” con treinta años menos, y hasta una pequeña nevera con luces que “magnetiza” los alimentos (cuesta mil dólares). En el paroxismo comercial, Regina llegó a vender pantaletas usadas por ella.

—¿El reginismo es un negocio, una empresa?
—Una cosa es el reginismo y otra cosa es la empresa —distingue ella en su despacho—. Yo hago muchas cosas, soy una empresaria, y todos los productos son diseños míos. Yo aprendí todo por medio de los trances: yo veo los diseños y tengo gente que me va haciendo las cosas. Yo vivo de lo que compra la gente. Eso sí, todo está bien hecho, porque no me interesa hacer cosas malas. Siempre tuve empresas y siempre tuve empleados. Yo tuve que luchar, porque quedé viuda con cuatro hijas.

“No somos una religión”, aclara Regina siempre que puede. La Saurología (Sabiduría Universal Reginista), dice desde su silla, más interesada en convencer que en explicar, “es un movimiento donde se aprende a conocerse a sí mismo, a valorarse”. En la saurología caben todas las religiones y las puertas del templo están abiertas para cualquiera que desee entrar. Los reginistas creen en la reencarnación, en la metafísica y el ocultismo; practican la telequinesis, los masajes magnéticos y usan “el poder de la mente”; dominan los viajes astrales, dicen tener contacto con extraterrestres y confían, sobre todo, en las predicciones infalibles, la sanación con las manos y la longevidad espiritual de su única maestra y líder: Regina 11. Tras esta mezcla variada está el fin último del movimiento: alcanzar el reino de Dios.

En la cima de su movimiento piramidal sólo existe ella. Después vienen los demás; decenas de colaboradores incondicionales, gente agradecida que reconoce el momento del cambio en sus vidas: antes y después de Regina.

—Los maestros son unos treinta; hay tres hijas mías que son maestras. Después hay ciento cincuenta letas en total, o aspirantes a maestros —sólo ella decide quién asciende—. Hay masafísicos, hay avanzados y hay principiantes. Entre todos mis seguidores diría que hay tres millones y medio en todo el mundo. Y entre todas las sedes tengo unos setenta empleados. El reginismo ha cambiado como las olas del mar, hay gente que va y viene. Y algunos se me han muerto porque llevo más de cuarenta años en esto. Lo bueno del reginismo es que la gente no se pone vieja.

—¿De dónde vienen sus facultades?
—Vienen de tan vieja que soy. No de ahora, sino vieja de muchas vidas, de muchos siglos. Todo el mundo tiene las facultades, pero no las desarrolla por miedo al qué dirán: miedo a que les digan brujos, diablos, locos. Yo puedo hablar idiomas sin aprenderlos, pero luego los olvido, cuando termina el curso. Una vez en Francia empecé a hablar francés perfectamente; igual me pasó en Italia y en Estados Unidos. Hablé en auditorios grandes, pero luego no soy capaz. Una vez me regalaron una avioneta y también la manejé sin saber.

—¿Usted cree en la reencarnación?
—Claro, yo la enseño.

Parece que todo es factible en el reginismo: todo cabe en él y nada queda por fuera. Regina 11, como tantos líderes mesiánicos, recluta sus adeptos entre los desesperados. Su movimiento lo integran sobre todo hombres y mujeres mayores de cincuenta o sesenta años; gente solitaria que pertenece casi siempre a las clases populares. Muchos son desempleados, personas que gastan varios días hábiles del mes en rendirle pleitesía a su líder espiritual.

Desde hace veintisiete años, María Delfina Espejo visita cada semana este templo. Ahora, un viernes por la tarde, lleva una blusa y un bolso que muestran la cara sonriente de Regina, y habla de ella con reverencia mientras bulle la actividad a su alrededor: varias mesas venden productos Amway, la tienda recibe a varios clientes y el cafetín atiende a una larga fila de comensales.

—Yo estaba enferma de un ovario que debían operarme, pero tenía que hipotecar la casa porque no tenía plata. Me recomendaron a Regina 11 para que me curara. Fui a su centro y cuando salí escuché a unas mujeres hablando de El terrícola (un boletín impreso), que servía para curarse todos los dolores. Compré el mío y me lo puse en el lugar del ovario. Yo hasta caminaba renca del dolor, pero ella me operó. También me ha curado el asma, la tos y la migraña. Por eso amo a Regina 11.

Benedicta Guacaneme, sin ropa alusiva pero igual de fiel, está sentada muy cerca, mientras espera que empiece un curso de exolas: uno de tantos estudios para ascender en el complicado pensamiento reginista. Benedicta conoció a “la madre” a través de su programa de radio, hace treinta y seis años. Allí escuchó que se podía educar a los niños mientras dormían. Benedicta probó con su hija díscola y los resultados fueron inmediatos. Así que se animó a visitar el centro. Al día siguiente de su primer curso, cuenta, sintió que era otra persona:
—Sentí que me habían quitado una carga pesada.

Su fe, por supuesto, creció en la medida en que sus problemas se resolvían. Inspirada, quiso involucrar a su familia; sin embargo, nadie se entusiasmó: iban con ella de visita al templo, pero jamás volvían.

—Traje a mi hermana porque le iban a hacer una operación. Lo más probable es que ella se quedara en la mesa de cirugía. La sorpresa fue que después otro doctor le dijo que ella no necesitaba esa cirugía. Ella no siguió viniendo, me dice que pida por ella. Pero no es lo mismo. Yo no puedo ir al médico por usted. Tiene que ir usted. Si ella hubiera seguido viniendo, ya estaría curada.

Benedicta, como la mayoría de los fieles, ha comprado muchos productos en la tienda:
—Cualquier cosa, así sea un papel, nosotros lo guardamos, porque eso tiene mucha fuerza. Porque todo en esta vida es magnetismo.

—¿De dónde cree usted que vienen los poderes de Regina 11?
—Ella es un ser bastante evolucionado, de ahí vienen sus poderes. Para mí ella es mi maestra, mi madre, mi guía espiritual...
A Benedicta se le ilumina el rostro; casi pueden verse lágrimas a punto de caer. Pero ella traga grueso y termina su frase:
—Siento mucho amor por Regina; incluso más amor del que sentí o el que recibí de mi madre.

Regina se desplaza por el escenario y recoge el cable del micrófono para no tropezar. Ahora habla de los políticos: “Son unos interesados. En tiempos de campaña vienen aquí, me dicen que estoy muy bonita, que los años no se me notan; que esto, que lo otro. Y después, cuando ganan las elecciones, desaparecen y dicen: ‘Qué fea está esa vieja”. Hoy, pasada la tormenta, Regina mantiene una relación distante con esa clase política. Pero hubo tiempos más agitados.

El 14 de febrero de 1977 se reunieron en la Catedral Primada de Bogotá unas ochenta mil personas para celebrar el cumpleaños número cuarenta de Regina 11, que había sido en diciembre. Las reseñas de los periódicos dicen que en el recinto sólo había espacio para unas veinte mil y que el resto permaneció en las afueras, en plena Plaza de Bolívar. Cuando terminó la misa, Regina subió al púlpito y describió aquella turba como “un acto de yoga colectivo”. Según la prensa, había convocado más gente que el papa Pablo VI, en esa misma catedral, casi diez años antes.

El escándalo vino cuando los diarios publicaron las reacciones: “Bruja celebra misa en la Catedral”; “El cardenal condena espectáculo de Regina 11”, “Excomulgada Regina 11”. Las presiones de la Iglesia hicieron que el presidente Alfonso López Michelsen ordenara la suspensión del programa radial El campo magnético de Regina 11, con el argumento de que estaba involucrada en la brujería. Además, se le prohibió a los medios divulgar mensajes relacionados con ella.

Ése fue el trampolín de su carrera política. Empezó a llenar plazas y estadios, a convocar eventos donde la gente siempre pagaba para entrar. En esas concentraciones también vendía escobas (símbolo del Movimiento Unitario Reginista, fundado en 1980 bajo los preceptos difusos y eclécticos de su líder), con las que prometía barrer la inmoralidad de la clase política colombiana. “Gracias a ellos, los políticos, se ha generado este movimiento”, declaró después. Embarcados en el portaaviones de Regina, varios miembros de su partido fueron elegidos en 1982 como concejales en Bogotá y Medellín.

Ese auge tuvo una respuesta del Congreso, que en 1985, con una ley, prohibió a los partidos identificarse con nombres de personas naturales. Así, el Movimiento Unitario Reginista se cambió por el Movimiento Unitario Metapolítico.

Regina llegó al Senado en 1991 con treinta y un mil noventa votos. Para entonces era la décima fuerza política del país. Sus primeras propuestas fueron erradicar la indigencia, crear la universidad pública nocturna, lograr la igualdad de la mujer en la representación de cargos públicos de alto nivel y legalizar las drogas. Otras ideas provocaron las burlas de sus colegas parlamentarios: instalar orinales en las iglesias para preservar el medio ambiente y legalizar prácticas como la astrología, la quiromancia, el tarot, el zodíaco y la metafísica.

—Para mí la política fue un negocio —dice ahora, veinte años después, cómodamente instalada en un liderazgo más sólido y rentable que cualquier posición burocrática—. Yo vendía cientos de camisetas cada día. Me las pedían regaladas, pero a mí nadie me regala nada. Yo llenaba la Plaza de Bolívar sin gastar un centavo. Ningún político puede hacer eso. Eso pasa porque la gente me quiere, saben quién soy yo, nunca los he engañado.

—Usted propuso cosas interesantes en la política…
—No interesantes, excelentes. Al gobierno no le convenía que yo estuviera, por eso me sacaron. Por eso me condenaron: para que yo no pudiera volver a la política.

Su carrera como senadora fue interrumpida por una demanda: una secretaria alegó que Regina les exigía a sus subalternos entre el treinta y el cincuenta por ciento de sus salarios para colaborar con la causa y conservar el empleo. “La madre” dijo que esa contribución se hacía de manera voluntaria. Pero eso no evitó la condena: Regina fue juzgada por el delito de concusión y perdió de inmediato su investidura. En medio de ese lío, dicen que a modo de escape, fue que ocurrió el supuesto secuestro.

Regina fue candidata presidencial en los años 1978, 1986 y 1990. En ese último intento alcanzó punto ocho por ciento del total de los votos (treinta y siete mil quinientos treinta y siete). Durante la campaña ofreció una amnistía a los narcotraficantes y ex presidentes que repatriaran dineros sucios, y propuso la pena de muerte para los políticos que le mintieran al pueblo. Frente a las derrotas, dijo que le había ocurrido lo mismo que al ex dictador Gustavo Rojas Pinilla, quien quiso recuperar el poder a través de los votos, pero perdió la elección frente a Misael Pastrana en un recordado fraude electoral: “Ganamos en las urnas”, dijo entonces el general. “Pero no en el escritorio”.

—Yo llevaba tres millones de votos —alega Regina hoy—, y al final los repartieron entre Samper y Pastrana. Por eso me secuestraron, porque vieron que yo podía tomarme el poder.

Cuando todo se ha vendido sobre el escenario, Regina puede empezar el rito del día. Desde las alturas, micrófono en mano, ella recita los exolas, unos mantras ininteligibles que el público repite de memoria mientras acompaña el discurso con una coreografía de manos y brazos que recuerda el lenguaje de los sordos. El resto del programa, a ratos parecido a una misa, incluye frecuentes anécdotas que recrean su vida y milagros, bromas de doble sentido o chistes de humor infantil.
—¿Qué le dijo una iguana a la otra? ¡Somos iguanitas!
Y algunos en el público —sólo algunos— ríen.

Pero hoy el rito es especial. “La maestra” pidió a sus fieles que trajeran una copa, y la mayoría cumplió —para los que no, en la tienda hay vasos a la venta por un dólar—. Regina da la orden y varios asistentes, vestidos con túnicas que llevan los colores reginistas (blanco, amarillo y fucsia), pasan entre las sillas con grandes jarras llenas de “champaña”: es decir, un vino blanco barato, tibio y sin burbujas. Cuando todos han llenado sus copas, Regina pide que apaguen las luces, se pone su túnica especial, invita a repetir una plegaria y dirige los pasos del ritual: que se inclinen y que agachen la cabeza, pide y todos obedecen; que se pongan derechos; que respiren profundo y que lleven sus copas llenas al frente, con ambas manos; que las levanten todo lo posible y ofrezcan ese líquido dorado a las alturas. Durante todo el procedimiento ella improvisa una especie de credo que todos repiten con disciplina.

Parapetada detrás de un altar sólido que impide verle el cuerpo de la cintura para abajo, Regina emite un pitido agudo, y en sus manos parpadea una luz que parece venir de un pequeño bombillo azul, de una linterna quizá. Entonces, en el clímax del acto, su cuerpo levita: se eleva del piso en dos etapas, como si subiera peldaños. Nadie en el público dice nada, no hay asombro repentino ni duda ni sorpresa, porque todos lo han visto antes y lo han estado esperando. Pero se siente en el aire la reverencia y el regocijo de casi un millar de personas que ven —creen ver—, allí frente a sus ojos, el milagro fehaciente de un ídolo cercano.

Luego se pueden tomar el vino. Algunos reservan un poco para llevar a casa. “Eso cura todo”, dice una señora mientras cubre la copa con una servilleta.

La “técnica” de Regina 11 para levitar es revelada en su libro Metafísica 7 en 1: “Se da una orden mental: voy a perder gravedad”. Según ella, basta concentrarse, cerrar los ojos y dejar que el poder de la mente haga el resto. Al inicio de su carrera como mentalista, ella no podía —o no quería— levitar frente al público: “Si alguien insistía en que tenía que hacer una demostración, con aquello solamente quedaba incapacitada. Nunca lo hice como espectáculo, sino únicamente con el fin de capacitarme mental y físicamente”.

Fue en el Hotel Nutibara de Medellín, a mediados de los setenta, cuando decidió levitar frente a sus ciento cincuenta alumnos, para que siguieran avanzando en sus estudios: “Tenía necesidad de fundar un centro y la única forma de que las personas siguieran con fe y entusiasmo sería, pensé yo, haciéndoles una demostración de los poderes ocultos de la mente”.

De todas sus levitaciones en público, una sobresale. Ocurrió en España frente a decenas de personas: jipis, ejecutivos, alumnos, creyentes y curiosos. Cuenta ella que un grupo de lamas tibetanos estaban en el público y que habían asistido porque buscaban “a la persona número once”. “Al verme, dudaron que se tratara de mí. Los lamas se arrodillaron y me besaron los pies; querían que yo jurara que iría a la India (sic) para ser la maestra de todos sus hermanos”.

Antes de finalizar el rito del día, Regina 11 pide que enciendan las luces y anuncia un proyecto “muy especial”; una empresa que debió existir hace tiempo, injustamente postergada: la película de su vida. Los reginistas, una vez más, abrigan planes ambiciosos: planean contratar a los mejores guionistas, al mejor director y los mejores técnicos para contar la vida y los milagros de “la madre”. Pero todo eso cuesta dinero, mucho dinero. Por eso Regina dirige su mensaje al público y los invita a todos: “Necesitamos veinte mil personas que pongan cincuenta mil pesos (veinticinco dólares) cada una”. A cambio ofrece una camiseta, un carné y una copia de la película. “¿Quiénes están dispuestos a ayudarnos?”. Y el salón entero se vuelve un bosque de manos levantadas.

El reginismo mira hacia el futuro con esperanza. Además de la película, “la maestra” planea seguir ampliando una escuela de su Fundación Saur, donde estudian más de doscientos niños y adolescentes de clase baja, cuyos gastos, dicen los asistentes de “la reina”, son cubiertos por reginistas acaudalados de distintos lugares del mundo. Crecerá también Regitours, su agencia de viajes que vende paquetes turísticos. Al mismo tiempo ella está trabajando en su tercera autobiografía (ya publicó Yo Regina y Patagrande). Y tiene el plan de construir urbanizaciones de “casas saurológicas”, edificaciones ovaladas, “porque sólo el hombre ha cometido el error de construir cosas cuadradas”, que favorecerán el magnetismo, la salud física, mental y espiritual de cualquiera que las compre. A principios de 2013 abrió en Bogotá una nueva sede, en un barrio residencial. El edificio, según dice una placa, es obra suya, y todos los ventanales de la fachada muestran gigantografías que multiplican su imagen con distintas escenas: Regina en una moto, Regina bailando, Regina cabalgando un bravío toro de bronce.

Al borde de los ochenta años, Regina descarta el retiro. Mientras logre conservar la idolatría de sus seguidores, el imperio que ha construido seguirá creciendo. Y cuando ella falte, si es que eso puede ocurrir, sus hijas, que ya están en el negocio, sabrán sostenerlo acudiendo siempre al recuerdo de la reina sacrificada.

Pero ese tiempo aún no llega, y Regina se enfoca en cerrar el rito de hoy. Desde la tarima pide que hagan espacio, pide que aparten las sillas y suelta por primera vez el micrófono. De los parlantes empieza a brotar una música de fiesta, un concierto bailable que nadie puede perderse. Los más entusiastas ya están bailando, pero todavía hay muchos que se mantienen quietos en la periferia. Entonces los colaboradores de Regina se acercan para invitar, casi para ordenar que salgan todos a bailar en la pista porque “la madre” va a dar una bendición muy especial y todos deben estar cerca de ella.

Regina 11 baja las escaleras y se mezcla entre el vulgo. Un tipo de pelo largo, que parecía esperarla, la saca a bailar y el público forma un corro alrededor. El tipo de la coleta es un bailarín profesional: ejecuta pasos elaborados mientras Regina lo sigue con cierta dificultad; gira para un lado, se desliza con gracia para el otro. Es una coreografía evidentemente ensayada. La gente ríe con ánimo, feliz; muchos toman fotografías o graban videos del performance con sus teléfonos. La música sigue sonando. Regina mantiene congelada una mueca que intenta ser sonrisa; parece aturdida por el ruido y la algarabía de la comparsa, pero le sigue el paso al bailarín con disciplina. En su faena, sin embargo, parece haber más rigor que placer: hace todo esto porque le toca. Vive atrapada en el personaje que creó.

Pero todos bailan y gozan. Nadie permanece ajeno al festín. En el momento cumbre de la actuación, al borde del cierre, Regina se deja cargar por su pareja y adopta en el aire una pose con una pierna extendida y la otra en una flexión difícil. Los fieles aplauden la maniobra mientras la ven dar vueltas extasiados. Ella gira como una estrella y parece que volara. Podría ser una virgen, una reina, una gran actriz. O todo eso al mismo tiempo.

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