Motos y velocidad en la México-Cuernavaca: «¡Siéntelo, cabrón, porque es hermoso!»
Los motociclistas que hacen maniobras riesgosas —y con frecuencia se estrellan y mueren— en la autopista México-Cuernavaca son una noticia recurrente. Ahora la Guardia Nacional vigila Tres Marías, un pueblo biker, pero los pisteros los esquivan con facilidad. Esta crónica recoge sus voces: hay quienes quieren cambiar este aspecto de la subcultura, otros se asumen como adictos a la velocidad: nunca dejarán de correr en sus motos.
Nada en este mundo se compara con ese momento. Acelerar a 250 por hora y frenar cien metros antes de tomar una curva pronunciada —dejar que la máquina patine, se cruce en diagonal e inclinarla hasta que puedas raspar el asfalto con el deslizador en tu rodilla—. En ninguna carretera, ni en la autopista México-Cuernavaca, sientes esa tensión maravillosa que anuda los músculos de tu espalda, concentrados en cargar los más de 150 kilos de metal entre tus piernas, el aire en suspenso dentro del casco, el tiempo que por un instante no existe, y solo entonces empuñas el acelerador de nuevo para dejarte sacar de allí por la potencia doble cilindro de tu motor: vuelto una ráfaga y todavía entero.
—Es como hacer mil lagartijas en cinco minutos —me dice Yahir Mariscal con una sonrisa que da envidia—. Sentir todas esas fuerzas dentro de tu cerebro, ¡ufff! Nada es tan bonito como eso.
Maneja una Yamaha R15 de pista: un relámpago blanco al ras de los carriles. Aprendió los secretos para convertirse en un bólido tomando cursos con Sócrates Juliaras, Nahún Álvarez y otros motociclistas deportivos veteranos. De ellos recibió algunos consejos, no usar las carreteras como pistas, por ejemplo. Aunque se retiró de las competencias en 2018 luego de ganar el CRV —Campeonato Race de Velocidad—, esta mañana Mariscal viste un colorido mono de piel. Parece un Power Ranger perdido en la orilla de la carretera México-Cuernavaca, a unos metros de la caseta de Tlalpan.
—Estoy esperando a un par de amigos —me explica—. Vamos a Tepoztlán a desayunar. Nos gusta pasear. No todos los motociclistas venimos a correr.
Como Mariscal, cientos de bikers, choppers y otros motociclistas suelen encontrarse en este punto del camino para rodar juntos hacia las carreteras de Morelos o Guerrero. En los últimos años, los pisteros —es decir, los que cabalgan motos para pistas de carrera— han convertido esta autopista en un circuito informal en donde los accidentes son cada vez más cotidianos y muchas veces fatales.
—Esta autopista está llena de curvas ciegas —explica Mariscal mientras tamborilea sus dedos contra el casco que carga bajo el brazo—. Con la velocidad y la inclinación que alcanzas, un pequeño bache o una gota de aceite puede provocar una desgracia en un segundo. Las autopistas son para rodar, no para correr. Es en los autódromos donde entiendes qué significa la velocidad y lo que es llevar tu cuerpo y tu motocicleta al límite. Hacerlo aquí no solo es estúpido y riesgoso: es aburrido.
Pero la velocidad —advierte— es como una droga.
O algo mejor.
La vida parece más completa a 200 kilómetros por hora. Uno puede sentir el disparo de adrenalina desde las glándulas suprarrenales, el chispazo eléctrico que recorre cada nervio, el corazón que bombea sangre como un pistón bien afinado, las pupilas dilatadas para percibir mejor el espacio, el olor a gasolina confundiéndose con la felicidad.
—Ese es el problema —juzga Mariscal—. Que estos pisteros ya están enviciados no solo con la velocidad, sino con la carretera: va a ser cada vez más difícil sacarlos de aquí.
El fenómeno Tres Marías
Antes la idea era rodar: disfrutar el paisaje. Desde siempre, este rinconcito pegado a la carretera México-Cuernavaca fue un buen punto de encuentro para tomar rumbo hacia las lagunas de Zempoala, Tepoztlán, Cuernavaca, Taxco o Acapulco: todas, rutas con curvas que da gusto recorrer.
—No es lo mismo que manejar hacia Pachuca, con la carretera toda recta y aburrida: te duermes —me dice Luis Carrera, el Niño Caballo, piloto veterano—. Si vas hacia Querétaro toma dos horas nomás llegar a la sierra Gorda y hay que irse peleando con los traileros. Aquí estamos a media hora de la ciudad.
Muchos se refieren con cierta sorna a este pueblo carretero. Tres Galletas, Tres Mareos, Tres Marimbas, lo llaman. Ubicado en las orillas del municipio de Huitzilac, Morelos, su único distintivo es la capacidad de atraer, cada fin de semana, a un ejército de motociclistas ávidos de degustar el menú de curvas disponible: curvas lentas por la carretera libre, rápidas por la autopista de paga, abiertas, en ángulo recto, de doble radio o en forma de pera.
Estacionan sus bestias en la orilla de este tramo carretero de la México-Cuernavaca, de no más de un kilómetro, antes de entrar a la libre. Los choppers en sus enormes Hondas, Harleys, BMWs, ataviados con parches en la espalda de sus chamarras de cuero o en sus chalecos de mezclilla; los enduros con sus KTM o Husqvarnas listas para mancharse de barro; y los pisteros que, enfundados en ropas fosforescentes y cascos con enormes orejas de peluche o personajes de cómics serigrafiados sobre la fibra de carbono, hacen crepitar sus Yamahas, Suzukis, Kawasakis.
—Esto no tiene más de ocho años —me dice David Domínguez, quien vende llaveros y accesorios para motos a un costado del camino; viene aquí cada semana desde Naucalpan, Estado de México—. Antes solo había tres puestos chiquitos, cincuenta motos eran muchas. Ahora de mínimo nos llegan unas tres mil cada sábado, cada domingo.
Botas, deslizadores, refacciones, cascos serigrafiados a mano, chamarras y guantes para el frío, artesanías de tráilers a escala o motos clásicas de latón o madera; barbacoa, sopes, birria, pozole; reguetón, pitufos, gomichelas, caguamas, heavy metal, clamatos, mezcal y corridos tumbados: un bazar al aire libre atiborrado y bullanguero del que dependen ya unas 250 familias.
No se trata solo de una anécdota folklórica. Tres Marías es la expresión local de un fenómeno nacional. En 2018 se vendieron poco más de 900 mil motocicletas en el país y la cifra creció a 1 millón 200 mil en 2022: por primera vez en la historia de México, la gente compró más motos que autos. Ya sea por el miedo a viajar en transporte público durante la contingencia sanitaria —o por la ineficiencia del mismo—, ya sea por la creciente oferta laboral en UberEats y otras empresas de delivery, lo cierto es que desde la pandemia de covid-19 la venta de estos vehículos se aceleró y nada parece capaz de frenar esta tendencia.
—Todo explotó cuando comenzaron a vender motos a crédito en Elektra —me explica Domínguez y señala a un grupo de jóvenes que llegan al puesto de cervezas más cercano.
Es cierto. Parte del encanto de Tres Marías consiste en la pasarela de alto cilindraje pero lo que en realidad abunda son las Italikas. Fundada en 2004 por Ricardo Salinas Pliego —el millonario dueño de Elektra, TV Azteca, Salinas y Rocha—, la marca Italika levantó en 2008 una planta de ensamblaje en Toluca, Estado de México. Unas 2 500 motos se fabrican allí cada día. Vehículos que se venden a bajo costo gracias al ensamblaje local, la importación de piezas chinas y el sistema de microcréditos de Banco Azteca, también propiedad de Salinas Pliego, quien ya busca otra ubicación para instalar una segunda planta al sur del país.
Los accidentes crecen al mismo ritmo que los negocios. En agosto de 2021, una carambola en la México-Cuernavaca dejó siete muertos y un reguero de sangre en la autopista. Desde entonces, los accidentes, más o menos graves, se repiten cada fin de semana. Apenas el 27 de agosto pasado, también domingo, se registraron cuatro incidentes más en las carreteras y autopistas cercanas a Tres Marías, entre ellos una carambola donde cuatro motociclistas salieron volando y uno más, en el kilómetro 66, terminó con un piloto muerto. En 2018 el Inegi contó poco más de 37 mil colisiones con motocicleta a nivel nacional (frente a 238 mil en auto). Para 2022, este número aumentó a 53 629 (frente 229 mil en auto). En solo cuatro años los accidentes en moto aumentaron 31 % en la capital del país, 51 % en Morelos y 130 % en el Estado de México.
—La imprudencia en todo su esplendor —acusan los automovilistas desde las redes sociales cada vez que estas noticias vuelven.
—Se creen elegidos por Dios y manejan como animales.
—Pinches locos, arriesgando a gente inocente.
—Son una amenaza, deberían prohibir que circulen por esa autopista.
—Bestias, eso es lo que están buscando y eso es lo que encuentran.
—Por unos pagan todos —me repite cada uno de los motociclistas con los que hablo. Insisten en que esta subcultura no tiene nada que ver con arriesgar a terceras personas—. Por eso ya no vamos a Tres Marías, es mucho desmadre, mucha irresponsabilidad.
Cada sábado, sin embargo, la legión motorizada regresa con más y más integrantes.
Lecciones de tigres en el kartódromo
Hay quienes son felices escuchando cumbia a todo volumen o las sinfonías de Ludwig van Beethoven interpretadas en vivo por una orquesta. Hilario Gómez no es de esos. A sus 56 años, él sería feliz si cada mañana, en un equipo de sonido de alta definición, pudiera reproducir el estruendo de cien motocicletas acelerando en una pista.
—¿Qué quieres que te diga? A mí nada me pone más contento que ese ruidajal —me dice con una risita de ojos chispeantes—. Es una pinche cosa que nomás no entiende uno.
Lleva el cabello gris bajo una cachucha de Red Bull y un bigote negro de herradura sobre una cara fibrosa y rosada. Estamos en el kartódromo Sabaneta, una pista de carreras en medio del bosque de la Marquesa, en el Estado de México. Don Hilario vino solo para mirar, para escuchar, cómo un centenar de bellezas metálicas corren una vuelta tras otra desde las nueve de la mañana hasta el atardecer.
A cierta edad, los pisteros suelen dejar las motos deportivas por las choppers: esas motos grandes de chasís rígido y manubrios elevados, apropiadas para no romperse la espalda ni lastimarse las rodillas en los viajes largos. Pero Hilario es de la vieja escuela y se niega a dejar las pistas.
—Cada quien tiene su loquera —me dice—. Lo mío es este vicio de las pistas. Porque es un vicio, no te lo voy a negar.
El evento de hoy está organizado por Locos Racing Team, un equipo de pilotos de carreras que comenzó a entrenar en el kartódromo de Cuautitlán Izcalli hace varios años.
—Es el primer track que armamos —explica uno de los motociclistas en medio del estruendo—. Es complicado porque hay que tener bandereros, monitores, personal suficiente para garantizar seguridad, ambulancia, responsivas…
El propósito no es solo el esparcimiento, me advierten. La presencia de pilotos célebres como Darío Carrillo, Ximena Santana y Christian Ortiz atrae a cientos de aficionados. Y de los más de cien motociclistas que compiten hoy, muchos son jóvenes, los mismos que suelen deslizarse en las curvas del Edomex o de la México-Cuernavaca. “Cada pistero que llega hoy a Sabaneta es un pistero menos en la autopista.”
—Tres Marías es, por desgracia, el antro más grande de Morelos. Antes uno llegaba en domingo a buscar quesadillas. Ahora ya van para agarrar la peda, echarse sus pitufos, su michelada, sus tragos aflojacurvas y, órale, les entra el Valentino Rossi en su borrachera y pasa lo que pasa cada fin de semana.
Quien habla es Gerardo el Tiger Reyes: un piloto profesional de cincuenta años que hoy mentorea a un grupo de jóvenes sobre cómo deben sacar nalga y media del asiento en una curva pronunciada, la posición correcta de las muñecas al tomar el manubrio, la manera en que la rodilla debe apoyarse en el asfalto en el momento de mayor inclinación.
—La conexión de un buen piloto con su motocicleta es casi espiritual —me dice—. Como la de un jinete y su caballo.
El Tiger cuenta cuatro accidentes graves a bordo de motocicletas, la mayoría en pistas de carrera. En el último estuvo a punto de perder uno de sus brazos. Por eso, desde hace años, asumió como una misión personal promover la seguridad tanto en las pistas como en las carreteras. Insiste en que estos eventos son lo único que puede ayudar a aminorar los accidentes. Contar con un espacio exclusivo para correr, además de alejar a los pisteros de las calles, abre la posibilidad de fomentar el motociclismo como una disciplina que privilegie la seguridad. Que los pilotos primerizos aprendan a revisar el estado de sus llantas, las fugas de aceite o de anticongelante y cualquier detalle que en carretera pueda resultar fatal.
—No solo son las Italikas —dice—. Hay mucha gente que vende por internet motos de cilindrada grande, de 600 centímetros cúbicos o más. Son motos que consiguen en subasta en Estados Unidos, luego de que fueron chocadas, y que ellos compran a precio de risa. Las arreglan aquí y las venden. Es peligrosísimo. Porque muchas veces viene ya sentido el cuadro o la pinche bomba de frenos o traen los discos chuecos. Un cuadro fisurado se te puede romper al momento de hacer una curva, con todo el peso y la fuerza de la inercia.
En Sabaneta los motociclistas parecen incansables, una categoría tras otra ruedan y ruedan sin que el ruido de los motores se detenga. Si los gobiernos estatales invirtieran un poco más en espacios así, me dicen, las carreteras públicas, como la México-Cuernavaca, no estarían llenas de accidentes. Los pocos autódromos disponibles han cerrado o están destinados solamente a los autos, por lo que los motociclistas deben organizarse y, como hoy, rentar el espacio completo para poder acceder a ellos.
—El problema es que muchos de los que están ya enganchados de las carreteras ven los kartódromos como un entrenamiento —me dice uno de los pilotos a la orilla de la pista—. Esa es una cultura que quienes estamos aquí nos esforzamos en cambiar. Pero no es fácil.
Sentado en un terraplén a un costado de la pista, me encuentro de nuevo a don Hilario grabando videos con su celular de los bólidos que corren frente a él. Le emociona la última carrera, la de los pisteros de alta gama que traen motos de superlujo. La suya, me cuenta, es una Yamaha R6, tipo naked: una avispa color amarillo con frenos ABS, tres modos de manejo y tecnología capaz de nivelar la inclinación durante una curva cerrada. Una máquina así, nueva, vale no menos de 300 mil pesos.
—No es un deporte barato —reconoce—. Hay que traerla bien afinada y derecha, con buenas llantas para que no patine, balatas. Un casco que sí te proteja vale unos 15 mil pesos. Un buen traje, 20 mil. Las botas y los guantes, mínimo otros 7 mil.
Entre semana, Hilario se dedica a vender tacos en los tianguis de Atizapán de Zaragoza. Sus motocicletas son su inversión más grande. Suficientes accidentes ha visto como para arriesgarlas por unos tragos de más. Sobre todo cuando basta con la carretera y el potente sonido de un motor —bicilíndrico, de cuatro tiempos y 690 centímetros cúbicos— para sentir que vale la pena estar vivo.
Esquivando a la Guardia Nacional
La carretera México-Cuernavaca no se caracteriza por ser una vía segura. Los falsos retenes de automóviles disfrazados de patrullas para asaltar o secuestrar, las camionetas que abren fuego contra familias, el hallazgo de cadáveres en las inmediaciones, los grupos de talamontes o las células del crimen organizado, en presunta complicidad con las autoridades, han hecho de esta vía una de las más peligrosas para circular en el país.
Pero son los motociclistas quienes mantienen más ocupada a la Guardia Nacional que, desde 2019, sustituyó a la Policía Federal de Caminos en las labores de seguridad.
—No entienden —dice uno de los uniformados que miran con apatía a la otra legión que avanza sobre dos ruedas en el tráfico de Tres Marías—. Son quienes más trabajo nos dan los fines de semana.
De acuerdo al Anuario Estadístico del Instituto Mexicano del Transporte, tan solo en las carreteras federales de Morelos fallecieron nueve personas y otras diecinueve resultaron heridas de gravedad por accidentes relacionados con motocicletas en 2022.
Ocasionalmente, en alianza con la policía estatal, la Guardia Nacional implementa un operativo “carrusel” en el que un par de vehículos oficiales avanza lentamente por la México-Cuernavaca para evitar que los pisteros rebasen los límites de velocidad (de 90 km por hora).
Los pisteros, sin embargo, son expertos en evadir toda autoridad. Si antes algunos grupos ya habían aprendido a colarse a través de las plumas de las casetas —y así no pagar peaje—, hoy se difunden videos y fotografías en los que se ve cómo esquivan con gracia los torpes intentos de frenarlos por parte de los elementos de la Guardia Nacional. Incapaces de combatir el enjambre de motociclistas que aceleran a más de 200 kilómetros por hora, los uniformados se limitan a pasear por Tres Marías a pie y a bordo de enormes vehículos oficiales con cara de pocos amigos. Instalan retenes para revisar cualquier vehículo que les parezca sospechoso mientras exhiben sin pudor sus armas largas en medio del bullicio de los motores y la fiesta.
Ahora mismo un helicóptero de la policía estatal sobrevuela el tianguis biker a baja altura.
Villanos, Imprescindibles y Descarriados
Una foto en 50, dos en 80, 300 pesos el paquete de diez. Desde hace un año, Jonathan Ezequiel viene cada domingo a disparar su canon D7500 en las curvas de Chapa de Mota, cerca de Villa del Carbón, en el Estado de México. Es un buen negocio: los pisteros son una especie vanidosa. ¿De qué sirve invertir tanto dinero y arriesgar el cuerpo si uno no puede presumirlo en Instagram o con los amigos de toda la vida? En la México-Cuernavaca hay fotógrafos en cada curva y hay quienes piensan que es justamente eso lo que más atrae a los motociclistas.
—Sí, sí ha habido accidentes aquí en Chapa —me cuenta Jonathan—. Nosotros hemos prohibido cruzar o cambiar de carril en una curva, por ejemplo; no puedes hacer caballitos, rodar sin casco o en motos que no son apropiadas. Pero nunca falta el irresponsable que perjudica a toda la comunidad.
Hoy la comunidad son varias docenas de motociclistas reunidos en la orilla de una curva a la mitad del bosque. Hay una carpa donde se venden chicharrones y micheladas en la ribera de un arroyo, un par de bocinas, poco más.
—Yo nunca he ido a un kartódromo —me dice Maricruz Molina la Muñeca, quien viene con su hija de catorce años como copiloto, a bordo de una Carabela Yakuza 200—. Yo soy más de que la moto y la velocidad se integren a mi vida cotidiana. ¿Que si no es un riesgo traer a mi hija conmigo? Todo es un riesgo y ninguna medida que tú tomes te puede salvaguardar por completo. A la fecha hay más accidentes en auto que en moto. Nosotros conocemos nuestros límites: sabemos que nuestro cuerpo es nuestro chasís.
—Todos nos catalogan como vagos sin oficio —me dice Miguel Ángel Martínez mientras fuma recargado en el manubrio de su moto—. Pero los motoclubs ayudamos cuando hay un temblor, hacemos rodadas de beneficencia. Yo estuve en la inundación de Tula, ayudando en labores de limpieza. No es que busquemos reconocimiento por eso pero… debajo de los cascos habemos mecánicos, abogados, doctores, padres de familia. Venir a las curvas nos sirve para olvidarnos un poco de todo, para darle una reiniciada a la vida.
Lleva una chamarra de piel con el dibujo de un guerrero águila estampado en la espalda: “Furia Mexica MC. Capítulo Jilotepec”.
Más que pandillas de amigos, los motoclubs son una forma de organización territorial. Desterrados, Descarriados, Ingobernables, Villanos, Diuxhia Naahuicac, Hell Society, Dioses Guerreros, Guardianes Nocturnos, Los 41, Bikers Unidos, Navajos, Hell’s Gangsters, Contracara, Caradura, Vipers y el etcétera es largo. Un motoclub puede tener un objetivo económico —una membresía anual de 10 mil pesos tiene muchos usos si se cuenta con integrantes suficientes— o recreativo: hacer mototurismo en Pueblos Mágicos y organizar rodadas para viajar en comitiva.
—Mira, yo estoy en un chat de presidentes de motoclubs y nada más ahí somos unos 215 —me dice Raúl Miranda en la Casa Club de Imprescindibles, en Villa del Carbón—. Pero como ese chat hay muchísimos más, en todo el país.
En el caso de Imprescindibles, el principal propósito es la seguridad de los motociclistas: “rodar juntos, regresar juntos”. Para ello existen reglamentos internos, cargos jerárquicos, un lenguaje de señas para comunicarse en el camino y protocolos de reacción en caso de cualquier imprevisto.
—Eso es la verdadera cultura biker —me dice Cecy Ledesma, también de Imprescindibles—. Esa serie de tradiciones y formas de organización en torno a la carretera y a cómo cuidarse en grupo. Esa hermandad. Los pisteros no tienen esa cultura: aunque ellos también tienen motoclubs, ruedan solos porque el chiste es llegar primero. No todos los motociclistas somos así.
Un motoclub bien establecido, además, funciona como instrumento de movilización. Como los taxistas, los transportistas, gracias a estas formas de organización, los motociclistas tienen un peso en las legislaciones que norman y regulan el libre tránsito.
—Cuando existe algo que nos parece denigrante, respondemos como motoclubs. Y hacemos lo que sabemos: tomar las calles.
Así ocurrió en 2005, cuando los moteros se manifestaron en distintos estados para no pagar la misma tarifa de peaje que los automovilistas. Y en 2018, cuando en Veracruz se les quiso obligar a portar un chaleco y un casco con el número de placa de su vehículo. También en 2022, cuando se propuso prohibir la circulación de motocicletas de bajo cilindraje en los carriles centrales de las avenidas de la Ciudad de México.
El músculo colectivo de los motociclistas organizados tiene posibilidades infinitas. En Estados Unidos, los Hell’s Angels —el motoclub más emblemático, conformado originalmente por veteranos de guerra— terminaron involucrados en todo tipo de negocios ilícitos, pero también existen clubes como los East Bay Dragons que, junto a las Panteras Negras, estuvieron a punto de conformar un ejército para defender los barrios afroamericanos de la policía y los grupos supremacistas. Pienso en ello mientras me alejo de Villa del Carbón por la carretera. Un escuadrón de stunt-bikers rueda en el carril contrario: uno de ellos tiene las manos extendidas y está de pie —como un Cristo motorizado— sobre el asiento de su moto. Avanzan a la velocidad exacta para que la aparición dure nada más que unos segundos.
No nos vamos a bajar de las motos
Bogar Herrera no para de reír a carcajadas. Estamos en Bosques del Lago en un pequeño carro boogie sin paredes ni techo, viajando a toda velocidad porque un aguacero nos sorprendió en el camino.
—¡Esto es lo más cercano al motociclismo que vas a sentir! —grita mientras intenta mirar a través de la salvaje cortina de lluvia que nos corta el paso—. ¡Siéntelo, cabrón, porque es hermoso! ¡Hermoso!
Bogar Herrera es miembro de The Bone, uno de los más antiguos motoclubs del Estado de México. Tiene casi cincuenta años y presume con entusiasmo su vida en dos ruedas: las semanas de viaje hacia Tierra de Fuego, Argentina, las veces que ha participado en el Sturgis Motorcycle Rally en Dakota del Sur o los cientos de rutas que ha recorrido por todo el país.
Voy en el asiento trasero del boogie, junto a un sabueso que no se inmuta por los gritos de su dueño ni por el bárbaro traqueteo del vehículo. Nos acompaña también el Tigre Salman, un expolicía judicial de 55 años que suele montar una enorme chopper pintada a mano con un diseño atigrado.
—Te voy a contar algo. Hace muchos años salíamos todos los domingos a Tres Marías, a las siete de la mañana. Éramos puras motos de pista, güey. Y le dábamos duro a la pinche moto, ¡pero duro! Hacíamos apuestas y la chingada. En tiempo de frío llegábamos a Tres Marías por la libre y el pinche casco se congelaba. ¡Así, güey! Tienes que ir quitando el hielo del visor a cada rato. De eso se trata esto.
Como muchos otros motociclistas radicales —pisteros o no—, tanto el Tigre como Bogar se refieren a los automovilistas como “gente enlatada”. En su opinión, los carros son uno de los principales responsables de la torpeza humana, incluso de su debilidad. La moto exige una atención distinta y crean un modo de vida que no se basa solo en la velocidad, me explican, sino en la capacidad de viajar a cualquier sitio con poco equipaje, acampar en el desierto o en la sierra, hacer una vida de carretera apoyándose en la solidaridad de los otros motociclistas, en resumen: “ser libre de hacer lo que se te dé tu chingada gana y asumir las consecuencias de tu propia libertad”.
—Yo tengo moto desde los siete años, güey —dice Bogar serio, mientras busca una toalla para secarse—. Mi hijo, el más grande, tiene moto desde los seis y está viajando por todo el país. Somos gente que no nos vamos a bajar de la moto por más que la gente tonta insista. Así llueva o haga un calor de la chingada, no nos vamos a bajar. Porque justo eso es lo que nos gusta: en un pinche carro no sientes nada, no sientes los elementos, no sientes los aromas, no sientes el camino, no sientes ni tu pinche cuerpo. La moto, en cambio, te hace sentir la vida, güey, en toda su cabrona magnitud. Te pone la glándula pineal en estado de alerta permanente, toda la adrenalina, el corazón fuerte. Todo eso es salud, es vida.
Parecen, por supuesto, las palabras de un Quijote enloquecido por las películas de Marlon Brando o James Dean en las que la motocicleta es retratada como símbolo de la rebeldía perfecta. Romanticismo aparte, en 2014 la Sociedad de Ingenieros Automotrices de Japón, en alianza con algunas universidades, realizó un estudio para evaluar los efectos cognitivos de rodar en motocicleta. En un grupo controlado de personas de entre 42 y 56 años, se le pidió a una parte de los participantes comenzar a manejar moto en su vida diaria durante dos meses para medir los cambios en sus capacidades cerebrales.
“Sin duda alguna”, concluyó el estudio, “conducir una motocicleta es una conducta de riesgo que provoca estrés emocional y físico. Este estrés aumenta el factor de crecimiento nervioso, importante para el mantenimiento y supervivencia de las neuronas simpáticas y sensoriales, la protección contra padecimientos psiquiátricos y la mejora de funciones cognitivas.”
—Y déjame decirte algo, güey. Hay una comunidad muy grande de motociclistas que no están vacunados.
—¿A qué lo atribuyen?
Bogar y el Tigre Salman intercambian una sonrisa cómplice, como si evaluaran si deben seguir hablando.
—¡Y siguen vivos! Yo creo que vivir dentro del peligro hace que tu cuerpo haga lo que sea necesario para sobrevivir. Si tú viajas quince días o un mes enfrentándote al clima, a la oscuridad, a la aventura y la incertidumbre, cuidándote de la velocidad, con la mente al máximo de su capacidad, ¿tú crees que te vas a enfermar de cualquier cosa?
—Dicen que en la guerra nadie se enferma.
—Pues lo mismo. Yo llevo muchos años sin enfermarme de nada.
—¿De nada?
—De loquera, nada más. De pura pinche loquera.
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