Muerte en la India

Muerte en la India

Un automóvil rodó por el camino de terracería y rompió el silencio de la noche. Selvam, un vecino, escuchó el automóvil acercarse y seguir. Después oyó que se dio media vuelta y se detuvo. Poco después alguien abrió la cajuela y arrastró algo por el suelo. El fuego rompió la oscuridad. En una zona rural […]

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"Ésta fue una muerte anunciada", asegura la madre de la víctima.

"Ésta fue una muerte anunciada", asegura la madre de la víctima.

“Ésta fue una muerte anunciada”, asegura la madre de la víctima.

Un automóvil rodó por el camino de terracería y rompió el silencio de la noche. Selvam, un vecino, escuchó el automóvil acercarse y seguir. Después oyó que se dio media vuelta y se detuvo. Poco después alguien abrió la cajuela y arrastró algo por el suelo. El fuego rompió la oscuridad. En una zona rural como ésta, al sur de la India, casi nunca pasa nada. La ciudad más cercana, Madurai, está a quince kilómetros de distancia.

La mañana siguiente, el 11 de abril, Selvam se llevó un gran susto cuando a unos cien metros de su casa encontró un cuerpo humano totalmente consumido por el fuego. Tan irreconocible que ni siquiera pudo saber si era hombre o mujer.

Han pasado más de dos semanas de aquel descubrimiento, pero Selvam todavía no puede apartar sus ojos consternados de la huella ovalada que el fuego dejó en la tierra rojiza. Allí quedan mechas de cabello, así como fierros y restos de una maleta.

Son casi las siete de la tarde, el sol ya está cediendo, pero el calor húmedo todavía roza los cuarenta grados centígrados. Selvam suda mucho. Este hombre sencillo de edad media se pone muy nervioso al contarme su hallazgo. Se limpia constantemente la cara con su dhoti, una tela larga estampada a cuadros que los varones se amarran a modo de falda en el sur de India.

—¿Pero por qué no saliste a ver qué pasaba cuando viste fuego? —le pregunto.
—Pensé que sólo estaban quemando basura.
—Hubieras visto quién tiró y quemó el cuerpo…
—Me alegro de no haberlo visto. ¿Y si me mataba también?

Selvam llamó a la policía de inmediato. La policía estableció que los restos eran de una mujer de edad media. No coincidía con ninguna persona que estuvieran buscando en ese momento. Fue hasta el 15 de abril, cuando se registró como desaparecida a la mexicana Cécile Denise Acosta, de treinta y seis años, que la policía llegó a la conclusión de que se trataba de ella. Éste fue el trágico final de su búsqueda, que tuvo en vilo a miles dentro y fuera de México durante los dos días que duró la campaña organizada por sus hermanos en internet.

A Cécile le gustaba que la llamaran Dionisia, un guiño al dios de los placeres. Tenía los ojos grandes y brillantes, una sonrisa que atrapaba y un cuerpo estilizado por los años de hacer ballet (aunque ella a veces se quejaba de estar muy flaca). Reía y lloraba fuerte. Era divertida, cariñosa y entusiasta: vivía con intensidad. Creció en el sur de la ciudad de México y desde niña fue una estudiante destacada. Su padre, Luis Acosta, es maestro en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, y su madre, también llamada Cécile, de apellido Reynaud, es psicóloga y psicoanalista. Era la mayor y la única mujer de los tres hermanos: le seguían Louis y Michel, uno y cinco años menores. Estudió Antropología y luego una maestría en Etnología. Esotérica. Amante de las artes, tocaba el piano. Después de ballet hizo danza contemporánea y luego encontró la danza tradicional india, que le fascinaba. Era además profesora de yoga.

Dionisia se enamoró de Martín Manrique Mansour cuando se reencontró con él. Habían ido en la misma primaria, pero en diferentes grados, y no eran amigos. Muchos años después coincidieron en una fiesta y comenzaron una relación intermitente. A Dionisia le atraía el perfil intelectual de Martín. Un matemático brillante que sabe de muchos temas diferentes. Le gusta explicar y ser escuchado. Hijo de la escritora Mónica Mansour y el reconocido historiador Jorge Alberto Manrique. Tiene dos hermanos, Lorenza y Julián.

La relación entre Martín y Dionisia siempre fue turbulenta. A pesar de ello, cuando Dionisia quedó embarazada, decidió tener al bebé. Tenía muchas ganas de formar una familia. Al principio no vivían juntos, pero después, con el embarazo más avanzado, se mudó a vivir con él. Adela, la niña que tuvieron, se volvió el centro del universo de los dos. La adoraban. Pero entre ellos las cosas no mejoraron. Lo que uno hacía irritaba al otro y viceversa. Era evidente que peleaban constantemente. La familia de Dionisia dice que él le pegaba. La familia de Martín dice que los dos se golpeaban. Antes de que Adela cumpliera un año, Martín y Dionisia se separaron.

Dionisia volvió primero a la casa de su madre. Después se fue a vivir a un departamento con un novio que tenía en esa época, y luego, otra vez sola, a otro departamento y a otra casa diferente. Adela estaba con cada uno de sus padres la mitad del tiempo, tres días y medio a la semana. Unos dos años más tarde, cuando Martín decidió salir de México a hacer un posdoctorado, llegaron a un acuerdo sobre la custodia de la niña. Por el momento cada uno la tendría catorce meses y luego hablarían de otro acuerdo.

El primer turno era para Martín, que se fue con Adela a Polonia. Pero al poco tiempo tuvo una mejor oportunidad: ir con uno de los mejores profesores en su especialidad matemática a la India, y se fue allí en junio de 2011. Vivía con Adela, que dentro de poco cumplirá seis años, en la Universidad de Kalasalingam, en el estado de Tamil Nadu, al sur del país. El campus es un conjunto de edificios blancos y sin gracia, pero parecen un espejismo cuando se les ve de lejos: son un oasis en medio de la interminable planicie roja y árida. Detrás de ellos están las únicas montañas cubiertas de verde que se ven en muchos kilómetros.

Allí, Martín y Adela eran muy populares: inspiraba ternura ver que padre e hija se llevaran tan bien. La niña, de rasgos delicados y sonrisa tan encantadora como la de su madre, chapurreaba el tamil, la lengua local, y esto enloquecía a los indios. Martín, alto y fornido, llamaba la atención por su negrísimo y largísimo bigote que se le enrollaba hacia los lados y hacia arriba, sus anchas patillas y el pelo largo que se amarra en una cola de caballo.

Cécile no podía vivir lejos de su hija y pensó en continuar con su formación en danza india. Hizo la solicitud y logró una beca para estudiar danza tradicional de Mohiniyattam. En septiembre llegó a la prestigiosa Universidad de Kalamandalam, en Kerala, otro estado al sur del subcontinente.

Dionisia era feliz en la India. El misticismo de ese país le venía perfecto, su universidad, en un lugar tranquilo y rodeado de naturaleza, le parecía el paraíso y sus profesores la reconocían como una alumna excepcional. Cada dos semanas iba a visitar a su hija Adela. No le importaba lo cansado del viaje, tenía que transbordar varias veces y pasar unas dieciséis horas en autobús.

El 4 de abril visitó a Adela por última vez. Se quedó en una de las dos habitaciones del departamento de Martín en el campus de la universidad. Desde el día 9 de abril nadie supo nada más de Dionisia.

Cinco días después de su desaparición, Martín recibió la visita del novio de Dionisia, Antoine Vantelon. Dionisia y Antoine salían desde enero y estaban muy enamorados. Antoine, un francés de cara angulosa, ceja tupida y pelo rubio y largo, se presentó ante Martín como primo de Dionisia. Le dijo que estaba muy preocupado, que era muy raro que ella no se hubiera comunicado con él ni contestado sus llamadas o correos electrónicos, que tenían que reportarla como desaparecida. Ese día los dos fueron a la policía y no les tomaron el reporte. Al día siguiente, Martín presentó un reporte por escrito en otra comisaría. Mientras tanto, Antoine se fue en la búsqueda de Dionisia, recorriendo la misma ruta que ella tendría que haber hecho.

Un día después, la policía detuvo a Martín. Lo acusaron del asesinato de Dionisia. Está tras las rejas en Chennai, antes Madrás, la capital de Tamil Nadu. La policía dijo que Martín mató a Dionisia el mismo 9 de abril.

“Fue un asesinato inesperado. Como no es un asesino profesional ha cometido varios errores que nos llevaron a encontrarlo culpable”, me asegura uno de los tres policías a los que entrevisté. Martín escribió una confesión en inglés de su puño y letra tras su detención, dicen. No me pueden enseñar el documento, pero cada uno por su parte reconstruye los hechos.

La policía dice que mientras Adela estaba en la escuela, Martín y Dionisia discutieron. Después, los dos se golpearon y Dionisia murió tras una caída por un aventón de Martín. Él escondió el cuerpo en una de las habitaciones y limpió la sangre antes de ir a recoger a Adela de la escuela. En la noche, mientras la niña dormía, introdujo el delicado cuerpo de la bailarina doblado dentro de una maleta. Después lo guardó en la cajuela de su coche, un Ford Fusion.

Martín, sigue la versión policiaca, trajo el cuerpo de Dionisia en la cajuela todo el día 10 de abril mientras hacía sus tareas: llevar a Adela a la escuela e ir a la universidad. Por la tarde, después de recoger a su hija, condujo unos sesenta kilómetros hasta Madurai, una frenética y colorida ciudad que parece todo un tianguis. Allí, padre e hija cenaron y, de regreso, Martín puso a Adela en el asiento trasero del coche. Mientras la niña dormía, él manejó hasta encontrar un lugar para deshacerse de ella.

Por la carretera principal, a unos diecisiete kilómetros de Madurai, de acuerdo con esta versión, Martín vio este lugar semidesierto y oscuro. Tomó un camino más pequeño durante un kilómetro. Encontró una brecha y la recorrió por unos trescientos metros. Cuando descubrió que allí había más casas, dio media vuelta y retrocedió algunos metros. Abrió la cajuela, sacó la maleta y la arrastró por el suelo, alejándola unos metros del camino. Le echó al cuerpo al menos seis litros de gasolina. Le prendió fuego.

Además de esta confesión, para la policía existen pruebas indiscutibles que inculpan a Martín. Junto al cuerpo de Dionisia encontraron un trozo de plástico de un coche. El número de serie coincidía con el de su Ford Fusion. Y esa pieza, que recubre un lado de la caja de velocidades, justo le faltaba al coche del mexicano. El coche que transportó a Dionisia dejó huellas en la terracería cuando dio la media vuelta. Esas huellas coinciden también con las de las llantas de su vehículo.

Otra pista para la policía es que el coche del mexicano estaba bastante sucio, pero la cubierta de la cajuela estaba nueva y limpia: no era la original, había sido cambiada hacía poco. Para la policía eso indica que fue dañada o ensuciada a la hora de transportar el cuerpo de Dionisia y es otra señal de que Martín intentaba esconder los hechos.

La policía cree que Martín trató de engañarlos: les dijo que a los dos días de que Dionisia se fuera, él intentó saber de ella y la llamó. Que su celular lo contestó un hombre desconocido que dijo: “hello“, y que tras la respuesta de un extrañado “hello” de Martín el desconocido colgó el teléfono. La policía encontró en los registros de la torre de telecomunicaciones que el matemático no hizo esa llamada.

La policía cree que es raro que Martín estuviera en Madurai ese día, cuando el cuerpo fue abandonado y quemado. Que él no iba tan seguido a la ciudad.

Al segundo intento y tras interminables horas bajo el sol, el 4 de mayo pude ver a Martín tras los muros de la Prisión Central de Puzhal. La cárcel más grande de la India desde afuera parece una nave industrial, porque no hay alambrados muy evidentes.

Martín aparece en la sala de visitas de la prisión. Nos separan más de un metro de distancia y las rejas que hay de ambos lados. Decenas de personas visitan a otros reclusos y gritan para comunicarse, la mayoría en tamil.

Martín se ve y dice estar sereno. Habla despacio y a veces es difícil oírlo. No parece un hombre al que, de encontrarlo culpable, le podría caer cadena perpetua. Ésa es la condena que se da en la India por asesinato.

Tiene puestos sus lentes y barba de algunos días. Hace mucho calor. La cara le brilla por el sudor. Es un hombre inteligente y difícil de descifrar. Para su familia y para la gente de su universidad es muy tranquilo, encantador y muy amable. Para los que le creen culpable es frío, manipulador y violento.

Martín me asegura que es inocente. Que esa confesión de la que habla la policía le fue sacada por la fuerza. Que fue torturado. “Me recargaron en una pared y me abrían mucho las piernas. Me torcían los dedos hacia atrás. Me daban fuertes golpes en los oídos. De hecho quedé con secuelas y no puedo oír bien por ningún oído”, asegura.

“Les tuve que decir lo que querían”. De acuerdo con Martín, él se llevó a Dionisia el día 9 de abril en su coche al pueblo más cercano, a la universidad, para que emprendiera su viaje en autobús de vuelta a Kerala. Y dice que no volvió a saber de ella.

De las pruebas, sostiene que la policía pudo haberlas fabricado. Que la pieza que estaba suelta en su coche fue sembrada en el lugar donde encontraron el cuerpo para inculparlo. Durante una inspección exhaustiva que le hicieron a su coche, él se ausentó para llevar a su hija al baño. De las huellas de las llantas dice que no sabe cómo las pueden tener.

Martín cuenta que él mismo pidió a la policía que investigara la llamada que hizo a Dionisia, pues era clave para saber dónde había estado ella. Pero que, por mala suerte, cuando estaba llamando, no se dio cuenta de que justo en ese momento entró la llamada de un amigo. Así fue como intercambió los “hellos” con voces sorprendidas y enrarecidas con su amigo, y lo confundió con un extraño. Que se crucen así las llamadas “no es algo que pase mucho, pero puede pasar”, asegura, matemático al fin.

Para él no era tan raro ir a Madurai. Iba cada veinte días o cada mes. Esta vez fue a comprar papel para fumar, porque le gusta el tabaco de liar. Pero ese día no encontró la tienda donde lo compra: se perdió en la caótica ciudad.

De la cubierta de la cajuela, dice que sí había cambiado esa parte, pero antes de la desaparición de Dionisia, un poco después de comprar el coche. La cambió porque cuando lo compró parecía que había estado sumergido en agua y la cubierta estaba bastante dañada. “Se le caía pelusa y olía horrible”, dice. Incluso tuvo que cambiar también los focos de las calaveras, porque no funcionaban bien. Pero, reconoce que fue una equivocación haber mentido “por miedo” a la policía en este detalle. Primero les dijo que no había hecho cambios a la cubierta de la cajuela.

—Pero eso no cambia nada. Desde que me agarraron, ya habían decidido que me iban a culpar.
—¿Por qué?
—Para la policía es muy conveniente hacerme responsable: los oficiales que intervinieron subirán de puesto y se han quitado el problema.

Pero el matemático confía en que su abogado pueda sacarlo de ahí, “con la verdad”, aunque teme que su proceso se empantane “por la corrupción que hay aquí”.

En prisión, Martín comparte una celda de unos 2.5 por 3 metros con otros dos presos. Tiene ventilador, aunque a veces sólo remueve el espeso calor húmedo. Como único privilegio por ser extranjero come un huevo duro al día, además del arroz con una especie de salsa que les dan tres veces al día al resto de los presos. Ha empezado a dar clases de inglés a los otros reos y espera pronto continuar con sus investigaciones matemáticas. Hace yoga para mantenerse relajado.

Martín cuenta que nunca se llevó bien con Dionisia, pero que el último año las cosas habían mejorado.
—Teníamos una relación cordial: ni de amigos ni de pareja —dice.
—¿En qué se basaba esa relación?
—Cada vez era más fácil comunicarnos sobre la educación de Adela.
—¿Qué sientes de saber que ella está ahora muerta?
—Por ahora estoy concentrado en salir de aquí. Lo que más me preocupa es poder cuidar a mi hija.

Martín dice que no tiene idea de qué le pasó a Dionisia. Primero pensó que se había ido de campamento sin avisarle, como había hecho otras veces. La época de la India fue de las mejores, “no tenía ningún motivo para matarla”, dice.

Las autoridades de la universidad donde vivía y estudiaba Martín prohibieron a los profesores y alumnos que me hablaran sobre el presunto asesinato cuando se enteraron de que yo era una reportera mexicana.

Antes de la orden de callar, me habían recibido muy amablemente, y el encargado de seguridad me contó escandalizado que, de comprobarse, sería el primer crimen en la historia del campus. La acusación de asesinato de Martín, les ha caído como un “balde de agua fría para la reputación de la universidad”.

El iraní Karam Ebadi, el mejor amigo de Martín en la India, sale del campus para hablar conmigo. Nos encontramos en la comisaría de policía más cercana. Karam también es estudiante del posdoctorado en Matemáticas y vecino de Martín. Karam no cree que haya matado a Dionisia, “porque es muy buena persona y un matemático brillante, uno de los mejores en su área”. Karam, que tiene una mirada evasiva enmarcada por unas pobladas cejas, cuenta que también fue interrogado. Dice que su amigo gritaba al otro lado de la celda cuando lo maltrataban.

—Martín sólo encontró a Dionisia muerta en el baño y tuvo miedo de que lo culparan. Por eso se deshizo del cuerpo.
—¿Eso cómo lo sabes?
—Martín me lo contó.

Otras personas, que no quieren ser nombradas, cuentan que han oído también esta versión que reduciría la condena del acusado.

Karam es el amigo con el que Martín asegura que se cruzaron las llamadas cuando intentó contactar a Dionisia tras dos días de su desaparición. Este otro matemático cuenta que también era muy buen amigo de ella y veía que se llevaban bien a pesar de estar separados. “No sé qué le pasó a Dionisia, tal vez se suicidó o se murió en la ducha”, dice.

La madre y los hermanos de Dionisia viajaron al país asiático en cuanto pudieron; Cécile madre y Michel, desde México; Louis desde España. Se enteraron por una hermana de Cécile madre, que oyó en la radio que hablaban de la desaparecida mexicana con un nombre parecido al de Dionisia. Comprobaron que se trataba de ella y luego supieron que la policía había encontrado su cuerpo.

Me reciben en el modesto lobby de su hotel de Madurai, uno de los mejores de la zona de mochileros, pero muy lejos de los de lujo que hay en la ciudad. Nos sentamos en una pequeña sala donde los mosquitos nos acosan. El cansancio y el dolor se les refleja en el cuerpo. Tienen los ojos marchitos de tanto llorar.

—Hablamos sobre este crimen atroz para dignificar la muerte de Dionisia y que esto no le pase a más mujeres que son maltratadas —dice su madre.
—No queremos que este asesinato quede impune —dice su hermano Louis.

“Ésta fue una muerte anunciada”, asegura la madre de la víctima. A pesar de la fortaleza e inteligencia de Dionisia, su relación con Martín siempre estuvo marcada por los malos tratos, agresión y abusos de él hacia ella. Sabían que tarde o temprano la mataría, dice.

Michel, el hermano menor, el que más se parece a Dionisia, incluida su nariz tan recta, asegura: “Sabemos que no la vamos a recuperar con nada. Así que no estamos buscando venganza, pero sí justicia”. La familia cuenta que llevarán el proceso legal hasta el final, pese a todo el dinero que esto requiere. Han tenido que solicitar préstamos para pagar los viajes y los abogados.

Para la familia de Dionisia fue un caso típico de violencia contra la mujer. Dicen que Dionisia levantó dos actas por golpes en 2009 y 2011. Martín la “manipulaba e intentaba por todas formas separarla de su familia”. La madre reconoce que, por estos motivos, había épocas en que ella y su hija estaban distanciadas.

Si hubiese sido Martín el que la mató, la pregunta es por qué. La familia de ella intuye que a raíz de las discusiones por la custodia de la niña. Martín tenía que entregar a Adela a Dionisia en agosto de este año. Esto lo ponía muy nervioso, sobre todo porque ella quería llevársela de visita a ver a su hermano Louis en Barcelona. Martín adora a Adela y está muy apegado a ella. Su abuela materna asegura que “hasta el punto enfermizo de querer que estuviera sólo con él y apartarla de su madre”.

Dionisia y Martín no eran pareja desde hace unos cinco años. Los dos habían tenido otros novios, así que los celos por el nuevo novio de Dionisia no parecen ser un motivo de la pelea, dicen varias personas.

Si Martín es inocente, ¿quién mató a Dionisia? De acuerdo con expertos indios, no se puede excluir por completo la posibilidad de que una extranjera muera a manos de un extraño en el país asiático. Pero esto es muy excepcional. “En los casos de violencia contra las mujeres indias, en la mayoría de los casos, los culpables son familiares o conocidos, no asesinos furtivos. De extranjeras hay algunos casos de violaciones”, dice Kalpana Sharma, una reconocida periodista en asuntos de la mujer.

El lugar donde fue encontrado el cuerpo parece desierto durante la noche. No hay alumbrado público y la gente se va a dormir temprano. Pero durante el día es un lugar muy frecuentado. Por el camino cercano pasa una que otra moto y algún coche. Algunas casas y una fábrica se alcanzan a ver en varias direcciones. Si quien abandonó y quemó el cuerpo hubiera tenido un poco más de pericia, lo hubiera tirado en un pozo que estaba a unos cuantos metros. Hubieran tardado mucho más en encontrarlo. Y todavía más en relacionarlo con el caso de la mexicana desaparecida.

Los parientes de Martín también viajaron a la India. Para las dos familias era primordial venir por la pequeña Adela. Con Dionisia muerta y Martín detenido, la niña fue llevada al orfanato Sakthi-Vidiyal. Ahí, las dos familias la visitaron. Tras un juicio se decidió que la niña sería entregada a la representante de la Embajada de México, la cónsul Gloria García Repper, y que ella la entregaría a la familia paterna. Esta decisión se tomó por el acuerdo que existía entre Martín y Dionisia, dicen los abogados. Este encorsetado acuerdo es un buen testimonio de que Martín y Dionisia tenían que poner cada cosa por escrito para no discutir. Ahí se aclara hasta el mínimo detalle sobre qué no debe comer Adela o los tiempos que debe compartir con cada uno de sus padres y los duros castigos a los que se enfrentaban si no los cumplían.

Cécile, la madre de Dionisia, y su pareja, Arturo Acevedo, no pueden ver a la niña, dice el acuerdo. Los motivos son escabrosos. Martín declaró en nombre de su hija, ante el juzgado de lo familiar, que la pareja le hacía tocamientos. Esta declaración no procedió. Martín dice que por falta de pruebas, Cécile que porque un perito la desestimó tras una revisión a la niña. Martín está convencido de que esos abusos ocurrían y dice que Dionisia dudaba de la pareja de su madre. La abuela asegura que “ésa fue una más de las horribles estrategias de manipulación de Martín para separarnos de Dionisia y Adela”. Asegura que habla de ello porque está dispuesta a comprobar que es una calumnia.

En México, la familia materna solicitará la custodia de Adela para poder también estar con ella. “No queremos pelear. Sólo queremos hacerle saber a la niña que tiene dos familias, que nos tiene también”, dice Louis, el hermano de Dionisia. Por ese motivo cedieron a que la niña viva por ahora con la familia paterna: mejor que estuviera con ellos, antes que en un orfanato. Que para ellos ante todo es el bienestar de Adela.

La muerte de Dionisia conmocionó a mucha gente en la India. Además de los habitantes locales, las comunidades mexicana, española y francesa hablan de ello. De pronto se encontraron en la vida real una novela de intrigas en la que todos los actores tienen sed. Unos de vengar la muerte de Dionisia. Otros de sacar de la cárcel a Martín a como dé lugar. Los abogados de dinero. Los policías de reconocimiento.

El tamaño de la panza de un policía indio dice mucho del rango que tiene: cuanto más gordo, más importante, salvo honrosas excepciones. Y desde el más delgado hasta el más gordo están satisfechos con las pruebas que tienen contra Martín, y creen que será declarado culpable. Uno de ellos cuenta que, a pesar de estar seguro de que la mató, sintió mucho cuando Adela fue separada de su padre cuando se lo llevaron a la cárcel. Cuenta que, como muchos de los presentes, no pudo contener las lágrimas: “Es muy triste e irónico. Los dos peleaban por estar con la niña. Ahora, ella está muerta. Él en la cárcel. Y la niña no tiene a ninguno de sus padres”.

La policía niega cualquier tortura a Martín.
—Cuando un acusado se ve atrapado, lo más común es que alegue tortura y que se desdiga —dice un policía de alto rango.
—En el caso de Martín…
—Te puedo asegurar que no le tocamos ni un pelo.
—Pero, en general, ¿cómo hacen para que las personas confiesen?
—No los tocamos. A veces sí, un poco de presión psicológica. Los acusados no nos dirían sus fechorías si les preguntáramos en una conversación distendida con café y galletas.

La policía presentará en las próximas semanas la acusación formal por asesinato. Martín tiene que ser juzgado en la India porque allí es donde supuestamente cometió el crimen. El caso, que puede durar desde seis meses hasta más de cuatro años, se procesará en los juzgados, primero en Madurai, en el de primera instancia, y si hay apelaciones se llevará al de segunda, y al final en el Tribunal Supremo, en la capital, Nueva Delhi.

El sistema jurídico es un legado colonial británico. Primero se presentará la acusación por parte de la fiscalía y los alegatos. Después, los testigos de la policía, y luego los del mexicano. Los testigos de ambos lados serán luego interrogados por la parte contraria.

“Martín podría pasar el proceso legal fuera de la cárcel si demostramos que no saldrá del estado de Tamil Nadu”, dice su abogado. Presentó ya una petición de fianza con base en que, por ahora, no hay ningún testigo directo. Pero el 12 de junio les fue negada, al menos hasta que la policía presente la acusación formal. Para cualquier pena, incluso la perpetua, a partir de diez años en prisión, el gobierno puede liberar al preso si tiene buen comportamiento. Otra opción para Martín, de encontrársele culpable, es extraditarlo y que cumpla la condena en México, dice su abogado.

El representante legal de Martín, P. Kumaresan, fue fiscal general de Tamil Nadu, y confía en que lo sacará de prisión lo antes posible. Repeinado y de tupido bigote, parece acostumbrado a ganar.
—La policía dice que Martín es culpable, ellos intentarán probarlo, ¿qué pasará si lo logran? —le pregunto.
—Nosotros lo suponemos inocente, ése es nuestro trabajo: defenderlo.
—¿Cuál será su estrategia?
—Nos concentraremos en desmentir las pruebas: vamos a aprovechar los errores de la policía. He llevado tres casos de extranjeros, dos acusados de asesinato y otro de tráfico de armas.
—¿Y dónde están?
—Después de año y medio salieron libres y ahora están en su país, Sri Lanka, dice con una sonrisa que deja ver todos sus dientes.

En la India, sesenta y tres de cada cien asesinatos reportados no son condenados, dice el último reporte del departamento de registro de crímenes del país, porque la policía no recolecta de forma correcta las evidencias en muchas ocasiones o porque en los juicios tan largos es difícil que los jueces relacionen las declaraciones, asegura Nicholas Robinson, un experto en el sistema legal indio. “A mejor abogado, mayores son las posibilidades de ser liberado, independientemente de la inocencia. Y el mejor abogado está casi siempre ligado a cuánto se puede pagar”, asegura el catedrático vinculado al think tank del Centre for Policy Research. Al final será muy difícil saber si se comete una injusticia a un inocente o si se libera a un culpable.

A la espera del juicio, el que fue el hogar de Martín y Adela en la India es ahora un lugar inhóspito. Una capa de polvo lo cubre todo. La policía dice que fue en ese departamento del segundo piso en el campus de la universidad donde Martín mató a Dionisia. Está sucio y muy desordenado, pero no hay rastros de violencia. “Creemos que Martín limpió muy bien las pruebas, tuvo varios días para hacerlo”, dice un oficial.

Quedaron varios pares de zapatos, ropa tirada por el piso, los trastes sin lavar, una cafetera estilo italiano sobre la estufa. Paquetes de tabaco. Juguetes de la niña por todas partes. En la habitación de él, en su cama individual, está un álbum de fotos. Empieza con una estampa de la Virgen de Guadalupe. Después tiene fotos de la familia materna de Adela: del tío Michel enseñando con cara de sorpresa un insecto hoja, del tío Louis con sus hijos, de Adela con Martín en un juego de metal de un parque. En un corazón hecho con cartulina, Dionisia le escribió a Adela: “Te quiero mucho!!! Hijita hermosa. Luz, amor, protección y todas las bendiciones!!! Nos vemos pronto bonita. Mamá”. \\

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