Nicaragua, un país secuestrado por la violencia - Gatopardo

Cerrado por revolución

Sabrina Duque
Ilustraciones de Charles Glaubitz

Ésta no es sólo la historia de cómo un viaje familiar terminó frustrado. Es el relato de la cronista Sabrina Duque sobre un país que, de repente, armó barricadas cuando estallaron las protestas y marchas en contra del gobierno de Daniel Ortega en Managua y el resto de Nicaragua.

Tiempo de lectura: 9 minutos

El plan era así: mi hermano, mi cuñada y mis sobrinas llegarían en mayo. Los llevaría a León y a Granada. Subiríamos al volcán Cerro Negro, nos deslizaríamos en sus laderas cenizas. Nadaríamos en las siempre tibias aguas de la laguna de Apoyo. En Granada, pasearíamos en una lancha por el lago Cocibolca, en medio de las isletas que se formaron hace siglos tras una erupción del Mombacho. Caminaríamos por las callecitas empedradas de la ciudad. Luego iríamos a León, almorzaríamos en un antiguo monasterio convertido en hotel. En el centro del hotel, un tupido jardín con una fuente de piedra en la mitad. A una cuadra de ahí, visitaríamos la colección de arte moderno de la Fundación Ortiz Gurdián. También iríamos a la casa donde vivió Rubén Darío, ahora un museo donde se puede ver su uniforme de diplomático, algunos manuscritos, varias fotografías.

Subiríamos. Deslizaríamos. Nadaríamos. Pasearíamos. Caminaríamos. Iríamos. Visitaríamos.

Serían días bajo la sombra del Masaya, el Momotombo, el Mombacho, el Telica y el Cerro Negro.

El plan era así.

Mi hermano me escribió apenas comenzaron las protestas de abril. El Departamento de Estado de Estados Unidos ya había elevado la alerta sobre viajes y advertía a sus ciudadanos que suspendieran sus planes de visita a Nicaragua. Yo soy hija de la diáspora cubana y mi hermano es un cubano-americano que no se toma a la ligera las advertencias. Yo aún me resistía a no seguir el plan. Una semana después, la mayoría de funcionarios de la Embajada de Estados Unidos había sacado a su familia del país. Dos amigos de mi hijo se fueron. No les dio tiempo de despedirse.

American Airlines suspendió una de sus tres frecuencias a Managua. United Airlines pasó de dos vuelos diarios a uno. Delta Airlines volaba a diario desde Managua y redujo los traslados a tres por semana. Lo mismo ocurrió con Spirit Airlines. Aeroméxico, que salía dos veces desde Managua a México, redujo sus operaciones a un vuelo al día. Y Volaris, la aerolínea que iba a diario de Nicaragua a Costa Rica, suspendió sus vuelos sin decir cuándo volverían. Los pocos amigos que salían y regresaban nos contaban de aviones vacíos en el retorno. Mi hermano canceló el viaje.

El hotel El Convento, de León, cerró sin dar pistas sobre cuándo volvería a abrir. Igual la Fundación Ortiz Gurdián, con sus cuadros, sus esculturas y las nuevas salas de exposición, que recién estaban siendo descubiertas por los visitantes. Nekupe, uno de los resorts más caros del país, despidió a sus empleados y anunció el fin de sus operaciones. Entre abril y junio llegaron menos de 80 mil extranjeros a Nicaragua. Entre abril y junio del año anterior se recibieron más de 160 mil. Muchos de los turistas de aquellos meses no habían leído las noticias o les habían restado importancia. Después de todo, Nicaragua era el país “más seguro de Centroamérica”. Pronto, los consulados en Managua empezaron a recibir a ciudadanos con planes frustrados: la pareja de europeos que venía de luna de miel y no conseguía llegar a la pequeña ciudad donde habían planificado pasarla, el grupo de amigos surfistas que fue despojado de todas sus pertenencias en el camino de regreso a Managua, los turistas que llegaban a un país en conflicto y se sentían estafados… En julio llegaron muchos menos. España, Brasil, Perú, Francia y Alemania elevaron sus niveles de alerta y recomendaban a sus ciudadanos cancelar sus planes de visita.

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