Hambre en la Sierra Tarahumara: Los rarámuris piden que llueva

Hambre en la Tarahumara

Para los rarámuri, y otros pueblos vecinos de la Sierra Tarahumara, las enfermedades se combaten con la espiritualidad, pero ésta no ha sido suficiente para acabar con la desnutrición que se ha vuelto mortal en el noroeste de México. La pandemia de Covid-19 llegó a esta región acompañada de una terrible sequía que amenaza con ensanchar aún más la brecha de marginación social y privar de servicios básicos a una zona históricamente violenta.

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El inicio del confinamiento coincidió con la Semana Mayor en México. Las autoridades municipales y eclesiásticas utilizaron su estructura en la región de la Sierra Madre Occidental, en el norte de México, para advertir a las comunidades indígenas que una enfermedad muy contagiosa acechaba al mundo, que quedaba prohibido reunirse de manera masiva y que esta medida se estaba adoptando globalmente.

Pero las comunidades de la Sierra Tarahumara estaban más preocupadas por la tuberculosis, que no ha cesado en la región; un año antes, en 2019, se detectaron 700 casos, la mayoría en Ciudad Juárez y el resto en zonas serranas. Para el primer semestre de 2020, se acumularon 234 casos en Parral (entrada a la sierra por el sur del estado de Chihuahua), así como en Chínipas y Guadalupe y Calvo. La tuberculosis, que aún no logra ser erradicada, afecta con mayor fuerza a las personas con desnutrición; tuvieron que pasar años para que las etnias indígenas la asimilaran como un padecimiento que, si es tratado a tiempo, no conlleva la muerte y, ahora, comienzan a integrar a la Covid-19 en sus vidas.

Para los indígenas serranos —rarámuri o tarahumaras, ódami o tepehuanes, pimas y guarijíos—, un nuevo ciclo de vida inicia con la Semana Santa. A partir de ésta, durante un mes, realizan ofrendas, bailan y tocan música. Festejan la vida. Desde las rancherías, la gente acude a la fiesta en los centros ceremoniales, que ellos mismos han elegido por años, para asegurar que tengan buena cosecha y un ganado saludable, y que estén en paz. La fiesta es una fusión de la cultura prehispánica de las etnias chihuahuenses y la evangelización cristiana. En la última década, la violencia de los cárteles de Sinaloa y Juárez se ha convertido en un tema crucial; las fiestas o rituales han disminuido en varios puntos por amenazas de los grupos delictivos. Sus abusos contra las niñas y jóvenes son recurrentes en los yúmare, las ceremonias en las que se ofrecen alimentos y la bebida ancestral —el tesgüino— para dar fuerza a su Dios y que pueda enviarles porvenir. Solo en algunos puntos de encuentro han logrado reunirse con menos peligro.

La fiesta comienza el miércoles de Semana Santa, cuando los atuendos coloridos y portes solemnes en hombres y mujeres inundan los centros ceremoniales. Los hombres visten trajes de manta, taparrabo o tagora y una cinta alrededor de su frente, llamada koyera. Las mujeres, faldas floreadas con colores vivos, con los que reflejan su alma. Tambores, flautas y violines acompañan a los matachines y pascoleros, los bailarines tradicionales. El día y la noche del Jueves Santo danzan y tocan. Nombran bandero al hombre que más respeto tenga en la comunidad y que consideren digno de encabezar la ceremonia, y éste baila al frente, con otros jóvenes y mujeres. En la última procesión de la noche, cargan a la Virgen Dolorosa con vestimenta rarámuri. Otros más, cargan al Judas. Por la noche, pintan a dos danzantes que se eligen para pelear contra los fariseos; alrededor de fogatas, tocan violines, tambores y, de vez en cuando, canta alguna persona. La fiesta se vuelve risas y jolgorio, porque los pascoleros vencerán y quemarán al Judas. Cada comunidad regresa caminando y visita cada casa a su paso, donde los aguardan comida y tesgüino. El yúmare puede durar días. Los tarahumaras, mientras, bailan y festejan el inicio del año nuevo entre siete y 25 días antes de volver a casa.

Pero en 2020 no hubo yúmare.

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Estas comunidades son una cultura que no saluda de beso ni da abrazos. Por eso y por la dispersión en la que han vivido históricamente, la orden de aislarse durante la pandemia les resultó un sinsentido a las cuatro etnias serranas, porque su forma de vida es el aislamiento en medio de la naturaleza, donde el vecino más próximo puede vivir a dos o cinco kilómetros de distancia. Esta forma de vida ha sido la vacuna contra la globalización para más de 130 mil indígenas en Chihuahua (más de 97 mil tarahumaras o rarámuri, más de 14 mil tepehuanes u ódami, 890 guarijíos y 663 pimas, de acuerdo con las cifras que datan de 2015 en el Atlas de Pueblos Indígenas de México). A estos pueblos, el aislamiento natural les ha servido para protegerse incluso de las crisis económicas, porque han tenido autonomía alimentaria con cultivos propios. Ahora, el problema son las sequías y el cambio climático que los obligarán a salir.

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Faltan unos días para la Navidad de 2020. Las comunidades indígenas de la Sierra Tarahumara se animan a reunirse y romper los protocolos de distanciamiento social para hacer los rituales, porque no pueden más: la tierra está dura y cientos de mazorcas yacen, pequeñas y secas, sobre el suelo, porque no lograron crecer. Los campesinos levantan la poca cosecha que resta tras las plagas y la falta de agua, porque no llueve aquí. Es diciembre y termina el año de la pandemia, en el que no pudieron realizar las fiestas de Semana Santa; las más importantes para Onorúame, el dios rarámuri. Dejar de hacer fiestas los debilita, porque reunidos, como lo aprendieron de sus antepasados, es que tienen fuerza.

Con una cruz católica de madera al frente, hombres y mujeres de Sahuérare, una de las rancherías rarámuri de Choréachi —en el municipio de Guadalupe y Calvo—, bailan, cantan y ofrendan tesgüino, tortillas de harina y pinole a Onorúame. El tesgüino es un fermento de maíz que se utiliza en los rituales y fiestas, y el pinole es un alimento energético, a base de maíz molido, que toman los corredores tarahumaras en los ultramaratones.

Esa mañana, las mujeres prepararon todo en una vivienda de madera con techo de lámina de alrededor de 15 por 10 metros. Es 18 de diciembre de 2020 y la mañana es fría. La comunidad se ha reunido en medio de la tierra seca que les augura un 2021 difícil. Los rarámuri se organizan a partir de varias comunidades, conformadas por rancherías; ellos eligen un pueblo como centro ceremonial y nombran a un gobernador o siríame como autoridad; junto con él, hay otras autoridades, entre éstas, los alguaciles, que se encargan de los asuntos de justicia y los comisariados. Sahuérare se ubica a 20 minutos del centro ceremonial de Choréachi, rodeada por un valle. A lo largo del camino corre un arroyo que ahora está seco.

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La comunidad de Choréachi tiene una extensión de 32 mil hectáreas con 53 rancherías esparcidas con pocas familias, a una altura que va de los 2 200 a los 3 300 metros sobre el nivel del mar, entre valles y barrancas. Esta región no es la más fría de la Tarahumara; sin embargo, en invierno, cuando la temperatura alcanza hasta los cinco grados bajo cero, varias comunidades migran a chozas que tienen en la barranca, donde hace menos frío.

Detrás de la cruz envuelta con una tela está sentado Ramiro Cruz Ramos, “el doctor”; así le llaman al más veterano de la comunidad, que hace algunos años perdió la vista y se formó como médico tradicional, un owirúame. Se dirige a su gente, cerca de 25 personas, en su lengua, para juntos pedir perdón a Onorúame y presentar las ofrendas para que se apiade y envíe lluvia y nieve.

Para los rarámuri, el mejor medicamento es la espiritualidad y la curación es comunitaria. Hombres y mujeres con chamarras, coloridos chales, gorros y bufandas escuchan atentos. La mirada sin expresión. El doctor Ramiro agradece la presencia de los periodistas foráneos interesados en el ritual. No habla castellano, pero un joven líder de la comunidad, Severiano Ramos, traduce a los hispanohablantes presentes: “Dice que da comida a nuestro Dios para que llueva, para que nos dé cosecha el próximo año. Para que no llegue la enfermedad, bailan; para que se vaya a otra parte. Por eso piensa en platicar con el ‘señor de arriba’, para que siga lloviendo”.

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El doctor Ramiro dice que la pandemia llegó a esta región porque ha habido muchas muertes violentas. Por lo menos desde 2011, Guadalupe y Calvo ha tenido una de las mayores tasas de homicidio en el país. En 2016, alcanzó una tasa de 253 por cada cien mil habitantes, de acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. En promedio, de 2011 a 2017, la cifra anual ha sido de 104 homicidios. Con cinco casos, Choréachi es la región con más asesinatos de líderes que defendían activamente su territorio; junto con su comunidad vecina Coloradas de la Virgen, suman seis desde 2016 y 18 en 30 años, según el archivo hemerográfico.

Los homicidios, no obstante su gravedad, no son la principal causa de muerte de las comunidades rarámuri. Por años, Guadalupe y Calvo ha ocupado los primeros lugares en muerte materna y mortalidad infantil, principalmente por desnutrición. La organización Alianza Sierra Madre evidenció que en un año, entre 2013 y 2014, hubo en Choréachi cinco muertes maternas y 17 muertes de niños y niñas menores de cinco años (de los cuales, cinco eran recién nacidos), que no se registraron oficialmente porque la mayoría de esta población no está siquiera en el Registro Civil. En el primer semestre de 2020, hubo 871 casos de desnutrición, según la Secretaría de Salud de Chihuahua.

Daniel Trejo Ruiz, nutriólogo funcionario de la Secretaría de Salud, explicó que en la entidad hay casos de dos tipos de desnutrición: kwashiorkor y marasmo. En Choréachi, el más común es el primero, cuyos síntomas son la inflamación del vientre y otras partes del cuerpo por el desequilibrio de líquidos y la falta de proteínas. Los casos de marasmo son notorios porque las niñas o niños se ven muy flaquitos, con las costillas hundidas. De no atenderse la enfermedad, y si la persona sobrevive, es fácil que se adapte a la “cronicidad de la desnutrición”, advierte el especialista. Trejo Ruiz explicó que la cultura alimentaria en gran parte de la Tarahumara comenzó a cambiar hace 15 o 16 años, cuando se introdujeron las empresas trasnacionales con comida y bebidas chatarra. Como consecuencia, han aumentado los casos de diabetes e hipertensión. Y depende de la atención que reciban cómo afecte esto su esperanza de vida.

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Sabirra Julián Duarte presentó síntomas de desnutrición desde que tenía tres años. Hoy es una joven de 22 años de la etnia ódami. Su nombre se traduce como Isabel en castellano. Su historia y la de sus seis hermanos está marcada por la desnutrición.

Es una joven de tez morena, ojos rasgados, cabello negro brillante y lacio. Vive en la ranchería Pie de la Cuesta, de la comunidad Cinco Llagas. Su vivienda está ubicada en una especie de cuenca, en la falda de un majestuoso cerro de la Sierra Tarahumara, a unas 17 horas de la capital de Chihuahua y mucho más próximo al estado de Sinaloa. Hay un arroyo cercano que, cuando crece, impide el paso a Cinco Llagas. Su comunidad es pequeña, con pocas casas dispersas. En todas habitan familiares de la joven, tepehuanes u ódami. El Catálogo de localidades indígenas, de 2010, registró 651 localidades en Guadalupe y Calvo, de las que 86% tenían 100 habitantes y 14%, más de 50 habitantes.

En la comunidad de Baborigame —la más grande del municipio, a 1 978 metros sobre nivel del mar—, recuerdan que conocieron a Sabirra, hace 18 años, cuando ella y su hermano Miguel llegaron pidiendo ayuda con su mamá Antonia. La niña de tres años padecía desnutrición severa. Su vientre y piernas estaban inflamados y no tenía apetito. No había hospital en el municipio, así que la atendieron entre varias personas de la comunidad. La pequeña permaneció seis meses ahí para recuperarse; como consecuencia de la enfermedad, no creció más de 1.50 metros. Tuvieron que pasar 15 años, para que Antonia llegara nuevamente a pedir apoyo al pueblo; anduvo a pie junto con Sabirra y con su hijo Fabián Antonio en brazos, quien no había cumplido aún el año y también padecía desnutrición severa. La gente de la comunidad se encargó de gestionar la atención médica. Los llevaron al hospital en la cabecera municipal, a tres horas de distancia. El niño fue atendido durante un mes y su mamá lo acompañó.

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“Por cuidar de su hijito, Antonia se olvidó de que tenía un tumor en uno de sus glúteos, el cual creció en poco tiempo. Ella quería regresarse. Por lo difícil de su traslado a su comunidad, le sugerimos que regresara de nuevo al hospital a atenderse. Eso fue lo que hizo. Analizaron su tumor, que estalló, y ella quedó inconsciente. A los pocos días, murió”, refiere una de las hermanas de la congregación católica de Baborigame. Antonia también tenía síntomas de desnutrición crónica. Sabirra regresó a Pie de la Cuesta con su hermano pequeño en brazos y con su mamá ya sin vida. Los trasladaron en un vehículo y en su comunidad realizaron la nutema, un ritual para acompañarla a su nuevo destino pues, para los rarámuri, la muerte es un viaje hacia otro lugar y su gente los acompaña en ese tránsito. Para ellos, tanto la vida como la muerte son comunitarias. Durante tres años seguidos, a los hombres les hacen un ritual y a las mujeres, durante cuatro. No le temen a la muerte porque saben que estarán caminando junto con los que ya murieron.

Sabirra tuvo que hacerse cargo de sus seis hermanos, más chicos que ella, y dedicarse al cuidado del hogar. Su papá, Melitón, se encarga de sus tierras y fue gobernador de la comunidad por un tiempo.

Más de dos años después, el 11 de diciembre de 2019, Sabirra llegó a Baborigame con Miguel y Fabián Antonio, quien tardó en superar la desnutrición por la ausencia de su mamá, la falta de alimentación y de atención médica. Tampoco alcanzó mucha estatura. “Sabirra buscaba en el pueblo quien cuidara a su hermanito Fabián Antonio para que ella pudiera llevar al hospital a su hermano Miguel, de 17 años, que padecía anemia como consecuencia de la desnutrición. Necesitaba plaquetas y transfusiones de sangre. Fabián Antonio se quedó llorando porque quería irse con Sabirra”, cuentan las hermanas. Toñito, como le llaman, está bien cuidado. “Es un niño que come de todo y goza con todo. Sabirra, desde el hospital de Chihuahua, llamaba diario para preguntar por él. El papá no pudo venir por su hijo porque tenía que levantar su cosecha de maíz y frijol para su sustento”.

Miguel estuvo tres meses internado. Le dieron tratamiento y le programaron más citas. Pero salió a trabajar a otro municipio y dejó de darle seguimiento a su atención médica. En plena pandemia, recayó por falta de medicamento. Hace unos meses, les avisaron a las religiosas que estaba muy grave en un hospital del municipio de Cuauhtémoc, a 14 horas de Baborigame. El joven de 18 años pedía ver a su hermana, pero ella no pudo viajar porque está embarazada y temía contagiarse de Covid. Lo esperó en casa, a donde Miguel ya no pudo llegar. Su papá lo alcanzó a ver con vida.

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Cuando Elvira Luna Cubésare era niña no había clínicas en Huisuchi, donde nació, en el municipio de Batopilas, vecino de Guadalupe y Calvo y el segundo con mayor marginación en el país. Sus papás la impulsaron a estudiar y salió de su comunidad para hacer la secundaria y preparatoria. La muerte de su abuela, por una simple diarrea, fue determinante: la llevó a cuestionar qué había fallado y por qué no pudieron salvarla. Así que estudió la licenciatura en enfermería. Ahora es la única enfermera indígena que trabaja en un hospital Covid-19, en la ciudad de Chihuahua.

“No es parte de nosotros tener un médico siempre. Los familiares del enfermo vamos con el médico tradicional y entonces él va a casa. Como grupo, no tenemos el ‘ah, vamos al médico’. Las familias no van a consultas, solo lo necesario y, eso, porque son obligados para las vacunas”, explica Elvira Luna. “Si le preguntas a una persona si tiene neumonía, no lo va a saber, porque ese nombre no existe. Allá nos guiamos por síntomas y se atribuyen al área espiritual y emocional. Por decir, siempre te preguntan: ‘¿qué te pasó?, ¿te asustaste?, ¿dónde te asustaste?, ¿te enojaste con alguien?’ Y uno hace el recuento: ‘Hice tal acción y no le pareció a tal persona o pasé por un río y pasó algo’. Así el médico empieza a tratar el susto, el empacho, la caída de la mollera, la brujería”.

Vestida con un traje rarámuri impecablemente blanco con detalles azules, dice que la diferencia que observa entre la atención médica mestiza y la rarámuri es que la primera ha perdido humanidad, solo recetan medicamentos. La segunda, continúa, atiende la parte emocional y espiritual, que es el origen de la mayoría de las enfermedades. Cuando una persona indígena se enferma, acude con los médicos tradicionales. En el caso de las mujeres embarazadas, dan a luz solas; es raro que las apoye algún miembro de la familia para el trabajo de parto. Se van al bosque y ellas solas lo hacen. Las enfermedades para ellos no existen como tales. Por eso, es difícil que se atiendan por una neumonía, por desnutrición, tuberculosis o, ahora, por Covid.

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En ese contexto, invitaron a un grupo de profesionistas indígenas e integrantes de diferentes comunidades a trabajar en un programa que, desde el gobierno de Chihuahua, impulsaron activistas. Sus metas principales son la detección de casos de desnutrición en niñas y niños menores de cinco años y el monitoreo de mujeres embarazadas. Las profesionistas rarámuri integradas al proyecto viven en la ciudad de Chihuahua desde hace años. Se han adaptado a nuevas dinámicas, pero han mantenido el contacto con sus comunidades y están empeñadas en plasmar su cosmovisión en el programa para el que trabajan ahora.

Chihuahua Crece Contigo es la estrategia de la Secretaría de Desarrollo Social que impulsó su extitular, Víctor Quintana Silveyra, en coordinación con la Secretaría de Salud. Pero la pandemia y el proceso electoral que inició el 1 de diciembre de 2020 lo han puesto en riesgo. El proyecto piloto comenzó en cuatro localidades: Choréachi y Baborigame (de Guadalupe y Calvo); El Cuervo, en Batopilas; colonia Anapra, en Ciudad Juárez; y colonia Vistas Cerro Grande, en la capital, Chihuahua. Está inspirado en los programas latinoamericanos de las zonas montañosas de los aymara: Chile Crece Contigo, Uruguay Crece Contigo y Una y Más, en Perú.

En Choréachi contrataron a cinco promotores, elegidos por la comunidad, lo que refuerza la confianza en el proyecto. El corazón del programa son los promotores de salud indígenas que viven en las comunidades: Prudencio Ramos, Luz Elena Ayala Ramos, Severiano Ramos, Brenda Ayala y Sergio Ramos Arareco, quienes recibieron una capacitación para monitorear síntomas y detectar desnutrición y anomalías en el embarazo, como hinchazón en partes del cuerpo, edemas o moretones, falta de apetito, manchas en la piel, dolor de cabeza, irritabilidad, entre otros. Cuando detectan algún caso de alarma, avisan a los encargados de la región. Tienen celulares básicos, porque en Choréachi no hay señal de teléfono ni de internet; saben en qué cerros alcanzan las redes y a los que tienen que subir para comunicarse. La tarea es maratónica. Además de estos obstáculos, se han topado con una burocracia que opera solo por inercia, en el hospital o en otras brigadas, a quienes deben insistirles para que acudan a socorrerlos. Es decir, hay que subir una y otra vez el cerro.

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Denisse Ariadna Salazar, antropóloga y excoordinadora estatal de Chihuahua Crece Contigo, explicó que el programa inició en octubre de 2019. Los promotores de Choréachi plantearon la distribución de atención en cinco áreas; comenzaron a trabajar y se destapó la caja de Pandora.

“Prudencio Ramos en un mes reportó 25 niñas y niños con señales de desnutrición que requerían atención médica y saturaron el hospital de Guadalupe y Calvo. Prudencio era el único promotor; él llamaba a las enfermeras encargadas del programa y pedía que fueran los médicos para hacer los traslados. Algunos tenían edema; otros, tres días sin comer o no podían respirar. Eran las señales que le habían enseñado a detectar. Al principio, murieron tres niños por la falta de traslado inmediato”, relata Salazar.

Las respuestas a los primeros casos eran negativas: el personal de salud de Chihuahua que ha atendido por años esas zonas precarias aseguraba que no reportaban desnutrición cuando iban a la comunidad o que eran casos que no requerían traslados. “Nos dimos cuenta de que la unidad médica móvil tenía inactiva la ruta a Choréachi. La habían cambiado, sin consultar ni avisar a las comunidades, hacia la localidad Cumbres de Durazno, con quienes ellos tienen un conflicto territorial”, agrega la excoordinadora.

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El 16 de noviembre, trasladaron a nueve niñas y niños al hospital de Guadalupe y Calvo. El número encendió las alarmas entre los médicos del hospital porque no había suficiente medicamento y eran muchos casos de una sola ranchería, Sitánachi.

El hospital de Guadalupe y Calvo nació como hospital general, pero hace unos siete años pasó a ser comunitario. En 2012 hubo por lo menos siete ataques de sicarios del cártel de Sinaloa al hospital, para intimidar, para rematar a algún paciente o para obligarlos a atender a alguno de los suyos, situación que se volvió común. La mayoría de los especialistas huyó y hasta ahora no han logrado contratar la planta médica suficiente. Los últimos cuatro años han montado huelgas y recibido recomendaciones de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, pero las condiciones no han cambiado. El hospital es grande. Tiene 31 camas censables y quirófano, y un área de rayos X que dejó de servir por varios años. Otra de las deficiencias es la falta constante de medicamentos y de especialistas, según han denunciado los mismos médicos en diferentes ocasiones ante las autoridades y los medios de comunicación.

Como parte de Chihuahua Crece Contigo, contrataron a una traductora, Lorena, que trabaja en el hospital. Nunca antes habían tenido una. Lo hicieron para mejorar el vínculo con los pacientes y los familares, porque el equipo médico les generaba desconfianza a los indígenas.

Sergio Ramos Arareco es otro joven promotor que tiene a cargo las rancherías de Sitánachi, Carichí y algunas más del barranco. Entrevistado entre cerros y arroyos, durante un recorrido por sus comunidades, muestra su satisfacción. “Me gusta estar con la gente, es bonito promover [estar pendiente de la salud de su comunidad]. Antes se han muerto muchos niños y no se sabía qué tenían. Muchos adultos también han muerto. Por eso estamos atendiendo a las mujeres embarazadas”, agrega, mientras camina sereno y sin esfuerzo entre las barrancas.

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Prudencio Ramos Ramos, el promotor más veterano, de unos 50 años, tiene a su cargo cinco zonas. Sentado en una vivienda de Choréachi, con un pie lastimado que no le impide recorrer las rancherías, cuenta que han hecho varios intentos para tener opciones más cercanas de atención a la salud. Primero, trataron de construir cuatro clínicas en distintas rancherías, pero les faltó presupuesto para el techo; quedaron los cascarones de adobe en Coyachi, Choréachi, Mesa de Royabó y Cerro Pelón, y hoy se encuentran en el abandono sin certeza alguna de que se vayan a terminar de construir.

Los promotores recorren la zona que les corresponde durante dos semanas. Cada día regresan a su casa y al día siguiente continúan con su recorrido. Suben y bajan las profundas barrancas para visitar a cada familia indígena. Cuando tienen algún enfermo, lo visitan cada tres días hasta que puedan trasladarlo para que lo atiendan, si es necesario. El apoyo de los promotores marca hoy una diferencia en la forma en que los médicos se acercan a los pacientes.

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Julio pastorea sus ovejas entre cañadas, valles y barrancas. El adolescente, con sandalias de cuero cruzado, vestimenta y sombrero negros, muestra su rostro sonriente, tímido. Lleva consigo una resortera de madera, que tiene forma de rifle, para cualquier imprevisto. La imagen es recurrente en la zona de Choréachi, donde los niños se divierten con juguetes en forma de armas, elaborados de manera artesanal.

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La cultura del narcotráfico y de la violencia está arraigada allí porque es un municipio donde se han normalizado las actividades ilícitas; por otra parte, es un territorio en constante lucha por la defensa de sus bosques. Uno de los municipios más azotados por el crimen organizado —especialmente, por la lucha territorial entre escisiones del cártel de Sinaloa—, ha sido Guadalupe y Calvo, donde habitan las etnias rarámuri y ódami, un total de 30 mil personas indígenas, aproximadamente, que representan 54% de la población del municipio. Históricamente, la mayor actividad económica en esta zona ha sido el narcotráfico. Limita al sureste con el estado de Durango y al suroeste con Sinaloa (por el municipio de Badiraguato) y, juntos, los límites de las tres entidades forman el Triángulo Dorado. En esa región, la gente ha tenido que aprender a convivir con gavillas —grupos de bandoleros que se dedican a robar y violar mujeres—, con grupos delictivos, además de los embates de los megaproyectos y mineras; a resistir y luchar contra la tala inmoderada y la discriminación arraigada que los mantiene más aislados.

En varias regiones siembran mariguana desde hace cinco décadas y, posteriormente, también empezaron a sembrar amapola. La producción de enervantes se ha legitimado, aunque no sea legal. Los habitantes de la región así crecieron, en medio de esos cultivos y sin oportunidades de estudio ni trabajo.

En la última década, por la presencia de los grupos delictivos, las fiestas de Semana Santa y otros rituales se han hecho cada vez en menos puntos de la Tarahumara. Uno de los objetivos de reunirse es organizar las diferentes actividades de la comunidad y la violencia se convirtió en un tema central de debate; a su vez, por este motivo, la presión de los grupos criminales es cada vez mayor, para evitar su organización. Las formas de amenaza y violencia van desde la interrogación, después de las reuniones, sobre los temas que trataron, hasta el abuso contra niñas o jóvenes durante las fiestas. De igual manera, en los últimos diez años, los narcotraficantes han reclutado a muchos adolescentes y jóvenes, mestizos e indígenas; algunos se han incorporado de manera voluntaria.

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A partir de 2011, las actividades ilícitas se volvieron más diversas. Además de la disputa por el territorio, la producción y el trasiego de droga, las organizaciones delictivas ahora pelean la tala y la venta de alcohol clandestinas. El control del territorio ha provocado homicidios, amenazas, desapariciones y desplazamiento forzado de comunidades completas.

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La posición geográfica de Guadalupe y Calvo en el Triángulo Dorado, considerando además la frontera con Estados Unidos, es estratégica; el terreno es propicio para la siembra y cosecha de mariguana y amapola, pero también para la construcción de megaproyectos, incluida la minería.

La Secretaría Nacional de la Defensa (Sedena) reportó que éste era el municipio con más hectáreas de cultivo de amapola en 2016. Destruyeron 31 556 sembradíos: según la versión preliminar del Programa Especial Guadalupe y Calvo de 2019, 17% de la superficie estaba destinada al cultivo de amapola y 13% a la agricultura. En el mismo municipio, destruyeron 3 330 cultivos de mariguana en 3 379 km2, lo que representa 7% de la superficie destinada a esa actividad a nivel nacional.

El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) colocó a Guadalupe y Calvo como el cuarto municipio con población en situación de pobreza. El segundo indicador crucial que midió Coneval fue su acceso a la alimentación, que cayó de 52% a 21%, un decremento de 31 puntos porcentuales.

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Para los 16 municipios de la Tarahumara, donde el 95% del territorio se ocupa para la siembra temporal, la cantidad de producción de frijol y maíz no es suficiente para su dieta. La principal causa (y la más antigua) del hambre es que se trata de una región seca, por lo que los alimentos que se logran no son suficientes. Otras causas que se suman son el recurrente mal temporal, originado por el cambio climático; la falta de estímulos estatales para la agricultura; además del cultivo de enervantes como amapola y marihuana, de acuerdo con la Comisión Estatal de Pueblos Indígenas (Coepi).

Guadalupe y Calvo registró un déficit per cápita de 186 kilos en la producción de maíz y de nueve kilos de frijol, según cifras de la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca (Sagarpa), analizadas por la Coepi, en el estudio “Producción y déficit de maíz y frijol 2007–2017”. La superficie sembrada fueron 1 330 hectáreas de maíz, con una producción de 532 toneladas, y 165 hectáreas de frijol, con 53 toneladas producidas. En 2017, la disponibilidad por cada persona fue de 10 kilos de maíz y nueve de frijol, según los datos de la dependencia; más aún, los indígenas sembraron 36% del total de las hectáreas que destinaron (en 2010) a la producción de maíz y 92% de frijol.

Ante un suelo delgado y una cosecha pobre, les quedan la ganadería y la explotación forestal de tierras y ejidos y, para completar su dieta, migrar hacia el cultivo temporal de huertas de manzanas, nogaleras y chiles.

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Los caminos de la Sierra Tarahumara son un viaje al interior, donde se detiene el tiempo. La gente, desde el exterior, ha logrado entender a estas comunidades y trabajar con ellas. Son gente alegre, festiva. Viajar a una comunidad remota como Choréachi, con viviendas que están a 300 metros de distancia entre sí, es recorrer un terreno desconocido en condiciones que pueden cambiar según los tiempos que corren en cuanto a seguridad, rasgos geográficos e interculturalidad. El ritmo del tiempo, la cotidianidad y hasta la libertad para respirar aire puro, cambian.

La primera escala es Guachochi. Hay dos formas de llegar ahí desde la capital del estado: viajar cerca de 10 horas por carretera y caminos de terracería o por aerotaxi durante 20 minutos y tres horas por terracería. El cubrebocas es el compañero de viaje durante el confinamiento por la Covid-19.

Viajar a Choréachi es admirar un paisaje imponente, el del cañón del Cobre, conformado por siete barrancas. Entre valles, montañas de diferentes colores de tierra y cantera, el camino está rodeado de pinos cada vez más altos conforme se avanza. Antes de llegar, hay que atravesar varias comunidades mestizas. Choréachi es una comunidad enorme —con un centro llamado también Choréachi— en la que habitan familias esparcidas; llegar a cada una de las rancherías requiere de horas a pie o en vehículo. El camino es accidentado e irregular. Un trayecto se recorre entre hojarasca; otro, entre peñas enormes que forman angostos caminos; otros más, entre piedras lisas y empinadas. Los rarámuri los conocen perfectamente y los atraviesan casi sin esfuerzo. Son “los pies ligeros”, lo que significa en español la palabra “rarámuri”.

En la ranchería de Coyachi vive Tania Cuevas Flores, una mujer alta, de manos gruesas y fuertes, vestimenta colorida y una sonrisa permanente. Con otro grupo de mujeres, muele el maíz para el pinole, para el consumo de sus familias.

Tania es madre de José, un niño de tres años al que han atendido por desnutrición en el hospital de Guadalupe y Calvo desde 2019. Para ella, la atención de las brigadas médicas es nueva; tenían años sin visitarlos. Recuerda que, desde niña, muchos niños y adultos morían sin que se supiera la razón; ahora sospecha que era la desnutrición. Tania habla con frases breves y solo en su lengua. El acompañamiento que le ha dado el promotor Sergio Ramos, a quien conoce desde que era niño, ha sido muy importante para su comunidad. Gracias a él, pudieron identificar los síntomas de desnutrición en su niño: inflamación de pies, falta de apetito y cansancio. El pequeño José permaneció cerca de un mes en el hospital y, desde que regresó, está estable. Durante la visita, el niño se esconde en la falda de su mamá, llora cuando se le acercan personas desconocidas y se niega a mostrar su panza, que ahora ya está bien. Con Catalino, su hermano de cuatro años, fue hospitalizado en 2019.

Las madres de esta región que tuvieron hijos internos varios días, y hasta meses, por la desnutrición, en el Centro Regional de Nutrición y Albergue Materno (Cerenam), coinciden en que para ellas fue complicado: debían atender a sus otros hijos y, al mismo tiempo, la cosecha, para poder comer. Las madres de Artemio, de tres años; de Lucía, Ubaldo y Bernardo, también de tres; y de Adolfo, de seis, Adrián, de dos y Paulina, de un año, están agradecidas porque sus hijos ahora están bien.

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Nicola Ókin

Son mujeres poco expresivas al primer encuentro con uno: responden serenas, amables, pero con pocas palabras. Su labor es extenuante. Deben recorrer largas distancias para llevar agua a sus hogares; buscan alimentos entre las mazorcas secas; atienden a sus hijos en condiciones duras y precarias. A pesar de las adversidades, ellas siempre están pendientes de sus hijas e hijos. Su dieta es a base de maíz, frijol, quelites, papa (en ocasiones) y espinacas. El problema es que no hay alimento suficiente, menos ahora, en una de las peores sequías que enfrentan desde julio de 2020.

Sitánachi es la comunidad con más problemas de agua. Ninguna vivienda en las rancherías tiene agua potable o entubada. Junto con Cerro Pelón, es de las que tiene más difícil acceso a los servicios básicos, incluso al Registro Civil. La comunidad pareciera oscilar en un puente entre el pasado y el presente; los valores ancestrales y la modernidad que los acecha, disfrazada con la máscara de desarrollo y en la forma de megaproyectos, como minerías o gasoductos, conviven sin problema entre los grupos delictivos, la tala indiscriminada y la devastación del bosque. Estos grupos armados, por cierto, han llegado a reprimir las protestas locales cuando las etnias buscan proteger su entorno.

Como gran parte de las rancherías, Sitánachi se encuentra en un valle rodeada de montañas y pinos. Es la ranchería que ha registrado más casos de desnutrición severa, agravada por la contaminación del agua. Ahí viven, esparcidas, 117 personas. En la primera casa, entre hierba seca y mazorcas malogradas, Servando juega con la tierra, hierbas y barras de madera, junto con otro amigo pequeño. Tiene tres años, pero su estatura lo hace parecer aún menor. Sin pañal y en cobijas roídas por el tiempo, detectan la visita de los desconocidos que llegan a platicar con sus mamás sobre su salud. Ellos ríen y observan.

Servando fue uno de los primeros niños que trasladaron al hospital de Guadalupe y Calvo, en noviembre de 2019. Después de un año, puede jugar contento afuera de su casa de madera con techo de lámina. Ahí vive con unos 12 familiares, acomodados en tres habitaciones. En uno de esos cuartos guardan agua en dos tanques de 200 litros.

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La mamá de Servando, Antonia Sonaya, había salido con otra mujer por agua. Recorren una hora de ida y otra de regreso con un burro cargado para poder preparar la comida afuera de su vivienda, donde se encuentran los anafres y unos bancos improvisados con piedras y madera. Mientras sucede esta entrevista, aún no saben qué comerán. Es temprano. “Dicen que caminaron como una hora. Usan el agua para hacer la comida, para bañarse. Comen tortillas, pinole, acelgas, lo que se puede. Dicen que sí están preocupadas por el maíz, necesitan comprar más”, traduce Sergio Ramos durante una plática.

Al día siguiente, llegamos a Cerro Pelón. Su promotora, Luz Elena Ayala Ramos, se encargó de reunir a los habitantes de varias rancherías. En Cerro Pelón, los niños no asisten a la escuela; permanecen con su mamá y, desde pequeños, aprenden a trabajar. Tampoco hablan español. Los síntomas de malestar los atienden con los médicos tradicionales, que les soban el cuerpo, les dan plantas medicinales en ocasiones y hablan con los pacientes, porque hablar es curar el alma y acomodar las emociones.

El año pasado, el Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) del estado se comprometió a construir un Centro Regional de Nutrición y Albergue Materno (Cerenam), que están a punto de concluir, junto con una pequeña clínica en el centro de reunión de Choréachi que podrá atender a comunidades cercanas. Sin embargo, aún no tienen claro cómo operará. Daisy Acevedo, coordinadora estatal del programa por la Secretaría de Salud, explica que la idea es que tengan un nutriólogo de planta al que apoyen los promotores. El proyecto está en el aire porque el presupuesto para 2021 es incierto.

En Chihuahua Crece Contigo hicieron un convenio con Unicef y una de las recomendaciones del organismo es comprar una papilla que la Organización Mundial de la Salud (OMS) denomina “alimento terapéutico listo para el consumo” (ETLC), una pasta fácil de ingerir y de buen sabor, y cuya fórmula aprueba; así como básculas e infantómetros que, hasta ahora, les presta Unicef.

Sin embargo, en medio del proceso electoral en el estado —y de la pandemia—, el programa corre riesgo de desaparecer o de cambiar su objetivo; han despedido a varios integrantes de las brigadas médicas, entre ellos, profesionistas rarámuri.

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Al cierre de esta edición, las cifras oficiales de Covid-19 en la Sierra Tarahumara son bajas: de 48 020 casos confirmados en el estado, 1 030 corresponden a los municipios de la Tarahumara y, de éstos, 33 son de Guadalupe y Calvo y seis de Batopilas. De 4 455 defunciones en la entidad, 93 han ocurrido en la región serrana. De acuerdo con la Secretaría de Salud, ha habido brotes en centros de los municipios de Guachochi y Chínipas, pero la dispersión que hay en la Tarahumara ha ayudado a que no incrementen los casos. Los hospitales de la sierra que atienden casos de Covid-19 se ubican en Guachochi, Bocoyna y Guadalupe y Calvo, aunque este último solo tiene una cama para Covid, según los directivos. A la mayoría de los pacientes los han atendido en las ciudades más grandes, como Chihuahua, Cuauhtémoc o Parral.

La falta de capacidad económica y el acceso a derechos básicos, entre ellos, la salud, podrían colocar a la Sierra Tarahumara en un nivel crítico para una tercera etapa tardía de la pandemia, advierte el Índice de vulnerabilidad a nivel municipal en México ante Covid-19, que presentó la UNAM en mayo de 2020

Asediados por la violencia y la desnutrición, a unos días de la Navidad, el 18 de diciembre de 2020 los rarámuri danzaron y cantaron, celebrando su ritual; ofrendaron a Onorúame y le pidieron lluvia y salud. Diez días después por fin cayó una fuerte nevada en Chihuahua. Aunque no es suficiente para garantizar la cosecha de este 2021, fue esperanzador.

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