¿Oprimidas o empoderadas? La vida rural tiene rostro de mujer

La vida rural tiene rostro de mujer

Con la partida de los hombres hacia las ciudades o al extranjero empezó lo que han llamado la “feminización de la vida rural”. Donde alguna vez hubo hombres que sembraban el campo, ahora hay mujeres que se quedaron con tierras que no son redituables y de las que casi nunca son propietarias. Ahora ellas siembran en traspatios para darle de comer a sus familias, de las que están al cuidado, y recurren a otras formas de obtener ingresos. Pero, en ese proceso, han encontrado nuevas formas de vida y organización, como las cooperativas, en las que grupos de mujeres producen artesanías y alimentos, imparten talleres o venden recorridos turísticos y ecológicos —aunque no han sido aún una respuesta para salir de la pobreza extrema.

Tiempo de lectura: 20 minutos

 

I

Quince minutos a pie bajo el sol, a más de 35 grados, recorre Russy Rosalba Chay Tucuch todos los días de su casa al trabajo. Lo mismo hace cuando va a la tienda de abarrotes a comprar el mandado, o al centro, donde al mediodía encuentra tortas, panuchos, salbutes. Son caminos interminables de terracería tapizados de hoyos (ahí, ningún teléfono móvil tiene señal), entre sembradíos de frijol, calabazas y maíz, por los que pasan bicicletas con asientos traseros que funcionan como taxis y cobran 10 pesos por el traslado. Es un recorrido entre viviendas (que ya reemplazaron el bajareque por el ladrillo) con las puertas siempre abiertas, donde se ve a mujeres de huipiles blancos, algún perro tomando el fresco a la sombra o montones de basura quemándose junto al portal porque no pasó el camión de recolección municipal. Aquí no hay servicios médicos ni bancos, ni mercados ni microbuses locales. Aunque, como en toda contradicción, se alcanzan a ver en los techos algunas antenas de televisión restringida.

Esto es San Antonio Sihó: una comunidad de 1,500 habitantes mayas en el oeste de Yucatán, a nueve kilómetros del estado de Campeche, que vive en condiciones de pobreza como muchos otros poblados rurales de México. Solía ser una hacienda en la que se trabajaba el henequén, hasta que lo desplazó la industria de fibras sintéticas, como el nailon. En lo alto se alcanza a ver la chimenea de lo que era la máquina desfibradora; el casco principal sobrevive en el abandono, aún pintado de carmín, y funciona como bodega y tortillería.

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Son las 12:00 de un día de octubre de 2015, una hora a la que es poco usual encontrarse por los caminos a algún varón. A lo mucho, uno se topa con los chicos que salen de la telesecundaria, con el uniforme gris y los zapatos empolvados. La mayoría de los hombres sale muy temprano, a las 5:00 de la madrugada, a trabajar en las maquilas de ropa de los pueblos vecinos de Halachó y Maxcanú (a 20 minutos en automóvil), si no es que hasta la capital del estado, Mérida, donde trabajan en albañilería: van y vienen en autobús por 100 pesos.

—Ése es el trabajo que normalmente hace la gente, incluso las mujeres; salen de Sihó para trabajar y traer dinero a casa —dice Russy, como quiere que la llamemos, mientras recorre la comunidad—. Sólo que es mayor el trabajo para nosotras, las mujeres. Una tiene que preparar la comida una noche antes para el marido y, a la mañana siguiente, dejar el quehacer listo antes de irse a trabajar. Para las mujeres, la jornada es doble. No es justo —agrega—. El hombre no se suma a las tareas del hogar porque llega cansado. ¿Y nosotras no? Al final, parece que sólo una trabaja.

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