Timochenko, el último comandante de las FARC
Daniel Rivera Marin
Fotografía de David Estrada Larrañeta
Rodrigo Londoño se ufana de varias cosas: de entrar a la selva y poder salir con una sola brújula, de saber prender fuego sin que el humo llegue al cielo y de hacerlo con madera verde y mojada. Pasó a la historia como el hombre que firmó la paz colombiana, el acuerdo con el que la guerrilla más vieja de América Latina entregó las armas. Entrevistado en su casa, el último líder de una guerrilla, pide perdón pero no lo espera.
Entre los rebeldes que van a las armas, se pueden distinguir dos tipos: el que intenta parecerse al personaje que inspiró su insurrección y el que anhela más grandeza para sobrepasar a su comandante, lograr una versión superior. Rodrigo Londoño eligió emular a quienes lo inspiraron, vivir bajo ese designio, bajo esa sombra y, por eso, cuando habla repite frases que escuchó de sus jefes, los comandantes históricos de las FARC, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Dice cosas como: “En la selva del Guayabero, Jacobo Arenas dijo con mucha sabiduría, porque él sí sabía de política…” o “Manuel Marulanda se estaba bañando en una quebrada de aguas frías cuando se vio rodeado de militares…”. Londoño pierde el protagonismo de su propia vida y se la entrega a otros, como el huérfano que habla de su padre muerto.
Fue el tercer comandante en jefe de la ahora extinta guerrilla colombiana FARC-EP (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo) que, según el informe ¡Basta ya! del Centro Nacional de Memoria Histórica, cometió 24 482 secuestros (entre 1970 y 2010); 3 899 asesinatos selectivos (1981-2012); 717 acciones bélicas (1988-2012), entre las que se cuentan tomas armadas de pueblos, ataques a bases militares en las que murieron civiles y voladuras de puentes; 77 atentados terroristas (1988-2012); 343 masacres (1985-2012); y estrategias de guerra abominables como la siembra de minas antipersonales —que dejaron 10 189 víctimas entre muertos, mutilados, sordos y ciegos—, el reclutamiento de menores y los secuestros azarosos en carreteras llamados “pescas milagrosas”.
Las FARC nacieron en 1964 en Marquetalia, un caserío del centro del país, cuando miles de campesinos liberales eran perseguidos por el Partido Conservador, la policía, el ejército, la iglesia y grupos paramilitares. A muchos los aniquilaron cortándoles la garganta para sacarles la lengua en una práctica macabra que llamaban la “corbata”. Sus fundadores fueron Pedro Antonio Marín, alias Manuel Marulanda Vélez, que murió en 2008 a los 78 años, y Luis Alberto Morantes, alias Jacobo Arenas, quien murió de un infarto mientras daba un discurso entre sus pares de la guerrilla en 1990. Del primero, Londoño tomó las enseñanzas tácticas de guerra; del segundo, la teoría, el marxismo profundo.
Rodrigo Londoño es más conocido como Timochenko y su nombre cobró relevancia mundial el 24 de noviembre de 2016, cuando firmó la paz con el presidente colombiano Juan Manuel Santos al cabo de cuatro años de negociaciones en La Habana, Cuba, y después de un plebiscito en el que 50.2% de los votantes rechazó lo pactado en dichos diálogos. Hubo dos firmas, una antes del plebiscito y una posterior, después de que se sumaran al diálogo partidos de oposiciones, la Iglesia católica y algunos pastores evangélicos; organizaciones sociales y colectivos de Derechos Humanos. Así, tras 50 años de conflicto, 13 202 guerrilleros entregaron las armas. Muchos llegaron a unos campamentos de recepción en medio de las montañas; allí dejaron su armamento y cobraron identidad. Cientos ni siquiera existían en registros públicos. Llevaban hijos pequeños y heridas de guerra. Algunos llegaron sin brazos, tuertos, rengos. Algunos llegaron viejos. Entre ellos, Timochenko, que ingresó en 1976, con 17 años y dejando atrás a su familia —padre, madre, un hermano menor, cuatro hermanos medios—, de la que no se despidió.
—Y usted, ¿no pensaba en ellos?
—Sí, pero no era algo que contemplara, yo tenía clara mi decisión.
El relato de iniciación carece de épica, de sentimientos; parece el relato de un hombre que sólo conoce la resignación.
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Quindío es un departamento pequeño de Colombia, donde no viven más de 500 000 personas. Tiene 12 municipios, ninguno a más de una hora de la capital, Armenia. Es un lugar muy tranquilo, lo atraviesan ríos andinos de aguas lodosas y lo ocultan miles de guaduales, donde los atardeceres son de una tristeza de Dios: rojos, como si fueran una amenaza del fin del mundo. Por eso, pensionados de Bogotá, Medellín y Cali terminan allí sus vidas, lejos de las oficinas, cultivando pequeñas huertas y tomando café orgánico. Rodrigo Londoño ha seguido ese rumbo de la clase media: desde que empezó el encierro prolongado por el coronavirus vive en una pequeña finca quindiana donde se cultiva café y plátano. La única foto suya que se conocía antes de que firmara la paz lo mostraba como un hombre de más de 1.80 de altura, brazos gruesos y una barba temeraria. El servicio de inteligencia militar decía que era médico, que se había formado en la Unión Soviética y Cuba, que era un sanguinario con quien nunca existiría la posibilidad de paz. El tiempo demostró que la inteligencia militar sólo tenía dos cosas claras: su nombre real y su fecha de nacimiento.
Está de pie en el corredor de la casa donde vive, construida en una pequeña montaña del Quindío —horas antes del encuentro, el policía que comanda su seguridad pidió que no se revelara la localización exacta ni cuántos hombres lo cuidan ni sus posiciones— y, si no fuera por el ejército rebelde que comandó, el secuestro de civiles y soldados, las tomas sangrientas de pueblos y la lucha de décadas, cualquiera podría jurar que es un campesino que logró algún dinero; no mucho, el justo para vivir.
Tiene 71 años, no mide más de 1.70, no tiene barba y sí una barriga importante. Saluda con una voz un poco aguda. Está perfectamente peinado y sonríe —siempre ríe, ante cualquier pregunta, y es una risa que parece tímida—. La casa tiene una sala espaciosa. Hay un comedor separado de la cocina por una barra, donde dos mujeres jóvenes cocinan un guiso de lentejas y carne. Él se sienta en el comedor y por debajo de la mesa aparece un bebé de un año, su hijo, a quien levanta y sienta en sus piernas. Una de las mujeres se acerca. Es Johana Castro, su compañera, que tiene 36 años. Londoño dice que ésta es la casa donde intentaron matarlo.
Después de la firma de paz, las FARC se convirtieron en un partido político y Londoño en su máximo dirigente. Por eso tiene un grupo de guardaespaldas conformado por policías, exguerrilleros y civiles. En 2018 fue candidato presidencial y en los días de campaña no fue bienvenido en algunas ciudades. Lo esperaron con protestas, le arrojaron macetas, rocas y botellas. Se retiró de la campaña por problemas del corazón y las FARC no recibieron ni 1% de los votos. En enero de 2020, en un comunicado público, Londoño agradeció a la policía y al ejército por haberle salvado la vida al matar a dos exguerrilleros que, supuestamente, habían fraguado asesinarlo. En ese momento, mientras varios políticos colombianos insistían en que el proceso de paz había sido un fracaso, se denunció que los exguerrilleros abatidos tenían rastros de tortura y varios días de descomposición cuando el forense recibió los cuerpos. Todo cayó en el olvido y nunca se supo muy bien qué había pasado.
—Aquí fue donde intentaron hacerlo, se metieron dos exguerrilleros a matarme.
—¿Eran dos exguerrilleros?
—Sí, exguerrilleros, los hombres de confianza de El Paisa para todo ese tipo de cosas, para trabajo de asesinatos. La policía los mató aquí cerca de la casa, yo estaba durmiendo.
El Paisa es un excomandante guerrillero conocido por planear atentados en Bogotá, liderar secuestros y dirigir una de las columnas farianas más letales. Los hombres que iban a atacar a Londoño sólo traían dos pistolas, lo que le pareció raro, pues un atentado en contra de alguien con escoltas necesita de explosivos y, mínimo, un fusil.
—Los policías que están en mi esquema de seguridad confiscaron los teléfonos celulares y encontraron archivos que habían borrado, encontraron fotografías de la casa y hasta la minuta del esquema de seguridad. Con las fotografías, identificaron desde dónde las habían tomado y en esos lugares encontraron un fusil y un lanzagranadas m79. Allí hay un puente: sobre ese puente tenían explosivos, seguramente para volarlo por si yo alcanzaba a escaparme. Ahí mismo me mataban.
—¿Usted vio en ese plan el modus operandi de las FARC?
—Sí.
***
En diciembre de 2014, la fiscalía colombiana anuló más de 100 procesos que tenía en contra de Timochenko y suspendió 117 órdenes de captura mientras negociaba la paz en La Habana. Para ese momento, Estados Unidos ofrecía cinco millones de dólares de recompensa por él; Colombia, dos millones y medio. Tenía 16 condenas de entre 10 y 40 años de prisión en la Corte Penal Internacional por asesinato, secuestro, toma de rehenes, desplazamiento forzoso y reclutamiento de niños. El 24 de junio de 2013, la justicia colombiana lo condenó a 40 años de cárcel por atentar contra un barco que navegaba en el río Ariari. El 11 de septiembre de 2013 fue condenado a 31 años por atentar contra el hotel Acapulco, en el municipio de Puerto Rico, departamento del Meta, donde resultaron heridas 23 personas y murieron una mujer que vendía frutas en la calle, dos niños, un teniente y dos soldados. La cuenta es larga. Ahora pasa por un proceso ante la Jurisdicción Especial para la Paz, una corte que se creó como artefacto de justicia transicional para que los exguerrilleros rindan cuentas y digan la verdad a cambio de no pagar cárcel. Nunca ha faltado a una cita ante la corte, pero sus afimaciones en septiembre de este año sobre el reclutamiento de menores han causado indignación; asegura que a nadie se le pedía documento de identidad para ingresar a las FARC y esto los colombianos lo recibieron como la negación de una evidencia denunciada por excombatientes y familiares de víctimas. En la mesa de su casa, mientras toma una cerveza, después de comer el guiso de lentejas y de reflexionar sobre los excesos de un conflicto armado de 50 años, de los que él recorrió 40, dice:
—La guerra es una mierda.
—¿Qué piensa de los delitos que se le imputaron?
—En muchos de ésos ni siquiera tuve que ver, porque me condenan por cosas que sucedieron en el sur del país, cuando yo estaba en el norte, cerca de la frontera con Venezuela. Pero claro, se cometieron errores. Pero en ese momento los consideramos movimientos acertados. Yo ahora hago mucha autocrítica y les reconozco a las víctimas nuestros errores; pido perdón. Por ejemplo, nunca estuve de acuerdo con el reclutamiento de menores de edad, pero eran decisiones del colectivo.
—Usted era un menor de edad cuando entró a las FARC.
—Antes de irme, me dieron una charla en la que trataron de desanimarme, pero yo estaba decidido: yo admiraba la lucha armada y creía que sería cuestión de poco tiempo, como en Cuba.
Como quien vivió a la sombra de un padre, cumpliendo un destino heredado —el hijo que permanece médico porque el padre así lo fue—, Rodrigo Londoño no logró escapar de sus comandantes y trató de mantener el “legado” de Manuel Marulanda y Jacobo Arenas.
—Cuando entré a las FARC, llegamos directamente al campamento donde estaban ellos y es muy impactante ver hombres de ésos, que para uno eran como un mito. Y fue difícil, porque lo primero que recibí fueron órdenes.
Todas sus intervenciones sobre el proceso de paz se llenan de citas ajenas, de las conversaciones que tuvo con Marulanda y con Arenas. Dice que le advertían de lo traicionero de la oligarquía, de la aparición en Colombia de ejércitos de exterminio, de la necesidad de reivindicar la voz del pueblo. En su relato, Marulanda es un guerrero feroz, un guapo, un bravo; Arenas es un sabio, un filósofo, un hombre que podría ser Sócrates. Cuando Rodrigo Londoño fue nombrado comandante en jefe, era un hombre desconocido, muy pocos colombianos sabían de él; no era como otros comandantes ya muertos, quienes se habían hecho famosos por los tantos secuestros y las tomas armadas de pueblos. Se le conoció recién con el proceso de paz, cuando salió en medios de comunicación y dio entrevistas. Entonces ocupó el imaginario nacional, encarnó el demonio temido por millones: el guerrillero comandante, quizá una figura más temida que la del narco.
***
La confrontación entre el gobierno colombiano y las FARC empezó en 1964 y terminó en 2016. Las FARC sólo tuvieron tres comandantes en su historia. Manuel Marulanda Vélez, cuyo nombre verdadero era Pedro Antonio Marín, se convirtió en un mito subversivo. Cuando otros exguerrilleros lo citan, parece que recitaran el Corán o la Biblia, como si ese hombre no hubiera sido un estratega, sino un profeta, un monje de conciencia superior. El segundo comandante fue Alfonso Cano. Los guerrilleros y políticos que alguna vez lo conocieron dicen que era un intelectual. Su nombre verdadero era Guillermo León Sáenz y murió bombardeado el 4 de noviembre de 2011, cuando el gobierno de Santos ya tenía conversaciones secretas con la guerrilla. Entonces, Rodrigo Londoño asumió la comandancia por orden del máximo organismo guerrillero, el Secretariado de las FARC, elección que le llegó más por sus años en la guerrilla que por su protagonismo mediático, que no existía.
En esos más de 50 años, pasaron de ser una guerrilla campesina minúscula de labores agrícolas, panfletarias y de mínima acción militar, a ser una fuerza letal. En los ochenta, fracasó el primer proceso de paz y se consolidaron otras guerrillas como el ELN, el EPL y el m-19. Entonces, las FARC definieron un plan militar para tomar el poder e implementaron el secuestro, las extorsiones a ganaderos, los impuestos a narcotraficantes y, en algunos frentes, el narcotráfico. El conflicto armado colombiano devino en una tormenta de sangre que giró con vientos oscuros durante casi 30 años. Resultados: 218 094 asesinados, 25 007 desaparecidos, 5 712 506 desterrados.
Manuel Marulanda Vélez, máximo comandante —el mismo que hizo de Timochenko uno de sus discípulos y lo llevó con 26 años a ser parte del secretariado—, definió una estrategia de guerra que empezó con la toma del sur del país; las tropas se alimentaron durante años del impuesto a capos que sacaban drogas y algunos frentes se encargaron incluso del mismo negocio de producción, recolección y fabricación de la pasta base.
—En los años ochenta, nosotros quisimos que el socialismo internacional nos ayudara a expandirnos. Nunca nos entrenaron rusos ni cubanos, sólo tuvimos intercambios exitosos con los guatemaltecos; de ellos aprendimos mucho de comunicaciones. Con los nicaragüenses tuvimos muchos problemas porque nos prometieron armas pero no cumplieron. Esto nunca lo he hablado. Fue una gran decepción. Entonces, cuando nosotros nos encontramos con el narcotráfico y vimos ese montón de plata, dijimos: “Ah bueno, el campo socialista no nos ayudó, aquí está la plata”, pero nos estrellamos, porque nos dimos cuenta de que el que se metía a eso se perdía como revolucionario. Ya en los ochenta, en el sur del país, un comandante se puso al servicio del narcotráfico. Se llamaba Argemiro Martínez y yo fui con una comisión para verificar cuál era su relación con los narcotraficantes, porque eso era nuevo para nosotros: tenía pista para avioneta, entregaba coca y recibía costales de plata. Ya la dinámica se estableció en una reunión de comandantes. Concluimos que no era el negocio para nosotros, meterse a exportarla. Sí hubo gente que de pronto se metió, pero los revolucionarios convencidos no nos hicimos narcos; sólo cobrábamos impuestos a los narcos, vigilábamos los laboratorios.
“El servicio de inteligencia militar decía que se trataba de un médico, que se había formado en la Unión Soviética y que era un sanguinario con quien nunca existiría la paz”.
Siempre que se le pregunta de manera directa por un hecho puntual del conflicto, hace la salvedad de que las decisiones que se tomaron respondían a dinámicas de la guerra que nadie más que un perseguido puede entender y que buscaban el bien supremo para el país: la liberación, la insurrección. Mientras habla, golpetea con los dedos en la mesa sin musicalidad.
Con el problema económico resuelto, las FARC crecieron en los noventa. Para abarcar un país grande y de vegetación densa, con parte de la amazonia y la cordillera de los Andes fragmentada en tres ramas portentosas, la guerrilla se fortaleció en bloques. El más famoso y letal fue el Oriental, que comandó Jorge Briceño, alias el Mono Jojoy —“quizá mi único amigo, el amigo que tuve en las FARC; pero al final nos distanciamos mucho, no estuvimos de acuerdo en algunas cosas”, dice Londoño— quien, de no haber muerto el 22 septiembre de 2010 en un bombardeo, se hubiera convertido en comandante en jefe. El Mono Jojoy lideró la creación de armas no convencionales como las cilindro-bombas que se usaron en ataques a cuarteles de policía y militares en medio de poblaciones civiles y las minas antipersonales, que se sembraron por campos y montañas, donde cayeron militares, soldados, campesinos, niños.
Entre 1991 y 2002, según la fiscalía colombiana, el Bloque Oriental tomó a más de 70 poblaciones, donde desplazó a centenares de familias y mató y secuestró a soldados. La época más feroz fue entre 1998 y 2002, cuando las FARC negociaban la paz con el presidente Andrés Pastrana, un proceso fallido que se conoció como los “diálogos del Caguán”; el gobierno les entregó 42 000 kilómetros cuadrados sin presencia de las fuerzas militares. Hasta ese lugar llegaron las ONG y periodistas, y vieron lo que hasta entonces estaba oculto para la Colombia urbana: jovencitos y adolescentes reclutados. En esos años, las FARC retuvieron soldados a manos llenas y el país los vio en videos que los mostraban encadenados en celdas improvisadas en medio de la selva. Secuestraron a políticos, periodistas, senadores, empresarios y a la candidata presidencial Íngrid Betancourt, quien permaneció en el monte más de seis años. Por entonces, Timochenko estaba lejos del sur del país, porque desde mediados de los noventa era el comandante del Bloque Magdalena Medio y tenía guarida en la región del Catatumbo, por la cordillera Oriental, en la frontera con Venezuela.
Aunque las FARC crecieron mucho en los años noventa, el país sólo sabía de su máximo comandante, Manuel Marulanda; los demás comandantes de bloque eran desconocidos.
—Colombia conoció a los comandantes guerrilleros en 1998, en las negociaciones del Caguán, pero usted estaba un poco escondido.
—Yo estaba en el norte del país, en el Catatumbo. Sí fui algunas veces y, para mí y los compañeros con los que iba, fue una sorpresa muy grande, porque en el Catatumbo a veces pasábamos problemas económicos y semanas comiendo sólo fríjoles, pero vimos en el sur una guerrilla que tenía carnes, verduras, frutas.
—Ésa era una guerrilla violenta, dura, y usted, al ser parte del secretariado, debió conocer los planes de expansión.
—La expansión que tuvimos en los noventa fue una estrategia acordada entre todos, sí. Se trató de un proyecto político-militar: queríamos ganar posiciones, sacar a la fuerza pública del territorio, y estábamos hablando de bases de 120, 150 y hasta 300 hombres. El sueño nuestro era que la gente nos acompañara en el levantamiento, que hubiera una insurrección. Pero bueno, no fue de esa manera. Sí se tomaron soldados como prisioneros, ésa es una figura válida en un conflicto, pero aquí la oligarquía está por encima de lo que sea y no quisieron reconocer que era una figura de los conflictos internos.
Durante las negociaciones del Caguán, las FARC propusieron un acuerdo humanitario para intercambiar soldados y policías secuestrados por guerrilleros capturados, pero la propuesta nunca se concretó.
—Hubo un momento en que yo le escribí al Mono Jojoy; le dije que si no había manera de desencadenar a esa gente, pero dijo que no, que porque se volaban. Nosotros en el Catatumbo tuvimos unos ocho policías como prisioneros y se nos volaron. Yo nunca le puse cadenas a nadie.
En 2002, el país estaba harto del miedo. No se podía viajar por carretera de un departamento a otro sin el riesgo de caer en un retén ilegal y terminar secuestrado. Las FARC estaban a tan sólo media hora de ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, donde llegaron a secuestrar a políticos en operativos de espectacularidad cinematográfica. Entonces, fue elegido presidente Álvaro Uribe Vélez, quien cosechó la bonanza del Plan Colombia, una alianza de apoyo económico y logístico con el gobierno estadounidense. El gobierno de Uribe trazó un plan de combate que diezmó a las FARC: hubo bombardeos de campamentos, cercos a zonas de conflicto que impedían el abastecimiento de los subversivos, extensión de tropas del ejército por todo el país y rescate de secuestrados; así, murieron comandantes importantes como el Mono Jojoy y Raúl Reyes. También se negoció la paz con el grupo paramilitar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) —responsables de 8 903 asesinatos selectivos y de 1 186 masacres, en gran medida, entre 1998 y 2005—, un ejército ilegal que fue vital para los golpes militares a las FARC durante el mismo gobierno de Uribe a quien, hasta el día de hoy, se acusa de violaciones de derechos humanos (la justicia encontró culpables a cientos de militares que vestían de guerrilleros a campesinos y jóvenes inocentes para asesinarlos y mostrarlos como resultados positivos de la confrontación). Hoy Uribe está en prisión preventiva domiciliaria, mientras se desarrolla un juicio en su contra por compra de testigos. En 2010 y bajo la promesa de continuar con las políticas de Uribe, llegó a la presidencia Juan Manuel Santos, con quien se esperaban más confrontaciones y bombardeos. Sin embargo, el 4 de septiembre de 2012 se anunciaron diálogos de paz.
—Vivimos momentos muy difíciles. En el monte ya nos daba miedo abrir un computador, porque sabíamos que nos podían ubicar. Nosotros encontramos chips en jabones, en paquetes de lentejas y fríjoles, en ropa interior, en carpas, en botas. En el gobierno de Uribe y al principio del de Santos, nos persiguieron muy duro, aunque nunca nos sentimos derrotados. Hasta que llegó el proceso de paz. En ese momento, el comandante en jefe era Alfonso Cano, que murió en un bombardeo el 4 de noviembre de 2011, cuando ya estábamos en conversaciones secretas. Todos vimos en la propuesta del gobierno sinceridad. Así que le apostamos, pese a la muerte de Cano. Después, a mí me eligieron como comandante y seguimos con la paz.
Las negociaciones públicas duraron poco más de cuatro años en La Habana, Cuba. El jefe de la delegación fariana fue Iván Márquez, comandante del bloque Caribe, y lo acompañó un grupo de unos 20 guerrilleros de diferentes rangos, entre ellos, Jesús Santrich, un comandante ciego que se hizo popular durante el proceso. Como comandante, Timochenko fue quien firmó la paz por parte de las FARC el 24 de noviembre de 2016. Los acuerdos se resumían en seis puntos: desarrollo agrario, participación política, fin del conflicto, solución al problema de las drogas ilícitas, víctimas y mecanismos de refrendación de los acuerdos. Durante esos cuatro años, éstos se sometieron a la opinión pública, lo que movió los ánimos de un país con miles de víctimas y cinco décadas de enfrentamientos. De hecho, el 2 de octubre de 2016 se hizo un referendo de carácter vinculante para que los colombianos decidieran si apoyaban el final del conflicto: 50.21% votó “no”, 49.78% votó “sí”. El tratado de paz quedó sin efecto y tanto las FARC como el gobierno hicieron arreglos rápidos con la oposición y se llegó a la firma. Se creó un tribunal de justicia transicional —Jursidicción Especial para la Paz (JEP)— que les ofreció a los exguerrilleros la ausencia de penas a cambio de información sobre masacres, tomas de pueblos, asesinatos, secuestros, narcotráfico; incluso se crearon espacios territoriales rurales para que los excombatientes empezaran una nueva vida con proyectos productivos y un subsidio de poco más de 300 dólares.
Cuatro años después de esa firma, las FARC es un partido político con la misma sigla —ahora significa Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común—; tienen diez congresistas y un alcalde. En ese período, el ejército o grupos paramilitares no identificables han asesinado a 200 exguerrilleros, otros miles de ellos han desarrollado empresas turísticas, agrícolas, de confecciones y hasta han apoyado expediciones botánicas en territorios que la guerra prohibió por años. Pero en agosto de 2019, los jefes negociadores Iván Márquez y Jesús Santrich regresaron a la selva y a la guerra —desde donde planearon matar a Timochenko en enero de 2020—, pues a Santrich le abrieron una investigación por supuesto narcotráfico y nexos con capos mexicanos. Entre 2016 y 2020, grupos paramilitares y exguerrilleros vueltos a las armas asesinaron a más de 500 líderes sociales y a más de 200 exguerilleros. En los espacios territoriales corren amenazas y cientos de excombatientes los han abandonado; para miles de ellos es difícil conseguir empleo y los subsidios que prometió el gobierno tardan en llegar a las cuentas bancarias. La paz está maltrecha y Rodrigo Londoño es el único entre los líderes y excomandantes que mantiene una vida pública. Tiene una esposa, un hijo, un perro que trajo del monte, una cuenta de Twitter y otra de Instagram.
***
Nació el 20 de enero de 1959 en La Tebaida, Quindío, un municipio al sur del departamento donde, por esa época, se expandían algunas bandas liberales perseguidas por policías y grupos conservadores, en un período que en Colombia se conoce como La Violencia, que empezó con el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán y terminó con el nacimiento de las FARC en 1964. Sus padres eran Arturo Londoño y Elisa Echeverry, quienes habían tenido matrimonios anteriores. A ella le habían asesinado al primer esposo en la puerta de la casa por ser liberal; él simplemente dejó su primer hogar porque se enamoró de ella. Rodrigo fue el primogénito. Su hermano menor, Henry, fue asesinado muchos años después y Rodrigo sospecha que se trató de un “delito de sangre”.
La plataforma Zoom es su herramienta de comunicación predilecta: no habla por teléfono y el Whatsapp lo usa con el laconismo de un telégrafo. Conserva algunas previsiones de la época de la guerra: habla sólo lo necesario, teme que lo estén escuchando —“muchos bombardeos nos cayeron porque rastreaban las señales de los celulares o de los computadores”—. La primera entrevista tiene lugar de manera virtual. Para eso, pide que se le envíe un link de Zoom: “Yo sólo doy clic y entro, así me queda más fácil porque no sé hacer nada más con este computador”. Está sentado en un escritorio espacioso, la cara bañada por una luz plena. Detrás de él hay una estantería con libros, una puerta cerrada que en algún momento abrirá Johana, su esposa. En el escritorio se ve la antena de un radio, un iPhone y poco más. Viste una camiseta azul y está perfectamente peinado, pulcro.
—La infancia fue muy bonita. Era la infancia de un pueblo pequeño donde todos nos conocíamos.
Aprendió a leer antes de los cinco años y muy rápido dominó operaciones matemáticas básicas. Sin embargo, no lo aceptaron en la escuela del pueblo porque la ley ordenaba el ingreso a los siete años. Su madre lo instruía con la Biblia, un libro que le pareció especialmente bello por la calidad del papel. El padre era un campesino liberal, analfabeta, que devino en comunista y le hacía leer la Voz Proletaria, el periódico del Partido Comunista Colombiano.
—Mi papá era un campesino antioqueño que llegó en la colonización del Quindío, era analfabeto y muy rebelde, por eso nunca estudió. Me arrepiento de no haberle preguntado en qué momento se volvió comunista. Era liberal, gaitanista, y nunca le pregunté cuándo dio ese paso. Tenía unos familiares, primos, casi todos de ideas comunistas, revolucionarias; eran militantes pasivos. Mi papá sí era activista, incluso fue candidato al Concejo de La Tebaida —organismo que existe en todos los municipios de Colombia y que hace control político a los alcaldes, aprueba presupuestos y políticas ciudadanas—; no había debate importante en el Concejo en el que no estuviera. En sus discursos recitaba de memoria trozos de Ignacio Torres Giraldo —marxista colombiano que murió a mediados del siglo pasado— y del mismo Jorge Eliécer Gaitán.
Cuando ingresó al colegio, se destacó como un buen estudiante y, como muchos otros niños del campo colombiano, acompañaba a su padre en los trabajos de la siembra y la cosecha del café. Los fines de semana visitaban con su madre los cines de Armenia donde veía westerns y películas de comediantes mexicanos. Los 40 años que estuvo en la guerrilla recordó esos domingos, no como quien mira el pasado queriendo volver a él, sino como un pequeño diamante perdido del que sólo se recuerda el brillo.
Cuando estaba en secundaria, abandonó el colegio porque su padre lo castigaba con dureza cada vez que no quería trabajar. Tiempo después, trató de continuar con sus estudios, pero fracasó. Vivía entonces en Quimbaya, Quindío, con su media hermana mayor y era parte de la Juventud Comunista, organización con la que visitaba la Universidad del Quindío —un muchachito de 16 años que parecía mayor, cuya lengua filosa avivaba debates políticos que los jóvenes de pregrados no resistían—, donde se hizo conocido por su pasión comunista, fruto de años de escuchar Radio Habana con su padre, de leer el semanario Voz, de presenciar las tertulias etílicas de los copartidarios que llegaban a su casa para analizar la desigualdad y la persecución de los liberales.
—Estábamos preparándonos para la campaña electoral y un día se armó una discusión con un simpatizante de la organización; yo, con 17 años, me creía muy grande y oí a un dirigente de la Juventud Comunista decir que las elecciones no valían la pena, que lo que valía la pena era echar plomo; que a quien quisiera, él le ayudaba a entrar a las FARC. Luego contacté al tipo y le dije que yo me quería ir. A los días ya me llamó otro hombre y me pusieron una cita para una reunión y ahí trataron de convencerme de que no me fuera, pero la decisión ya estaba tomada.
“La oposición decía que Juan Manuel Santos tenía un propósito: entregar el país al comunismo. Dijeron que todo estaba planeado para hacer a Timochenko presidente”.
Por esos años tuvo un amigo cercano, Jorge Rojas Rodríguez, quien después se hizo periodista, formó la ONG Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes) y fue secretario de integración social de la alcaldía del exguerrillero del m-19, Gustavo Petro, en Bogotá. Jorge Rojas y Rodrigo Londoño vivían juntos en la casa que la Juventud Comunista tenía en Quimbaya. Compartían los oficios caseros, estudiaban marxismo y hacían teatro. Solían pintar paredes con leyendas que elogiaban la gesta cubana, a Fidel Castro y al Che Guevara; como predicadores, promulgaban el mensaje comunista con megáfono en mano. Escribe Rojas en su libro Timochenko. El último guerrillero (Ediciones B, 2017):
“De pronto irrumpió en la Casa del Pueblo el médico Santiago Londoño, un prestigioso y acaudalado cardiólogo, admirado y perseguido en la región por su declarada amistad con la revolución cubana. Traía en sus manos, como si fuera un trofeo, un morral de lona color verde oscuro y un par de botas negras pantaneras. Se paró al frente de la reunión de militantes del partido y de la Juventud Comunista de Quimbaya, que se hacía todos los sábados a las siete de la noche con la religiosidad de una misa, y preguntó en voz alta: ‘¿Quién es el verraquito que se va conmigo?’
”Del fondo del salón se levantó Rodrigo y marchó al frente con orgullo y en silencio. Tomó el morral, que estaba desocupado, y lo acomodó en su espalda. Después recibió las botas con la mano izquierda y enseguida levantó la otra mano con un gesto que simboliza al mismo tiempo victoria y despedida. Luego se subió en la parte de atrás de una vieja camioneta que alcanzábamos a divisar estacionada frente al local del partido”.
Londoño no da detalles de su partida y recuerda que llegó a unas casas de copartidarios en Bogotá. Después de unos días en la capital, emprendió camino con un guía y un indígena al páramo de Sumapaz, ubicado en la cordillera oriental y que comunica el centro del país con el sur: Meta y Huila, donde las FARC siempre tuvieron hegemonía. Por un descuido del guía, Rodrigo y el indígena —de quien no recuerda el nombre ni conoce su suerte— terminaron en el campamento de Manuel Marulanda y Jacobo Arenas, los fundadores. Fue el mismo Arenas quien le tomó los datos a Rodrigo y en ese momento escogió su seudónimo porque un hombre que había estado en la Unión Soviética le había hablado de un tal Timochenko. El apodo mutó muchas veces: Timo, Timoleón Jiménez.
—Usted, en teoría, puede decir cómo prender fuego, pero allá uno lo vivía: prender fuego con madera seca, con madera verde, con madera mojada; comer culebras, micos, guatines; no comer por semanas, no cambiarse la ropa; meterse en la selva más difícil y guiarse sólo por la brújula; pasar retenes de paramilitares y de militares, siguiendo el papel de un minero o de un cura o de un campesino pequeño —dice sentado allá en su escritorio, mientras la señal de WiFi tambalea.
—¿Nadie de su familia supo que se fue a las FARC?
—No, a nadie se lo dije, era lo mejor. Mi mamá sí estuvo averiguando con la gente del partido y le dijeron que yo me había ido a estudiar a la Unión Soviética. Yo me fui y nunca más volví a aparecer.
—¿Nunca se arrepintió?
—En la guerrilla tuve muchas dificultades, pero yo nunca me arrepentí. Cuando sucedía algo complicado, yo recordaba que la decisión la había tomado a conciencia. Eso me ayudó en estos 40 años que duró la lucha.
El tono de la voz no tiene dramatismos. Cuando se le pregunta si cambiaría algo en su vida, rechaza la propuesta; no quiere perder tiempo en especulaciones. Cuando ingresó a las FARC, la guerrilla apenas hacía una o dos “intervenciones militares” en el país cada año, pues estaban armados con trabucos y escopetas de la Primera Guerra Mundial. El trabajo más importante era discursivo y él, uno de los pocos que sabía leer y escribir, y que había estudiado el marxismo, se convirtió en un líder temprano.
—Mi primera misión fue el 7 de agosto de 1977 en Santana Ramos, Caquetá. Éramos 10 guerrilleros. Visitamos a la gente casa por casa y concentramos a todos en la plaza. El discurso lo dimos desde la inspección de policía y el megáfono nos lo prestó un cura o un pastor evangélico, no recuerdo. Ése fue mi primer discurso ante masas. No sé cuántas barbaridades dije en ese momento. Tenía 18 años.
Pero ahora, dice, tiene que terminar la conversación. Lo espera el cuidado de su pequeño hijo, que ya se dio la siesta de la tarde y quiere jugar.
***
Entre 1958 y 2012, como resultado del conflicto armado en Colombia hubo 218 094 personas asesinadas, de las cuales 19% eran combatientes y 81% eran civiles. Los asesinos: guerrillas —FARC, ELN, EMP, M19—, grupos paramilitares, el ejército y la policía. Los actos de guerra fueron atroces: secuestros, desapariciones, violencia sexual, desplazamientos forzados, minas antipersonales. Millones de colombianos no olvidan los años de dolor que testimonian las víctimas de las FARC.
“Era terrible: yo, a los 74 años, cagando sin papel para limpiarme, junto a una mujer apuntándome con un fusil. La humillación y la degradación son pavorosas. Al final, uno se acaba acostumbrando físicamente, pero nunca mentalmente. Estuve allí, en esa caja de fósforos, viendo pasar las horas, los días lentos y planos, y volvían a pasar los mismos días y las mismas horas, semana tras semana, el mismo día que se repetía una y otra vez, y yo siempre esperando que algo cambiara”, dijo el periodista Guillermo Cortés, quien estuvo secuestrado 205 días en el 2000, en un testimonio publicado en el texto “El secuestro de la Chiva”, en El Malpensante.
“Después de mis 11 años vino el horror que viví en el marco del conflicto armado… fui víctima de alguien que entró a la casa, me apuntó y dijo que, si no me quedaba quieta, le hacía algo a mis hermanos… la que me encontró donde yo estaba escondida cuando fui violada fue mi mamá… me abrazó y me dejó en los brazos de mi abuelita y se fue y se le enfrentó a las FARC a decirles que un integrante de ellos había violado a su hija… esto conllevó a que meses después asesinaran a mi mamá”, le dijo Yolanda Pérez Mosquera —víctima, líder social y defensora del acuerdo de paz— al canal Telemedellín.
“A mi niña pequeña, que en ese momento tenía dos años, se le fue parte del cuero de la espalda y aún tiene las cicatrices. A mi otra hija, que tiene problemas de retraso mental, se le abrió la pierna y perdió tres dedos del pie izquierdo. A mí, una esquirla me abrió la pierna, se me afectó la clavícula y la columna vertebral del mismo golpe que generó la onda explosiva. A mi hermana se le reventaron los oídos por la detonación”, le dijo Macaria Allín Chaverra al diario El Espectador, sobre la masacre de Bojayá, ocurrida el 2 de mayo de 2002 cuando, en enfrentamiento con los paramilitares, las FARC lanzaron una cilindro-bomba que cayó en una iglesia donde se refugiaban civiles y murieron 79 personas.
***
Cuando el proceso de paz apenas caminaba en La Habana, ya los políticos de oposición decían que el presidente Juan Manuel Santos tenía un propósito: entregar el país al venezolano Hugo Chávez y a Fidel Castro; al comunismo. Dijeron que todo estaba planeado para hacer a Timochenko presidente.
—Los insultos, ¿cómo los recibe?
—Hombre, uno entiende que hay heridas muy grandes. Yo he pedido perdón a las víctimas. Ahora pienso que la paz debimos firmarla en los años ochenta. No habría tantas heridas.
Son las nueve de la mañana y estamos en la finca en la que vive. Ya hizo ejercicio durante media hora.
— ¿Tomaron café?
Sale de su estudio por unas tazas de café, pero regresa con unas latas de cerveza.
—A ver, hombre… la lectura de los momentos históricos o de las coyunturas son una cosa en el momento y otra a la luz del tiempo. En esa época estábamos hablando de una confrontación armada, de una lucha por el poder. Claro, nosotros nos justificábamos y decíamos que quienes pedían debate tenían una posición blandengue, socialdemócrata, pero ahora vemos que tenían razón.
—Usted ha recibido ataques de su partido porque lo consideran blando, acomodado a la nueva vida; porque no apoyó a Iván Márquez y a Jesús Santrich cuando regresaron a la guerra.
—Pero ya estamos en la paz, ya firmamos; yo no puedo salir a desmotivar a más de 10 000 exguerrilleros que están haciendo una nueva vida. Aceptamos vivir en democracia. En esa medida, si le abren un proceso judicial a Álvaro Uribe, pues mi opinión es que le respeten su derecho a la defensa. A mí me dolió que quienes eran mis compañeros volvieran a la guerra.
“Yo les decía a los muchachos que a ese escenario nos íbamos a enfrentar: sentarse con otro colombiano, con gente igual a uno, y decirle: ‘Sí hermano, nosotros le matamos a su papá porque era la vida de él o la de nosotros’”.
—A la guerra han vuelto otros hombres, también excombatientes. Dicen que el gobierno no cumplió con los pactos de paz…
—Son muy pocos. Se trata de gente descompuesta, que llegó en la última etapa de las FARC. Hubo zonas muy descompuestas en la guerrilla, todo por culpa del narcotráfico y una deficiente formación política. Nunca se me olvida una vez en la selva del Guayabero con Jacobo Arenas. Él dijo que un hombre con poder, armado y sin nada en la cabeza, era sumamente peligroso. Durante toda esa etapa de confrontación tan dura, con razón o sin razón, se dejó de hacer el trabajo de educación con la gente. La guerra nos quitó a mucha gente buena y, cuando morían los buenos, subían otros que no tenían tanta formación.
—¿Es una justificación?
—Estamos en el escenario de decir la verdad ante la Jurisdicción Especial para la Paz, ése es el propósito; pero hay una línea muy delgada entre el reconocimiento y la justificación. Ahora bien, uno dice que no todo fue malo, pero ¿cómo plantearlo sin molestar, sin incomodar? Hace un tiempo me decían: “Cuando usted habla con las víctimas, plantea las cosas bien y todo el mundo sale contento, porque usted reconoce. Pero cuando se va al escenario judicial sale el elemento justificativo”. Hay un punto que debemos tener en cuenta siempre: todos los desmanes, las muertes; todo eso es fruto de unas circunstancias propias de la confrontación.
Habla con fluidez y sin guion. Puede responder una pregunta sobre la barbaridad de la guerra e inmediatamente pasar a la historia de un guerrillero que comió el fruto de una palma que le detuvo el tránsito intestinal o la historia de un cubano que llegó a la selva para ayudarlos a fabricar armas; que después de un bombardeo le cogió pavor a los helicópteros y, al escucharlos, se defecaba en la ropa o aquel consejo de guerra en que descubrieron a un infiltrado y tuvieron que fusilarlo.
—Los consejos de guerra eran momentos duros y complejos. ¡Muy bueno que ahora todo lo arreglamos hablando! Estuve en un consejo de guerra que duró tres días. Eso fue con Jacobo. Él no quería que fusilaran a esa muchacha, pero eso lo decidía el colectivo y la muchacha le estaba llevando información al ejército: era ella o nosotros. La dinámica de la guerra es ésa. Cuando comenzaron los diálogos de paz, yo les decía a los muchachos que a ese escenario nos íbamos a enfrentar: sentarse con otro colombiano, con gente igual a uno, y decirle: “Sí hermano, nosotros le matamos a su papá porque era la vida de él o la de nosotros. Su papá iba a ir al batallón a decir dónde estábamos”. Por eso había que acabar esta vaina. De una u otra manera, pasamos de la irracionalidad de la guerra a la racionalidad de la paz.
***
—Lo conocí durante el proceso de paz, en Cuba —dice Víctor Echeverry, sobrino de Londoño, uno de los pocos familiares que no teme hablar, dueño de la finca en la que ahora su tío pasa la cuarentena—. Fui a visitarlo con mi mamá, que es hermana mayor de él. Desde ese momento, empezamos a tener relación. Es mi tío y aquí les estoy tratando de ayudar con el proyecto que quieren empezar. Yo sabía que mi tío era Timochenko, pero la vida de nosotros seguía muy normal. A veces sí pasaban cosas extrañas, como que a la casa llegaban policías a preguntar pendejadas. Mi mamá decía que no tenía nada que ver ni sabía nada de nada, lo cual era cierto. Yo me he dado cuenta de que él ahora quiere una vida tranquila. Vive enamorado de su esposa y de su hijo.
Londoño no sólo se ha encontrado con la familia que dejó a los 17 años, sino también con una hija que nació en 1988 de la relación que tuvo con una guerrillera. La muchacha, de quien se reserva el nombre, ahora vive en España y tiene tres hijos.
***
Es un sábado de julio y Rodrigo Londoño tiene una reunión del partido FARC (Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común) por Zoom. La tarde está gris en el Quindío y Johana tiene al pequeño Yohan en las piernas. Cuenta que Londoño se levanta antes de las cinco de la mañana, como solía hacer en el monte: hace ejercicio, desayuna, escucha radio y entra en una interminable jornada de reuniones. Desde que firmó la paz, ha tenido varias enfermedades: una isquemia, un infarto y, por lo que pareció ser una aneurisma, estuvo muerto 35 minutos en La Habana.
—Yo conocí a Rodrigo en la décima conferencia de las FARC, que sucedió después de terminado el proceso de La Habana. Yo formaba parte del equipo de prensa de la guerrilla; un día me dijeron que me fuera a cubrir una asamblea y le pedí a él que me diera una entrevista. Aceptó, pero me tocó ocuparme de su imagen, porque andaba como mal de apariencia, de ropa, y la barba desarreglada, entonces le dije que si quería que le arreglara la barba. Yo nunca lo había visto. Desde ahí empezó a mirarme mucho. A los pocos días nos hicimos novios, pero yo no sabía si eso iba a durar porque a él siempre lo miraban otras mujeres, otras camaradas.
—Él tiene fama de ser bravo…
—Yo creo que es muy diplomático. Es una persona muy noble y razonable.
Johana ingresó a las FARC en 1999, cuando tenía 15 años. Su hermano mayor también ingresó a la guerrilla y está desaparecido. Johana nunca pensó que tendría un hijo, mucho menos, un marido, pues en la guerrilla se acostumbraba no tener cadenas y el amor duraba muy poco tiempo.
—Nosotros no vivimos solos, vivimos con otros exguerrilleros, porque no nos imaginamos la vida solos, no somos capaces. En los campamentos uno se levantaba y ahí mismo veía a los compañeros y empezaba a hacer las tareas en colectivo. Es muy difícil deshabituarse a eso. Aquí seguimos tratando de tener todas esas cosas en común.
***
El 2 de agosto, en uno de los pocos encuentros que han tenido desde que firmaron el acuerdo de paz, el expresidente Juan Manuel Santos entrevistó a Rodrigo Londoño para el Canal Caracol, en Colombia. Hicieron reflexiones sobre el proceso de paz, las dificultades, el asesinato de excombatientes, el papel de la verdad para la reconciliación.
Santos preguntó:
“—Como presidente, para mí era muy difícil enviar soldados a la guerra y después tener que consolar a sus hijos y a sus viudas. A usted le tocaron situaciones muy complejas, más de 1 000 guerrilleros al año que morían en esa guerra. ¿Cuál era su situación personal, humana, frente a eso?, ¿qué sentía en ese momento?
—[…] con la diferencia de que usted podía consolar a las madres, pero las madres de los guerrilleros ni sabían que sus hijos habían caído en combate. Muy doloroso […]
—¿Usted sintió eso que llaman la soledad del poder?
—Yo no sé si la del poder, porque ahí no era mucho el poder que uno tuviera […], sí la soledad de poder discutir, de intercambiar, de tomar decisiones”.
***
Ahora que es padre, le tiene miedo a la muerte. Pide perdón, pero no lo espera. No terminó el colegio. No es médico, aunque en los ochenta lo capacitaron los médicos aliados de las FARC en cirugías menores, en anatomía elemental. Nunca se formó en la Unión Soviética, como aseguraba la inteligencia colombiana. Tiene una risa extraña, persistente, tímida. A los 23 años fue parte del Estado Mayor Conjunto y a los 26 ya era miembro del secretariado de las FARC, el más joven en llegar a la máxima instancia guerrillera. Nunca lo hirieron. No sabe a cuántas personas mató en una confrontación. Fue encargado de la formación de los que recién llegaban a las FARC. Dice que en los años noventa le salvó la vida a un grupo de militares que cayó herido después de un combate. Se ufana de varias cosas: de entrar a la selva sólo con una brújula y poder salir; de saber prender fuego sin que el humo llegue al cielo y de poder hacerlo con madera verde y mojada; de no haber tenido problema en comer zainos, culebras, micos. No se ufana de haber sido comandante de la guerrilla más vieja del mundo.
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