Sergio Massa: el candidato argentino de las mil caras
Luego de las elecciones primarias en Argentina, Sergio Massa, ministro de Economía y candidato oficialista, repartió beneficios, puso en marcha ayudas fiscales, participó en actos de campaña, dio entrevistas y, como si no fuera parte del gobierno ni estuviera a cargo de una economía en crisis, prometió un futuro mejor, la recuperación del salario, la defensa de la industria nacional, y más. Está más de seis puntos arriba del que será su rival el próximo 19 de noviembre: Javier Milei. Desde entonces habla como si ya hubiera ganado.
Entre muchas, la imagen podría ser esta: Sergio Massa juega en el patio de la casa de sus abuelos. Está parado sobre un balde, imitando a un político en campaña. Tiene once años. Al actual ministro de la golpeada economía argentina y candidato a presidente por el partido que gobierna el país, el peronismo, le gusta evocar ese recuerdo con el decir un poco nasal y aplomado que tiene. Le gusta contarlo junto a otro en el que ya es adolescente: está en el mismo patio de su infancia, en un barrio del conurbano bonaerense, y su abuelo Juan, el Nono, un inmigrante del sur de Italia que llegó a la Argentina escapando de la Primera Guerra Mundial, que no tuvo estudios, que trabajó de albañil, lo lleva debajo de la higuera y le aconseja: “No te metas en política, la política es una porca”.
Sergio Tomás Massa nació el 28 de abril de 1972, y antes de terminar los estudios secundarios en el Instituto Agustiniano, un colegio católico, ya estaba metido en la política. A los diecisiete, el joven de clase media acomodada, criado en el populoso barrio de San Martín, militaba en la Unión de Centro Democrático (UCeDé), un partido liberal creado por un exministro de Economía de la dictadura que terminó aglutinado con el peronismo de Carlos Menem, el presidente de la Argentina durante una década, desde 1989. Massa podría haber sido radical como su madre, Lucía Cherti, que simpatizaba con Raúl Alfonsín, el primer presidente de la democracia. O peronista como su padre, Alfonso “Fofó” Massa, que empezó de albañil y logró armar una empresa de construcción. Pero eligió la UCeDé, de donde tomó algunas ideas promercado. Eso no lo saca a relucir en las muchas entrevistas que dio en el último tiempo. Dice, en cambio, que a los veintiuno ya estaba en las filas del movimiento que creó Juan Domingo Perón. Para ese entonces, estudiaba Abogacía en la Universidad de Belgrano, selecta y privada. Su ambición política, siempre inquieta y a tiempo completo, se interpuso, y Massa demoró los estudios hasta sus 41 años, en 2013, cuando aprobó con un nueve Derecho Laboral y Seguridad Social, la materia que debía. Mucho antes, en 1999, ya había asumido como el diputado más joven desde el regreso de la democracia.
Ahí hay otra épica que le gusta contar: fue el diputado más joven, a los veintisiete años, por el peronismo y durante el gobierno del radical Fernando de la Rúa, que terminó yéndose en helicóptero de la Casa Rosada en diciembre de 2001, en medio de un estallido social; fue también el director más joven de la Administración Nacional de la Seguridad Social (Anses), a los veintinueve, durante el mandato del peronista Eduardo Duhalde, que asumió tras la crisis de 2001, y el posterior gobierno de Néstor Kirchner; fue el jefe de gabinete más joven, a los 36, de la que fue primero su mentora, luego su enemiga acérrima y ahora su aliada, Cristina Fernández de Kirchner. Lo de convertirse en el presidente más joven lo intentó a los 43, pero no pudo. Ahora, a los 51, aún podría colgarse esa medalla.
“Yo escucho a todos, pero las decisiones las tomo yo. Mi jefe soy yo”, asegura en su doble rol de ministro de Economía de un país que tiene 138% de inflación interanual y 40% de pobres entre sus casi 47 millones de habitantes, y candidato a presidente con los mejores resultados en las elecciones presidenciales del 22 de octubre pasado. Los titulares de los medios calificaron de sorpresivo —incluso de milagroso— el resultado de las urnas. Massa exprimió hasta lo imposible las once semanas hiperquinéticas que transcurrieron entre el 13 de agosto, cuando se llevaron adelante las elecciones Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) —que funcionan como una interna abierta en la que los partidos postulan a sus precandidatos y los ciudadanos votan para elegir a los definitivos—, y las presidenciales del 22 de octubre. En las PASO, Massa había obtenido el peor resultado de la larga historia del peronismo, que comenzó en 1945. Con apenas 27.20% de los votos, el partido gobernante recibió el golpe de una sociedad cansada que le dio el triunfo provisorio al ultraderechista libertario Javier Milei. El excéntrico candidato de La Libertad Avanza sacó 30.11%, con una campaña en la que —además de negar el terrorismo de Estado (“Durante los setenta hubo una guerra en la que las fuerzas del Estado cometieron excesos”) y desestimar la cifra oficial de treinta mil desaparecidos diciendo que eran poco más de ocho mil— propone no solo acabar con el kirchnerismo, sino con la “casta parasitaria, chorra [ladrona] e inútil”; dolarizar la economía; dinamitar el Banco Central, y vender libremente armas y órganos.
“Yo escucho a todos, pero las decisiones las tomo yo. Mi jefe soy yo”, asegura en su doble rol de ministro de Economía de un país que tiene 138% de inflación interanual y 40% de pobres, y candidato a presidente con los mejores resultados en las elecciones primarias del 22 de octubre pasado.
En los 69 días que separaron las PASO de las presidenciales, el ministro de día y candidato de noche hizo anuncios, repartió beneficios, puso en marcha una serie de ayudas fiscales, participó en actos de campaña, dio entrevistas y, como si no fuera parte del gobierno ni estuviera a cargo de la economía en crisis, prometió un futuro mejor, con la recuperación del salario, la defensa de la industria nacional, de la salud y de la educación pública (“Que los pibes vayan en la mochila con su notebook, no con un arma”). Lo acusaron de poner en riesgo las reservas del país, de usar recursos del Estado para abastecer sus promesas, de infundir miedo; hubo incluso denuncias de corrupción contra funcionarios del gobierno. En ese lapso frenético, Massa pasó de estar tercero a dejar fuera juego a Patricia Bullrich, la candidata de Juntos por el Cambio, una alianza de derecha moderada, y a quedar arriba, por 6.7 puntos, del que será su rival en el balotaje del 19 de noviembre, Milei. Por eso lo de la sorpresa, incluso el milagro.
Desde ese día, Massa habla de sí mismo como si ya hubiera ganado. “Voy a convocar a un gobierno de unidad nacional, empieza una nueva etapa en mi gobierno”, repite antes de reforzar la idea de que está en las antípodas de Milei. Pero como también debe sumar a los que no lo votaron, dice: “Todo aquel que sienta que la bandera lo llama, no importa de dónde venga, que venga a construir la etapa que viene. El mayor cambio que se puede hacer es construir la unidad nacional, y esa es tarea de todos nosotros”. Massa es obstinado. Y paciente.
Hay escenas que ilustran su temple. Una, por ejemplo, podría ser la de la noche que supo que su primer anhelo presidencial se derrumbaba. Tenía 42 años y era 2014. Massa había armado su propio partido, el Frente Renovador, ya no liberal, tampoco exclusivamente peronista, sino de centro, bajo la idea de “la ancha avenida del medio”. Con esa fuerza política se enfrentó sobre todo a Cristina Fernández de Kirchner, la actual vicepresidenta, que fue su jefa política en 2008 y 2009, antes de que él diera un portazo y acusara al kirchnerismo de “corrupto” (mucho antes de la reconciliación que los volvió a unir en el gobierno y en la campaña incansable que él quiere coronar con la banda presidencial el próximo 10 de diciembre). El propio Massa cuenta que el 31 de diciembre de 2014, después del brindis de Año Nuevo, se fue a dormir con encuestas que le aseguraban que él sería el próximo presidente de los argentinos. “Meses después, el 28 de abril de 2015, el día de mi cumpleaños, me desperté con una encuesta que decía que no salía ni cuarto. Pero no me bajé de la carrera. No me enojé. Me enfoqué”. Massa suelta las frases en una entrevista con Tomás Rebord, en su programa de streaming El Método Rebord, como si fuera coach de superación personal. No le pregunta al entrevistador si entiende lo que le quiere decir; el gesto que hace es una versión menos corrosiva y más cómplice de esa misma pregunta: después de cada frase rimbombante, inclina la cabeza, aprieta los labios y hace una especie de chasquido. Es su manera de subrayar lo importante, como cuando dice: “Yo ya choqué muchas veces. Me fue bien, me fue mal. Fui el héroe de la política argentina. Después, me transformaron en el nadie de la política argentina. Fui nadie”, aprieta los labios, chasquea. Le gusta esa idea. En las PASO del 25 de octubre de 2015, el Frente Renovador sacó apenas 21.39% de los votos. Quedó afuera. Esa noche, sentado en la cabecera de una mesa larga, en el piso diecisiete de un edificio del Tigre, el privilegiado barrio donde vive ahora y donde tenía su base de operaciones, no se enojó, se enfocó: “Tranquilos, ahora mueven las negras”, le dijo a su equipo de campaña.
“Yo ya choqué muchas veces. Me fue bien, me fue mal. Fui el héroe de la política argentina. Después, me transformaron en el nadie de la política argentina. Fui nadie”, aprieta los labios, chasquea. Le gusta esa idea.
La otra escena es mucho más reciente. Massa forma parte del actual gobierno de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner desde el principio. Entró como un socio menor pero necesario al Frente de Todos, el partido que en 2019 los juntó y los llevó al poder, y que ahora se llama Unión por la Patria. En el reparto, quedó como presidente de la Cámara de Diputados y desde ahí esperó el momento de mover sus fichas. La oportunidad llegó durante el invierno de 2022, una temporada caótica para el país. Corrida bancaria, temor de los mercados, remarcación de precios, inflación, el ascenso del dólar blue —esa cotización paralela, no oficial, que desvela a los argentinos—, y un presidente y su vice en un cortocircuito y sin diálogo. El ministro de Economía de ese momento se llamaba Martín Guzmán. Cuestionado desde adentro y desde afuera del gobierno, el 2 de julio, Guzmán renunció a través de un mail enviado en el mismo momento en que Cristina participaba como oradora principal de un acto homenaje a Perón. Fue una puñalada.
Las fichas comenzaron a moverse, y el nombre de Massa, a sonar. Pedían por él los gobernadores peronistas, los empresarios, el establishment. Mientras, él se mostraba haciendo cosas tan domésticas como asistir a un partido de fútbol o preparar un asado familiar. La elegida en primera instancia para reemplazar a Guzmán fue Silvina Batakis, que apenas estuvo veinticuatro días en el cargo. La flamante ministra llegó a viajar a Estados Unidos y a reunirse con el Fondo Monetario Internacional para ratificar que se cumpliría el acuerdo para refinanciar una deuda de más de cuarenta mil millones de dólares. Pero a su regreso, Batakis quedó afuera, un poco humillada, y Alberto Fernández, con el apoyo de la vice, con la que hasta ese momento no se hablaba, le dio a Massa el superministerio de Economía, Desarrollo Productivo, y Agricultura, Ganadería y Pesca. “Ambicioso, audaz, y calculador, Massa tenía entre sus méritos el de haberse sentado a ver cómo Fernández se desangraba, mientras se resistía sin método ni astucia a ceder lo que le quedaba de poder. Ahora asumía un rol que excedía al del primer ministro y se parecía al de un interventor en plenas funciones que arrancaba, al mismo tiempo, con el apoyo del poder económico y del Senado. Era el gobierno por default del que había esperado su oportunidad agazapado, mientras los socios principales de la alianza se dañaban entre sí, sin beneficio de inventario”, escribe Diego Genoud, el periodista que ya publicó dos biografías sobre Massa, El arribista del poder y Massa. La biografía no autorizada.
“Te hiciste cargo en un momento muy difícil, muy complejo, no arrugaste, y la verdad que vas para adelante y eso siempre es bueno”, lo elogió Cristina en el acto de inauguración del gasoducto Presidente Néstor Kirchner, la obra más importante del gobierno, que no solo proyecta abastecer con el gas obtenido en el yacimiento Vaca Muerta al país, sino transformarlo, además, en exportador de un recurso que hasta entonces se importaba. La fecha no podía ser mejor: el 9 de julio de 2023, día de la patria. Cristina lo dijo para que lo aplaudieran a él, el socio minoritario que se había convertido en el salvador.
Los que lo conocen y no lo quieren son incapaces de ese elogio. Lo tildan de impostor, de panqueque (como se le dice en la Argentina a quienes cambian de opinión o de partido a cada rato), mentiroso, obsesionado con el poder, controlador, “ventajita”. Aunque alguna vez estuvieron cerca, el expresidente y líder de Juntos por el Cambio, Mauricio Macri, no oculta ahora su desprecio por el candidato del oficialismo. Macri insiste en que deberían hacerle un examen psicofísico para constatar cuán mentiroso es. Lo de “ventajita” es un apodo que le puso el propio Macri, cuyo partido, que tenía a la exministra de Seguridad Patricia Bullrich como candidata, perdió en las PASO y ahora apoya “incondicionalmente” a Milei. Lo llama así después de haber presenciado cómo Massa se volvía también imprescindible para él, durante su presidencia, en 2015, y cómo se distanciaba y le votaba leyes en contra después.
En aquel momento, Massa venía de perder las elecciones presidenciales con su Frente Renovador y, enemistado como estaba con el kirchnerismo, apoyó a Macri en el balotaje contra el candidato de Cristina Fernández de Kirchner, Daniel Scioli. El favor le valió una invitación de Macri para que lo acompañara a la vidriera internacional del Foro de Davos, donde se reúnen los principales empresarios del mundo con mandatarios. Durante un tiempo, como diputado, Massa levantó la mano para aprobar leyes esenciales para el macrismo. Pero un año después empezó a alejarse. El límite de Massa llegó con la Ley Antidespidos que impulsaba la poderosa Confederación General del Trabajo y que decidió apoyar. “El presidente se ocupó mucho de los empresarios, ahora llegó el tiempo de prestarles atención a los que menos tienen […]. Es muy difícil entender qué te falta en tu casa cuando no te falta nada”, criticó Massa a Macri en una entrevista. Macri nunca lo perdonó, y lo ataca cada vez que tiene la oportunidad. Massa le devuelve las estocadas a su estilo: “Yo solo golpeo de la cintura para arriba —dice sonriente, y golpea—. La mamá de Macri decía que de chiquito él era el mentiroso y que por eso le pegaba. Se ve que no aprendió nada en el camino de la vida”.
Las fichas comenzaron a moverse, y el nombre de Massa, a sonar. Pedían por él los gobernadores peronistas, los empresarios, el establishment. Mientras, él se mostraba haciendo cosas tan domésticas como asistir a un partido de fútbol o preparar un asado familiar.
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Si la política es una porca, como le decía su Nono, él lo calla. Pero sí admite que a veces hay que usar la picardía que aprendió en el barrio. En público, confiesa dos “mentiritas”. De las dos sale bien parado y las dos ocurren en el lugar al que lo llevó el presidente interino de la convulsionada argentina posterior al estallido de 2001, Eduardo Duhalde: la dirección de la Anses, el organismo que maneja el principal gasto público del Estado, donde se quedó por seis años. Sergio Massa dice que ese momento fue el que lo convirtió en el funcionario que es. La escena es así: Para convencer a Duhalde de que había que subirle el haber a los jubilados, y contra la opinión del entonces ministro de Economía, Massa le pidió a un consultor amigo que garabateara una encuesta. Con datos falsos, que aseguraban que 70% de los argentinos quería que los jubilados ganaran más, fue a ver a Duhalde, que vio en la medida una manera de lograr consenso en medio de un país al borde del abismo. Así logró, el 12 de julio de 2002, que se aumentaran las jubilaciones mínimas de 735 000 personas por primera vez en nueve años.
La otra mentira tiene ribetes más espectaculares. En ese mismo escenario, con los ánimos inflamados porque los ahorros se licuaban o quedaban confiscados, y con protestas violentas ante los edificios de cada banco del país, a Massa se le ocurrió pagarles el sueldo a los jubilados en lugares como canchas de fútbol, gimnasios, incluso en los puestos de tickets de calesitas de Buenos Aires. “Llamo al Banco Central para pedir que me manden un camión de caudales (con la plata) y el presidente del Banco me dice que era imposible porque había una protesta justo en las puertas del Central. Entonces llamé al canal de noticias Crónica TV y dije que había una amenaza de bomba en el Banco Central. Cuando apareció esa noticia en la pantalla, desalojaron el edificio, y nosotros aprovechamos para que saliera el camión de caudales. Eso fue muy festejado en el Anses. Me llenó de épica”, festeja en Caja Negra, un programa de entrevistas que conduce Julio Leiva. “Yo, con una idea prestada y dos palitos, voy para adelante”, le dice también, más adelante, pura sonrisa.
“Massa es el muchacho del conurbano que levantó cabeza, vive pendiente de los medios y se queda después de los actos sacándose fotos y dando abrazos. Algunos dicen que es una mezcla de los dos caudillos peronistas más exitosos: Kirchner y Menem”, sostiene una nota publicada en la revista Anfibia, firmada por Lucas Rubinich y Andrés Fidanza, el 21 de febrero de 2013. “Yo trato de aprender de todos y en ese sentido no tengo pruritos. Diría que soy una esponja”, se definía él.
Desde que se metió en la política, aprendió de todos y tendió redes con muchos. Se fogueó en las entrañas de la UCeDé (donde cosechó amigos liberales que ahora están en Juntos por el Cambio), pero sobre todo en las del peronismo: fue un protegido de Graciela Camaño, la esposa del líder del poderoso gremio de los gastronómicos, Luis Barrionuevo; participó en la campaña que quería llevar al cantante Palito Ortega a la presidencia; se unió a Duhalde, después a Néstor Kirchner y a Cristina Fernández de Kirchner. En medio, conoció a militantes históricos del peronismo, como la menemista Marcela Durrieu, que en 1996 lo llevó a su casa y le presentó a su hija, Malena Galmarini. Massa tenía veinticuatro, Malena, veintiuno. En 2001, se casaron en una boda a la que asistieron Carlos Menem y su mujer de entonces, Cecilia Bolocco. Tuvieron dos hijos, Milagros y Tomás. Hace veintisiete años que están juntos. Ella es presidenta del directorio de Agua y Saneamientos Argentinos desde 2019. Su padre, separado de Durrieu, es Fernando “Pato” Galmarini, que fue ministro de Menem y de Duhalde. Más de una vez discutieron, y Massa dice que también más de una vez estuvieron a punto de terminar a las trompadas.
“Massa es el muchacho del conurbano que levantó cabeza, vive pendiente de los medios y se queda después de los actos sacándose fotos y dando abrazos. Algunos dicen que es una mezcla de los dos caudillos peronistas: Kirchner y Menem”.
La familia política y la política son una sola cosa, una escuela y una posibilidad: Massa sumó contactos y amistades con dueños de medios de comunicación, con empresarios, con funcionarios de Estados Unidos. Los que trabajaron con él aseguran que está conectado las veinticuatro horas, que está pendiente de todo, que desoye todos los consejos. Dicen también que “la ancha avenida del medio” con la que ideó su propio partido es ahora el jardín de su casa, donde comparte asados con políticos cercanos a Macri, con el establishment económico, con periodistas, con estrellas de fútbol y con su nueva suegra, Moria Casán, la actriz, conductora y exvedette argentina que es la actual mujer de Fernando Galmarini. “Mami Mo”, le dice él. “Envaselinate todo el cuerpo”, le aconseja ella, para que le resbalen las críticas que recibe.
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Sergio Massa siempre estuvo cerca del poder, o en el poder, o a punto de estar en el poder. En una de esas idas y vueltas, decidió que era momento de cosechar en las bases y se presentó como intendente del Tigre, que con 60% de superficie destinada a barrios privados y forestada con palmeras quiere parecerse a Miami. Massa, que vive allí, en el coqueto barrio privado Isla del Sol, ganó dos veces la intendencia y se jacta de haber reducido la criminalidad con un sistema de cámaras de seguridad que ahora quiere llevar a todo el país. Es su caballito de batalla: repite que así logró bajar 80% del robo automotor en su municipio. Igual, a él mismo entraron a robarle en julio de 2013, en su propia casa, que estaba protegida con un sistema de vigilancia provisto por una empresa privada. Aunque se llevaron la caja de seguridad, Massa no quiso hacer la denuncia; la hizo Malena Galmarini, su esposa. El ladrón era un prefecto que trabajaba en una dependencia de Sergio Berni, entonces secretario de Seguridad de Cristina Fernández de Kirchner, con quien Massa estaba enemistado. Al prefecto lo condenaron a dieciocho años de cárcel, pero aún hoy es un caso rodeado de preguntas sin respuestas.
Uno de los últimos movimientos que protagonizó fue al atardecer del 16 de junio de 2023, a poco más de veinticuatro horas del límite para inscribir las candidaturas para las PASO. Massa, ya ministro de Economía, había asegurado muchas veces que él no iba a ser el candidato este año, pero su nombre volvió a emerger, con la fuerza de lo inesperado y, a la vez, necesario. Él mismo cuenta que esa mañana le había dicho a su familia: “Quédense tranquilos, no competimos”. Con el correr de las horas se tuvo que desdecir. Se convirtió en el elegido. Veinte minutos antes del anuncio oficial, escribió en el grupo de WhatsApp que comparte con su familia: “Perdón. Me hubiera gustado contárselos cara a cara, pero se va a saber: hay lista de unidad”. Su hijo Tomás, Toto, dice que no fueron veinte minutos, sino apenas dos. “Siempre me bancaste en mis sueños, cómo no te voy a bancar, si sé que ser presidente es tu sueño”, le escribió. Malena usó su Instagram, a la mañana siguiente, para celebrar el regreso de su marido a la liga mayor. En la foto se lo ve durmiendo en la cama matrimonial junto al perro de la familia. “El reposo del guerrero”, tituló el posteo que después borró.
Ahora que solo queda el tramo final, Massa estira el día y recarga su agenda. Viaja por todo el país para mostrarse junto a los gobernadores leales, pero también para captar a los que no lo son; encabeza actos de campaña en teatros para fogonear la defensa de la industria nacional, la mejora del ingreso, el superávit fiscal, la coparticipación, la seguridad; para reforzar la idea de que “podemos enterrar definitivamente el negocio del odio de algunos que se convirtió en la grieta en la Argentina”, pero también para pedir disculpas por “aquellas expectativas que no supimos cumplir”. Quedan pocos días y las encuestas, hasta ahora fallidas en sus pronósticos, muestran una tendencia a favor de Javier Milei, que bajó el tono habitualmente exaltado, se recluyó en un hotel que fue su búnker durante la campaña y casi no hizo apariciones públicas.
Cuando viaja en vuelos privados, Massa no se pone el cinturón de seguridad. Dicen los que lo conocen que es su manera de llevar a la práctica la frase que tanto le gustaba repetir a Carlos Menem: “Nadie muere en las vísperas”. Massa está convencido de que aún le falta su jugada principal.
Ahora que solo queda el tramo final, Massa estira el día y recarga su agenda. Viaja por todo el país para mostrarse junto a los gobernadores leales, pero también para captar a los que no lo son; para reforzar la idea de que “podemos enterrar definitivamente el negocio del odio de algunos que se convirtió en la grieta en la Argentina”.
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VERÓNICA BONACCHI. Periodista argentina. Trabajó en el diario La Nación y actualmente es editora en el diario Río Negro, de la Patagonia. En esta edición escribió este perfil de Sergio Massa, político que podría ganarle a Javier Milei en las elecciones de Argentina.
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