Toda el agua contaminada que entra y sale en Yucatán
Geraldine Castro
Fotografía de Ana Paula Chirino
El agua peligra en Yucatán. Según investigaciones, en lagunas y acuíferos es posible encontrar plaguicidas, restos fecales y hasta cafeína. Los agroquímicos, la falta de redes de drenaje público y de estructuras para devolver las aguas a los acuíferos son algunas de las principales causas. Pero no las únicas. Los desarrollos inmobiliarios y las granjas de cerdos tienen un papel principal en esta problemática que sigue sin atenderse.
Como en tantos sitios, en la península de Yucatán se contamina el agua en un contexto de desigualdad. El Censo de Población y Vivienda 2020 arrojó que solo 13% de la población en Yucatán está conectada a la red pública de drenaje. Es sabido que el drenaje es insuficiente en la entidad porque el tipo de suelo hace que tanto su instalación como su mantenimiento sean costosos. De ahí que la mayoría de las casas tengan fosas sépticas (85% las usa, o bien, recurre a sumideros), que bajo descuido envenenan el agua.
En contraste, la estructura para devolver las aguas al acuífero es raquítica si se le compara con la que fue instalada para extraerla. Hasta 2020 Yucatán tenía 32 138 pozos de agua concesionados por la Conagua, mientras que Quintana Roo, con una superficie un poco mayor, tenía 6 210 —aunque estas cifras no integran los pozos que los particulares hacen en sus predios—. Todos estos hoyos, registrados o no, hechos para extraer agua o para desecharla, son caminos directos para llenar el acuífero de contaminantes.
Las muchas formas de contaminación en el estado no frenan el uso tradicional del acuífero: más de 120 840 personas no tienen acceso a la red de agua potable y la buscan en pozos tradicionales. Hoy en día, 33% de la población maya usa el agua subterránea sin infraestructura gubernamental de por medio, y así ni cómo saber si son parte de las casi dos millones de personas que en el mundo utilizan fuentes contaminadas por restos fecales.
La facilidad con la que se puede ensuciar el agua en Yucatán dista mucho de la capacidad para rastrear sus contaminantes. Pero hay científicos que buscan averiguarlo. Investigadoras y estudiantes hacen tomas que guardan en frascos y tubitos etiquetados para rastrear qué tanto y con qué está contaminada el agua. Así lo han hecho en laboratorios como el de la Facultad de Química de la Universidad Autónoma de Yucatán, donde encuentran, cada tanto, que todo está más contaminado.
Por ejemplo, cuando el investigador Ángel Polanco buscó plaguicidas organoclorados en la leche materna de veinticuatro mujeres mayas, los encontró y relacionó el hallazgo con la presencia de estos químicos en las aguas subterráneas (según los datos que cita, 30% de la población maya bebe agua contaminada). Luego indagó en setenta muestras de sangre, también de mujeres mayas, y encontró que los residuos de estos pesticidas eran más abundantes entre las que viven en áreas con ganado, algo que se relaciona con el desarrollo de cáncer cervicouterino. Y cuando fue al lugar más importante de recarga del acuífero, en el Anillo de Cenotes, todos los plaguicidas superaron los límites que marca la Norma Oficial Mexicana.
Es sabido que el drenaje es insuficiente en la entidad porque el tipo de suelo hace que tanto su instalación como su mantenimiento sean costosos. De ahí que la mayoría de las casas tengan fosas sépticas (85% las usa, o bien, recurre a sumideros), que bajo descuido envenenan el agua.
Sobre los plaguicidas organoclorados, al investigador le preocupa que son muy necios para abandonar lo que tocan, ya sean suelos, agua o cuerpos. Además, tienen la terrible habilidad de ser disruptores endocrinos, es decir, de alterar la actividad usual de las hormonas, dañan el sistema reproductivo y causan malformaciones congénitas. Tras identificar esta capacidad ponzoñosa, se les puso un hasta aquí numérico: en algunas partes del mundo hay acuerdos sobre ese límite, pero en sus prohibiciones México opta por normas poco restrictivas. En las de Estados Unidos el nivel de concentración en el agua que no debe exceder el dieldrín, por ejemplo, es de 0.002 microgramos por litro: esos ceros después del punto son la gran diferencia entre las regulaciones internacionales y las mexicanas.
Ángel Polanco tiene pinchados en un pizarrón los artículos con la información que considera útil para las comunidades de Yucatán que defienden el agua de la contaminación. Junto a un mueblecito lleno de botellas de plástico con restos de agua, cuenta que una década atrás se hablaba poco del riesgo de los plaguicidas, pero aun hoy hacer estudios que aclaren las causas de los daños en las personas no es sencillo y tampoco se logra con una sola investigación.
Dada la complejidad que supone encontrar en el agua la causa directa de las enfermedades que padece la población, otros investigadores simplifican los escenarios en sus estudios para poder evaluar las consecuencias. Es el método que ha elegido Elsa Noreña, quien decidió ser bióloga desde que era niña, cuando vio un documental sobre tiburones. Hoy trabaja en Sisal, donde hay tiburones punta negra, pero no los estudia. Su mirada está enfocada en la ecotoxicología: es coordinadora del Laboratorio de Biogeoquímica y Calidad de Agua y ahí analiza el daño de los contaminantes en los animales.
Dice que el pez cebra es bueno para este fin porque se conoce bien su información genética y es una especie fácil de reproducir, dos atributos que permiten controlar las condiciones en las que crecen y observar el efecto de situaciones específicas, en este caso, lo que les pasa al exponerlos a pesticidas. Este tipo de investigaciones brindan una historia menos confusa de la que se obtendría analizando humanos o peces en ecosistemas naturales. Los análisis con peces cebra, explica Noreña, han mostrado que el clorpirifós, un pesticida organofosforado, altera la actividad de una enzima (la AChE), y de hecho la enzima misma queda inhibida de forma irreparable. El resultado es una sobreestimulación de los neurotransmisores y, por lo tanto, la muerte. El clorpirifós no está prohibido, se puede adquirir muy fácilmente en el mercado, es de uso común contra cucarachas, pulgas, termitas y garrapatas, y ha sido detectado en pozos de Mérida y su zona metropolitana.
Dada la complejidad que supone encontrar en el agua la causa directa de las enfermedades que padece la población, otros investigadores simplifican los escenarios en sus estudios para poder evaluar las consecuencias.
En la Unidad de Sisal de la UNAM donde trabaja Noreña, también evalúan casos más sencillos que el de los peces cebra: las cebollas. La investigadora dice que llevan dos años revisando si pueden servir para hacer bioensayos, considerando que son capaces de hacer crecer sus raíces aun cuando las olvidamos en el refrigerador. La idea es que las raíces se desarrollen en el agua contaminada y que sus células reflejen la situación del medio en el que crecen. Aunque se trata de un modelo en estudio, la esperanza es que los ciudadanos puedan usar esta estrategia para evaluar la calidad del agua y encender a tiempo las alarmas que podrían conducir a hacer monitoreos más sofisticados. El reto con las cebollas es entender qué tan sensibles son para mostrar la contaminación e identificar qué quiere decir cada cambio en sus raíces.
Más allá de este proyecto, la vigilancia constante de la calidad del agua es una petición de muchas investigadoras. Noreña considera que tener líneas de tiempo largas, con datos continuos sobre la presencia de contaminantes, ayudaría a entender cómo se comporta el sistema y hacia dónde vamos: “Tú no puedes saber si algo mejoró o empeoró si no sabías cómo estaba antes”.
Al hablar del agua en Yucatán, tampoco pueden pasarse por alto las señales que hay en el suelo: por su porosidad, el agua fácilmente se abre camino al acuífero, pues es poca la resistencia que este tipo de suelo opone, un problema grave si el agua está contaminada. Así, las peculiaridades de la geografía y nuestro comportamiento en ella acechan en la península, pero los detalles y su ubicación importan.
Yameli Aguilar, del Instituto Nacional de Investigaciones Forestales Agrícolas y Pecuarias, confía en que puede ver toda esta información en mapas —la simpatía que tiene por ellos llega al estampado de su bolsa: un mapamundi—. Apuesta por ellos porque “son modelos que sirven para planear, sobre todo pensando en ordenamientos territoriales. Lamentablemente no siempre se han usado”. Mientras me lo explica, su mano hace las veces del territorio yucateco: en los nudillos está el Anillo de Cenotes y la costa en la punta de sus dedos. Uno de sus primeros trabajos sobre el karst —el suelo poroso de la península— mostró que importa mucho dónde se localizan las actividades humanas para poder calcular los peligros que ocasionan en relación al suelo.
Uno de sus resultados más importantes, el índice Ivaky, muestra la vulnerabilidad del acuífero kárstico de Yucatán por zonas. A ese resultado llegó por medio de indicadores y un software de geografía. La combinación de variables —como el tipo de suelo, la distancia entre la superficie y el agua subterránea, así como la cantidad, distribución e intensidad de las lluvias— sirvió para determinar que los niveles bajos de vulnerabilidad se ubican en el sur. En cambio, el lugar más vulnerable que encontró fue el Anillo de Cenotes, un sistema con alrededor de cien agujeros terrenales provocados por el choque de un meteorito en Chicxulub hace 66 millones de años.
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I.
Maribel Ek Can es vecina de la gruta Santa María. Sus pies siguen una coreografía bien calculada porque las modificaciones para facilitar el paso de los turistas son poquísimas. Enfundada en ropa deportiva, ágil y maciza de rostro y brazos, Maribel les dice a sus acompañantes que pidan permiso y le agradezcan a este sitio por dejarlos entrar. Sugiere que se mantengan en silencio cuando el cambio de temperatura indica que han abandonado el exterior. Su ritual es un gesto hacia sus antepasados mayas.
Esta entraña antigua se permite el vértigo de una estalactita y las raíces verticales de los álamos que atraviesan el suelo y cuelgan en el vacío del cenote. Hasta que Maribel habla de unos hilos en el techo de la gruta, estos aparecen ante nuestra vista; lo mismo pasa con la mariposa x’mahana, dueña de los huevecillos de donde saldrán los gusanos que tejen esos hilos. Maribel cuenta que los grillos se alimentan del manjar que la telaraña atrapa y que los murciélagos abonan a las plantas del lugar con guano. “El lugar cuida de sí, cada quien trabaja despacio y en beneficio de todos”. Fuera de la gruta cuelga un letrero rústico que dice: “Florece desde dentro”.
Maribel Ek Can no duda de que esta grandeza necesita mucha agua. Su narración del recorrido subterráneo habla de lo que sucede arriba: cuando la tierra de Homún está satisfecha de líquido, lo reparte por todas las capas del subsuelo y el agua busca dónde caer, llega a los cenotes y a las grutas, se desliza por sus paredes dejando un rastro de minerales que forman las estalactitas que hoy vemos.
En el cenote, dice Maribel, el agua también hace dibujos y los expone con una linterna de mano. Parecen representar jaguares, abuelos acurrucados, niños e incluso hay quien ve a Jesús frente a una cueva. Lo que no hay son dibujos de cerdos, aunque las heces de estos animales y el olor de sus muertes en las granjas porcícolas amenazan con cubrir el lugar. Yucatán es el tercer productor nacional de cadáveres de cerdo.
El Anillo de Cenotes lleva diecisiete años abierto a los turistas, pero Maribel recuerda el tiempo en que usaba el agua que hay en ellos para regar los árboles que su padre plantó y que hoy dan mangos dulces que caen a montones, resonando en el tejado y coloreando el piso. También hay caimitos, “los más grandes, todos bendecidos de sabor por la gruta”, asegura.
Por eso le preocupó que en este lugar cayeran aguas negras cuando escuchó que en Homún abriría una granja con 49 mil cerdos —un número siete veces mayor al de la población que vive en el municipio—. Entonces decidió unirse a quienes no querían la megafábrica de cerdos, vio de cerca el trabajo de defensa del comité Kanan ts’ono’ot (guardianes de los cenotes, en maya) y participó en la consulta organizada por dicho comité.
Maribel les dice a sus acompañantes que pidan permiso y le agradezcan a este sitio por dejarlos entrar. Su ritual es un gesto hacia sus antepasados mayas.
Todo avanzó bien hasta que, desde lo judicial, comenzaron a rebotar sus demandas. Al ver que la defensa del agua en el Anillo de Cenotes sería ardua, Maribel decidió ser guardiana de este lugar, que desde 2009 está en la lista Ramsar de humedales de importancia mundial.
Durante el recorrido una niña pregunta por el olor a popó de cerdo. Sabe que en temporada de lluvias el agua que contiene el cenote viaja por la plaza, las calles y la iglesia de Homún, que podría pasar por la granja y traer rastros de ella. A su corta edad tiene claro el movimiento subterráneo del agua.
Pero ¿de dónde a dónde se pasea el agua? La noción general entre científicas es que el agua camina hacia la costa. Pensando en flujos y a grandes rasgos, así sucede, lo que supone una conexión que se ha vuelto fatal: cuando un cuerpo de agua contiene contaminantes, los comparte con otros.
Para seguir indagando sobre hasta dónde llega nuestra capacidad de ensuciar, hay investigadoras que rastrean la pista de otras sustancias, por ejemplo, en la Unidad de Química de Sisal identificaron cafeína en las lagunas de la costa de Yucatán. La cafeína sirve como un trazador químico: delata hasta dónde llega la huella humana. Yucatán no es un estado productor de café: si se encuentra en el agua, es seguro que salió de bebidas energéticas, de medicinas y, claro, de tazas de café o té. Esta sustancia se mantiene en el agua durante cien días; encontrarla es una prueba de que en ese periodo hubo descargas de aguas residuales. Una investigación en la que participó Flor Arcega, compañera de trabajo de Elsa Noreña, encontró que la laguna de Chelem, encallada en la costa yucateca, tuvo en 2022 la mayor concentración de cafeína.
Para identificar los residuos que provienen de los excusados, este equipo de científicas busca otros marcadores más directos, como los esteroles y estanoles. Elsa Noreña explica que a través de las heces desechamos estos elementos: “Algunos te dan la idea de si ahí ha llegado contaminación orgánica por aguas negras, por ejemplo, de humanos. No es definitivo, pero te da una idea”. En más de una ocasión han detectado esteroles en los cenotes.
Flor Arcega, del Laboratorio Nacional de Resiliencia Costera, dice que también buscan estos elementos no deseables en los sedimentos. A diferencia de los análisis del agua, cuya evaluación es como tomar una fotografía, el análisis del sedimento cuenta una historia de largo plazo, una película sobre la contaminación en el estado.
El problema, claro, no es específico de Yucatán. Según la OMS, más de 80% de las aguas que resultan de las actividades humanas en el mundo se vierten en los ríos o en el mar sin tratamiento. En cuanto a México, un mapa de Conagua muestra las plantas de tratamiento existentes mediante puntos, los más rojos son las plantas con mayor capacidad instalada. El centro del país luce tapizado de puntitos, pero la península de Yucatán no tiene la misma suerte, los puntos son muy pocos, menos de veinte, y mientras que en otras zonas del país resaltan algunos de rojo intenso, en Yucatán todos son más pálidos y, por lo tanto, menos capaces de paliar este inmenso problema.
Por eso, se le exige a cada nuevo desarrollo inmobiliario y plaza comercial que cuente con plantas de tratamiento. Es obligatorio que devuelvan el agua con determinada calidad al suelo, sin embargo, es imposible cumplirlo si las plantas de tratamiento están desbordadas o si operan mal. Cuando esto sucede, por ley, se resuelve que las empresas suspendan sus actividades. Pero cuando las condiciones para evaluar la calidad del agua no son fomentadas, todo queda en papel. En cambio, para las casas con fosas sépticas —que, como se mencionó, prevalecen en la entidad—, la primera sugerencia es no mezclar el agua de los lavabos con la de los inodoros, porque esto facilita su reciclaje. Otras tecnologías, como los biodigestores, descomponen la materia orgánica y producen combustible, son una alternativa en los espacios domésticos.
No lo son en una megafábrica de cerdos. Ahí la solución expone sus límites. Sus procesos y tiempos de producción arruinan los beneficios de los biodigestores debido a las hormonas y los antibióticos que introducimos en los cuerpos de estos animales. De este modo se rompen las condiciones microbiológicas que le dan sentido a esta tecnología. En Yucatán la mayoría de las megafábricas de cerdos se ubican sobre suelos delgaditos, conocidos como leptosoles, que permiten el paso apresurado de las aguas, incluidas las residuales.
Una niña pregunta por el olor a popó de cerdo. Sabe que en temporada de lluvias el agua que contiene el cenote viaja por la plaza, las calles y la iglesia de Homún, que podría pasar por la granja y traer rastros de ella. A su corta edad tiene claro el movimiento subterráneo del agua.
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La desinfección con cloro tampoco es una solución debido a la alta carga orgánica de las aguas que salen de esas granjas, de hecho, el cloro puede provocar la creación de compuestos tóxicos. Así lo reporta el artículo “Las granjas porcinas en zonas de karst: ¿cómo pasamos de la contaminación a la sustentabilidad?”, en el que participó Yameli Aguilar.
Además de estudiar los suelos, Aguilar advirtió que la contaminación pone en riesgo las vidas de las personas indígenas. En el artículo, sus colegas y ella advierten que en China y Estados Unidos las regulaciones ambientales se agudizaron y que desaparecieron las granjas de cerdos, pero en México han aumentado: tan solo en Yucatán hay más de cuatrocientas megafábricas porcinas. La mayoría se encuentra en el centro y en el norte del estado, en zonas donde el agua está a solo cinco o seis metros bajo el suelo, algo conveniente para los empresarios, pues tienen que perforar muy poco para acceder al agua que tanto usan. También están las granjas cercanas al puerto de Progreso, que se utilizan para la exportación. Vale la pena insistir en que el agua del norte de Yucatán es aquella que el índice Ivaky identificó como vulnerable.
II.
Cuando Lourdes Medina se sienta frente a mí en una tarde de julio, parece que es la primera vez que logra hacer una pausa en el día. Sus gestos no son de cansancio, pero respira antes de hablar, como haciendo un punto y aparte para separarse de su rutina. Cuando explica temas de derecho ambiental le imprime firmeza a su voz y, tras enunciar las luchas indígenas por el territorio, su tono se robustece para expresar el largo recorrido y los pendientes. Ella formó parte del área jurídica del grupo que acompañó a Homún en su lucha, y desde hace ocho años le da seguimiento jurídico a situaciones que involucran el medio ambiente.
Cuenta que al inicio “pepenaron” información para llevar los casos a juicio, ya que se necesitan pruebas científicas. “Una cosa es que el daño ambiental esté descrito en los libros y otra que acuda el especialista con el juez y haya pruebas periciales. Al inicio no había pero fuimos encontrando. Si no había, era por las represalias para quienes trabajan en instituciones científicas”, advierte y añade otra dificultad: las comunidades indígenas deben pagar los estudios que muestran el daño.
La abogada dice que los jueces y las juezas están acostumbrados a resolver asuntos con daños tangibles o medibles, “pero los problemas socioambientales pueden ser graves y estar a la vista o irse acumulando hasta que llega la catástrofe, como con las granjas, que todas generan un daño constante en un sistema ambiental”.
Lourdes Medina también escribió el libro La aplicación del principio precautorio en México (2022) que expone la importancia de conocer las características del daño ambiental, que es dinámico y acumulativo. Sobre el agua, revela que la primera mentira es decir “que tenemos pa’ aventar hacia arriba”. Para explicar la contaminación, añade: “Hay una comparación muy gráfica y horrorosa: el acuífero es como un inodoro donde vertemos nuestros desechos”.
Hoy contaminar el agua con agroquímicos y no tratar la que sale de las casas y de los sistemas de producción amenaza la seguridad alimentaria de los pueblos. Lo que está en riesgo es, por ejemplo, el recuerdo de Maribel Ek Can sobre cómo el agua de la gruta Santa María alimentó los frutos de su traspatio, algo que es común en la península de Yucatán. Además, distintas convivencias y ritos agrícolas mayas requieren agua, no solo de cenotes, sino del rocío de la mañana para pedir que llueva sobre las milpas.
«Los problemas socioambientales pueden ser graves y estar a la vista o irse acumulando hasta que llega la catástrofe, como con las granjas, que todas generan un daño constante en un sistema ambiental”.
III.
Es notorio que la contaminación está focalizada en las comunidades indígenas, donde se apañan de un lugar las megafábricas de cerdos y los proyectos agroindustriales, y donde se acelera el despojo inmobiliario. Beatriz Chalé Euan, de Chablekal, define el crecimiento urbano como avasallador en la zona norte de Yucatán: de pronto comenzó la compra de terrenos a bajo costo, por parte de inmobiliarias. Lotes con cenotes incluidos.
“Estamos defendiendo un espacio de tierra común. Hace unos años presentamos una demanda contra el ejido, contra nuestros papás, nuestros abuelos, porque veíamos la amenaza de cómo iban entregando las tierras que le corresponden a todo el pueblo”, recuerda Beatriz, quien habla desde la casa comunitaria Uay (agua encantada), que durante treinta años ha servido como espacio de congregación para atender las necesidades del pueblo.
En esta casa de Chablekal el agua inunda hasta los pozos profundos porque el terreno es una hondonada que recoge la que llega de los lugares vecinos, pero los encharcamientos no son considerados por el crecimiento inmobiliario voraz en esta zona de Yucatán.
En Misnebalam, un monte que defienden varias pobladoras de Chablekal, la resistencia lleva nueve años. Como traba, las instancias agrarias han dicho que en Chablekal no hay mayas. A Beatriz Chalé Euan le parece absurdo: “No solamente tenemos apellidos mayas, somos mayas”. Y son muchas las mujeres que quieren conservar el monte porque “es el pulmón, la reserva, el espacio de donde no solo sacamos árboles maderables, es medicina tradicional, vegetación y animales”.
Ceder el monte significaría ponerlo a disposición de las descargas de aguas negras de las inmobiliarias. “Nuestra relación con el agua, como pueblos, es fundamental. Si no tenemos agua, el pueblo no vive”, afirma con contundencia. “No queremos seguir el camino de varios pueblos que están convirtiéndolos en colonias de Mérida, queremos seguir siendo el pueblo que somos y vivir como hemos vivido, con nuestras formas, costumbres y todo lo que tenemos”.
Los cenotes, dice, son tan importantes como los montes. El que está en Dzibilchaltún fue clausurado por presencia fecal —que muchos atribuyen al desarrollo inmobiliario del norte–. Solía ser un lugar para bañarse y convivir, luego quedó enmarcado entre letreros que advertían: “Sumérjase bajo su propio riesgo”. Los cenotes no son huecos con agua, “son los espacios de nuestra relación con la vida”, me dice Chalé Euan. Sobre el cierre del que está en Dzibilchaltún, el INAH advirtió que no era apto para usarse como balneario. Pero la comunidad pide introducir en la ecuación los desechos mal tratados de los nuevos fraccionamientos.
Es notorio que la contaminación está focalizada en las comunidades indígenas, donde se apañan de un lugar las megafábricas de cerdos y los proyectos agroindustriales, y donde se acelera el despojo inmobiliario.
IV.
Es posible decidir qué hacemos, qué no y dónde, es posible crear formas de limpiar y de no ensuciar. Todo esto pasa, en parte, por cultivar de otro modo. En Maní, de la mano de Nebi, me entero de que la escuela de agricultura ecológica U Yists Ka’an (rocío del cielo) ya tiene veintiséis años trabajando en ello. Ahí cultivan con abonos, insecticidas y repelentes orgánicos, en concordancia con la cultura maya, rescatando especies nativas —como las abejas meliponas y el cerdo pelón.
Los presbíteros de la arquidiócesis de Yucatán fundaron esta escuela para contener la migración de indígenas, que se dirigía hacia el norte de California o a la Riviera Maya. Su mayor apuesta fue el trabajo de campo. “Hablar de ecología en esa época era una especie de extravagancia”, cuenta el padre Tilo, eje fundamental del proyecto.
Él insiste en que el uso de agroquímicos no es indispensable para cultivar y hace referencia, en contraste, a la Revolución verde, aquel afán gubernamental de la década de los setenta, cuando se debía producir en abundancia usando todos los trucos posibles. Así se “erosionaron la tierra y la sabiduría ancestral”, la gente dejó de lado los conocimientos sobre cómo rotar y asociar cultivos e incluso sobre cómo hacer una milpa. “Se pretendió dar de comer a la gente como si fuera ignorante y no supiera producir alimentos, además de usar métodos agresivos contra la Madre Tierra”, apunta el padre Tilo.
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El presbítero Raúl Humerto Lugo cuenta que antes las personas llegaban a las instalaciones de esta escuela a desaprender los sistemas de cultivo que usan agroquímicos, a recuperar las formas de cultivar de campesino a campesino. Durante años los campesinos se quedaban de martes a viernes en la escuela, después aprendieron de cultivos agroecológicos y los crearon en sus traspatios. En la escuela también plantearon la colecta de agua como alternativa para el riego de hortalizas, para limitar su extracción y mitigar las sequías que traerá el cambio climático.
Por fuera poco, en estos entornos pensados para el autoconsumo, la gente de la escuela U Yits Ka’an y algunas familias de campesinos crían una especie distinta de la que hay en las megafábricas porcinas. Los excrementos del cerdo pelón alimentan una biobolsa que funciona como un estómago lleno de bacterias que metabolizan desechos y los procesan hasta obtener elementos más simples, como un biogás que sirve para cocinar. Para las familias, este biogás supone un ahorro en leña y combustible. También obtienen biol, un fertilizante para cultivos.
Sin embargo, y como si fuera una maldición, esta alternativa pierde su viabilidad ecológica cuando la crianza de cerdos es masiva.
Dentro y fuera de esta escuela, son muchos los mayas que hablan de un acuífero en riesgo. Reconocen que pudrir sus aguas pone en peligro su forma de vida. No lo advierten solo ellos, lo saben también los y las científicas que, para evidenciar los procesos que contaminan el agua, estudian la leche materna y la sangre y trabajan hasta con peces cebra y cebollas. Lo saben las organizaciones que defienden montes y cenotes, así como las abogadas que los apoyan. Pero todos estos esfuerzos, científicos, legales y comunitarios, no bastarán ante el enredado problema del agua en Yucatán: ante el escasísimo drenaje y la proliferación de fosas sépticas, ante el abuso de pesticidas tóxicos, ante los ineficientes sistemas de tratamiento de aguas residuales en los desarrollos inmobiliarios y en la industria porcina. La entidad sigue estando muy lejos de mitigar su mugrero y de entender el suelo que la caracteriza, y bajo el cual se ensucia el agua que beben los yucatecos.
De todos los pasajes inundados que tiene el acuífero maya, dice la leyenda que uno en Maní es custodiado por una abuela que nos salvará de la sed cuando la sequía se instale en el planeta. A cambio de la vida de un bebé, esa mujer anciana y su serpiente de compañía nos darán agua en una cáscara de cocoyol, un fruto que cabe en una mano cerrada, cuenta Nebi mientras repasa el fruto con sus dedos arrugados. En medio del capitaloceno, la leyenda de Maní exige algunas actualizaciones: quizá su custodia no podrá hacer más que entregarnos, dentro del cocoyol, un poquito de agua contaminada.
Este texto fue producido como parte de Simbiosis, un programa de formación periodística de Gatopardo y Arizona State University
GERALDINE CASTRO. Mexicana, 1994. Periodista independiente especializada en ciencia, medio ambiente, conocimiento no institucionalizado y bioarte. Integrante de la Red Mexicana de Periodistas de Ciencia (RedMPC) y de la Red de Periodistas del Mar. Colabora con WIRED, TecScience y Pictoline. Su trabajo ha sido publicado en medios nacionales e internacionales. Ha elaborado guiones y scientific briefs para contenidos audiovisuales de divulgación de la ciencia. Fue parte de la residencia de reportería Simbiosis de Gatopardo y la Walter Cronkite School of Journalism and Mass Communication de Arizona State University. Segundo Lugar del Premio Jorge Flores Valdés” al mejor producto de divulgación de la ciencia 2021.
ANA CHIRINO. Fotógrafa de la Ciudad de México, utiliza la fotografía como medio de autorreflexión, construye su trabajo a partir de la búsqueda, la travesía y lo ordinario. También incorpora el material de archivo dentro de su práctica. Actualmente, trabaja en una serie dónde explora el pueblo natal de su abuela y sus alrededores, una introspección del presente y el transcurso del tiempo.
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