Una historia de violencia
Este texto sobre la creación de Sudán del Sur es parte de un volumen que
compila 15 años de experiencia periodística de Jon Lee Anderson en
África. El libro se llama La herencia colonial y otras maldiciones.
El 9 de julio de 2011, al dar la medianoche, el recién creado Estado de Sudán del Sur estalló en una celebración de júbilo. En Juba, la capital, hubo fuegos artificiales, redoblaron las campanas de las iglesias y los coches hacían sonar su claxon, mientras recorrían las calles abarrotadas de gente que gritaba y cantaba al son de los tambores.
En el cruce principal se alzaba la nueva torre del reloj en medio de una glorieta; en su pantalla digital parpadeaba en letras rojas: «Al fin, libres».
La investidura del primer presidente, Salva Kiir, estaba fijada para la tarde del día siguiente y, en la cumbre de una colina, las máquinas excavadoras habían creado un amplio espacio cuadrado para acomodar a la muchedumbre. Un árbol solitario había sobrevivido a la embestida. Bajo los focos, los obreros montaban frenéticamente los graderíos y, en un mástil cercano, dos ingenieros chinos jugueteaban con controles remotos intentando asegurarse de que la bandera de Sudán pudiera ser arriada al mismo tiempo que se izaba la de Sudán del Sur.
Antes de la ceremonia, decenas de miles de personas se amontonaban en el lugar, contenidas por un cordón de soldados delante de las tribunas VIP. Las delegaciones extranjeras llegaban en vehículos todoterreno, comprados con gastos enormes que eran ya motivo de acusaciones de corrupción. Cuando los líderes se dirigían a sus asientos, eran anunciados por el maestro de ceremonias y aclamados por la multitud: Robert Mugabe, de Zimbabwe; Goodluck Jonathan, de Nigeria; Jacob Zuma, de Sudáfrica; junto a ellos, una treintena de líderes africanos. Llegó Ban Ki-moon, secretario general de las Naciones Unidas, así como Haakon Magnus, príncipe heredero de Noruega. China envió a su ministro de Vivienda y Desarrollo. Estados Unidos envió a Colin Powell; a la embajadora ante las Naciones Unidas, Susan Rice, y al general Carter Ham, jefe del Comando África del Pentágono.
La ceremonia se prolongó durante siete largas horas. El mástil funcionó impecablemente; los ingenieros habían hecho bien su trabajo. Pero los obreros no habían conseguido montar los toldos a tiempo sobre el graderío; sólo la sección presidencial estaba cubierta, y nadie había pensado en repartir agua. Bajo el abrasador sol ecuatorial, la gente empezaba a desfallecer. Algunos soldados, que estaban firmes, se desmayaban y tenían que ser retirados en camillas por sus compañeros.
CONTINUAR LEYENDOLa ceremonia representaba un nuevo comienzo para Sudán, un Estado catastróficamente agitado desde 1956, cuando obtuvo la independencia de Gran Bretaña. Sudán se convirtió entonces en la nación más grande de África, y tal vez en la más disfuncional: una unión forzada de partes mal emparejadas. El sur, verde y tropical, está habitado por africanos negros, que son predominantemente animistas y cristianos; el norte es básicamente desértico y está dominado por musulmanes de sangre africana y árabe mezcladas. Durante siglos, las dos partes estuvieron en lados opuestos del comercio de esclavos. Sudán —nombre derivado de la palabra árabe para «tierra de los negros»— fue una lucrativa fuente de bienes muebles hasta que los ingleses suprimieron el comercio; la capital, Jartum, en el norte, fue construida por un soberano egipcio como centro de tratantes negreros. El norte y el sur estaban divididos en regiones, definidas por su distinta geografía y sus tribus específicas, cada una con tradiciones y lealtades distintas. Recelosos de estas complicaciones, los ingleses administraron por separado las dos mitades del país, a veces prometiendo al sur una cierta dosis de autonomía. Sin embargo, cuando se retiraron, agruparon todas las regiones, dejándolas a cargo de Jartum.
El nuevo régimen discriminó duramente al sur, y siguieron décadas de guerra civil. En 1989, el general Omar Hassan Ahmad al-Bashir se hizo con el poder en un golpe militar y asumió la dirección de la guerra. Desde entonces, ha llevado a cabo una lucha despiadada contra el principal grupo rebelde del sur, el Ejército Popular de Liberación de Sudán (SPLA, por sus siglas en ingles). El conflicto ha terminado con la vida de más de dos millones de personas, muchas de ellas muertas por inanición, y ha desplazado a varios millones más, transformando el sur de Sudán en una zona de desastre, sostenida principalmente por organismos de ayuda internacional.
Mediante la represión táctica y la astucia, Bashir ha conseguido mantenerse en el cargo más tiempo que cualquiera de sus predecesores. Con sesenta y ocho años, es un personaje barrigón con el ceño fruncido y aire beligerante, un antiguo soldado que combatió con el ejército egipcio como paracaidista durante la guerra de 1973 con Israel. Es musulmán practicante, con dos esposas, y su gobierno ha estado afiliado a la Hermandad Musulmana; durante los años noventa bruñó sus credenciales islamistas al permitir que Osama bin Laden viviera en Sudán durante varios años. Entre 2003 y 2010, su régimen libró una guerra brutal contra los rebeldes en Darfur, la provincial más occidental de Sudán, y en 2009 consiguió la dudosa distinción de convertirse en el primer jefe de Estado en funciones en ser acusado por el Tribunal Penal Internacional de La Haya. El tribunal emitió una orden de detención contra él por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad y, poco después, otra por genocidio. Se calcula que trescientos mil sudaneses murieron en Darfur a manos de las milicias respaldadas por el gobierno, conocidas como Yanyauid, o por el hambre y la enfermedad que se derivaron de su violencia.
El enviado de Bashir a Londres, Abdullahi al-Azreg, una figura impresionante, con traje y turbante blancos, se rio con sorna cuando mencioné esas cifras en una entrevista reciente. «Esos números están inflados por los grupos de apoyo para conseguir dinero de sus patrocinadores —dijo—. ¡En Darfur hubo una guerra! No lo negamos. Nuestro cálculo de los muertos de ambos lados, incluidos civiles, no llega a los veinte mil». Y añadió: «Me entristece ver lo que se escribe sobre mi país; incluso siento que hay una conspiración. Se da una imagen de nuestro gobierno como si fuera el más cruel del mundo. Es completamente injusto».
Sin embargo, a Bashir no parece preocuparle su reputación internacional. Disfruta insultando a los líderes occidentales; al enterarse de la primera orden judicial del Tribunal Penal Internacional, le dijo que «se la comiera», e insiste en que su estatus de paria es una prueba de los pérfidos intentos de recolonizar África. Recientemente, después de que Hillary Clinton le advirtiera contra la renovación de hostilidades contra el sur, ridiculizó la política estadounidense de «zanahoria y palo»: «No queremos sus zanahorias, que son repugnantes y venenosas, y no nos asusta su palo». Se presenta ante la población sudanesa como una especie de Hugo Chávez africano; un populista astuto que celebra mítines en los que canta y baila para sus partidarios. Se piensa que es fabulosamente rico y corrupto. Un mensaje de 2009 de la embajada estadounidense, hecho público por WikiLeaks, mencionaba que probablemente había malversado nueve mil millones de dólares de los fondos públicos.
En 2005, Bashir y los líderes del SPLA anunciaron que estaban dispuestos a poner fin a la larga guerra civil de Sudán. Firmaron un «exhaustivo acuerdo de paz», administrado por las Naciones Unidas, que suponía un alto al fuego, seguido por un «periodo transitorio» de seis años. A la conclusión del plazo, la población del sur votó casi por unanimidad la secesión. La nueva nación incluía a unos ocho millones de ciudadanos, en un territorio del tamaño de Texas, aproximadamente, una cuarta parte de la antigua extensión de Sudán. Incluía también unas dos terceras partes de los yacimientos petrolíferos que estaban en funcionamiento en el país, con una capacidad de producción de unos trescientos cincuenta mil barriles diarios. El petróleo es, de manera abrumadora, la principal fuente de ingresos de Sudán del Sur, como lo es para el Norte, y no estaba claro cómo se repartirían los recursos.
En la ceremonia de independencia, parecía que Bashir había aceptado cortésmente la secesión del sur. Salva Kiir lo presentó con su título más grandilocuente, mariscal de campo, y dijo que las dos naciones serían «compañeras de paz». Bashir habló de fraternidad y buena voluntad, y pidió al presidente Obama que levantara las sanciones que se habían impuesto a Sudán en 1997. La multitud aplaudió frenéticamente, lo que resultó extraño, puesto que millones de personas habían padecido la violencia del ejército.
Kiir, una figura rústica con sombrero negro de cowboy, llamó a la reconciliación, pero aludió también a los grupos rebeldes que seguían siendo perseguidos en la parte sudanesa del otro lado de la frontera. «Saludo a los combatientes por la libertad de todos del norte de Sudán —dijo—, que todavía anhelan la paz, la justicia y la democracia verdaderas. El pueblo y el gobierno de la República de Sudán del Sur estarán solidariamente con ustedes». Kiir estaba insinuando que la paz podría no ser duradera, y en las semanas siguientes también Bashir señaló que tenía intención de seguir actuando como siempre. Como me decía Carol Berger, antropóloga canadiense que trabajó en Sudán durante treinta años: «Estos dos países están unidos en un abrazo mortal. Se han divorciado, pero tienen que seguir compartiendo la cama».
La guerra contra Jartum había dejado a Sudán del Sur convertido en un desierto subdesarrollado. Un año después de la independencia, tenía una tasa de mortalidad infantil de más de 10% y el mayor índice de mortalidad maternal del mundo. La mayoría de sus ciudadanos vive con menos de un dólar diario y siete de cada diez son analfabetos. En todo el país sólo hay cincuenta kilómetros de carreteras pavimentadas. Sudán del Sur tiene enormes reservas minerales y una gran capacidad agrícola, pero su potencial se ha visto frustrado en gran medida por la corrupción. En mayo, Salva Kiir envió una carta a varias docenas de funcionarios del gobierno anterior y del actual, en la que calculaba que se habían malversado cuatro mil millones de dólares de los fondos públicos. «Luchamos por la libertad, la justicia y la igualdad —escribió—. Sin embargo, una vez que alcanzamos el poder, olvidamos para qué luchamos y empezamos a enriquecernos a expensas de nuestro pueblo». Algo de lo que no carece el nuevo país es de soldados. En Juba se les ve por todas partes, con sus Kaláshnikov, vistiendo uniformes verdes, con boinas rojas y gafas de sol oscuras. A menudo están borrachos.
Durante décadas, su líder, y el adversario principal de Bashir, fue John Garang, fundador del SPLA. Garang, un carismático intelectual con un doctorado en Economía Agrícola en el estado de Iowa, puso en marcha al ejército —y su ala política, el Movimiento Popular de Liberación de Sudán— en 1983, cuando Jartum rescindió un acuerdo de autonomía para el sur e introdujo en la ley sudanesa castigos inspirados en la sharía. Garang modeló el SPLA según otros movimientos filomarxistas de África, y durante un tiempo recibió ayuda de los regímenes con respaldo soviético de Etiopía y Cuba; los hombres del SPLA siguen refiriéndose unos a otros como «camaradas», aunque pocos tengan algún ideal socialista. Después del derrumbe de la Unión Soviética, Garang buscó la ayuda de Occidente. A mediados de los años noventa, el SPLA había sido adoptado por políticos estadounidenses conservadores y grupos cristianos que miraban a muchos conversos cristianos de Sudán del Sur —los descendientes putativos del bíblico «pueblo de Kush»— con especial devoción.
El objetivo de Garang no era la secesión; esperaba dirigir todo Sudán, y por eso, aunque la guerra se librara casi exclusivamente en el sur, formó también grupos de combatientes en el norte. Pero el tratado de paz de 2005 dividió a las fuerzas de Garang en dos: el SPLA-Sur tomó el control de Sudán del Sur, mientras se dejaba que el SPLA-Norte tomara sus propias decisiones. Poco después Garang murió en un accidente de helicóptero, y el sueño de un Sudán unido comenzó a desvanecerse.
Actualmente, el conflicto entre norte y sur se centra en las provincias fronterizas, donde los soldados norteños de Garang se encontraban aislados. Cuando el sur se separó, los estados de Kordofán del Sur y Nilo Azul —y sus contingentes de combatientes del SPLA— se quedaron dentro de Sudán. Se suponía que ambos estados celebrarían reuniones legislativas, con la perspectiva de renegociar el equilibrio de poder con Jartum. Pero Bashir se aseguró de que las reuniones no avanzasen, y al mismo tiempo presionó para desarmar a los soldados rebeldes. A lo largo de la nueva frontera con Sudán del Sur, patrocinó a señores de la guerra para que comandaran milicias contra el sur, y en varios discursos juró «cortar las manos» de sus enemigos. Como Bashir mostró en Darfur, es un maestro en utilizar fuerzas ajenas para sofocar las rebeliones incipientes, ejerciendo el control sobre su enorme país mientras mantiene las zonas intranquilas en crisis permanente.
Desde un punto de vista estratégico, las acciones de Bashir tenían sentido; quería garantizar que sus fuerzas controlaran la frontera. En la práctica, ayudaron a inspirar una nueva resistencia nacional a su régimen. En mayo de 2011, un veterano del SPLA llamado Abdelaziz al-Hilu se presentó como candidato a gobernador del remoto estado limítrofe de Kordofán del Sur, que había sido objeto de cruentos combates en anteriores episodios de la guerra civil. En unas elecciones disputadas, Hilu, antiguo ayudante del gobernador, perdió por varios miles de votos frente al candidato de Bashir, Ahmed Harun, quien era buscado por el Tribunal Penal Internacional por crímenes de guerra. Cuando los rebeldes de la zona rechazaron el desarme, la policía sudanesa y voluntarios paramilitares islamistas de las Fuerzas de Defensa Popular de Bashir intervinieron rápidamente en las ciudades de Kordofán del Sur. Utilizando las listas de registros de votantes como guía, apresaron a numerosos partidarios de Hilu y los ejecutaron.
Hilu escapó por muy poco a la captura, y él y miles de sus partidarios huyeron para vivir en el desierto, muchos de ellos en cuevas en los espectaculares macizos de piedra de Kordofán del Sur: las montañas Nuba. Desde entonces, los rebeldes han librado una guerra defensiva de supervivencia, junto con decenas de miles de refugiados de las aldeas asediadas. Han estado sometidos a ataques periódicos por tierra y a bombardeos casi diarios por los aviones militares del gobierno. Centenares de ellos han resultado muertos.
Una noche de hace unos meses, me reuní con Hilu en un piso franco en las afueras de Juba. Es un hombre de voz suave, cercano a los sesenta años y con poco aspecto de líder revolucionario. Explicó que en noviembre pasado, él y varios líderes de las otras regiones sojuzgadas de Sudán —Nilo Azul y Darfur— habían unido sus fuerzas en la constitución de un nuevo grupo rebelde, el Frente Revolucionario de Sudán (SRF, por sus siglas en inglés), con objeto de derrocar el régimen de Jartum. Hilu había sido nombrado jefe militar. «Estamos aquí para defender a nuestro pueblo —dijo—. Pero hemos descubierto que la mera defensa no basta, que debemos ir hacia delante y liberar a nuestro pueblo mediante un cambio de régimen».
El SRF es una fuerza reducida, tal vez no más de unos miles de combatientes que se enfrentan a un ejército que puede contar con cien mil soldados, además de las milicias. Pero esperan que se les unan grupos rebeldes de otras partes del país y, finalmente, el SPLA en el sur, que tiene ciento setenta mil soldados. Hasta ese momento, decía Hilu, sus socios más activos en el campo de batalla eran tres grupos darfuris, pero buscaba otros, aunque sus políticas no coincidieran exactamente con las suyas. El SRF se había comprometido por un Sudán democrático, no sectario y secular, e Hilu aceptaba que había resultado difícil convencer a sus nuevos socios, que eran musulmanes, del último punto. Aunque, por el momento, los rebeldes habían decidido no preocuparse por la forma en que gobernarían Sudán, la tarea principal era derrocar el régimen de Bashir.
El gobierno de Sudán del Sur estaba en una posición difícil. El presidente Kiir había ofrecido apoyo moral a sus asediados camaradas del norte, pero de repente había dejado de proporcionar ayuda abiertamente. «No queremos interferir, pero apoyamos las aspiraciones de nuestros amigos y hermanos», me dijo un oficial del ejército de Kiir el verano pasado. Aunque, según todo el mundo, el sur estaba ayudando de manera encubierta a los rebeldes del SPLA-Norte y el SRF, algunos funcionarios de alto nivel del gobierno eran francos en cuanto a sus aspiraciones. El gobernador del estado oriental de Jonglei, un general llamado Kuol Manyang, me dijo: «Luchamos para liberar todo Sudán. Y, si todavía es posible, ¿por qué no? Hemos considerado desde el principio que Sudán es nuestro; somos los kushitas, mencionados en la Biblia, que lucharon pero perdieron. Fuimos obligados a retirarnos una y otra vez. Pero, ¿no podemos tomar ahora el poder?, ¿no podemos, si la población negra es mayoría en Sudán?».
El conflicto creció durante la primavera y el verano. Al tiempo que expulsaba a Hilu de Kordofán del Sur, Bashir envió a sus tropas a la ciudad petrolífera de Abyei, reclamada tanto por el Norte como por el Sur, y después a Nilo Azul. El gobernador, un oficial del SPLA llamado Malik Aggar, me dijo que había intentado anticiparse a una vuelta a la guerra hablando directamente con el dictador sudanés. «Le dije a Bashir: ‘¿Esto es lo que quiere?’. Y él dijo: ‘Sí'».
El punto crucial era el petróleo. Los oleoductos que llevan petróleo al norte, al Mar Rojo, para la exportación, atraviesan todo Sudán, y en enero Jartum pidió una «cuota de paso» exorbitante de treinta y seis dólares por cada barril que el Sur quisiera bombear a través de su territorio. El Sur ofreció un dólar —más cercano a la tarifa internacional— y Bashir respondió apropiándose del petróleo por valor de casi mil millones de dólares. Cuando Sudán del Sur anunció que cortaba el suministro, Jartum envió aviones militares para bombardear los campos petrolíferos al otro lado de la frontera. El gobierno de Kiir, por su parte, expulsó al jefe de un consorcio petrolero de China, el mayor inversor extranjero en el desarrollo de Sudán, y los combatientes de Hilu secuestraron a veintinueve obreros chinos, que no fueron liberados sino hasta después de diez días de negociaciones a alto nivel.
En las montañas Nuba, en Kordofán del Sur, Bashir seguía bombardeando. Mukesh Kapila, antiguo funcionario de alto nivel de las Naciones Unidas, hizo una visita en marzo y denunció lo que veía como «una política de tierra quemada», con la intención de aterrorizar a los civiles, la mayor parte de los cuales eran agricultores empobrecidos. Debido a los ataques aéreos, no habían podido plantar sus cultivos y se habían quedado sin comida. Kapila advirtió de una emergencia humanitaria similar a la de Darfur: «Estamos en el umbral de una hambruna considerable».
Pocos días después, George Clooney y el activista John Prendergast, que fundaron el Satellite Sentinel Project, una iniciativa para documentar crímenes de guerra en Sudán, fueron con un equipo de filmación a visitar a los civiles desplazados que viven en cuevas al norte de la nueva frontera. Mientras estaban allí, lanzaron cohetes desde una ciudad cercana controlada por el gobierno, que hirieron a civiles. Se apresuraron a filmar la escena y, por la fuerza de las vívidas imágenes y el respaldo de una celebridad, Sudán apareció de nuevo brevemente en las noticias internacionales. Clooney visitó la Casa Blanca y habló con el presidente Obama acerca de la crisis, y consiguió más titulares cuando fue detenido en una manifestación ante la embajada sudanesa.
Hilu, el líder rebelde, me dijo: «Me sentiría contento si el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas hablara al menos de una zona de exclusión aérea para las montañas Nuba». Pero incluso sus oficiales de Juba comprendían que no era probable que se produjera pronto una intervención directa. «Después de Clooney, ¿qué más podemos hacer?», se preguntaba pesaroso uno de ellos.
Princeton Lyman, el enviado especial de las Naciones Unidas a Sudán y Sudán del Sur, consideraba que el gobierno estaba procediendo con prudencia, con la esperanza de mantener un Sudán unido. «El SRF ha hecho hincapié en el derrocamiento militar del régimen —dijo—. Hemos instado al SRF para desarrollar una plataforma política que convoque a todos los sudaneses sobre la base de un Sudán unido, no dividido entre la periferia y el centro».
Cuando le pregunté a John Prendergast sobre la perspectiva de intervención se echó a reír. «La zona de exclusión aérea es algo que, ahora, ni siquiera se está considerando remotamente en ningún nivel de ningún círculo importante de la comunidad internacional —afirmó—. La realidad para Estados Unidos es que, puesto que estamos tan comprometidos militarmente en tantos lugares del mundo musulmán, tendría que surgir algo que es todavía imprevisible, fundamental, para cambiar las cosas y que pudiéramos hacer algo». Mientras tanto, dijo, había poco que los nubas pudieran hacer, salvo unirse a los rebeldes y luchar para sobrevivir.
Habitualmente, Hilu comandaba las fuerzas rebeldes desde un campamento cerca de la frontera, y en Juba parecía incómodo al estar fuera de su campo de acción. Durante nuestra reunión, mantuvo encendida una televisión sin sonido, sintonizada en un canal de noticias de Jartum, y la miraba de vez en cuando. En un momento determinado, un espacio de noticias de última hora mostró imágenes de Bashir, en uniforme, levantando el puño y arengando a una multitud de partidarios armados. La cámara retrocedió para mostrar los vehículos militares y a los milicianos concentrados en el desierto. Los hombres cantaban y agitaban las armas al aire, y luego, una enorme columna de ellos se puso en marcha. Hilu subió el volumen; los milicianos vociferaban: «Allahu akbar!«.
Hilu explicó que Bashir estaba enviando al frente a las Fuerzas de Defensa Popular, incluidos muchos de los voluntarios islamistas que, según se dice, eran responsables de la mayor parte de los asesinatos perpetrados después de que Hilu perdiera las elecciones. «Dice que vendrán a Kordofán del Sur y nos aplastarán», dijo Hilu. Sonrió y añadió: «Bashir siempre dice esas cosas. Quiere aniquilarnos, pero no puede». Hilu se había reunido con Bashir muchas veces, en especial durante las negociaciones que condujeron al acuerdo de paz de 2005. «Es un carnicero —dijo Hilu—. No es un ser humano». Durante la guerra en Darfur, afirmó Hilu, Bashir, informado de que algunos de sus hombres estaban violando a mujeres, respondió: «Son árabes los que las violan. Las mujeres son afortunadas, pues ellos [los violadores] son blancos». Hilu sacudió la cabeza. «Y éste es alguien que se llama presidente». (El enviado de Bashir a Londres impugnó su relato: «Si me permite hablar sin diplomacias, Hilu es un perfecto embustero»).
Cuando le pregunté a Hilu cómo se sentía al haber estado en cierto momento en el poder y convertido en insurgente al minuto siguiente, me dijo: «Estaba bien». Antes del acuerdo de paz de 2005, él, como muchos otros militantes del spla, había pasado veintidós años en el monte. «Para mí, es como mi hogar —dijo—. Es como si yo fuera un cocodrilo. No puedes castigar a un cocodrilo tirándolo al río, ¿no?».
Hilu había dispuesto todo para que yo visitara el territorio controlado por sus fuerzas en las montañas Nuba. La zona, unos ciento cincuenta kilómetros al norte de la frontera, es el núcleo estratégico del país —situado en la intersección de las tierras bajas tropicales del sur, el valle del Nilo Blanco y los bordes del inmenso Sahara— y ha sido durante mucho tiempo objeto de conquista. Hilu me dijo que Jartum bombardeaba frecuentemente la zona, y era probable que en algún momento tuviéramos que esquivar los proyectiles. Riéndose entre dientes, dijo: «Espero que se le dé bien saltar zanjas».
La primera de las masas rocosas de color rosa y gris que son las montañas Nuba se eleva en el cielo azul sobre una zona de matorrales, por lo demás anodina, a unas pocas horas en coche al noreste de Yida, un campo de refugiados de caótica construcción, justo en el límite norte de la frontera de Sudán del Sur, donde sesenta mil refugiados nubas viven en chozas. Los hombres de Hilu me recogieron en el campamento, conduciendo un Toyota Land Cruiser blanco que habían manchado con tierra roja para evitar ser detectados desde el aire. Cargados con combustible de reserva, nos adentramos por un sendero de tierra en un bosque bajo en el que no había personas, ni vida salvaje ni agua. De vez en cuando se veían chozas rudimentarias y barricadas guarnecidas por combatientes armados con el uniforme del Ejército Popular de Liberación de Sudán.
En cierto momento, mi escolta, Jacoub Idris, un oficial del servicio secreto del SPLA, de treinta y tantos años, me informa que habíamos dejado el territorio de Sudán del Sur. De aquí en adelante, me dijo, todos los soldados son del SPLA-Norte. No obstante, los combatientes del Norte y el Sur parecían moverse a través de la frontera sin impedimentos y, puesto que llevaban los mismos uniformes, era prácticamente imposible diferenciarlos; parecía probable que se estuvieran realizando discretamente acciones militares conjuntas. Llegamos a la carretera que venía desde Kadugli, la ciudad donde las fuerzas gubernamentales estaban emplazadas. Combatiendo durante las dos semanas anteriores, el SPLA había tomado las posiciones próximas del ejército sudanés, abriendo la ruta por tierra a Yida, que se había vuelto vital desde el punto de vista estratégico; era una vía para transportar provisiones y refugiados a las montañas Nuba, y estaba también cerca de Heglig, el yacimiento que proporciona a Sudán casi la mitad de su petróleo.
Los nubas, constituidos por aproximadamente cincuenta grupos tribales mezclados, se consideran los «primeros sudaneses», descendientes de los antiguos nubios, que establecieron una civilización cientos de kilómetros al norte antes de ser invadidos por los egipcios. Según la tradición popular nuba, sobrevivieron escapando al sur y ocultándose en los lejanos macizos de piedra, que durante siglos les ofrecieron protección de los árabes y de otros invasores que buscaban esclavos. Salvo por las visitas de algunos colonos sudaneses y nómadas árabes baggara, que hacen peregrinaciones estacionales al sur con sus rebaños, los nubas permanecieron aislados en los años setenta, viviendo muchos de ellos en desnudez completa y subsistiendo como cazadores y agricultores. Hacia el final de los años ochenta, sin embargo, las tropas de Jartum habían entrado en la zona. Los nubas han estado en guerra desde entonces.
Así como el régimen de Bashir utiliza la guerra como su principal instrumento de gobierno, la lucha se ha convertido en un estilo de vida para los pueblos tribales del sur. John Ryle, un antropólogo que vive en Londres y que dirige el Instituto Valle del Rift, que se centra en el África Oriental, me dijo: «Existe una generación de sureños que no ha conocido otra cosa que la guerra, y una parte de la juventud sureña cuyo medio de supervivencia son las armas. Éste puede ser el problema: no saben cómo vivir en paz. Mientras soldados y ex soldados gobiernen en ambos países, como sigue ocurriendo, será difícil que las cosas mejoren. Todo llevará mucho tiempo».
En las proximidades de un par de macizos rocosos, llegamos a una comunidad agrícola que había sido quemada y saqueada por las tropas de Bashir; cacharros de barro rotos y calabazas de agua estaban tirados entre las cenizas. Los lugareños desplazados vivían ahora cerca de allí, en un lugar llamado Tes, junto a refugiados de otras aldeas de primera línea. Unos ancianos de la aldea nos saludaron, y le pregunté al jefe —un anciano delgado con blusón blanco y una lanza corta— cuántas personas había en las cuevas. Sacudió la cabeza; era imposible dar un número concreto. Hubo más de catorce mil personas en Tes antes de la guerra. Algunos se habían ido al campamento de Yida, pero quedaban allí varios miles. Señaló hacia las rocas, en cuyas hendiduras acampaban familias. Vestían harapos, los niños estaban delgados y muy sucios. Algunos parecían asustados, pero unos pocos sonreían y lanzaban tímidos gritos de saludo. De cerca, los campamentos olían a humo de leña y excrementos. Un Antonov —uno de los aviones militares de Bashir construidos por los rusos— empezó a ulular por encima, y los refugiados se apiñaron junto a las rocas lanzando miradas al cielo.
La gente de las montañas Nuba pasaba los días buscando comida, agua y leña, y se les podía ver con largos cuchillos o hachas y llevando arbolillos sobre los hombros. Las mujeres acarreaban el agua en la cabeza con bidones de plástico amarillo de veinte litros que en otro tiempo contuvieron aceite vegetal. La forma de construcción de las cabañas variaba de una tribu a otra: algunas eran cuadradas, con las paredes de piedra; otras, redondas, con paredes de barro. En los recintos familiares, las mujeres machacaban los cereales con morteros y alimentaban fuegos con leña menuda o carbón vegetal para cocinar. Algunos tenían unas cabras o unas pocas gallinas.
Las montañas Nuba son un paisaje espectacular, donde la gente vive en estrecha comunión con su entorno; no hay electricidad, ni ruidos de máquinas ni contaminación lumínica y, salvo los bidones, ninguna clase de plástico. Las cuerdas se hacen a mano, de corteza de baobab. La vista se extiende hasta el horizonte, sin ser obstruida por nada construido por el hombre. Sin embargo, en todas partes por donde pasé se veían arder los fuegos de los agricultores que quemaban la maleza de las laderas antes de proceder a la siembra. Por la noche, rojos zigzags brillaban sobre las pendientes. La incesante labor de transformar todo árbol disponible en combustible ha despojado a la tierra de su belleza.
En 1949, el fotógrafo George Rodger, en misión para National Geographic, se aproximó a las montañas Nuba a través de unos parajes repletos de elefantes, leones, antílopes y jirafas. La caza mayor ha sido prácticamente erradicada en las décadas de la guerra. Me dijeron que había muchas cobras y babuinos, pero en dos semanas de conducir a través de aquellas inmensas tierras vírgenes, la única vida salvaje que vi fueron unas pocas ratas. Idris me dijo que, en su mayor parte, los ríos habían dejado de correr o se habían vuelto estacionales. En pocos lugares, el agua se filtraba a través del suelo polvoriento y daba origen a pequeños charcos verdosos. Las mujeres iban allí para llenar sus bidones junto con vacas enflaquecidas, que bebían y dejaban sus excrementos por el lugar.
Incluso en los lugares mejor organizados, el riesgo de hambruna era constante. Un día visité Kawalib, en el límite oriental del territorio del SPLA, donde un grupo enorme de agricultores nubas y sus familias acampaban alrededor de tres macizos que se alzaban en una amplia planicie. En su interior había manantiales que proporcionaban agua pura. Según la historia local, los nubas se habían reunido allí durante siglos para sobrevivir en tiempos de guerra. Se hacían grandes esfuerzos para continuar la vida como de costumbre; las cabras pastaban, y en una casa comunal con techo de paja se había instalado una escuela elemental. No obstante, el comisario local del SPLA me informó que el hambre comenzaba a extenderse. Las reservas de sorgo de los refugiados, el cereal que constituye la dieta básica de los nubas —en sopa; molido como harina para hacer panes delgados; mezclado con agua y fermentado para hacer merissa, la cerveza local— se habían acabado. La gente debía ir al monte a buscar frutos, bayas y raíces; con frecuencia andaba durante una hora antes de encontrar algo. La semana anterior, las hienas habían matado y devorado a una mujer y a su hijo pequeño.
Unos ancianos, reunidos para hablar sobre la escasez de alimentos, dijeron que había cincuenta mil refugiados en Kawalib. La zona sólo era accesible mediante un pequeño camión y, tras algunas consideraciones, se determinó que transportar el suministro de grano para seis meses requeriría mil quinientos trayectos, era prácticamente imposible. (Expertos en ayuda humanitaria me dijeron, más tarde, que transportarlo en avión sería prohibitivamente caro, y se corría el riesgo de que los aviones fueran derribados por el régimen). Los ancianos miraban educadamente cuando yo hablaba de números. Parecían resignados, casi indiferentes. Cuando me despedí, me dijeron adiós con la mano de manera impasible.
El comandante de campo del SPLA-Norte, el general Barshim, me llevó en una camioneta armada y repleta de guardaespaldas alrededor de Kawalib. Su campamento se encontraba a poca distancia de los civiles y estaba protegido por varias rocas grandes y redondeadas. Habían colocado una mesa y unas sillas en la arena y, un día, al caer la tarde, Barshim me invitó a que me uniera a él. Era un hombre de una complexión formidable, con la bravuconería de un joven George Foreman. También sus hombres se pavoneaban, como si su actitud fuera contagiosa. «Ha llegado en un mal momento para las montañas Nuba —tronó Barshim—. Pero pronto las montañas Nuba serán un país, igual que Sudán del Sur», afirmó mientras aporreaba la mesa con el puño.
Abdelaziz al-Hilu había insistido en que su movimiento unificaría a la nación de Sudán; nunca había hablado de la independencia de Kordofán del Sur, pero parecía probable que las regiones de la periferia de Sudán, expropiadas de sus recursos naturales y desangradas por las guerras emprendidas por el Norte, siguieran su propio camino si llegaba la oportunidad. La mayoría de los nubas que conocí estaban enfurecidos por los abusos de Jartum. Si ganaban los rebeldes, parecía dudoso que se sentaran con sus derrotados enemigos para establecer una igualdad perfecta. Cuando le dije a Barshim que parecía contradecir a Hilu, sonrió y me ignoró. «Ahora lo importante es que la comunidad internacional alimente a nuestro pueblo —dijo—. Lo necesitan. En el aspecto militar, todavía no estamos a la ofensiva, pero pronto lo estaremos».
A pesar de la fanfarronería de Barshim, resulta improbable que los rebeldes de Kordofán del Sur sean capaces de someter a Jartum, una ciudad de cinco millones de personas. El SPLA está mal equipado, pobremente disciplinado y acostumbrado a luchar a la defensiva. Pero, en 2008, un grupo rebelde de Darfur que conducía varios cientos de camionetas blindadas lanzó un atrevido ataque por sorpresa contra la capital. A pesar de las tempranas advertencias de que ya estaban en camino, los rebeldes consiguieron cruzar el desierto en tres días sin impedimentos y llegar a Omdurmán, al otro lado del Nilo, enfrente de Jartum, y atraer allí a las fuerzas gubernamentales. Otra columna combatiente ocupó una base de las fuerzas aéreas al norte de Jartum. Finalmente, el ataque a la capital fracasó, pero aquello fue un golpe para el régimen de Bashir.
La docena aproximada de pequeños puestos avanzados fortificados que constituyen los objetivos militares en el conflicto actual pueden parecen insignificantes en cuanto a tamaño y población. Pero, como en las guerras coloniales británicas del siglo XIX, en lugares como Omdurmán y Fashoda, cualquiera de ellos puede tener una importancia estratégica y vital. Cuando cae una ciudad, no hay nada entre ella y la próxima guarnición, a cientos de kilómetros de distancia. Jartum está casi a doscientos cincuenta kilómetros de Kadugli, y apenas hay nada entre ellas.
A medio día en coche desde Tes, el SPLA-Norte mantenía su campo de entrenamiento militar, disfrazado de aldea: unas pocas chozas de paja en medio de una zona de árboles bajos y maleza. El jefe de la base, el general de brigada Mahana Bashir, estaba sentado a la sombra de un gran baobab. Llevaba un galón dorado en las hombreras del uniforme, y esgrimía un bastón de hockey, decorado con franjas brillantes. Mientras hablábamos, una mujer joven molió café en un mortero, lo aderezó con canela, jengibre y cardamomo, y lo sirvió en pequeñas tazas de porcelana.
Con Hilu, había visto informes de que milicianos sudaneses marchaban hacia Kordofán del Sur. Cuando le pregunté a Mahana si habían llegado, movió la cabeza y dijo: «Si para el pueblo de Jartum el camino al cielo es a través de las montañas Nuba, que vengan; se lo facilitaremos». Decía que él era cristiano, pero que algunos de los oficiales eran musulmanes. «Aquí, en las montañas Nuba, vivimos juntos en armonía —explicó—. En vez de establecer diferencias entre nosotros, deberían tomarnos como modelo para el resto de Sudán». Otro jefe del spla me dijo, con una sonrisa, que era «un musulmán que comía cerdo». Afirmó que tenía dos esposas, una cristiana y otra musulmana, y que algunos de sus hijos habían adoptado la religión de los otros. «¿Por qué no? —decía— Después de todo, la religión es algo que se elige».
Aunque los nubas no se distingan por su tolerancia, el origen real del conflicto entre Sudán y sus antiguos territorios no es la religión, sino la identidad tribal y racial. Muchos sudaneses del norte se consideran árabes y desprecian a sus vecinos «africanos» del sur. Pero Sudán del Sur, que tiene al menos cuarenta tribus, es en sí misma una sociedad muy dividida. Los dinka son la mayoría y, junto con los nuer, dominan el spla. Kiir es dinka, como lo era Garang. El vicepresidente del país, Riek Machar, es un nuer que, durante los sangrientos años noventa, se separó del SPLA y, con el apoyo de Bashir, llevó a un grupo de miembros de su tribu a un amargo conflicto contra sus antiguos camaradas. Está en el cargo, al menos en parte, para amortiguar el conflicto entre las tribus.
El tribalismo persigue al SPLA, incluso ahora que está en el gobierno. Mientras que los que están en el poder se enriquecen, las tribus libran escaramuzas y guerras entre sí. A partir del verano de 2011, los nuer y los murle mantuvieron una serie de combates en los que murieron cientos de personas. Un oficial me dijo: «La tribu murle tiene la costumbre de raptar niños de las tribus vecinas. Ha habido un problema de infertilidad en la tribu, y no tienen un sistema para la adopción. Por eso los jóvenes raptan a los niños, y luego se los cambian a gente rica por vacas». Lo único que muchas de las tribus tienen en común es la experiencia de invasión y conquista por parte del Norte.
Uno de los oficiales de Mahana me preguntó si quería conocer a algunos «desertores», ex soldados del ejército sudanés que se habían unido al SPLA. Se expidieron órdenes para que se prepararan los desertores, y después de una hora me llevaron a una rudimentaria plaza de armas, donde los oficiales estaban entrenando a unos doscientos reclutas. A pesar del calor, mantenían el ritmo de la marcha a paso rápido y continuo, cantando con fuerza.
A la sombra de un árbol, unos treinta hombres estaban sentados delante de un oficial de pie. Idris traducía. En los años ochenta se había impuesto el árabe sudanés en el sistema escolar público de Sudán, y se convirtió en la lengua franca del país. Los desertores eran nubas, hombres locales que habían sido reclutados por el ejército sudanés; hasta que comenzó el conflicto, el verano pasado, obedecían órdenes de Jartum. Hablando de manera vacilante, me dijeron que se habían pasado voluntariamente al SPLA. Cuando pregunté al oficial por qué, después de casi un año, todavía no habían sido alistados en las filas de combatientes, me explicó que todavía se estaban reciclando para cumplir con los criterios más rigurosos del SPLA.
Probablemente, los hombres eran prisioneros de guerra a los que se les había permitido cambiar de lado, pero a los que todavía se mantenía en semicautividad. Cuando le pregunté a algunos de ellos qué querían hacer después de la guerra, sus rostros mostraron miradas preocupadas. Uno de los de más edad, ya en la cincuentena, tomó la palabra: «Todos queremos ser soldados del SPLA —dijo—. No necesitamos nada más. Sólo el SPLA». Los hombres que estaban a su alrededor se animaron, asintieron vigorosamente con la cabeza y entonaron un canto del SPLA.
Por las apariencias, era un entorno totalitario y, sin embargo, gran parte de la sociedad parecía participar de él de manera gustosa. Entre los muchos grupos rebeldes de Sudán, el SPLA nuba parece ser lo más cercano que hay a un verdadero «ejército del pueblo». En el sur, el SPLA ha explotado y se ha mantenido a costa de los civiles, me comentó Prendergast, pero entre los nubas, el ejército y la población local estaban completamente entrelazados. «Los rebeldes tratan de ayudar a los civiles y, a su vez, los civiles prestan auxilio a los rebeldes», me dijo. Sugirió que la situación había evolucionado como respuesta a la matanza indiscriminada de nubas por parte del norte en el campo de batalla. «En las montañas Nuba, Jartum se enfrenta a una población que le es completamente hostil», dijo.
Desde mi llegada a las montañas Nuba, había oído rumores de que el SPLA-Norte estaba planeando una ofensiva contra Talodi, una ciudad controlada por el gobierno a unos cincuenta kilómetros al sur del centro rebelde de Kauda. Era uno de los principales objetivos estratégicos de los rebeldes: si podían tomar la ciudad, eliminarían una base clave del gobierno en la frontera con Sudán del Sur.
El máximo jefe militar del SPLA, el general Jogot Mekwar, vivía a unos veinticinco kilómetros de Talodi, en un lugar llamado Jegeba, al abrigo de una serie de montañas bajas. Su residencia consistía en unas pocas cabañas redondas de piedra y con techo de paja, rodeadas de una valla de palos cubierta con frondas de palmeras. Unos pocos soldados de vigilancia en el exterior era todo lo que revelaba la presencia de militares de alto rango. En el interior, Jogot me informó que el ataque contra Talodi estaba en marcha. El régimen se había reforzado allí durante meses, dijo, y calculaba que habría alrededor de cinco mil soldados, una fuerza lo bastante grande para atacar el bastión rebelde de Kauda y cortar el acceso para su aprovisionamiento. «Desde Talodi, pueden cortar la carretera a la frontera; piensan que el Sur nos está apoyando por esa carretera, y por eso ponen allí su guarnición principal». No podía decirme todavía cómo se iba a desarrollar la batalla. «Comenzamos a luchar hace tres días, pero ellos están muy firmes».
Después de cenar, Jogot y sus generales se sentaron en el patio, intercambiando historias y hablando por sus thurayas, teléfonos satelitales que usaban para comunicarse en la guerra. Era un hábito de riesgo —los thurayas contienen unidades GPS, que pueden ser rastreadas con la tecnología apropiada—, pero los teléfonos son el único medio de comunicación en el monte. Estaba encendido un receptor portátil de televisión, alimentado con energía solar, y algunos niños, algunos guardaespaldas de Jogot y un puñado de oficiales estaban ante él. Un oficial manejaba el mando a distancia cerca del aparato, haciendo zapping. Vimos varios canales de noticias sudaneses, Al Jazeera y, luego, para deleite de todos, un espectáculo de lucha libre estadounidense, WWE SmackDown. Los soldados reían y gritaban cuando los luchadores tiraban a sus rivales entre la multitud o les pisoteaban la cabeza. Los nubas son célebres por la lucha libre, tradición en la que los jóvenes prueban su fuerza y resistencia para establecer su estatus en la tribu, e Idris me miró asombrado cuando le dije que el combate estaba trucado. «¿De verdad?», preguntó. Mientras todo el mundo seguía mirando, me fui a dormir a una cabaña que me habían preparado.
Justo antes de medianoche, hubo una serie de conmociones violentas: las bombas estallaban cerca. El silencio descendió sobre el campamento cuando se apagó el televisor. Aproximadamente una hora más tarde, hubo más explosiones, esta vez más fuertes. Por la mañana, Jogot explicó que las primeras explosiones procedían de cohetes Shahab, misiles tierra-tierra iraníes, disparados desde la base gubernamental de Kadugli, a unos ochenta kilómetros de distancia. Las segundas explosiones eran bombas lanzadas por Antonovs; habían caído cerca del pozo del campamento, a unos escasos doscientos metros. No se habían producido daños humanos, me dijo Jogot; sólo un cerdo, de un recinto vecino. Usó el término Mister Pig, en inglés, para referirse al animal que había muerto. En las montañas Nuba, se llama Mister Pig a todos los cerdos.
Nadie sabe por qué.
Con ambos ataques tan cercanos, parecía evidente que el régimen conocía la localización de Jogot, y planteé la posibilidad de que él y sus oficiales habían sido localizados a través de sus teléfonos satelitales. Jogot se encogió de hombros; no tenían más opción que usarlos. En cualquier caso, la tecnología de las fuerzas armadas sudanesas era tosca. Los misiles habían errado su objetivo, y los Antonovs —aparatos pesados y de vuelo bajo— eran buenos para la vigilancia aérea, pero pésimos como bombarderos. Según se dice, las tripulaciones veían los blancos directamente, y luego dejaban caer las bombas a ojo, para que explotaran allí donde aterrizaran.
Los rebeldes no tienen instalaciones médicas, así que dependen del Hospital Madre de Misericordia, en las afueras de Kauda, que la Iglesia católica construyó hace cuatro años. El hospital está dirigido por Tom Catena, un hombre larguirucho de cuarenta y ocho años, de Amsterdam, en el estado de Nueva York. La mayor parte de los otros colaboradores extranjeros se ha marchado, y el doctor Tom, como le llama todo el mundo, ha mantenido el hospital en funcionamiento con la ayuda de dos monjas de México y dos enfermeras ugandesas. Hasta que comenzaron los combates, el material y las medicinas eran transportados regularmente en avión, pero ahora todos los envíos tenían que llegar por tierra. Había escasez de casi todo, desde anestesia hasta medicamentos para la malaria.
Catena me dijo que no había dejado el perímetro del hospital desde hacía año y medio. «Demasiado ocupado; el tiempo vuela», dijo riendo. Era el único médico para cuatrocientos cincuenta pacientes internos, que sufrían de todo, desde lepra, sida y cáncer hasta heridas de disparos, bombas y metralla. Había mujeres con embarazos difíciles, ancianos con próstatas dilatadas y jóvenes con conmoción cerebral por caídas de árboles mientras cogían mangos. Por las tardes, Catena veía a los pacientes externos; dos días a la semana, operaba. Cuando me estaba enseñando las salas, se oyó un Antonov en el cielo; parecía que estuvieran zumbando todo el día por los alrededores.
Las instalaciones del hospital, dispuestas en un cuadrado bordeado de árboles, estaban a rebosar. Los corredores estaban llenos de pacientes en camas, y se habían instalado tiendas de campaña fuera de las salas para alojar a los pacientes excedentes y a sus familias, a las que se pedía que proporcionaran comida a sus parientes enfermos. En la sala infantil, las enfermeras y las monjas estaban con una preciosa niña de ocho años llamada Viviana, que había quedado paralizada de la cintura para abajo durante un ataque aéreo el pasado julio.
La sala de los hombres estaba llena de combatientes que habían recibido disparos o habían sido mutilados o quemados. Un hombre atlético, de poco más de veinte años, había perdido las dos piernas en una explosión. Sonriendo alegremente mientras avanzaba por sí mismo en una silla de ruedas, dijo a Catena que se sentía listo para volver a su casa, en Toroge, otra aldea situada en primera línea. Catena le dijo que estaba de acuerdo, pero que no podía llevarse la silla de ruedas; no había manera de que el hospital pudiera reemplazarla, y todos los días llegaban nuevos pacientes. El joven pareció desolado. Catena dijo: «Lo siento, pero la necesitamos aquí», y se fue.
La primera operación de Catena a la mañana siguiente fue la de un anciano con un melanoma avanzado. Después de anestesiarlo, Catena le amputó la pierna podrida. Al final de la tarde, había colocado un clavo de acero en la pierna de un joven para fijar su fémur fracturado, y había operado a un niño de doce años cuya mano izquierda había quedado destrozada al estallarle una granada con la que jugaba.
Salimos de la sala de operaciones a las siete de la tarde. Una hora después, justo cuando el personal estaba sentado para cenar, llegaron las primeras víctimas de la ofensiva de Talodi. Al parecer, los Antonovs que habíamos oído iban de camino para ayudar a las tropas de Jartum. Los combatientes heridos yacían en la parte trasera de un camión, tras soportar un viaje de muchas horas. En la sala de operaciones, encontré de nuevo a Catena asistiendo a un hombre desnudo; estaba vendando una herida que tenía en el abdomen, y su brazo izquierdo ensangrentado estaba atado con un torniquete justo por encima del codo. Con un bisturí caliente, que más bien parecía una herramienta de soldar, Catena empezó por trazar una brillante línea roja en el bíceps del hombre. Después de unos veinte minutos, el brazo se soltó y fue tirado a un cubo.
Uno por uno, Catena atendió a los heridos. Eran once en total, algunos habían sido alcanzados por balas, otros por metralla. Los soldados dijeron que el spla había atacado las aldeas bajo control del gobierno que rodeaban Talodi y se había abierto paso a través de las defensas, pero el combate continuaba. Despedían el olor acre del campo de batalla —sudor nervioso, orina, polvo y sangre— y estaban consumidos. La noche anterior habían ido caminando durante doce horas para acercarse con sigilo a su objetivo, y habían combatido durante todo el día, mientras los Antonovs los bombardeaban.
Llegaron más camiones; en las seis horas siguientes, entraron treinta y tres heridos procedentes de Talodi. La sala situada al lado del quirófano se llenó de soldados, que se derrumbaban en las camas, cerca de los demás pacientes, y se quedaban allí, a la espera de ser examinados. El hospital adquirió un aire frenético; las enfermeras llegaban corriendo con sueros, jeringas y vendas; había sangre por todas partes. Catena hizo una evaluación de la gravedad de los heridos y se volvió hacia un soldado que había sido alcanzado por una bala en una nalga. Incluso después de tratar la herida, el soldado se quejaba de dolor en el estómago, así que Catena le dio un anestésico y lo abrió. La bala le había penetrado en las tripas y le había hecho veinte agujeros diferentes, cada uno de los cuales tenía que ser cosido y cerrado para evitar una peritonitis. Cuando Catena terminó, eran las dos de la madrugada y todavía quedaba otro hombre con un disparo de bala al que tratar.
Después de dos horas de sueño, Catena estaba de regreso en la sala de operaciones. Increíblemente, todo el mundo había sobrevivido. Ese día, entraron cinco víctimas más, todos heridos en la explosión de una mina terrestre. La cabeza de un hombre joven estaba grotescamente hinchada, con el rostro cubierto de agujeros; donde habían estado los ojos, sólo había una masa sanguinolenta.
A la mañana siguiente, el general Jogot Mekwar organizó para mí la visita a una posición en la línea del frente cerca de Talodi. Me asignó un agente de seguridad, Korme, para que me acompañara y, después de esperar hasta mediodía a que se fueran un par de Antonovs, nos dirigimos hacia el frente. Pasamos por pueblos incendiados y, nos movíamos a gran velocidad para no ser detectados por los aviones del gobierno, llegamos a una antigua base del régimen llamada Maflu, poco más que un vivac en la base de una colina, sombreada por un par de baobabs. Los rebeldes se habían apropiado de la base pocos días antes, estableciendo su posición más próxima a Talodi. Korme había sido el explorador avanzado. Había entrado a pie por la noche, cruzando la montaña que está sobre el campamento. «Venimos primero a ver y luego nuestras fuerzas vienen desde los dos lados», dijo. La base había tenido aproximadamente unos trescientos cincuenta hombres. Cuando le pregunté qué había pasado con ellos, dijo: «Huyeron». El lugar estaba ahora lleno de combatientes rebeldes y la atmósfera era tensa. El sol calentaba con fuerza, y una trinchera que rodeaba la base despedía un olor como de cuerpos muertos.
Fui acogido con simpatía por el comandante en jefe, general de brigada Nimeiri Murad, un joven fornido y serio que estaba sentado con sus oficiales bajo uno de los baobabs; dejaron de hablar cuando me acerqué. Nimeiri me dijo que sus hombres habían incursionado en la ciudad y, a pesar de sus miradas preocupadas, dijo: «La situación es muy buena. Las cosas están marchando bien». Señaló un lugar, como a unos tres kilómetros al otro lado de la estrecha llanura, donde unos poco tejados sobresalían por encima de los arbustos en la base de un gran macizo. «Eso es Talodi —dijo—. A una hora a pie». Las tropas del régimen se habían hecho fuertes en la ciudad, comentó, mientras sus hombres se desplegaban a su alrededor, por las tierras bajas y en el djebel, la gran cresta de roca que asoma varias decenas de metros sobre ellas. Pero sus defensores andaban escasos de agua, y no estaban preparados para un largo asedio. Mientras hablábamos, no dejaba de mirar por los binoculares hacia la ciudad.
Un oficial que se presentó a sí mismo como el teniente coronel Abras me dijo que sus soldados habían entrado luchando en Talodi. «Ayer, de las ocho a las cinco de la tarde, estuvimos dentro», dijo. Los oficiales dijeron que los soldados del régimen tenían artillería pesada, morteros, ametralladoras, bazucas. Abras dijo: «En Talodi también tienen una ametralladora que llamamos American Dog«. La describió como una pieza de largo alcance, hecha en Estados Unidos, con varios cañones que podía disparar de forma simultánea. «Cuando la usan, eso detiene a nuestros vehículos durante diez o quince minutos». Korme dijo: «Tiene un producto químico. Cuando la American Dog dispara cerca de los soldados, algunos empiezan a vomitar». Los hombres eran imprecisos a la hora de decir cómo exactamente habían tomado Maflu en esa situación de desventaja, pero, a un par de kilómetros más o menos, yo había visto cuatro tanques rusos ocultos en la espesura. Cuando pregunté a Abras si se los había arrebatado a los soldados sudaneses, él dijo algo confuso, y luego, cuando insistí: «Sí, eran de ellos». Parecía extraño; normalmente, las guerrillas están impacientes por mostrar las armas pesadas que se apropian en la batalla. Entonces advertí que uno de los hombres que estaba sentado con Nimeiri y Abras, mirando en dirección contraria a mí, llevaba un uniforme con un parche en el hombro que mostraba la bandera de Sudán del Sur y las iniciales Goss: Government of South Sudan (Gobierno de Sudán del Sur). Los tanques probablemente les habían sido prestados por Salva Kiir. «No hay duda de que Sudán del Sur ha proporcionado apoyo al SPLA-Norte en la zona», me dijo más tarde Princeton Lyman, el enviado de Estados Unidos a Sudán. En tanto el ejército de Bashir estuviera activo en las montañas Nuba, el Sur estaría obligado a defender su frontera.
Durante nuestro regreso del frente, Korme y yo atravesamos un terreno llano y seco salpicado de espinos negros. Korme me dijo que aquello era conocido como el «Lugar del agua del búfalo». «No hay agua por aquí ahora —dijo—.Y tampoco búfalos». Le pregunté cuándo se habían visto búfalos por allí la última vez. Con una mirada insegura, Korme respondió: «Quizás antes de la última guerra».
Nos detuvimos en un mercado rústico y una mujer nos hizo café. Un soldado que estaba allí dijo que acababa de volver del frente de Talodi, y empezó a presumir del ataque inicial del spla a Talodi. Contó cómo él y sus compañeros habían invadido las posiciones del ejército sudanés y habían hecho un montón de prisioneros. «Los matamos inmediatamente», dijo, haciendo un significativo gesto con ambas manos. También habían abatido dos MIG, afirmó. Simuló un avión que era alcanzado y daba vueltas hacia abajo antes de estrellarse. La mujer del café miraba en silencio con expresión de asombro. Atravesamos a gran velocidad varios poblados vacíos y chamuscados. El ejército sudanés los había destruido en su retirada.
Un año después de que Sudán del Sur celebrara su independencia, había pocos indicios de que la división de las regiones sudanesas en guerra hubiera generado una paz duradera. En abril, el gobierno de Sudán del Sur dejó claro que estaba luchando junto con los rebeldes del SRF; juntas, sus tropas habían capturado el gran campo petrolífero de Heglig. Bashir llamó a los sudaneses del sur «insectos venenosos» y juró echarlos de allí. Después de que el presidente Obama llamara a ambas partes a la moderación, Salva Kiir retiró sus tropas. Aviones de guerra de Jartum los bombardearon cuando se marchaban.
Sudán del Sur ha mantenido interrumpida su provision de petróleo, lo que priva a ambos países de la mayor parte de sus ingresos. Bashir, que había estado pagando subsidios a la población sudanesa, los había cortado, y en junio comenzaron en Jartum las manifestaciones en las calles. La primera oleada fue rápidamente acallada por las fuerzas de seguridad, y Bashir se paseó por la ciudad en un coche abierto, proclamando exultantemente que allí no había protestas de ningún tipo.
En las montañas Nuba, Bashir fue a Talodi y dio una arenga a sus tropas, en la que prometió «expurgar a Sudán de los traidores que vendían su país». Siguió la aparición con una nueva campaña de propaganda; Tom Catena me escribió que él había tratado a combatientes del SPLA cuyos síntomas insinuaban que habían sido envenenados con insecticidas. Abdulahi al-Azreg, el enviado sudanés en Londres, defendió la agresión de su gobierno como una lucha inevitable contra la insurgencia. «Están usando los mismos argumentos de siempre sobre el ‘genocidio en las montañas Nuba’ —se lamentó—. Hablan de la ‘comida como arma’. Cuando el pueblo sudanés oye tales acusaciones, se queda desconcertado. Así es como se crea el extremismo, amigo». Cuando pregunté si los rebeldes podían inducir a otros estados sudaneses para buscar la independencia, Azreg rio: «No creo que Sudán se divida —dijo—. Si lo hace, Somalia, a su lado, parecerá un picnic».
John Prendergast dijo que ningún bando sería capaz de abandonar su posición intransigente. «El problema es que ambos, Juba y Jartum, piensan que el otro es lo bastante vulnerable como para caer. Ambos huelen sangre, así que les resulta difícil retirarse». Pero ambos países están debilitados por la violencia, y se están quedando sin dinero. Carol Berger, la antropóloga, me dijo que la guerra simplemente sería interminable. «En el mejor de los casos, el territorio a ambos lados de la frontera seguirá inestable en los próximos años —afirmó—. En cuanto a los nubas, no tienen adónde ir, y por tanto lucharán, y el Norte continuará enviando sus aviones de combate a bombardearlos. Es una tragedia, porque son los civiles los que sufren y los que van a seguir sufriendo. Y ambos bandos utilizarán el sufrimiento de los civiles en beneficio propio». //
El artículo apareció originalmente en The New Yorker el 23 de julio de 2012.
Traducción de María Tabuyo y Agustín López.
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