Volver a Venezuela: el infierno después de la pesadilla
Soraya Constante
Fotografía de Edu León
Primero escaparon del hambre y la escasez de su país. Ahora retornan sobre sus pasos. El éxodo venezolano huye de la pandemia que azota a toda América Latina. Esta es la historia de seis caminantes que tomaron carreteras y pasos clandestinos para atravesar tres países, y volver a la situación de la que huyeron.
Miles de venezolanos huyen por segunda vez. Si hasta el año pasado huían de la crisis para instalarse en otros países de América Latina, ahora hacen la ruta inversa y regresan a Venezuela. Primero escaparon del hambre y la escasez en su país. Ahora, huyen de la pandemia que los ha dejado sin nada en sus países de acogida, Perú, Ecuador y Colombia.
Esta vez su éxodo ya no es noticia de tapa ni es prioridad para la ayuda humanitaria. Acnur (la agencia de la ONU para repatriados) actualizó en mayo su Plan de Respuesta Regional a Refugiados y Migrantes de Venezuela. La cifra para atender las necesidades más urgentes de los venezolanos en 17 países de América Latina y el Caribe fue de 1.410 millones de dólares, pero hasta el momento, Acnur sólo ha recibido un 23% de los fondos solicitados. De cualquier manera, las organizaciones humanitarias no otorgan ayuda para que los venezolanos regresen al país del que una vez huyeron, y excluyen de todo aporte a quienes han solicitado refugio en los países de acogida. Las ayudas se entregan en efectivo y sólo están destinadas a pagar alimentación o alquiler de la vivienda, o financiar instalaciones móviles de salud para la prueba y derivación de casos de la COVID-19. Federico Agusti, representante de Acnur en Perú, explica que “las fronteras están cerradas, apoyar retornos sería ir en contra de las regulaciones que establecen los propios países. Incluso Venezuela tiene limitaciones para el ingreso. Hay inseguridades en la ruta, hemos tenido casos de personas atropelladas, y por supuesto existe el riesgo de infectarse del virus en el trayecto”.
Las cifras de los venezolanos que han regresado a su país no están claras. El gobierno de Nicolás Maduro asegura que al menos 50,000 migrantes volvieron durante la pandemia, mientras que el gobierno de Colombia informa que, sólo entre marzo y junio, salieron 81,000 de su territorio y que otros 30,000 están en espera, en improvisados campamentos en Cali, Bogotá y poblaciones fronterizas. En Ecuador y Perú no hay registro de nada: los venezolanos salen de estos países por “trochas” o pasos clandestinos.
Esta es la historia de un grupo de migrantes venezolanos que después de buscarse la vida por unos años en Perú, perdieron sus trabajos debido a la pandemia y, sin dinero, sin posibilidad de pagar sus alquileres o de comprar medicamentos, sin posibilidad de enviar dinero a sus familias en Venezuela, con sus proyectos migratorios aniquilados, un día de abril decidieron desandar sus pasos.
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—Camino a casa, con Dios alante, en nombre de Dios que todo salga bien.
Es la oración con la que Uriel empieza a caminar por la Panamericana, la extensa carretera que pasa por todos los países americanos. Es viernes 17 de abril, el día uno de su epopeya. Está en Ancón, un balneario a unos 40 kilómetros de Lima. Dice la plegaria mientras, con su celular, graba los primeros pasos de Sergio, Sandro, Luigi, Yunior, Manuel, Jeicer, José, Luis, y otros cuatro a los que solo conoce por sus apodos: la Guaira, el Tío, el Enano, el Mochilero. Ninguno sabe cuánto tiempo le tomará llegar a su destino, Venezuela. Google dice que se necesitan 30 días, con todas sus noches, para llegar caminando hasta el Puente Internacional Simón Bolívar, que conecta Venezuela con Colombia, pero ellos esperan que les den “cola” o un aventón para no tener que caminar todo el trayecto.
«El gobierno de Nicolás Maduro asegura que al menos 50,000 migrantes volvieron durante la pandemia, mientras que el de Colombia informa que, sólo entre marzo y junio, salieron 81,000 de su territorio».
Son jóvenes, tienen entre 20 y 30 años, aunque hay uno, que viaja con su tío, que tiene 16. La mayoría lleva una mochila, aunque algunos arrastran además maletas de ruedas que serán destruidas por el asfalto de la carretera. Un par lleva sus pertenencias en un costal y en bolsas plásticas que no aguantarán mucho. Todos usan mascarillas y, unos pocos, viseras. A excepción de uno, que viste ropa de gimnasia, llevan vaqueros y camisetas. Calzan zapatos deportivos, menos el menor del grupo, que camina con sus crocs. Avanzan en hilera, al borde de la carretera. Delante va un carrito del supermercado que Uriel adaptó para llevar su caja de herramientas marca Truper, que compró en Perú y pesa 14 kilos. Sobre esta caja han apilado las maletas más pesadas y sus dueños se turnan para tirar del carro con una soga.
Los caminantes se conocieron en Facebook, en una página llamada “Venezolanos emigrando”, a finales de marzo, cuando en Perú ya se había superado el primer millar de casos positivos de coronavirus y había 30 muertos. Los migrantes tenían miedo de morir lejos de su país, y expresaban allí sus intenciones de marcharse, pero no concretaban nada. Uriel pensó que ese grupo de Facebook no era serio y abrió otro en WhatsApp que denominó “Retorno a Venezuela”. Por ese canal ultimaron los detalles del viaje del 17 de abril. La instrucción más importante era que cada uno llevara enlatados, panes, frutas y una cobija para pasar las noches al raso. Se encontraron en la Terminal Plaza Norte, en Lima, y un bus los llevó hasta Ancón. Algunos no tenían ni los tres soles que costaba, pero entre todos completaron el pasaje.
***
Uriel Molina, 34 años, llevaba dos años y tres meses trabajando sin papeles en Lima. La mitad de ese tiempo en una empresa de refrigeración que le ofreció el carné de residencia, pero que en verdad nunca tramitó nada. Un día descubrió la mentira y confrontó a su jefe. El hombre le dijo que sus documentos se habían extraviado.
—Siempre me estuvieron engañando, salía de una empresa y me iba a otra, y siempre ganaba menos que los peruanos —cuenta Uriel más resignado que molesto.
Pero, aunque los soles fueran pocos en Lima, eran mucho en Venezuela, donde habían quedado sus cuatro hijos (de 16, 13, 11 y 9 años).
Hasta 2016, Uriel trabajaba en la refinería de Punto Fijo, su ciudad de residencia en Venezuela, pero entonces perdió ese trabajo. Y aunque pudo resistir unos meses con una venta de empanadas, pronto no hubo forma de comprar los ingredientes. El día en que sólo pudo darles a sus hijos una comida diaria —una arepa con huevo— empezó a pensar en dejar el país. En 2017 emigró a Panamá, y le fue muy bien con los aires acondicionados, pero una dolencia en el colon le hizo volver a Venezuela luego de ocho meses. Se compró un Ford Fiesta usado y así lograba hacer mantenimiento de aires acondicionados a domicilio, pero tres meses más tarde el trabajo se detuvo casi por completo, y tuvo que vender todo, auto y herramientas, para poder comer.
—La situación estaba fea, me recuerdo que ya se acercaba diciembre y tenía que vestir a los niños. Ya en enero tuve que vender el carro y le dije a la mamá de mis hijos y a mi mamá que me iba pa’ fuera, a Chile. De la plata que vendí el carro le presté al hermano mío y arrancamos.
Empezaba 2018 cuando Uriel y su hermano salieron de Venezuela empujados por la crisis. La Encuesta Nacional de Condiciones de Vida de la Población Venezolana de 2018 da una idea del impacto de la crisis en ese momento: pérdida de 11 kilos en más de la mitad de la población, pobreza de 87%, aumento de 30% en la mortalidad materna, desescolarización de más de un millón de niños y adolescentes.
Tardaron más de una semana en llegar a Lima en bus. El mayor padecimiento fueron las filas en las fronteras: 12 horas para entrar a Colombia, 20 horas para entrar a Ecuador, seis más para entrar a Perú. En ese entonces no les pedían visas, los países les dejaban entrar con las desvencijadas cédulas de identidad.
—Me recuerdo que me pareció bonito todo y le dije al hermano mío: “Samael, vengo ya cansado, vamos a quedarnos aquí”.
—¿Fue fácil tener trabajo en Lima?
«La situación estaba fea, me recuerdo que ya se acercaba diciembre y tenía que vestir a los niños. Tuve que vender el carro y le dije a la mamá de mis hijos que me iba pa’ fuera».
—Sí, me recuerdo que llegué y una vecina de mi amigo me pasó el periódico el Trome, me dijo: “Miren muchachos aquí sale trabajo” y gracias a Dios me salió trabajo y al hermano mío le compré un carrito de supermercado, un exprimidor de naranjas y se puso a vender jugo de naranja.
Los hermanos rentaron un pequeño departamento en el centro de Lima, en el barrio Los Olivos, en un edificio de tres pisos donde, a excepción de una pareja peruana, todos los inquilinos eran venezolanos. El trabajo de Uriel, con la empresa que le prometió papeles, era reparar aires acondicionados en centros comerciales. Luego siguió haciendo lo mismo, pero con otros empleadores. Su hermano aguantó poco más de un año con los jugos, pero decidió volver a su país. Su madre estaba enferma de cáncer y Samael quería estar junto a ella. La mujer murió en noviembre de 2019. Uriel no pudo despedirse.
Los últimos meses que Uriel pasó en Lima lo llamaban dos o tres veces a la semana para reparar aires acondicionados, ganaba 50 soles (15 dólares) al día, a los que había que restar los 12 o 15 que se gastaba en transporte. A veces lo mandaban a alguna provincia y le daban viáticos que él prefería no gastar para poder enviar algo más de dinero a Venezuela. Cuando no le llamaban tenía que pedir dinero prestado para sobrevivir.
El estado de emergencia nacional y aislamiento social obligatorio por la pandemia se declaró el 16 de marzo. Inicialmente fue de 15 días, y muchos migrantes pensaron que luego de eso podrían retomar sus rutinas. Uriel estuvo confinado ese tiempo en el departamento de dos habitaciones que compartía con tres venezolanos más.
—No podía ni salir. Si salía, caminaba media cuadra, y los policías ya nos mandaban a la casa. Estaba desesperado, quería que pasara el virus rápido, que empezaran a trabajar los buses, lo que sea para irme.
Cuando las medidas se extendieron, Uriel decidió que no podía aguantar y fue hasta la embajada de su país a pedir ayuda para su retorno. Le hicieron firmar un papel, pero nunca volvieron a contactarlo. Entonces encontró el grupo de Facebook.
***
Los 13 caminantes pasan la primera noche de su éxodo frente a una estación de gasolina de la carretera. Son las nueve de la noche pasadas y han caminado 20 o 25 kilómetros desde Ancón. Su plan es dormir en la estación de gasolina, pero el encargado les dice que son demasiados. Están junto a la ruta, así que Uriel consigue unos conos reflectivos en la gasolinera y los coloca a unos metros de donde acampa el grupo para que los vehículos puedan verlos y no atropellarlos. Usan la cobija que trajeron como colchón y se cubren con lo que pueden. Pero poco después de haber conciliado el sueño, los despierta la sirena de una patrulla, de la que bajan unos uniformados preguntando a dónde van.
—Vamos para Venezuela —les responde Uriel.
Los policías se marchan y vuelven al rato, con comida.
«Su plan es dormir en la estación de gasolina. Están junto a la ruta, así que Uriel consigue unos conos reflectivos y los coloca a unos metros para que los vehículos puedan verlos».
Al día siguiente, se separan en tres grupos para que sea más fácil que les den “cola”. Uriel hace grupo con Sergio, Sandro y su sobrino Luigi, el chico de 16 años, y consiguen un aventón que no los lleva muy lejos. Yunior y Manuel, en otro grupo, tienen más suerte y suben a un camión que va hasta Piura, que está a 300 kilómetros de la frontera con Ecuador. Los otros siete se van quedando rezagados, en medio de esas montañas de tierra estéril de la costa norte de Perú.
Más adelante todos tendrán que lidiar con las ampollas en los pies, con el peso de sus maletas, con el miedo a ser asaltados en la ruta. Uriel se deshace de un alicate, una llave francesa y una llave L en uno de los pocos pueblos cuyo nombre recuerda: Paramonga. Una noche, en el desierto, Sergio cree escuchar a una serpiente cascabel, y mantiene prendido su celular para ahuyentarla hasta que la batería se acaba.
***
Cuando Sergio Ortega, de 33 años, se marchó de Lima aún tenía vigente su permiso temporal de permanencia, el PTP, pero ya no tenía trabajo. La empresa de construcción para la que trabajaba había paralizado todas sus obras durante la cuarentena. Aguantó unos días con los ahorros que tenía, pero la situación empeoraba.
—Cuando pasó lo del virus nos hicieron a un lado. Yo estaba encerrado en una habitación de cuatro paredes y un pasillo, eso es lo que yo tenía. Ya se empezó a escuchar que se moría gente conocida, como la señora que vendía pescado en el mercado.
El gobierno peruano no decía nada acerca de los extranjeros, y eso desesperaba más a los venezolanos. Perú es su segundo destino en Sudamérica, después de Colombia. Unos 830,000 venezolanos viven en Perú, y se estima que al menos 600,000 están en situación de vulnerabilidad, según el cálculo de Acnur. Su situación ya era precaria antes de la emergencia: nueve de cada 10 tenían trabajos informales y, en promedio, ganaban un 40% menos que los peruanos. “Muchos de los venezolanos nos dicen que solo comen una vez al día, que duermen más para tener menos hambre o que no comen para que sus hijos tengan algo para alimentarse”, declaró Federico Agusti, representante de ACNUR en Perú, a la Deutsche Welle durante la pandemia.
Sergió había pasado dos años y ocho meses en Perú. Por la renta de su departamento en San Juan de Lurigancho (un barrio de clase popular donde viven más de un millón de personas) pagaba 350 soles (100 dólares).
En Venezuela, vivía en el Estado de Miranda, trabajaba en el rubro inmobiliario, vendiendo casas, y tenía una “bodeguita”. Le iba bastante bien. Tenía un niño de cinco años de un primer compromiso y su segundo hijo venía en camino. En 2017, cuando el niño nació, ya había empezado la escasez.
—No conseguía pañales ni leche para mi hijo, con esto de que había problemas con los gringos, que tenían todo bloqueado, no había nada en Venezuela. Fue tremendo de verdad.
De modo que se fue a Perú, aunque al inicio pensó en ir a Colombia porque tiene la nacionalidad (sus padres son de ese país). Cinco meses después lo siguió su segunda mujer con su bebé, pero en Lima se separaron.
«Cuando pasó lo del virus nos hicieron a un lado. Yo estaba encerrado en una habitación de cuatro paredes y un pasillo, eso es lo que yo tenía».
Cuando Sergio llegó, tenía la expectativa de hacer dinero. Empezó vendiendo chocolates, caramelos y chicles en los buses. Le tomó un año conseguir el permiso de permanencia, por el que tuvo que pagar 100 dólares. Con eso empezó a trabajar de manera más estable en la construcción, 12 horas al día, para ganar 30 soles (casi 10 dólares). A Venezuela enviaba semanalmente entre 50 y 80 soles (15 a 25 dólares), pero en los últimos meses, hacía los envíos cada quince días. Hasta que, finalmente, se quedó sin nada de trabajo y decidió emprender el viaje de regreso.
—Yo mil veces prefería estar en mi país, morirme en mi país.
Cuando dio con el grupo de Facebook, vendió su colchón y regaló el resto de sus cosas. Al llegar a la estación de buses, para encontrarse con los otros caminantes, tenía 150 soles (unos 40 dólares) en el bolsillo.
***
En el quinto día del éxodo, Uriel, Sergio, Sandro y Luigi llegan a Trujillo. Es difícil saber por dónde va el resto porque sus teléfonos no tienen señal. Allí se enteran de que el video que Uriel hizo cuando emprendieron el camino, y que subió a su Facebook, ha sido reproducido por Sergio Novelli, uno de los rostros más reconocidos de la televisión venezolana, que vive en Miami desde 2017. De un momento a otro, Uriel empieza a recibir mensajes de personas que los quieren ayudar desde Estados Unidos e Italia. Las ayudas suman 200 dólares, que cobra por Western Union.
Novelli los contacta, los entrevista para un programa que trasmite por un canal online, y sin proponérselo los pone en el radar de Nicolás Maduro, que incluye a los caminantes en una arenga política: “Por allí vi una entrevista a unos muchachos que vienen regresando de Perú a pie. Vienen huyendo de la corona-hambre, del coronavirus, y vienen a su patria porque saben que Venezuela es una patria de verdad, más que una patria es una matria, es una madre que acoge a sus hijos”.
Los caminantes no se enteran de esa mención en el momento, pero sí saben que su historia se está viralizando. Su preocupación sigue siendo avanzar lo más pronto posible. Uriel usa parte del dinero donado para pagar el transporte de los cuatro de su grupo hasta la siguiente ciudad, Chiclayo, donde descansan en una iglesia. Allí también les donan algo de dinero, lo suficiente para pagar un taxi hasta Piura y alcanzar a Yunior y Manuel, que van un poco adelantados. Pero cuando llegan a Piura, no los encuentran: reciben un mensaje en el que les dicen que ya están otra vez en la carretera. El grupo de Uriel está por reemprender el camino a pie cuando el conductor de un camión de cebollas les ofrece transportarlos hasta Tumbes, la última ciudad de Perú antes de cruzar a Ecuador. Es la primera vez que alguien se ofrece a llevarlos. Siempre han tenido que rogar para que les dejen subir a los camiones, porque los conductores tienen miedo del contagio. Le cuentan que, más adelante, hay dos compañeros más en el camino —Yunior y Manuel—, y le consultan si puede recogerlos, pero el conductor se niega. Entonces llaman a Yunior para decirle que van a pasar en un camión y que le lanzarán una parte del dinero donado para que puedan pagar un taxi y avanzar más rápido. Uriel mete el dinero en el guante que usa para jalar el carrito con sus herramientas y, cuando divisa a Yunior en la carretera, le lanza el guante y se despide a gritos.
Cuatro horas viajan sobre los costales de cebollas. No se sienten seguros porque el cargamento solamente está sostenido por unos palos y parece a punto de rodar en todas las curvas. Se sujetan entre ellos y aprietan sus maletas con las piernas. Sergio graba un video cuando pasan por un parque eólico. Todos llevan sus mascarillas puestas y se han puesto las camisetas en la cabeza para soportar mejor el viento. Cuando están cerca de Tumbes, en un control aduanero los obligan a bajar y abandonar el vehículo.
«Vienen huyendo de la corona-hambre, saben que Venezuela es una patria de verdad, más que una patria es una matria, una madre que acoge a sus hijos”.
Ahora deben llegar a la frontera a pie. Caminan, hasta que llaman la atención de unos militares peruanos que les hacen las preguntas de rigor, les toman una foto. Al final, les dicen que deben internarse por una platanera para salir a Ecuador. No es fácil orientarse dentro de la plantación y empiezan a dar vueltas en círculo. Caminan en vano unos cinco kilómetros, se pelean entre ellos, se sienten perdidos por primera vez.
Cuando por fin salen a un pequeño caserío preguntan si ya están en Ecuador y un hombre, que se mantiene a cinco metros de ellos, les dice que todavía están en Perú, pero que si caminan unos kilómetros más por el monte estarán en el país vecino. Luigi, el chico de 16 años, tiene la precaución de hacer una captura de pantalla de su ubicación: según Google están en un lugar llamado Loma Saavedra.
***
Luigi García había iniciado su año escolar en Lima cuando estalló la pandemia. Estaba en un colegio privado que su madre pagaba con su trabajo como manicura, pero cuando todo se detuvo y tuvo que cerrar su negocio en el barrio de Los Olivos, decidió que el adolescente volviera a Venezuela con sus abuelos, mientras ella y su otra hija, de cinco años, trataban de sobrevivir con los ahorros.
En los últimos tres años, el negocio de las uñas había proporcionado a la madre de Luigi lo necesario para mantener a sus hijos en Lima y a sus padres en Bariña, Venezuela. Ella había decidido emigrar desde Caracas en 2017, solamente con su hija, que en ese entonces tenía dos años. Un año tuvo que esperar para reunir el dinero y pagar el viaje de Luigi, que salió de su país en bus, junto con un primo que era mayor de edad y que iba para Chile. No tuvieron problema para cruzar las fronteras. Fue un viaje con pausas, descansaron un par de días en Colombia y de allí siguieron hasta sus destinos. Luigi llegó a Lima con 14 años y su madre hizo todo para que retomara sus estudios.
***
Es el décimo día de viaje cuando el grupo de Uriel llega a Arenillas, la primera población en el lado ecuatoriano. Los chips de telefonía de Perú ya no funcionan en Ecuador y resulta imposible comunicarse con Yunior y Manuel, y con los que vienen detrás. Como son más de las cuatro de la tarde, resuelven pasar la noche en una estación de gasolina donde logran recargar todos sus dispositivos. A la mañana siguiente un grupo de venezolanos, que acaba de pasar la frontera por una “trocha” distinta, les da algunas pistas acerca de Yunior y Manuel. Sandro va por ellos y, siguiendo las instrucciones que le han dado los venezolanos, los encuentra en un descampado, bajo la sombra de unos árboles. Yunior cuenta que pagaron una cola hasta Tumbes con el dinero que ellos les lanzaron desde el camión. Luego siguieron a otros venezolanos que conocían un camino para pasar Ecuador.
Ahora, de nuevo juntos, deciden hacer una pausa. Uriel compra un chip ecuatoriano y comparte Internet con sus compañeros para que puedan informar a sus familiares que ya están en Ecuador. Luego el grupo camina hasta un río de la zona. Sandro, que es barbero y trae sus instrumentos con él, se ofrece a afeitar a los que quieran. Se les unen un par de colombianos, que también van de regreso a su país, y ponen a cocer una olla de arroz sobre un fuego. Cenan eso, con los últimos enlatados de atún y sardina que les quedan. Escuchan vallenato en una “cornetica”.
En este sitio se sacan una de las pocas fotos en las que aparecen sin mochilas en la espalda, sin agobios. En el fondo se ve una sierra verde, llena de plantaciones de banano, que reemplaza el paisaje estéril que acompañó a los caminantes en Perú.
«Se les unen un par de colombianos, que también van de regreso a su país, y ponen a cocer una olla de arroz sobre un fuego. Cenan eso, y escuchan vallenato en una ‘cornetica’ «.
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Yunior Caravallo, de 27 años, no tuvo tiempo de organizar su vida en Perú. Estuvo solamente un año y cuatro meses. Su última ocupación fue manejar un camión de chatarra. La víspera del viaje de regreso a Venezuela tenía 10 soles (menos de 3 dólares) y pasó su última noche en el departamento de Uriel, más cercano a la terminal de autobuses.
Había llegado a Perú en 2018, después de probar suerte durante dos años en Colombia. Entró a Perú con un amigo, un guardia nacional venezolano que había desertado, y los dos acudieron a la carpa de Acnur donde ofrecían ayuda para rellenar una solicitud de refugio y arreglar su situación migratoria por la vía de la protección internacional. El trámite debía seguir en Lima, o en la ciudad donde se asentaran, donde tendrían que asistir a una entrevista para probar que eran perseguidos en su país. A Yunior le dieron cita para 2021.
Sin papeles, sin residencia legal, en Lima se mudaba según el trabajo que tenía, para no gastar en transporte. Su último domicilio fue en Villa Salvador, al sur, cerca de la empresa de chatarra.
En Venezuela habían quedado su pareja y sus dos hijos pequeños, que fueron la principal razón para migrar.
***
Ahora, más de 700 kilómetros los separan de Colombia. Cuando los caminantes empiezan a cruzar a Ecuador, se dan cuenta que no será fácil. Ni siquiera les dejan permanecer mucho tiempo en las estaciones de servicio para recargar sus celulares por temor del contagio. Está terminando abril y la pandemia ha golpeado con especial dureza a este país. Se reportan más de 23,000 contagios y 1,800 muertos. Guayaquil tiene cientos de cadáveres abandonados en las calles de sus barrios más pobres y el desastre sanitario está en las portadas de todos los medios internacionales. Aunque la ciudad está en su camino, deciden no pasar y seguir por la Panamericana.
La gente no les ayuda como antes y ellos sólo pueden comprar pan con el dinero que les queda. Deciden separarse otra vez. Los pocos camiones que les paran sólo aceptan a uno. Yunior es el primero en agarrar una “cola” nuevamente y se ofrece a llevar la maleta de Luigi, que es el más protegido del grupo por su edad. Así, uno tras otro se despide, pero acuerdan juntarse en la frontera con Colombia.
Ya es mayo cuando el grupo de Uriel llega a una ciudad intermedia entre Guayaquil y Quito, Santo Domingo de los Tsáchilas. Sergio decide quedarse a descansar en casa de unos amigos y los otros siguen su camino. Uriel detiene su marcha en Quito, donde se queda un par de días hasta sanar los pies que van en carne viva y un absceso que tiene la espalda por el peso de su mochila. Sandro y Luigi siguen hasta Ibarra, una ciudad que está a unos 130 kilómetros de la frontera con Colombia. Allí descansan, toman una ducha en la mecánica de un ecuatoriano que se compadece.
Mientras Uriel sana sus heridas se entera de que el gobierno de Maduro está enviando aviones para recoger a los venezolanos que huyen de la pandemia, y se acerca a la embajada de su país en Quito para informarse mejor. Un funcionario lo reconoce por haberlo visto en los videos que se viralizaron, y le dice que el presidente habló de ellos. El hombre decide allí mismo que él y sus compañeros tienen prioridad para montarse en el siguiente vuelo. Uriel no entiende muy bien lo que pasa, le dice que una parte del grupo se quedó atrás y otra ya está cerca de Colombia. El funcionario le informa que las autoridades de Tulcán, que está a escasos ocho kilómetros del puente fronterizo de Rumichaca, que une Ecuador con Colombia, están haciendo una lista de los venezolanos varados en la frontera.
Uriel apunta su nombre para el avión que saldrá de Quito, y trata de comunicarse con los demás para decirles que lleguen a Tulcán cuando antes. Consigue hablar solo con Yunior, que ya está en Rumichaca, y le dice que se regrese para sumarse a los venezolanos varados. Yunior así lo hace.
Sergio, Sandro y Luigi reciben la noticia de los aviones un día después, cuando llegan al límite fronterizo con Colombia y pueden conectar sus teléfonos. Hablan con Yunior, que les explica que deben desandar ocho kilómetros hasta Tulcán, pero, aunque parece poco, ellos están cansados y quieren cruzar la frontera lo más pronto posible. Además, lo de los aviones les parece poco probable. Esa misma noche bajan por una trocha dispuestos a pasar un río correntoso y subir luego una montaña. Empiezan el descenso a oscuras, sin saber que tendrán que plantar cara a su propia gente: un grupo de 15 venezolanos, algunos armados con machetes se han apropiado de la trocha y cobran un peaje de 50 dólares. Sandro y Luigi aceptan pagar, pero Sergio no está dispuesto, y sigue bajando al río ignorando las amenazas de los trocheros. “Vengo caminando desde Perú, no voy a pagar a nadie para pasar”, les dice. Al final no pasa nada.
«Cuando empiezan a cruzar a Ecuador, se dan cuenta que no será fácil. Guayaquil tiene cientos de cadáveres abandonados en las calles».
Los tres son los únicos del grupo que se mantienen juntos cuando cruzan a Colombia. No saben nada de los otros. Piensan que quizás vendieron sus teléfonos para seguir avanzando. En Ipiales, la primera ciudad del lado colombiano, se quedan en un albergue atestado de otros venezolanos que han llegado de distintos lugares. Hay colchones para descansar, pero temen que si los vence el sueño les roben todo. En el albergue se enteran de que hay buses que los pueden llevar hasta la frontera con Venezuela, pero cobran hasta 100 dólares por persona, cuando normalmente cuesta 60. Luigi llama a su madre para contarle lo de los buses, y pregunta si puede enviarle ayuda para que él y su tío crucen así a Venezuela. La respuesta es que sí. Sergio se comunica con sus padres, que viven en Cali, y ellos le costean el pasaje hasta esa ciudad. Los tres se mantienen juntos mientras llega el dinero que necesitan. Pasan un par de días en el refugio y luego se despiden.
Uriel y Yunior esperan unos días en Quito y Tulcán, hasta que llegan los aviones del plan Vuelta a la Patria. Finalmente, se embarcan en los vuelos de Conviasa, la empresa estatal venezolana, el 7 y 9 de mayo respectivamente. Un avión aterriza en Barquisimeto y otro en Caracas, donde los dos caminantes hacen rígidas cuarentenas. Yunior la terminará a los 14 días, pero Uriel permanecerá más tiempo porque en el avión en que viajaba hubo casos positivos.
***
Cuando llegan a Venezuela todos mantienen sus números de teléfono peruanos: explican que no es fácil comprar un chip local. Las entrevistas se hacen cuando pueden pillar WiFi y cuando hay luz en sus ciudades. Si se les pregunta cómo están, ellos hablan primero de las ciudades sucias, sin alumbrado público ni agua, a las que han retornado. Uriel está de buen ánimo porque sus vecinos lo están llamando para arreglar los aires acondicionados, aunque la paga es muy poca. Luigi está contento de volver a ver a sus abuelos, pero extraña a su madre y a su hermana, que quedaron en Lima. Sandro no quiere hablar mucho, pero está convencido de que las economías de los países por los que pasaron pronto estarán como la de Venezuela. Sergio sigue en Colombia; trabaja en construcción con su padre, y es el único que habla de emigrar otra vez: quiere bajar nuevamente a Perú para buscar a su hijo que ya tiene tres años. Yunior no ha vuelto a hablar con nadie porque se negó a devolver la maleta que Luigi había dejado a su cuidado.
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