La llama de Dora Barrancos. Una pionera feminista en Argentina
Cintia Kemelmajer
Fotografía de Félix Busso
Durante diez años dirigió el primer instituto de estudios de género creado en su país, donde investigó sobre la historia invisibilizada de las mujeres. Hoy asesora al presidente Alberto Fernández y es una de las voces cruciales de la legalización del aborto en Argentina. Entre la academia y la política, Dora Barrancos se ha convertido en un emblema de los movimientos en pro de las mujeres.
El techo de la casa, pintado de azul eléctrico, se distingue a lo lejos. Aparece como un faro entre pastizales. La construcción es rústica y está situada a dos cuadras de una ruta angosta, paralela a los acantilados, al borde de un abismo que se disuelve en el mar. Es una tarde ventosa de enero y Dora Barrancos, de 80 años, cabello corto teñido de negro azabache, saluda con el codo y da la bienvenida con pequeños alaridos agudos. Avanza por la galería con paso lento y tembloroso, aferrada a su bastón, hasta llegar a una reposera.
—Desde el 30 de diciembre —dice apenas se sienta— estamos todas como sometidas a una… concatenación intelectiva y emotiva.
Doce días antes, el 30 de diciembre de 2020, Dora Barrancos fue una de las 10 personas que pudieron sentarse en el palco del Senado de la Nación mientras se discutía la legalización del aborto en Argentina. Esa noche, en las inmediaciones del Congreso, miles de personas seguían la transmisión del debate parlamentario —que comenzó a las cuatro de la tarde y se extendió por más de 12 horas— a través de pantallas gigantes apostadas en las calles. La concentración, que ocupaba más de cinco cuadras, estaba partida en dos. En medio de la multitud había un inmenso pasillo vacío, demarcado por vallas. De un lado, con ropa, pañuelos, barbijos, banderas y globos verdes, con los rostros y cuerpos cubiertos de glitter, estaban quienes apoyaban el proyecto. Del otro, aquéllos que se oponían: llevaban pañuelos y barbijos azul celeste, cruces católicas, carteles que decían “Salvemos las dos vidas” y un muñeco gigante hecho con papel maché que representaba a un feto humano.
—El aborto era la última cantera de resistencia que preservaba la Iglesia después del matrimonio igualitario —dice Dora y adelanta su cuerpo en la reposera—. Era la retaguardia más estratégica.
El proyecto de legalización del aborto se había presentado otras siete veces en el Congreso argentino. La última en 2018, cuando alcanzó a discutirse y obtuvo la media sanción, pero el Senado lo rechazó por siete votos. Al año siguiente, durante el 8M —una jornada de huelga contra la violencia machista realizada el 8 de marzo que coincidió con la conmemoración del Día Internacional de la Mujer—, Dora encabezó una marcha de más de 200 mil mujeres. Lo hizo junto a Nelly Minyersky, Martha Rosemberg y Nina Brugo, otras tres pioneras de la lucha por el aborto legal en la Argentina, todas de más de 75 años. La foto de ellas cuatro bailando delante de la multitud se viralizó en redes sociales: se convirtió en uno de los mayores símbolos de la lucha por este derecho en el país.
Aquella noche en el Senado, antes de que los legisladores emitieran su voto final, Dora tomó de las manos a las otras mujeres que compartían el palco con ella —todas, funcionarias de alto rango del gobierno— y les dijo susurrando: “Esperé 60 años este momento”. Unos instantes después, Argentina se transformó en el cuarto país de Latinoamérica, además de Uruguay, Cuba y Guyana, que permite la interrupción voluntaria del embarazo. Con 38 votos a favor y 29 en contra, el aborto se convirtió en ley.
—Uy… ahora que Argentina dio este paso, esto es como un dominó para América Latina —dice y se acomoda la manga de su remera blanca, con detalles de canutillos que le resaltan la piel bronceada—. Todavía no podemos mensurar bien la trascendencia de este hito. Es histórico. Es tan histórico que ahora viste cómo está Chile… seguramente será la próxima. Y Colombia. Colombia está muy cerca también.
Una vez que terminó la sesión parlamentaria, Dora salió del recinto legislativo y se subió a un auto que la esperaba en la puerta para llevarla a su casa en Floresta, un barrio de casas bajas ubicado al oeste de la Capital Federal. Al llegar encontró a su marido dormido en la cama, las luces encendidas y la televisión sintonizada en el canal que había transmitido el debate. Se acostó a su lado y durmió apenas un par de horas. A las 7:30 a. m. se levantaron, cargaron bolsos al auto, pasaron a buscar a sus dos nietas menores —de 11 y 13 años— y tomaron la ruta con dirección a la costa atlántica argentina. En el camino recibió por WhatsApp un video que se había vuelto viral, con más de 80 mil reproducciones, de un instagramero llamado Tutanka. Se titulaba “ive, el musical”, por las siglas de la ley, Interrupción Voluntaria del Embarazo. En el video aparecían todas las impulsoras de la ley del aborto personificadas como bailarinas del musical de Broadway Hairspray y ella como protagonista de la coreografía, con un vestido blanco con detalles de piel roja en las mangas y el ruedo. En medio del viaje tuvo que apagar su teléfono para descansar de los llamados de los periodistas. Pasado el mediodía llegaron a Chapadmalal, un pequeño poblado de cuatro mil habitantes, a 23 kilómetros de Mar del Plata. Allí está el lugar en el que veranean todos los años: la casa de techo azul eléctrico.
Cuando volvió a encender el celular, tenía cientos de mensajes. El primero que abrió fue el del presidente de la nación, Alberto Fernández.
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En 1977, 43 años antes del día en que se aprobó la legalización del aborto en Argentina, un rayo de conmoción atravesó a Dora Barrancos. En las playas de Búzios, Brasil, un hombre había asesinado a su esposa mientras vacacionaban. Ella se llamaba Ângela Diniz y pertenecía a la clase alta brasileña. Habían discutido y él la mató de cuatro balazos. Dora se enteró de la noticia en la televisión. “Fue un antes y un después en mis sentimientos”, escribió en 2017 sobre el caso, en uno de sus más de 120 artículos académicos, titulado “Mi recorrido hasta la historiografía de las mujeres”. “A Ângela no la había salvado ni siquiera su clase, había pagado con su vida la acusación de adulterio. Consternación e iluminación: ahí me di cuenta del significado diferencial de las mujeres”.
Dora tenía 36 años cuando asesinaron a Ângela Diniz. Para ese entonces se había recibido como socióloga graduada con honores de la Universidad de Buenos Aires (uba). Vivía en el exilio junto a su marido, Eduardo Moon, médico de profesión, y sus tres hijas. Se habían instalado en Belo Horizonte, la capital del estado de Minas Gerais, al sureste de Brasil. Escapaban de la dictadura cívico-militar que se instauró en Argentina en 1976 y que ya había secuestrado, torturado y desaparecido a muchos de sus compañeros de la Juventud Peronista, la agrupación política en la que militaba.
“Él mató por amor. Fue en legítima defensa de su honor”, escuchó decir al abogado del hombre que había asesinado a Diniz, frente a las cámaras de televisión. Ése fue su alegato durante el juicio, el mismo que eximió al asesino de una condena y que provocó un movimiento sísmico en la sociedad brasileña. Bajo la consigna “Quem ama não mata” (Quien ama no mata), se organizaron protestas callejeras multitudinarias en repudio a la violencia contra las mujeres en todo Brasil. Aquella reacción social inédita empujó a que el juicio se reabriera y el hombre terminara condenado a 15 años de prisión. Dora, que hasta ese momento ni siquiera había escuchado la palabra “femicidio”, fue testigo y parte de ese hito en la historia del feminismo y ya no fue la misma desde entonces.
—Fue una gran llama para mí, un gran combustible. Me dio una avidez por conocer acerca de las perturbaciones que ha tenido la dignidad humana, acerca de los recalcamientos de la moral femenina —recuerda—. Como si me diera cuenta de que conocer era inexorable para aumentar la justicia.
Poco después del fin de la dictadura en Argentina, en 1984, Dora regresó del exilio y forjó una carrera académica dentro del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), el principal organismo de promoción de la ciencia del país. Se convirtió en la primera investigadora dedicada a explorar la historia de las mujeres en Argentina. Escudriñó la situación de los derechos de las mujeres en todas las capas sociales, desde la época de la Conquista hasta la actualidad. Escribió siete libros fundacionales sobre el tema, entre los que destacan Inclusión / Exclusión. Historia con mujeres (Fondo de Cultura Económica, 2002), Mujeres en la sociedad argentina. Una historia de cinco siglos (Sudamericana, 2007) y Los feminismos en América Latina (El Colegio de México, 2020). Dirigió, durante 10 años, el primer instituto de estudios de género de Argentina —el Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (IIEGE) de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA— y fue elegida por sus colegas científicos para dirigir el área de Humanidades y Ciencias Sociales del Conicet, cargo que ocupó durante nueve años. Se convirtió en doctora honoris causa de numerosas universidades y recibió múltiples reconocimientos, como el premio Konex en la categoría de Estudios de Género y el reconocimiento del Centro Nacional de Investigación sobre Evolución Humana (Cenieh) de Burgos. La llama se había convertido en vocación y la vocación en la piedra filosofal de una militancia vehemente.
—Para mí, el conocimiento fue un incentivo notable para la acción política. Porque, al final, cuando una dice que está propiciando medidas justas para las mujeres, de equidad, de reconocimiento, en fin…, está en el terreno claro de la política.
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El mensaje de WhatsApp que le envió Alberto Fernández, el presidente de la nación, un día después de que se aprobara el aborto en Argentina, decía: “Me alegra haberme puesto al frente de esta demanda que durante tanto tiempo mantuvieron mujeres como vos”. Era parte de una cadena de situaciones que mantuvieron a Dora Barrancos unida al mandatario. Su primer contacto fue en 2019, durante la campaña de Fernández como candidato presidencial por el partido Frente de Todos. La convocaron para formar parte de su lista como candidata a senadora nacional. Fernández ganó las elecciones, pero los votos que alcanzó su fuerza política no fueron suficientes para que Dora ocupara la banca a la que aspiraba. Cuando Fernández asumió como presidente, le ofreció ser su asesora. La nombró en ese cargo junto a otros tres intelectuales argentinos. Ella fue quien le aconsejó al presidente que enviara el proyecto de legalización del aborto al Congreso antes del fin del año pasado. “Es ahora, debe ser ahora, este año es el momento”, le planteó durante una reunión, en octubre de 2020. La interrupción voluntaria del embarazo había sido una de las promesas de campaña de Alberto Fernández, pero la pandemia estaba retrasando los planes. Además, no había certezas de que el proyecto alcanzara los votos suficientes en el Senado para su aprobación. Y el presidente no quería correr el riesgo político que implicaba perder esa batalla. “Tiene que ser este año, guste o no guste al machirulaje de nuestro establishment”, insistió Dora. Estaba convencida de que no podía dilatarse más: ella conocía la ansiedad que había en el movimiento de las mujeres. No había plenario feminista —durante la pandemia tenía entre tres y cinco encuentros de Zoom por día vinculados con el tema— en el que no le preguntaran qué pasaba con la ley. Aquella reunión con el presidente se extendió por más de dos horas. Apenas tres semanas después, el 17 de noviembre, el Proyecto de Interrupción Voluntaria del Embarazo fue enviado al Congreso.
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Nació en 1940 en Jacinto Arauz, un pueblo que hoy tiene 2 500 habitantes, a más de 500 kilómetros de Buenos Aires. Fue la segunda de tres hijos —la única mujer— del matrimonio entre Ida Bonjour, una ama de casa, y Pedro Barrancos, maestro y director de escuela. La pareja había vivido en un idilio hasta que Héctor, su primer hijo, cumplió siete meses. Entonces sobrevino la tragedia. Fue una tarde, mientras daban un paseo por el pueblo y llevaban al niño en un cochecito de estilo inglés. Al cruzar la calle, una de las ruedas se trabó con el cordón de la vereda. El niño cayó al suelo y se dio un golpe atroz en la cabeza que le dejó secuelas para toda la vida: le afectó el habla y le provocó una discapacidad intelectual.
—Mi padre nunca lo pudo superar. Durante mi niñez y mi adolescencia, mi madre tenía una sobreatención por ese chico. Era el hijo de sus desvelos —recuerda Dora Barrancos—. Y yo pasé a ser considerada como la hija mayor. Mi padre depositó en mi desarrollo intelectual todas sus expectativas.
Su padre era el director de la escuela a la que iba. En los tres primeros años de la primaria, le asignó a la mejor maestra del pueblo. Se llamaba Blanca Nieves y fue quien más le incentivó la lectura. Dora Barrancos se convirtió en la alumna más destacada de la institución. Sus compañeros, a modo de burla, le ponían apodos: le decían “Mafaldita” —por la niña preocupada por la humanidad y la paz mundial que protagonizaba la historieta del dibujante argentino Quino— y “Sabelotodo”.
—A mí ya de chiquita me encantaba discutir y ganar las discusiones. Sobre todo con varones.
En su casa la política era un tema habitual de conversación. El padre era militante antifascista y estaba muy influenciado por su hermana, Leonilda Barrancos. Ella fue una de las primeras mujeres dirigentes del Socialismo de Vanguardia, una facción política dentro de la izquierda argentina, y amiga de Salvador Allende. Dora presenciaba sus debates sentada a la mesa familiar.
—Mi tía era una figura numen en mi familia. Tenía una vida rocambolesca, era muy independiente. Creo que de ella heredé la condición femenina insurrecta…
Al entrar en la adolescencia, en pleno triunfo de la Revolución cubana, Dora se afilió al Partido Socialista de Vanguardia, donde militaba su tía. Luego, con la lectura de Operación Masacre —el libro en el que Rodolfo Walsh expuso una serie de asesinatos que el Estado Argentino cometió durante la dictadura de 1955—, comenzó a simpatizar con el peronismo, el movimiento político organizado alrededor de la justicia social y la figura de Juan Domingo Perón. En 1960, en medio de ese despertar militante, falleció su padre. Ella tenía 20 años.
—Entonces yo tuve un pensamiento muy claro. Me dije: Éste es el momento en que una tiene que probarse.
Para Dora la prueba implicaba convertirse en el sostén de su familia.
—Quizás, para esa época, lo más natural hubiese sido que mi hermano menor, que era varón, se hiciera cargo… Pero es interesante: yo digo que siempre tuve una prefiguración anticipatoria de lo que después devine. Es como que siempre estuve… en caja para esto. Hay que salir y hay que salir. Tengo la posibilidad de una cierta… ingeniería de la potencia.
A partir de 1960 comenzó a trabajar como maestra para mantener a su madre y a sus hermanos. Se inscribió, al mismo tiempo, en la Facultad de Derecho. Pero cursó algunas materias y se dio cuenta de que no era lo suyo. Se cambió a Sociología, una carrera que recién se inauguraba y proponía “estudiar científicamente a la sociedad”. Fue una de las primeras mujeres graduadas. Ni bien se recibió, consiguió su primer trabajo como socióloga en la subgerencia de información del PAMI —la obra social de jubilados y pensionados del Estado argentino—. En ese trabajo, además, se convirtió en delegada gremial. En 1965 se casó con un hombre con el que tuvo a sus dos primeras hijas: Ondina y Virginia. Pero el matrimonio no funcionó.
—Uh, mejor no hablemos [de eso]. Por suerte, cuando ya te escaldaste tanto con uno primero, es imposible que vuelvas a repetirlo.
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Frente a la galería de la casa se extiende un jardín con el pasto recién cortado. A un costado hay plantas silvestres con flores lilas y amarillas; del otro, una parrilla. Eduardo, su esposo, está allí, prendiendo el fuego para cocinar carne asada y chorizos. Es un hombre alto, de pelo y barba canosos, que sonríe constantemente.
—Edu, ¿vamos a comer acá afuera o adentro? —le pregunta Dora.
—Adentro —le responde él, mientras organiza la carne sobre la parrilla.
Después se acerca y se sienta en una reposera similar a la que ocupa su mujer, de tela naranja y apoyabrazos de madera.
Se conocieron en 1974. Dora ya estaba separada de su primer marido, todavía trabajaba en el PAMI y militaba en la Juventud Peronista. Eduardo se había recibido de médico. El flechazo fue inmediato.
—Creo que lo mejor de nuestra relación es que nunca hubo una crisis —dice él.
—Es cierto. Nuestros enojos duran 24, 48 horas… y discutimos por diferencias absurdas. El otro día, por ejemplo —se ríe Dora—, fue por un libro. “Ay, negra, no vale la pena, no te va a gustar”, me decía él. Yo, como soy cabezadura, empiezo a leerlo… y para mí es lindísimo. Esa pelea fue colosal.
En 1975 tuvieron a Laura, la tercera de las hijas de Dora Barrancos. Un año después, la dictadura militar se instauró en Argentina y a ella la suspendieron de su cargo en el PAMI. En esas circunstancias, quedó embarazada otra vez.
—Vivíamos una situación de pérdida de laburo, persecución: era imposible llevar adelante un embarazo en esas condiciones —explica—. Decidimos abortar.
—¿Fue difícil tomar esa decisión?
—Para mí fue muy natural esa decisión. Yo, con relación al aborto, desde que tengo consciencia mantengo la misma posición y tiene que ver, creo, con las posiciones de mi madre. Yo no recuerdo diatriba en la familia por esto. El mío era un embarazo absolutamente contingente, como es el 80% de los casos: siempre digo que la mayoría de los embarazos suceden por una infeliz casualidad.
En mayo de 1977 detuvieron a una de sus compañeras de militancia y la sometieron a un interrogatorio. La torturaron para sacarle datos. Esa compañera fue liberada y Dora supo que los militares la estaban buscando. Para ese entonces, la nieta de su tía, Leonilda Barrancos, ya había desaparecido. Ella y Eduardo decidieron exiliarse en Brasil. Antes de partir, pidió autorización a su primer marido para llevarse del país a Ondina y Virginia —que en ese entonces tenían siete y ocho años—, pero él se negó. Ante la situación, Eduardo le advertía: “Es preferible que las nenas te lloren un rato largo por ausencia que por muerte”. Se fueron con Laura, la hija más pequeña. Durante los primeros meses en el exilio, Dora volvió a quedar embarazada y otra vez abortó. Esta vez en condiciones de absoluta precariedad.
—Fue una situación casi de muerte —recuerda su esposo—. Un amigo médico me había pasado el dato de una clínica en Belo Horizonte donde hacían abortos. Era desastrosa, pero no nos quedó otra opción que hacerlo. A los 20 días, a Dora le agarró una hemorragia brutal. Salió viva de milagro.
Mientras Eduardo habla, ella lo mira en silencio y parpadea exageradamente sus ojos pequeños y hundidos.
—Me salvé porque Edu, con su ojo clínico, se dio cuenta de que esa hemorragia era porque no se había completado el aborto y me llevó de raje al hospital —dice ella después—. Llegué casi inconsciente.
Sobre el final de ese primer año en el exilio, el padre de Virginia y Ondina aceptó firmar la autorización para que las niñas se instalaran con su madre en Brasil. Ambas viajaron en diciembre de 1977. Unos días después de su llegada, la televisión daba la noticia del asesinato de Ângela Diniz: un puñal de horror que cambiaría todos los planes de Dora Barrancos. Durante los siguientes seis años, cursó una maestría en Educación en la Universidade Federal de Minas Gerais y proyectaría un doctorado en Historia en la Universidade Estadual de Campinas, en el estado de São Paulo. Además, trabajó como socióloga en la Secretaría de Salud y llegó a ser la primera directora mujer de la Escola de Saúde Pública. En 1984, con el fin de la dictadura en Argentina, volvieron al país.
—A Dora la conocí cuando llegó del exilio, en la casa de unos amigos en común que hacían una reunión, después de estar tantos años privados de eso —recuerda por teléfono Nelly Minyersky, una abogada de 92 años especializada en Derecho de Familia y pionera de la lucha por la interrupción voluntaria del embarazo en Argentina. Una de las otras tres mujeres que encabezaron, junto a Dora Barrancos, la multitudinaria marcha del 8M en 2019—. Recuerdo muy bien el impacto que me causó su personalidad. Era desde todo punto de vista, hasta físico, de esas personas que irradian cordialidad, sensibilidad. Después de eso vino todo su desarrollo académico, que fue impresionante.
Instalada en Argentina, comenzó su carrera como investigadora en el Conicet, volcada a la historia social. Hacia 1992 dio el primer curso de Historia de las Mujeres en el país. Su estrategia como investigadora fue revisitar los archivos y traer a la luz a las mujeres invisibilizadas de la historia. Así dio a conocer dos casos que se volverían célebres dentro de los estudios de género: los de Amalia y Amelia. La primera había sido la esposa de un famoso médico, llamado Carlos Durán, y vivió prácticamente secuestrada a fines del siglo xix, en plena vigencia de un Código Civil que inferiorizaba a las mujeres. Cuando logró huir del encierro doméstico, él echó mano de todo tipo de artilugios patriarcales para vengarse por su fuga. La segunda fue una trabajadora telefónica que se casó subrepticiamente y, al ser descubierta —no se aceptaban mujeres casadas en el puesto—, fue cesanteada. Para vengarse, apuñaló al director de la Unión Telefónica. El episodio motivó un debate social sobre la legislación que sólo admitía empleadas solteras para el puesto y terminó con la derogación de la norma.
El rescate de esas historias, de mujeres anónimas que motorizaron cambios para los derechos de las mujeres, fue una de las marcas más originales de su carrera.
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Es de noche, han pasado más de dos horas de entrevista en la galería de la casa de techo azul y Eduardo avisa que la comida está lista.
—Edu siempre ha cocinado, siempre ha lavado los platos… Nosotras siempre fuimos un mujerío grande, cuatro mujeres y Edu, y él siempre ha sido un feminista práctico —dice Dora Barrancos y se levanta de la reposera—. De las tareas domésticas yo me he hecho cargo muy limitadamente. No obstante, debo decir que de ninguna de las cuestiones que yo adhiero he hecho propaganda oral en mi casa. No creo que mis hijas recuerden discursos feministas encendidos, pero sí discursos sobre la importancia de la autonomía, de la autovalencia, de no dejarse someter, ¿se entiende? Esto sí. Muchísimo.
Adentro, en el living de la casa —que es vidriado y tiene vista a la galería— están sus hijas Virginia y Laura, con sus parejas, y tres de los nietos. La decoración es austera: apenas algunos adornos cuelgan de las paredes. En un costado hay una foto de Cristina Kirchner, expresidenta y actual vicepresidenta de Argentina. Lo que abunda son las camas: hay 15 en total. Cuatro están en el living-comedor; el resto, en las tres habitaciones de la casa. En un rincón hay un televisor que transmite un partido de fútbol. Dora se ubica en la cabecera de la mesa, en una silla con respaldo y apoyabrazos acolchados. En la cabecera opuesta, en una silla igual, se sienta Eduardo.
—Es algo paradójico: en 2020 trabajé como nunca en mi vida —dice mientras la bandeja con carne asada pasa de mano en mano—. Por un lado, estaba la preocupación por la pandemia, etcétera, pero yo estuve completamente enchufada. Colofón, laburé muchísimo.
Dora Barrancos diserta habitualmente en eventos que pueden ser desde un acto por los derechos humanos hasta una conferencia con una figura que fue Premio Nobel de la Paz. La invitan a un promedio de entre tres y cinco eventos de este tipo por semana, no sólo en Capital Federal, sino en todas las provincias de Argentina.
—Labura como una chiflada —dice Eduardo—. Su jornada es de 12 horas y todo el tiempo hace cosas para el resto de la gente. “Dora, ¿me hacés un prólogo?”, “Dora, ¿qué te parece si me hacés una introducción para mi libro?”… Yo nunca vi que pateara un pedido… a veces, personalmente, a mí, que se involucre tanto me irrita.
—Bueno, porque cuando una está en una función pública y la gente lo sabe es inexorable que te pidan cosas… —lo interrumpe.
—Siempre fue así, negra —dice él—. ¡A Dora, en el Conicet, los investigadores que estaban a punto de jubilarse le preguntaban cómo hacer los trámites! Y ella los ayudaba…
En la sobremesa todos se trasladan a las camas dispuestas en el living, que usan como sillones, para ver el partido de fútbol. Dora se levanta de su silla y camina con lentitud hasta la cocina. Su figura pequeña y redondeada parece salida de una pintura de Botero. Toma de un estante una botella de Moscato —un vino muy dulce parecido a un licor—, lo trae hasta la mesa y se sirve en su vaso.
—Fafi, mi vida, ¿hiciste el check-in?
Fafi es Facundo, uno de sus nietos. Mañana temprano, su abuela debe tomar un vuelo hacia Buenos Aires para estar presente en el acto de promulgación de la ley del aborto, que encabezará el presidente Alberto Fernández.
—Va a ser un acto confirmativo. Para consagrar que estamos saliendo de lo críptico a lo abierto, de lo clandestino a lo legal, de la noche al día, de la penumbra a la plena luz… —dice levantando el tono y haciendo pausas entre cada una de sus frases, como si estuviera recitando un poema—. De la muerte a la posibilidad absolutamente incidental de que la decisión de abortar signifique…
—¡Gooool!— irrumpen los gritos sobresaltados de sus familiares.
—¿Qué pasó? —pregunta Dora desconcertada—. ¿Esto es ahora, en este preciso instante?, ¿en dónde?
Alguien le explica que River está jugando contra un equipo de fútbol de Brasil, que marcaron un gol y que el árbitro lo anuló aunque el jugador estaba habilitado.
—Me disgusta —dice—. A mi idea de justicia básica eso no le gusta.
Una hora después, entre todos levantan lo que quedó en la mesa y Laura, una de sus hijas, lava los platos en soledad.
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No dice después, dice “colofón”. No dice dificultad, dice “encrucijada dramática”. No dice nos abrazamos, dice “nos entrelazamos”. No dice que la casa está desordenada, dice que “se ha transformado en algo chatarresco”. Dora Barrancos habla como una emperatriz erudita, con palabras sofisticadas que acompaña de pausas sobreactuadas y variaciones súbitas en su tono de voz.
—Dora es una conversadora entretenidísima —opina Nelly Minyersky—, pero además tiene dos virtudes que yo aprecio mucho: una es la consecuencia con las ideas y las pertenencias a través de las décadas y la otra es que Dora no se la cree. Cuando es así, en una charla o una conversación, ella la da al nivel de pares, no de alguien que, porque es Dora y ocupa el lugar que ocupa, se pone en un plano de superioridad.
—Ella no habla como un ser humano común, habla diferente —dice su esposo—. Siempre sobresalió, incluso entre mis amigos que son médicos. Y eso es raro porque el médico se cree un ser superior. Pero ella les daba vuelta a todos. Y hay algo que es sabido en los círculos en los que se mueve: en los actos públicos, los funcionarios nunca quieren hablar después de ella.
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A las seis de la tarde de un domingo gris y ventoso, tres días después del acto de promulgación, Dora Barrancos acude al llamado de la puerta de su casa de techo azul con el mismo entusiasmo que en el primer encuentro. Tiene puesto un remerón negro, aros y collar rojos que hacen juego. Adentro están sus hijas Virginia y Laura, sus parejas y dos de las nietas. Todos la saludan y se van hacia afuera para dejarla sola durante la entrevista. Dora se ubica en la silla mullida de la cabecera.
—Pasamos un momento muy bello —dice sobre la promulgación de la ley del aborto en la Casa de Gobierno.
Durante el acto, estuvo sentada en primera fila, con remera blanca y barbijo lila, mientras el presidente daba su discurso: “Me acuerdo que unos meses atrás —dijo Alberto Fernández— estábamos en una reunión con Dora y otras funcionarias y yo les dije: ‘Recibí un país envuelto en una crisis económica, tuve que hacer frente a una pandemia, ¡y encima a ustedes se les ocurre que hay que terminar con el patriarcado!’ Nos reímos y, por suerte, esa promesa que hice en campaña, de que el aborto sería legal, ahora la estamos cumpliendo”. Las cámaras enfocaron una y otra vez el rostro bronceado y sonriente de Dora, en una transmisión que se emitió por cadena nacional.
—Nos encontramos con muchísimas compañeras de la vieja data que estaban en el acto —dice Dora—, algunas con las que tuvimos una larga militancia en los noventa.
Por esos años, la cuestión a favor del aborto legal se concentraba en un grupo muy reducido de mujeres que se juntaba en una esquina frente al Congreso de la Nación, en la Confitería del Molino. Instalaban una mesa y con un megáfono invitaban a quienes pasaran por la calle a dejar su firma en apoyo a un anteproyecto de anticoncepción y legalización del aborto.
—Yo no pertenecía a ese grupo porque mi militancia estaba en la academia. Allí, con mis temáticas feministas no tuve demasiada resistencia, me mantuve en una atmósfera de admisibilidad privilegiada, porque venía de investigar la historia social y eso me daba cierta legitimidad, respaldo. Sólo una vez, un hombre que estaba muy encumbrado en la academia, se permitió discutir públicamente ¿qué es esto de historia de las mujeres?; sugerir que era un invento pasajero, que no tenía ninguna entidad. Yo, por supuesto, no me encargué de desmentirlo; no le di importancia. Y, volviendo a aquellas compañeras que se juntaban en El Molino, yo, como feminista, coadyudaba: iba a las concentraciones, firmaba petitorios, iba a repartir volantes, elementos de distribución… Éramos un grupo muy esmirriado. Llegábamos a ser 30 mujeres, como mucho. No teníamos consignas con la enorme creatividad que se desplegó en los últimos años en el feminismo y, menos que menos, pañuelo verde…
A mediados de los noventa, cuando ya era una académica destacada de los estudios de género, regresó a la militancia política. Fue en pleno gobierno de Carlos Menem, un presidente de corte neoliberal que privatizó las empresas estatales y recortó el presupuesto para la salud y la educación. Dora se convirtió en diputada de la Ciudad de Buenos Aires por el partido Frente Grande, una coalición progresista que se desprendió del peronismo y se oponía al gobierno de Menem.
—En el partido había una constitución muy machirula, muy machista, pero tuvieron que aceptar la identificación como feminista que hice dentro de la fuerza política.
Ocupó una banca entre 1997 y 2000. El momento más álgido de su mandato fue durante el tratamiento de un proyecto para penalizar la oferta y demanda de sexo en la vía pública. Dora se opuso a que desplazaran a prostitutas y travestis de su “zona roja”. Denunció que detrás de esa decisión se escondían intereses inmobiliarios.
—Fue un disgusto tremendo con la fuerza política a la que pertenecía, que apoyó ese proyecto —recuerda—. Allí forjé vínculos muy, muy afectivos con las travestis que venían a manifestarse a la Legislatura.
Al terminar su mandato como legisladora, en 2000, asumió el cargo de directora del primer instituto dedicado íntegramente a temáticas de género. Luego llegó su designación al frente del Conicet. Allí instituyó, entre otras medidas, la licencia por maternidad para becarias e investigadoras. Su mandato se desarrolló bajo el gobierno de Cristina Kirchner, sucesora de Néstor Kirchner, líderes políticos de corte progresista que se mantuvieron en el poder a lo largo de 12 años. Dora se sintió identificada con ese gobierno, que creó el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación (MinCyT) y multiplicó la cantidad de becas para la investigación. Pero en 2015 su posición dentro del Consejo cambió por completo. Ese año Mauricio Macri, candidato de centroderecha, opositor al kirchnerismo, se consagró como presidente. Barrancos, desde la dirección del Conicet, se convirtió en una de las principales dirigentes científicas que se enfrentó al mandatario.
—Una de las pocas veces que vi mal a Dora fue cuando ganó Macri. Era el lunes siguiente de las elecciones —dice por teléfono Adriana Valobra, historiadora del Conicet que se dedica a investigar los derechos políticos de las mujeres, a quien Dora llama “mi hija putativa” y considera su principal discípula.
Durante su mandato, Macri bajó el rango del MinCyT —del cual depende el Conicet— y lo convirtió en secretaría. Eso implicó la reducción del presupuesto para la ciencia en casi un 40%.
—Es raro ver a Dora abatida o triste o angustiada. Ella es muy optimista y enérgica. Estaba preocupada, pero le duró eso: un lunes —dice Valobra—. Después, durante el macrismo, protagonizó toda una resistencia que finalmente le dio más proyección en términos políticos, aunque parezca contradictorio. Porque la hizo conocida más allá de la academia.
En 2019, desgastada por los recortes financieros que sufría el Conicet, renunció a la dirección. Tenía 78 años y sintió que era tiempo de jubilarse. Pero sus planes no se cumplieron: en los siguientes dos años le ofrecieron la candidatura a senadora por el Frente de Todos y se convirtió en asesora presidencial.
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—Cursar con Dora era muy genial. Desplegaba teoría tras teoría sin abrir un libro, porque lo tiene todo en su cabeza. Ella habla rápido y era difícil seguirla: en una oración planteaba tres o cuatro conceptos fundamentales —dice Sasa Testa, becario del Conicet en Estudios de Género.
Tiene 35 años y en 2017 cursó la Maestría de Estudios y Políticas de Género en la Universidad Nacional de Tres de Febrero, donde Dora es docente de la materia Género y Clase.
—Dora era muy cálida. De hecho, la saludábamos con un beso. Me acuerdo que una vez los alumnos queríamos ir a una manifestación en el horario de la cursada. Cualquier otro docente se hubiese quedado dando clase, o la suspende y listo. Pero ella vino con nosotros y nos dio la clase en un bar.
Entre las facultades en las que dio clases también estuvo la Facultad de Ciencias Sociales de la uba. Allí, en marzo de 2019, fue homenajeada con un acto que se realizó en el auditorio principal. “Musa y Maestra, un reconocimiento y un aprendizaje a las mil y una Doras: la militante feminista, la política, la investigadora, la estrella federal, la de corazón latinoamericano, la docente, la amiga y compañera”, decían los flyers de la convocatoria.
—Me encontré con un lugar estallado de gente que la quería, proyectaban fotos, le dedicaban canciones —recuerda Testa, quien asistió al homenaje después de tenerla como docente—. Que adentro de una facultad, donde corre el rigor académico, se reúna un montón de gente para expresar el amor y la gratitud por otra persona, es algo que no suele suceder. En un sistema que tiende a ser cerrado y competitivo, Dora es muy generosa.
El 10 de diciembre de ese mismo año, Alberto Fernández asumió como presidente y creó el Ministerio de Mujeres, Genero y Diversidades, con la función de diseñar, ejecutar y evaluar políticas públicas en materia de políticas de género, igualdad y diversidad. El nombre de Dora Barrancos fue el primero que se barajó para encabezarlo. Ella declinó la propuesta: respondió decidida que la ministra debía ser una mujer joven.
—Ella representa una conjunción poco habitual: es una persona con una vida muy rica tanto en el campo intelectual y académico como en el campo político —dice por teléfono Elizabeth Gómez Alcorta, ministra de Mujeres, Géneros y Diversidades de Argentina—. Y con 80 años, sigue construyendo conocimiento y lleva una militancia super activa.
La noche del 30 de diciembre, durante el tratamiento de la ley del aborto, Gómez Alcorta fue una de las funcionarias que compartió el palco con Dora Barrancos en el Senado. Minutos después de que se aprobara la ley, fueron fotografiadas. En la imagen, que se volvió viral al día siguiente, Gómez Alcorta llora apretando los ojos sobre el pecho de Dora, que mira hacia abajo, al recinto en donde están los senadores.
—Esa foto la enmarqué y la tengo en mi despacho. Para mí es un símbolo de la enorme amorosidad que es ella. Dora es medio como las imágenes de la Madre Tierra, que te abraza, te cobija, te contiene. Y al día siguiente del debate, todas las funcionarias estábamos rotas y ella se fue directo a Chapadmalal. Son esas cosas que hace Dora, como si tuviese 18 años.
***
En el interior de la casa de techo azul, a medida que el sol se va poniendo, la figura de Dora Barrancos queda envuelta en sombras. Ella no pierde la energía en la conversación.
—Yo jamás pensé que el feminismo iba a ser tan masivo como lo es —dice y golpea los pies contra el piso—. Era impensado en un régimen de 10 años para atrás. Además, las dificultades que teníamos para incorporar el término “feminismo” a la vida universitaria sin que nadie se mosqueara… en ese sentido, fue estratégico el término “género” para que no hubiera resistencia… yo siempre digo que el feminismo, en la academia, tuvo el mismo tipo de camino que el tango: de la periferia al centro. Ahora lo que está ocurriendo con gente como una es que lo que hacemos académicamente está mucho más proyectado que en el pasado. Es impactante. Hoy me encuentro que tengo más envolvimiento de charlas, conferencias, conversatorios, pero triplicado diría yo, en relación a cuando tenía la mitad de mis años.
—¿Pensás en la idea del retiro?
—No, no lo imagino —dice y suelta una larga carcajada—. Sólo lo pienso en duermevela, alguna vez, que me digo ¿por qué no me entrego a ver películas, escuchar música, leer libros solamente? Pero cuando me despierto no lo veo posible. Sería realmente un aburrimiento…
Hace una pausa y mira hacia las ventanas.
El jardín ya no se distingue en la penumbra de la noche.
—Hoy no tengo espacios para proyectos personales, ahora estoy demandada por completo. Sólo respondo demandas. Me gustaría, sí, escribir otro libro… pero no hay tiempo. Aaah, pero te digo otra cosa: acá en la casa, yo sí tengo un sueño, desde hace mucho. Quiero tener un molino en el parque. Y una pileta.
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