La masacre de los pingüinos: la reconstrucción de un crimen que llegó a un juicio histórico
Verónica Bonacchi
Fotografía de Anita Pouchard Serra
Ningún adjetivo parece desproporcionado a la hora de describir lo que sucede cada año en este lugar de la provincia de Chubut, en la costa atlántica de la Patagonia argentina. Es un paraje inhóspito, alejado de todo, mundialmente célebre por la migración de cientos de miles de pingüinos de Magallanes que llegan aquí a reproducirse. Pero las hipérboles apenas alcanzaron a nombrar lo ocurrido allí en 2021, cuando maquinaria pesada destruyó a pichones y nidos de pingüino.
Debe haber sido así, igual que ahora. Hace casi 100 años, el primer pingüino de Magallanes que llegó a esta playa de la Patagonia austral argentina, en la provincia de Chubut, debe haber nadado unos 3 200 kilómetros desde Brasil, igual que este, igual que ahora: un atleta ágil y veloz bajo el agua, un contoneo torpe y de pasos cortos en la tierra. Debe haberse sacudido los restos de agua salada, se debe haber acicalado las plumas blancas y negras, y debe haber caminado bamboleante, pero con el pecho inflado, hasta encontrar, tierra adentro, una superficie blanda y seca debajo de las matas de un quilimbai o un jume; debe haber cavado con su pico hasta lograr una cueva inclinada de 70 centímetros de profundidad, debe haber espantado el polvo con su aleta, se debe haber quedado echado al resguardo, esperando la llegada de la hembra, unos días después. Tiene que haber sido así: los pingüinos son animales de hábitos.
Los que ahora van poblando como un goteo persistente Punta Tombo, una área natural protegida de 210 hectáreas a orillas del Atlántico, tuercen la cabeza y miran de costado a los turistas y los contingentes escolares que inauguraron en masa la temporada oficial, el 16 de septiembre, a las 11:30 de la mañana, bajo un sol amable y un viento excepcionalmente leve; no hacen caso a los políticos que acudieron a cortar la cinta de apertura y dar discursos en los que casi no los mencionan; tampoco hacen caso a los teléfonos móviles, las cámaras de fotos o de televisión que insisten en enfocarlos. Atraviesan sin apuro el sendero de madera, que se interna un kilómetro y medio en su colonia, colocado allí para que la gente vea de cerca —pero no a menos de dos metros, advierten los carteles— a esas aves que se volvieron el emotivo símbolo de la fidelidad y de la crianza compartida —los machos y las hembras crían juntos— gracias a la película francesa que ganó el Oscar al mejor documental en 2006, La marcha de los pingüinos.
Debe haber sido así desde 1929, cuando, casi imperceptibles primero y en masa después, fueron duplicando el terreno preservado hasta ganar las 400 hectáreas que ocupan ahora entre septiembre y abril para cumplir con su ciclo reproductivo. Pero entonces esta tierra no era una provincia, este lugar no era una reserva protegida, no albergaba a los 500 000 ejemplares que hoy forman la colonia más grande del continente. Los pingüinos de Magallanes no habían quedado, todavía, a merced de disputas familiares, de ambiciones personales, de la justicia y de la industria del turismo, que los reproduce en peluches, cartelería, remeras, taxis, alfajores, souvenirs, para atraer a las más de 85 000 personas por temporada que pagan un acceso de 19 dólares, si son extranjeras, o seis, si son argentinas, y que caminan durante dos horas entre sus nidos y pichones. Faltaban todavía 92 años para que todo eso se combinara y una parte de su hábitat fuera arrasado por una máquina de 83 toneladas y dividido por un cerco electrificado.
El hecho sucedió en 2021; fue conocido en los medios como la “masacre de Punta Tombo”, aunque tuvo lugar a unos nueve kilómetros de allí, en la menos famosa y nada concurrida Punta Clara, y elevado a juicio oral y público en una causa por daño ambiental agravado y crueldad animal que puede implicar cuatro años de prisión: Ricardo La Regina, 37 años, administrador de un campo que abarca parte de esa colonia, está acusado de abrir un camino de 930 metros con una retroexcavadora, arrollar y compactar huevos y pichones a su paso, matar a 105 pingüinos y destruir 175 nidos.
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El hecho comenzó la mañana del 10 de agosto de 2021. En esta historia, las fechas son vitales. Ricardo La Regina repetirá que todo ocurrió y terminó en agosto, antes de la llegada de los pingüinos. La acusación, en cambio, con imágenes satelitales e informes de expertos, dirá que la topadora pasó más de una vez, desde aquella mañana de agosto hasta el 4 de diciembre de 2021, cuando ya había huevos, mientras uno de los dos pingüinos adultos estaba empollando, incluso cuando ya habían nacido algunos pichones. Los ocho meses que la especie pasa en las costas de Chubut, de septiembre a abril, forman parte de su ciclo de reproducción.
Pero todo ocurrió en medio de un campo de 10 000 hectáreas, en la desolada estepa patagónica, donde crecen jumes y quilimbai, donde siempre sopla viento, a orillas del mar. Nadie oyó ni vio nada hasta el 22 de noviembre de 2021. Para ese momento, no había cuerpo del delito. Hubo que reconstruir la escena.
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El comienzo puede ser una historia familiar.
En 1929, esta parte de la costa patagónica se convirtió en un campo que el italiano Luigi La Regina compró gracias a la ayuda de un amigo. Allí, junto a su mujer, Ana Rodal, levantaron una sencilla construcción dividida en partes iguales para la vivienda familiar y la esquila de las ovejas que empezaron a criar. Con un préstamo pedido al banco, Luigi le devolvió el dinero a su amigo y anexó más tierras hasta quedarse con las 20 000 hectáreas que hoy forman la estancia La Perla. El terreno es ondulante, pedregoso, árido, está cubierto por manchones de una vegetación grisácea y achaparrada que el viento ralea. Es un paisaje rudo que bordea el océano Atlántico a lo largo de 15 kilómetros, que alterna playas con acantilados abruptos de rocas negras y rojas, una tierra salvaje donde viven ovejas, además de guanacos, pumas, gatos monteses, choiques, zorros. La costa, en ese entonces, era refugio de otras aves, los menos célebres cormoranes. Los pingüinos no llegaban a 50. Parecían irrelevantes.
Para 1960, la familia de Luigi se había ampliado. Ya habían nacido Perla, Francisco y Luis Emilio, y estos, a su vez, habían tenido hijos. Todos vivían en el mismo campo y todos trabajaban en la cría y venta de lana de oveja. Todos, también, vieron multiplicarse a los pingüinos en una estrecha punta en la que el campo le gana al mar. Recibieron visitas de familiares, de amigos, de conocidos de esos amigos y de desconocidos que querían ver de cerca al peculiar animalito que llegaba y se iba con puntualidad, y que elegía este lugar para hacer nidos, poner los dos huevos que como máximo tienen por temporada y criar a sus pichones. “Si no nos organizamos, esto va a ser un desastre”, dice Alberto La Regina, nieto de Luigi, que pensaron en aquel momento. Tenían motivos. “En este lugar, con mi familia, paramos cualquier cantidad de invasiones. Acá hubo un director de turismo provincial que sacó huevos de pingüinos para mandarlos a Mar del Plata para hacer pan dulce y que, cuando lo descubrieron, los tiró todos en un tanque de agua, un tanque australiano. Lo supimos porque nosotros le dábamos agua a las ovejas y no la tomaban. Le dije a mi viejo: ‘Algo pasó’. Cuando vaciamos el tanque estaba lleno de huevos en el fondo. Hubo otro que decía que los pingüinos se siembran. Vino con un camión, cargó como 50 o 60, y se los llevó a una isla cercana, la Isla de los Pájaros. Hubo otro más que quería hacer un túnel para que la gente saliera exactamente en medio de la colonia. Después, en plena dictadura, vino el interventor de la provincia y dijo que iba a hacer un aeropuerto para que la gente llegue más fácil. Imaginate, aviones aterrizando entre los pingüinos. Todos esos fueron problemas que resolvimos nosotros”, dice Alberto, un hombre de ojos celestes, pelo canoso, que nació, se crio y vive aún en estas tierras, que se ríe con risa franca de cada recuerdo. Parece disfrutar lo que la naturaleza trajo a sus orillas.
Los La Regina se organizaron. En 1972, cuando la Argentina estaba bajo el gobierno de facto de Alejandro Lanusse, Luis Emilio decidió donar a la provincia las 210 hectáreas del campo familiar que incluían la pedregosa Punta Tombo y sus alrededores para que se transformaran en un área natural protegida. Ahora, su hijo Alberto administra el Punta Tombo DeliStore, un puesto que está al ingreso de la reserva y donde los visitantes, que pueden llegar a 8 000 en un solo fin de semana, se detienen a comer sándwiches de carne a la parrilla, a tomar un café con budines caseros, a comprar una camiseta, un gorro, un lápiz, un peluche, todo tematizado por los pingüinos. Su mujer, Norma González, prepara los bocados dulces y está detrás del mostrador de la tienda de souvenirs. “Nosotros y mis hijos estamos anclados a esta tierra”, dice ella, tan sonriente como su marido.
Ricardo La Regina repetirá que todo ocurrió y terminó en agosto, antes de la llegada de los pingüinos. La acusación, en cambio, con imágenes satelitales e informes de expertos, dirá que la topadora pasó más de una vez, desde aquella mañana de agosto hasta el 4 de diciembre de 2021, cuando ya había huevos, mientras uno de los dos pingüinos adultos estaba empollando, incluso cuando ya habían nacido algunos pichones.
De septiembre a abril, Alberto, Norma y sus hijos trabajan de 8:00 a 18:00 al ritmo de las aves y del turismo que llega con ellas. El negocio empezó modestamente en la década de los setenta, con toda la familia ocupada en el despacho de alimentos a través de una ventana. Los hombres carneaban los corderos, y las mujeres preparaban empanadas. Después llegaron la ampliación para poner mesas y sillas; la presencia de guardafaunas; la mejora de los 38 kilómetros del camino de acceso, que aún es de ripio; el turismo masivo con tours organizados por toda la costa de Chubut (que también recibe ballenas, lobos marinos, orcas, delfines y toninas); la necesidad de ordenar y reubicar el estacionamiento para que los pingüinos no murieran aplastados bajo los micros; la construcción de una pasarela de dos metros de ancho que atraviesa la colonia, a veces elevada, a veces al ras del suelo; la edificación de un centro de interpretación para científicos y de otro restaurante con vista al mar. Llegaron también la división, las peleas familiares, la retroexcavadora, el camino, el alambrado. Todo eso fue más tarde, pero algunas cosas ya habían comenzado a cambiar.
En el lugar donde funciona el DeliStore hay, además, un museo sobre los La Regina. Todos reconocen que, si no hubiera sido por la donación que hizo la familia, no habría reserva, ni espacio de formación de guardaparques y científicos, ni turismo de internacional en esta zona que queda a 1 300 kilómetros de Buenos Aires y a 110 de Trelew, la ciudad más cercana. El museo, una habitación sencilla con fotos y algunos viejos trastos que se usaban para tratar la lana, muestra con épica el árbol genealógico que inauguró Luigi. En imágenes y textos cuenta los comienzos de ese italiano que llegó a la Argentina en 1896, con 13 años; que a los 16 compró sus primeras ovejas y que para 1929 ya era dueño de estas tierras. El árbol se ramifica a los tres hijos de Luigi: Perla (que le dio nombre al campo), Francisco y Luis Emilio. Y sigue un poco más, aunque podado: de los dos hijos de Luis Emilio, Omar y Alberto, solo Alberto aparece en los retratos del museo.
Omar, el padre de Ricardo, el hombre acusado de aplastar 175 nidos, matar a 105 pingüinos y poner un cerco electrificado, no está. Expulsado junto a su mujer y sus dos hijos de la casona de la estancia hace más de 14 años por un problema que nadie quiere explicar, vive nueve kilómetros más allá, en Punta Clara. Omar tiene un diagnóstico de esquizofrenia y fue declarado insano, así que la administración de las 10 000 hectáreas que le tocaron tras la muerte de Luis Emilio, en 2010, quedó en manos de su hijo Ricardo, el hombre que manejó la retroexcavadora, abrió el camino, puso el alambrado. Ninguno de los que forman parte de la causa o lo denunciaron lo llaman por su nombre: es “el tipo”, “el soberbio este”, “el pibe”, “el tilingo este”, “el ecocida”. Dicen que no quieren “manchar” el apellido La Regina.
Cuando se conoció el hecho en los medios locales, detrás del “horror en Punta Tombo” había “un empresario ganadero de la ciudad”. Antes de llevar el título de la “masacre de Punta Tombo”, que se mantiene hasta hoy, los diarios nacionales hablaron de un hombre que había arrollado “a 500 pingüinos con una topadora y aplastado 140 nidos”. Su nombre apareció después, en “la trama secreta, familiar y empresaria detrás del desastre ambiental”, la contracara del árbol genealógico de los La Regina: “Su abuelo donó tierras para un Área Protegida, pero su nieto masacró pingüinos y afronta un juicio de repercusión mundial”.
Omar tiene un diagnóstico de esquizofrenia y fue declarado insano, así que la administración de las 10 000 hectáreas que le tocaron tras la muerte de Luis Emilio, en 2010, quedó en manos de su hijo Ricardo. Ninguno de los que forman parte de la causa o lo denunciaron lo llaman por su nombre: es “el tipo”, “el soberbio este”, “el pibe”, “el tilingo este”, “el ecocida”. Dicen que no quieren “manchar” el apellido La Regina.
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Mucho antes de que se asentaran en Punta Tombo y Punta Clara, los que ahora forman la mayor colonia de pingüinos del continente fueron avistados el 27 de enero de 1520, durante el viaje que emprendió el aventurero portugués Fernando de Magallanes, en el que conectó el Atlántico con el Pacífico. Fueron descritos por el cronista que navegaba con él, Antonio Pigafetta, como “extraños gansos”. Otro miembro de la tripulación, Francisco Balbo, agregó información geográfica como para determinar que se hallaban cerca de lo que ahora es Chubut. El nombre que les quedó —o mejor, el apellido— fue el del líder de la expedición. La de Magallanes —con sus peculiares líneas, una blanca que en marca el ojo, entre el pico y el cuello, y la otra negra, que bordea el torso— es una de las 18 especies de pingüinos que hay en el mundo. Ahora nadie los compararía con gansos, aunque muchos siguen usando el término “pájaro bobo” como sinónimo, quizás por su andar oscilante. Hay algo cierto: son criaturas ralentizadas en tierra por sus patas cortas y porque su visión disminuye —sufren hipermetropía fuera del agua—, pero pueden nadar a 25 kilómetros por hora y bucear a 76 metros de profundidad. Viajan de las aguas cálidas del sur de Brasil hasta el refugio de Chubut, todos los años, en septiembre. Sus colores son parte del éxito de esa larga y camuflada travesía: el blanco marfil de la panza permite que se mimeticen con la luminosidad —y eso evita a los predadores que los ven desde abajo—, y el negro de su espalda les permite volverse poco visibles desde arriba. Los primeros pingüinos llegan en septiembre y aquí se quedan hasta abril, para reproducirse y criar a uno o dos pichones por temporada. Cuando el ciclo llega a su fin, en abril, regresan a Río de Janeiro o Florianópolis y allí se quedan cuatro meses, nadando, alimentándose, descansando en microsiestas de cuatro segundos que, sumadas, les permiten dormir unas 11 horas al día.
Torpes y todo, estas aves de entre 50 y 60 centímetros de altura caminan hasta un kilómetro tierra adentro para hacer su nido. Es un recorrido fatigoso que deben desandar después para alimentarse o buscar comida para sus pichones, y que cada vez implica unos cinco o siete días de travesía mar adentro para llenarse el buche con un kilo y medio de anchoítas, merluzas, pejerreyes y calamares. Para los juveniles que llegan por primera vez a iniciar el ciclo reproductivo, es más arduo: tienen que cavar su madriguera y, como las más cercanas al mar suelen estar ocupadas, deben internarse en el campo y buscar un terreno apto. Pero, cuenta Jennifer Davies, auxiliar de guardaparque de la reserva natural, los novatos hacen nidos menos sólidos y, sobre todo, menos eficaces. “Nosotros sabemos los que tienen pocas chances. Son los que quedan muy expuestos a las gaviotas cocineras, que esperan el menor descuido para sacar un huevo, picotearlo y comer el contenido”, dice Davies, que trabaja en el lugar desde hace tres temporadas y ha visto el rigor de la naturaleza. Las gaviotas no son las únicas que están al acecho: los zorros, hurones, armadillos y gatos monteses también atacan a las aves y sus crías.
El nido es un elemento esencial. Es la mayor virtud para exhibir ante la hembra, que aparece más tarde, agotada del viaje, a fines de septiembre. Además de un bailecito que incluye el golpeteo con las aletas alrededor de la recién llegada, los que aún no tienen pareja estable o quedaron viudos dependen de la locación y el confort de la madriguera para completar con éxito el ciclo reproductivo. Si la hembra no se va en medio de la danza seductora, lo que sigue es la cópula: ella se echa y el macho se acuesta encima. Si la hembra no lo rechaza, se habrá formado una pareja que puede durar toda la vida. Toda la vida pueden ser entre 22 y 30 años.
En la reserva Punta Tombo, algunos de los nidos que dan junto al sendero de madera, por el que van y vienen los turistas. “Una vez que nacen, los pichones se mueven un poco y se meten en medio del sendero de los turistas. Y está bien, el lugar es de ellos; los invasores somos nosotros. Entonces, hay que detener a la gente hasta que el pingüino se mueva de ahí. A veces es mucho tiempo y no todos lo entienden”, explica Davies, que lidia con los que no hacen caso a las reglas de la reserva: hacer silencio, no comer en el lugar, ceder el paso a los pingüinos y guardar los dos metros de distancia. “Todos los días hay alguien que los toca o se acerca de más. Antes de entrar, el guardaparque da una charla y recuerda lo que no se debe hacer, pero la gente igual lleva la barrita de cereal, las galletitas, y se sienta en los bancos a comer y después tira los papeles. Acá no hay recolección de basura, así que hay que limpiar mucho después de cada jornada”.
Mucho antes de que se asentaran en Punta Tombo y Punta Clara, los que ahora forman la mayor colonia de pingüinos del continente fueron avistados el 27 de enero de 1520, durante el viaje que emprendió el aventurero portugués Fernando de Magallanes, en el que conectó el Atlántico con el Pacífico. Fueron descritos por el cronista que navegaba con él, Antonio Pigafetta, como “extraños gansos”.
La monogamia es una de las razones por las que los pingüinos se volvieron adorables a los ojos humanos. También el hecho de que macho y hembra compartan la tarea de empollar durante 40 o 42 días los únicos dos huevos que tienen por temporada. Mientras eso ocurre, se turnan para incubarlos y, una vez nacidos los pichones, puro plumón gris, 90 gramos de peso, se alternan para salir a comer y alimentarlos hasta que cumplan tres meses y se valgan por sí mismos. Ya en febrero, con las flamantes plumas blancas y negras y el aceite que las vuelve impermeables, las crías harán sus primeras y cortas excursiones al mar. Y en abril intentarán la competencia de fondo: llegar a las aguas de Brasil.
La naturaleza es poco romántica. Aunque vuelven siempre al mismo nido, lo pueden encontrar ocupado por un juvenil o algún desorientado, y las peleas son feroces, sangrientas: se atacan con el pico, se pegan con las aletas, graznan. Los pingüinos son territoriales. También pueden competir por la misma hembra hasta lastimarse o arrancarse un ojo. En cualquier caso, el éxito reproductivo de las más de 200 000 parejas de la reserva no está garantizado. “Hay años mejores y otros de fracasos completos, en los que no nace ni un solo pingüino. Eso depende de muchos factores, como las lluvias torrenciales que arrasan con todo, o la disponibilidad de comida. El promedio de pichones que sobrevive en Punta Tombo es de medio pichón por nido. Y luego, hay una enorme mortalidad en el mar, de hasta 80%, porque es la etapa más crítica, cuando deben buscar alimento por sí mismos”. El que lo dice es el biólogo marplatense Pablo García Borboroglu, investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), ganador en 2023 del Indianapolis Prize, el principal galardón a la conservación de animales en el mundo; fundador y presidente de la organización no gubernamental Global Penguin Society, que investiga y protege a los pingüinos, sobre todo a los de Magallanes. García Borboroglu se convirtió en especialista en septiembre de 1991, cuando el mayor derrame petrolero de la Argentina afectó a 17 000 ejemplares de los que llegaron a Chubut. “No sabemos cuántos murieron en el mar. La justicia nunca procesó ni multó a nadie por ese hecho, pero años después determinó que la ruta de los buques petroleros se aleje a varias millas de la costa”, dice. El petróleo es una de las razones por las que esta es una especie amenazada. La otra es la industria pesquera que los engancha en las redes y merma la cantidad de alimento disponible. Siempre parece ser el hombre. A veces, uno solo.
El petróleo es una de las razones por las que esta es una especie amenazada. La otra es la industria pesquera que los engancha en las redes y merma la cantidad de alimento disponible. Siempre parece ser el hombre. A veces, uno solo.
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Los tiempos del Estado fueron lentos y se adaptaron a la cambiante relación del hombre con la naturaleza. El 23 de julio de 1976, cuatro años después de la donación del campo para que se transformara en reserva, y cuando la Argentina estaba bajo otra dictadura militar, la más cruenta de su historia, se instaló una “unidad de vigilancia” en la pingüinera. Hubo que esperar 19 años, hasta 1995, para que se abriera un camino, se hicieran los primeros 200 metros de pasarela y se impidiera que la gente se acercara hasta la orilla para fotografiarse con las aves. Recién en 2007 el terreno pasó a formar parte del Sistema de Áreas Naturales Protegidas de Chubut y hubo un protocolo de manejo. En 2015, la UNESCO aprobó algo aún más grande: la conformación de la Reserva de Biósfera Patagonia Azul, que se extiende desde la Ruta Nacional 3, la cual bordea los campos de la región, hasta las 24 millas náuticas. Los pingüinos de Punta Tombo y Punta Clara, y toda la estancia de los La Regina, quedaron dentro de la Biósfera Patagonia Azul. El dato es crucial: Punta Clara está por fuera de la Reserva Natural Protegida Punta Tombo, pero dentro de la Biósfera.
El 10 de agosto de 2021, Ricardo La Regina, que entonces tenía 34 años y que, como ahora, criaba unas 150 vacas en las 10 000 hectáreas que son de su padre, Omar, se subió por primera vez a la retroexcavadora New Holland que compró “para hacer mejoras en el campo”. Decidido a marcar con un alambrado la línea que divide sus tierras de las de su tío, se sentó sobre esa bestia de 83 000 kilos, con ruedas de dos metros de alto y 32 centímetros de pisada. Fue hasta la zona indicada en los planos de la sucesión y abrió un camino de 930 metros hasta el mar, desmontó en una zona cercana para poder maniobrar la máquina y trazó un segundo camino, más pequeño. En los días siguientes colocó un alambrado de seis hilos conectados a un dispositivo electrificado que suele usarse en los campos para evitar que el ganado se escape. Él aduce que no quería que sus vacas fueran hasta Punta Tombo y pisaran los nidos.
Recién la mañana del 22 de noviembre, 103 días más tarde, Alberto La Regina, su tío, vio el camino y el alambrado. Lo primero que pensó, dice ahora, es que se trataba de un problema judicial, que su sobrino había usurpado su tierra. Después vio el desastre: los nidos aplastados, la tierra compactada, el desmonte. De inmediato llamó a García Borboroglu y al entonces ministro de Turismo y Áreas Protegidas de la provincia, Néstor “Quique” García. Nadie atendió.
La tarde de ese día, luego de trabajar en una pingüinera que está más al sur, junto a su mujer, la doctora Laura Reyes, también bióloga y especialista en el tema, García Borboroglu encontró seis llamadas perdidas en su celular: tres eran de Alberto La Regina y otras tantas del ministro de Turismo. No pensó que fuera algo serio. Demoró cuatro días más en acercarse al lugar.
Excepto viento, que sopla sin pausa, en estas tierras no hay mucho: no hay agua potable, no hay señal para las comunicaciones, no hay almacenes ni centros de salud. Para todo hay que desplazarse 110, 180 kilómetros, a veces más. Es un paisaje inhóspito, áspero. Aquí gobierna la naturaleza, casi siempre.
El 26 de noviembre de 2021, a las 14:00, García Borboroglu entró por fin al campo de Alberto y fue hasta el alambrado. Dice que vio saña. “Siempre nos llaman por algún tema relacionado con pingüinos, pero nunca imaginamos algo de esta escala. Fue un shock, no terminaba de interpretar para qué, por qué. Él dice que fue en agosto, pero las huellas eran frescas, la tierra estaba suelta, la vegetación arrancada. Nosotros conocemos bien esta región: acá, una tarde de viento deja todo liso”, reconstruye ahora y vuelve sobre las fechas, sobre ese dato esencial: en agosto los nidos están vacíos y aún no hay pingüinos; en noviembre se calcula que por cada nido hay dos huevos y un adulto empollando. “Aquí hay dos tipos de colonias de pingüinos: como la de Punta Tombo, donde hay vegetación y nidos bajo los arbustos, y otras donde el suelo permite que caven sin que se derrumbe. En lugares como Punta Clara, que es todo tierra, tenés muchos nidos juntos. Y ahí, en medio de esa zona de alta nidificación, estaba el camino. Este tipo arrancó hasta 40 centímetros de suelo, decapitó los nidos”. El ministro de Turismo les había pedido que hicieran un primer análisis, y eso hicieron, con la cinta métrica que siempre llevan. “Cuando censamos colonias, tomamos áreas de 100 metros cuadrados, contamos la densidad de nidos y después la extrapolamos. Eso hicimos con los nidos que quedaron al lado del camino: una estimación. Pensado desde hoy, creo que fuimos demasiado conservadores en el cálculo. Lo que hizo este tipo va a tardar 35 años en revertirse”, dice el hombre que se transformó en el principal testigo de la causa y el que puso la tragedia en números: 105 pingüinos muertos, 175 nidos destruidos.
“Los delitos ambientales no están contemplados en el código penal argentino, pero no hay que confundirse: uno puede ser dueño de la tierra, pero no de la fauna y la flora que vive ahí”, agrega. Cuando dice “la fauna que vive ahí” se refiere a los pingüinos y también a los guanacos, choiques, zorros, gatos monteses, pero no a las vacas. Las vacas se consideran una especie invasora.
El 26 de noviembre de 2021, a las 14:00, García Borboroglu entró por fin al campo de Alberto y fue hasta el alambrado. Dice que vio saña. “Siempre nos llaman por algún tema relacionado con pingüinos, pero nunca imaginamos algo de esta escala. Fue un shock, no terminaba de interpretar para qué, por qué”.
El que era ministro de Turismo de la provincia, Néstor García, se enteró el lunes 22 de noviembre. Pero no fue por teléfono. Como no se podía comunicar, después del mediodía Alberto La Regina fue hasta su despacho con un abogado y le contó sobre el alambrado, el camino y el desmonte en el campo que alguna vez reunió a toda la familia. García demoró ocho días en hacer la denuncia penal contra Ricardo La Regina. Antes lo habló con distintos funcionarios. “Al final, tuve una reunión con el gobernador y le dije: ‘Hacer la denuncia es una obligación. Si no la hacemos, me voy’. No me puse a discutir ni analicé si hizo el camino en agosto o noviembre. Eso lo evalúan los que saben. Hay mucha gente que cree que esto no es verdad, que no se sabe si mató a un pichón, tres o 175. Para mí, no es materia de discusión. Yo siempre lo comparo, grotescamente, con esto: si llevo a la gente a otra ciudad, agarro una topadora y volteo las casas, cuando vuelva, la gente no va a tener dónde vivir. Esto es lo mismo. Lo primero es el impacto ambiental; después, si mató a uno o 175 pingüinos, eso solo agrava la situación”, dice.
García es técnico en áreas protegidas e hizo toda la carrera en la administración pública, desde cadete hasta llegar a ministro. Está orgulloso de ese recorrido. En diciembre de 2021, un mes después de que trascendiera la noticia, dejó el cargo para jubilarse. “Viví a pleno mi trabajo, pero me jubilé porque me correspondía y porque quería vivir de otra manera, quería empezar a disfrutar”. Dice además que la pandemia de covid-19 perjudicó al turismo y que él vio cómo se fundían muchos prestadores locales. “Fue muy duro”. Por estos días, García apenas puede moverse. Tiene un problema de meniscos que le impide andar. “Es el sobrepeso”, explica, sentado en una silla, ante la mesa y un mate que le preparó su mujer. Vive en una casa sin lujos, de ambientes pequeños. La mesa del comedor está encajada entre un sillón masajeador y un escritorio. Hay también un televisor encendido que lo tienta con recetas que no puede comer. “Mi mujer me busca comida saludable todos los mediodías, así me cuido”.
El retiro lo alejó de la función pública, pero sigue en contacto y conoce a todos los involucrados en la causa: Alberto, García Borboroglu, Omar, con quien hizo el servicio militar, su hijo Ricardo. “Este pibe vive equivocado, porque él, asociado a la provincia, hubiera logrado otra cosa. Alberto, por ejemplo, con la mujer y con los hijos, prácticamente ya no hacen explotación ganadera. Tienen la cantina de Punta Tombo, el DeliStore, viven de eso, y viven muy bien. Pero este pibe se lleva el mundo por delante. La concepción que tenía el abuelo, de donar las tierras, este no la interpretó nunca”, se enoja García, la frente perlada por el sudor.
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Es el mediodía del 17 de septiembre de 2024. Ricardo La Regina conduce la camioneta Toyota 4×4 que utiliza para andar por el campo de su padre. El terreno es irregular y obliga a avanzar despacio, a clavarse de punta, a trepar lomas. Después de abrir y cerrar tranqueras, va por el camino que él dice que trazó en agosto de 2021, antes de que llegaran los pingüinos, pero que las imágenes satelitales que aportó a la justicia National Geographic, gracias a sus propios satélites, demuestran que repasó más de una vez, hasta el 4 de diciembre de ese mismo año. Ricardo La Regina conduce serio, ensimismado. En la primera parte del camino hay vegetación, y a lo lejos se ven guanacos y las vacas que cría. Cuando faltan unos 170 metros para llegar a la costa, el paisaje es otro. El hombre detiene la camioneta, sigue a pie. La tierra del camino y sus alrededores es blanca, arcillosa, y parece un campo minado. Dentro de cada pozo hay un pingüino, y cerca del acantilado, cientos. A diferencia de lo que ocurre en Punta Tombo, donde las aves lucen impasibles o acostumbradas a la presencia humana, Punta Clara es salvaje, los pingüinos graznan nerviosos, huyen en una suerte de avalancha atropellada.
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Su abogado defensor, Federico Ruffa, va con él. Es la primera vez que hacen juntos el trayecto. Calculan el desmonte de 2021, minimizan el daño, hablan entre ellos. “Lo hice en agosto, cuando acá no había ningún pingüino”, repite Ricardo. La fecha es vital.
Es alto, tiene los ojos verdes, los hombros caídos hacia adelante y una voz que es un hilo ronco, difícil de entender. Como un salvoconducto dice que, cuando era chico y toda la familia vivía en el mismo campo, él mismo ayudaba a censar pingüinos, y que hasta hace algunos años el propio García Borboroglu iba a ver a las aves ahí. Dice que entiende que los pingüinos no sepan dónde termina el área protegida, pero que sus vacas tampoco, y que por eso quería un alambrado; que mandó decenas de pedidos al gobierno para que lo hicieran y protegieran la reserva, que nunca recibió respuesta, que él también tiene un proyecto turístico, que le gustaría hacer senderos, que ya construyó un local con vista al mar para poner un restaurante. Dice que aquellos días de 2021, cuando trascendió el hecho, estuvo enojado. “Sobre todo por mi mamá, que veía las noticias y lloraba. Al principio era solo la prensa de acá, pero después fueron los medios nacionales, que hablaban de 500 pingüinos aplastados, y después los medios internacionales. Cuando un amigo mío que vive en España me escribió para preguntarme qué había pasado, no lo podía creer. Después pasó, llegó otro tema, la megaminería, y todo se calmó”.
Ruffa lleva un corte moderno, el pelo al ras sobre las orejas. Usa anteojos de sol, remera negra y jean. La mayor parte del tiempo se queda callado, pero cuando irrumpe es mordaz: “No hay ningún pingüino muerto en esta causa. Lo único que encontraron, en tres allanamientos, fueron dos pichones muertos que estaban al costado del camino, y nadie sabe cómo ni por qué murieron. Todavía no entiendo cuál es el sufrimiento: ¿es emocional, porque les rompió la casita? Toda la acusación es inconsistente. Primero dijeron que eran 270 los pingüinos muertos, después no aparece ninguno, y después parece que fueron triturados por la topadora hasta el desvanecimiento en el aire. No tienen nada, pero la causa está juzgada desde el principio. Del lado de la acusación hay un fin noble, los pingüinos gozan de muy buena prensa, pero detrás hay puro circo. Eso lo dijimos el día uno: si prefieren un juicio, es que se han enamorado del linchamiento. Viene Greenpeace, que se quiere colgar una cucarda, quiere forzar modificaciones legislativas que protegen el ambiente, calificarlo como ecocidio, un reclamo histórico de algunas asociaciones ambientalistas. Pero, en definitiva, el conflicto no lo solucionan. Si realmente les importara, no hubieran dejado que el supuesto ecocida se quede en Punta Clara. Hoy, los pingüinos de este lugar están en manos del pingüinicida en lugar de custodiados por aquellos que dicen estar preocupados”.
Cuando quiere poner un poco de humor, Ruffa dice que se siente como el villano doctor Octavio Salitre, el pulpo de la película Los pingüinos de Madagascar, que está resentido contra esas aves porque no consigue lugar en ningún zoológico, desplazado por las nuevas y adorables estrellas. Pero eso solo cuando quiere reírse. La mayor parte del tiempo está serio y es escéptico, incluso frente a su cliente. “Se hace show, y después pasa y la máquina encuentra otro show. De eso vivimos algunos abogados, los periodistas, Argentina, todos. Hablan de masacre, dicen que van a juzgar un ecocidio, y esa figura ni siquiera existe”, dice ya en la ruta, de regreso a Trelew. El viaje hasta Punta Clara y el recorrido del campo lleva unas siete horas. No hay complicidad entre los dos hombres. Los une un trato profesional.
En las afueras de Trelew, la ciudad más cercana a Punta Tombo, hay imponentes molinos eólicos que aprovechan la fuerza del viento para convertirla en energía. En la ciudad, es solo viento. Los mejores días, un siseo que no se calla. En esta misma ciudad de 100 000 habitantes viven el acusado y su abogado, muchos de los testigos, exfuncionarios y la mayoría de los que trabajan en la reserva de Punta Tombo. Pero aquí pocos recuerdan lo que pasó con los pingüinos en 2021. “Yo no sé nada”, se excusa la dueña de un hotel. “No recuerdo. A fines de 2021 nosotros estábamos movilizados contra la ley de megaminería”, dice un joven que participó de un levantamiento popular que terminó con el incendio de oficinas públicas, siete detenidos y 30 heridos por la represión policial contra las protestas que duraron seis días y lograron frenar el proyecto. “Escuché algo en la radio sobre los pingüinos, pero, como había pasajeros en el asiento de atrás, no entendí lo que decían”, dice un taxista que, como todos sus colegas, ofrece el trayecto hasta la reserva por 110 dólares. “¿Qué masacre?, ¿la de Trelew?”, pregunta otro.
La ciudad tiene dos museos, el descomunal Egidio Feruglio, que lleva un año y medio cerrado y en el que se guardan los restos del dinosaurio más grande del mundo, el Patagotitan mayorum, y otro pequeño, en las afueras, un espacio de la memoria que funciona en el exaeropuerto, donde el 15 de agosto de 1972 se entregaron los 19 guerrilleros fugados del penal de Rawson, la capital provincial. Una semana después, el 22 de agosto, 16 de ellos fueron acribillados por orden del dictador Alejandro Lanusse en un hecho que marcó el comienzo de la sistematización del terrorismo de Estado en la Argentina. El fusilamiento ocurrió en otro lugar, en la base Almirante Zar, pero este exaeropuerto, por donde también pasó el autor de El principito, Antoine de Saint-Exupéry en 1929, cuando volaba para Aeroposta Argentina, S. A., sigue siendo referencia de la masacre de Trelew.
Muchas de las construcciones y costumbres de la ciudad le deben sus características a los colonos que llegaron de Gales en 1865. Incluso el nombre: Trelew significa “el pueblo de Luis” (en idioma galés, hace referencia al fundador, Lewis Jones: tref, “pueblo”, y Lew, apócope de Lewis). Pero ahora el principal interés turístico es que queda cerca de Punta Tombo, y por eso han intentado que los pingüinos sean la atracción. En una de las avenidas, Lewis Jones, hay un banquito para tomarse una foto entre un Chubutín (un personaje de historieta que representa a un poblador originario) y un pingüino de nombre Luis, que tiene el pico despintado. Hay, además, una réplica de casi dos metros en la estación de micros de la ciudad. Erguido en medio de un pasillo lúgubre donde las empresas venden pasajes, el enorme pingüino tiene un cartel que dice “Trelew” y está rodeado de un cerco con la frase “Prohibido tocar”. Los taxis llevan pintada la figura del ave. En el shopping, como en muchas tiendas de productos regionales, se venden chocolates con forma de pingüino, mates decorados con el animalito, llaveros, peluches, alfajores con su imagen. También los lugares más emblemáticos están señalizados con carteles que exhiben la figura de un pingüino, pero se ven oxidados, borrosos.
“Todavía no entiendo cuál es el sufrimiento: ¿es emocional, porque les rompió la casita? Toda la acusación es inconsistente. Primero dijeron que eran 270 los pingüinos muertos, después no aparece ninguno, y después parece que fueron triturados por la topadora hasta el desvanecimiento en el aire. No tienen nada, pero la causa está juzgada desde el principio”, afirma Federico Ruffa, abogado que defiende a Ricardo La Regina.
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El martes 30 de noviembre de 2021, la denuncia llegó a manos de la fiscal general jefe de Rawson, María Florencia Gómez. Eran las 19:00, tuvo que resolver rápido. Hasta ese momento nunca había estado al frente de un caso ambiental. “Ahora soy referente en todo el país”, se enorgullece la mujer que desde entonces ha viajado a Washington y a varias ciudades de la Argentina para dar charlas sobre la causa. Tiene un tono de voz fuerte, habla rápido y no oculta cierta vanidad. “Es el primer caso que llega a instancia de debate oral y público relacionado con una figura que todavía no está legislada en este país, ecocidio. Yo tuve que acusar con la figura penal que tenía, que es daño agravado y crueldad hacia los animales, una calificación jurídica mínima para un hecho tan grave: el daño que generó este tipo va a afectar a la colonia por 35 años, porque no solamente aplastó pichones y huevos, sino que, al matar a uno de los dos adultos, ese pingüino se queda solo y no se vuelve a reproducir. Pero yo tuve que ir con una imputación mínima, como si fuera el mismo delito que golpear a un perro”.
Insistente como dice ser, Gómez le mandó 128 correos electrónicos a los responsables de National Geographic antes de obtener una respuesta. Valió la pena: las imágenes que le enviaron demuestran que la mayor parte del impacto en el camino trazado sobre Punta Clara tuvo lugar la mañana del día 26 de noviembre de 2021, horas antes de que llegara García Borboroglu, y no en agosto, como sostiene Ricardo La Regina. Las fechas, otra vez. Noviembre no es agosto; para noviembre, los pingüinos ya llegaron, ya se encontraron con la hembra y procrearon: noviembre es el mes de eclosión de los huevos.
Para reunir material y reconstruir los hechos, Gómez ordenó tres allanamientos, contrató drones para filmar el área, convocó a geógrafos, cartógrafos y especialistas en biología marina. Las autoridades provinciales, por un lado, y Greenpeace, Fundación Patagonia Natural y la Asociación Argentina de Abogados/as Ambientales, por otro, se convirtieron en querellantes. Además de los números que estimó García Borboroglu, en la primera inspección encontraron dos pichones muertos, cubiertos de polvo, en un nido que había quedado al costado del camino. También comprobaron que el cerco estaba conectado a un dispositivo eléctrico que, por la altura, no solo impedía que los pingüinos pasaran a sus nidos, les daba una descarga. En las siguientes inspecciones concluyeron que era “altamente probable que dadas las dimensiones y el peso de la maquinaria al decapitar el suelo, compactar y arrastrar el material durante varios metros, destruyeran y triturasen a pichones y huevos hasta reducirlos a piezas ínfimas”, dice la acusación, que suma 59 páginas. Por eso no hay cuerpo del delito. Llevó tres años reconstruir la escena.
El lunes 16 de septiembre, la fiscal llega a la reserva de Punta Tombo a las 11:30, cuando ya empezaron los discursos por la apertura oficial de la temporada de pingüinos 2024. Aunque usa una bufanda de animal print, vistosa, y el mismo peinado que lució en todas las entrevistas que le han hecho (un rodete alto), confía en que ni los políticos ni las cámaras la descubran entre el público que recorre los senderos de la reserva. El último mes, la “masacre de Punta Tombo” ha vuelto a los medios, y la fiscal se ha convertido en la portavoz de la causa: le pidió expresamente a los testigos que no hablaran con la prensa. Desde que se confirmó la fecha de inicio del juicio, el 28 de octubre, Gómez siente que está a un paso de hacer historia y no quiere sorpresas. “Todo lo que logré lo tengo documentado. Trabajé sola, investigué sola, absolutamente sola, y llegué a lo que tengo hoy: 92 testigos y algo inédito: que la National Geographic, que nunca se mete en temas como este, me permita acceder a las imágenes satelitales y se presente como testigo. La repercusión del caso es a escala planetaria, y este juicio puede ser el puntapié para que Argentina tenga una legislación acorde a estos tipos de hechos”, se entusiasma, oculta tras unos anteojos de sol enormes.
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Cerca de las 15:00, cuando los políticos ya cortaron la cinta y se fueron, Gómez se sienta en el DeliStore a hablar con Alberto, con Norma, con García Borboroglu y su mujer, Laura, con los representantes de Fundación Patagonia Natural. Es una mesa bulliciosa: hablan, se ríen, comparten anécdotas que rodean la causa, actualizan datos.
A la reserva siguen llegando micros y contingentes de turistas. Lejos de allí, siguen llegando los pingüinos como cada septiembre, como cada temporada. Ágiles en el agua, bamboleantes en tierra, ajenos a todo, a merced de todo: al sendero, a los miles de visitantes, a las cámaras, a las disputas familiares, a las leyes, a las ambiciones personales. No era así hace casi 100 años, cuando esto —la estepa, el viento obstinado, todo ese mar azul y calmo— era solo de ellos.
El 7 de noviembre de 2024, en un juicio que comenzó el 28 de octubre y es considerado histórico para la Argentina, el Superior Tribunal de Justicia de Chubut declaró culpable a Ricardo La Regina, por unanimidad, como autor penalmente responsable de los hechos de daño agravado y de crueldad animal contra los pingüinos de Magallanes y su hábitat, ocurridos entre el 10 de agosto y el 4 de diciembre de 2021, en el área de Punta Clara.
VERÓNICA BONACCHI. Periodista argentina, nacida en 1970. Trabajó en el diario La Nación y fue editora del diario Río Negro, de la Patagonia. Su nota “Sauzal bonito, la tierra que tiembla”, publicada en Gatopardo, fue nominada al Premio Gabo 2023.
ANITA POUCHARD SERRA. Fotógrafa francoargentina radicada en Buenos Aires. Sus temas de trabajo giran alrededor de la identidad, la migración, el territorio y los derechos de las mujeres, con un enfoque transdisciplinario. Su trabajo personal ha sido apoyado, entre otros, por la Biblioteca Nacional de Francia, el Pulitzer Center, el National Geographic Society’s Emergency Fund, Open Society Foundations y la International Women’s Media Foundation. Por sus fotografías para el reportaje “La noche de los caballos. El rescate equino más grande de Amé rica del Sur”, publicado en Gatopardo, ganó el Premio Gabo 2024. Ha trabajado para medios internacionales y argentinos. Expuso en Photoville, la Bienal de Sharjah 15 y la Biblioteca Nacional de Francia. Es docente y conferencista de narrativa visual y fotoperiodismo en Estados Unidos, México y Argentina.
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