A pesar de estudiar letras, Elena Reygadas descubrió pronto que su pasión estaba en la gastronomía. Después de pasar por varios restaurantes extranjeros regresó a México a probar suerte. Y lo hizo de la manera menos ortodoxa: a través de recetas italianas y panadería. Por eso, tal vez, es un mérito tan grande que hoy sea una de las chefs más respetadas del país, al lado de Enrique Olvera, Patricia Quintana y Mónica Patiño. Está a la cabeza de dos de los restaurantes más emblemáticos de la Ciudad de México —Rosetta y Lardo—, prepara nuevos proyectos y acaba de publicar un libro con lo mejor de su trabajo.
El último bocado de un comensal de Rosetta es casi siempre una galletita que acompaña la taza de café. Parece un adorno, un lindo detalle que podría ser prescindible. El pequeñito bizcocho deja en la boca un intenso sabor a almendra que explota con el sorbo de café. Es el final de ensueño de una comida casi siempre perfecta.
Se llama amaretti y es una galleta italiana que Elena Reygadas aprendió a hacer en el restaurante Locanda Locatelli en el que trabajó en Londres. Se hace con una almendra amarga que no existe en México y durante un tiempo la preparó sin ese ingrediente. En un viaje a Oaxaca, Elena conoció una bebida de maíz llamada tejate. Preguntó qué llevaba. Uno de los ingredientes era el pixtle, la semilla de mamey. Se puso a estudiar: encontró que ese hueso que se tira, aunque se usa hasta para la máscara de pestañas, es comestible y en algunos lugares de México se utiliza para varios platillos y tiene un sabor muy similar a la almendra amarga, la de la galletita italiana.
Cuando en la cocina de postres del restaurante Elena abre una semilla de mamey a golpes con un cuchillo, el hueso parece una almendra enorme, y esa semilla de una fruta dulce, de pronto huele a avellana, a almendra, tanto así que se confunde con el olor de algún extracto artificial.
“Con esto hacemos los amarettis ahora. A veces, si no hay, vamos a las juguerías por huesos que no usan”, dice Elena en esa cocina que parece un laboratorio de frutas y hojas caramelizadas y hojaldres y chocolates y helados de sabor a hierbas.
La cocina de la chef Elena Reygadas, la creadora de Rosetta, de Lardo, la que hace uno de los mejores panes de México, reconocida como uno de los 50 mejores cocineros de Latinoamérica, es como su amaretti: casi clásica pero con relecturas y toques modernos, sofisticada pero sin pretensiones, con una técnica muy italiana, pero con ingredientes cada vez más mexicanos, llena de detalles, de hallazgos, de ingredientes rescatados y reivindicados y es, especialmente, una cocina sencilla, sutil, nunca barroca.
Aunque en el menú hay varios tamales, aunque la hoja santa se usa hasta en los postres, aunque hay palabras como axiote, mezquite y chile güero, la de Elena no es una cocina mexicana contemporánea —a pesar de pertenecer a esa generación de cocineros que le dieron una nueva vida a la gastronomía nacional—. Para el chef Enrique Olvera, dueño de Pujol y quizá el más galardonado de ese grupo, Elena, a diferencia de otros, “no está tratando de reinterpretar su pasado mexicano, sino cocinando lo que le gusta cocinar y lo que hace mejor. No es ni mexicana ni italiana, es una cocina de Elena”.
***
Es Olvera quien me hace ver que los platos de Elena están marcados por su historia personal. “El hecho de que haya estudiado en Nueva York y en Londres, que haya nacido en México, lo puedes ver en sus platos y creo que eso la hace diferente a la generación anterior —de mujeres cocineras—”, dice. Quizá le faltó un detalle, Elena estudió algo de filosofía y terminó la carrera de letras.
Fue en la UNAM cuando la huelga universitaria la dejó sin ocupación y como la cocina siempre le había gustado, entró a trabajar a un restaurante. Primero estuvo en un lugar llamado El Teatrón y luego en Champs Elysées. Ese verano, su hermano el cineasta Carlos Reygadas filmaba su primera película, Japón, y le pidió que lo ayudara con el catering del rodaje. Fue la primera vez que cocinó con la responsabilidad de un equipo, tres comidas y dos colaciones con horarios fijos, haciéndose cargo de conseguir ingredientes, de que el presupuesto alcanzara, de llevar la comida hasta donde filmaban en la barranca de Metztitlán. Uno de los primeros días no le alcanzó la sopa para los veinte comensales, pero se dio cuenta de que cocinar, aún como responsabilidad, era lo que más disfrutaba. Ella lo llama una epifanía, “decir esto es”. Regresó a la UNAM, terminó las materias que le faltaban, y el día de su examen profesional cuando los sinodales le preguntaron qué haría ahora que era licenciada en letras, les anunció que se iría a Nueva York a estudiar cocina. Allá cursó un diplomado de ocho meses con un fuerte enfoque en el pan, porque lo que entonces quería, más que chef, era ser panadera.
Eran principios de la década de los 2000, Patricia Quintana y Mónica Patiño, una generación mayor, hacían comida mexicana de autor más tradicional, pero también empezaba la nueva gastronomía mexicana. Pujol tenía unos años, Mikel Arriola y Bruno Oteiza eran los chefs del desaparecido Tezka, del cocinero español Juan Mari Arzak. Cuando regresó, Elena fue a verlos a ambos. Oteiza le dijo que se fuera de México, a Londres, tal vez a Dinamarca. Olvera no recuerda ese primer encuentro, pero Elena cuenta que le pidió trabajar con él. Nunca lo hizo porque se fue a Londres, en ese momento un laboratorio de grandes cocinas.
Allá buscó en las guías los mejores restaurantes italianos y fue a dejar su currículum, que aún era bastante corto. Cuando llegó a Locanda Locatelli había una vacante en postres. Era un restaurante como ella no conocía. “Era algo que yo nunca había probado, no era la comida italiana a la que tenía acceso aquí o en Estados Unidos, era mucho más sofisticada de lo que yo pensaba que era”. Se fascinó especialmente con los ingredientes. “En el momento que vi que en el restaurante se hacía la pasta fresca todos los días, el pan todos los días, se hacían helados, se hacían los postres, llegaban las anguilas vivas, los cerdos completos, cangrejos vivos, yo jamás en mi vida lo había visto. Veía cómo llegaba fruta de México, fruta de Grecia, ternera de Holanda, decía ¡wow!, estamos en Londres y llega todo esto. Me acuerdo pensar que todo esto lo tenemos en México, allá no tendría yo que pedir comida de todos estos lados”.
Cuatro años ahí desde la barra de ensaladas hasta la plancha fueron su escuela, pero nació su primera hija, Lea, y se dio cuenta de que la maternidad, la cocina y Londres eran tres cosas complicadas.
***
Faltan unos minutos para las dos de la tarde de un lunes de abril en la cocina de Rosetta. Abajo, en el comedor de la casona, ya hay comensales. Elena está en modo Chef Elena, como la llaman los que trabajan con ella y que le hablan de usted: filipina, mandil, pelo recogido y parada al centro de unos cinco por cuatro metros con ocho personas desde donde salen todos los platos.
—Entran unos jitomates, se va una pesca del día —dice la chef Elena con comandas en las manos—. ¿Cuánto para un robalo?
—Cuatro minutos, chef, contesta el sous chef desde la plancha.
—Perfecto.
Es, ahí, una directora de orquesta que logra sincronía: los platillos de una orden salen al mismo tiempo sin que ninguno se enfríe ni se reseque; el robalo que hay que cocinar está listo con la ensalada que es fría y toma menos tiempo. Además de su voz, sólo se escucha el chorro del agua y el golpe de las cucharas contra el aluminio de las ollas. Sólo ella o el jefe de cocina siempre a su lado hablan, el resto de los cocineros se dirigen a ellos, nunca entre sí. Todo es preciso. Ella misma le pone el último toque a los platos: la hoja, la ralladura de limón, limpia con un algodón cualquier gota de salsa fuera de lugar en el plato.
Atrás de esto hubo muchas horas de preparación, aquí y en al menos otras tres cocinas en la casona —la de producción, la de repostería, el taller de pastas— para darle de comer a un par de cientos de personas por día.
Ese lunes hay risotto de betabel, que no había estado en el menú en dos semanas, una entrada de sardinas de Ensenada encurtidas con farro y vinagre, y una costilla de res wagyu con plátano macho y hoja santa, además de otros platos fijos. Rosetta se distingue por eso, porque el menú tiene todos los días algo distinto, estacional, porque los platillos van y vienen, nunca se estancan.
Entre orden y orden Elena come tres ravioles al limón, una de las especialidades de la casa que no lleva más que pasta, limón y ricota; una sardina; y pide el tagliatele con limón, un plato que no ha llegado al menú. El jefe de cocina saca de una bolsita unas finas rodajas de limón encurtidas y empacadas al vacío, prepara la pasta.
Elena prueba, dice que sabe mucho a mantequilla, que necesita otro queso, que se parece demasiado a los raviolis que ya sirven, que tal vez habría que ponerle hierbas a la pasta. No está listo, hay que seguir probando.
Alguien del restaurante le acerca una botella de kombucha de hoja santa. La trajo un proveedor como muestra. Elena la prueba en un vaso.
—Está rica.
—Sabe mucho a hoja santa —dice el jefe de cocina.
—Como no nos gusta y no tenemos mucha hoja santa —responde la chef.
Elena prueba, prueba, prueba, experimenta. Víctor Jiménez, el jefe de cocina que llegó a Rosetta a unos meses de abierto, cuenta que no hay un día que la chef Elena no intente algo nuevo, no quiera perfeccionar un platillo. Si viaja o tiene un día para descansar en casa, regresa con alguna idea o un nuevo ingrediente; si prueba algo al mediodía, es probable que vuelva a las nueve de la noche con una propuesta para ponerle algo crocante, cambiar la hierba, darle otra presentación. “Siempre estamos probando, una ensalada de endivias puede quedar en dos días, a veces al siguiente día se arriesga a meterlo y escuchamos comentarios de la gente; hay otros platos que tardan, que no acaban de cuadrar o que sigue perfeccionando la presentación, porque no hay pisos, le gusta que la comida caiga, que fluya”. Nada, ciertamente, se siente sobrepuesto en un plato de Rosetta y nunca un plato se ve igual al otro.
***
El perfeccionismo de Elena ha estado siempre en sus platos, pero el toque personal llegó con el tiempo. Cuando regresó a México con su familia arrancó con una especie de restaurante pop-up a puerta cerrada, en el que cocinaba un menú fijo para treinta personas, dos noches a la semana. El lugar se conocía como Tonalá 20 y servía las recetas que había aprendido en el restaurante italiano de Londres; el éxito fue inmediato, los foodies de la Ciudad de México querían comer ahí. El pan era especialmente un éxito.
Poco a poco empezó a probar con otros platillos, como los ostiones empanizados en escabeche que hacía su abuela, que ella servía sin empanizar y a los que les agregó salicornia o el crujiente de chocolate con avellana que aún está en algunos de sus menús y que modificó de una receta que aprendió en Nueva York. Pero aún no sentía haber encontrado una voz propia.
Después de año y medio en Tonalá 20 y del nacimiento de su segunda hija, Julieta, le vino otra epifanía: quería tener un restaurante en forma. Con dos socios inversionistas que siguen con ella abrió Rosetta en una vieja casona de la calle Colima, en la colonia Roma.
El éxito fue inmediato, pero hasta dos años después cree que hizo el primer platillo que sintió totalmente suyo, el parteaguas. Es en realidad un postre: helado de romero con acedera, helado sabor a una hierba, acompañado de otras hierbas —tomillo, menta— y un toque de aceite de oliva. Su idea era un postre que recordara a una tisana para terminar la comida. Al principio la gente se sorprendía, pero el resultado es espectacular, es fresco, digestivo, poco dulce. Desde entonces todos sus postres son de poca grasa y poca azúcar.
Ese helado de romero con acedera, lo mismo que Rosetta, un lugar de sillas de madera, plantas, piso estampado de mosaico eterno se parecen a ella, tienen su calma, su elegante sencillez. Le digo eso y responde que si fuera a su casa, vería que se parece al restaurante. “Es un estilo que me gusta, creo además que los lugares donde me gusta ir es donde siento que hay eso, un alma atrás a cargo de todo”, dice. Después leo en su libro que la música del restaurante es la misma que pone en casa cuando recibe amigos.
***
Un martes a las ocho de la mañana me encuentro con Elena a media cuadra de Rosetta. A esa hora ya dejó a sus hijas en la escuela y platica con un par de personas que toman café sentadas en una banca. Son clientes que no alcanzaron un banco en La Panadería, un pequeño lugar de luz tenue con una barra donde se sirve casi exclusivamente café, sándwiches y pan que se hace ahí mismo, y que recuerda una cafetería de barrio que podría estar en Brooklyn.
En la parte trasera está la verdadera panadería, donde se hace el pan desde la noche anterior. Elena le habla a cada empleado por su nombre, jala charolas para ver los scones, los cerditos de piloncillo, el rol de guayaba con estragón, los panes campesinos que llevan dos días de fermentación. Hace —e intento, sin éxito, hacer con ella— una focaccia gigante, el pan de mesa de Rosetta. Está probando una de cebada aperlada, no de trigo, cuyo reto es que no se apelmace.
Cuando llegó a trabajar a El Teatrón, aquel primer restaurante, el chef le dijo que tenía manos de panadera. “Por chiquitas y gorditas”, bromea ella. Cuando le comentó a su papá que le gustaría tener una panadería, él le respondió: ¿por qué no mejor un restaurante con panadería? No eran tiempos en los que el buen pan fuera muy valorado, mucho menos que ser panadero fuera una profesión muy preciada. Hoy Elena quiere reapreciar el pan, desatanizarlo, porque el pan bien hecho, dice, con buenos ingredientes, es rico y nutritivo.
La Panadería abrió unos años después de Rosetta porque los vecinos iban al restaurante por la mañana a preguntar por el pan, como si tuvieran horarios de panadería. Fue otro éxito rápido y poco después, en la colonia aledaña, nació un tercer lugar que hoy se llama Café Nin, con un concepto más de cafetería con desayunos y comida. Y en 2015 otro de sus íconos. Con un excompañero del restaurante italiano en Londres creó Lardo, un lugar en la colonia Condesa con un menú más sencillo que el de Rosetta, desayunos, cocina abierta que rodea una barra, donde lo único difícil al principio fue convencer a la gente de que se sentara ahí. Elena ya era una cocinera reconocida que abría el paladar y la curiosidad, que lograba llenos desde el primer día. Víctor, el jefe de cocina, cuenta que no creían la cantidad de gente que llegó: “Yo decía ‘no vamos a poder’, limpiábamos mejillones y calamares todo el día, y no puede ser que nos vayamos a pasar limpiando mejillones todo el día”.
Si Rosetta es Elena, Lardo es una versión más masculina y urbana de ella misma.
En cinco años, Elena, una mujer que difícilmente usa una computadora, que apunta en libretitas sus recetas, sus pendientes y sus planes, se había vuelto una empresaria restaurantera: hoy trabajan 300 personas en todos sus negocios.
No paró ahí. Hace un par de años arrancó Masa Madre, un taller de pan donde producen no sólo para sus restaurantes, sino para otros a los que surten. Atrás de ella hay ejércitos que le llevan, le traen, le preguntan, le consultan, abren puertas buscándola en la cocina de postres o la de pastas, porque todas las decisiones que impliquen un cambio —en una receta, en un proceso, en la manera en que operan los capitanes de meseros, en un vino en la carta— las sigue tomando Elena. Da la impresión, a veces, que es una adolescente que se esconde en las habitaciones de la casa, buscando —en las cocinas de los muchos cuartos de la casona— un lugar tranquilo a donde siempre llega alguno de ocho padres —las cabezas de cada equipo— a buscarla. La encuentran probando una hoja de higo, una pasta sin gluten que le tomó meses que saliera perfecta, oliendo hoja santa o admirando un atún entero o una carne recién llegada de Durango.
***
Los años que Elena estuvo en Londres, en México cambió la escena gastronómica. En la Ciudad de México, en Ensenada y el Valle de Guadalupe y en Oaxaca, al menos, empezaban a surgir restaurantes de autor y cocineros que se volvían personajes públicos —además de Olvera y Alonso, otros como Benito Molina, Jair Téllez— formados en el extranjero, dueños de sus restaurantes y más enfocados en la cocina que en los manteles largos y en servir en la cristalería más cara.
Más o menos al tiempo de Rosetta abrieron Sud 777, de Edgar Núñez; Máximo Bistrot, de Eduardo García; Merotoro, de Téllez. Son una misma generación de cocineros que hoy tienen por arriba de 40 años, que modernizó la comida mexicana, le dio otras lecturas y un nuevo lugar en el mundo. Elena se volvió parte de ese grupo un poco más tarde que el resto, cuando Olvera la invitó a participar en Mesamérica, un congreso de gastronomía al que vinieron a dar pláticas grandes cocineros del mundo como René Redzepi, de Noma o Gastón Acurio, de Astrid y Gastón. “Generamos un grupo muy padre de cocineros mexicanos que entendíamos que teníamos que traer gente a México y que sólo juntos podíamos hacer eso. Fue un momento en que se hizo una comunidad fuerte de cocineros, todo mundo dejó al lado el protagonismo, nos dedicamos a cuidar a la generación que viene detrás de nosotros y a posicionar a México como un epicentro de la cocina, no sólo tradicional sino contemporánea”, dice Olvera.
Elena recuerda esa época como un momento de unión del gremio y mucha colaboración. “Era como de Guillermo [González Beristáin, de Pangea en Monterrey], ¿qué cabrito me recomiendas? O Diego [Hernández, de Corazón de Tierra, en el Valle de Guadalupe], estoy buscando ostiones”. A ella, normalmente, los otros cocineros le pedían ayuda con el pan.
Unos y otros de esos cocineros fueron apareciendo en la lista de 50 Best Restaurants, de Latinoamérica. La cocina de Rosetta era la más complicada de definir —quizá de vender al mundo—; el mismo Olvera dice que aunque muy distintas y con claros matices, su cocina y la de chefs como Benito Molina o Alejandro Ruiz Olmedo, de Casa Oaxaca, se parecen, tienen un estilo de cocina mexicana contemporánea, y que Elena no tomó ese camino —empezó con algo más italiano que se ha ido transformando—, lo que le da más mérito.
Fue en 2013 cuando Elena recibió una llamada de Londres. Le avisaron que había ganado el galardón a la chef mujer latinoamericana del año, la segunda en recibirlo y la primera mexicana en esas listas. Le pidieron que no dijera nada e hizo caso. “Yo literalmente no le dije a nadie, a nadie, a nadie”, cuenta.
Una noche a la hora de la cena, estando ella en Lima, en la cocina de Rosetta seguían la transmisión en redes sociales de 50 Best. De pronto hubo gritos, abrazos, meseros que entraban emocionados. La chef Elena estaba en la lista. La sorpresa. Era un triunfo también de ellos, pero había que parar los abrazos y seguir sirviendo cenas.
Igual que esa noche fue lo que siguió. Aunque cuando ganó por primera vez un amigo chef le dijo a Elena que ahora tendría que cambiar muchas cosas, no pasó así. “Nunca supe a qué se refería si a tener mejores copas o un menú de degustación”. No hizo ninguna porque aunque había un gran orgullo en llegar a ese sitio, sabe que esas listas son subjetivas y que la comida no es una carrera de atletismo para ver quién llega en primer lugar. Pero entrar a una lista así pone a cualquier chef en otro nivel, le da más exposición. Empezaron a llegar a Rosetta más extranjeros que antes difícilmente hubieran ido a comer en México a un restaurante que no es considerado mexicano; la empezaron a llamar para servir cenas de marcas como Cartier, entró al ojo de otro público, más allá del circuito gastronómico.
***
Dos mil quince fue un año de mucho movimiento: abrió Lardo, volvió a aparecer en 50 Best. Pero no todos fueron cambios y no todos felices. Se mudó de casa y se divorció. Se refugió en el trabajo y en la cocina, pero como pasa en esos casos, la factura llegó al año siguiente: 2016 es un año que ella y su equipo recuerdan complicado. “Como que fue un boom, cómo puedo decirlo, como que estuve mucho en mi casa, con mis hijas, menos productivo de alguna forma”.
Eso siempre se refleja en la cocina, dice Víctor, el jefe de cocina. El equipo empezó a sentir su ausencia, estaba menos presente, menos creativa. Mientras me cuenta, se le llenan los ojos de lágrimas. “Híjole, perdón, me recordó cosas”, dice Víctor. “Llegó como una pausa para Rosetta, no había evolución en los platos, nos frenamos todos, no teníamos esa figura. Nos gusta verla adentro de la cocina, que esté, nos motiva tenerla, que nos esté diciendo, que esté cocinando”.
Ese año no llegó a la lista de 50 Best, lo que abonó al ánimo, a que se preguntaran si estaban haciendo las cosas bien o algo habían dejado de hacer. En ese quiebre, ese momento de reflexión de qué era lo que importaba, Elena sintió que había cosas que quería decir, plasmar, compartir de su cocina y su visión de la comida. La salida era escribir un libro.
No fue ni de lejos un recetario. Empezó a escribirlo con un autor y crítico gastronómico, pero era como dejar sus platos en manos de otro, no le sonaba a ella y terminó por escribirlo ella misma. Se tardó dos años, trajo a dos estudiantes de cocina a que hicieron cada receta para asegurarse de que todas fueran asequibles y realmente se pudieran cocinar en casa; trabajó con cuatro de los mejores fotógrafos de México, y lo publicó Sexto Piso con diseño de un despacho alemán. Hace un par de meses llegó de una imprenta en Berlín un libro con forro de tela y 350 páginas con recetas, ensayos, historia, lleno de fotografías e ilustraciones, en el que Elena reflexiona sobre la cocina, los ingredientes y el buen comer.
Ella lo define como “un híbrido de recetas de cocina que usamos en Rosetta, que algunas ya no usamos. Es un momento de Rosetta. Por otro lado, los pequeños ensayos de reflexión, de memorias, de entenderme yo misma, por qué hago lo que hago”.
***
Cuando Elena tenía once o doce años, su padre enfermó del corazón y en casa cambió la alimentación. En la pubertad, con su cuerpo cambiando, la nueva dieta con muchos granos y poca proteína animal la marcó. “Mi mamá empezó a hacer mucha avena, frijoles, lentejas, cebada, germen de trigo. Me influenció mucho en darme cuenta de la relación de lo que comes y el cuerpo y la salud, y cómo es el ánimo”.
No es para nada la dieta de un vegano o de alguien que no come alimentos que en el argot popular diríamos “que engorden”. En esa transformación que ha tenido su cocina cada vez con más ingredientes y platillos mexicanos, hoy el menú de Rosetta tiene más de un tamal —uno de sus platillos favoritos—. Uno de los platos que más salen de la cocina es un pequeño tamal redondo de quelite bañado en salsa de hoja santa, que es totalmente vegano.
Como con el pan, con los tamales Elena quiere reivindicarlos. “Tengo muchísimos conocidos que dicen tamal no, tiene manteca. Para mí es de los platos más hermosos de esta cultura, una belleza, no necesitas un plato, es perfecto. Te lo llevas, es supernutritivo, pero se ha desvalorizado”, dice. Después de varias conversaciones creo empezar a entender que está más preocupada por el buen comer que por las recetas, los platos perfectos y la cocina en sí misma —y su interés ahí es ya mucho decir—.
Olvera me dice que Elena tiene una de las listas de proveedores y productores mejor curada de México; que en sus platos, el producto y el productor tienen un lugar central, incluso por encima de ella.
Uno de esos proveedores es Yolcan, una empresa social que empezó cultivando en chinampas de Xochimilco como un proyecto de recuperación y apoyo a los campesinos de la zona. Ese proyecto encaja perfecto con la cocina de Rosetta, porque además de productos locales de tierras bien cuidadas, es apoyo al campesino, es volver al origen. Lucio Usobiaga, uno de los fundadores, me cuenta que cuando iniciaban fue a verla al restaurante, le contó del proyecto, la invitó a visitarlos en las chinampas y se enamoró. Les empezó a comprar y a encargar frutas, verduras y hierbas que difícilmente conseguía en otras partes —uchuba, levístico, betamel flama, limón sidra—. Años y tres restaurantes después sigue involucrada desde el cultivo, va al campo, se sienta con ellos a ver las frutas y verduras de la temporada, las posibilidades de sembrar nuevos productos.
Elena culpa del mal comer de los mexicanos al Tratado de Libre Comercio que en los años noventa abrió las puertas a alimentos importados y dejó en la lona al campo. “Se empobreció la dieta del mexicano, nuestra forma de aproximarnos a la comida”, dice. Su voz siempre pausada suena casi desesperada cuando habla de que la gente toma Coca Cola y los campesinos que siembran algunos de los mejores y más variados productos del mundo comen Maruchan; que han dejado de cultivar maíz porque la milpa ya no da, que cada vez hay menos variedad de papas y las manzanas de Chihuahua están siendo reemplazadas por unos ejemplares perfectos que no saben a nada.
Está consciente de que esa cocina y dieta que ella propone hoy es accesible sólo a unos cuantos en unas cuantas regiones del país, que comer bien se ha vuelto caro. Me dice que el gobierno tendría que revivir el campo. “Lo que es tremendo es que ahora somos los cocineros los que estamos poniendo la tortilla en alto cuando no tendría que ser así. El gobierno debe hacer campañas, apoyar el campo. Los cocineros podemos hacer una mirruñita usando el producto que tenemos y enseñando que comer un tamal es algo grandioso, pero obviamente el problema es enraizado”. Si algo le gustaría es poner su grano de arena en esa transformación, en que los mexicanos vuelvan a bien comer. “Yo qué más quisiera que transformar la forma de comer de este país; más allá de la gastronomía, mi mayor interés es la forma de comer. Ojalá en unos años yo pueda generar un cambio”, dice.
***
Ese tiempo que pasé con ella en la cocina a la hora de la comida salió 15 minutos. Le alcanzó para ir por sus hijas al colegio y llevarlas a casa. Más tarde me cuenta que cuando se despidió le preguntaron a qué hora regresaría y prometió que a las seis. Estaría con ellas unas horas y volvería a Rosetta para la cena, porque estaban probando una nueva forma de trabajo de meseros y capitanes que quería vigilar. Mientras me explica de qué trata el nuevo proceso, en su oficina, atrás de ella veo un dibujo infantil enmarcado que firma Julieta, su hija menor.
Si algo le preocupa es eso: ser madre, buscar tiempo para estar con sus hijas que entrarán pronto a la adolescencia, correr, correr, correr todo el día, sin descuidar los detalles de los cinco negocios que tiene que dirigir, estar físicamente cansada. Me dice que le preocupa que por crecer se pierda la esencia, por eso ya no habrá más restaurantes. Unos segundos después confiesa que uno más y ya, una pizzería que abrirá pronto. Luego se dedicará a cuidar, a perfeccionar, a renovar, a seguir haciendo que cada lugar cambie y conserve su propia personalidad. Y si se puede, a hacer algo por el buen comer, el cultivo sustentable, la dieta balanceada.
Víctor, el jefe de cocina que llora cuando piensa en el mal año de su jefa, se ríe cuando le cuento que Elena dice que no habrá más restaurantes, que Elena va parar un rato.
Le pregunto si él cree que habrá más. Contesta rápido, casi apresurado, contundente. “Como Rosetta, no. No podría haber otro Rosetta”, dice. Suena correcto.
Galia García Palafox. Periodista y editora mexicana. Estudió derecho en la Universidad Panamericana, periodismo en Columbia University y pinceladas de economía en el ITAM. Ha hecho prensa escrita, radio y televisión; también ha trabajado y publicado en Gatopardo, W Radio, Milenio, Newsday, Associated Press, entre otros. Además, es miembro del podcast Así como suena. Lo suyo son los datos y los temas duros, pero esta vez los dejó de lado para pasar unos días en la cocina de una de las chefs más reconocidas de México: Elena Reygadas.
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A pesar de estudiar letras, Elena Reygadas descubrió pronto que su pasión estaba en la gastronomía. Después de pasar por varios restaurantes extranjeros regresó a México a probar suerte. Y lo hizo de la manera menos ortodoxa: a través de recetas italianas y panadería. Por eso, tal vez, es un mérito tan grande que hoy sea una de las chefs más respetadas del país, al lado de Enrique Olvera, Patricia Quintana y Mónica Patiño. Está a la cabeza de dos de los restaurantes más emblemáticos de la Ciudad de México —Rosetta y Lardo—, prepara nuevos proyectos y acaba de publicar un libro con lo mejor de su trabajo.
El último bocado de un comensal de Rosetta es casi siempre una galletita que acompaña la taza de café. Parece un adorno, un lindo detalle que podría ser prescindible. El pequeñito bizcocho deja en la boca un intenso sabor a almendra que explota con el sorbo de café. Es el final de ensueño de una comida casi siempre perfecta.
Se llama amaretti y es una galleta italiana que Elena Reygadas aprendió a hacer en el restaurante Locanda Locatelli en el que trabajó en Londres. Se hace con una almendra amarga que no existe en México y durante un tiempo la preparó sin ese ingrediente. En un viaje a Oaxaca, Elena conoció una bebida de maíz llamada tejate. Preguntó qué llevaba. Uno de los ingredientes era el pixtle, la semilla de mamey. Se puso a estudiar: encontró que ese hueso que se tira, aunque se usa hasta para la máscara de pestañas, es comestible y en algunos lugares de México se utiliza para varios platillos y tiene un sabor muy similar a la almendra amarga, la de la galletita italiana.
Cuando en la cocina de postres del restaurante Elena abre una semilla de mamey a golpes con un cuchillo, el hueso parece una almendra enorme, y esa semilla de una fruta dulce, de pronto huele a avellana, a almendra, tanto así que se confunde con el olor de algún extracto artificial.
“Con esto hacemos los amarettis ahora. A veces, si no hay, vamos a las juguerías por huesos que no usan”, dice Elena en esa cocina que parece un laboratorio de frutas y hojas caramelizadas y hojaldres y chocolates y helados de sabor a hierbas.
La cocina de la chef Elena Reygadas, la creadora de Rosetta, de Lardo, la que hace uno de los mejores panes de México, reconocida como uno de los 50 mejores cocineros de Latinoamérica, es como su amaretti: casi clásica pero con relecturas y toques modernos, sofisticada pero sin pretensiones, con una técnica muy italiana, pero con ingredientes cada vez más mexicanos, llena de detalles, de hallazgos, de ingredientes rescatados y reivindicados y es, especialmente, una cocina sencilla, sutil, nunca barroca.
Aunque en el menú hay varios tamales, aunque la hoja santa se usa hasta en los postres, aunque hay palabras como axiote, mezquite y chile güero, la de Elena no es una cocina mexicana contemporánea —a pesar de pertenecer a esa generación de cocineros que le dieron una nueva vida a la gastronomía nacional—. Para el chef Enrique Olvera, dueño de Pujol y quizá el más galardonado de ese grupo, Elena, a diferencia de otros, “no está tratando de reinterpretar su pasado mexicano, sino cocinando lo que le gusta cocinar y lo que hace mejor. No es ni mexicana ni italiana, es una cocina de Elena”.
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Es Olvera quien me hace ver que los platos de Elena están marcados por su historia personal. “El hecho de que haya estudiado en Nueva York y en Londres, que haya nacido en México, lo puedes ver en sus platos y creo que eso la hace diferente a la generación anterior —de mujeres cocineras—”, dice. Quizá le faltó un detalle, Elena estudió algo de filosofía y terminó la carrera de letras.
Fue en la UNAM cuando la huelga universitaria la dejó sin ocupación y como la cocina siempre le había gustado, entró a trabajar a un restaurante. Primero estuvo en un lugar llamado El Teatrón y luego en Champs Elysées. Ese verano, su hermano el cineasta Carlos Reygadas filmaba su primera película, Japón, y le pidió que lo ayudara con el catering del rodaje. Fue la primera vez que cocinó con la responsabilidad de un equipo, tres comidas y dos colaciones con horarios fijos, haciéndose cargo de conseguir ingredientes, de que el presupuesto alcanzara, de llevar la comida hasta donde filmaban en la barranca de Metztitlán. Uno de los primeros días no le alcanzó la sopa para los veinte comensales, pero se dio cuenta de que cocinar, aún como responsabilidad, era lo que más disfrutaba. Ella lo llama una epifanía, “decir esto es”. Regresó a la UNAM, terminó las materias que le faltaban, y el día de su examen profesional cuando los sinodales le preguntaron qué haría ahora que era licenciada en letras, les anunció que se iría a Nueva York a estudiar cocina. Allá cursó un diplomado de ocho meses con un fuerte enfoque en el pan, porque lo que entonces quería, más que chef, era ser panadera.
Eran principios de la década de los 2000, Patricia Quintana y Mónica Patiño, una generación mayor, hacían comida mexicana de autor más tradicional, pero también empezaba la nueva gastronomía mexicana. Pujol tenía unos años, Mikel Arriola y Bruno Oteiza eran los chefs del desaparecido Tezka, del cocinero español Juan Mari Arzak. Cuando regresó, Elena fue a verlos a ambos. Oteiza le dijo que se fuera de México, a Londres, tal vez a Dinamarca. Olvera no recuerda ese primer encuentro, pero Elena cuenta que le pidió trabajar con él. Nunca lo hizo porque se fue a Londres, en ese momento un laboratorio de grandes cocinas.
Allá buscó en las guías los mejores restaurantes italianos y fue a dejar su currículum, que aún era bastante corto. Cuando llegó a Locanda Locatelli había una vacante en postres. Era un restaurante como ella no conocía. “Era algo que yo nunca había probado, no era la comida italiana a la que tenía acceso aquí o en Estados Unidos, era mucho más sofisticada de lo que yo pensaba que era”. Se fascinó especialmente con los ingredientes. “En el momento que vi que en el restaurante se hacía la pasta fresca todos los días, el pan todos los días, se hacían helados, se hacían los postres, llegaban las anguilas vivas, los cerdos completos, cangrejos vivos, yo jamás en mi vida lo había visto. Veía cómo llegaba fruta de México, fruta de Grecia, ternera de Holanda, decía ¡wow!, estamos en Londres y llega todo esto. Me acuerdo pensar que todo esto lo tenemos en México, allá no tendría yo que pedir comida de todos estos lados”.
Cuatro años ahí desde la barra de ensaladas hasta la plancha fueron su escuela, pero nació su primera hija, Lea, y se dio cuenta de que la maternidad, la cocina y Londres eran tres cosas complicadas.
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Faltan unos minutos para las dos de la tarde de un lunes de abril en la cocina de Rosetta. Abajo, en el comedor de la casona, ya hay comensales. Elena está en modo Chef Elena, como la llaman los que trabajan con ella y que le hablan de usted: filipina, mandil, pelo recogido y parada al centro de unos cinco por cuatro metros con ocho personas desde donde salen todos los platos.
—Entran unos jitomates, se va una pesca del día —dice la chef Elena con comandas en las manos—. ¿Cuánto para un robalo?
—Cuatro minutos, chef, contesta el sous chef desde la plancha.
—Perfecto.
Es, ahí, una directora de orquesta que logra sincronía: los platillos de una orden salen al mismo tiempo sin que ninguno se enfríe ni se reseque; el robalo que hay que cocinar está listo con la ensalada que es fría y toma menos tiempo. Además de su voz, sólo se escucha el chorro del agua y el golpe de las cucharas contra el aluminio de las ollas. Sólo ella o el jefe de cocina siempre a su lado hablan, el resto de los cocineros se dirigen a ellos, nunca entre sí. Todo es preciso. Ella misma le pone el último toque a los platos: la hoja, la ralladura de limón, limpia con un algodón cualquier gota de salsa fuera de lugar en el plato.
Atrás de esto hubo muchas horas de preparación, aquí y en al menos otras tres cocinas en la casona —la de producción, la de repostería, el taller de pastas— para darle de comer a un par de cientos de personas por día.
Ese lunes hay risotto de betabel, que no había estado en el menú en dos semanas, una entrada de sardinas de Ensenada encurtidas con farro y vinagre, y una costilla de res wagyu con plátano macho y hoja santa, además de otros platos fijos. Rosetta se distingue por eso, porque el menú tiene todos los días algo distinto, estacional, porque los platillos van y vienen, nunca se estancan.
Entre orden y orden Elena come tres ravioles al limón, una de las especialidades de la casa que no lleva más que pasta, limón y ricota; una sardina; y pide el tagliatele con limón, un plato que no ha llegado al menú. El jefe de cocina saca de una bolsita unas finas rodajas de limón encurtidas y empacadas al vacío, prepara la pasta.
Elena prueba, dice que sabe mucho a mantequilla, que necesita otro queso, que se parece demasiado a los raviolis que ya sirven, que tal vez habría que ponerle hierbas a la pasta. No está listo, hay que seguir probando.
Alguien del restaurante le acerca una botella de kombucha de hoja santa. La trajo un proveedor como muestra. Elena la prueba en un vaso.
—Está rica.
—Sabe mucho a hoja santa —dice el jefe de cocina.
—Como no nos gusta y no tenemos mucha hoja santa —responde la chef.
Elena prueba, prueba, prueba, experimenta. Víctor Jiménez, el jefe de cocina que llegó a Rosetta a unos meses de abierto, cuenta que no hay un día que la chef Elena no intente algo nuevo, no quiera perfeccionar un platillo. Si viaja o tiene un día para descansar en casa, regresa con alguna idea o un nuevo ingrediente; si prueba algo al mediodía, es probable que vuelva a las nueve de la noche con una propuesta para ponerle algo crocante, cambiar la hierba, darle otra presentación. “Siempre estamos probando, una ensalada de endivias puede quedar en dos días, a veces al siguiente día se arriesga a meterlo y escuchamos comentarios de la gente; hay otros platos que tardan, que no acaban de cuadrar o que sigue perfeccionando la presentación, porque no hay pisos, le gusta que la comida caiga, que fluya”. Nada, ciertamente, se siente sobrepuesto en un plato de Rosetta y nunca un plato se ve igual al otro.
***
El perfeccionismo de Elena ha estado siempre en sus platos, pero el toque personal llegó con el tiempo. Cuando regresó a México con su familia arrancó con una especie de restaurante pop-up a puerta cerrada, en el que cocinaba un menú fijo para treinta personas, dos noches a la semana. El lugar se conocía como Tonalá 20 y servía las recetas que había aprendido en el restaurante italiano de Londres; el éxito fue inmediato, los foodies de la Ciudad de México querían comer ahí. El pan era especialmente un éxito.
Poco a poco empezó a probar con otros platillos, como los ostiones empanizados en escabeche que hacía su abuela, que ella servía sin empanizar y a los que les agregó salicornia o el crujiente de chocolate con avellana que aún está en algunos de sus menús y que modificó de una receta que aprendió en Nueva York. Pero aún no sentía haber encontrado una voz propia.
Después de año y medio en Tonalá 20 y del nacimiento de su segunda hija, Julieta, le vino otra epifanía: quería tener un restaurante en forma. Con dos socios inversionistas que siguen con ella abrió Rosetta en una vieja casona de la calle Colima, en la colonia Roma.
El éxito fue inmediato, pero hasta dos años después cree que hizo el primer platillo que sintió totalmente suyo, el parteaguas. Es en realidad un postre: helado de romero con acedera, helado sabor a una hierba, acompañado de otras hierbas —tomillo, menta— y un toque de aceite de oliva. Su idea era un postre que recordara a una tisana para terminar la comida. Al principio la gente se sorprendía, pero el resultado es espectacular, es fresco, digestivo, poco dulce. Desde entonces todos sus postres son de poca grasa y poca azúcar.
Ese helado de romero con acedera, lo mismo que Rosetta, un lugar de sillas de madera, plantas, piso estampado de mosaico eterno se parecen a ella, tienen su calma, su elegante sencillez. Le digo eso y responde que si fuera a su casa, vería que se parece al restaurante. “Es un estilo que me gusta, creo además que los lugares donde me gusta ir es donde siento que hay eso, un alma atrás a cargo de todo”, dice. Después leo en su libro que la música del restaurante es la misma que pone en casa cuando recibe amigos.
***
Un martes a las ocho de la mañana me encuentro con Elena a media cuadra de Rosetta. A esa hora ya dejó a sus hijas en la escuela y platica con un par de personas que toman café sentadas en una banca. Son clientes que no alcanzaron un banco en La Panadería, un pequeño lugar de luz tenue con una barra donde se sirve casi exclusivamente café, sándwiches y pan que se hace ahí mismo, y que recuerda una cafetería de barrio que podría estar en Brooklyn.
En la parte trasera está la verdadera panadería, donde se hace el pan desde la noche anterior. Elena le habla a cada empleado por su nombre, jala charolas para ver los scones, los cerditos de piloncillo, el rol de guayaba con estragón, los panes campesinos que llevan dos días de fermentación. Hace —e intento, sin éxito, hacer con ella— una focaccia gigante, el pan de mesa de Rosetta. Está probando una de cebada aperlada, no de trigo, cuyo reto es que no se apelmace.
Cuando llegó a trabajar a El Teatrón, aquel primer restaurante, el chef le dijo que tenía manos de panadera. “Por chiquitas y gorditas”, bromea ella. Cuando le comentó a su papá que le gustaría tener una panadería, él le respondió: ¿por qué no mejor un restaurante con panadería? No eran tiempos en los que el buen pan fuera muy valorado, mucho menos que ser panadero fuera una profesión muy preciada. Hoy Elena quiere reapreciar el pan, desatanizarlo, porque el pan bien hecho, dice, con buenos ingredientes, es rico y nutritivo.
La Panadería abrió unos años después de Rosetta porque los vecinos iban al restaurante por la mañana a preguntar por el pan, como si tuvieran horarios de panadería. Fue otro éxito rápido y poco después, en la colonia aledaña, nació un tercer lugar que hoy se llama Café Nin, con un concepto más de cafetería con desayunos y comida. Y en 2015 otro de sus íconos. Con un excompañero del restaurante italiano en Londres creó Lardo, un lugar en la colonia Condesa con un menú más sencillo que el de Rosetta, desayunos, cocina abierta que rodea una barra, donde lo único difícil al principio fue convencer a la gente de que se sentara ahí. Elena ya era una cocinera reconocida que abría el paladar y la curiosidad, que lograba llenos desde el primer día. Víctor, el jefe de cocina, cuenta que no creían la cantidad de gente que llegó: “Yo decía ‘no vamos a poder’, limpiábamos mejillones y calamares todo el día, y no puede ser que nos vayamos a pasar limpiando mejillones todo el día”.
Si Rosetta es Elena, Lardo es una versión más masculina y urbana de ella misma.
En cinco años, Elena, una mujer que difícilmente usa una computadora, que apunta en libretitas sus recetas, sus pendientes y sus planes, se había vuelto una empresaria restaurantera: hoy trabajan 300 personas en todos sus negocios.
No paró ahí. Hace un par de años arrancó Masa Madre, un taller de pan donde producen no sólo para sus restaurantes, sino para otros a los que surten. Atrás de ella hay ejércitos que le llevan, le traen, le preguntan, le consultan, abren puertas buscándola en la cocina de postres o la de pastas, porque todas las decisiones que impliquen un cambio —en una receta, en un proceso, en la manera en que operan los capitanes de meseros, en un vino en la carta— las sigue tomando Elena. Da la impresión, a veces, que es una adolescente que se esconde en las habitaciones de la casa, buscando —en las cocinas de los muchos cuartos de la casona— un lugar tranquilo a donde siempre llega alguno de ocho padres —las cabezas de cada equipo— a buscarla. La encuentran probando una hoja de higo, una pasta sin gluten que le tomó meses que saliera perfecta, oliendo hoja santa o admirando un atún entero o una carne recién llegada de Durango.
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Los años que Elena estuvo en Londres, en México cambió la escena gastronómica. En la Ciudad de México, en Ensenada y el Valle de Guadalupe y en Oaxaca, al menos, empezaban a surgir restaurantes de autor y cocineros que se volvían personajes públicos —además de Olvera y Alonso, otros como Benito Molina, Jair Téllez— formados en el extranjero, dueños de sus restaurantes y más enfocados en la cocina que en los manteles largos y en servir en la cristalería más cara.
Más o menos al tiempo de Rosetta abrieron Sud 777, de Edgar Núñez; Máximo Bistrot, de Eduardo García; Merotoro, de Téllez. Son una misma generación de cocineros que hoy tienen por arriba de 40 años, que modernizó la comida mexicana, le dio otras lecturas y un nuevo lugar en el mundo. Elena se volvió parte de ese grupo un poco más tarde que el resto, cuando Olvera la invitó a participar en Mesamérica, un congreso de gastronomía al que vinieron a dar pláticas grandes cocineros del mundo como René Redzepi, de Noma o Gastón Acurio, de Astrid y Gastón. “Generamos un grupo muy padre de cocineros mexicanos que entendíamos que teníamos que traer gente a México y que sólo juntos podíamos hacer eso. Fue un momento en que se hizo una comunidad fuerte de cocineros, todo mundo dejó al lado el protagonismo, nos dedicamos a cuidar a la generación que viene detrás de nosotros y a posicionar a México como un epicentro de la cocina, no sólo tradicional sino contemporánea”, dice Olvera.
Elena recuerda esa época como un momento de unión del gremio y mucha colaboración. “Era como de Guillermo [González Beristáin, de Pangea en Monterrey], ¿qué cabrito me recomiendas? O Diego [Hernández, de Corazón de Tierra, en el Valle de Guadalupe], estoy buscando ostiones”. A ella, normalmente, los otros cocineros le pedían ayuda con el pan.
Unos y otros de esos cocineros fueron apareciendo en la lista de 50 Best Restaurants, de Latinoamérica. La cocina de Rosetta era la más complicada de definir —quizá de vender al mundo—; el mismo Olvera dice que aunque muy distintas y con claros matices, su cocina y la de chefs como Benito Molina o Alejandro Ruiz Olmedo, de Casa Oaxaca, se parecen, tienen un estilo de cocina mexicana contemporánea, y que Elena no tomó ese camino —empezó con algo más italiano que se ha ido transformando—, lo que le da más mérito.
Fue en 2013 cuando Elena recibió una llamada de Londres. Le avisaron que había ganado el galardón a la chef mujer latinoamericana del año, la segunda en recibirlo y la primera mexicana en esas listas. Le pidieron que no dijera nada e hizo caso. “Yo literalmente no le dije a nadie, a nadie, a nadie”, cuenta.
Una noche a la hora de la cena, estando ella en Lima, en la cocina de Rosetta seguían la transmisión en redes sociales de 50 Best. De pronto hubo gritos, abrazos, meseros que entraban emocionados. La chef Elena estaba en la lista. La sorpresa. Era un triunfo también de ellos, pero había que parar los abrazos y seguir sirviendo cenas.
Igual que esa noche fue lo que siguió. Aunque cuando ganó por primera vez un amigo chef le dijo a Elena que ahora tendría que cambiar muchas cosas, no pasó así. “Nunca supe a qué se refería si a tener mejores copas o un menú de degustación”. No hizo ninguna porque aunque había un gran orgullo en llegar a ese sitio, sabe que esas listas son subjetivas y que la comida no es una carrera de atletismo para ver quién llega en primer lugar. Pero entrar a una lista así pone a cualquier chef en otro nivel, le da más exposición. Empezaron a llegar a Rosetta más extranjeros que antes difícilmente hubieran ido a comer en México a un restaurante que no es considerado mexicano; la empezaron a llamar para servir cenas de marcas como Cartier, entró al ojo de otro público, más allá del circuito gastronómico.
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Dos mil quince fue un año de mucho movimiento: abrió Lardo, volvió a aparecer en 50 Best. Pero no todos fueron cambios y no todos felices. Se mudó de casa y se divorció. Se refugió en el trabajo y en la cocina, pero como pasa en esos casos, la factura llegó al año siguiente: 2016 es un año que ella y su equipo recuerdan complicado. “Como que fue un boom, cómo puedo decirlo, como que estuve mucho en mi casa, con mis hijas, menos productivo de alguna forma”.
Eso siempre se refleja en la cocina, dice Víctor, el jefe de cocina. El equipo empezó a sentir su ausencia, estaba menos presente, menos creativa. Mientras me cuenta, se le llenan los ojos de lágrimas. “Híjole, perdón, me recordó cosas”, dice Víctor. “Llegó como una pausa para Rosetta, no había evolución en los platos, nos frenamos todos, no teníamos esa figura. Nos gusta verla adentro de la cocina, que esté, nos motiva tenerla, que nos esté diciendo, que esté cocinando”.
Ese año no llegó a la lista de 50 Best, lo que abonó al ánimo, a que se preguntaran si estaban haciendo las cosas bien o algo habían dejado de hacer. En ese quiebre, ese momento de reflexión de qué era lo que importaba, Elena sintió que había cosas que quería decir, plasmar, compartir de su cocina y su visión de la comida. La salida era escribir un libro.
No fue ni de lejos un recetario. Empezó a escribirlo con un autor y crítico gastronómico, pero era como dejar sus platos en manos de otro, no le sonaba a ella y terminó por escribirlo ella misma. Se tardó dos años, trajo a dos estudiantes de cocina a que hicieron cada receta para asegurarse de que todas fueran asequibles y realmente se pudieran cocinar en casa; trabajó con cuatro de los mejores fotógrafos de México, y lo publicó Sexto Piso con diseño de un despacho alemán. Hace un par de meses llegó de una imprenta en Berlín un libro con forro de tela y 350 páginas con recetas, ensayos, historia, lleno de fotografías e ilustraciones, en el que Elena reflexiona sobre la cocina, los ingredientes y el buen comer.
Ella lo define como “un híbrido de recetas de cocina que usamos en Rosetta, que algunas ya no usamos. Es un momento de Rosetta. Por otro lado, los pequeños ensayos de reflexión, de memorias, de entenderme yo misma, por qué hago lo que hago”.
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Cuando Elena tenía once o doce años, su padre enfermó del corazón y en casa cambió la alimentación. En la pubertad, con su cuerpo cambiando, la nueva dieta con muchos granos y poca proteína animal la marcó. “Mi mamá empezó a hacer mucha avena, frijoles, lentejas, cebada, germen de trigo. Me influenció mucho en darme cuenta de la relación de lo que comes y el cuerpo y la salud, y cómo es el ánimo”.
No es para nada la dieta de un vegano o de alguien que no come alimentos que en el argot popular diríamos “que engorden”. En esa transformación que ha tenido su cocina cada vez con más ingredientes y platillos mexicanos, hoy el menú de Rosetta tiene más de un tamal —uno de sus platillos favoritos—. Uno de los platos que más salen de la cocina es un pequeño tamal redondo de quelite bañado en salsa de hoja santa, que es totalmente vegano.
Como con el pan, con los tamales Elena quiere reivindicarlos. “Tengo muchísimos conocidos que dicen tamal no, tiene manteca. Para mí es de los platos más hermosos de esta cultura, una belleza, no necesitas un plato, es perfecto. Te lo llevas, es supernutritivo, pero se ha desvalorizado”, dice. Después de varias conversaciones creo empezar a entender que está más preocupada por el buen comer que por las recetas, los platos perfectos y la cocina en sí misma —y su interés ahí es ya mucho decir—.
Olvera me dice que Elena tiene una de las listas de proveedores y productores mejor curada de México; que en sus platos, el producto y el productor tienen un lugar central, incluso por encima de ella.
Uno de esos proveedores es Yolcan, una empresa social que empezó cultivando en chinampas de Xochimilco como un proyecto de recuperación y apoyo a los campesinos de la zona. Ese proyecto encaja perfecto con la cocina de Rosetta, porque además de productos locales de tierras bien cuidadas, es apoyo al campesino, es volver al origen. Lucio Usobiaga, uno de los fundadores, me cuenta que cuando iniciaban fue a verla al restaurante, le contó del proyecto, la invitó a visitarlos en las chinampas y se enamoró. Les empezó a comprar y a encargar frutas, verduras y hierbas que difícilmente conseguía en otras partes —uchuba, levístico, betamel flama, limón sidra—. Años y tres restaurantes después sigue involucrada desde el cultivo, va al campo, se sienta con ellos a ver las frutas y verduras de la temporada, las posibilidades de sembrar nuevos productos.
Elena culpa del mal comer de los mexicanos al Tratado de Libre Comercio que en los años noventa abrió las puertas a alimentos importados y dejó en la lona al campo. “Se empobreció la dieta del mexicano, nuestra forma de aproximarnos a la comida”, dice. Su voz siempre pausada suena casi desesperada cuando habla de que la gente toma Coca Cola y los campesinos que siembran algunos de los mejores y más variados productos del mundo comen Maruchan; que han dejado de cultivar maíz porque la milpa ya no da, que cada vez hay menos variedad de papas y las manzanas de Chihuahua están siendo reemplazadas por unos ejemplares perfectos que no saben a nada.
Está consciente de que esa cocina y dieta que ella propone hoy es accesible sólo a unos cuantos en unas cuantas regiones del país, que comer bien se ha vuelto caro. Me dice que el gobierno tendría que revivir el campo. “Lo que es tremendo es que ahora somos los cocineros los que estamos poniendo la tortilla en alto cuando no tendría que ser así. El gobierno debe hacer campañas, apoyar el campo. Los cocineros podemos hacer una mirruñita usando el producto que tenemos y enseñando que comer un tamal es algo grandioso, pero obviamente el problema es enraizado”. Si algo le gustaría es poner su grano de arena en esa transformación, en que los mexicanos vuelvan a bien comer. “Yo qué más quisiera que transformar la forma de comer de este país; más allá de la gastronomía, mi mayor interés es la forma de comer. Ojalá en unos años yo pueda generar un cambio”, dice.
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Ese tiempo que pasé con ella en la cocina a la hora de la comida salió 15 minutos. Le alcanzó para ir por sus hijas al colegio y llevarlas a casa. Más tarde me cuenta que cuando se despidió le preguntaron a qué hora regresaría y prometió que a las seis. Estaría con ellas unas horas y volvería a Rosetta para la cena, porque estaban probando una nueva forma de trabajo de meseros y capitanes que quería vigilar. Mientras me explica de qué trata el nuevo proceso, en su oficina, atrás de ella veo un dibujo infantil enmarcado que firma Julieta, su hija menor.
Si algo le preocupa es eso: ser madre, buscar tiempo para estar con sus hijas que entrarán pronto a la adolescencia, correr, correr, correr todo el día, sin descuidar los detalles de los cinco negocios que tiene que dirigir, estar físicamente cansada. Me dice que le preocupa que por crecer se pierda la esencia, por eso ya no habrá más restaurantes. Unos segundos después confiesa que uno más y ya, una pizzería que abrirá pronto. Luego se dedicará a cuidar, a perfeccionar, a renovar, a seguir haciendo que cada lugar cambie y conserve su propia personalidad. Y si se puede, a hacer algo por el buen comer, el cultivo sustentable, la dieta balanceada.
Víctor, el jefe de cocina que llora cuando piensa en el mal año de su jefa, se ríe cuando le cuento que Elena dice que no habrá más restaurantes, que Elena va parar un rato.
Le pregunto si él cree que habrá más. Contesta rápido, casi apresurado, contundente. “Como Rosetta, no. No podría haber otro Rosetta”, dice. Suena correcto.
Galia García Palafox. Periodista y editora mexicana. Estudió derecho en la Universidad Panamericana, periodismo en Columbia University y pinceladas de economía en el ITAM. Ha hecho prensa escrita, radio y televisión; también ha trabajado y publicado en Gatopardo, W Radio, Milenio, Newsday, Associated Press, entre otros. Además, es miembro del podcast Así como suena. Lo suyo son los datos y los temas duros, pero esta vez los dejó de lado para pasar unos días en la cocina de una de las chefs más reconocidas de México: Elena Reygadas.
A pesar de estudiar letras, Elena Reygadas descubrió pronto que su pasión estaba en la gastronomía. Después de pasar por varios restaurantes extranjeros regresó a México a probar suerte. Y lo hizo de la manera menos ortodoxa: a través de recetas italianas y panadería. Por eso, tal vez, es un mérito tan grande que hoy sea una de las chefs más respetadas del país, al lado de Enrique Olvera, Patricia Quintana y Mónica Patiño. Está a la cabeza de dos de los restaurantes más emblemáticos de la Ciudad de México —Rosetta y Lardo—, prepara nuevos proyectos y acaba de publicar un libro con lo mejor de su trabajo.
El último bocado de un comensal de Rosetta es casi siempre una galletita que acompaña la taza de café. Parece un adorno, un lindo detalle que podría ser prescindible. El pequeñito bizcocho deja en la boca un intenso sabor a almendra que explota con el sorbo de café. Es el final de ensueño de una comida casi siempre perfecta.
Se llama amaretti y es una galleta italiana que Elena Reygadas aprendió a hacer en el restaurante Locanda Locatelli en el que trabajó en Londres. Se hace con una almendra amarga que no existe en México y durante un tiempo la preparó sin ese ingrediente. En un viaje a Oaxaca, Elena conoció una bebida de maíz llamada tejate. Preguntó qué llevaba. Uno de los ingredientes era el pixtle, la semilla de mamey. Se puso a estudiar: encontró que ese hueso que se tira, aunque se usa hasta para la máscara de pestañas, es comestible y en algunos lugares de México se utiliza para varios platillos y tiene un sabor muy similar a la almendra amarga, la de la galletita italiana.
Cuando en la cocina de postres del restaurante Elena abre una semilla de mamey a golpes con un cuchillo, el hueso parece una almendra enorme, y esa semilla de una fruta dulce, de pronto huele a avellana, a almendra, tanto así que se confunde con el olor de algún extracto artificial.
“Con esto hacemos los amarettis ahora. A veces, si no hay, vamos a las juguerías por huesos que no usan”, dice Elena en esa cocina que parece un laboratorio de frutas y hojas caramelizadas y hojaldres y chocolates y helados de sabor a hierbas.
La cocina de la chef Elena Reygadas, la creadora de Rosetta, de Lardo, la que hace uno de los mejores panes de México, reconocida como uno de los 50 mejores cocineros de Latinoamérica, es como su amaretti: casi clásica pero con relecturas y toques modernos, sofisticada pero sin pretensiones, con una técnica muy italiana, pero con ingredientes cada vez más mexicanos, llena de detalles, de hallazgos, de ingredientes rescatados y reivindicados y es, especialmente, una cocina sencilla, sutil, nunca barroca.
Aunque en el menú hay varios tamales, aunque la hoja santa se usa hasta en los postres, aunque hay palabras como axiote, mezquite y chile güero, la de Elena no es una cocina mexicana contemporánea —a pesar de pertenecer a esa generación de cocineros que le dieron una nueva vida a la gastronomía nacional—. Para el chef Enrique Olvera, dueño de Pujol y quizá el más galardonado de ese grupo, Elena, a diferencia de otros, “no está tratando de reinterpretar su pasado mexicano, sino cocinando lo que le gusta cocinar y lo que hace mejor. No es ni mexicana ni italiana, es una cocina de Elena”.
***
Es Olvera quien me hace ver que los platos de Elena están marcados por su historia personal. “El hecho de que haya estudiado en Nueva York y en Londres, que haya nacido en México, lo puedes ver en sus platos y creo que eso la hace diferente a la generación anterior —de mujeres cocineras—”, dice. Quizá le faltó un detalle, Elena estudió algo de filosofía y terminó la carrera de letras.
Fue en la UNAM cuando la huelga universitaria la dejó sin ocupación y como la cocina siempre le había gustado, entró a trabajar a un restaurante. Primero estuvo en un lugar llamado El Teatrón y luego en Champs Elysées. Ese verano, su hermano el cineasta Carlos Reygadas filmaba su primera película, Japón, y le pidió que lo ayudara con el catering del rodaje. Fue la primera vez que cocinó con la responsabilidad de un equipo, tres comidas y dos colaciones con horarios fijos, haciéndose cargo de conseguir ingredientes, de que el presupuesto alcanzara, de llevar la comida hasta donde filmaban en la barranca de Metztitlán. Uno de los primeros días no le alcanzó la sopa para los veinte comensales, pero se dio cuenta de que cocinar, aún como responsabilidad, era lo que más disfrutaba. Ella lo llama una epifanía, “decir esto es”. Regresó a la UNAM, terminó las materias que le faltaban, y el día de su examen profesional cuando los sinodales le preguntaron qué haría ahora que era licenciada en letras, les anunció que se iría a Nueva York a estudiar cocina. Allá cursó un diplomado de ocho meses con un fuerte enfoque en el pan, porque lo que entonces quería, más que chef, era ser panadera.
Eran principios de la década de los 2000, Patricia Quintana y Mónica Patiño, una generación mayor, hacían comida mexicana de autor más tradicional, pero también empezaba la nueva gastronomía mexicana. Pujol tenía unos años, Mikel Arriola y Bruno Oteiza eran los chefs del desaparecido Tezka, del cocinero español Juan Mari Arzak. Cuando regresó, Elena fue a verlos a ambos. Oteiza le dijo que se fuera de México, a Londres, tal vez a Dinamarca. Olvera no recuerda ese primer encuentro, pero Elena cuenta que le pidió trabajar con él. Nunca lo hizo porque se fue a Londres, en ese momento un laboratorio de grandes cocinas.
Allá buscó en las guías los mejores restaurantes italianos y fue a dejar su currículum, que aún era bastante corto. Cuando llegó a Locanda Locatelli había una vacante en postres. Era un restaurante como ella no conocía. “Era algo que yo nunca había probado, no era la comida italiana a la que tenía acceso aquí o en Estados Unidos, era mucho más sofisticada de lo que yo pensaba que era”. Se fascinó especialmente con los ingredientes. “En el momento que vi que en el restaurante se hacía la pasta fresca todos los días, el pan todos los días, se hacían helados, se hacían los postres, llegaban las anguilas vivas, los cerdos completos, cangrejos vivos, yo jamás en mi vida lo había visto. Veía cómo llegaba fruta de México, fruta de Grecia, ternera de Holanda, decía ¡wow!, estamos en Londres y llega todo esto. Me acuerdo pensar que todo esto lo tenemos en México, allá no tendría yo que pedir comida de todos estos lados”.
Cuatro años ahí desde la barra de ensaladas hasta la plancha fueron su escuela, pero nació su primera hija, Lea, y se dio cuenta de que la maternidad, la cocina y Londres eran tres cosas complicadas.
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Faltan unos minutos para las dos de la tarde de un lunes de abril en la cocina de Rosetta. Abajo, en el comedor de la casona, ya hay comensales. Elena está en modo Chef Elena, como la llaman los que trabajan con ella y que le hablan de usted: filipina, mandil, pelo recogido y parada al centro de unos cinco por cuatro metros con ocho personas desde donde salen todos los platos.
—Entran unos jitomates, se va una pesca del día —dice la chef Elena con comandas en las manos—. ¿Cuánto para un robalo?
—Cuatro minutos, chef, contesta el sous chef desde la plancha.
—Perfecto.
Es, ahí, una directora de orquesta que logra sincronía: los platillos de una orden salen al mismo tiempo sin que ninguno se enfríe ni se reseque; el robalo que hay que cocinar está listo con la ensalada que es fría y toma menos tiempo. Además de su voz, sólo se escucha el chorro del agua y el golpe de las cucharas contra el aluminio de las ollas. Sólo ella o el jefe de cocina siempre a su lado hablan, el resto de los cocineros se dirigen a ellos, nunca entre sí. Todo es preciso. Ella misma le pone el último toque a los platos: la hoja, la ralladura de limón, limpia con un algodón cualquier gota de salsa fuera de lugar en el plato.
Atrás de esto hubo muchas horas de preparación, aquí y en al menos otras tres cocinas en la casona —la de producción, la de repostería, el taller de pastas— para darle de comer a un par de cientos de personas por día.
Ese lunes hay risotto de betabel, que no había estado en el menú en dos semanas, una entrada de sardinas de Ensenada encurtidas con farro y vinagre, y una costilla de res wagyu con plátano macho y hoja santa, además de otros platos fijos. Rosetta se distingue por eso, porque el menú tiene todos los días algo distinto, estacional, porque los platillos van y vienen, nunca se estancan.
Entre orden y orden Elena come tres ravioles al limón, una de las especialidades de la casa que no lleva más que pasta, limón y ricota; una sardina; y pide el tagliatele con limón, un plato que no ha llegado al menú. El jefe de cocina saca de una bolsita unas finas rodajas de limón encurtidas y empacadas al vacío, prepara la pasta.
Elena prueba, dice que sabe mucho a mantequilla, que necesita otro queso, que se parece demasiado a los raviolis que ya sirven, que tal vez habría que ponerle hierbas a la pasta. No está listo, hay que seguir probando.
Alguien del restaurante le acerca una botella de kombucha de hoja santa. La trajo un proveedor como muestra. Elena la prueba en un vaso.
—Está rica.
—Sabe mucho a hoja santa —dice el jefe de cocina.
—Como no nos gusta y no tenemos mucha hoja santa —responde la chef.
Elena prueba, prueba, prueba, experimenta. Víctor Jiménez, el jefe de cocina que llegó a Rosetta a unos meses de abierto, cuenta que no hay un día que la chef Elena no intente algo nuevo, no quiera perfeccionar un platillo. Si viaja o tiene un día para descansar en casa, regresa con alguna idea o un nuevo ingrediente; si prueba algo al mediodía, es probable que vuelva a las nueve de la noche con una propuesta para ponerle algo crocante, cambiar la hierba, darle otra presentación. “Siempre estamos probando, una ensalada de endivias puede quedar en dos días, a veces al siguiente día se arriesga a meterlo y escuchamos comentarios de la gente; hay otros platos que tardan, que no acaban de cuadrar o que sigue perfeccionando la presentación, porque no hay pisos, le gusta que la comida caiga, que fluya”. Nada, ciertamente, se siente sobrepuesto en un plato de Rosetta y nunca un plato se ve igual al otro.
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El perfeccionismo de Elena ha estado siempre en sus platos, pero el toque personal llegó con el tiempo. Cuando regresó a México con su familia arrancó con una especie de restaurante pop-up a puerta cerrada, en el que cocinaba un menú fijo para treinta personas, dos noches a la semana. El lugar se conocía como Tonalá 20 y servía las recetas que había aprendido en el restaurante italiano de Londres; el éxito fue inmediato, los foodies de la Ciudad de México querían comer ahí. El pan era especialmente un éxito.
Poco a poco empezó a probar con otros platillos, como los ostiones empanizados en escabeche que hacía su abuela, que ella servía sin empanizar y a los que les agregó salicornia o el crujiente de chocolate con avellana que aún está en algunos de sus menús y que modificó de una receta que aprendió en Nueva York. Pero aún no sentía haber encontrado una voz propia.
Después de año y medio en Tonalá 20 y del nacimiento de su segunda hija, Julieta, le vino otra epifanía: quería tener un restaurante en forma. Con dos socios inversionistas que siguen con ella abrió Rosetta en una vieja casona de la calle Colima, en la colonia Roma.
El éxito fue inmediato, pero hasta dos años después cree que hizo el primer platillo que sintió totalmente suyo, el parteaguas. Es en realidad un postre: helado de romero con acedera, helado sabor a una hierba, acompañado de otras hierbas —tomillo, menta— y un toque de aceite de oliva. Su idea era un postre que recordara a una tisana para terminar la comida. Al principio la gente se sorprendía, pero el resultado es espectacular, es fresco, digestivo, poco dulce. Desde entonces todos sus postres son de poca grasa y poca azúcar.
Ese helado de romero con acedera, lo mismo que Rosetta, un lugar de sillas de madera, plantas, piso estampado de mosaico eterno se parecen a ella, tienen su calma, su elegante sencillez. Le digo eso y responde que si fuera a su casa, vería que se parece al restaurante. “Es un estilo que me gusta, creo además que los lugares donde me gusta ir es donde siento que hay eso, un alma atrás a cargo de todo”, dice. Después leo en su libro que la música del restaurante es la misma que pone en casa cuando recibe amigos.
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Un martes a las ocho de la mañana me encuentro con Elena a media cuadra de Rosetta. A esa hora ya dejó a sus hijas en la escuela y platica con un par de personas que toman café sentadas en una banca. Son clientes que no alcanzaron un banco en La Panadería, un pequeño lugar de luz tenue con una barra donde se sirve casi exclusivamente café, sándwiches y pan que se hace ahí mismo, y que recuerda una cafetería de barrio que podría estar en Brooklyn.
En la parte trasera está la verdadera panadería, donde se hace el pan desde la noche anterior. Elena le habla a cada empleado por su nombre, jala charolas para ver los scones, los cerditos de piloncillo, el rol de guayaba con estragón, los panes campesinos que llevan dos días de fermentación. Hace —e intento, sin éxito, hacer con ella— una focaccia gigante, el pan de mesa de Rosetta. Está probando una de cebada aperlada, no de trigo, cuyo reto es que no se apelmace.
Cuando llegó a trabajar a El Teatrón, aquel primer restaurante, el chef le dijo que tenía manos de panadera. “Por chiquitas y gorditas”, bromea ella. Cuando le comentó a su papá que le gustaría tener una panadería, él le respondió: ¿por qué no mejor un restaurante con panadería? No eran tiempos en los que el buen pan fuera muy valorado, mucho menos que ser panadero fuera una profesión muy preciada. Hoy Elena quiere reapreciar el pan, desatanizarlo, porque el pan bien hecho, dice, con buenos ingredientes, es rico y nutritivo.
La Panadería abrió unos años después de Rosetta porque los vecinos iban al restaurante por la mañana a preguntar por el pan, como si tuvieran horarios de panadería. Fue otro éxito rápido y poco después, en la colonia aledaña, nació un tercer lugar que hoy se llama Café Nin, con un concepto más de cafetería con desayunos y comida. Y en 2015 otro de sus íconos. Con un excompañero del restaurante italiano en Londres creó Lardo, un lugar en la colonia Condesa con un menú más sencillo que el de Rosetta, desayunos, cocina abierta que rodea una barra, donde lo único difícil al principio fue convencer a la gente de que se sentara ahí. Elena ya era una cocinera reconocida que abría el paladar y la curiosidad, que lograba llenos desde el primer día. Víctor, el jefe de cocina, cuenta que no creían la cantidad de gente que llegó: “Yo decía ‘no vamos a poder’, limpiábamos mejillones y calamares todo el día, y no puede ser que nos vayamos a pasar limpiando mejillones todo el día”.
Si Rosetta es Elena, Lardo es una versión más masculina y urbana de ella misma.
En cinco años, Elena, una mujer que difícilmente usa una computadora, que apunta en libretitas sus recetas, sus pendientes y sus planes, se había vuelto una empresaria restaurantera: hoy trabajan 300 personas en todos sus negocios.
No paró ahí. Hace un par de años arrancó Masa Madre, un taller de pan donde producen no sólo para sus restaurantes, sino para otros a los que surten. Atrás de ella hay ejércitos que le llevan, le traen, le preguntan, le consultan, abren puertas buscándola en la cocina de postres o la de pastas, porque todas las decisiones que impliquen un cambio —en una receta, en un proceso, en la manera en que operan los capitanes de meseros, en un vino en la carta— las sigue tomando Elena. Da la impresión, a veces, que es una adolescente que se esconde en las habitaciones de la casa, buscando —en las cocinas de los muchos cuartos de la casona— un lugar tranquilo a donde siempre llega alguno de ocho padres —las cabezas de cada equipo— a buscarla. La encuentran probando una hoja de higo, una pasta sin gluten que le tomó meses que saliera perfecta, oliendo hoja santa o admirando un atún entero o una carne recién llegada de Durango.
***
Los años que Elena estuvo en Londres, en México cambió la escena gastronómica. En la Ciudad de México, en Ensenada y el Valle de Guadalupe y en Oaxaca, al menos, empezaban a surgir restaurantes de autor y cocineros que se volvían personajes públicos —además de Olvera y Alonso, otros como Benito Molina, Jair Téllez— formados en el extranjero, dueños de sus restaurantes y más enfocados en la cocina que en los manteles largos y en servir en la cristalería más cara.
Más o menos al tiempo de Rosetta abrieron Sud 777, de Edgar Núñez; Máximo Bistrot, de Eduardo García; Merotoro, de Téllez. Son una misma generación de cocineros que hoy tienen por arriba de 40 años, que modernizó la comida mexicana, le dio otras lecturas y un nuevo lugar en el mundo. Elena se volvió parte de ese grupo un poco más tarde que el resto, cuando Olvera la invitó a participar en Mesamérica, un congreso de gastronomía al que vinieron a dar pláticas grandes cocineros del mundo como René Redzepi, de Noma o Gastón Acurio, de Astrid y Gastón. “Generamos un grupo muy padre de cocineros mexicanos que entendíamos que teníamos que traer gente a México y que sólo juntos podíamos hacer eso. Fue un momento en que se hizo una comunidad fuerte de cocineros, todo mundo dejó al lado el protagonismo, nos dedicamos a cuidar a la generación que viene detrás de nosotros y a posicionar a México como un epicentro de la cocina, no sólo tradicional sino contemporánea”, dice Olvera.
Elena recuerda esa época como un momento de unión del gremio y mucha colaboración. “Era como de Guillermo [González Beristáin, de Pangea en Monterrey], ¿qué cabrito me recomiendas? O Diego [Hernández, de Corazón de Tierra, en el Valle de Guadalupe], estoy buscando ostiones”. A ella, normalmente, los otros cocineros le pedían ayuda con el pan.
Unos y otros de esos cocineros fueron apareciendo en la lista de 50 Best Restaurants, de Latinoamérica. La cocina de Rosetta era la más complicada de definir —quizá de vender al mundo—; el mismo Olvera dice que aunque muy distintas y con claros matices, su cocina y la de chefs como Benito Molina o Alejandro Ruiz Olmedo, de Casa Oaxaca, se parecen, tienen un estilo de cocina mexicana contemporánea, y que Elena no tomó ese camino —empezó con algo más italiano que se ha ido transformando—, lo que le da más mérito.
Fue en 2013 cuando Elena recibió una llamada de Londres. Le avisaron que había ganado el galardón a la chef mujer latinoamericana del año, la segunda en recibirlo y la primera mexicana en esas listas. Le pidieron que no dijera nada e hizo caso. “Yo literalmente no le dije a nadie, a nadie, a nadie”, cuenta.
Una noche a la hora de la cena, estando ella en Lima, en la cocina de Rosetta seguían la transmisión en redes sociales de 50 Best. De pronto hubo gritos, abrazos, meseros que entraban emocionados. La chef Elena estaba en la lista. La sorpresa. Era un triunfo también de ellos, pero había que parar los abrazos y seguir sirviendo cenas.
Igual que esa noche fue lo que siguió. Aunque cuando ganó por primera vez un amigo chef le dijo a Elena que ahora tendría que cambiar muchas cosas, no pasó así. “Nunca supe a qué se refería si a tener mejores copas o un menú de degustación”. No hizo ninguna porque aunque había un gran orgullo en llegar a ese sitio, sabe que esas listas son subjetivas y que la comida no es una carrera de atletismo para ver quién llega en primer lugar. Pero entrar a una lista así pone a cualquier chef en otro nivel, le da más exposición. Empezaron a llegar a Rosetta más extranjeros que antes difícilmente hubieran ido a comer en México a un restaurante que no es considerado mexicano; la empezaron a llamar para servir cenas de marcas como Cartier, entró al ojo de otro público, más allá del circuito gastronómico.
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Dos mil quince fue un año de mucho movimiento: abrió Lardo, volvió a aparecer en 50 Best. Pero no todos fueron cambios y no todos felices. Se mudó de casa y se divorció. Se refugió en el trabajo y en la cocina, pero como pasa en esos casos, la factura llegó al año siguiente: 2016 es un año que ella y su equipo recuerdan complicado. “Como que fue un boom, cómo puedo decirlo, como que estuve mucho en mi casa, con mis hijas, menos productivo de alguna forma”.
Eso siempre se refleja en la cocina, dice Víctor, el jefe de cocina. El equipo empezó a sentir su ausencia, estaba menos presente, menos creativa. Mientras me cuenta, se le llenan los ojos de lágrimas. “Híjole, perdón, me recordó cosas”, dice Víctor. “Llegó como una pausa para Rosetta, no había evolución en los platos, nos frenamos todos, no teníamos esa figura. Nos gusta verla adentro de la cocina, que esté, nos motiva tenerla, que nos esté diciendo, que esté cocinando”.
Ese año no llegó a la lista de 50 Best, lo que abonó al ánimo, a que se preguntaran si estaban haciendo las cosas bien o algo habían dejado de hacer. En ese quiebre, ese momento de reflexión de qué era lo que importaba, Elena sintió que había cosas que quería decir, plasmar, compartir de su cocina y su visión de la comida. La salida era escribir un libro.
No fue ni de lejos un recetario. Empezó a escribirlo con un autor y crítico gastronómico, pero era como dejar sus platos en manos de otro, no le sonaba a ella y terminó por escribirlo ella misma. Se tardó dos años, trajo a dos estudiantes de cocina a que hicieron cada receta para asegurarse de que todas fueran asequibles y realmente se pudieran cocinar en casa; trabajó con cuatro de los mejores fotógrafos de México, y lo publicó Sexto Piso con diseño de un despacho alemán. Hace un par de meses llegó de una imprenta en Berlín un libro con forro de tela y 350 páginas con recetas, ensayos, historia, lleno de fotografías e ilustraciones, en el que Elena reflexiona sobre la cocina, los ingredientes y el buen comer.
Ella lo define como “un híbrido de recetas de cocina que usamos en Rosetta, que algunas ya no usamos. Es un momento de Rosetta. Por otro lado, los pequeños ensayos de reflexión, de memorias, de entenderme yo misma, por qué hago lo que hago”.
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Cuando Elena tenía once o doce años, su padre enfermó del corazón y en casa cambió la alimentación. En la pubertad, con su cuerpo cambiando, la nueva dieta con muchos granos y poca proteína animal la marcó. “Mi mamá empezó a hacer mucha avena, frijoles, lentejas, cebada, germen de trigo. Me influenció mucho en darme cuenta de la relación de lo que comes y el cuerpo y la salud, y cómo es el ánimo”.
No es para nada la dieta de un vegano o de alguien que no come alimentos que en el argot popular diríamos “que engorden”. En esa transformación que ha tenido su cocina cada vez con más ingredientes y platillos mexicanos, hoy el menú de Rosetta tiene más de un tamal —uno de sus platillos favoritos—. Uno de los platos que más salen de la cocina es un pequeño tamal redondo de quelite bañado en salsa de hoja santa, que es totalmente vegano.
Como con el pan, con los tamales Elena quiere reivindicarlos. “Tengo muchísimos conocidos que dicen tamal no, tiene manteca. Para mí es de los platos más hermosos de esta cultura, una belleza, no necesitas un plato, es perfecto. Te lo llevas, es supernutritivo, pero se ha desvalorizado”, dice. Después de varias conversaciones creo empezar a entender que está más preocupada por el buen comer que por las recetas, los platos perfectos y la cocina en sí misma —y su interés ahí es ya mucho decir—.
Olvera me dice que Elena tiene una de las listas de proveedores y productores mejor curada de México; que en sus platos, el producto y el productor tienen un lugar central, incluso por encima de ella.
Uno de esos proveedores es Yolcan, una empresa social que empezó cultivando en chinampas de Xochimilco como un proyecto de recuperación y apoyo a los campesinos de la zona. Ese proyecto encaja perfecto con la cocina de Rosetta, porque además de productos locales de tierras bien cuidadas, es apoyo al campesino, es volver al origen. Lucio Usobiaga, uno de los fundadores, me cuenta que cuando iniciaban fue a verla al restaurante, le contó del proyecto, la invitó a visitarlos en las chinampas y se enamoró. Les empezó a comprar y a encargar frutas, verduras y hierbas que difícilmente conseguía en otras partes —uchuba, levístico, betamel flama, limón sidra—. Años y tres restaurantes después sigue involucrada desde el cultivo, va al campo, se sienta con ellos a ver las frutas y verduras de la temporada, las posibilidades de sembrar nuevos productos.
Elena culpa del mal comer de los mexicanos al Tratado de Libre Comercio que en los años noventa abrió las puertas a alimentos importados y dejó en la lona al campo. “Se empobreció la dieta del mexicano, nuestra forma de aproximarnos a la comida”, dice. Su voz siempre pausada suena casi desesperada cuando habla de que la gente toma Coca Cola y los campesinos que siembran algunos de los mejores y más variados productos del mundo comen Maruchan; que han dejado de cultivar maíz porque la milpa ya no da, que cada vez hay menos variedad de papas y las manzanas de Chihuahua están siendo reemplazadas por unos ejemplares perfectos que no saben a nada.
Está consciente de que esa cocina y dieta que ella propone hoy es accesible sólo a unos cuantos en unas cuantas regiones del país, que comer bien se ha vuelto caro. Me dice que el gobierno tendría que revivir el campo. “Lo que es tremendo es que ahora somos los cocineros los que estamos poniendo la tortilla en alto cuando no tendría que ser así. El gobierno debe hacer campañas, apoyar el campo. Los cocineros podemos hacer una mirruñita usando el producto que tenemos y enseñando que comer un tamal es algo grandioso, pero obviamente el problema es enraizado”. Si algo le gustaría es poner su grano de arena en esa transformación, en que los mexicanos vuelvan a bien comer. “Yo qué más quisiera que transformar la forma de comer de este país; más allá de la gastronomía, mi mayor interés es la forma de comer. Ojalá en unos años yo pueda generar un cambio”, dice.
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Ese tiempo que pasé con ella en la cocina a la hora de la comida salió 15 minutos. Le alcanzó para ir por sus hijas al colegio y llevarlas a casa. Más tarde me cuenta que cuando se despidió le preguntaron a qué hora regresaría y prometió que a las seis. Estaría con ellas unas horas y volvería a Rosetta para la cena, porque estaban probando una nueva forma de trabajo de meseros y capitanes que quería vigilar. Mientras me explica de qué trata el nuevo proceso, en su oficina, atrás de ella veo un dibujo infantil enmarcado que firma Julieta, su hija menor.
Si algo le preocupa es eso: ser madre, buscar tiempo para estar con sus hijas que entrarán pronto a la adolescencia, correr, correr, correr todo el día, sin descuidar los detalles de los cinco negocios que tiene que dirigir, estar físicamente cansada. Me dice que le preocupa que por crecer se pierda la esencia, por eso ya no habrá más restaurantes. Unos segundos después confiesa que uno más y ya, una pizzería que abrirá pronto. Luego se dedicará a cuidar, a perfeccionar, a renovar, a seguir haciendo que cada lugar cambie y conserve su propia personalidad. Y si se puede, a hacer algo por el buen comer, el cultivo sustentable, la dieta balanceada.
Víctor, el jefe de cocina que llora cuando piensa en el mal año de su jefa, se ríe cuando le cuento que Elena dice que no habrá más restaurantes, que Elena va parar un rato.
Le pregunto si él cree que habrá más. Contesta rápido, casi apresurado, contundente. “Como Rosetta, no. No podría haber otro Rosetta”, dice. Suena correcto.
Galia García Palafox. Periodista y editora mexicana. Estudió derecho en la Universidad Panamericana, periodismo en Columbia University y pinceladas de economía en el ITAM. Ha hecho prensa escrita, radio y televisión; también ha trabajado y publicado en Gatopardo, W Radio, Milenio, Newsday, Associated Press, entre otros. Además, es miembro del podcast Así como suena. Lo suyo son los datos y los temas duros, pero esta vez los dejó de lado para pasar unos días en la cocina de una de las chefs más reconocidas de México: Elena Reygadas.
A pesar de estudiar letras, Elena Reygadas descubrió pronto que su pasión estaba en la gastronomía. Después de pasar por varios restaurantes extranjeros regresó a México a probar suerte. Y lo hizo de la manera menos ortodoxa: a través de recetas italianas y panadería. Por eso, tal vez, es un mérito tan grande que hoy sea una de las chefs más respetadas del país, al lado de Enrique Olvera, Patricia Quintana y Mónica Patiño. Está a la cabeza de dos de los restaurantes más emblemáticos de la Ciudad de México —Rosetta y Lardo—, prepara nuevos proyectos y acaba de publicar un libro con lo mejor de su trabajo.
El último bocado de un comensal de Rosetta es casi siempre una galletita que acompaña la taza de café. Parece un adorno, un lindo detalle que podría ser prescindible. El pequeñito bizcocho deja en la boca un intenso sabor a almendra que explota con el sorbo de café. Es el final de ensueño de una comida casi siempre perfecta.
Se llama amaretti y es una galleta italiana que Elena Reygadas aprendió a hacer en el restaurante Locanda Locatelli en el que trabajó en Londres. Se hace con una almendra amarga que no existe en México y durante un tiempo la preparó sin ese ingrediente. En un viaje a Oaxaca, Elena conoció una bebida de maíz llamada tejate. Preguntó qué llevaba. Uno de los ingredientes era el pixtle, la semilla de mamey. Se puso a estudiar: encontró que ese hueso que se tira, aunque se usa hasta para la máscara de pestañas, es comestible y en algunos lugares de México se utiliza para varios platillos y tiene un sabor muy similar a la almendra amarga, la de la galletita italiana.
Cuando en la cocina de postres del restaurante Elena abre una semilla de mamey a golpes con un cuchillo, el hueso parece una almendra enorme, y esa semilla de una fruta dulce, de pronto huele a avellana, a almendra, tanto así que se confunde con el olor de algún extracto artificial.
“Con esto hacemos los amarettis ahora. A veces, si no hay, vamos a las juguerías por huesos que no usan”, dice Elena en esa cocina que parece un laboratorio de frutas y hojas caramelizadas y hojaldres y chocolates y helados de sabor a hierbas.
La cocina de la chef Elena Reygadas, la creadora de Rosetta, de Lardo, la que hace uno de los mejores panes de México, reconocida como uno de los 50 mejores cocineros de Latinoamérica, es como su amaretti: casi clásica pero con relecturas y toques modernos, sofisticada pero sin pretensiones, con una técnica muy italiana, pero con ingredientes cada vez más mexicanos, llena de detalles, de hallazgos, de ingredientes rescatados y reivindicados y es, especialmente, una cocina sencilla, sutil, nunca barroca.
Aunque en el menú hay varios tamales, aunque la hoja santa se usa hasta en los postres, aunque hay palabras como axiote, mezquite y chile güero, la de Elena no es una cocina mexicana contemporánea —a pesar de pertenecer a esa generación de cocineros que le dieron una nueva vida a la gastronomía nacional—. Para el chef Enrique Olvera, dueño de Pujol y quizá el más galardonado de ese grupo, Elena, a diferencia de otros, “no está tratando de reinterpretar su pasado mexicano, sino cocinando lo que le gusta cocinar y lo que hace mejor. No es ni mexicana ni italiana, es una cocina de Elena”.
***
Es Olvera quien me hace ver que los platos de Elena están marcados por su historia personal. “El hecho de que haya estudiado en Nueva York y en Londres, que haya nacido en México, lo puedes ver en sus platos y creo que eso la hace diferente a la generación anterior —de mujeres cocineras—”, dice. Quizá le faltó un detalle, Elena estudió algo de filosofía y terminó la carrera de letras.
Fue en la UNAM cuando la huelga universitaria la dejó sin ocupación y como la cocina siempre le había gustado, entró a trabajar a un restaurante. Primero estuvo en un lugar llamado El Teatrón y luego en Champs Elysées. Ese verano, su hermano el cineasta Carlos Reygadas filmaba su primera película, Japón, y le pidió que lo ayudara con el catering del rodaje. Fue la primera vez que cocinó con la responsabilidad de un equipo, tres comidas y dos colaciones con horarios fijos, haciéndose cargo de conseguir ingredientes, de que el presupuesto alcanzara, de llevar la comida hasta donde filmaban en la barranca de Metztitlán. Uno de los primeros días no le alcanzó la sopa para los veinte comensales, pero se dio cuenta de que cocinar, aún como responsabilidad, era lo que más disfrutaba. Ella lo llama una epifanía, “decir esto es”. Regresó a la UNAM, terminó las materias que le faltaban, y el día de su examen profesional cuando los sinodales le preguntaron qué haría ahora que era licenciada en letras, les anunció que se iría a Nueva York a estudiar cocina. Allá cursó un diplomado de ocho meses con un fuerte enfoque en el pan, porque lo que entonces quería, más que chef, era ser panadera.
Eran principios de la década de los 2000, Patricia Quintana y Mónica Patiño, una generación mayor, hacían comida mexicana de autor más tradicional, pero también empezaba la nueva gastronomía mexicana. Pujol tenía unos años, Mikel Arriola y Bruno Oteiza eran los chefs del desaparecido Tezka, del cocinero español Juan Mari Arzak. Cuando regresó, Elena fue a verlos a ambos. Oteiza le dijo que se fuera de México, a Londres, tal vez a Dinamarca. Olvera no recuerda ese primer encuentro, pero Elena cuenta que le pidió trabajar con él. Nunca lo hizo porque se fue a Londres, en ese momento un laboratorio de grandes cocinas.
Allá buscó en las guías los mejores restaurantes italianos y fue a dejar su currículum, que aún era bastante corto. Cuando llegó a Locanda Locatelli había una vacante en postres. Era un restaurante como ella no conocía. “Era algo que yo nunca había probado, no era la comida italiana a la que tenía acceso aquí o en Estados Unidos, era mucho más sofisticada de lo que yo pensaba que era”. Se fascinó especialmente con los ingredientes. “En el momento que vi que en el restaurante se hacía la pasta fresca todos los días, el pan todos los días, se hacían helados, se hacían los postres, llegaban las anguilas vivas, los cerdos completos, cangrejos vivos, yo jamás en mi vida lo había visto. Veía cómo llegaba fruta de México, fruta de Grecia, ternera de Holanda, decía ¡wow!, estamos en Londres y llega todo esto. Me acuerdo pensar que todo esto lo tenemos en México, allá no tendría yo que pedir comida de todos estos lados”.
Cuatro años ahí desde la barra de ensaladas hasta la plancha fueron su escuela, pero nació su primera hija, Lea, y se dio cuenta de que la maternidad, la cocina y Londres eran tres cosas complicadas.
***
Faltan unos minutos para las dos de la tarde de un lunes de abril en la cocina de Rosetta. Abajo, en el comedor de la casona, ya hay comensales. Elena está en modo Chef Elena, como la llaman los que trabajan con ella y que le hablan de usted: filipina, mandil, pelo recogido y parada al centro de unos cinco por cuatro metros con ocho personas desde donde salen todos los platos.
—Entran unos jitomates, se va una pesca del día —dice la chef Elena con comandas en las manos—. ¿Cuánto para un robalo?
—Cuatro minutos, chef, contesta el sous chef desde la plancha.
—Perfecto.
Es, ahí, una directora de orquesta que logra sincronía: los platillos de una orden salen al mismo tiempo sin que ninguno se enfríe ni se reseque; el robalo que hay que cocinar está listo con la ensalada que es fría y toma menos tiempo. Además de su voz, sólo se escucha el chorro del agua y el golpe de las cucharas contra el aluminio de las ollas. Sólo ella o el jefe de cocina siempre a su lado hablan, el resto de los cocineros se dirigen a ellos, nunca entre sí. Todo es preciso. Ella misma le pone el último toque a los platos: la hoja, la ralladura de limón, limpia con un algodón cualquier gota de salsa fuera de lugar en el plato.
Atrás de esto hubo muchas horas de preparación, aquí y en al menos otras tres cocinas en la casona —la de producción, la de repostería, el taller de pastas— para darle de comer a un par de cientos de personas por día.
Ese lunes hay risotto de betabel, que no había estado en el menú en dos semanas, una entrada de sardinas de Ensenada encurtidas con farro y vinagre, y una costilla de res wagyu con plátano macho y hoja santa, además de otros platos fijos. Rosetta se distingue por eso, porque el menú tiene todos los días algo distinto, estacional, porque los platillos van y vienen, nunca se estancan.
Entre orden y orden Elena come tres ravioles al limón, una de las especialidades de la casa que no lleva más que pasta, limón y ricota; una sardina; y pide el tagliatele con limón, un plato que no ha llegado al menú. El jefe de cocina saca de una bolsita unas finas rodajas de limón encurtidas y empacadas al vacío, prepara la pasta.
Elena prueba, dice que sabe mucho a mantequilla, que necesita otro queso, que se parece demasiado a los raviolis que ya sirven, que tal vez habría que ponerle hierbas a la pasta. No está listo, hay que seguir probando.
Alguien del restaurante le acerca una botella de kombucha de hoja santa. La trajo un proveedor como muestra. Elena la prueba en un vaso.
—Está rica.
—Sabe mucho a hoja santa —dice el jefe de cocina.
—Como no nos gusta y no tenemos mucha hoja santa —responde la chef.
Elena prueba, prueba, prueba, experimenta. Víctor Jiménez, el jefe de cocina que llegó a Rosetta a unos meses de abierto, cuenta que no hay un día que la chef Elena no intente algo nuevo, no quiera perfeccionar un platillo. Si viaja o tiene un día para descansar en casa, regresa con alguna idea o un nuevo ingrediente; si prueba algo al mediodía, es probable que vuelva a las nueve de la noche con una propuesta para ponerle algo crocante, cambiar la hierba, darle otra presentación. “Siempre estamos probando, una ensalada de endivias puede quedar en dos días, a veces al siguiente día se arriesga a meterlo y escuchamos comentarios de la gente; hay otros platos que tardan, que no acaban de cuadrar o que sigue perfeccionando la presentación, porque no hay pisos, le gusta que la comida caiga, que fluya”. Nada, ciertamente, se siente sobrepuesto en un plato de Rosetta y nunca un plato se ve igual al otro.
***
El perfeccionismo de Elena ha estado siempre en sus platos, pero el toque personal llegó con el tiempo. Cuando regresó a México con su familia arrancó con una especie de restaurante pop-up a puerta cerrada, en el que cocinaba un menú fijo para treinta personas, dos noches a la semana. El lugar se conocía como Tonalá 20 y servía las recetas que había aprendido en el restaurante italiano de Londres; el éxito fue inmediato, los foodies de la Ciudad de México querían comer ahí. El pan era especialmente un éxito.
Poco a poco empezó a probar con otros platillos, como los ostiones empanizados en escabeche que hacía su abuela, que ella servía sin empanizar y a los que les agregó salicornia o el crujiente de chocolate con avellana que aún está en algunos de sus menús y que modificó de una receta que aprendió en Nueva York. Pero aún no sentía haber encontrado una voz propia.
Después de año y medio en Tonalá 20 y del nacimiento de su segunda hija, Julieta, le vino otra epifanía: quería tener un restaurante en forma. Con dos socios inversionistas que siguen con ella abrió Rosetta en una vieja casona de la calle Colima, en la colonia Roma.
El éxito fue inmediato, pero hasta dos años después cree que hizo el primer platillo que sintió totalmente suyo, el parteaguas. Es en realidad un postre: helado de romero con acedera, helado sabor a una hierba, acompañado de otras hierbas —tomillo, menta— y un toque de aceite de oliva. Su idea era un postre que recordara a una tisana para terminar la comida. Al principio la gente se sorprendía, pero el resultado es espectacular, es fresco, digestivo, poco dulce. Desde entonces todos sus postres son de poca grasa y poca azúcar.
Ese helado de romero con acedera, lo mismo que Rosetta, un lugar de sillas de madera, plantas, piso estampado de mosaico eterno se parecen a ella, tienen su calma, su elegante sencillez. Le digo eso y responde que si fuera a su casa, vería que se parece al restaurante. “Es un estilo que me gusta, creo además que los lugares donde me gusta ir es donde siento que hay eso, un alma atrás a cargo de todo”, dice. Después leo en su libro que la música del restaurante es la misma que pone en casa cuando recibe amigos.
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Un martes a las ocho de la mañana me encuentro con Elena a media cuadra de Rosetta. A esa hora ya dejó a sus hijas en la escuela y platica con un par de personas que toman café sentadas en una banca. Son clientes que no alcanzaron un banco en La Panadería, un pequeño lugar de luz tenue con una barra donde se sirve casi exclusivamente café, sándwiches y pan que se hace ahí mismo, y que recuerda una cafetería de barrio que podría estar en Brooklyn.
En la parte trasera está la verdadera panadería, donde se hace el pan desde la noche anterior. Elena le habla a cada empleado por su nombre, jala charolas para ver los scones, los cerditos de piloncillo, el rol de guayaba con estragón, los panes campesinos que llevan dos días de fermentación. Hace —e intento, sin éxito, hacer con ella— una focaccia gigante, el pan de mesa de Rosetta. Está probando una de cebada aperlada, no de trigo, cuyo reto es que no se apelmace.
Cuando llegó a trabajar a El Teatrón, aquel primer restaurante, el chef le dijo que tenía manos de panadera. “Por chiquitas y gorditas”, bromea ella. Cuando le comentó a su papá que le gustaría tener una panadería, él le respondió: ¿por qué no mejor un restaurante con panadería? No eran tiempos en los que el buen pan fuera muy valorado, mucho menos que ser panadero fuera una profesión muy preciada. Hoy Elena quiere reapreciar el pan, desatanizarlo, porque el pan bien hecho, dice, con buenos ingredientes, es rico y nutritivo.
La Panadería abrió unos años después de Rosetta porque los vecinos iban al restaurante por la mañana a preguntar por el pan, como si tuvieran horarios de panadería. Fue otro éxito rápido y poco después, en la colonia aledaña, nació un tercer lugar que hoy se llama Café Nin, con un concepto más de cafetería con desayunos y comida. Y en 2015 otro de sus íconos. Con un excompañero del restaurante italiano en Londres creó Lardo, un lugar en la colonia Condesa con un menú más sencillo que el de Rosetta, desayunos, cocina abierta que rodea una barra, donde lo único difícil al principio fue convencer a la gente de que se sentara ahí. Elena ya era una cocinera reconocida que abría el paladar y la curiosidad, que lograba llenos desde el primer día. Víctor, el jefe de cocina, cuenta que no creían la cantidad de gente que llegó: “Yo decía ‘no vamos a poder’, limpiábamos mejillones y calamares todo el día, y no puede ser que nos vayamos a pasar limpiando mejillones todo el día”.
Si Rosetta es Elena, Lardo es una versión más masculina y urbana de ella misma.
En cinco años, Elena, una mujer que difícilmente usa una computadora, que apunta en libretitas sus recetas, sus pendientes y sus planes, se había vuelto una empresaria restaurantera: hoy trabajan 300 personas en todos sus negocios.
No paró ahí. Hace un par de años arrancó Masa Madre, un taller de pan donde producen no sólo para sus restaurantes, sino para otros a los que surten. Atrás de ella hay ejércitos que le llevan, le traen, le preguntan, le consultan, abren puertas buscándola en la cocina de postres o la de pastas, porque todas las decisiones que impliquen un cambio —en una receta, en un proceso, en la manera en que operan los capitanes de meseros, en un vino en la carta— las sigue tomando Elena. Da la impresión, a veces, que es una adolescente que se esconde en las habitaciones de la casa, buscando —en las cocinas de los muchos cuartos de la casona— un lugar tranquilo a donde siempre llega alguno de ocho padres —las cabezas de cada equipo— a buscarla. La encuentran probando una hoja de higo, una pasta sin gluten que le tomó meses que saliera perfecta, oliendo hoja santa o admirando un atún entero o una carne recién llegada de Durango.
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Los años que Elena estuvo en Londres, en México cambió la escena gastronómica. En la Ciudad de México, en Ensenada y el Valle de Guadalupe y en Oaxaca, al menos, empezaban a surgir restaurantes de autor y cocineros que se volvían personajes públicos —además de Olvera y Alonso, otros como Benito Molina, Jair Téllez— formados en el extranjero, dueños de sus restaurantes y más enfocados en la cocina que en los manteles largos y en servir en la cristalería más cara.
Más o menos al tiempo de Rosetta abrieron Sud 777, de Edgar Núñez; Máximo Bistrot, de Eduardo García; Merotoro, de Téllez. Son una misma generación de cocineros que hoy tienen por arriba de 40 años, que modernizó la comida mexicana, le dio otras lecturas y un nuevo lugar en el mundo. Elena se volvió parte de ese grupo un poco más tarde que el resto, cuando Olvera la invitó a participar en Mesamérica, un congreso de gastronomía al que vinieron a dar pláticas grandes cocineros del mundo como René Redzepi, de Noma o Gastón Acurio, de Astrid y Gastón. “Generamos un grupo muy padre de cocineros mexicanos que entendíamos que teníamos que traer gente a México y que sólo juntos podíamos hacer eso. Fue un momento en que se hizo una comunidad fuerte de cocineros, todo mundo dejó al lado el protagonismo, nos dedicamos a cuidar a la generación que viene detrás de nosotros y a posicionar a México como un epicentro de la cocina, no sólo tradicional sino contemporánea”, dice Olvera.
Elena recuerda esa época como un momento de unión del gremio y mucha colaboración. “Era como de Guillermo [González Beristáin, de Pangea en Monterrey], ¿qué cabrito me recomiendas? O Diego [Hernández, de Corazón de Tierra, en el Valle de Guadalupe], estoy buscando ostiones”. A ella, normalmente, los otros cocineros le pedían ayuda con el pan.
Unos y otros de esos cocineros fueron apareciendo en la lista de 50 Best Restaurants, de Latinoamérica. La cocina de Rosetta era la más complicada de definir —quizá de vender al mundo—; el mismo Olvera dice que aunque muy distintas y con claros matices, su cocina y la de chefs como Benito Molina o Alejandro Ruiz Olmedo, de Casa Oaxaca, se parecen, tienen un estilo de cocina mexicana contemporánea, y que Elena no tomó ese camino —empezó con algo más italiano que se ha ido transformando—, lo que le da más mérito.
Fue en 2013 cuando Elena recibió una llamada de Londres. Le avisaron que había ganado el galardón a la chef mujer latinoamericana del año, la segunda en recibirlo y la primera mexicana en esas listas. Le pidieron que no dijera nada e hizo caso. “Yo literalmente no le dije a nadie, a nadie, a nadie”, cuenta.
Una noche a la hora de la cena, estando ella en Lima, en la cocina de Rosetta seguían la transmisión en redes sociales de 50 Best. De pronto hubo gritos, abrazos, meseros que entraban emocionados. La chef Elena estaba en la lista. La sorpresa. Era un triunfo también de ellos, pero había que parar los abrazos y seguir sirviendo cenas.
Igual que esa noche fue lo que siguió. Aunque cuando ganó por primera vez un amigo chef le dijo a Elena que ahora tendría que cambiar muchas cosas, no pasó así. “Nunca supe a qué se refería si a tener mejores copas o un menú de degustación”. No hizo ninguna porque aunque había un gran orgullo en llegar a ese sitio, sabe que esas listas son subjetivas y que la comida no es una carrera de atletismo para ver quién llega en primer lugar. Pero entrar a una lista así pone a cualquier chef en otro nivel, le da más exposición. Empezaron a llegar a Rosetta más extranjeros que antes difícilmente hubieran ido a comer en México a un restaurante que no es considerado mexicano; la empezaron a llamar para servir cenas de marcas como Cartier, entró al ojo de otro público, más allá del circuito gastronómico.
***
Dos mil quince fue un año de mucho movimiento: abrió Lardo, volvió a aparecer en 50 Best. Pero no todos fueron cambios y no todos felices. Se mudó de casa y se divorció. Se refugió en el trabajo y en la cocina, pero como pasa en esos casos, la factura llegó al año siguiente: 2016 es un año que ella y su equipo recuerdan complicado. “Como que fue un boom, cómo puedo decirlo, como que estuve mucho en mi casa, con mis hijas, menos productivo de alguna forma”.
Eso siempre se refleja en la cocina, dice Víctor, el jefe de cocina. El equipo empezó a sentir su ausencia, estaba menos presente, menos creativa. Mientras me cuenta, se le llenan los ojos de lágrimas. “Híjole, perdón, me recordó cosas”, dice Víctor. “Llegó como una pausa para Rosetta, no había evolución en los platos, nos frenamos todos, no teníamos esa figura. Nos gusta verla adentro de la cocina, que esté, nos motiva tenerla, que nos esté diciendo, que esté cocinando”.
Ese año no llegó a la lista de 50 Best, lo que abonó al ánimo, a que se preguntaran si estaban haciendo las cosas bien o algo habían dejado de hacer. En ese quiebre, ese momento de reflexión de qué era lo que importaba, Elena sintió que había cosas que quería decir, plasmar, compartir de su cocina y su visión de la comida. La salida era escribir un libro.
No fue ni de lejos un recetario. Empezó a escribirlo con un autor y crítico gastronómico, pero era como dejar sus platos en manos de otro, no le sonaba a ella y terminó por escribirlo ella misma. Se tardó dos años, trajo a dos estudiantes de cocina a que hicieron cada receta para asegurarse de que todas fueran asequibles y realmente se pudieran cocinar en casa; trabajó con cuatro de los mejores fotógrafos de México, y lo publicó Sexto Piso con diseño de un despacho alemán. Hace un par de meses llegó de una imprenta en Berlín un libro con forro de tela y 350 páginas con recetas, ensayos, historia, lleno de fotografías e ilustraciones, en el que Elena reflexiona sobre la cocina, los ingredientes y el buen comer.
Ella lo define como “un híbrido de recetas de cocina que usamos en Rosetta, que algunas ya no usamos. Es un momento de Rosetta. Por otro lado, los pequeños ensayos de reflexión, de memorias, de entenderme yo misma, por qué hago lo que hago”.
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Cuando Elena tenía once o doce años, su padre enfermó del corazón y en casa cambió la alimentación. En la pubertad, con su cuerpo cambiando, la nueva dieta con muchos granos y poca proteína animal la marcó. “Mi mamá empezó a hacer mucha avena, frijoles, lentejas, cebada, germen de trigo. Me influenció mucho en darme cuenta de la relación de lo que comes y el cuerpo y la salud, y cómo es el ánimo”.
No es para nada la dieta de un vegano o de alguien que no come alimentos que en el argot popular diríamos “que engorden”. En esa transformación que ha tenido su cocina cada vez con más ingredientes y platillos mexicanos, hoy el menú de Rosetta tiene más de un tamal —uno de sus platillos favoritos—. Uno de los platos que más salen de la cocina es un pequeño tamal redondo de quelite bañado en salsa de hoja santa, que es totalmente vegano.
Como con el pan, con los tamales Elena quiere reivindicarlos. “Tengo muchísimos conocidos que dicen tamal no, tiene manteca. Para mí es de los platos más hermosos de esta cultura, una belleza, no necesitas un plato, es perfecto. Te lo llevas, es supernutritivo, pero se ha desvalorizado”, dice. Después de varias conversaciones creo empezar a entender que está más preocupada por el buen comer que por las recetas, los platos perfectos y la cocina en sí misma —y su interés ahí es ya mucho decir—.
Olvera me dice que Elena tiene una de las listas de proveedores y productores mejor curada de México; que en sus platos, el producto y el productor tienen un lugar central, incluso por encima de ella.
Uno de esos proveedores es Yolcan, una empresa social que empezó cultivando en chinampas de Xochimilco como un proyecto de recuperación y apoyo a los campesinos de la zona. Ese proyecto encaja perfecto con la cocina de Rosetta, porque además de productos locales de tierras bien cuidadas, es apoyo al campesino, es volver al origen. Lucio Usobiaga, uno de los fundadores, me cuenta que cuando iniciaban fue a verla al restaurante, le contó del proyecto, la invitó a visitarlos en las chinampas y se enamoró. Les empezó a comprar y a encargar frutas, verduras y hierbas que difícilmente conseguía en otras partes —uchuba, levístico, betamel flama, limón sidra—. Años y tres restaurantes después sigue involucrada desde el cultivo, va al campo, se sienta con ellos a ver las frutas y verduras de la temporada, las posibilidades de sembrar nuevos productos.
Elena culpa del mal comer de los mexicanos al Tratado de Libre Comercio que en los años noventa abrió las puertas a alimentos importados y dejó en la lona al campo. “Se empobreció la dieta del mexicano, nuestra forma de aproximarnos a la comida”, dice. Su voz siempre pausada suena casi desesperada cuando habla de que la gente toma Coca Cola y los campesinos que siembran algunos de los mejores y más variados productos del mundo comen Maruchan; que han dejado de cultivar maíz porque la milpa ya no da, que cada vez hay menos variedad de papas y las manzanas de Chihuahua están siendo reemplazadas por unos ejemplares perfectos que no saben a nada.
Está consciente de que esa cocina y dieta que ella propone hoy es accesible sólo a unos cuantos en unas cuantas regiones del país, que comer bien se ha vuelto caro. Me dice que el gobierno tendría que revivir el campo. “Lo que es tremendo es que ahora somos los cocineros los que estamos poniendo la tortilla en alto cuando no tendría que ser así. El gobierno debe hacer campañas, apoyar el campo. Los cocineros podemos hacer una mirruñita usando el producto que tenemos y enseñando que comer un tamal es algo grandioso, pero obviamente el problema es enraizado”. Si algo le gustaría es poner su grano de arena en esa transformación, en que los mexicanos vuelvan a bien comer. “Yo qué más quisiera que transformar la forma de comer de este país; más allá de la gastronomía, mi mayor interés es la forma de comer. Ojalá en unos años yo pueda generar un cambio”, dice.
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Ese tiempo que pasé con ella en la cocina a la hora de la comida salió 15 minutos. Le alcanzó para ir por sus hijas al colegio y llevarlas a casa. Más tarde me cuenta que cuando se despidió le preguntaron a qué hora regresaría y prometió que a las seis. Estaría con ellas unas horas y volvería a Rosetta para la cena, porque estaban probando una nueva forma de trabajo de meseros y capitanes que quería vigilar. Mientras me explica de qué trata el nuevo proceso, en su oficina, atrás de ella veo un dibujo infantil enmarcado que firma Julieta, su hija menor.
Si algo le preocupa es eso: ser madre, buscar tiempo para estar con sus hijas que entrarán pronto a la adolescencia, correr, correr, correr todo el día, sin descuidar los detalles de los cinco negocios que tiene que dirigir, estar físicamente cansada. Me dice que le preocupa que por crecer se pierda la esencia, por eso ya no habrá más restaurantes. Unos segundos después confiesa que uno más y ya, una pizzería que abrirá pronto. Luego se dedicará a cuidar, a perfeccionar, a renovar, a seguir haciendo que cada lugar cambie y conserve su propia personalidad. Y si se puede, a hacer algo por el buen comer, el cultivo sustentable, la dieta balanceada.
Víctor, el jefe de cocina que llora cuando piensa en el mal año de su jefa, se ríe cuando le cuento que Elena dice que no habrá más restaurantes, que Elena va parar un rato.
Le pregunto si él cree que habrá más. Contesta rápido, casi apresurado, contundente. “Como Rosetta, no. No podría haber otro Rosetta”, dice. Suena correcto.
Galia García Palafox. Periodista y editora mexicana. Estudió derecho en la Universidad Panamericana, periodismo en Columbia University y pinceladas de economía en el ITAM. Ha hecho prensa escrita, radio y televisión; también ha trabajado y publicado en Gatopardo, W Radio, Milenio, Newsday, Associated Press, entre otros. Además, es miembro del podcast Así como suena. Lo suyo son los datos y los temas duros, pero esta vez los dejó de lado para pasar unos días en la cocina de una de las chefs más reconocidas de México: Elena Reygadas.
A pesar de estudiar letras, Elena Reygadas descubrió pronto que su pasión estaba en la gastronomía. Después de pasar por varios restaurantes extranjeros regresó a México a probar suerte. Y lo hizo de la manera menos ortodoxa: a través de recetas italianas y panadería. Por eso, tal vez, es un mérito tan grande que hoy sea una de las chefs más respetadas del país, al lado de Enrique Olvera, Patricia Quintana y Mónica Patiño. Está a la cabeza de dos de los restaurantes más emblemáticos de la Ciudad de México —Rosetta y Lardo—, prepara nuevos proyectos y acaba de publicar un libro con lo mejor de su trabajo.
El último bocado de un comensal de Rosetta es casi siempre una galletita que acompaña la taza de café. Parece un adorno, un lindo detalle que podría ser prescindible. El pequeñito bizcocho deja en la boca un intenso sabor a almendra que explota con el sorbo de café. Es el final de ensueño de una comida casi siempre perfecta.
Se llama amaretti y es una galleta italiana que Elena Reygadas aprendió a hacer en el restaurante Locanda Locatelli en el que trabajó en Londres. Se hace con una almendra amarga que no existe en México y durante un tiempo la preparó sin ese ingrediente. En un viaje a Oaxaca, Elena conoció una bebida de maíz llamada tejate. Preguntó qué llevaba. Uno de los ingredientes era el pixtle, la semilla de mamey. Se puso a estudiar: encontró que ese hueso que se tira, aunque se usa hasta para la máscara de pestañas, es comestible y en algunos lugares de México se utiliza para varios platillos y tiene un sabor muy similar a la almendra amarga, la de la galletita italiana.
Cuando en la cocina de postres del restaurante Elena abre una semilla de mamey a golpes con un cuchillo, el hueso parece una almendra enorme, y esa semilla de una fruta dulce, de pronto huele a avellana, a almendra, tanto así que se confunde con el olor de algún extracto artificial.
“Con esto hacemos los amarettis ahora. A veces, si no hay, vamos a las juguerías por huesos que no usan”, dice Elena en esa cocina que parece un laboratorio de frutas y hojas caramelizadas y hojaldres y chocolates y helados de sabor a hierbas.
La cocina de la chef Elena Reygadas, la creadora de Rosetta, de Lardo, la que hace uno de los mejores panes de México, reconocida como uno de los 50 mejores cocineros de Latinoamérica, es como su amaretti: casi clásica pero con relecturas y toques modernos, sofisticada pero sin pretensiones, con una técnica muy italiana, pero con ingredientes cada vez más mexicanos, llena de detalles, de hallazgos, de ingredientes rescatados y reivindicados y es, especialmente, una cocina sencilla, sutil, nunca barroca.
Aunque en el menú hay varios tamales, aunque la hoja santa se usa hasta en los postres, aunque hay palabras como axiote, mezquite y chile güero, la de Elena no es una cocina mexicana contemporánea —a pesar de pertenecer a esa generación de cocineros que le dieron una nueva vida a la gastronomía nacional—. Para el chef Enrique Olvera, dueño de Pujol y quizá el más galardonado de ese grupo, Elena, a diferencia de otros, “no está tratando de reinterpretar su pasado mexicano, sino cocinando lo que le gusta cocinar y lo que hace mejor. No es ni mexicana ni italiana, es una cocina de Elena”.
***
Es Olvera quien me hace ver que los platos de Elena están marcados por su historia personal. “El hecho de que haya estudiado en Nueva York y en Londres, que haya nacido en México, lo puedes ver en sus platos y creo que eso la hace diferente a la generación anterior —de mujeres cocineras—”, dice. Quizá le faltó un detalle, Elena estudió algo de filosofía y terminó la carrera de letras.
Fue en la UNAM cuando la huelga universitaria la dejó sin ocupación y como la cocina siempre le había gustado, entró a trabajar a un restaurante. Primero estuvo en un lugar llamado El Teatrón y luego en Champs Elysées. Ese verano, su hermano el cineasta Carlos Reygadas filmaba su primera película, Japón, y le pidió que lo ayudara con el catering del rodaje. Fue la primera vez que cocinó con la responsabilidad de un equipo, tres comidas y dos colaciones con horarios fijos, haciéndose cargo de conseguir ingredientes, de que el presupuesto alcanzara, de llevar la comida hasta donde filmaban en la barranca de Metztitlán. Uno de los primeros días no le alcanzó la sopa para los veinte comensales, pero se dio cuenta de que cocinar, aún como responsabilidad, era lo que más disfrutaba. Ella lo llama una epifanía, “decir esto es”. Regresó a la UNAM, terminó las materias que le faltaban, y el día de su examen profesional cuando los sinodales le preguntaron qué haría ahora que era licenciada en letras, les anunció que se iría a Nueva York a estudiar cocina. Allá cursó un diplomado de ocho meses con un fuerte enfoque en el pan, porque lo que entonces quería, más que chef, era ser panadera.
Eran principios de la década de los 2000, Patricia Quintana y Mónica Patiño, una generación mayor, hacían comida mexicana de autor más tradicional, pero también empezaba la nueva gastronomía mexicana. Pujol tenía unos años, Mikel Arriola y Bruno Oteiza eran los chefs del desaparecido Tezka, del cocinero español Juan Mari Arzak. Cuando regresó, Elena fue a verlos a ambos. Oteiza le dijo que se fuera de México, a Londres, tal vez a Dinamarca. Olvera no recuerda ese primer encuentro, pero Elena cuenta que le pidió trabajar con él. Nunca lo hizo porque se fue a Londres, en ese momento un laboratorio de grandes cocinas.
Allá buscó en las guías los mejores restaurantes italianos y fue a dejar su currículum, que aún era bastante corto. Cuando llegó a Locanda Locatelli había una vacante en postres. Era un restaurante como ella no conocía. “Era algo que yo nunca había probado, no era la comida italiana a la que tenía acceso aquí o en Estados Unidos, era mucho más sofisticada de lo que yo pensaba que era”. Se fascinó especialmente con los ingredientes. “En el momento que vi que en el restaurante se hacía la pasta fresca todos los días, el pan todos los días, se hacían helados, se hacían los postres, llegaban las anguilas vivas, los cerdos completos, cangrejos vivos, yo jamás en mi vida lo había visto. Veía cómo llegaba fruta de México, fruta de Grecia, ternera de Holanda, decía ¡wow!, estamos en Londres y llega todo esto. Me acuerdo pensar que todo esto lo tenemos en México, allá no tendría yo que pedir comida de todos estos lados”.
Cuatro años ahí desde la barra de ensaladas hasta la plancha fueron su escuela, pero nació su primera hija, Lea, y se dio cuenta de que la maternidad, la cocina y Londres eran tres cosas complicadas.
***
Faltan unos minutos para las dos de la tarde de un lunes de abril en la cocina de Rosetta. Abajo, en el comedor de la casona, ya hay comensales. Elena está en modo Chef Elena, como la llaman los que trabajan con ella y que le hablan de usted: filipina, mandil, pelo recogido y parada al centro de unos cinco por cuatro metros con ocho personas desde donde salen todos los platos.
—Entran unos jitomates, se va una pesca del día —dice la chef Elena con comandas en las manos—. ¿Cuánto para un robalo?
—Cuatro minutos, chef, contesta el sous chef desde la plancha.
—Perfecto.
Es, ahí, una directora de orquesta que logra sincronía: los platillos de una orden salen al mismo tiempo sin que ninguno se enfríe ni se reseque; el robalo que hay que cocinar está listo con la ensalada que es fría y toma menos tiempo. Además de su voz, sólo se escucha el chorro del agua y el golpe de las cucharas contra el aluminio de las ollas. Sólo ella o el jefe de cocina siempre a su lado hablan, el resto de los cocineros se dirigen a ellos, nunca entre sí. Todo es preciso. Ella misma le pone el último toque a los platos: la hoja, la ralladura de limón, limpia con un algodón cualquier gota de salsa fuera de lugar en el plato.
Atrás de esto hubo muchas horas de preparación, aquí y en al menos otras tres cocinas en la casona —la de producción, la de repostería, el taller de pastas— para darle de comer a un par de cientos de personas por día.
Ese lunes hay risotto de betabel, que no había estado en el menú en dos semanas, una entrada de sardinas de Ensenada encurtidas con farro y vinagre, y una costilla de res wagyu con plátano macho y hoja santa, además de otros platos fijos. Rosetta se distingue por eso, porque el menú tiene todos los días algo distinto, estacional, porque los platillos van y vienen, nunca se estancan.
Entre orden y orden Elena come tres ravioles al limón, una de las especialidades de la casa que no lleva más que pasta, limón y ricota; una sardina; y pide el tagliatele con limón, un plato que no ha llegado al menú. El jefe de cocina saca de una bolsita unas finas rodajas de limón encurtidas y empacadas al vacío, prepara la pasta.
Elena prueba, dice que sabe mucho a mantequilla, que necesita otro queso, que se parece demasiado a los raviolis que ya sirven, que tal vez habría que ponerle hierbas a la pasta. No está listo, hay que seguir probando.
Alguien del restaurante le acerca una botella de kombucha de hoja santa. La trajo un proveedor como muestra. Elena la prueba en un vaso.
—Está rica.
—Sabe mucho a hoja santa —dice el jefe de cocina.
—Como no nos gusta y no tenemos mucha hoja santa —responde la chef.
Elena prueba, prueba, prueba, experimenta. Víctor Jiménez, el jefe de cocina que llegó a Rosetta a unos meses de abierto, cuenta que no hay un día que la chef Elena no intente algo nuevo, no quiera perfeccionar un platillo. Si viaja o tiene un día para descansar en casa, regresa con alguna idea o un nuevo ingrediente; si prueba algo al mediodía, es probable que vuelva a las nueve de la noche con una propuesta para ponerle algo crocante, cambiar la hierba, darle otra presentación. “Siempre estamos probando, una ensalada de endivias puede quedar en dos días, a veces al siguiente día se arriesga a meterlo y escuchamos comentarios de la gente; hay otros platos que tardan, que no acaban de cuadrar o que sigue perfeccionando la presentación, porque no hay pisos, le gusta que la comida caiga, que fluya”. Nada, ciertamente, se siente sobrepuesto en un plato de Rosetta y nunca un plato se ve igual al otro.
***
El perfeccionismo de Elena ha estado siempre en sus platos, pero el toque personal llegó con el tiempo. Cuando regresó a México con su familia arrancó con una especie de restaurante pop-up a puerta cerrada, en el que cocinaba un menú fijo para treinta personas, dos noches a la semana. El lugar se conocía como Tonalá 20 y servía las recetas que había aprendido en el restaurante italiano de Londres; el éxito fue inmediato, los foodies de la Ciudad de México querían comer ahí. El pan era especialmente un éxito.
Poco a poco empezó a probar con otros platillos, como los ostiones empanizados en escabeche que hacía su abuela, que ella servía sin empanizar y a los que les agregó salicornia o el crujiente de chocolate con avellana que aún está en algunos de sus menús y que modificó de una receta que aprendió en Nueva York. Pero aún no sentía haber encontrado una voz propia.
Después de año y medio en Tonalá 20 y del nacimiento de su segunda hija, Julieta, le vino otra epifanía: quería tener un restaurante en forma. Con dos socios inversionistas que siguen con ella abrió Rosetta en una vieja casona de la calle Colima, en la colonia Roma.
El éxito fue inmediato, pero hasta dos años después cree que hizo el primer platillo que sintió totalmente suyo, el parteaguas. Es en realidad un postre: helado de romero con acedera, helado sabor a una hierba, acompañado de otras hierbas —tomillo, menta— y un toque de aceite de oliva. Su idea era un postre que recordara a una tisana para terminar la comida. Al principio la gente se sorprendía, pero el resultado es espectacular, es fresco, digestivo, poco dulce. Desde entonces todos sus postres son de poca grasa y poca azúcar.
Ese helado de romero con acedera, lo mismo que Rosetta, un lugar de sillas de madera, plantas, piso estampado de mosaico eterno se parecen a ella, tienen su calma, su elegante sencillez. Le digo eso y responde que si fuera a su casa, vería que se parece al restaurante. “Es un estilo que me gusta, creo además que los lugares donde me gusta ir es donde siento que hay eso, un alma atrás a cargo de todo”, dice. Después leo en su libro que la música del restaurante es la misma que pone en casa cuando recibe amigos.
***
Un martes a las ocho de la mañana me encuentro con Elena a media cuadra de Rosetta. A esa hora ya dejó a sus hijas en la escuela y platica con un par de personas que toman café sentadas en una banca. Son clientes que no alcanzaron un banco en La Panadería, un pequeño lugar de luz tenue con una barra donde se sirve casi exclusivamente café, sándwiches y pan que se hace ahí mismo, y que recuerda una cafetería de barrio que podría estar en Brooklyn.
En la parte trasera está la verdadera panadería, donde se hace el pan desde la noche anterior. Elena le habla a cada empleado por su nombre, jala charolas para ver los scones, los cerditos de piloncillo, el rol de guayaba con estragón, los panes campesinos que llevan dos días de fermentación. Hace —e intento, sin éxito, hacer con ella— una focaccia gigante, el pan de mesa de Rosetta. Está probando una de cebada aperlada, no de trigo, cuyo reto es que no se apelmace.
Cuando llegó a trabajar a El Teatrón, aquel primer restaurante, el chef le dijo que tenía manos de panadera. “Por chiquitas y gorditas”, bromea ella. Cuando le comentó a su papá que le gustaría tener una panadería, él le respondió: ¿por qué no mejor un restaurante con panadería? No eran tiempos en los que el buen pan fuera muy valorado, mucho menos que ser panadero fuera una profesión muy preciada. Hoy Elena quiere reapreciar el pan, desatanizarlo, porque el pan bien hecho, dice, con buenos ingredientes, es rico y nutritivo.
La Panadería abrió unos años después de Rosetta porque los vecinos iban al restaurante por la mañana a preguntar por el pan, como si tuvieran horarios de panadería. Fue otro éxito rápido y poco después, en la colonia aledaña, nació un tercer lugar que hoy se llama Café Nin, con un concepto más de cafetería con desayunos y comida. Y en 2015 otro de sus íconos. Con un excompañero del restaurante italiano en Londres creó Lardo, un lugar en la colonia Condesa con un menú más sencillo que el de Rosetta, desayunos, cocina abierta que rodea una barra, donde lo único difícil al principio fue convencer a la gente de que se sentara ahí. Elena ya era una cocinera reconocida que abría el paladar y la curiosidad, que lograba llenos desde el primer día. Víctor, el jefe de cocina, cuenta que no creían la cantidad de gente que llegó: “Yo decía ‘no vamos a poder’, limpiábamos mejillones y calamares todo el día, y no puede ser que nos vayamos a pasar limpiando mejillones todo el día”.
Si Rosetta es Elena, Lardo es una versión más masculina y urbana de ella misma.
En cinco años, Elena, una mujer que difícilmente usa una computadora, que apunta en libretitas sus recetas, sus pendientes y sus planes, se había vuelto una empresaria restaurantera: hoy trabajan 300 personas en todos sus negocios.
No paró ahí. Hace un par de años arrancó Masa Madre, un taller de pan donde producen no sólo para sus restaurantes, sino para otros a los que surten. Atrás de ella hay ejércitos que le llevan, le traen, le preguntan, le consultan, abren puertas buscándola en la cocina de postres o la de pastas, porque todas las decisiones que impliquen un cambio —en una receta, en un proceso, en la manera en que operan los capitanes de meseros, en un vino en la carta— las sigue tomando Elena. Da la impresión, a veces, que es una adolescente que se esconde en las habitaciones de la casa, buscando —en las cocinas de los muchos cuartos de la casona— un lugar tranquilo a donde siempre llega alguno de ocho padres —las cabezas de cada equipo— a buscarla. La encuentran probando una hoja de higo, una pasta sin gluten que le tomó meses que saliera perfecta, oliendo hoja santa o admirando un atún entero o una carne recién llegada de Durango.
***
Los años que Elena estuvo en Londres, en México cambió la escena gastronómica. En la Ciudad de México, en Ensenada y el Valle de Guadalupe y en Oaxaca, al menos, empezaban a surgir restaurantes de autor y cocineros que se volvían personajes públicos —además de Olvera y Alonso, otros como Benito Molina, Jair Téllez— formados en el extranjero, dueños de sus restaurantes y más enfocados en la cocina que en los manteles largos y en servir en la cristalería más cara.
Más o menos al tiempo de Rosetta abrieron Sud 777, de Edgar Núñez; Máximo Bistrot, de Eduardo García; Merotoro, de Téllez. Son una misma generación de cocineros que hoy tienen por arriba de 40 años, que modernizó la comida mexicana, le dio otras lecturas y un nuevo lugar en el mundo. Elena se volvió parte de ese grupo un poco más tarde que el resto, cuando Olvera la invitó a participar en Mesamérica, un congreso de gastronomía al que vinieron a dar pláticas grandes cocineros del mundo como René Redzepi, de Noma o Gastón Acurio, de Astrid y Gastón. “Generamos un grupo muy padre de cocineros mexicanos que entendíamos que teníamos que traer gente a México y que sólo juntos podíamos hacer eso. Fue un momento en que se hizo una comunidad fuerte de cocineros, todo mundo dejó al lado el protagonismo, nos dedicamos a cuidar a la generación que viene detrás de nosotros y a posicionar a México como un epicentro de la cocina, no sólo tradicional sino contemporánea”, dice Olvera.
Elena recuerda esa época como un momento de unión del gremio y mucha colaboración. “Era como de Guillermo [González Beristáin, de Pangea en Monterrey], ¿qué cabrito me recomiendas? O Diego [Hernández, de Corazón de Tierra, en el Valle de Guadalupe], estoy buscando ostiones”. A ella, normalmente, los otros cocineros le pedían ayuda con el pan.
Unos y otros de esos cocineros fueron apareciendo en la lista de 50 Best Restaurants, de Latinoamérica. La cocina de Rosetta era la más complicada de definir —quizá de vender al mundo—; el mismo Olvera dice que aunque muy distintas y con claros matices, su cocina y la de chefs como Benito Molina o Alejandro Ruiz Olmedo, de Casa Oaxaca, se parecen, tienen un estilo de cocina mexicana contemporánea, y que Elena no tomó ese camino —empezó con algo más italiano que se ha ido transformando—, lo que le da más mérito.
Fue en 2013 cuando Elena recibió una llamada de Londres. Le avisaron que había ganado el galardón a la chef mujer latinoamericana del año, la segunda en recibirlo y la primera mexicana en esas listas. Le pidieron que no dijera nada e hizo caso. “Yo literalmente no le dije a nadie, a nadie, a nadie”, cuenta.
Una noche a la hora de la cena, estando ella en Lima, en la cocina de Rosetta seguían la transmisión en redes sociales de 50 Best. De pronto hubo gritos, abrazos, meseros que entraban emocionados. La chef Elena estaba en la lista. La sorpresa. Era un triunfo también de ellos, pero había que parar los abrazos y seguir sirviendo cenas.
Igual que esa noche fue lo que siguió. Aunque cuando ganó por primera vez un amigo chef le dijo a Elena que ahora tendría que cambiar muchas cosas, no pasó así. “Nunca supe a qué se refería si a tener mejores copas o un menú de degustación”. No hizo ninguna porque aunque había un gran orgullo en llegar a ese sitio, sabe que esas listas son subjetivas y que la comida no es una carrera de atletismo para ver quién llega en primer lugar. Pero entrar a una lista así pone a cualquier chef en otro nivel, le da más exposición. Empezaron a llegar a Rosetta más extranjeros que antes difícilmente hubieran ido a comer en México a un restaurante que no es considerado mexicano; la empezaron a llamar para servir cenas de marcas como Cartier, entró al ojo de otro público, más allá del circuito gastronómico.
***
Dos mil quince fue un año de mucho movimiento: abrió Lardo, volvió a aparecer en 50 Best. Pero no todos fueron cambios y no todos felices. Se mudó de casa y se divorció. Se refugió en el trabajo y en la cocina, pero como pasa en esos casos, la factura llegó al año siguiente: 2016 es un año que ella y su equipo recuerdan complicado. “Como que fue un boom, cómo puedo decirlo, como que estuve mucho en mi casa, con mis hijas, menos productivo de alguna forma”.
Eso siempre se refleja en la cocina, dice Víctor, el jefe de cocina. El equipo empezó a sentir su ausencia, estaba menos presente, menos creativa. Mientras me cuenta, se le llenan los ojos de lágrimas. “Híjole, perdón, me recordó cosas”, dice Víctor. “Llegó como una pausa para Rosetta, no había evolución en los platos, nos frenamos todos, no teníamos esa figura. Nos gusta verla adentro de la cocina, que esté, nos motiva tenerla, que nos esté diciendo, que esté cocinando”.
Ese año no llegó a la lista de 50 Best, lo que abonó al ánimo, a que se preguntaran si estaban haciendo las cosas bien o algo habían dejado de hacer. En ese quiebre, ese momento de reflexión de qué era lo que importaba, Elena sintió que había cosas que quería decir, plasmar, compartir de su cocina y su visión de la comida. La salida era escribir un libro.
No fue ni de lejos un recetario. Empezó a escribirlo con un autor y crítico gastronómico, pero era como dejar sus platos en manos de otro, no le sonaba a ella y terminó por escribirlo ella misma. Se tardó dos años, trajo a dos estudiantes de cocina a que hicieron cada receta para asegurarse de que todas fueran asequibles y realmente se pudieran cocinar en casa; trabajó con cuatro de los mejores fotógrafos de México, y lo publicó Sexto Piso con diseño de un despacho alemán. Hace un par de meses llegó de una imprenta en Berlín un libro con forro de tela y 350 páginas con recetas, ensayos, historia, lleno de fotografías e ilustraciones, en el que Elena reflexiona sobre la cocina, los ingredientes y el buen comer.
Ella lo define como “un híbrido de recetas de cocina que usamos en Rosetta, que algunas ya no usamos. Es un momento de Rosetta. Por otro lado, los pequeños ensayos de reflexión, de memorias, de entenderme yo misma, por qué hago lo que hago”.
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Cuando Elena tenía once o doce años, su padre enfermó del corazón y en casa cambió la alimentación. En la pubertad, con su cuerpo cambiando, la nueva dieta con muchos granos y poca proteína animal la marcó. “Mi mamá empezó a hacer mucha avena, frijoles, lentejas, cebada, germen de trigo. Me influenció mucho en darme cuenta de la relación de lo que comes y el cuerpo y la salud, y cómo es el ánimo”.
No es para nada la dieta de un vegano o de alguien que no come alimentos que en el argot popular diríamos “que engorden”. En esa transformación que ha tenido su cocina cada vez con más ingredientes y platillos mexicanos, hoy el menú de Rosetta tiene más de un tamal —uno de sus platillos favoritos—. Uno de los platos que más salen de la cocina es un pequeño tamal redondo de quelite bañado en salsa de hoja santa, que es totalmente vegano.
Como con el pan, con los tamales Elena quiere reivindicarlos. “Tengo muchísimos conocidos que dicen tamal no, tiene manteca. Para mí es de los platos más hermosos de esta cultura, una belleza, no necesitas un plato, es perfecto. Te lo llevas, es supernutritivo, pero se ha desvalorizado”, dice. Después de varias conversaciones creo empezar a entender que está más preocupada por el buen comer que por las recetas, los platos perfectos y la cocina en sí misma —y su interés ahí es ya mucho decir—.
Olvera me dice que Elena tiene una de las listas de proveedores y productores mejor curada de México; que en sus platos, el producto y el productor tienen un lugar central, incluso por encima de ella.
Uno de esos proveedores es Yolcan, una empresa social que empezó cultivando en chinampas de Xochimilco como un proyecto de recuperación y apoyo a los campesinos de la zona. Ese proyecto encaja perfecto con la cocina de Rosetta, porque además de productos locales de tierras bien cuidadas, es apoyo al campesino, es volver al origen. Lucio Usobiaga, uno de los fundadores, me cuenta que cuando iniciaban fue a verla al restaurante, le contó del proyecto, la invitó a visitarlos en las chinampas y se enamoró. Les empezó a comprar y a encargar frutas, verduras y hierbas que difícilmente conseguía en otras partes —uchuba, levístico, betamel flama, limón sidra—. Años y tres restaurantes después sigue involucrada desde el cultivo, va al campo, se sienta con ellos a ver las frutas y verduras de la temporada, las posibilidades de sembrar nuevos productos.
Elena culpa del mal comer de los mexicanos al Tratado de Libre Comercio que en los años noventa abrió las puertas a alimentos importados y dejó en la lona al campo. “Se empobreció la dieta del mexicano, nuestra forma de aproximarnos a la comida”, dice. Su voz siempre pausada suena casi desesperada cuando habla de que la gente toma Coca Cola y los campesinos que siembran algunos de los mejores y más variados productos del mundo comen Maruchan; que han dejado de cultivar maíz porque la milpa ya no da, que cada vez hay menos variedad de papas y las manzanas de Chihuahua están siendo reemplazadas por unos ejemplares perfectos que no saben a nada.
Está consciente de que esa cocina y dieta que ella propone hoy es accesible sólo a unos cuantos en unas cuantas regiones del país, que comer bien se ha vuelto caro. Me dice que el gobierno tendría que revivir el campo. “Lo que es tremendo es que ahora somos los cocineros los que estamos poniendo la tortilla en alto cuando no tendría que ser así. El gobierno debe hacer campañas, apoyar el campo. Los cocineros podemos hacer una mirruñita usando el producto que tenemos y enseñando que comer un tamal es algo grandioso, pero obviamente el problema es enraizado”. Si algo le gustaría es poner su grano de arena en esa transformación, en que los mexicanos vuelvan a bien comer. “Yo qué más quisiera que transformar la forma de comer de este país; más allá de la gastronomía, mi mayor interés es la forma de comer. Ojalá en unos años yo pueda generar un cambio”, dice.
***
Ese tiempo que pasé con ella en la cocina a la hora de la comida salió 15 minutos. Le alcanzó para ir por sus hijas al colegio y llevarlas a casa. Más tarde me cuenta que cuando se despidió le preguntaron a qué hora regresaría y prometió que a las seis. Estaría con ellas unas horas y volvería a Rosetta para la cena, porque estaban probando una nueva forma de trabajo de meseros y capitanes que quería vigilar. Mientras me explica de qué trata el nuevo proceso, en su oficina, atrás de ella veo un dibujo infantil enmarcado que firma Julieta, su hija menor.
Si algo le preocupa es eso: ser madre, buscar tiempo para estar con sus hijas que entrarán pronto a la adolescencia, correr, correr, correr todo el día, sin descuidar los detalles de los cinco negocios que tiene que dirigir, estar físicamente cansada. Me dice que le preocupa que por crecer se pierda la esencia, por eso ya no habrá más restaurantes. Unos segundos después confiesa que uno más y ya, una pizzería que abrirá pronto. Luego se dedicará a cuidar, a perfeccionar, a renovar, a seguir haciendo que cada lugar cambie y conserve su propia personalidad. Y si se puede, a hacer algo por el buen comer, el cultivo sustentable, la dieta balanceada.
Víctor, el jefe de cocina que llora cuando piensa en el mal año de su jefa, se ríe cuando le cuento que Elena dice que no habrá más restaurantes, que Elena va parar un rato.
Le pregunto si él cree que habrá más. Contesta rápido, casi apresurado, contundente. “Como Rosetta, no. No podría haber otro Rosetta”, dice. Suena correcto.
Galia García Palafox. Periodista y editora mexicana. Estudió derecho en la Universidad Panamericana, periodismo en Columbia University y pinceladas de economía en el ITAM. Ha hecho prensa escrita, radio y televisión; también ha trabajado y publicado en Gatopardo, W Radio, Milenio, Newsday, Associated Press, entre otros. Además, es miembro del podcast Así como suena. Lo suyo son los datos y los temas duros, pero esta vez los dejó de lado para pasar unos días en la cocina de una de las chefs más reconocidas de México: Elena Reygadas.
A pesar de estudiar letras, Elena Reygadas descubrió pronto que su pasión estaba en la gastronomía. Después de pasar por varios restaurantes extranjeros regresó a México a probar suerte. Y lo hizo de la manera menos ortodoxa: a través de recetas italianas y panadería. Por eso, tal vez, es un mérito tan grande que hoy sea una de las chefs más respetadas del país, al lado de Enrique Olvera, Patricia Quintana y Mónica Patiño. Está a la cabeza de dos de los restaurantes más emblemáticos de la Ciudad de México —Rosetta y Lardo—, prepara nuevos proyectos y acaba de publicar un libro con lo mejor de su trabajo.
El último bocado de un comensal de Rosetta es casi siempre una galletita que acompaña la taza de café. Parece un adorno, un lindo detalle que podría ser prescindible. El pequeñito bizcocho deja en la boca un intenso sabor a almendra que explota con el sorbo de café. Es el final de ensueño de una comida casi siempre perfecta.
Se llama amaretti y es una galleta italiana que Elena Reygadas aprendió a hacer en el restaurante Locanda Locatelli en el que trabajó en Londres. Se hace con una almendra amarga que no existe en México y durante un tiempo la preparó sin ese ingrediente. En un viaje a Oaxaca, Elena conoció una bebida de maíz llamada tejate. Preguntó qué llevaba. Uno de los ingredientes era el pixtle, la semilla de mamey. Se puso a estudiar: encontró que ese hueso que se tira, aunque se usa hasta para la máscara de pestañas, es comestible y en algunos lugares de México se utiliza para varios platillos y tiene un sabor muy similar a la almendra amarga, la de la galletita italiana.
Cuando en la cocina de postres del restaurante Elena abre una semilla de mamey a golpes con un cuchillo, el hueso parece una almendra enorme, y esa semilla de una fruta dulce, de pronto huele a avellana, a almendra, tanto así que se confunde con el olor de algún extracto artificial.
“Con esto hacemos los amarettis ahora. A veces, si no hay, vamos a las juguerías por huesos que no usan”, dice Elena en esa cocina que parece un laboratorio de frutas y hojas caramelizadas y hojaldres y chocolates y helados de sabor a hierbas.
La cocina de la chef Elena Reygadas, la creadora de Rosetta, de Lardo, la que hace uno de los mejores panes de México, reconocida como uno de los 50 mejores cocineros de Latinoamérica, es como su amaretti: casi clásica pero con relecturas y toques modernos, sofisticada pero sin pretensiones, con una técnica muy italiana, pero con ingredientes cada vez más mexicanos, llena de detalles, de hallazgos, de ingredientes rescatados y reivindicados y es, especialmente, una cocina sencilla, sutil, nunca barroca.
Aunque en el menú hay varios tamales, aunque la hoja santa se usa hasta en los postres, aunque hay palabras como axiote, mezquite y chile güero, la de Elena no es una cocina mexicana contemporánea —a pesar de pertenecer a esa generación de cocineros que le dieron una nueva vida a la gastronomía nacional—. Para el chef Enrique Olvera, dueño de Pujol y quizá el más galardonado de ese grupo, Elena, a diferencia de otros, “no está tratando de reinterpretar su pasado mexicano, sino cocinando lo que le gusta cocinar y lo que hace mejor. No es ni mexicana ni italiana, es una cocina de Elena”.
***
Es Olvera quien me hace ver que los platos de Elena están marcados por su historia personal. “El hecho de que haya estudiado en Nueva York y en Londres, que haya nacido en México, lo puedes ver en sus platos y creo que eso la hace diferente a la generación anterior —de mujeres cocineras—”, dice. Quizá le faltó un detalle, Elena estudió algo de filosofía y terminó la carrera de letras.
Fue en la UNAM cuando la huelga universitaria la dejó sin ocupación y como la cocina siempre le había gustado, entró a trabajar a un restaurante. Primero estuvo en un lugar llamado El Teatrón y luego en Champs Elysées. Ese verano, su hermano el cineasta Carlos Reygadas filmaba su primera película, Japón, y le pidió que lo ayudara con el catering del rodaje. Fue la primera vez que cocinó con la responsabilidad de un equipo, tres comidas y dos colaciones con horarios fijos, haciéndose cargo de conseguir ingredientes, de que el presupuesto alcanzara, de llevar la comida hasta donde filmaban en la barranca de Metztitlán. Uno de los primeros días no le alcanzó la sopa para los veinte comensales, pero se dio cuenta de que cocinar, aún como responsabilidad, era lo que más disfrutaba. Ella lo llama una epifanía, “decir esto es”. Regresó a la UNAM, terminó las materias que le faltaban, y el día de su examen profesional cuando los sinodales le preguntaron qué haría ahora que era licenciada en letras, les anunció que se iría a Nueva York a estudiar cocina. Allá cursó un diplomado de ocho meses con un fuerte enfoque en el pan, porque lo que entonces quería, más que chef, era ser panadera.
Eran principios de la década de los 2000, Patricia Quintana y Mónica Patiño, una generación mayor, hacían comida mexicana de autor más tradicional, pero también empezaba la nueva gastronomía mexicana. Pujol tenía unos años, Mikel Arriola y Bruno Oteiza eran los chefs del desaparecido Tezka, del cocinero español Juan Mari Arzak. Cuando regresó, Elena fue a verlos a ambos. Oteiza le dijo que se fuera de México, a Londres, tal vez a Dinamarca. Olvera no recuerda ese primer encuentro, pero Elena cuenta que le pidió trabajar con él. Nunca lo hizo porque se fue a Londres, en ese momento un laboratorio de grandes cocinas.
Allá buscó en las guías los mejores restaurantes italianos y fue a dejar su currículum, que aún era bastante corto. Cuando llegó a Locanda Locatelli había una vacante en postres. Era un restaurante como ella no conocía. “Era algo que yo nunca había probado, no era la comida italiana a la que tenía acceso aquí o en Estados Unidos, era mucho más sofisticada de lo que yo pensaba que era”. Se fascinó especialmente con los ingredientes. “En el momento que vi que en el restaurante se hacía la pasta fresca todos los días, el pan todos los días, se hacían helados, se hacían los postres, llegaban las anguilas vivas, los cerdos completos, cangrejos vivos, yo jamás en mi vida lo había visto. Veía cómo llegaba fruta de México, fruta de Grecia, ternera de Holanda, decía ¡wow!, estamos en Londres y llega todo esto. Me acuerdo pensar que todo esto lo tenemos en México, allá no tendría yo que pedir comida de todos estos lados”.
Cuatro años ahí desde la barra de ensaladas hasta la plancha fueron su escuela, pero nació su primera hija, Lea, y se dio cuenta de que la maternidad, la cocina y Londres eran tres cosas complicadas.
***
Faltan unos minutos para las dos de la tarde de un lunes de abril en la cocina de Rosetta. Abajo, en el comedor de la casona, ya hay comensales. Elena está en modo Chef Elena, como la llaman los que trabajan con ella y que le hablan de usted: filipina, mandil, pelo recogido y parada al centro de unos cinco por cuatro metros con ocho personas desde donde salen todos los platos.
—Entran unos jitomates, se va una pesca del día —dice la chef Elena con comandas en las manos—. ¿Cuánto para un robalo?
—Cuatro minutos, chef, contesta el sous chef desde la plancha.
—Perfecto.
Es, ahí, una directora de orquesta que logra sincronía: los platillos de una orden salen al mismo tiempo sin que ninguno se enfríe ni se reseque; el robalo que hay que cocinar está listo con la ensalada que es fría y toma menos tiempo. Además de su voz, sólo se escucha el chorro del agua y el golpe de las cucharas contra el aluminio de las ollas. Sólo ella o el jefe de cocina siempre a su lado hablan, el resto de los cocineros se dirigen a ellos, nunca entre sí. Todo es preciso. Ella misma le pone el último toque a los platos: la hoja, la ralladura de limón, limpia con un algodón cualquier gota de salsa fuera de lugar en el plato.
Atrás de esto hubo muchas horas de preparación, aquí y en al menos otras tres cocinas en la casona —la de producción, la de repostería, el taller de pastas— para darle de comer a un par de cientos de personas por día.
Ese lunes hay risotto de betabel, que no había estado en el menú en dos semanas, una entrada de sardinas de Ensenada encurtidas con farro y vinagre, y una costilla de res wagyu con plátano macho y hoja santa, además de otros platos fijos. Rosetta se distingue por eso, porque el menú tiene todos los días algo distinto, estacional, porque los platillos van y vienen, nunca se estancan.
Entre orden y orden Elena come tres ravioles al limón, una de las especialidades de la casa que no lleva más que pasta, limón y ricota; una sardina; y pide el tagliatele con limón, un plato que no ha llegado al menú. El jefe de cocina saca de una bolsita unas finas rodajas de limón encurtidas y empacadas al vacío, prepara la pasta.
Elena prueba, dice que sabe mucho a mantequilla, que necesita otro queso, que se parece demasiado a los raviolis que ya sirven, que tal vez habría que ponerle hierbas a la pasta. No está listo, hay que seguir probando.
Alguien del restaurante le acerca una botella de kombucha de hoja santa. La trajo un proveedor como muestra. Elena la prueba en un vaso.
—Está rica.
—Sabe mucho a hoja santa —dice el jefe de cocina.
—Como no nos gusta y no tenemos mucha hoja santa —responde la chef.
Elena prueba, prueba, prueba, experimenta. Víctor Jiménez, el jefe de cocina que llegó a Rosetta a unos meses de abierto, cuenta que no hay un día que la chef Elena no intente algo nuevo, no quiera perfeccionar un platillo. Si viaja o tiene un día para descansar en casa, regresa con alguna idea o un nuevo ingrediente; si prueba algo al mediodía, es probable que vuelva a las nueve de la noche con una propuesta para ponerle algo crocante, cambiar la hierba, darle otra presentación. “Siempre estamos probando, una ensalada de endivias puede quedar en dos días, a veces al siguiente día se arriesga a meterlo y escuchamos comentarios de la gente; hay otros platos que tardan, que no acaban de cuadrar o que sigue perfeccionando la presentación, porque no hay pisos, le gusta que la comida caiga, que fluya”. Nada, ciertamente, se siente sobrepuesto en un plato de Rosetta y nunca un plato se ve igual al otro.
***
El perfeccionismo de Elena ha estado siempre en sus platos, pero el toque personal llegó con el tiempo. Cuando regresó a México con su familia arrancó con una especie de restaurante pop-up a puerta cerrada, en el que cocinaba un menú fijo para treinta personas, dos noches a la semana. El lugar se conocía como Tonalá 20 y servía las recetas que había aprendido en el restaurante italiano de Londres; el éxito fue inmediato, los foodies de la Ciudad de México querían comer ahí. El pan era especialmente un éxito.
Poco a poco empezó a probar con otros platillos, como los ostiones empanizados en escabeche que hacía su abuela, que ella servía sin empanizar y a los que les agregó salicornia o el crujiente de chocolate con avellana que aún está en algunos de sus menús y que modificó de una receta que aprendió en Nueva York. Pero aún no sentía haber encontrado una voz propia.
Después de año y medio en Tonalá 20 y del nacimiento de su segunda hija, Julieta, le vino otra epifanía: quería tener un restaurante en forma. Con dos socios inversionistas que siguen con ella abrió Rosetta en una vieja casona de la calle Colima, en la colonia Roma.
El éxito fue inmediato, pero hasta dos años después cree que hizo el primer platillo que sintió totalmente suyo, el parteaguas. Es en realidad un postre: helado de romero con acedera, helado sabor a una hierba, acompañado de otras hierbas —tomillo, menta— y un toque de aceite de oliva. Su idea era un postre que recordara a una tisana para terminar la comida. Al principio la gente se sorprendía, pero el resultado es espectacular, es fresco, digestivo, poco dulce. Desde entonces todos sus postres son de poca grasa y poca azúcar.
Ese helado de romero con acedera, lo mismo que Rosetta, un lugar de sillas de madera, plantas, piso estampado de mosaico eterno se parecen a ella, tienen su calma, su elegante sencillez. Le digo eso y responde que si fuera a su casa, vería que se parece al restaurante. “Es un estilo que me gusta, creo además que los lugares donde me gusta ir es donde siento que hay eso, un alma atrás a cargo de todo”, dice. Después leo en su libro que la música del restaurante es la misma que pone en casa cuando recibe amigos.
***
Un martes a las ocho de la mañana me encuentro con Elena a media cuadra de Rosetta. A esa hora ya dejó a sus hijas en la escuela y platica con un par de personas que toman café sentadas en una banca. Son clientes que no alcanzaron un banco en La Panadería, un pequeño lugar de luz tenue con una barra donde se sirve casi exclusivamente café, sándwiches y pan que se hace ahí mismo, y que recuerda una cafetería de barrio que podría estar en Brooklyn.
En la parte trasera está la verdadera panadería, donde se hace el pan desde la noche anterior. Elena le habla a cada empleado por su nombre, jala charolas para ver los scones, los cerditos de piloncillo, el rol de guayaba con estragón, los panes campesinos que llevan dos días de fermentación. Hace —e intento, sin éxito, hacer con ella— una focaccia gigante, el pan de mesa de Rosetta. Está probando una de cebada aperlada, no de trigo, cuyo reto es que no se apelmace.
Cuando llegó a trabajar a El Teatrón, aquel primer restaurante, el chef le dijo que tenía manos de panadera. “Por chiquitas y gorditas”, bromea ella. Cuando le comentó a su papá que le gustaría tener una panadería, él le respondió: ¿por qué no mejor un restaurante con panadería? No eran tiempos en los que el buen pan fuera muy valorado, mucho menos que ser panadero fuera una profesión muy preciada. Hoy Elena quiere reapreciar el pan, desatanizarlo, porque el pan bien hecho, dice, con buenos ingredientes, es rico y nutritivo.
La Panadería abrió unos años después de Rosetta porque los vecinos iban al restaurante por la mañana a preguntar por el pan, como si tuvieran horarios de panadería. Fue otro éxito rápido y poco después, en la colonia aledaña, nació un tercer lugar que hoy se llama Café Nin, con un concepto más de cafetería con desayunos y comida. Y en 2015 otro de sus íconos. Con un excompañero del restaurante italiano en Londres creó Lardo, un lugar en la colonia Condesa con un menú más sencillo que el de Rosetta, desayunos, cocina abierta que rodea una barra, donde lo único difícil al principio fue convencer a la gente de que se sentara ahí. Elena ya era una cocinera reconocida que abría el paladar y la curiosidad, que lograba llenos desde el primer día. Víctor, el jefe de cocina, cuenta que no creían la cantidad de gente que llegó: “Yo decía ‘no vamos a poder’, limpiábamos mejillones y calamares todo el día, y no puede ser que nos vayamos a pasar limpiando mejillones todo el día”.
Si Rosetta es Elena, Lardo es una versión más masculina y urbana de ella misma.
En cinco años, Elena, una mujer que difícilmente usa una computadora, que apunta en libretitas sus recetas, sus pendientes y sus planes, se había vuelto una empresaria restaurantera: hoy trabajan 300 personas en todos sus negocios.
No paró ahí. Hace un par de años arrancó Masa Madre, un taller de pan donde producen no sólo para sus restaurantes, sino para otros a los que surten. Atrás de ella hay ejércitos que le llevan, le traen, le preguntan, le consultan, abren puertas buscándola en la cocina de postres o la de pastas, porque todas las decisiones que impliquen un cambio —en una receta, en un proceso, en la manera en que operan los capitanes de meseros, en un vino en la carta— las sigue tomando Elena. Da la impresión, a veces, que es una adolescente que se esconde en las habitaciones de la casa, buscando —en las cocinas de los muchos cuartos de la casona— un lugar tranquilo a donde siempre llega alguno de ocho padres —las cabezas de cada equipo— a buscarla. La encuentran probando una hoja de higo, una pasta sin gluten que le tomó meses que saliera perfecta, oliendo hoja santa o admirando un atún entero o una carne recién llegada de Durango.
***
Los años que Elena estuvo en Londres, en México cambió la escena gastronómica. En la Ciudad de México, en Ensenada y el Valle de Guadalupe y en Oaxaca, al menos, empezaban a surgir restaurantes de autor y cocineros que se volvían personajes públicos —además de Olvera y Alonso, otros como Benito Molina, Jair Téllez— formados en el extranjero, dueños de sus restaurantes y más enfocados en la cocina que en los manteles largos y en servir en la cristalería más cara.
Más o menos al tiempo de Rosetta abrieron Sud 777, de Edgar Núñez; Máximo Bistrot, de Eduardo García; Merotoro, de Téllez. Son una misma generación de cocineros que hoy tienen por arriba de 40 años, que modernizó la comida mexicana, le dio otras lecturas y un nuevo lugar en el mundo. Elena se volvió parte de ese grupo un poco más tarde que el resto, cuando Olvera la invitó a participar en Mesamérica, un congreso de gastronomía al que vinieron a dar pláticas grandes cocineros del mundo como René Redzepi, de Noma o Gastón Acurio, de Astrid y Gastón. “Generamos un grupo muy padre de cocineros mexicanos que entendíamos que teníamos que traer gente a México y que sólo juntos podíamos hacer eso. Fue un momento en que se hizo una comunidad fuerte de cocineros, todo mundo dejó al lado el protagonismo, nos dedicamos a cuidar a la generación que viene detrás de nosotros y a posicionar a México como un epicentro de la cocina, no sólo tradicional sino contemporánea”, dice Olvera.
Elena recuerda esa época como un momento de unión del gremio y mucha colaboración. “Era como de Guillermo [González Beristáin, de Pangea en Monterrey], ¿qué cabrito me recomiendas? O Diego [Hernández, de Corazón de Tierra, en el Valle de Guadalupe], estoy buscando ostiones”. A ella, normalmente, los otros cocineros le pedían ayuda con el pan.
Unos y otros de esos cocineros fueron apareciendo en la lista de 50 Best Restaurants, de Latinoamérica. La cocina de Rosetta era la más complicada de definir —quizá de vender al mundo—; el mismo Olvera dice que aunque muy distintas y con claros matices, su cocina y la de chefs como Benito Molina o Alejandro Ruiz Olmedo, de Casa Oaxaca, se parecen, tienen un estilo de cocina mexicana contemporánea, y que Elena no tomó ese camino —empezó con algo más italiano que se ha ido transformando—, lo que le da más mérito.
Fue en 2013 cuando Elena recibió una llamada de Londres. Le avisaron que había ganado el galardón a la chef mujer latinoamericana del año, la segunda en recibirlo y la primera mexicana en esas listas. Le pidieron que no dijera nada e hizo caso. “Yo literalmente no le dije a nadie, a nadie, a nadie”, cuenta.
Una noche a la hora de la cena, estando ella en Lima, en la cocina de Rosetta seguían la transmisión en redes sociales de 50 Best. De pronto hubo gritos, abrazos, meseros que entraban emocionados. La chef Elena estaba en la lista. La sorpresa. Era un triunfo también de ellos, pero había que parar los abrazos y seguir sirviendo cenas.
Igual que esa noche fue lo que siguió. Aunque cuando ganó por primera vez un amigo chef le dijo a Elena que ahora tendría que cambiar muchas cosas, no pasó así. “Nunca supe a qué se refería si a tener mejores copas o un menú de degustación”. No hizo ninguna porque aunque había un gran orgullo en llegar a ese sitio, sabe que esas listas son subjetivas y que la comida no es una carrera de atletismo para ver quién llega en primer lugar. Pero entrar a una lista así pone a cualquier chef en otro nivel, le da más exposición. Empezaron a llegar a Rosetta más extranjeros que antes difícilmente hubieran ido a comer en México a un restaurante que no es considerado mexicano; la empezaron a llamar para servir cenas de marcas como Cartier, entró al ojo de otro público, más allá del circuito gastronómico.
***
Dos mil quince fue un año de mucho movimiento: abrió Lardo, volvió a aparecer en 50 Best. Pero no todos fueron cambios y no todos felices. Se mudó de casa y se divorció. Se refugió en el trabajo y en la cocina, pero como pasa en esos casos, la factura llegó al año siguiente: 2016 es un año que ella y su equipo recuerdan complicado. “Como que fue un boom, cómo puedo decirlo, como que estuve mucho en mi casa, con mis hijas, menos productivo de alguna forma”.
Eso siempre se refleja en la cocina, dice Víctor, el jefe de cocina. El equipo empezó a sentir su ausencia, estaba menos presente, menos creativa. Mientras me cuenta, se le llenan los ojos de lágrimas. “Híjole, perdón, me recordó cosas”, dice Víctor. “Llegó como una pausa para Rosetta, no había evolución en los platos, nos frenamos todos, no teníamos esa figura. Nos gusta verla adentro de la cocina, que esté, nos motiva tenerla, que nos esté diciendo, que esté cocinando”.
Ese año no llegó a la lista de 50 Best, lo que abonó al ánimo, a que se preguntaran si estaban haciendo las cosas bien o algo habían dejado de hacer. En ese quiebre, ese momento de reflexión de qué era lo que importaba, Elena sintió que había cosas que quería decir, plasmar, compartir de su cocina y su visión de la comida. La salida era escribir un libro.
No fue ni de lejos un recetario. Empezó a escribirlo con un autor y crítico gastronómico, pero era como dejar sus platos en manos de otro, no le sonaba a ella y terminó por escribirlo ella misma. Se tardó dos años, trajo a dos estudiantes de cocina a que hicieron cada receta para asegurarse de que todas fueran asequibles y realmente se pudieran cocinar en casa; trabajó con cuatro de los mejores fotógrafos de México, y lo publicó Sexto Piso con diseño de un despacho alemán. Hace un par de meses llegó de una imprenta en Berlín un libro con forro de tela y 350 páginas con recetas, ensayos, historia, lleno de fotografías e ilustraciones, en el que Elena reflexiona sobre la cocina, los ingredientes y el buen comer.
Ella lo define como “un híbrido de recetas de cocina que usamos en Rosetta, que algunas ya no usamos. Es un momento de Rosetta. Por otro lado, los pequeños ensayos de reflexión, de memorias, de entenderme yo misma, por qué hago lo que hago”.
***
Cuando Elena tenía once o doce años, su padre enfermó del corazón y en casa cambió la alimentación. En la pubertad, con su cuerpo cambiando, la nueva dieta con muchos granos y poca proteína animal la marcó. “Mi mamá empezó a hacer mucha avena, frijoles, lentejas, cebada, germen de trigo. Me influenció mucho en darme cuenta de la relación de lo que comes y el cuerpo y la salud, y cómo es el ánimo”.
No es para nada la dieta de un vegano o de alguien que no come alimentos que en el argot popular diríamos “que engorden”. En esa transformación que ha tenido su cocina cada vez con más ingredientes y platillos mexicanos, hoy el menú de Rosetta tiene más de un tamal —uno de sus platillos favoritos—. Uno de los platos que más salen de la cocina es un pequeño tamal redondo de quelite bañado en salsa de hoja santa, que es totalmente vegano.
Como con el pan, con los tamales Elena quiere reivindicarlos. “Tengo muchísimos conocidos que dicen tamal no, tiene manteca. Para mí es de los platos más hermosos de esta cultura, una belleza, no necesitas un plato, es perfecto. Te lo llevas, es supernutritivo, pero se ha desvalorizado”, dice. Después de varias conversaciones creo empezar a entender que está más preocupada por el buen comer que por las recetas, los platos perfectos y la cocina en sí misma —y su interés ahí es ya mucho decir—.
Olvera me dice que Elena tiene una de las listas de proveedores y productores mejor curada de México; que en sus platos, el producto y el productor tienen un lugar central, incluso por encima de ella.
Uno de esos proveedores es Yolcan, una empresa social que empezó cultivando en chinampas de Xochimilco como un proyecto de recuperación y apoyo a los campesinos de la zona. Ese proyecto encaja perfecto con la cocina de Rosetta, porque además de productos locales de tierras bien cuidadas, es apoyo al campesino, es volver al origen. Lucio Usobiaga, uno de los fundadores, me cuenta que cuando iniciaban fue a verla al restaurante, le contó del proyecto, la invitó a visitarlos en las chinampas y se enamoró. Les empezó a comprar y a encargar frutas, verduras y hierbas que difícilmente conseguía en otras partes —uchuba, levístico, betamel flama, limón sidra—. Años y tres restaurantes después sigue involucrada desde el cultivo, va al campo, se sienta con ellos a ver las frutas y verduras de la temporada, las posibilidades de sembrar nuevos productos.
Elena culpa del mal comer de los mexicanos al Tratado de Libre Comercio que en los años noventa abrió las puertas a alimentos importados y dejó en la lona al campo. “Se empobreció la dieta del mexicano, nuestra forma de aproximarnos a la comida”, dice. Su voz siempre pausada suena casi desesperada cuando habla de que la gente toma Coca Cola y los campesinos que siembran algunos de los mejores y más variados productos del mundo comen Maruchan; que han dejado de cultivar maíz porque la milpa ya no da, que cada vez hay menos variedad de papas y las manzanas de Chihuahua están siendo reemplazadas por unos ejemplares perfectos que no saben a nada.
Está consciente de que esa cocina y dieta que ella propone hoy es accesible sólo a unos cuantos en unas cuantas regiones del país, que comer bien se ha vuelto caro. Me dice que el gobierno tendría que revivir el campo. “Lo que es tremendo es que ahora somos los cocineros los que estamos poniendo la tortilla en alto cuando no tendría que ser así. El gobierno debe hacer campañas, apoyar el campo. Los cocineros podemos hacer una mirruñita usando el producto que tenemos y enseñando que comer un tamal es algo grandioso, pero obviamente el problema es enraizado”. Si algo le gustaría es poner su grano de arena en esa transformación, en que los mexicanos vuelvan a bien comer. “Yo qué más quisiera que transformar la forma de comer de este país; más allá de la gastronomía, mi mayor interés es la forma de comer. Ojalá en unos años yo pueda generar un cambio”, dice.
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Ese tiempo que pasé con ella en la cocina a la hora de la comida salió 15 minutos. Le alcanzó para ir por sus hijas al colegio y llevarlas a casa. Más tarde me cuenta que cuando se despidió le preguntaron a qué hora regresaría y prometió que a las seis. Estaría con ellas unas horas y volvería a Rosetta para la cena, porque estaban probando una nueva forma de trabajo de meseros y capitanes que quería vigilar. Mientras me explica de qué trata el nuevo proceso, en su oficina, atrás de ella veo un dibujo infantil enmarcado que firma Julieta, su hija menor.
Si algo le preocupa es eso: ser madre, buscar tiempo para estar con sus hijas que entrarán pronto a la adolescencia, correr, correr, correr todo el día, sin descuidar los detalles de los cinco negocios que tiene que dirigir, estar físicamente cansada. Me dice que le preocupa que por crecer se pierda la esencia, por eso ya no habrá más restaurantes. Unos segundos después confiesa que uno más y ya, una pizzería que abrirá pronto. Luego se dedicará a cuidar, a perfeccionar, a renovar, a seguir haciendo que cada lugar cambie y conserve su propia personalidad. Y si se puede, a hacer algo por el buen comer, el cultivo sustentable, la dieta balanceada.
Víctor, el jefe de cocina que llora cuando piensa en el mal año de su jefa, se ríe cuando le cuento que Elena dice que no habrá más restaurantes, que Elena va parar un rato.
Le pregunto si él cree que habrá más. Contesta rápido, casi apresurado, contundente. “Como Rosetta, no. No podría haber otro Rosetta”, dice. Suena correcto.
Galia García Palafox. Periodista y editora mexicana. Estudió derecho en la Universidad Panamericana, periodismo en Columbia University y pinceladas de economía en el ITAM. Ha hecho prensa escrita, radio y televisión; también ha trabajado y publicado en Gatopardo, W Radio, Milenio, Newsday, Associated Press, entre otros. Además, es miembro del podcast Así como suena. Lo suyo son los datos y los temas duros, pero esta vez los dejó de lado para pasar unos días en la cocina de una de las chefs más reconocidas de México: Elena Reygadas.
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