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La idea de colocar una cabeza colosal de una “mujer olmeca” en el sitio que antes ocupaba la estatua de Cristóbal Colón suscitó un debate polarizado. Quizás una manifestación más del enfrentamiento de siempre, entre mexicanistas e hispanófilos, que ha tomado diversos rostros a lo largo de la historia de México. Dos bandos que excluyen por completo los intereses y los conceptos de comunidades como las mixes, preocupadas más por la defensa de su territorio que por disputas partidistas o nacionalistas.
En meses recientes, ha habido una discusión, en apariencia amplia y novedosa, acerca del retiro de la estatua de Colón de alguna avenida principal de la Ciudad de México y la sustitución de ésta por la de una mujer indígena, primero, y luego por la cabeza de una “mujer indígena olmeca” (?) —proyecto posteriormente suspendido, a causa de los cuestionamientos que recibió—. Aunque leí críticas muy lúcidas y agudas al respecto, sobre todo, de mujeres indígenas,1 el plan de colocar la “cabeza” me generó más apatía que antipatía. Observé con distancia el hecho y muchos de los acercamientos a él: ¿a quiénes les molestó que se retirara aquella estatua?, ¿a quiénes podía interesarles la colocación de una estatua genérica de una mujer indígena, asegún olmeca, en esa vialidad de aquella ciudad importantísima? Era muy claro, al responder estas preguntas, que en esta gran discusión los indígenas participamos de manera escasa o nula, aunque estuviéramos ahí, en el centro, colocados como adorno, pretexto o catalizador de fantasías y rivalidades ajenas a nosotros. Dos cuestiones me hacían sentir como un espectador ante ese evento curioso pero lejano. Primera: la lucha por el espacio público entendida desde la colocación o el retiro de estatuas, muy rastreable a luchas urbanas específicas y en los espacios de pugna por el poder estatal. Y segunda: las posturas de gran parte de los actores de la discusión eran fácilmente identificables como mexicanistas (indigenistas) o hispanófilas. Naaxü kajpün vs. espacio público Una vista aérea de Anyukojm (Totontepec Villa de Morelos, Mixe, Oaxaca) mostrará primero a Anyukääts, la Peña del Trueno, lugar sagrado de la comunidad. Luego se verán el nacimiento de agua en donde surgió el pueblo, la iglesia del siglo XVI, el palacio municipal, las escuelas, el camposanto, el reloj monumental y los caseríos. Se necesitaría hacer un recorrido a pie para distinguir las únicas estatuas de la comunidad: la de don Bosco, dos en honor a María Auxiliadora, y los bustos de los sacerdotes Carlos Sitia y José Sobrero. La tradición de erigir estatuas es casi inexistente. Las que hay fueron impulsadas por la iglesia católica (los salesianos, en específico). No hay ninguna de los caudillos de la Revolución o Independencia mexicanas, de los héroes virreinales ni de filósofos o artistas europeos; tampoco las hay para honrar a los personajes ilustres de la comunidad: ¿para qué? Los conservamos en la memoria colectiva y su obra está ahí, en el pueblo, en su existencia y vitalidad. Si existe un monumento en Totontepec, es Totontepec mismo. La disputa por el espacio público nos causa extrañeza y, como consecuencia, cualquier forma de intervenirlo es una práctica también distante y tiene poco impacto en nuestras luchas, en las que conceptos como “territorio” y “libre determinación” tienen mucho más peso. Así como la categoría relacional “indígena”2 no puede entenderse más que a partir de los marcos estatales, la lucha por el espacio público viene de las batallas ideológicas intestinas que se dan en los estados nacionales para construir la idea de nación que cada grupo y régimen considera idónea o deseable; y esta lucha es lejana a Totontepec. El concepto de “espacio público” nace en la teoría del estado. Desde Habermas y llegando hasta los estudios sobre el performance, se concibe como un espacio que el estado busca controlar: el lugar de la opinión y el debate público y, potencialmente, espacio para las críticas hacia el poder en turno (junto con sus ficciones) y para la disputa por el poder mismo. Fuera de los referentes estatales, tiene poco sentido. Además, la intervención del espacio público suele darse en las ciudades. Tanto movimientos obreros, estudiantiles, feministas o antirracistas (incluso los campesinos), cuando se deciden a actuar sobre monumentos o espacios simbólicos, lo harán casi siempre en las grandes urbes. Aquellas manifestaciones poca significación tienen en mi comunidad. En ayöök tenemos el difrasismo naaxü kajpün, traducible como “tierra-comunidad”. Cuando las autoridades hablan por los altavoces para dar cualquier anuncio, iniciarán así: “miitsta, naaxü kajpün (ustedes, tierra-comunidad)”. Pero la traducción es desafortunada, en su afán de ser literal. Sería más correcto decir: “ustedes, Totontepec”, porque naaxü kajpün es la gente que no puede comprenderse sin el territorio. Así, al concepto de “espacio común” antepondremos el de “territorio comunal” (nombre legal para naaxü kajpün). En Totontepec la cancha municipal, por ejemplo, no es un espacio común: es terreno comunal. Lo más parecido al espacio público —entendido como el lugar en donde se disputa el poder y se pueden criticar los proyectos comunitarios— sería la asamblea de comuneros, con sus interminables debates. La cancha y la galera, en donde se hacen las asambleas, no pueden intervenirse porque ya están intervenidos: ahí se cuestiona a las autoridades y a todos los asistentes (peor aún, a los faltistas), al mismo naaxü kajpün, en cada reedición de los diálogos comunitarios. No pretendo dar la idea de un espacio ideal, libre de problemas, pues numerosos conflictos e injusticias suceden ahí. Mi intención es subrayar las dificultades que tenemos para comprender o situar en nuestro contexto expresiones de luchas que suelenhablar de nosotros (cuando no lo hacen por nosotros), pero que nos suponen escasa importancia y, desde luego, casi nunca somos nosotros sus impulsores. La misma concepción de “activismo” tiene muy poco sentido, porque la acción intracomunitaria se lleva a cabo en el servicio comunitario (dentro y fuera del sistema de cargos) y la externa, en la defensa del territorio. No es nada extraño que muchas de las defensoras del territorio se nieguen a llamarse feministas o a hablar de patriarcado en los pueblos indígenas, porque ubican estos conceptos como parte de luchas urbanas, cuando no blancas. En Totontepec, por lo tanto, entendemos de asamblea y servicio comunitario. Conceptos como “espacio común” no son parte de la vida comunitaria y no hay discusiones acerca de su intervención. Aquellas manifestaciones que suceden en las ciudades pueden ser interesantes, podemos simpatizar con ellas o considerarlas justas (incluso, participar cuando las visitamos o si radicamos en esos lugares), pero en última instancia son intrascendentes para la comunidad. Acá no tenemos necesidad de estatuas y las discusiones alrededor de ellas nos importan bastante poco. Me atrevo a aventurar que en la mayoría de las comunidades indígenas sucede lo mismo, pues en los diálogos que he tenido con mixes, zapotecos, mixtecos, etcétera, a la inmensa mayoría no nos interpelan. Acaso por eso, en México los movimientos indígenas no buscan hacerse del poder estatal, a diferencia de lo que sucede en otros países. Mexicanismos e hispanofilias La desavenencia que causó la sustitución de la estatua, entre la 4T impulsora del proyecto y sus opositores dentro del mismo sistema de partidos y en los lugares afines a la derecha, es tan sólo la renovación de una dicotomía harto recurrida, rancia: el enfrentamiento entre mexicanistas e hispanófilos que ha tomado diversos rostros a lo largo de la historia de México, desde la época de los insurgentes y los realistas, los conservadores y los liberales, del indigenismo frente al panhispanismo, pasando por todos los movimientos pendulares del pragmatismo priista y hasta el enfrentamiento actual entre la izquierda y derecha mexicanas. Incluso —con el riesgo de que me acusen de conspirativo— se podría entender a los dos más prestigiados centros universitarios y de investigación de México, en ciencias sociales y humanidades, desde estas dos corrientes, al menos en cuanto a sus fundaciones. En esas querellas existe una continuidad no sólo en las posturas respecto a lo indígena y lo español (ensalzados y vilipendiados según el bando), sino en la exclusión repetida de los indígenas contemporáneos, los vivos. Ambas facciones, aunque en sentido opuesto, utilizaron la figura de los indígenas para los relatos nacionales que cada una propuso. En aquellas topadas, los indios (sobre todo las mujeres) tuvieron cabida únicamente como figuras retóricas, motivos narrativos y alegorías, acordes con cada una de las tonadas; nunca como interlocutores verdaderos. Aun más: la confrontación mexicanismo-hispanofilia (indigenismo-europeísmo en muchas ocasiones) se ha convertido en una clave cuasiomnipotente con la que se ha querido entender prácticamente toda la realidad política e histórica de México (incluso los miles de años previos a la creación de éste) y esa clave nos ha sido impuesta a todos los que nos educamos en las escuelas mexicanas, aun a aquellos que todavía nos adscribimos a nuestros pueblos. Uno de los más grandes retos de las luchas indígenas es plantearse a sí mismas fuera de esa falsa disyuntiva. Muchas de las veces, cuando intentamos comprender a nuestros pueblos, lo hacemos a partir de ella, sin percatarnos de que la condición fundamental para mirar desde ahí es no ser indígenas: hispanismo y mexicanismo implican, por definición, observarnos como la otredad constitutiva de sus identidades, independientemente de la actitud con que nos miren. Por eso, en los diálogos con personas no indígenas, escucharemos siempre argumentos y cuestionamientos derivados de ese marco interpretativo: “la pureza ya no existe, los indios se fueron, ahora todos somos mexicanos”;“ustedes tienen sangre española también”; “hablan castellano”; "son católicos”; “según su acta de nacimiento, son mexicanos”, etcétera, como si nuestras identidades se constituyeran esencialmente por el hecho de ser o no mexicanos y el reconocimiento o rechazo de la cultura española (o europea) en nuestras comunidades. Eso cuando no se entiende lo hispano desde un punto de vista racista, presente en nuestra sangre o rasgos físicos. Sustituir la estatua de Colón con una “cabeza de mujer indígena” sólo tiene sentido si se piensa a las indígenas como objeto o, en todo caso, como un sujeto lejano, abstracto y anónimo, antiguo. ¿Qué beneficio puede traer involucrarnos en un enfrentamiento sobre la utilidad del gesto para la nación mexicana? Ambos bandos retomarán nuestros argumentos, como han hecho siempre, para sus propias agendas. Cuando nos afirmamos como raíz de la mexicanidad y nos reflexionamos a nosotros mismos para definir aquellas identidades, únicamente repetimos lo que nos fue enseñado en la escuela mexicana: “los indios son nuestros, su historia y sus territorios nos pertenecen”. Vericuetos y recovecos de la enemistad Si el primer lenguaje humano fue la poesía, entonces “cada sociedad está edificada sobre un poema”, escribió Octavio Paz. La primera vez que me encontré con esa afirmación, en Los hijos del limo (1974), hallé arrebatadora la seguridad con que se presentaba, como revelación de una verdad antiquísima, obtenida en no sé qué anunciación: conocer a un pueblo requería solamente descubrir y comprender el poema mitológico que lo fundaba y sostenía. ¿Sería posible encontrar el poema que fuera la esencia de mi pueblo ayöök (mixe)? En mis posteriores visitas al texto, me golpeó la orfandad palpitante en el desasosiego mexicano y también, el cinismo: “edificada”, pensé, “construida”. Se construye lo que no existe pero que se necesita. Los edificios protegen y, si se tambalean, se reparan a cualquier costo: todo es preferible al desamparo, a vivir a la intemperie y sin certezas. Sospeché entonces de Paz: algo sabía el arquitecto remodelador de la mexicanidad acerca de la construcción de ficciones nacionales. En el poema fundacional de Paz, las mujeres indias son las madres violadas de la nación mexicana; los mexicanos serían los hijos de éstas y de los españoles violadores. Esta fábula y la idea de la olmeca como la “cultura madre” se inscriben en la misma línea de pensamiento. Con todo, no descarté la posibilidad de hallar (no de construir) el poema en donde se afincaba lo mixe. A fin de cuentas, yo también fui educado en la escuela mexicana; celebré en los festivales escolares, disfrazado de indio, las fechas sagradas del santoral mexicano y aborrecí a los españoles por las crueldades que cometieron contra “nosotros” antes de “nuestra” Independencia. Cuando encontré la teoría poética de Paz, intentaba escapar de la mexicanidad con las herramientas a mi alcance, pero no advertía el peligro inherente a los esencialismos. Como otros antes que yo, pensaba encontrar en la esencia del pueblo mixe la alternativa y el antídoto contra el borramiento identitario y el lenguicidio, impulsados por los gobiernos mexicanos en su cruzada por la mexicanización de los mixes y los otros pueblos que le estorbaban. Si la mexicanidad acudió a los indios antiguos para explicarse a sí misma y consumar el programa ideológico del mestizaje, ¿no era derecho de los mixes recurrir a un canto propio para enfrentar el exterminio? Al menos no se lo habíamos quitado a otras naciones para no sentirnos tan mal con nosotros mismos. Si existiera un poema en el cual la sociedad mixe se asentara, éste emanaría de Kontoy. Me propuse, en aquella época, estudiar los cantos, poemas, cuentos, leyendas y discursos rituales que acudían a la figura de Kontoy (Condoy, Kong oy, Oy Konk o como se prefiera): rey, caudillo histórico, héroe divino o deidad primigenia de los mixes, dependiendo de quién lo mencione, dónde se le encuentre o para qué se narre su historia. Me interesaba no tanto lo que mi pueblo decía sobre Kontoy, sino lo que aquel río nacido de la imaginación, los anhelos, la incertidumbre y el conocimiento mixe explicaba sobre sí mismo. Actualmente, ya no busco la esencia de mi pueblo pero, irónicamente, durante el rastreo de textos escritos sobre Kontoy, me encontré con una revista salida de una mitología católica: América Española. Fundada por Francisco Elguero en 1921, llevaba como subtítulo: “Revista quincenal. Destinada al estudio de los intereses de la Raza Latina en el Nuevo Mundo” y reunía a una camarilla de escritores autonombrada “Caballeros de Colón” —en donde se incluían varios miembros de la Academia Mexicana de Historia—, que organizó los festejos centenarios en honor a Agustín de Iturbide, padre de la Independencia, y a Hernán Cortés, padre de la nacionalidad mexicana, como proponían. En ese recoveco de la causa hispanista tuve un encuentro insospechado con un texto que se titula: “Condoy. Poema de una tribu heroica”, escrito por Francisco Pascual García (de Chicomexúchitl, Oaxaca) a partir de las crónicas de Francisco de Burgoa. ¿Cómo se había colado el arquetipo de la resistencia mixe, lo mismo ante zapotecos y mexicas que ante españoles y mexicanos, en una revista hispanista? La anomalía daría para un diálogo extenso en otro espacio. Acá me sirve la anécdota para transitar hacia uno de tantos espacios en donde se ha explicado la realidad mexicana a través del enfrentamiento entre los “conservaduristas hispanófilos” —como les dice la historiadora Beatriz Urías Horcasitas— y sus encarnizados enemigos, a quienes llamaban “indiófilos”. Mientras éstos idealizaban a Iturbide, los otros lo hacían con Hidalgo. Al Cortés heroico de unos se antepondría el complejo de la Malinche. La génesis hispánica, católica y latina era abrazada por aquéllos y atacada por sus rivales, quienes enaltecían a los mexicas y a Quetzalcóatl. Al final, todas estas discusiones son una sola: la misma en 2021 que en 1921. En ella, mientras nuestra historia, nuestros dioses, nuestra comida, nuestra ropa y hasta nuestros cuerpos son aprobados por unos y rechazados por otros (y utilizados por ambos), con tal de satisfacer sus necesidades existenciales, nosotros nunca estuvimos. Y ¿para qué querríamos participar?
1. Josefa Sánchez Contreras, “De Colón a ‘Tlali’: los rituales neoindigenistas del Estado mexicano”, The Washington Post, 15 de septiembre de 2021. Yalina Ruiz, “‘La escultura Tlali no me representa’, afirma la poeta zapoteca oaxaqueña Irma Pineda”, El Universal, 15 de septiembre de 2021. Yásnaya Elena A. Gil., “Patkë’mët. Lo olmeca, lo prehispánico y las mujeres indígenas”, El País, 18 de septiembre de 2021. Aída Naxhielly, “De desigualdades y el monumento a la mujer indígena”, Coolhuntermx, s.f.
2. Sólo existieron indígenas hasta que un estado los nombró así (con el antecedente de la categoría “indio”, creada a su vez por los europeos), homogeneizando a una miríada de naciones claramente distinguibles entre sí y de la mexicana, aunque hayan quedado en la demarcación que el estado mexicano reclamó para sí.
Mito Reyes
Ayöök jats anyukojmit jayu (mixe de Totontepec). Es investigador, ensayista y narrador. Es parte del Colectivo Mixe (Colmix). Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad de Guadalajara (UdG), actualmente estudia el doctorado en Literatura Hispánica en el Colegio de San Luis, A. C. (Colsan). Ha publicado cuentos, ensayos y crónicas en diversas compilaciones y revistas. Es cofundador y editor de la Revista Catástrofe. Literatura, sociedad y deportes.
La idea de colocar una cabeza colosal de una “mujer olmeca” en el sitio que antes ocupaba la estatua de Cristóbal Colón suscitó un debate polarizado. Quizás una manifestación más del enfrentamiento de siempre, entre mexicanistas e hispanófilos, que ha tomado diversos rostros a lo largo de la historia de México. Dos bandos que excluyen por completo los intereses y los conceptos de comunidades como las mixes, preocupadas más por la defensa de su territorio que por disputas partidistas o nacionalistas.
En meses recientes, ha habido una discusión, en apariencia amplia y novedosa, acerca del retiro de la estatua de Colón de alguna avenida principal de la Ciudad de México y la sustitución de ésta por la de una mujer indígena, primero, y luego por la cabeza de una “mujer indígena olmeca” (?) —proyecto posteriormente suspendido, a causa de los cuestionamientos que recibió—. Aunque leí críticas muy lúcidas y agudas al respecto, sobre todo, de mujeres indígenas,1 el plan de colocar la “cabeza” me generó más apatía que antipatía. Observé con distancia el hecho y muchos de los acercamientos a él: ¿a quiénes les molestó que se retirara aquella estatua?, ¿a quiénes podía interesarles la colocación de una estatua genérica de una mujer indígena, asegún olmeca, en esa vialidad de aquella ciudad importantísima? Era muy claro, al responder estas preguntas, que en esta gran discusión los indígenas participamos de manera escasa o nula, aunque estuviéramos ahí, en el centro, colocados como adorno, pretexto o catalizador de fantasías y rivalidades ajenas a nosotros. Dos cuestiones me hacían sentir como un espectador ante ese evento curioso pero lejano. Primera: la lucha por el espacio público entendida desde la colocación o el retiro de estatuas, muy rastreable a luchas urbanas específicas y en los espacios de pugna por el poder estatal. Y segunda: las posturas de gran parte de los actores de la discusión eran fácilmente identificables como mexicanistas (indigenistas) o hispanófilas. Naaxü kajpün vs. espacio público Una vista aérea de Anyukojm (Totontepec Villa de Morelos, Mixe, Oaxaca) mostrará primero a Anyukääts, la Peña del Trueno, lugar sagrado de la comunidad. Luego se verán el nacimiento de agua en donde surgió el pueblo, la iglesia del siglo XVI, el palacio municipal, las escuelas, el camposanto, el reloj monumental y los caseríos. Se necesitaría hacer un recorrido a pie para distinguir las únicas estatuas de la comunidad: la de don Bosco, dos en honor a María Auxiliadora, y los bustos de los sacerdotes Carlos Sitia y José Sobrero. La tradición de erigir estatuas es casi inexistente. Las que hay fueron impulsadas por la iglesia católica (los salesianos, en específico). No hay ninguna de los caudillos de la Revolución o Independencia mexicanas, de los héroes virreinales ni de filósofos o artistas europeos; tampoco las hay para honrar a los personajes ilustres de la comunidad: ¿para qué? Los conservamos en la memoria colectiva y su obra está ahí, en el pueblo, en su existencia y vitalidad. Si existe un monumento en Totontepec, es Totontepec mismo. La disputa por el espacio público nos causa extrañeza y, como consecuencia, cualquier forma de intervenirlo es una práctica también distante y tiene poco impacto en nuestras luchas, en las que conceptos como “territorio” y “libre determinación” tienen mucho más peso. Así como la categoría relacional “indígena”2 no puede entenderse más que a partir de los marcos estatales, la lucha por el espacio público viene de las batallas ideológicas intestinas que se dan en los estados nacionales para construir la idea de nación que cada grupo y régimen considera idónea o deseable; y esta lucha es lejana a Totontepec. El concepto de “espacio público” nace en la teoría del estado. Desde Habermas y llegando hasta los estudios sobre el performance, se concibe como un espacio que el estado busca controlar: el lugar de la opinión y el debate público y, potencialmente, espacio para las críticas hacia el poder en turno (junto con sus ficciones) y para la disputa por el poder mismo. Fuera de los referentes estatales, tiene poco sentido. Además, la intervención del espacio público suele darse en las ciudades. Tanto movimientos obreros, estudiantiles, feministas o antirracistas (incluso los campesinos), cuando se deciden a actuar sobre monumentos o espacios simbólicos, lo harán casi siempre en las grandes urbes. Aquellas manifestaciones poca significación tienen en mi comunidad. En ayöök tenemos el difrasismo naaxü kajpün, traducible como “tierra-comunidad”. Cuando las autoridades hablan por los altavoces para dar cualquier anuncio, iniciarán así: “miitsta, naaxü kajpün (ustedes, tierra-comunidad)”. Pero la traducción es desafortunada, en su afán de ser literal. Sería más correcto decir: “ustedes, Totontepec”, porque naaxü kajpün es la gente que no puede comprenderse sin el territorio. Así, al concepto de “espacio común” antepondremos el de “territorio comunal” (nombre legal para naaxü kajpün). En Totontepec la cancha municipal, por ejemplo, no es un espacio común: es terreno comunal. Lo más parecido al espacio público —entendido como el lugar en donde se disputa el poder y se pueden criticar los proyectos comunitarios— sería la asamblea de comuneros, con sus interminables debates. La cancha y la galera, en donde se hacen las asambleas, no pueden intervenirse porque ya están intervenidos: ahí se cuestiona a las autoridades y a todos los asistentes (peor aún, a los faltistas), al mismo naaxü kajpün, en cada reedición de los diálogos comunitarios. No pretendo dar la idea de un espacio ideal, libre de problemas, pues numerosos conflictos e injusticias suceden ahí. Mi intención es subrayar las dificultades que tenemos para comprender o situar en nuestro contexto expresiones de luchas que suelenhablar de nosotros (cuando no lo hacen por nosotros), pero que nos suponen escasa importancia y, desde luego, casi nunca somos nosotros sus impulsores. La misma concepción de “activismo” tiene muy poco sentido, porque la acción intracomunitaria se lleva a cabo en el servicio comunitario (dentro y fuera del sistema de cargos) y la externa, en la defensa del territorio. No es nada extraño que muchas de las defensoras del territorio se nieguen a llamarse feministas o a hablar de patriarcado en los pueblos indígenas, porque ubican estos conceptos como parte de luchas urbanas, cuando no blancas. En Totontepec, por lo tanto, entendemos de asamblea y servicio comunitario. Conceptos como “espacio común” no son parte de la vida comunitaria y no hay discusiones acerca de su intervención. Aquellas manifestaciones que suceden en las ciudades pueden ser interesantes, podemos simpatizar con ellas o considerarlas justas (incluso, participar cuando las visitamos o si radicamos en esos lugares), pero en última instancia son intrascendentes para la comunidad. Acá no tenemos necesidad de estatuas y las discusiones alrededor de ellas nos importan bastante poco. Me atrevo a aventurar que en la mayoría de las comunidades indígenas sucede lo mismo, pues en los diálogos que he tenido con mixes, zapotecos, mixtecos, etcétera, a la inmensa mayoría no nos interpelan. Acaso por eso, en México los movimientos indígenas no buscan hacerse del poder estatal, a diferencia de lo que sucede en otros países. Mexicanismos e hispanofilias La desavenencia que causó la sustitución de la estatua, entre la 4T impulsora del proyecto y sus opositores dentro del mismo sistema de partidos y en los lugares afines a la derecha, es tan sólo la renovación de una dicotomía harto recurrida, rancia: el enfrentamiento entre mexicanistas e hispanófilos que ha tomado diversos rostros a lo largo de la historia de México, desde la época de los insurgentes y los realistas, los conservadores y los liberales, del indigenismo frente al panhispanismo, pasando por todos los movimientos pendulares del pragmatismo priista y hasta el enfrentamiento actual entre la izquierda y derecha mexicanas. Incluso —con el riesgo de que me acusen de conspirativo— se podría entender a los dos más prestigiados centros universitarios y de investigación de México, en ciencias sociales y humanidades, desde estas dos corrientes, al menos en cuanto a sus fundaciones. En esas querellas existe una continuidad no sólo en las posturas respecto a lo indígena y lo español (ensalzados y vilipendiados según el bando), sino en la exclusión repetida de los indígenas contemporáneos, los vivos. Ambas facciones, aunque en sentido opuesto, utilizaron la figura de los indígenas para los relatos nacionales que cada una propuso. En aquellas topadas, los indios (sobre todo las mujeres) tuvieron cabida únicamente como figuras retóricas, motivos narrativos y alegorías, acordes con cada una de las tonadas; nunca como interlocutores verdaderos. Aun más: la confrontación mexicanismo-hispanofilia (indigenismo-europeísmo en muchas ocasiones) se ha convertido en una clave cuasiomnipotente con la que se ha querido entender prácticamente toda la realidad política e histórica de México (incluso los miles de años previos a la creación de éste) y esa clave nos ha sido impuesta a todos los que nos educamos en las escuelas mexicanas, aun a aquellos que todavía nos adscribimos a nuestros pueblos. Uno de los más grandes retos de las luchas indígenas es plantearse a sí mismas fuera de esa falsa disyuntiva. Muchas de las veces, cuando intentamos comprender a nuestros pueblos, lo hacemos a partir de ella, sin percatarnos de que la condición fundamental para mirar desde ahí es no ser indígenas: hispanismo y mexicanismo implican, por definición, observarnos como la otredad constitutiva de sus identidades, independientemente de la actitud con que nos miren. Por eso, en los diálogos con personas no indígenas, escucharemos siempre argumentos y cuestionamientos derivados de ese marco interpretativo: “la pureza ya no existe, los indios se fueron, ahora todos somos mexicanos”;“ustedes tienen sangre española también”; “hablan castellano”; "son católicos”; “según su acta de nacimiento, son mexicanos”, etcétera, como si nuestras identidades se constituyeran esencialmente por el hecho de ser o no mexicanos y el reconocimiento o rechazo de la cultura española (o europea) en nuestras comunidades. Eso cuando no se entiende lo hispano desde un punto de vista racista, presente en nuestra sangre o rasgos físicos. Sustituir la estatua de Colón con una “cabeza de mujer indígena” sólo tiene sentido si se piensa a las indígenas como objeto o, en todo caso, como un sujeto lejano, abstracto y anónimo, antiguo. ¿Qué beneficio puede traer involucrarnos en un enfrentamiento sobre la utilidad del gesto para la nación mexicana? Ambos bandos retomarán nuestros argumentos, como han hecho siempre, para sus propias agendas. Cuando nos afirmamos como raíz de la mexicanidad y nos reflexionamos a nosotros mismos para definir aquellas identidades, únicamente repetimos lo que nos fue enseñado en la escuela mexicana: “los indios son nuestros, su historia y sus territorios nos pertenecen”. Vericuetos y recovecos de la enemistad Si el primer lenguaje humano fue la poesía, entonces “cada sociedad está edificada sobre un poema”, escribió Octavio Paz. La primera vez que me encontré con esa afirmación, en Los hijos del limo (1974), hallé arrebatadora la seguridad con que se presentaba, como revelación de una verdad antiquísima, obtenida en no sé qué anunciación: conocer a un pueblo requería solamente descubrir y comprender el poema mitológico que lo fundaba y sostenía. ¿Sería posible encontrar el poema que fuera la esencia de mi pueblo ayöök (mixe)? En mis posteriores visitas al texto, me golpeó la orfandad palpitante en el desasosiego mexicano y también, el cinismo: “edificada”, pensé, “construida”. Se construye lo que no existe pero que se necesita. Los edificios protegen y, si se tambalean, se reparan a cualquier costo: todo es preferible al desamparo, a vivir a la intemperie y sin certezas. Sospeché entonces de Paz: algo sabía el arquitecto remodelador de la mexicanidad acerca de la construcción de ficciones nacionales. En el poema fundacional de Paz, las mujeres indias son las madres violadas de la nación mexicana; los mexicanos serían los hijos de éstas y de los españoles violadores. Esta fábula y la idea de la olmeca como la “cultura madre” se inscriben en la misma línea de pensamiento. Con todo, no descarté la posibilidad de hallar (no de construir) el poema en donde se afincaba lo mixe. A fin de cuentas, yo también fui educado en la escuela mexicana; celebré en los festivales escolares, disfrazado de indio, las fechas sagradas del santoral mexicano y aborrecí a los españoles por las crueldades que cometieron contra “nosotros” antes de “nuestra” Independencia. Cuando encontré la teoría poética de Paz, intentaba escapar de la mexicanidad con las herramientas a mi alcance, pero no advertía el peligro inherente a los esencialismos. Como otros antes que yo, pensaba encontrar en la esencia del pueblo mixe la alternativa y el antídoto contra el borramiento identitario y el lenguicidio, impulsados por los gobiernos mexicanos en su cruzada por la mexicanización de los mixes y los otros pueblos que le estorbaban. Si la mexicanidad acudió a los indios antiguos para explicarse a sí misma y consumar el programa ideológico del mestizaje, ¿no era derecho de los mixes recurrir a un canto propio para enfrentar el exterminio? Al menos no se lo habíamos quitado a otras naciones para no sentirnos tan mal con nosotros mismos. Si existiera un poema en el cual la sociedad mixe se asentara, éste emanaría de Kontoy. Me propuse, en aquella época, estudiar los cantos, poemas, cuentos, leyendas y discursos rituales que acudían a la figura de Kontoy (Condoy, Kong oy, Oy Konk o como se prefiera): rey, caudillo histórico, héroe divino o deidad primigenia de los mixes, dependiendo de quién lo mencione, dónde se le encuentre o para qué se narre su historia. Me interesaba no tanto lo que mi pueblo decía sobre Kontoy, sino lo que aquel río nacido de la imaginación, los anhelos, la incertidumbre y el conocimiento mixe explicaba sobre sí mismo. Actualmente, ya no busco la esencia de mi pueblo pero, irónicamente, durante el rastreo de textos escritos sobre Kontoy, me encontré con una revista salida de una mitología católica: América Española. Fundada por Francisco Elguero en 1921, llevaba como subtítulo: “Revista quincenal. Destinada al estudio de los intereses de la Raza Latina en el Nuevo Mundo” y reunía a una camarilla de escritores autonombrada “Caballeros de Colón” —en donde se incluían varios miembros de la Academia Mexicana de Historia—, que organizó los festejos centenarios en honor a Agustín de Iturbide, padre de la Independencia, y a Hernán Cortés, padre de la nacionalidad mexicana, como proponían. En ese recoveco de la causa hispanista tuve un encuentro insospechado con un texto que se titula: “Condoy. Poema de una tribu heroica”, escrito por Francisco Pascual García (de Chicomexúchitl, Oaxaca) a partir de las crónicas de Francisco de Burgoa. ¿Cómo se había colado el arquetipo de la resistencia mixe, lo mismo ante zapotecos y mexicas que ante españoles y mexicanos, en una revista hispanista? La anomalía daría para un diálogo extenso en otro espacio. Acá me sirve la anécdota para transitar hacia uno de tantos espacios en donde se ha explicado la realidad mexicana a través del enfrentamiento entre los “conservaduristas hispanófilos” —como les dice la historiadora Beatriz Urías Horcasitas— y sus encarnizados enemigos, a quienes llamaban “indiófilos”. Mientras éstos idealizaban a Iturbide, los otros lo hacían con Hidalgo. Al Cortés heroico de unos se antepondría el complejo de la Malinche. La génesis hispánica, católica y latina era abrazada por aquéllos y atacada por sus rivales, quienes enaltecían a los mexicas y a Quetzalcóatl. Al final, todas estas discusiones son una sola: la misma en 2021 que en 1921. En ella, mientras nuestra historia, nuestros dioses, nuestra comida, nuestra ropa y hasta nuestros cuerpos son aprobados por unos y rechazados por otros (y utilizados por ambos), con tal de satisfacer sus necesidades existenciales, nosotros nunca estuvimos. Y ¿para qué querríamos participar?
1. Josefa Sánchez Contreras, “De Colón a ‘Tlali’: los rituales neoindigenistas del Estado mexicano”, The Washington Post, 15 de septiembre de 2021. Yalina Ruiz, “‘La escultura Tlali no me representa’, afirma la poeta zapoteca oaxaqueña Irma Pineda”, El Universal, 15 de septiembre de 2021. Yásnaya Elena A. Gil., “Patkë’mët. Lo olmeca, lo prehispánico y las mujeres indígenas”, El País, 18 de septiembre de 2021. Aída Naxhielly, “De desigualdades y el monumento a la mujer indígena”, Coolhuntermx, s.f.
2. Sólo existieron indígenas hasta que un estado los nombró así (con el antecedente de la categoría “indio”, creada a su vez por los europeos), homogeneizando a una miríada de naciones claramente distinguibles entre sí y de la mexicana, aunque hayan quedado en la demarcación que el estado mexicano reclamó para sí.
Mito Reyes
Ayöök jats anyukojmit jayu (mixe de Totontepec). Es investigador, ensayista y narrador. Es parte del Colectivo Mixe (Colmix). Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad de Guadalajara (UdG), actualmente estudia el doctorado en Literatura Hispánica en el Colegio de San Luis, A. C. (Colsan). Ha publicado cuentos, ensayos y crónicas en diversas compilaciones y revistas. Es cofundador y editor de la Revista Catástrofe. Literatura, sociedad y deportes.
La idea de colocar una cabeza colosal de una “mujer olmeca” en el sitio que antes ocupaba la estatua de Cristóbal Colón suscitó un debate polarizado. Quizás una manifestación más del enfrentamiento de siempre, entre mexicanistas e hispanófilos, que ha tomado diversos rostros a lo largo de la historia de México. Dos bandos que excluyen por completo los intereses y los conceptos de comunidades como las mixes, preocupadas más por la defensa de su territorio que por disputas partidistas o nacionalistas.
En meses recientes, ha habido una discusión, en apariencia amplia y novedosa, acerca del retiro de la estatua de Colón de alguna avenida principal de la Ciudad de México y la sustitución de ésta por la de una mujer indígena, primero, y luego por la cabeza de una “mujer indígena olmeca” (?) —proyecto posteriormente suspendido, a causa de los cuestionamientos que recibió—. Aunque leí críticas muy lúcidas y agudas al respecto, sobre todo, de mujeres indígenas,1 el plan de colocar la “cabeza” me generó más apatía que antipatía. Observé con distancia el hecho y muchos de los acercamientos a él: ¿a quiénes les molestó que se retirara aquella estatua?, ¿a quiénes podía interesarles la colocación de una estatua genérica de una mujer indígena, asegún olmeca, en esa vialidad de aquella ciudad importantísima? Era muy claro, al responder estas preguntas, que en esta gran discusión los indígenas participamos de manera escasa o nula, aunque estuviéramos ahí, en el centro, colocados como adorno, pretexto o catalizador de fantasías y rivalidades ajenas a nosotros. Dos cuestiones me hacían sentir como un espectador ante ese evento curioso pero lejano. Primera: la lucha por el espacio público entendida desde la colocación o el retiro de estatuas, muy rastreable a luchas urbanas específicas y en los espacios de pugna por el poder estatal. Y segunda: las posturas de gran parte de los actores de la discusión eran fácilmente identificables como mexicanistas (indigenistas) o hispanófilas. Naaxü kajpün vs. espacio público Una vista aérea de Anyukojm (Totontepec Villa de Morelos, Mixe, Oaxaca) mostrará primero a Anyukääts, la Peña del Trueno, lugar sagrado de la comunidad. Luego se verán el nacimiento de agua en donde surgió el pueblo, la iglesia del siglo XVI, el palacio municipal, las escuelas, el camposanto, el reloj monumental y los caseríos. Se necesitaría hacer un recorrido a pie para distinguir las únicas estatuas de la comunidad: la de don Bosco, dos en honor a María Auxiliadora, y los bustos de los sacerdotes Carlos Sitia y José Sobrero. La tradición de erigir estatuas es casi inexistente. Las que hay fueron impulsadas por la iglesia católica (los salesianos, en específico). No hay ninguna de los caudillos de la Revolución o Independencia mexicanas, de los héroes virreinales ni de filósofos o artistas europeos; tampoco las hay para honrar a los personajes ilustres de la comunidad: ¿para qué? Los conservamos en la memoria colectiva y su obra está ahí, en el pueblo, en su existencia y vitalidad. Si existe un monumento en Totontepec, es Totontepec mismo. La disputa por el espacio público nos causa extrañeza y, como consecuencia, cualquier forma de intervenirlo es una práctica también distante y tiene poco impacto en nuestras luchas, en las que conceptos como “territorio” y “libre determinación” tienen mucho más peso. Así como la categoría relacional “indígena”2 no puede entenderse más que a partir de los marcos estatales, la lucha por el espacio público viene de las batallas ideológicas intestinas que se dan en los estados nacionales para construir la idea de nación que cada grupo y régimen considera idónea o deseable; y esta lucha es lejana a Totontepec. El concepto de “espacio público” nace en la teoría del estado. Desde Habermas y llegando hasta los estudios sobre el performance, se concibe como un espacio que el estado busca controlar: el lugar de la opinión y el debate público y, potencialmente, espacio para las críticas hacia el poder en turno (junto con sus ficciones) y para la disputa por el poder mismo. Fuera de los referentes estatales, tiene poco sentido. Además, la intervención del espacio público suele darse en las ciudades. Tanto movimientos obreros, estudiantiles, feministas o antirracistas (incluso los campesinos), cuando se deciden a actuar sobre monumentos o espacios simbólicos, lo harán casi siempre en las grandes urbes. Aquellas manifestaciones poca significación tienen en mi comunidad. En ayöök tenemos el difrasismo naaxü kajpün, traducible como “tierra-comunidad”. Cuando las autoridades hablan por los altavoces para dar cualquier anuncio, iniciarán así: “miitsta, naaxü kajpün (ustedes, tierra-comunidad)”. Pero la traducción es desafortunada, en su afán de ser literal. Sería más correcto decir: “ustedes, Totontepec”, porque naaxü kajpün es la gente que no puede comprenderse sin el territorio. Así, al concepto de “espacio común” antepondremos el de “territorio comunal” (nombre legal para naaxü kajpün). En Totontepec la cancha municipal, por ejemplo, no es un espacio común: es terreno comunal. Lo más parecido al espacio público —entendido como el lugar en donde se disputa el poder y se pueden criticar los proyectos comunitarios— sería la asamblea de comuneros, con sus interminables debates. La cancha y la galera, en donde se hacen las asambleas, no pueden intervenirse porque ya están intervenidos: ahí se cuestiona a las autoridades y a todos los asistentes (peor aún, a los faltistas), al mismo naaxü kajpün, en cada reedición de los diálogos comunitarios. No pretendo dar la idea de un espacio ideal, libre de problemas, pues numerosos conflictos e injusticias suceden ahí. Mi intención es subrayar las dificultades que tenemos para comprender o situar en nuestro contexto expresiones de luchas que suelenhablar de nosotros (cuando no lo hacen por nosotros), pero que nos suponen escasa importancia y, desde luego, casi nunca somos nosotros sus impulsores. La misma concepción de “activismo” tiene muy poco sentido, porque la acción intracomunitaria se lleva a cabo en el servicio comunitario (dentro y fuera del sistema de cargos) y la externa, en la defensa del territorio. No es nada extraño que muchas de las defensoras del territorio se nieguen a llamarse feministas o a hablar de patriarcado en los pueblos indígenas, porque ubican estos conceptos como parte de luchas urbanas, cuando no blancas. En Totontepec, por lo tanto, entendemos de asamblea y servicio comunitario. Conceptos como “espacio común” no son parte de la vida comunitaria y no hay discusiones acerca de su intervención. Aquellas manifestaciones que suceden en las ciudades pueden ser interesantes, podemos simpatizar con ellas o considerarlas justas (incluso, participar cuando las visitamos o si radicamos en esos lugares), pero en última instancia son intrascendentes para la comunidad. Acá no tenemos necesidad de estatuas y las discusiones alrededor de ellas nos importan bastante poco. Me atrevo a aventurar que en la mayoría de las comunidades indígenas sucede lo mismo, pues en los diálogos que he tenido con mixes, zapotecos, mixtecos, etcétera, a la inmensa mayoría no nos interpelan. Acaso por eso, en México los movimientos indígenas no buscan hacerse del poder estatal, a diferencia de lo que sucede en otros países. Mexicanismos e hispanofilias La desavenencia que causó la sustitución de la estatua, entre la 4T impulsora del proyecto y sus opositores dentro del mismo sistema de partidos y en los lugares afines a la derecha, es tan sólo la renovación de una dicotomía harto recurrida, rancia: el enfrentamiento entre mexicanistas e hispanófilos que ha tomado diversos rostros a lo largo de la historia de México, desde la época de los insurgentes y los realistas, los conservadores y los liberales, del indigenismo frente al panhispanismo, pasando por todos los movimientos pendulares del pragmatismo priista y hasta el enfrentamiento actual entre la izquierda y derecha mexicanas. Incluso —con el riesgo de que me acusen de conspirativo— se podría entender a los dos más prestigiados centros universitarios y de investigación de México, en ciencias sociales y humanidades, desde estas dos corrientes, al menos en cuanto a sus fundaciones. En esas querellas existe una continuidad no sólo en las posturas respecto a lo indígena y lo español (ensalzados y vilipendiados según el bando), sino en la exclusión repetida de los indígenas contemporáneos, los vivos. Ambas facciones, aunque en sentido opuesto, utilizaron la figura de los indígenas para los relatos nacionales que cada una propuso. En aquellas topadas, los indios (sobre todo las mujeres) tuvieron cabida únicamente como figuras retóricas, motivos narrativos y alegorías, acordes con cada una de las tonadas; nunca como interlocutores verdaderos. Aun más: la confrontación mexicanismo-hispanofilia (indigenismo-europeísmo en muchas ocasiones) se ha convertido en una clave cuasiomnipotente con la que se ha querido entender prácticamente toda la realidad política e histórica de México (incluso los miles de años previos a la creación de éste) y esa clave nos ha sido impuesta a todos los que nos educamos en las escuelas mexicanas, aun a aquellos que todavía nos adscribimos a nuestros pueblos. Uno de los más grandes retos de las luchas indígenas es plantearse a sí mismas fuera de esa falsa disyuntiva. Muchas de las veces, cuando intentamos comprender a nuestros pueblos, lo hacemos a partir de ella, sin percatarnos de que la condición fundamental para mirar desde ahí es no ser indígenas: hispanismo y mexicanismo implican, por definición, observarnos como la otredad constitutiva de sus identidades, independientemente de la actitud con que nos miren. Por eso, en los diálogos con personas no indígenas, escucharemos siempre argumentos y cuestionamientos derivados de ese marco interpretativo: “la pureza ya no existe, los indios se fueron, ahora todos somos mexicanos”;“ustedes tienen sangre española también”; “hablan castellano”; "son católicos”; “según su acta de nacimiento, son mexicanos”, etcétera, como si nuestras identidades se constituyeran esencialmente por el hecho de ser o no mexicanos y el reconocimiento o rechazo de la cultura española (o europea) en nuestras comunidades. Eso cuando no se entiende lo hispano desde un punto de vista racista, presente en nuestra sangre o rasgos físicos. Sustituir la estatua de Colón con una “cabeza de mujer indígena” sólo tiene sentido si se piensa a las indígenas como objeto o, en todo caso, como un sujeto lejano, abstracto y anónimo, antiguo. ¿Qué beneficio puede traer involucrarnos en un enfrentamiento sobre la utilidad del gesto para la nación mexicana? Ambos bandos retomarán nuestros argumentos, como han hecho siempre, para sus propias agendas. Cuando nos afirmamos como raíz de la mexicanidad y nos reflexionamos a nosotros mismos para definir aquellas identidades, únicamente repetimos lo que nos fue enseñado en la escuela mexicana: “los indios son nuestros, su historia y sus territorios nos pertenecen”. Vericuetos y recovecos de la enemistad Si el primer lenguaje humano fue la poesía, entonces “cada sociedad está edificada sobre un poema”, escribió Octavio Paz. La primera vez que me encontré con esa afirmación, en Los hijos del limo (1974), hallé arrebatadora la seguridad con que se presentaba, como revelación de una verdad antiquísima, obtenida en no sé qué anunciación: conocer a un pueblo requería solamente descubrir y comprender el poema mitológico que lo fundaba y sostenía. ¿Sería posible encontrar el poema que fuera la esencia de mi pueblo ayöök (mixe)? En mis posteriores visitas al texto, me golpeó la orfandad palpitante en el desasosiego mexicano y también, el cinismo: “edificada”, pensé, “construida”. Se construye lo que no existe pero que se necesita. Los edificios protegen y, si se tambalean, se reparan a cualquier costo: todo es preferible al desamparo, a vivir a la intemperie y sin certezas. Sospeché entonces de Paz: algo sabía el arquitecto remodelador de la mexicanidad acerca de la construcción de ficciones nacionales. En el poema fundacional de Paz, las mujeres indias son las madres violadas de la nación mexicana; los mexicanos serían los hijos de éstas y de los españoles violadores. Esta fábula y la idea de la olmeca como la “cultura madre” se inscriben en la misma línea de pensamiento. Con todo, no descarté la posibilidad de hallar (no de construir) el poema en donde se afincaba lo mixe. A fin de cuentas, yo también fui educado en la escuela mexicana; celebré en los festivales escolares, disfrazado de indio, las fechas sagradas del santoral mexicano y aborrecí a los españoles por las crueldades que cometieron contra “nosotros” antes de “nuestra” Independencia. Cuando encontré la teoría poética de Paz, intentaba escapar de la mexicanidad con las herramientas a mi alcance, pero no advertía el peligro inherente a los esencialismos. Como otros antes que yo, pensaba encontrar en la esencia del pueblo mixe la alternativa y el antídoto contra el borramiento identitario y el lenguicidio, impulsados por los gobiernos mexicanos en su cruzada por la mexicanización de los mixes y los otros pueblos que le estorbaban. Si la mexicanidad acudió a los indios antiguos para explicarse a sí misma y consumar el programa ideológico del mestizaje, ¿no era derecho de los mixes recurrir a un canto propio para enfrentar el exterminio? Al menos no se lo habíamos quitado a otras naciones para no sentirnos tan mal con nosotros mismos. Si existiera un poema en el cual la sociedad mixe se asentara, éste emanaría de Kontoy. Me propuse, en aquella época, estudiar los cantos, poemas, cuentos, leyendas y discursos rituales que acudían a la figura de Kontoy (Condoy, Kong oy, Oy Konk o como se prefiera): rey, caudillo histórico, héroe divino o deidad primigenia de los mixes, dependiendo de quién lo mencione, dónde se le encuentre o para qué se narre su historia. Me interesaba no tanto lo que mi pueblo decía sobre Kontoy, sino lo que aquel río nacido de la imaginación, los anhelos, la incertidumbre y el conocimiento mixe explicaba sobre sí mismo. Actualmente, ya no busco la esencia de mi pueblo pero, irónicamente, durante el rastreo de textos escritos sobre Kontoy, me encontré con una revista salida de una mitología católica: América Española. Fundada por Francisco Elguero en 1921, llevaba como subtítulo: “Revista quincenal. Destinada al estudio de los intereses de la Raza Latina en el Nuevo Mundo” y reunía a una camarilla de escritores autonombrada “Caballeros de Colón” —en donde se incluían varios miembros de la Academia Mexicana de Historia—, que organizó los festejos centenarios en honor a Agustín de Iturbide, padre de la Independencia, y a Hernán Cortés, padre de la nacionalidad mexicana, como proponían. En ese recoveco de la causa hispanista tuve un encuentro insospechado con un texto que se titula: “Condoy. Poema de una tribu heroica”, escrito por Francisco Pascual García (de Chicomexúchitl, Oaxaca) a partir de las crónicas de Francisco de Burgoa. ¿Cómo se había colado el arquetipo de la resistencia mixe, lo mismo ante zapotecos y mexicas que ante españoles y mexicanos, en una revista hispanista? La anomalía daría para un diálogo extenso en otro espacio. Acá me sirve la anécdota para transitar hacia uno de tantos espacios en donde se ha explicado la realidad mexicana a través del enfrentamiento entre los “conservaduristas hispanófilos” —como les dice la historiadora Beatriz Urías Horcasitas— y sus encarnizados enemigos, a quienes llamaban “indiófilos”. Mientras éstos idealizaban a Iturbide, los otros lo hacían con Hidalgo. Al Cortés heroico de unos se antepondría el complejo de la Malinche. La génesis hispánica, católica y latina era abrazada por aquéllos y atacada por sus rivales, quienes enaltecían a los mexicas y a Quetzalcóatl. Al final, todas estas discusiones son una sola: la misma en 2021 que en 1921. En ella, mientras nuestra historia, nuestros dioses, nuestra comida, nuestra ropa y hasta nuestros cuerpos son aprobados por unos y rechazados por otros (y utilizados por ambos), con tal de satisfacer sus necesidades existenciales, nosotros nunca estuvimos. Y ¿para qué querríamos participar?
1. Josefa Sánchez Contreras, “De Colón a ‘Tlali’: los rituales neoindigenistas del Estado mexicano”, The Washington Post, 15 de septiembre de 2021. Yalina Ruiz, “‘La escultura Tlali no me representa’, afirma la poeta zapoteca oaxaqueña Irma Pineda”, El Universal, 15 de septiembre de 2021. Yásnaya Elena A. Gil., “Patkë’mët. Lo olmeca, lo prehispánico y las mujeres indígenas”, El País, 18 de septiembre de 2021. Aída Naxhielly, “De desigualdades y el monumento a la mujer indígena”, Coolhuntermx, s.f.
2. Sólo existieron indígenas hasta que un estado los nombró así (con el antecedente de la categoría “indio”, creada a su vez por los europeos), homogeneizando a una miríada de naciones claramente distinguibles entre sí y de la mexicana, aunque hayan quedado en la demarcación que el estado mexicano reclamó para sí.
Mito Reyes
Ayöök jats anyukojmit jayu (mixe de Totontepec). Es investigador, ensayista y narrador. Es parte del Colectivo Mixe (Colmix). Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad de Guadalajara (UdG), actualmente estudia el doctorado en Literatura Hispánica en el Colegio de San Luis, A. C. (Colsan). Ha publicado cuentos, ensayos y crónicas en diversas compilaciones y revistas. Es cofundador y editor de la Revista Catástrofe. Literatura, sociedad y deportes.
La idea de colocar una cabeza colosal de una “mujer olmeca” en el sitio que antes ocupaba la estatua de Cristóbal Colón suscitó un debate polarizado. Quizás una manifestación más del enfrentamiento de siempre, entre mexicanistas e hispanófilos, que ha tomado diversos rostros a lo largo de la historia de México. Dos bandos que excluyen por completo los intereses y los conceptos de comunidades como las mixes, preocupadas más por la defensa de su territorio que por disputas partidistas o nacionalistas.
En meses recientes, ha habido una discusión, en apariencia amplia y novedosa, acerca del retiro de la estatua de Colón de alguna avenida principal de la Ciudad de México y la sustitución de ésta por la de una mujer indígena, primero, y luego por la cabeza de una “mujer indígena olmeca” (?) —proyecto posteriormente suspendido, a causa de los cuestionamientos que recibió—. Aunque leí críticas muy lúcidas y agudas al respecto, sobre todo, de mujeres indígenas,1 el plan de colocar la “cabeza” me generó más apatía que antipatía. Observé con distancia el hecho y muchos de los acercamientos a él: ¿a quiénes les molestó que se retirara aquella estatua?, ¿a quiénes podía interesarles la colocación de una estatua genérica de una mujer indígena, asegún olmeca, en esa vialidad de aquella ciudad importantísima? Era muy claro, al responder estas preguntas, que en esta gran discusión los indígenas participamos de manera escasa o nula, aunque estuviéramos ahí, en el centro, colocados como adorno, pretexto o catalizador de fantasías y rivalidades ajenas a nosotros. Dos cuestiones me hacían sentir como un espectador ante ese evento curioso pero lejano. Primera: la lucha por el espacio público entendida desde la colocación o el retiro de estatuas, muy rastreable a luchas urbanas específicas y en los espacios de pugna por el poder estatal. Y segunda: las posturas de gran parte de los actores de la discusión eran fácilmente identificables como mexicanistas (indigenistas) o hispanófilas. Naaxü kajpün vs. espacio público Una vista aérea de Anyukojm (Totontepec Villa de Morelos, Mixe, Oaxaca) mostrará primero a Anyukääts, la Peña del Trueno, lugar sagrado de la comunidad. Luego se verán el nacimiento de agua en donde surgió el pueblo, la iglesia del siglo XVI, el palacio municipal, las escuelas, el camposanto, el reloj monumental y los caseríos. Se necesitaría hacer un recorrido a pie para distinguir las únicas estatuas de la comunidad: la de don Bosco, dos en honor a María Auxiliadora, y los bustos de los sacerdotes Carlos Sitia y José Sobrero. La tradición de erigir estatuas es casi inexistente. Las que hay fueron impulsadas por la iglesia católica (los salesianos, en específico). No hay ninguna de los caudillos de la Revolución o Independencia mexicanas, de los héroes virreinales ni de filósofos o artistas europeos; tampoco las hay para honrar a los personajes ilustres de la comunidad: ¿para qué? Los conservamos en la memoria colectiva y su obra está ahí, en el pueblo, en su existencia y vitalidad. Si existe un monumento en Totontepec, es Totontepec mismo. La disputa por el espacio público nos causa extrañeza y, como consecuencia, cualquier forma de intervenirlo es una práctica también distante y tiene poco impacto en nuestras luchas, en las que conceptos como “territorio” y “libre determinación” tienen mucho más peso. Así como la categoría relacional “indígena”2 no puede entenderse más que a partir de los marcos estatales, la lucha por el espacio público viene de las batallas ideológicas intestinas que se dan en los estados nacionales para construir la idea de nación que cada grupo y régimen considera idónea o deseable; y esta lucha es lejana a Totontepec. El concepto de “espacio público” nace en la teoría del estado. Desde Habermas y llegando hasta los estudios sobre el performance, se concibe como un espacio que el estado busca controlar: el lugar de la opinión y el debate público y, potencialmente, espacio para las críticas hacia el poder en turno (junto con sus ficciones) y para la disputa por el poder mismo. Fuera de los referentes estatales, tiene poco sentido. Además, la intervención del espacio público suele darse en las ciudades. Tanto movimientos obreros, estudiantiles, feministas o antirracistas (incluso los campesinos), cuando se deciden a actuar sobre monumentos o espacios simbólicos, lo harán casi siempre en las grandes urbes. Aquellas manifestaciones poca significación tienen en mi comunidad. En ayöök tenemos el difrasismo naaxü kajpün, traducible como “tierra-comunidad”. Cuando las autoridades hablan por los altavoces para dar cualquier anuncio, iniciarán así: “miitsta, naaxü kajpün (ustedes, tierra-comunidad)”. Pero la traducción es desafortunada, en su afán de ser literal. Sería más correcto decir: “ustedes, Totontepec”, porque naaxü kajpün es la gente que no puede comprenderse sin el territorio. Así, al concepto de “espacio común” antepondremos el de “territorio comunal” (nombre legal para naaxü kajpün). En Totontepec la cancha municipal, por ejemplo, no es un espacio común: es terreno comunal. Lo más parecido al espacio público —entendido como el lugar en donde se disputa el poder y se pueden criticar los proyectos comunitarios— sería la asamblea de comuneros, con sus interminables debates. La cancha y la galera, en donde se hacen las asambleas, no pueden intervenirse porque ya están intervenidos: ahí se cuestiona a las autoridades y a todos los asistentes (peor aún, a los faltistas), al mismo naaxü kajpün, en cada reedición de los diálogos comunitarios. No pretendo dar la idea de un espacio ideal, libre de problemas, pues numerosos conflictos e injusticias suceden ahí. Mi intención es subrayar las dificultades que tenemos para comprender o situar en nuestro contexto expresiones de luchas que suelenhablar de nosotros (cuando no lo hacen por nosotros), pero que nos suponen escasa importancia y, desde luego, casi nunca somos nosotros sus impulsores. La misma concepción de “activismo” tiene muy poco sentido, porque la acción intracomunitaria se lleva a cabo en el servicio comunitario (dentro y fuera del sistema de cargos) y la externa, en la defensa del territorio. No es nada extraño que muchas de las defensoras del territorio se nieguen a llamarse feministas o a hablar de patriarcado en los pueblos indígenas, porque ubican estos conceptos como parte de luchas urbanas, cuando no blancas. En Totontepec, por lo tanto, entendemos de asamblea y servicio comunitario. Conceptos como “espacio común” no son parte de la vida comunitaria y no hay discusiones acerca de su intervención. Aquellas manifestaciones que suceden en las ciudades pueden ser interesantes, podemos simpatizar con ellas o considerarlas justas (incluso, participar cuando las visitamos o si radicamos en esos lugares), pero en última instancia son intrascendentes para la comunidad. Acá no tenemos necesidad de estatuas y las discusiones alrededor de ellas nos importan bastante poco. Me atrevo a aventurar que en la mayoría de las comunidades indígenas sucede lo mismo, pues en los diálogos que he tenido con mixes, zapotecos, mixtecos, etcétera, a la inmensa mayoría no nos interpelan. Acaso por eso, en México los movimientos indígenas no buscan hacerse del poder estatal, a diferencia de lo que sucede en otros países. Mexicanismos e hispanofilias La desavenencia que causó la sustitución de la estatua, entre la 4T impulsora del proyecto y sus opositores dentro del mismo sistema de partidos y en los lugares afines a la derecha, es tan sólo la renovación de una dicotomía harto recurrida, rancia: el enfrentamiento entre mexicanistas e hispanófilos que ha tomado diversos rostros a lo largo de la historia de México, desde la época de los insurgentes y los realistas, los conservadores y los liberales, del indigenismo frente al panhispanismo, pasando por todos los movimientos pendulares del pragmatismo priista y hasta el enfrentamiento actual entre la izquierda y derecha mexicanas. Incluso —con el riesgo de que me acusen de conspirativo— se podría entender a los dos más prestigiados centros universitarios y de investigación de México, en ciencias sociales y humanidades, desde estas dos corrientes, al menos en cuanto a sus fundaciones. En esas querellas existe una continuidad no sólo en las posturas respecto a lo indígena y lo español (ensalzados y vilipendiados según el bando), sino en la exclusión repetida de los indígenas contemporáneos, los vivos. Ambas facciones, aunque en sentido opuesto, utilizaron la figura de los indígenas para los relatos nacionales que cada una propuso. En aquellas topadas, los indios (sobre todo las mujeres) tuvieron cabida únicamente como figuras retóricas, motivos narrativos y alegorías, acordes con cada una de las tonadas; nunca como interlocutores verdaderos. Aun más: la confrontación mexicanismo-hispanofilia (indigenismo-europeísmo en muchas ocasiones) se ha convertido en una clave cuasiomnipotente con la que se ha querido entender prácticamente toda la realidad política e histórica de México (incluso los miles de años previos a la creación de éste) y esa clave nos ha sido impuesta a todos los que nos educamos en las escuelas mexicanas, aun a aquellos que todavía nos adscribimos a nuestros pueblos. Uno de los más grandes retos de las luchas indígenas es plantearse a sí mismas fuera de esa falsa disyuntiva. Muchas de las veces, cuando intentamos comprender a nuestros pueblos, lo hacemos a partir de ella, sin percatarnos de que la condición fundamental para mirar desde ahí es no ser indígenas: hispanismo y mexicanismo implican, por definición, observarnos como la otredad constitutiva de sus identidades, independientemente de la actitud con que nos miren. Por eso, en los diálogos con personas no indígenas, escucharemos siempre argumentos y cuestionamientos derivados de ese marco interpretativo: “la pureza ya no existe, los indios se fueron, ahora todos somos mexicanos”;“ustedes tienen sangre española también”; “hablan castellano”; "son católicos”; “según su acta de nacimiento, son mexicanos”, etcétera, como si nuestras identidades se constituyeran esencialmente por el hecho de ser o no mexicanos y el reconocimiento o rechazo de la cultura española (o europea) en nuestras comunidades. Eso cuando no se entiende lo hispano desde un punto de vista racista, presente en nuestra sangre o rasgos físicos. Sustituir la estatua de Colón con una “cabeza de mujer indígena” sólo tiene sentido si se piensa a las indígenas como objeto o, en todo caso, como un sujeto lejano, abstracto y anónimo, antiguo. ¿Qué beneficio puede traer involucrarnos en un enfrentamiento sobre la utilidad del gesto para la nación mexicana? Ambos bandos retomarán nuestros argumentos, como han hecho siempre, para sus propias agendas. Cuando nos afirmamos como raíz de la mexicanidad y nos reflexionamos a nosotros mismos para definir aquellas identidades, únicamente repetimos lo que nos fue enseñado en la escuela mexicana: “los indios son nuestros, su historia y sus territorios nos pertenecen”. Vericuetos y recovecos de la enemistad Si el primer lenguaje humano fue la poesía, entonces “cada sociedad está edificada sobre un poema”, escribió Octavio Paz. La primera vez que me encontré con esa afirmación, en Los hijos del limo (1974), hallé arrebatadora la seguridad con que se presentaba, como revelación de una verdad antiquísima, obtenida en no sé qué anunciación: conocer a un pueblo requería solamente descubrir y comprender el poema mitológico que lo fundaba y sostenía. ¿Sería posible encontrar el poema que fuera la esencia de mi pueblo ayöök (mixe)? En mis posteriores visitas al texto, me golpeó la orfandad palpitante en el desasosiego mexicano y también, el cinismo: “edificada”, pensé, “construida”. Se construye lo que no existe pero que se necesita. Los edificios protegen y, si se tambalean, se reparan a cualquier costo: todo es preferible al desamparo, a vivir a la intemperie y sin certezas. Sospeché entonces de Paz: algo sabía el arquitecto remodelador de la mexicanidad acerca de la construcción de ficciones nacionales. En el poema fundacional de Paz, las mujeres indias son las madres violadas de la nación mexicana; los mexicanos serían los hijos de éstas y de los españoles violadores. Esta fábula y la idea de la olmeca como la “cultura madre” se inscriben en la misma línea de pensamiento. Con todo, no descarté la posibilidad de hallar (no de construir) el poema en donde se afincaba lo mixe. A fin de cuentas, yo también fui educado en la escuela mexicana; celebré en los festivales escolares, disfrazado de indio, las fechas sagradas del santoral mexicano y aborrecí a los españoles por las crueldades que cometieron contra “nosotros” antes de “nuestra” Independencia. Cuando encontré la teoría poética de Paz, intentaba escapar de la mexicanidad con las herramientas a mi alcance, pero no advertía el peligro inherente a los esencialismos. Como otros antes que yo, pensaba encontrar en la esencia del pueblo mixe la alternativa y el antídoto contra el borramiento identitario y el lenguicidio, impulsados por los gobiernos mexicanos en su cruzada por la mexicanización de los mixes y los otros pueblos que le estorbaban. Si la mexicanidad acudió a los indios antiguos para explicarse a sí misma y consumar el programa ideológico del mestizaje, ¿no era derecho de los mixes recurrir a un canto propio para enfrentar el exterminio? Al menos no se lo habíamos quitado a otras naciones para no sentirnos tan mal con nosotros mismos. Si existiera un poema en el cual la sociedad mixe se asentara, éste emanaría de Kontoy. Me propuse, en aquella época, estudiar los cantos, poemas, cuentos, leyendas y discursos rituales que acudían a la figura de Kontoy (Condoy, Kong oy, Oy Konk o como se prefiera): rey, caudillo histórico, héroe divino o deidad primigenia de los mixes, dependiendo de quién lo mencione, dónde se le encuentre o para qué se narre su historia. Me interesaba no tanto lo que mi pueblo decía sobre Kontoy, sino lo que aquel río nacido de la imaginación, los anhelos, la incertidumbre y el conocimiento mixe explicaba sobre sí mismo. Actualmente, ya no busco la esencia de mi pueblo pero, irónicamente, durante el rastreo de textos escritos sobre Kontoy, me encontré con una revista salida de una mitología católica: América Española. Fundada por Francisco Elguero en 1921, llevaba como subtítulo: “Revista quincenal. Destinada al estudio de los intereses de la Raza Latina en el Nuevo Mundo” y reunía a una camarilla de escritores autonombrada “Caballeros de Colón” —en donde se incluían varios miembros de la Academia Mexicana de Historia—, que organizó los festejos centenarios en honor a Agustín de Iturbide, padre de la Independencia, y a Hernán Cortés, padre de la nacionalidad mexicana, como proponían. En ese recoveco de la causa hispanista tuve un encuentro insospechado con un texto que se titula: “Condoy. Poema de una tribu heroica”, escrito por Francisco Pascual García (de Chicomexúchitl, Oaxaca) a partir de las crónicas de Francisco de Burgoa. ¿Cómo se había colado el arquetipo de la resistencia mixe, lo mismo ante zapotecos y mexicas que ante españoles y mexicanos, en una revista hispanista? La anomalía daría para un diálogo extenso en otro espacio. Acá me sirve la anécdota para transitar hacia uno de tantos espacios en donde se ha explicado la realidad mexicana a través del enfrentamiento entre los “conservaduristas hispanófilos” —como les dice la historiadora Beatriz Urías Horcasitas— y sus encarnizados enemigos, a quienes llamaban “indiófilos”. Mientras éstos idealizaban a Iturbide, los otros lo hacían con Hidalgo. Al Cortés heroico de unos se antepondría el complejo de la Malinche. La génesis hispánica, católica y latina era abrazada por aquéllos y atacada por sus rivales, quienes enaltecían a los mexicas y a Quetzalcóatl. Al final, todas estas discusiones son una sola: la misma en 2021 que en 1921. En ella, mientras nuestra historia, nuestros dioses, nuestra comida, nuestra ropa y hasta nuestros cuerpos son aprobados por unos y rechazados por otros (y utilizados por ambos), con tal de satisfacer sus necesidades existenciales, nosotros nunca estuvimos. Y ¿para qué querríamos participar?
1. Josefa Sánchez Contreras, “De Colón a ‘Tlali’: los rituales neoindigenistas del Estado mexicano”, The Washington Post, 15 de septiembre de 2021. Yalina Ruiz, “‘La escultura Tlali no me representa’, afirma la poeta zapoteca oaxaqueña Irma Pineda”, El Universal, 15 de septiembre de 2021. Yásnaya Elena A. Gil., “Patkë’mët. Lo olmeca, lo prehispánico y las mujeres indígenas”, El País, 18 de septiembre de 2021. Aída Naxhielly, “De desigualdades y el monumento a la mujer indígena”, Coolhuntermx, s.f.
2. Sólo existieron indígenas hasta que un estado los nombró así (con el antecedente de la categoría “indio”, creada a su vez por los europeos), homogeneizando a una miríada de naciones claramente distinguibles entre sí y de la mexicana, aunque hayan quedado en la demarcación que el estado mexicano reclamó para sí.
Mito Reyes
Ayöök jats anyukojmit jayu (mixe de Totontepec). Es investigador, ensayista y narrador. Es parte del Colectivo Mixe (Colmix). Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad de Guadalajara (UdG), actualmente estudia el doctorado en Literatura Hispánica en el Colegio de San Luis, A. C. (Colsan). Ha publicado cuentos, ensayos y crónicas en diversas compilaciones y revistas. Es cofundador y editor de la Revista Catástrofe. Literatura, sociedad y deportes.
La idea de colocar una cabeza colosal de una “mujer olmeca” en el sitio que antes ocupaba la estatua de Cristóbal Colón suscitó un debate polarizado. Quizás una manifestación más del enfrentamiento de siempre, entre mexicanistas e hispanófilos, que ha tomado diversos rostros a lo largo de la historia de México. Dos bandos que excluyen por completo los intereses y los conceptos de comunidades como las mixes, preocupadas más por la defensa de su territorio que por disputas partidistas o nacionalistas.
En meses recientes, ha habido una discusión, en apariencia amplia y novedosa, acerca del retiro de la estatua de Colón de alguna avenida principal de la Ciudad de México y la sustitución de ésta por la de una mujer indígena, primero, y luego por la cabeza de una “mujer indígena olmeca” (?) —proyecto posteriormente suspendido, a causa de los cuestionamientos que recibió—. Aunque leí críticas muy lúcidas y agudas al respecto, sobre todo, de mujeres indígenas,1 el plan de colocar la “cabeza” me generó más apatía que antipatía. Observé con distancia el hecho y muchos de los acercamientos a él: ¿a quiénes les molestó que se retirara aquella estatua?, ¿a quiénes podía interesarles la colocación de una estatua genérica de una mujer indígena, asegún olmeca, en esa vialidad de aquella ciudad importantísima? Era muy claro, al responder estas preguntas, que en esta gran discusión los indígenas participamos de manera escasa o nula, aunque estuviéramos ahí, en el centro, colocados como adorno, pretexto o catalizador de fantasías y rivalidades ajenas a nosotros. Dos cuestiones me hacían sentir como un espectador ante ese evento curioso pero lejano. Primera: la lucha por el espacio público entendida desde la colocación o el retiro de estatuas, muy rastreable a luchas urbanas específicas y en los espacios de pugna por el poder estatal. Y segunda: las posturas de gran parte de los actores de la discusión eran fácilmente identificables como mexicanistas (indigenistas) o hispanófilas. Naaxü kajpün vs. espacio público Una vista aérea de Anyukojm (Totontepec Villa de Morelos, Mixe, Oaxaca) mostrará primero a Anyukääts, la Peña del Trueno, lugar sagrado de la comunidad. Luego se verán el nacimiento de agua en donde surgió el pueblo, la iglesia del siglo XVI, el palacio municipal, las escuelas, el camposanto, el reloj monumental y los caseríos. Se necesitaría hacer un recorrido a pie para distinguir las únicas estatuas de la comunidad: la de don Bosco, dos en honor a María Auxiliadora, y los bustos de los sacerdotes Carlos Sitia y José Sobrero. La tradición de erigir estatuas es casi inexistente. Las que hay fueron impulsadas por la iglesia católica (los salesianos, en específico). No hay ninguna de los caudillos de la Revolución o Independencia mexicanas, de los héroes virreinales ni de filósofos o artistas europeos; tampoco las hay para honrar a los personajes ilustres de la comunidad: ¿para qué? Los conservamos en la memoria colectiva y su obra está ahí, en el pueblo, en su existencia y vitalidad. Si existe un monumento en Totontepec, es Totontepec mismo. La disputa por el espacio público nos causa extrañeza y, como consecuencia, cualquier forma de intervenirlo es una práctica también distante y tiene poco impacto en nuestras luchas, en las que conceptos como “territorio” y “libre determinación” tienen mucho más peso. Así como la categoría relacional “indígena”2 no puede entenderse más que a partir de los marcos estatales, la lucha por el espacio público viene de las batallas ideológicas intestinas que se dan en los estados nacionales para construir la idea de nación que cada grupo y régimen considera idónea o deseable; y esta lucha es lejana a Totontepec. El concepto de “espacio público” nace en la teoría del estado. Desde Habermas y llegando hasta los estudios sobre el performance, se concibe como un espacio que el estado busca controlar: el lugar de la opinión y el debate público y, potencialmente, espacio para las críticas hacia el poder en turno (junto con sus ficciones) y para la disputa por el poder mismo. Fuera de los referentes estatales, tiene poco sentido. Además, la intervención del espacio público suele darse en las ciudades. Tanto movimientos obreros, estudiantiles, feministas o antirracistas (incluso los campesinos), cuando se deciden a actuar sobre monumentos o espacios simbólicos, lo harán casi siempre en las grandes urbes. Aquellas manifestaciones poca significación tienen en mi comunidad. En ayöök tenemos el difrasismo naaxü kajpün, traducible como “tierra-comunidad”. Cuando las autoridades hablan por los altavoces para dar cualquier anuncio, iniciarán así: “miitsta, naaxü kajpün (ustedes, tierra-comunidad)”. Pero la traducción es desafortunada, en su afán de ser literal. Sería más correcto decir: “ustedes, Totontepec”, porque naaxü kajpün es la gente que no puede comprenderse sin el territorio. Así, al concepto de “espacio común” antepondremos el de “territorio comunal” (nombre legal para naaxü kajpün). En Totontepec la cancha municipal, por ejemplo, no es un espacio común: es terreno comunal. Lo más parecido al espacio público —entendido como el lugar en donde se disputa el poder y se pueden criticar los proyectos comunitarios— sería la asamblea de comuneros, con sus interminables debates. La cancha y la galera, en donde se hacen las asambleas, no pueden intervenirse porque ya están intervenidos: ahí se cuestiona a las autoridades y a todos los asistentes (peor aún, a los faltistas), al mismo naaxü kajpün, en cada reedición de los diálogos comunitarios. No pretendo dar la idea de un espacio ideal, libre de problemas, pues numerosos conflictos e injusticias suceden ahí. Mi intención es subrayar las dificultades que tenemos para comprender o situar en nuestro contexto expresiones de luchas que suelenhablar de nosotros (cuando no lo hacen por nosotros), pero que nos suponen escasa importancia y, desde luego, casi nunca somos nosotros sus impulsores. La misma concepción de “activismo” tiene muy poco sentido, porque la acción intracomunitaria se lleva a cabo en el servicio comunitario (dentro y fuera del sistema de cargos) y la externa, en la defensa del territorio. No es nada extraño que muchas de las defensoras del territorio se nieguen a llamarse feministas o a hablar de patriarcado en los pueblos indígenas, porque ubican estos conceptos como parte de luchas urbanas, cuando no blancas. En Totontepec, por lo tanto, entendemos de asamblea y servicio comunitario. Conceptos como “espacio común” no son parte de la vida comunitaria y no hay discusiones acerca de su intervención. Aquellas manifestaciones que suceden en las ciudades pueden ser interesantes, podemos simpatizar con ellas o considerarlas justas (incluso, participar cuando las visitamos o si radicamos en esos lugares), pero en última instancia son intrascendentes para la comunidad. Acá no tenemos necesidad de estatuas y las discusiones alrededor de ellas nos importan bastante poco. Me atrevo a aventurar que en la mayoría de las comunidades indígenas sucede lo mismo, pues en los diálogos que he tenido con mixes, zapotecos, mixtecos, etcétera, a la inmensa mayoría no nos interpelan. Acaso por eso, en México los movimientos indígenas no buscan hacerse del poder estatal, a diferencia de lo que sucede en otros países. Mexicanismos e hispanofilias La desavenencia que causó la sustitución de la estatua, entre la 4T impulsora del proyecto y sus opositores dentro del mismo sistema de partidos y en los lugares afines a la derecha, es tan sólo la renovación de una dicotomía harto recurrida, rancia: el enfrentamiento entre mexicanistas e hispanófilos que ha tomado diversos rostros a lo largo de la historia de México, desde la época de los insurgentes y los realistas, los conservadores y los liberales, del indigenismo frente al panhispanismo, pasando por todos los movimientos pendulares del pragmatismo priista y hasta el enfrentamiento actual entre la izquierda y derecha mexicanas. Incluso —con el riesgo de que me acusen de conspirativo— se podría entender a los dos más prestigiados centros universitarios y de investigación de México, en ciencias sociales y humanidades, desde estas dos corrientes, al menos en cuanto a sus fundaciones. En esas querellas existe una continuidad no sólo en las posturas respecto a lo indígena y lo español (ensalzados y vilipendiados según el bando), sino en la exclusión repetida de los indígenas contemporáneos, los vivos. Ambas facciones, aunque en sentido opuesto, utilizaron la figura de los indígenas para los relatos nacionales que cada una propuso. En aquellas topadas, los indios (sobre todo las mujeres) tuvieron cabida únicamente como figuras retóricas, motivos narrativos y alegorías, acordes con cada una de las tonadas; nunca como interlocutores verdaderos. Aun más: la confrontación mexicanismo-hispanofilia (indigenismo-europeísmo en muchas ocasiones) se ha convertido en una clave cuasiomnipotente con la que se ha querido entender prácticamente toda la realidad política e histórica de México (incluso los miles de años previos a la creación de éste) y esa clave nos ha sido impuesta a todos los que nos educamos en las escuelas mexicanas, aun a aquellos que todavía nos adscribimos a nuestros pueblos. Uno de los más grandes retos de las luchas indígenas es plantearse a sí mismas fuera de esa falsa disyuntiva. Muchas de las veces, cuando intentamos comprender a nuestros pueblos, lo hacemos a partir de ella, sin percatarnos de que la condición fundamental para mirar desde ahí es no ser indígenas: hispanismo y mexicanismo implican, por definición, observarnos como la otredad constitutiva de sus identidades, independientemente de la actitud con que nos miren. Por eso, en los diálogos con personas no indígenas, escucharemos siempre argumentos y cuestionamientos derivados de ese marco interpretativo: “la pureza ya no existe, los indios se fueron, ahora todos somos mexicanos”;“ustedes tienen sangre española también”; “hablan castellano”; "son católicos”; “según su acta de nacimiento, son mexicanos”, etcétera, como si nuestras identidades se constituyeran esencialmente por el hecho de ser o no mexicanos y el reconocimiento o rechazo de la cultura española (o europea) en nuestras comunidades. Eso cuando no se entiende lo hispano desde un punto de vista racista, presente en nuestra sangre o rasgos físicos. Sustituir la estatua de Colón con una “cabeza de mujer indígena” sólo tiene sentido si se piensa a las indígenas como objeto o, en todo caso, como un sujeto lejano, abstracto y anónimo, antiguo. ¿Qué beneficio puede traer involucrarnos en un enfrentamiento sobre la utilidad del gesto para la nación mexicana? Ambos bandos retomarán nuestros argumentos, como han hecho siempre, para sus propias agendas. Cuando nos afirmamos como raíz de la mexicanidad y nos reflexionamos a nosotros mismos para definir aquellas identidades, únicamente repetimos lo que nos fue enseñado en la escuela mexicana: “los indios son nuestros, su historia y sus territorios nos pertenecen”. Vericuetos y recovecos de la enemistad Si el primer lenguaje humano fue la poesía, entonces “cada sociedad está edificada sobre un poema”, escribió Octavio Paz. La primera vez que me encontré con esa afirmación, en Los hijos del limo (1974), hallé arrebatadora la seguridad con que se presentaba, como revelación de una verdad antiquísima, obtenida en no sé qué anunciación: conocer a un pueblo requería solamente descubrir y comprender el poema mitológico que lo fundaba y sostenía. ¿Sería posible encontrar el poema que fuera la esencia de mi pueblo ayöök (mixe)? En mis posteriores visitas al texto, me golpeó la orfandad palpitante en el desasosiego mexicano y también, el cinismo: “edificada”, pensé, “construida”. Se construye lo que no existe pero que se necesita. Los edificios protegen y, si se tambalean, se reparan a cualquier costo: todo es preferible al desamparo, a vivir a la intemperie y sin certezas. Sospeché entonces de Paz: algo sabía el arquitecto remodelador de la mexicanidad acerca de la construcción de ficciones nacionales. En el poema fundacional de Paz, las mujeres indias son las madres violadas de la nación mexicana; los mexicanos serían los hijos de éstas y de los españoles violadores. Esta fábula y la idea de la olmeca como la “cultura madre” se inscriben en la misma línea de pensamiento. Con todo, no descarté la posibilidad de hallar (no de construir) el poema en donde se afincaba lo mixe. A fin de cuentas, yo también fui educado en la escuela mexicana; celebré en los festivales escolares, disfrazado de indio, las fechas sagradas del santoral mexicano y aborrecí a los españoles por las crueldades que cometieron contra “nosotros” antes de “nuestra” Independencia. Cuando encontré la teoría poética de Paz, intentaba escapar de la mexicanidad con las herramientas a mi alcance, pero no advertía el peligro inherente a los esencialismos. Como otros antes que yo, pensaba encontrar en la esencia del pueblo mixe la alternativa y el antídoto contra el borramiento identitario y el lenguicidio, impulsados por los gobiernos mexicanos en su cruzada por la mexicanización de los mixes y los otros pueblos que le estorbaban. Si la mexicanidad acudió a los indios antiguos para explicarse a sí misma y consumar el programa ideológico del mestizaje, ¿no era derecho de los mixes recurrir a un canto propio para enfrentar el exterminio? Al menos no se lo habíamos quitado a otras naciones para no sentirnos tan mal con nosotros mismos. Si existiera un poema en el cual la sociedad mixe se asentara, éste emanaría de Kontoy. Me propuse, en aquella época, estudiar los cantos, poemas, cuentos, leyendas y discursos rituales que acudían a la figura de Kontoy (Condoy, Kong oy, Oy Konk o como se prefiera): rey, caudillo histórico, héroe divino o deidad primigenia de los mixes, dependiendo de quién lo mencione, dónde se le encuentre o para qué se narre su historia. Me interesaba no tanto lo que mi pueblo decía sobre Kontoy, sino lo que aquel río nacido de la imaginación, los anhelos, la incertidumbre y el conocimiento mixe explicaba sobre sí mismo. Actualmente, ya no busco la esencia de mi pueblo pero, irónicamente, durante el rastreo de textos escritos sobre Kontoy, me encontré con una revista salida de una mitología católica: América Española. Fundada por Francisco Elguero en 1921, llevaba como subtítulo: “Revista quincenal. Destinada al estudio de los intereses de la Raza Latina en el Nuevo Mundo” y reunía a una camarilla de escritores autonombrada “Caballeros de Colón” —en donde se incluían varios miembros de la Academia Mexicana de Historia—, que organizó los festejos centenarios en honor a Agustín de Iturbide, padre de la Independencia, y a Hernán Cortés, padre de la nacionalidad mexicana, como proponían. En ese recoveco de la causa hispanista tuve un encuentro insospechado con un texto que se titula: “Condoy. Poema de una tribu heroica”, escrito por Francisco Pascual García (de Chicomexúchitl, Oaxaca) a partir de las crónicas de Francisco de Burgoa. ¿Cómo se había colado el arquetipo de la resistencia mixe, lo mismo ante zapotecos y mexicas que ante españoles y mexicanos, en una revista hispanista? La anomalía daría para un diálogo extenso en otro espacio. Acá me sirve la anécdota para transitar hacia uno de tantos espacios en donde se ha explicado la realidad mexicana a través del enfrentamiento entre los “conservaduristas hispanófilos” —como les dice la historiadora Beatriz Urías Horcasitas— y sus encarnizados enemigos, a quienes llamaban “indiófilos”. Mientras éstos idealizaban a Iturbide, los otros lo hacían con Hidalgo. Al Cortés heroico de unos se antepondría el complejo de la Malinche. La génesis hispánica, católica y latina era abrazada por aquéllos y atacada por sus rivales, quienes enaltecían a los mexicas y a Quetzalcóatl. Al final, todas estas discusiones son una sola: la misma en 2021 que en 1921. En ella, mientras nuestra historia, nuestros dioses, nuestra comida, nuestra ropa y hasta nuestros cuerpos son aprobados por unos y rechazados por otros (y utilizados por ambos), con tal de satisfacer sus necesidades existenciales, nosotros nunca estuvimos. Y ¿para qué querríamos participar?
1. Josefa Sánchez Contreras, “De Colón a ‘Tlali’: los rituales neoindigenistas del Estado mexicano”, The Washington Post, 15 de septiembre de 2021. Yalina Ruiz, “‘La escultura Tlali no me representa’, afirma la poeta zapoteca oaxaqueña Irma Pineda”, El Universal, 15 de septiembre de 2021. Yásnaya Elena A. Gil., “Patkë’mët. Lo olmeca, lo prehispánico y las mujeres indígenas”, El País, 18 de septiembre de 2021. Aída Naxhielly, “De desigualdades y el monumento a la mujer indígena”, Coolhuntermx, s.f.
2. Sólo existieron indígenas hasta que un estado los nombró así (con el antecedente de la categoría “indio”, creada a su vez por los europeos), homogeneizando a una miríada de naciones claramente distinguibles entre sí y de la mexicana, aunque hayan quedado en la demarcación que el estado mexicano reclamó para sí.
Mito Reyes
Ayöök jats anyukojmit jayu (mixe de Totontepec). Es investigador, ensayista y narrador. Es parte del Colectivo Mixe (Colmix). Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad de Guadalajara (UdG), actualmente estudia el doctorado en Literatura Hispánica en el Colegio de San Luis, A. C. (Colsan). Ha publicado cuentos, ensayos y crónicas en diversas compilaciones y revistas. Es cofundador y editor de la Revista Catástrofe. Literatura, sociedad y deportes.
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