Tres tardes de lluvia con Julia O’Bradeigh
¿Qué tienen en común Belfast y la Ciudad de México? Lo descubre inesperadamente Cristina Rivera Garza, entre evocaciones vaporosas y similitudes inquietantes, con una crónica en la que se confunden la realidad y la ficción, empalmando historias, personajes, calles, anhelos.
Tenía mucho tiempo sin pensar en Julia O’Bradeigh.
De hecho, no sería incorrecto del todo decir que había olvidado a Julia O’Bradeigh por completo.
Fue cosa de llegar a Belfast una tarde gris de primavera para volver a sentir sus pasos cerca. Se aproximaba poco a poco, dudosa, sin decidirse bien a bien a hacerse presente. Pero se aproximaba de cualquier manera.
¿Primera vez en Belfast?, me preguntaron varias veces y, todas esas veces, contesté con la verdad: mi primera vez, ciertamente. Y, sin embargo, la familiaridad del espacio me sobrecogió desde el inicio. Durante la primera caminata alrededor de la universidad tuve que detenerme a considerar con todo cuidado mi respuesta inicial. Pausaba con discreción y me volvía a ver hacia atrás. ¿Me perseguía alguien? Luego, dirigiendo la mirada hacia el frente, divisando los amplios jardines sembrados de jacintos, salpicados por las coronas alebrestadas de los narcisos, me pareció distinguir la figura de una mujer que, inmóvil bajo la lluvia, me observaba desde lejos. Lloviznaba en realidad, y dejaba de lloviznar casi al mismo tiempo: el clima, afuera, tan inseguro como yo misma dentro. Una suave presión, como de piedra que cae en un pozo de aguas quietas, me obligó a llevar la mano hasta el pecho. Supuse que era el cansancio, que con frecuencia produce alucinaciones, o la desorientación natural de quien acaba de llegar de un largo viaje. El penetrante olor de los jacintos me regresó de súbito al lugar donde me había detenido: es solo que llueve, me dije, y que estoy aquí, bajo la lluvia, como una estatua con frío.
En la Ciudad de México las lluvias son muy puntuales. Alguien aseguró eso durante la primera cena. Y yo añadí: empezaba a llover a las dos de la tarde y terminaba de llover un par de horas después a lo mucho, enfatizando la conjugación en tiempo pasado. La plática pronto viró hacia cuestiones del cambio climático y cómo ahora esos horarios se habían vuelto cada vez más raros, pero yo continuaba sonriendo con algo de nostalgia y otro tanto de secreta algazara mientras hacía esfuerzos por distinguir, en el reflejo del ventanal, a través de los goterones que resbalaban lentamente sobre el vidrio, ese otro sitio y ese otro tiempo de lluvias disciplinadas y previsibles. Por eso nadie usaba paraguas o gabardinas, murmuré después, ya cuando la plática había cedido ante la calidad de los postres, como si acabara de dar con la respuesta a un enigma ancestral.
Julia O’Bradeigh vestía, a diferencia de todos, gabardina —una pieza de ropa muy holgada y medio raída, con un cinto hecho nudo en la cintura— sobre unos pantalones de pana. Tenis oscuros. Así deambulaba por las calles de la Ciudad de México a paso lento, absorta dentro de sí misma, con las manos dentro de los bolsillos y la mirada sobre el pavimento, sin darse cuenta de que la lluvia había cumplido su horario. No había necesidad de protegerse ya. Si eso no hubiera sido suficiente para notar que era extranjera, solo habría hecho falta fijarse un poco en los rizos cerrados de su cabellera rojiza y la piel blanca, salpicada de pecas, para saber que no era de aquí. Fue eso lo que despertó la curiosidad de Xian la tarde en que se detuvo, en alguno de los cuentos de Andamos perras, andamos diablas, apenas unos pasos detrás de ella en la cola del autobús. La cercanía era tal que podía distinguir los brotes de orzuela en las puntas de su cabello descuidado y el aroma, una pesada combinación de sudor y cítricos, que se desprendía de su piel. Tal vez fue eso o tal vez fue la crueldad lo que la llevó a urdir una broma y a ejecutarla en el acto. Me persiguen unos hombres, le dijo a la muchacha justo después de pellizcarle la parte posterior del hombro. Ayúdame. Y Julia O’Bradeigh, crédula y solidaria a la vez, inocente y arriesgada al mismo tiempo, salió corriendo junto a ella, a su paso, preocupada por criminales imaginarios mientras atravesaban la colonia de los Doctores de la Ciudad de México a toda velocidad.
Es difícil saber a ciencia cierta cómo o por qué surgen personajes específicos. Tal vez Julia O’Bradeigh, la irlandesa triste, la pelirroja atroz, nació justamente de ese momento de credulidad. Una confianza primigenia. Algo fuera de lugar. Xian ya había reparado en ella antes, intrigada por sus largas caminatas solitarias que parecían desprenderla del mundo, pero no fue sino hasta que corrieron a la par que supo, y esto a ciencia cierta, que quería estar a su lado. Quería conocerla. Y luego le regaló un pájaro, que Julia dejó volar libre por ese departamento de techos altos donde coincidían, a veces, tránsfugas del sistema, extranjeros de profesión, mujeres sin hombres y extraños personajes del submundo de la réplica. Protegida por otro nombre u otros nombres (a veces se llamó, por ejemplo, Terri, y era, en realidad, terrible), Julia pasó el verano de súbitos aguaceros vespertinos al lado de Xian, conformando así un dueto de jovencillas larguiruchas y desempleadas que vivían de milagro, o de robar pequeños objetos con algo de valor en las casas de los ricos: unas mancuernillas de jade, una pierna de jamón, alguna cartera llena de billetes límpidos.
¿Era ella la que apenas se alcanzaba a distinguir allá, del otro lado del tiempo, borrosa tras las marejadas intermitentes de la lluvia de la mañana? Me llevé la mano al pecho otra vez, porque algo se desbocaba dentro. El pulso. O el recuerdo. Y seguí caminando hacia el Museo Ulster a paso lento, como si paseara por Belfast por primera vez.
¿Era ella la que me perseguía?
En 1970, la editorial Plaza y Janés publicó la traducción al español de The Price of my Soul, la autobiografía de Bernadette Devlin, una carismática activista por los derechos humanos que participó en la lucha por la autonomía de Irlanda del Norte y que formó parte del Parlamento representando a Ulster entre 1969 y 1974, años fundamentales en esa época de violencia conocida como “los Problemas”. El libro de tapas duras, que encontré por puro azar a inicios de los ochenta en una montaña de mercancías rebajadas a la entrada de un almacén de Aurrerá, me llamó la atención sobre todo por su precio. Y lo leí, como leía tantas cosas en esos tiempos, vorazmente, sin distinguir, o distinguiendo apenas, lo que era real y lo que era ficción. Vivíamos bajo la mano de hierro de un gobierno unipartidista y autoritario, que mantenía a raya a sindicatos y estudiantes por igual, así que pasábamos mucho tiempo en la universidad hablando sobre revoluciones posibles e imposibles, dando de vueltas alrededor de luchas de liberación nacional en países lejanos, sin imaginar siquiera que las filas del Ejército Zapatista estaban creciendo en el estado de Chiapas. Las bombas del IRA, de las que solo nos alcanzaban algunos ecos bajo las lluvias exactas de la Ciudad de México, nos parecían libertarias y encantadas, señales de otros mundos por venir. Si tan solo pudiéramos hacer algo así, decía alguno o alguna con añoranza. Si pudiéramos quitarle la careta de normalidad a todo esto. Las frases entraban por los oídos como si hubieran estado suspendidas en el aire por muchos años, listas para ser escuchadas. Bernadette Devlin. Repetí su nombre varias veces, como si no lo hubiera olvidado por años enteros y la conociera bien.
El Museo Ulster dedicaba una de sus salas a la cronología política y la cultura material de los años de “los Problemas”, exponiendo la dimensión nacionalista de un conflicto que, aunque enfrentó a protestantes contra católicos por treinta años, nunca fue en realidad de naturaleza puramente religiosa. Aunque el análisis de la Partición de 1921 había quedado en otra sala, resultaba claro que la división de la isla en la República irlandesa, por un lado, e Irlanda del Norte, dominada por los británicos, por el otro, sentaba las aristas básicas de la conflagración. En las distintas mamparas de la sala, que juntas moldeaban un pequeño laberinto, sobresalían primero las imágenes de la batalla de Bogside con la que se desataron, entre el 12 y el 14 de agosto de 1969, tanto las revueltas armadas de los activistas republicanos como la consecuente incursión del ejército británico. Otras mamparas mostraban las noticias del Domingo Sangriento de 1972, en el que se enfrentaron los activistas católicos y los militares británicos que abrieron fuego contra ellos, asesinando a trece e hiriendo a catorce participantes. Había fotografías y carteles y portadas de discos y boletos de autobús que recordaban la dimensión más cotidiana de un conflicto que contraponía predominantemente a miembros del IRA (Irish Republican Army) o el INLA (Irish National Liberation Army) contra integrantes del UVF (Ulster Volunteer Force) y el UDA (Ulster Defence Association), pero que explotaba en barrios concretos y contiguos, dentro del seno de familias específicas y, a veces, relacionadas. Finalmente, ya rumbo a la salida del laberinto, se anunciaba el acuerdo de 1998 con el que se puso un término a la guerra de baja intensidad que cobró la vida de al menos 3,500 irlandeses haría exactamente veinticinco años. Cuando pasé por el buzón donde se nos invitaba a dejar nuestros comentarios no pude dejar de pensar en Julia O’Bradeigh. ¿Así que ella había pasado por todo eso antes de llegar a la Ciudad de México sin familia o amigos, apoyada por anónimos contribuyentes a causas de liberación internacional? ¿Por eso había salido corriendo, presurosa y confiada, aquella tarde de inicios de verano detrás de Xian?
The Druthaib’s Ball, la exhibición temporal en el quinto piso del Museo Ulster, era una pieza del Colectivo Array, ganador del prestigioso premio Turner en el 2021. La instalación, que utilizaba unos doscientos cincuenta objetos distintos, obras de arte y muebles para reconstruir la atmósfera del síbín irlandés (una larga tradición de bares comunitarios ilegales), invitaba al cotilleo y a la aproximación, la risa, el abrazo. Era fácil arrellanarse ahí por un momento y sentirse, de repente, en otro lugar, hacía años. La pantalla, que nos recordaba el presente con imágenes de activistas y músicos, artistas y comediantes, no se despegaba por completo de un pasado de violencia al que también se atendía como el origen de la reflexión y la posibilidad. Tenía apenas unos minutos sentada cuando empezó a sonar la alarma. Al principio pensé que era parte de la instalación, y por eso continué examinando las imágenes de la pantalla, pero pronto se apareció el guardia, que nos conminó a dejar el espacio. Todos obedecimos en el acto, uniéndonos a los grupos de niños de primaria que bajaban los numerosos escalones de manera veloz y eficiente. ¿Querían que compartiéramos el sentido de peligro e incertidumbre de esos años en los que las bombas explotaban en cualquier lado? No me entretuve en buscar una respuesta y, como los demás, me apresté a cruzar las puertas del museo sin mirar atrás. Caminé más y, luego, un poco más. ¿Qué había pasado en realidad? Pronto me encontré frente a las puertas cerradas de un cementerio. Del otro lado de la verja de hierro, las lápidas se inclinaban sobre veredas sinuosas, cubiertas de un pasto muy verde, que crecía en desorden. No había nadie dentro, ni nadie detrás de mí. Estuve a punto de manipular la cerradura para abrir la reja pero, en el último momento, dudé. ¿No sería mejor dejar a los muertos descansar con los muertos? Cuando pasé frente al museo una vez más, ya habían vuelto a abrir las puertas al público y, cuando subí al quinto piso para reiniciar mi visita de la exhibición temporal, me encontré con los mismos visitantes que habían sido expulsados poco antes.
Necesitaba descansar. Seguramente fue la lluvia o tal vez el acoso de los fantasmas, pero pronto me empezaron a doler las anginas. De regreso en el cuarto del hotel, comprobé que lo que había parecido ser apenas una molestia en el ojo izquierdo se había convertido ya en una hinchazón considerable. ¿Alergia? Me volví a examinar la habitación oscura y mal ventilada, cuyos muros, cubiertos de papel tapiz, reproducían la presencia vertiginosa de miles de flores idénticas a sí mismas. La reproducción me produjo un leve mareo. Había algo ahí adentro, algo malsano y minúsculo, algo esperando por salir. La mano sobre mi pecho me decía que la presión había regresado de nuevo. Por eso decidí bajar al bar del hotel, a esa hora medio vacío. Me senté a la barra y ordené una copa de vino espumoso. Una pareja parecía discutir, aunque en voz muy baja, en una de las mesas del restaurante, y una muchacha de cabellos cortos se entretenía con su teléfono mientras le daba sorbos distraídos a una bebida de colores estridentes no muy lejos de mí. Los techos altos y el ventanal que daba a la calle creaban la impresión de amplitud interior: una cierta sensación de libertad. Poco a poco, la presión cedió y el compás de la exhalación e inhalación regresó a su ritmo habitual. La hipocondría, me dije, nunca es una buena consejera. Antes de partir, me volví a ver la noche a través del ventanal: las gotas de la lluvia resbalaban una tras otra, formando presurosos cauces de agua, angostos y brillantes. Las luces del alumbrado público atravesaban los vidrios con sus espadas amarillas. Por un instante no supe si aquello era Belfast al inicio de la primavera de 2023 o si estaba ya en la Ciudad de México, muchos años atrás, tratando de entender.
La opresión en el pecho me despertó temprano a la mañana siguiente, pero ahora la atribuí, casi de inmediato, a un fulminante ataque al corazón o a un nuevo caso de covid. Pensé en llamar al lobby y pedir auxilio. Pensé en la posibilidad de perecer ahí, sola, en un cuarto de hotel acosado por innumerables flores idénticas en el norte de una isla donde, muchos años atrás, había nacido un personaje al que llegué a olvidar con el tiempo. Pero mejor tomé agua y me calmé. ¿Qué les iba a decir? Me duele el pecho. Desde que llegué a Belfast cada cosa que pasa me produce la sensación de este peso, aquí, encima del esternón. Una piedra que cae en el centro de un pozo de aguas quietas. Por si las dudas, bajé a desayunar temprano. Por si las dudas, pedí un lujoso desayuno local, rico en grasas y carbohidratos, temiendo que fuera el último.
No tardó mucho en presentarse el taxista a cargo de dirigir el tour político del conflicto que había contratado el día anterior. ¿Primera vez en Belfast?, preguntó cuando me acomodaba en la amplia sección trasera del auto y, para mi sorpresa, él hacía lo mismo. El discurso, que se parecía bastante al texto de sala del Museo Ulster, brotó de su boca de labios delgados y dientes amarillentos a ritmo pausado. A la introducción le siguió una muestra de fotografías, impresas todas en blanco y negro en un papel tamaño carta ya bastante manoseado. Esta es mi ciudad, dijo en algún momento, mientras se inclinaba hacia el frente con cierta exagerada vehemencia. El aroma del alcohol en su aliento matutino terminó de despabilarme. Luego, arrancó. Luego, mirando a través del espejo retrovisor, preguntó: ¿Tiene conocidos por acá? Cuando nos adentramos en Shankill Road primero y en Falls Road después me sobé distraídamente el esternón, tratando de convencerme de que no me dolía. Los murales, coloridos todos, muchos de ellos con trazos cercanos al cómic, conmemoraban a protestantes patriotas en unos barrios, y a activistas tanto irlandeses como internacionales en la parte católica de la ciudad. Expuestas así, las cicatrices, que eran tantas, no dejaban de causar desasosiego, una complicada sensación de zozobra turística. Aunque el taxista había asegurado que contestaría todas las preguntas, se negó a revelar su religión, aduciendo que eso quedaría claro durante el recorrido. En algunas paradas, se ayudaba de viejas fotografías tanto impresas en papel como digitales para contrastar la violencia del pasado con la aparente calma del presente. Cuando llegamos a uno de los noventa y siete muros de la paz, que separan con varios metros de altura regiones de tensión entre barrios católicos y protestantes, me ofreció un plumón de tinta indeleble para añadir otro mensaje en esa pared ya llena de palabras. Es para el futuro, me advirtió. ¿Pero qué tal si es en realidad para el pasado?, le pregunté a mi vez. Y, entonces, a escondidas de su mirada, garabateé tu nombre, Julia. Escribí, sobre el muro de la paz en Cupar Way, cerca de las puertas metálicas, el nombre de Julia O’Bradeigh.
Al adentrarnos en las calles por donde ondeaban banderas irlandesas me restregué el ojo izquierdo sin fijarme y recordé que la inflamación no había cedido del todo. Ahí nos apeamos y, luego de tomar fotografías del mural conmemorativo de la vida de Bobby Sands, el legendario miembro del IRA que murió luego de sostener una huelga de hambre mientras estaba encarcelado en la infame prisión de Maze, continuamos a pie. Nuestra venganza será la risa de nuestros niños, decía el texto a un lado de su larga cabellera oscura, junto a su propia sonrisa. Si un par de gaviotas apesadumbradas, definitivamente roncas, no hubieran sobrevolado esta parte de la ciudad, si no se hubieran posado de cuando en cuando sobre los techos inmóviles o las cúpulas de las iglesias, habría sido fácil confundir estas calles con las calles de la Ciudad de México, y a esas casas de apretados ladrillos rojos con los conjuntos habitacionales del Fovissste o el Infonavit. Me detuve frente a algunas edificaciones, a medias asombrada y a medias en estado de alerta. Luego, oí sus risas. Y escuché la lenta aproximación de sus pasos. Era un par de muchachas que avanzaba sin ton ni son en plena calle. Algo se decían. Y algo se contestaban. Lo importante no eran las palabras sino esa manera suya de caminar a la par, de seguirse el paso de cerca, sin reparar en nadie más. Pronto me rebasaron y, pronto también, una de ellas se detuvo en seco. Iba a volver la vista atrás. Sí, tomaba el codo de la otra para sostenerse un poco, para afianzarse mientras se preparaba para virar el tronco y la cabeza, y así observar lo que dejaban atrás. ¿Se había dado cuenta de súbito de que olvidaba algo? ¿Partían para siempre de este lugar y, como la mujer de Lot, no podían evitar un último vistazo? Cuando se dio la vuelta por completo pude constatar por fin ese rostro abierto y dañado bajo la gorra negra, y la mirada a la vez retraída y escrutadora que me persiguió de cerca todo el tiempo que me tomó regresar al taxi. La presión en el pecho me obligó a pedirle al taxista que bajara las ventanillas a pesar del frío exterior. Necesitaba respirar aire fresco. Necesitaba dejar de ver en todos lados las huellas de Julia O’Bradeigh.
En agosto de 1981, apenas unos meses antes de que los partidos de izquierda se fusionaran en el Partido Socialista Unificado de México, se estrenó La amante del teniente francés, una película dirigida por Karel Reisz, basada en la novela homónima de John Fowles, con guion de Harold Pinter. Meryl Streep le daba vida y temblor y hondura a Sarah Woodruff, el personaje de esa institutriz independiente y contradictoria que, obligada por las restricciones de la época, se había casado con su propia “vergüenza” luego de haber mantenido (supuestamente) una relación ilegítima con un soldado francés. En las escenas del tráiler con el que promocionaban la película, Sarah Woodruff aparecía primero de espaldas, arropada por un sobretodo oscuro, peligrosamente inmóvil sobre el muelle de la bahía de Lyme al que amenazaban las olas cada vez más violentas de un mar arisco y gris en un día de tormenta. De repente, respondiendo al grito de Charles Smithson, el paleontólogo amateur que terminaría bajo su yugo, Sarah se volvía poco a poco hacia la cámara, hacia nosotros, hacia nuestros ojos ávidos que miraban, desde los inicios de una década atroz, embobados y sorprendidos a la vez, hechizados de antemano, los rizos pelirrojos asomándose apenas bajo la caperuza negra. Su rostro era un estudio de contrastes —frágil y desafiante, enfermo, victorioso, contrito— que ahora viajaba a trompicones a través del tiempo. Porque, ahí, en la ventanilla del taxi negro, observé una y otra vez esa misma estupenda develación mientras salíamos de las callecitas de la Ciudad de México que se desplegaban, sinuosas, en los barrios católicos de Belfast.
En Milkman, la novela con la que la escritora de Irlanda del Norte Anna Burns ganó el premio Booker en 2018, una muchacha de dieciocho años describe con abrumadora presteza el ambiente atosigante de rumores y secretos que dominaron los años de “los Problemas”. Cuando un hombre mayor, aparentemente aliado a la causa nacionalista, muestra interés en ella, los rumores se desatan, dando al traste con su vida cotidiana y con su paz mental. En lugar de seguir siendo la muchacha que caminaba y leía al mismo tiempo, la de un posible-novio que apenas empezaba a distinguir la belleza de un atardecer, esta hermana de en medio se transformaba en un acertijo de palabras que se repetían y se exageraban de la misma forma en que los rumores repetían y exageraban las cosas no dichas, el exceso de codificación política, la manera en que la violencia lo tiñó todo, incluidas las nociones de masculinidad y feminidad, en los barrios de Belfast. Julia O’Bradeigh, me decía mientras continuaba con la lectura vorazmente, en un café del centro, confundiendo a voluntad la realidad con la ficción, podía haber sido así, solo para corregirme de inmediato y asegurarme a mí misma, convincentemente, moviendo la cabeza de abajo hacia arriba, mientras las palabras entraban a borbotones por el ojo infectado y el ojo sano, que Julia O’Bradeigh había sido así tanto aquí, en las calles de Belfast, como en las calles de la Ciudad de México, por donde también había caminado bajo esas lluvias vacilantes y fortuitas, cada vez menos predecibles pero igualmente exactas, que ella seguramente había amado porque sí.
A veces cuesta mucho partir. A veces uno sale a caminar en la madrugada solo para tener el privilegio de escuchar el eco de los zapatos sobre el pavimento encharcado. Tenía mucho tiempo sin pensar en ti, Julia O’Bradeigh, le dije en silencio cuando me alejaba de Belfast, cuando Belfast y la Ciudad de México desfilaban ya con toda su tristeza y su similitud frente a las ventanillas por las que escurrían insistentes, avasallantes, las gotas de una lluvia que se confirmaba a sí misma en su propio caer, en su incesante caer, en su caer de siglos. No quisiera que lloviera, empecé a rezar, porque la poesía es, a veces, una plegaria, te lo juro, no quisiera que lloviera en esta ciudad, sin ti, y escuchar los ruidos del agua, al bajar, y pensar que allí donde estás viviendo, sin mí, llueve sobre la misma ciudad. Las palabras de Cristina Peri Rossi y la opresión en el pecho se volvieron suaves al mismo tiempo: Quizá tengas el cabello mojado, el teléfono a mano, Julia, querida Julia O’Bradeigh, que no usas para llamarme, para decirme, con tus cabellos rojizos bajo la caperuza negra, esta noche te amo, me inundan los recuerdos de ti, discúlpame, la literatura me mató, pero te le parecías tanto.
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