El ring de la lucha libre es un espacio que poco se presta para las joterías... pero llegó Saúl Armendáriz, mejor conocido Cassandro, a ganarse su lugar sin máscara, con la cara descubierta y su orientación sexual a la vista de todos.
Cassandro, el exótico, va camino al hospital. Como luchador, no es la primera vez que tiene que subirse sangrando a una ambulancia. Sí, sangra a consecuencia de las heridas que le ocasionaron sus compañeros del pancracio, pero no se las hicieron en el cuadrilátero ni en ningún espectáculo. Son heridas de navaja. Lo navajearon entre varios en los vestidores.
Lo rodearon entre todos y empezaron a insultarlo. Así había ocurrido otras veces; Cassandro prefería resolver esos descontentos en el ring y enfrentarlos uno por uno. Pero estaban de montoneros. Fuera del ring, solo sonreía y les pedía que se calmaran. Hasta que, entre los “pinche joto”, “maricón” y “aquí no queremos a los que son como tú”, alcanzó a ver el brillo de una navaja. Ahí sí hizo todo para defenderse, logró golpear a un par y esquivar el filo en varias ocasiones, pero aun así lo hirieron.
Los enfermeros le dicen que no se preocupe, que todo saldrá bien. Sigue su camino al hospital. De ahí habrá de salir, como lo ha hecho otras veces, como habrá de salir de ocho cirugías a consecuencia de su trabajo como luchador.
La colectividad exige sus diversiones. Y la lucha libre le permite conocer rápidamente los misterios de la representación dramática, le consigue una buena catarsis al módico precio de tres caídas.
Días de guardar, Carlos Monsiváis
La madre de Saúl —es el nombre que le dio, tan distinto de Cassandro, el que adoptará mucho tiempo después— lo lleva a misa. El niño escucha atento el oficio, porque así se lo ha pedido ella y porque es lo que la observa hacer. Tiene fe, lo cual no evita que su vista se deslice del cura a las figuras de los santos y del crucificado —tengámosle paciencia, no tiene ni siquiera diez años—; aunque no lo va a reconocer, está ansioso por que termine el servicio dominical. Él y su familia, como cada semana, irán a la lucha libre.
La misa ha terminado, pueden ir en paz, pronuncia el sacerdote y la gente empieza a levantarse. La madre toma de la mano a Saúl, él la contempla, ve su vestido naranja, el maquillaje que le hace resaltar sus labios y sus ojos, el cabello al que una permanente le da un afro que en plenos años 70 está de moda. Ella le sonríe.
—Ándale, negrito, apurémonos que, si no, no alcanzamos buen lugar.
La lucha libre en México hace cuarenta o cincuenta años: un reducto popular donde se encienden y tienen cobijo pasiones inocultables; ídolos que lo son porque muchos pagan por verlos; broncas en el ring donde los temperamentos superan a los vestuarios; pasión gutural y visceral por los “rudos” y admiración dubitativa por los “científicos”; espectadores levantiscos que gritan “¡Queremos sangre!” tal vez para imaginarse los sacrificios en el Templo Mayor; nombres que representan gruñidos de la rabia escénica y el estruendo sinfónico de la caída de los cuerpos.
Los rituales del caos, Carlos Monsiváis
Sentados en la segunda fila, Saúl y su familia contemplan la lucha, están en una de las arenas de Ciudad Juárez. Al ring suben los combatientes, rudos y técnicos, enmascarados o con la cara al descubierto. El pequeño los observa, ve sus movimientos en el cuadrilátero, sus acrobacias, los gestos que se dirigen entre ellos y los gestos que le dirigen al público, que grita y pide más.
Saúl está fascinado. Grita con los demás espectadores. Rómpele la silla, le exigen al luchador que, ya fuera del ring, persigue a su contrincante con una silla plegable en las manos. El pequeño los ve pasar frente a él, al perseguido y al perseguidor.
El Profesor Konak, Frankenstein, El Marqués, Flama Roja son algunas de las figuras de la lucha juarense que el niño Saúl ve domingo a domingo. Pero, de todos ellos, a los que más admira, quienes son sus héroes personales, son la mancuerna Zorro y Látigo.
El niño admira la lucha, la destreza que muestran esos cuerpos que, no entiende el porqué, no puede dejar de mirar. Los músculos en tensión, aquellas licras que exhiben brazos y piernas, tan diferentes a la ropa de trabajo que ve en los hombres fuera del cuadrilátero —en los que imperan la mezclilla y las camisas a cuadros y quienes, en vez de cubrirse la cabeza con alguna máscara, se ponen una cachucha—. Hay algo de misterioso, algo que no termina de comprender, de sagrado podríamos decir, algo que años más tarde, cuando ese niño sea un hombre y esté del otro lado de las cuerdas, planteará así: la lucha libre es como una religión para mí.
“Está muerto en cruz, el pequeño Jesús, allí”, y esta expresión irónica descubría las raíces profundas de un espectáculo que lleva a cabo los gestos de las purificaciones más antiguas.
Mitologías, Roland Barthes
El pequeño Saúl no lo sabe aún, pero un día —y ese día ni siquiera habrán pasado diez años de este momento en el que lo observamos sentado junto a su madre, coreando con su voz amanerada, por la que lo molestan en la calle y por la que su padre lo reprime constantemente— habrá de estar en el ring y será reconocido por ello.
La vida del pequeño no es fácil, su padre lo violenta porque espera corregir esas maneras que ya dan muestra de una orientación sexual que no se adecua a la idea que el hombre tiene de cómo debe ser un hombre. Tampoco es pródigo en cariños, en el norte las demostraciones de afecto entre varones, así sean padre e hijo, no se consideran apropiadas, se consideran poco viriles, cosa de maricones. Y el padre de Saúl suficiente tiene con las maneras de su vástago, el primero de sus hijos varones, como para echarle más leña al fuego con mimos. La madre, en cambio, es quien lo protege, quien hace lo imposible por ayudarlo, por cuidarlo.
Pero ella no está con él todo el tiempo. Saúl tiene que salir a la calle a enfrentar las burlas. Ya desde esa edad se le ha lacerado con los insultos que los hombres que no acatan la idea de lo que ha de ser un hombre en México reciben: ¡Puto! ¡Joto! ¡Maricón! Y como Ciudad Juárez es una ciudad cosmopolita en la que el bilingüismo es algo común a la mayoría, los insultos también vienen en inglés: ¡Faggot! ¡Queer!
El niño no entiende a razón de qué esa violencia en su contra. Sabe que es debida a su diferencia, aunque en ese momento no puede decir en qué consiste exactamente esa diferencia, más allá de no ser un hombre como se supone que deben ser los hombres —aunque él a sus ocho o nueve años no tiene la edad para ser un hombre, sabe que su forma de andar o su tono de voz están alejados de la hombría.
En los domingos contemplando la lucha libre puede olvidarse de los insultos, de las vejaciones a las que los muchachos de su edad y su padre lo someten. No hay más que esos luchadores contra las cuerdas, impulsándose para lanzar una patada voladora a su rival.
Esos hombres no son como los hombres que ve en la calle, musculosos, vestidos como nadie se viste allá afuera o ni siquiera en las gradas. Entran al cuadrilátero con capas que teatralmente se quitan para mostrar su perfil altivo, la máscara desde la que brillan los ojos retadores o el rostro conocido en el que resplandece la sonrisa del que pretende vencer a sus contrincantes.
Saúl ve al Zorro y al Látigo. El primero se apoya en el segundo, parado en medio del ring, para girar en el aire y darle una patada a cada uno de los dos luchadores contra los que se enfrentan. Los echan al suelo. Pero, antes de que puedan lanzarse contra ellos, ya están de pie y uno le da con un brazo en la cara al Zorro que termina también en la lona.
Para el pequeño Saúl no hay más que este momento, ser el espectador, admirar aquellas destrezas. No es consciente aún, pero será por esa mancuerna que decidirá dedicarse a la lucha libre.
El espectador no se interesa por el ascenso hacia el triunfo; espera la imagen momentánea de determinadas pasiones. El catch exige, pues, una lectura inmediata de sentidos yuxtapuestos, sin que sea necesario vincularlos. El proceso racional del combate no interesa al aficionado del catch; por el contrario, el boxeo siempre implica una ciencia del futuro.
Mitologías, Roland Barthes
Saúl se coloca la máscara que su maestro, Ángel López (el Rey Misterio), le diseñó. Se persigna y sale a la arena. Lo presentan como Mr. Romano, está listo para luchar. La gente comienza a reírse —la gente no es tonta, habrá de decir después Saúl.
—¡Ese es PUTO!
Aquel insulto, tantas veces escuchado, lo saca de concentración. ¿Es que aun con la máscara se me nota? Se pregunta. Piensa en regresar a los vestidores. Yo sabía que esto era un error, se dice.
—¡MARICÓN!
Toma aire. Brinca al borde del cuadrilátero, se agarra de las cuerdas y, como ha practicado tanto, de un brinco da una pirueta y entra al ring. Le dirige una mirada a su maestro que lo observa desde el otro lado de la tarima, él asiente, mueve los labios y Saúl entiende que dijo: Tú puedes.
—¡El Romano es joto!
Eso quieren, so be it.
El hombre corto de días y harto de sinsabores se exaspera: “¡Mátalo! ¡Acábalo! ¡Chíngatelo! ¡Destrózalo! ¡Pícale los ojos al cabrón!”
Los rituales del caos, Carlos Monsiváis
—Quiero luchar sin máscara.
—Muy bien —le contestó su maestro— ¿y cómo te pretendes llamar? ¿Vas a seguir siendo Mr. Romano?
Aquella interrogante agarró a Saúl por sorpresa. Había pensado en luchar con su rostro al descubierto y poner en juego no la máscara sino la cabellera, esa abundante cabellera que fuera del ring tanto cuidaba.
—Te diré algo, vamos a escribir nombres en esta libreta hasta que demos con uno.
Estaban en un hotel de Ciudad Juárez, ya se habían presentado en Tijuana y, a la mañana siguiente, se presentarían en la ciudad en la que creció, en una de las mitades del lugar en el que creció. Como muchos de los habitantes de esa frontera, su vida se dividía en un ir y venir entre las dos orillas del Bravo. En cruzar el puente. Creció en Juárez, pero nació en El Paso, estudió en los Unites, pero acompaña a su madre en tierra mexicana.
Nombres van y vienen, ideas no faltan, pero ninguno de esos vocablos que se han barajado coincide con la persona que Saúl siente que puede ser en el cuadrilátero. Ya sabe que será un exótico. Si se ríen de mí, que se rían con gusto y yo me río con ellos, se ha dicho.
En el momento en el que Cassandro aparece no tienen que discutir más, tanto Saúl como su maestro Ángel saben que ese es el nombre que han estado buscando. El nombre que lo ha de acompañar de ahí en más. El personaje que Saúl intuía que podía ser tiene nombre y con ello descubre lo fácil que es ser ese otro en el ring.
Se trata, pues, de una verdadera Comedia Humana, donde los matices más sociales de la pasión (fatuidad, derecho, crueldad refinada, sentido del desquite) encuentran siempre, felizmente, el signo más claro que pueda encarnarlos, expresarlos y llevarlos triunfalmente hasta los confines de la sala. Se comprende que, a esta altura, no importa que la pasión sea auténtica o no. Lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma.
Mitologías, Roland Barthes
Cassandro ha estado tomando, está borracho. Apenas tiene veintiún años y al día siguiente se enfrentará al Hijo del Santo. En una carrera tan corta, de apenas cuatro años, ¿puede esperar una mayor consagración? Y, sin embargo, tiene miedo.
Otros luchadores le han echado en cara que sea maricón, que no merece esa batalla, que solo se la han concedido por sus graciosadas, por ser un exótico y no por ser un luchador.
Se siente deprimido. No voy a ser capaz de luchar mañana, piensa. Decide cortarse las venas.
Lo que se libra al público es el gran espectáculo del dolor, de la derrota y de la justicia. El catch presenta el dolor del hombre con la amplificación de las máscaras trágicas: el luchador que sufre bajo el efecto de una toma considerada cruel […]
Mitologías, Roland Barthes
Saúl Armendáriz conoce la derrota, no solo en el cuadrilátero, sino fuera de él. La batalla que iba a tener con el Hijo del Santo se aplazó por su intento de suicidio, no venció al hijo de la leyenda, pero se demostró a sí mismo —y a los demás— que era un luchador con todas sus letras. Con el éxito vino el consumo problemático, tanto de alcohol como de otros estupefacientes.
Otros luchadores tenían envidia del éxito que Cassandro cosechaba, que a su juicio no merecía porque era un luchador exótico, al grado de llegar a apuñalarlo.
En 1997 falleció su madre, una de las personas que fue su sustento. Esa pérdida significó para Saúl un antes y un después. Recibió la noticia en el hospital, tomando a sus hermanos menores de las manos, él, que se enorgullece de llorar a la menor provocación, tuvo que reprimir el llanto para no desmoronarse frente a ellos. Fue en ese momento en el que decidió dejar las drogas y rehabilitarse. Fue también cuando perdonó a su padre. La muerte de su madre fue el momento en el que Saúl tocó fondo, desde ahí no le quedaba sino salir adelante.
¿Qué odio inmisericorde no anhelaría el desahogo de unas patadas voladoras? ¿Qué necesidad punitiva no desea estrechar al enemigo con un “abrazo del oso”? En la arena, los cabellos recién cortados del rival son trofeo de guerra y son la guerra misma, el enmascaramiento es la pérdida del rostro, y los cetros mundiales y nacionales son ilusiones de gloria que la Raza de Bronce reconoce. Sin suspender su envío de latas de cerveza y de aullidos casi líquidos, el público envejece, rejuvenece y se estaciona en cualquiera de las fechas de su entrañable anacronismo.
Los rituales del caos, Carlos Monsiváis
Saúl entra a los vestidores como el resto de los luchadores, con ropa cómoda y con una mochila en la que carga su vestuario, de la que saldrá, por así decirlo, el personaje que habrá de subirse al ring. Contrario a sus otros compañeros, saca de su mochila no una máscara y unas mallas, sino maquillaje, rímel, pestañas postizas, coloretes, espray para el cabello, sombras para los ojos, delineador. Se sienta frente al espejo y comienza su transformación.
No se asoma a la arena, no quiere verla. Allá afuera no saldrá Saúl, será el momento de Cassandro y para llegar a Cassandro tiene que cruzar el puente, como el que se cruza entre El Paso y Ciudad Juárez, un puente hecho de maquillaje y mallones, de lentejuela y brillantina.
Deja de escuchar el griterío en las gradas, no presta atención a los otros luchadores que también se preparan para el combate, que se ponen la máscara, que hacen estiramientos y se persignan antes de salir al cuadrilátero. Solo es él frente al espejo, él y Cassandro que comienza a emerger de sí mismo. Está nervioso, siempre lo está en estos momentos.
El labial, el delineador, las pestañas, su preparación es también esta —además de la que tiene en el gimnasio y de los entrenamientos entresemana—, este momento en el que poco a poco revela a Cassandro. Es el momento en el que medita, en el que se enfrenta a sí mismo. Porque si quiere triunfar allá afuera —y lo hará—, primero tiene que vencer sus temores, ese infierno que lo ha acompañado siempre y del que ha salido, el que le ha permitido tener una vida espiritual —gracias a la cual se mantiene sobrio, y que cultiva con las danzas y en las ceremonias al sol en el grupo de danceros al que pertenece en El Paso.
Termina de maquillarse. Se quita la playera con la que venía, la de Saúl. Se pone el traje de baño dorado con el que lucha, las botas con lentejuelas y suela alta. El cinturón de campeón mundial de peso welter de la NWA. Da una larga aspiración, no quiere perder la concentración que ha logrado mientras se preparaba. Toma la capa azul con mangas estampada de flores y se la pone. Está listo.
—Cassandro, eres el siguiente —le indican.
Sale de los vestidores, pero aguarda en las gradas mientras suena la canción de la Pantera Rosa. Da unos brincos de calentamiento al ritmo del turún turún. La canción termina, Cassandro se persigna.
Empieza a sonar “No te metas con mi cucu”, de la Sonora Dinamita, Cassandro baila por el pasillo hacia el cuadrilátero al ritmo de la cumbia. Aplaude y el público corea su nombre, celebra su baile.
Como desde su primera lucha sube de un brinco al borde del ring. Se agarra de las cuerdas y da una pirueta para entrar en el cuadrilátero.
Sobre el ring y en el fondo de su ignominia voluntaria, los luchadores de catch siguen siendo dioses, porque son, durante algunos instantes, la llave que abre la naturaleza, el gesto puro que separa al bien del mal y revela la figura de una justicia finalmente inteligible.
Mitologías, Roland Barthes
Saúl Armendáriz a través de Cassandro ha seducido a miles de espectadores de la lucha libre, ofreciendo a un tiempo un luchador comprometido que conoce su oficio y un personaje que la gente quiere ver en el ring. No solo es que se trate de un luchador exótico, sino que como tal acepta sus vulnerabilidades y reconoce, sin empachos, su orientación sexual; esto último le granjeó violencias dentro y fuera del cuadrilátero, pero las supo asumir y confrontar. A fin de cuentas, son pocas las personas de la diversidad sexo-genérica nacidas durante el siglo XX que no hayan padecido alguna forma de violencia por su identidad u orientación. Pero lo que hizo Cassandro fue voltear esa violencia, en un espacio en el que poco se presta para las joterías, él entró con su cara descubierta a luchar y ganarse su lugar. Así, por ejemplo, su movimiento característico, más que un golpe, es algo que no se espera ver en el ring: un beso.
En 2012 fue campeón mundial de peso welter de la NWA. Ha representado a México como uno de sus luchadores en múltiples países y eventos —el hecho de ser bilingüe le fue de ayuda—, así, por ejemplo, dio, junto al Hijo del Santo, una exhibición de lucha libre mexicana en París.
Cassandro ha sido disruptivo por su abundante cabellera, peinada siempre en un crepé que despierta envidias, su rostro maquillado —él confiesa, en el corto-documental, Cassandro, el exótico, que le realizó Michael Ramos-Araizaga, que ser un exótico es como ser una drag— y su presencia en el cuadrilátero le han ganado el cariño y la admiración de la gente.
Además, él mismo, consciente de la voz y la notoriedad que ha adquirido, se ha vuelto un activista. En su natal El Paso y en Ciudad Juárez fomenta la lucha libre a través de su organización Mama Lucha, así mismo, promueve a jóvenes interesados en el pancracio para que comiencen sus carreras e incluso a los que quieren explorar posibilidades en los Estados Unidos les ayuda a conseguir visas de trabajo. A lo que se suma su vocalidad como una persona de la disidencia sexo-genérica.
Con la atención que su figura está teniendo, con varios documentales que se le habían realizado desde 2010 a la fecha y con la película en la que Gael García Bernal lo interpreta, Cassandro se ha vuelto una figura que trasciende las cuerdas del cuadrilátero, como en su momento lo fue el Santo. No es casual que uno de los motes con los que se dirigen a él sea la Diva de la Lucha, en clara alusión a otra figura de Ciudad Juárez cuya apariencia y comportamiento no se adecuaba a la cisheteronorma, es decir Juan Gabriel. Una persona como él está teniendo este éxito. Es reconocido no a pesar de su orientación sexual sino porque la ha expresado libremente dentro y fuera del ring.
La bendita lucha libre ha sido mi vida. Es lo más hermoso que me ha pasado. Pero también es lo más doloroso que estoy viviendo.
Saúl Armendáriz, Cassandro
Esta historia se produjo con el apoyo de la Ford Foundation.
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Fuentes
¡Bendita Lucha Libre, Nunca te Acabes! Cassandro El Exótico, TEDx Talks.
https://youtu.be/u1YXDBwCE-g?si=mXbP2By6KXLS6fwk
Cassandro El exótico, documental de Michael Ramos-Araizaga.
“El divo del ring”, miscelánea, Vice en español.