Además de ser frontman de Iron Maiden, Bruce Dickinson es esgrimista, empresario, escritor y piloto de aviación británico. Suele viajar por el mundo para charlar de superación y ofrecer recomendaciones de negocio a diversos empresarios. Esta accidentada crónica explora el periplo de un distraído escritor por hallar al cantante de metal.
"Todo crecimiento es un salto en la oscuridad, un acto espontáneo no premeditado que carece del beneficio de la experiencia". - Henry Miller
I.
En algún punto de la carretera, aproximadamente a treinta kilómetros del Polifórum León, un espectacular rodeado por pradera desértica y fondo de nubes grises que advierten una tormenta que nunca llega, muestra a Bruce Dickinson, vocalista de Iron Maiden, vestido con un saco. Anuncia que, por primera vez, el legendario cantante visita la ciudad guanajuatense —próspera en productos hechos de cuero, como calzado y chamarras— para brindar la conferencia "De rockstar a hombre de negocios" en la séptima edición del Foro Go.
Imponente, impasible, el espectacular pasa frente a mis ojos. Lo veo tres segundos en su solitario esplendor: lo conozco, lo he visto antes, varias veces, pero en las redes sociales; pasa frente a mí y la cámara fotográfica que reposa en el guardaequipaje que está sobre mi cabeza reclama por salir, pero ahí permanece.
Para este momento Bruce Dickinson, speaker de la BBC, ya ha dado dicha conferencia. Hace cuatro horas.
Entre luces moradas y rosáceas, con pantallas que proyectan imágenes de él mismo en distintos escenarios (especialmente con aviones detrás suyo), luego de una breve introducción de su persona tras escucharse un fragmento de "The Number of the Beast" —quizá la canción más conocida de Maiden entre los fanáticos y los que no lo son—, Dickinson se dirigió a quienes llegaron a tiempo para verlo.
II.
Bruce Dickinson inicia su conferencia hablando de mosquitos. De cómo cada uno de los presentes en aquella sala donde caben mil espectadores podría acarrear con una enfermedad por picadura de uno de ellos y contagiar así a todos los demás. De cómo los mosquitos son tan vastos como las ideas, y de cómo las ideas se contagian y propagan de forma muy parecida.
Eso me cuenta Lázaro, quien vende su marca independiente de mezcal en el Foro. Me dice que por esa razón su amigo, un pintor al que vi momentos antes (y que lucía más como un vagabundo por sus ropajes harapientos), dibujó el rostro de Dickinson con un mosquito a un lado suyo. Un zancudo. Fue un dibujo que, pensaron ambos, podrían entregar en sus manos al cantante. Nunca salió a convivir con quienes estaban afuera de la sala de conferencias, en la otra zona de la expo, donde se encuentran los stands.
No al menos ese día. Porque la noche previa al inicio del Foro Go sí lo hizo en un cóctel realizado por los promotores del evento. Rodeado por stands de cinta oscura y flexible como los de las filas de los bancos, Dickinson convivió con el público conformado, principalmente, por los organizadores y otras personalidades. Se tomó algunas selfies y subió al escenario junto a La Revolución del Rock, una banda local que interpretó con él "The Trooper" (cuyo intro erraron y Bruce sonrió al notarlo) y "Fear of the Dark", temas emblema de La Doncella de Hierro.
Lázaro me muestra el video en su celular: él está situado en el costado izquierdo si se mira de frente al escenario; está detrás de la valla que protege el sillón donde permanece Dickinson y compañía, quienes a su vez están frente a los músicos, colocados en un escenario casi a ras del piso.
Paul Bruce Dickinson, "cantante, productor musical, esgrimista, empresario, escritor, historiador y piloto de aviación británico", a decir de la semblanza incluida en su libro biográfico ¿Para qué sirve este botón? (Libros Cúpula, 2018), usa el atril a medio tamaño, a modo de bastón, viste chaqueta de cuero y botas taconudas propias de la región. Pide una lata de cerveza Modelo, que destapa al instante y bebe. Luego sonríe. Se le nota cómodo en aquel semi improvisado espectáculo del que es centro de atención.
“Ya no me pude acercar más”, lamenta Lázaro, cuyo mezcal, como él, también es originario de Guanajuato. El arte en la etiqueta fue hecho por su colega pintor. El mezcal está bien, es un cupreata que bebo con el agradecimiento de quien debe ingerir un líquido sagrado: brinda paz y consuelo en momentos de desmoronamiento.
III.
Alrededor de las siete de la mañana el autobús ya ha avanzado dos de las cinco horas que supone el viaje en carretera de la Ciudad de México hasta León. En la quieta oscuridad de la aurora me reclino sobre el asiento y cierro los ojos mientras escucho, una y otra vez, el más reciente álbum de Slowdive, Everything Is Alive (2023). Ni así concilio el sueño. Intento dormitar mientras repaso lo que habré de preguntarle a Dickinson si logro abordarlo. Ya mi editor, B.T. Mendoza, me advirtió que no otorgará entrevistas. Debo prepararme para un abordaje no solo fortuito, sino efímero, peligroso. Un disparo letal que debe dar en el blanco. Que propicie otros dos, tres tiros.
Entretanto, del otro lado de la carretera, en contrasentido a este, otro autobús está detenido sobre el acotamiento con las intermitentes puestas; el chofer hace señas con un trapo unos metros adelante (o atrás) sobre la pista. Ignoro cuánto tiempo llevará ahí, pero pienso: qué terrible debe ser que tu autobús se descomponga.
IV.
Hunter Thompson también empieza hablando de mosquitos en su libro La gran caza del tiburón (Anagrama, 2012), que incluye el reportaje que da título al volumen, donde el periodista gonzo es enviado por Playboy a Cozumel para cubrir una competición pesquera; narra una de sus noches en un cuarto de hotel infestado. En la habitación están abiertas, del todo, las ventanas y las puertas. Por el calor. Aquellos insectos sobrevuelan el techo mientras el Doctor Thompson, como se llama a sí mismo, reposa crudísimo de alcohol, drogas e insomnio, y embarrado con un repelente tan poderoso que los bichos no se acercan. Solo los escucha zumbar, aproximarse, sin que puedan chuparle una sola gota de su dulce sangre.
“Como le dijo su editor a Hunter Thompson”, me escribe B.T. Mendoza cuando le doy el parte de mi cobertura sobre la conferencia de Dickinson: “¡Aunque sea una crónica de tu viaje lisérgico, pero trae una pinche historia!”.
Luego me advierte que no me drogue demasiado. Desconoce que en mi mochila llevo, acaso, una gelatina de mosaico y un suero revitalizante (aunque no estoy crudo). Y, justamente, a modo de amuleto (y quizá de premonición) un libro de Thompson, novedad editorial en inglés: Screwjack (Simon & Schuster, 2023), delgado ejemplar que contiene tres relatos, prologado por mi ídolo metalero número uno: Lars Ulrich, el baterista de Metallica, descubro que además es buen narrador.
V.
Con la soltura de un tipo que ha estado frente a miles de personas, con la energía que desprende en cada en vivo y en cada videoclip o en cada entrevista, el histriónico y aún ágil Bruce Dickinson, uno de los vocalistas de heavy metal más importantes de la historia, se desplaza a lo largo y ancho del escenario del Foro Go. Se adueña de él:
“Me he caído del caballo. Duele. Pero me di cuenta que tengo dos opciones en la vida: una, nunca volver a subirme a un caballo, o subirme de nuevo al caballo y averiguar por qué me caí y hacerlo de nuevo. Escogí la última opción. Los negocios son así. ¡Vas a fallar! Pero no es una pérdida, es un curso de aprendizaje. Es parte del proceso del negocio. ¡Es fallar, aprender de ello! Es montarse de nuevo en el caballo, y para ello necesitas determinación, y para ello necesitas emoción y necesitas pasión. No subestimen esas cualidades.”
A diferencia de la noche anterior —y de la imagen del espectacular—, Dickinson lleva puesta una sudadera de algodón y una playera de un azul oscuro, también de algodón, con una M impresa en medio y que ignoro de qué sea. Bien podría ser de Mosquito. La busco en Google Images y me arroja algunos resultados que, aunque parecen certeros, son todos incorrectos. Es en un video de YouTube que me encuentro con que se trata de uno de los íconos de su álbum de grandes hits en solitario, y probablemente sea lo que hay detrás de la portada de Mandrake Project, nuevo material con el cual visitará México en abril de 2024.
He visto a Maiden un par de veces. Una de ellas, la última, con Ghost y Slayer diez años atrás. No han sido los conciertos más memorables de mi vida, pero su incansable energía me resulta inolvidable. Lo mismo me pasó al escucharlos, por primera vez, con el disco No prayer for the dying (1990). Poco a poco les agarré cariño y pronto compré el disco de éxitos The Best of The Beast (1996). Me perdí de la ida, pero no del regreso de Dickinson a las filas de La Doncella a principios del nuevo milenio, y sus tres primeros álbumes de esa etapa son mis favoritos: Brave New World (2000), Dance of Death (2003) y A Matter of Life and Death (2006). Discos potentes, progresivos, maduros.
Contrario a mí, quienes sí son fanáticos son los hermanos Verazaluce. Toco con uno de ellos en Asedio, con Andrés, el frontman y la segunda guitarra. El otro, Vini, ha diseñado las portadas de nuestros discos. El domingo previo a mi partida a León, le pedí a Andrés que me llevara algo que Dickinson pudiera firmar. Olvidó llevarlo, pero se trataba del disco The chemical wedding (1998), su favorito de la etapa en solitario. Un álbum crudo, pesado, parecido a la época de Rob Halford con la banda Fight.
“La mayor parte del álbum se vio fuertemente influenciada por William Blake, no solo en un sentido literal, sino espiritual. Blake era casi con seguridad un alquimista o miembro de un grupo relacionado con la filosofía oculta o la magia. Al mismo tiempo, me llamaron la atención sus dos personajes ‘Los’ y ‘Urizen’. Los —o Sol al revés— era creativo y estaba condenado para siempre a tener la cabeza enterrada en un cubo de fuego, simbolizando la tortura del alma infinitamente creadora. Urizen era el frío depositario de la lógica, encadenado a una roca, taciturno y pensativo”, escribe Dickinson al respecto de ese disco en su autobiografía. “Me parecía que eran personajes del subconsciente de Blake, que representaban el drama de su alma, expresado como arte y poesía. Tenía una vaga idea de lo que era amar la creatividad, pero me detenía la sombría realidad del aspecto comercial y el miedo al cambio”.
VI.
“¿Nos vamos a quedar aquí para siempre?”, le pregunta un niño a su madre. Me sorprende la paciencia de ella. Han pasado un par de horas después de que nuestro autobús se detuvo y el chofer aseguró que el problema se resolvería en media hora con la llegada de otro camión. El conductor charla con sus compañeros de la misma línea que se estacionan a un lado nuestro, luego de intercambiar algunas palabras los otros conductores se van sin llevarse ningún pasajero más.
El niño corre hacia mi lugar, me mira y sonríe. Su madre le pide que vuelva con ella levantando un poco la voz. El niño así lo hace. Viajan ellos dos y el abuelo, quien lleva consigo un bastón —lo he visto bajar un par de veces al baño— con la punta redonda chapada en oro. Para entonces ya he leído el libro de Thompson, aunque lento, porque está en inglés, y me duele el trasero de estar ahí sentado. También me duelen los oídos por los audífonos. Ya me he comido la gelatina, cuyo recipiente plástico se aplastó, y me he bebido el Electrolit.
Bajo al baño y luego salgo del autobús. Ahí está el chofer, con su respectivo trapo haciendo señales. Le ayuda otro hombre, al parecer su copiloto. Nos encontramos, en algún punto de Querétaro. Uno de los pasajeros ya ha sacado todo su equipaje y habla por teléfono. En ese momento le aviso por mensaje a B.T. Mendoza que no voy a lograrlo. Entonces el del equipaje saca un paquete de cigarrillos. Lo veo un momento, luego me aproximo y apenado le pido uno. Sonríe y me extiende la cajetilla. Enciende el cigarro con un encendedor cuya flama apenas logra verse.
“¿Vendrán por ti?”, le pregunto tras expulsar el humo. El hombre asiente manteniendo la sonrisa. “¿Vas a León?”, disparo de nuevo. Afirma con un acento de algún punto del norte del país. Luego mira su reloj y, anticipándose a mi siguiente pregunta, dice en tono resignado: “Ya habían llegado por mí, pero del otro lado —y levanta la barbilla señalando—. Ya está dando la vuelta en el retorno, pero seguro llegará al mismo tiempo que el otro camión que vendrá por nosotros”.
Pienso que tiene razón. Que no tardan. Quince minutos después arriba el automóvil. Los otros que estamos ahí parados vemos al norteño subirse sin mirar atrás. El auto arranca tan pronto se cierra la puerta del copiloto. En ese momento veo mi reloj: han pasado tres horas desde la descompostura del autobús.
VII.
—¿Y qué tal estuvo Bruce? —pregunto.
Lázaro sonríe. Hace un gesto levantando ambas cejas. Arquea la boca formando una “u” inversa. Deja ver un poco los dientes.
—Estuvo muy bueno.
—¿De qué habló? ¿De emprendimiento? —conforme degusto la prueba de mezcal en el pequeñísimo vaso de plástico, noto que Lázaro lleva la cabellera larga atada a una coleta. Playera negra y arracadas.
—No. Fue más una charla de superación personal. De no darse por vencido, de llevar a cabo los proyectos que uno se proponga... sea lo que sea. De no rendirse. ¿No estuviste?
Doy un traguito más y se prolonga lo suficiente para que un par de sujetos se acerquen en ese instante. Van vestidos con camisas tipo polo de colores pastel, pantalones ajustados y mocasines sin usar calcetín. Uno de ellos pregunta, a un par de metros de donde estamos:
—¿De qué hablan, de Iron Maiden?
Lázaro dirige su atención a ellos. Yo asiento, con el vaso vacío pegado a mis labios. Lo muerdo un poco y luego pregunto:
—Sí, ¿qué tal estuvo?
—Chingón, eh. Qué bárbaro. No soy ultra fan de Maiden, pero sí que me laten sus clásicos.
—¿Y de qué habló?
—Pues estuvo muy interesante, eh. Es un tipo que ha hecho un montón de cosas: no solo es músico, sino que también fue de todo… le dio cáncer y se recuperó. En general te dice que tienes que hacer las cosas, que no hay que abandonar los sueños. Que la vida se trata de una lucha constante.
Luego aquel hombre me cuenta que es músico frustrado, guitarrista, y que alguna vez tuvo una banda de rock que abandonó en pos de una estabilidad económica y por un noviazgo. Ahora es empresario full time, aunque espera volver a los escenarios locales un día de estos. Aquel hombre se dedica a hacer empaques de cartón. Conversa con Lázaro sobre nuevas posibilidades para su negocio. Yo les indico que vuelvo en un momento, pues me daré un rol por la feria. Ambos me ignoran.
VIII.
Tenemos un par de cosas en común, Bruce. En realidad tres. Una: ambos estamos por primera vez en esta ciudad fundada hace doscientos años; dos: ambos tenemos una banda, una más exitosa que la otra, es cierto, pero ese es quizá nuestro lazo más fuerte. Y tres: ambos escribimos. Tú, primero, una novela inmensa y extraña, según narras en la autobiografía que también escribiste; yo, el texto que escribiré sobre ti, sobre este viaje, y una novela que honra nuestros quehaceres y que tuvieron a bien los editores en llamar Metal (FCE, 2018). Bruce sonríe cuando le entrego un ejemplar. Sus guardaespaldas vigilan cualquier movimiento errático de mi parte, especialmente cuando extraigo de mi chaqueta de cuero un bolígrafo dorado con el que escribo: Para Bruce Dickinson, colega al que admiro. Espero que disfrute la lectura de este material, lamentablemente escrito en español.
“¡Ya llegó el otro camión!”, grita el chofer. Lo primero que siento al despertar es un dolor de cuello como si hubiese hecho headbanging durante todo un concierto de Iron Maiden. Me incorporo despacio del asiento individual en el que estaba roncando y miro mi reloj: han pasado cuatro horas y media desde que el autobús se descompuso.
Bajamos el abuelo, la madre, el niño y yo. Un par más. ¿A dónde se fueron los otros? Abordamos el nuevo camión que es idéntico al viejo. Tomamos los mismos asientos. Llegamos a la terminal de León, luego de ver el espectacular de la conferencia de Dickinson, luego de buscar, en vano, retratarlo en alguna otra parte, luego de ver desde lejos el Polifórum León. Luego…
En la zona de atención a clientes, como buen millennial, me quejo. La mujer que me atiende, muy amable, me extiende un formato impreso que lleno tan rápido como puedo con un bolígrafo azul. Tan rápido como me lo permiten el hambre y la sed.
“Su camión salió a las... cinco de la mañana”, dice una vez que le entrego el papel, a lo que respondo: “Y son casi las cuatro de la tarde”. La mujer abre mucho los ojos y se retira a la parte trasera del cubículo. Detrás de una cortina solo alcanzo a ver los pies de alguien más. No los escucho. Entonces ella vuelve acompañada por una disculpa y 50% de descuento en el próximo viaje. Ya quiero aprovecharlo y largarme. Pregunto por los horarios de las corridas. Me recomienda tres donde aplica la promoción. Apenas llevo dinero, así que elijo el horario de las nueve de la noche. Pago en efectivo. La mujer me entrega el boleto y vuelve a disculparse. Le sonrío, doy media vuelta y me digo: cinco horas son suficientes.
XIX.
Polifórum León. Aquello es prácticamente igual a otra feria de emprendimiento a la que acabo de acudir en Santa Fe, Ciudad de México. Pareciera ser la misma gente: individuos de camisa y traje; bien vestidos, los zapatos boleados, los peinados relucientes, las tarjetas de presentación a la mano. Salidos de alguna novela de Breat Easton Ellis. Empresarios y emprendedores. Ricos y quienes quieren serlo. Algunos que ninguna de las dos.
Además de Dickinson, se presentaron Randi Zuckerberg, Katya Echazarreta y Sergio Nava y supongo que por eso el costo tan alto —la de Santa Fe era gratis—, aunque de ninguno he escuchado antes su nombre.
Reconozco a Dulce cuando veo a una mujer texteando y el mensaje llega a mi teléfono al momento. Me presento y le narro mi periplo. Hace una mueca de condolencia. La encargada de prensa me cuenta que querían realizar la conferencia varias ediciones atrás, pero que hasta ahora pudo ser. Tres años en la distancia, cuando la pandemia de covid-19 azotó al mundo, Dickinson ofreció en línea una versión más breve y en formato TED Talk.
Esta ocasión la sala estuvo casi a reventar de seguidores de Iron Maiden, pero ninguno pudo acercarse, aunque llevaban playeras y discos listos para ser firmados. Ni siquiera la gente de la organización pudo. Todo estaba muy restringido. Entonces le pregunto si acaso podrían compartirme el video o el audio de la charla. No es posible por temas de derechos de autor. “¿No podría escucharla, en privado, con solo mi lápiz y mi libreta —y se los muestro— para rescatar algo de lo que dijo?”, pregunto. No es posible. Coloco las manos juntas, implorantes. Nada.
Es inútil insistir, y mucho menos intentar un soborno, por lo que le agradezco y le pido que por lo menos me comparta las fotos que hayan tomado. Dulce me envía todas las imágenes que han subido a sus redes sociales hasta ese momento. Luego me coloco en una de las entradas al escenario, en la parte trasera, desde donde se ve todo. Y me acerco a uno de los camarógrafos. “Oye, ¿grabaron lo de Bruce?”, intento explicar que soy reportero y mis complicaciones. Su respuesta afirmativa irradia una pequeñísima luz. “¿Será que pueda verlo?”, insito. El joven titubea. “No creo que se pueda… es circuito cerrado. A lo mejor si les preguntas ahí en la cabina”.
A unos metros logro ver la cabina. Me aproximo y ahí hay una señora mayor. Habla inglés con otro sujeto, uno muy alto, un gringo de manual. Luego me entero que él es otro de los ponentes, un individuo de nombre Mick Ebeling, cuya charla me quedo a ver —de buenas a primeras me parece que tiene el síndrome del salvador blanco, luego me provoca genuino interés por su proyecto, llamado Not Impossible—. Luego me entero de que la señora mayor es la traductora a la cual todos escuchan con unos pequeños audífonos.
Busco entonces en la red. Ya algunos medios locales han subido sus notas. De lo que dijo Bruce, rescata El Heraldo León: “Tanto metaleros vestidos con playeras negras como empresarios de traje prestaron atención al conferencista quien es, además de uno de los grandes rockeros de su tiempo, profesor de historia, filántropo, experto en esgrima a nivel olímpico, piloto aviador y empresario en el ramo de la aeronáutica. ‘El rock es una forma muy buena de hacer que la gente se reúna’”, dijo.
En su canal de YouTube, un aficionado también ha subido algo de material. Fragmentos de video, un especial previo a la conferencia. Por lo que salgo de la sala y camino entre los stands. Antes de detenerme donde está Lázaro vendiendo mezcales, me percato de otro joven matudo con una cámara de fotos. Lo intercepto y me presento. Noto incomodidad en su gesto. Mi desesperación es evidente. Le pido primero sus fotos, acepta sin problema. Luego, pregunto si grabaron algo de la presentación. “Te lo ruego, por favor, prométeme que en cuanto sepas algo vas a avisarme”, insisto. Unos minutos después vuelve, pero lamentablemente no cuenta con ningún video.
X.
Una noche antes observo un mosquito aplastado en la pared de mi habitación. Lleva ahí algunos días. No recuerdo si he sido yo quien lo ha matado; su cuerpo parece en espera de fosilización.
Quizá deba irme en avión, pienso en ese momento, para no errarle, pero no soy un viajante asiduo y me preocupa la huella de carbono que quede tras de mí. Como le preocupa a Bruce Dickinson, quien ha puesto énfasis en abonar recursos para la investigación que erradique este problema. Por lo cual prefiero el autobús. Así podré leer. Incluso podré escribir. Iré bien, iré con buen tiempo. Buscaré a Bruce en su hotel. Le haré una entrevista.
“Siempre lamenté los plazos en las entrevistas. Odiaba la presión del tiempo”, dice Bruce en alguna parte de su libro autobiográfico, refiriéndose a un programa de radio que tuvo donde entrevistaba a otros artistas. “La gente necesita espacio para respirar y relajarse. Ahí es cuando se habla de verdad, y uno descubre que no es el personaje recortable de cartulina que espera la gente”.
Salgo del Foro Go. Le doy el parte a B.T. Mendoza y su consejo de periodista serio llega tarde: “¡No digas mamadas, cabrón, siempre debes llegar un día antes!”. No soy un periodista, no soy un fotógrafo, no soy un músico, no soy un escritor. Soy un fracaso.
Camino de regreso hacia la terminal, que está a quince minutos a pie. Un hombre reposa en el suelo junto a un árbol. Lleva gafas de aumento, bermudas, botas. De pronto se tapa con una enorme cobija. La imagen pareciera salida de la mente de Caravaggio. Llevo la cámara a mi lado. No he fotografiado nada más que el rostro de Dickinson con el mosquito realizado por el indigente-pintor.
Este otro indigente posa. Cierra los ojos. Imposible conciliar el sueño cuando hay tanta gente alrededor: una fila de jóvenes esperando a que se llene la combi, una fila de taxis esperando pasaje. Transeúntes que jamás volveré a ver, pero que he visto siempre: esa parte de México es igual o muy parecida a la parte de donde vengo.
Espero un momento a que se despeje la zona. Estoy fuera de ritmo. ¿Le pediré permiso? No, eso arruinaría el encuadre. Preparo la cámara. Me agacho fingiendo que me amarro las agujetas. Cuento las monedas que llevo en el bolsillo trasero, por si se percata y me pide algo. Cuando la zona está libre y el hombre ha vuelto a cerrar los ojos, una joven se acerca. “Señor, ¿no me compra una estampa?”, ella debe tener no más de quince años. Es güera, me recuerda a la nieta de un amigo, vocalista de una banda de hardcore. Veo las estampas: son de grupos de k-pop. No conozco ninguno. Le extiendo algunas de las monedas del bolsillo trasero. La joven se va un tanto consternada y yo miro la escena: aún puedo tomar la foto para una serie que me ha tomado años. Entonces un hombre se cruza y, sin siquiera dirigirle la mirada, le extiende al sujeto de mi deseo fotográfico un billete de cien. “¡Se rayó, cien varotes!”, exclama un taxista a un lado mío.
De entre sus harapos, el indigente extrae una cartera alargada, que brilla a la luz del poste. Ahí mete el billete que acaba de recibir y cuenta unos más, con las gafas puestas, como si fuera un contador. Lo miro, resignado, y guardo la cámara. Avanzo hacia la terminal. Tomo asiento en la sala de espera. Ruego porque esta vez el camión no se descomponga. La carretera de vuelta estará todo el tiempo a oscuras.
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Además de ser frontman de Iron Maiden, Bruce Dickinson es esgrimista, empresario, escritor y piloto de aviación británico. Suele viajar por el mundo para charlar de superación y ofrecer recomendaciones de negocio a diversos empresarios. Esta accidentada crónica explora el periplo de un distraído escritor por hallar al cantante de metal.
"Todo crecimiento es un salto en la oscuridad, un acto espontáneo no premeditado que carece del beneficio de la experiencia". - Henry Miller
I.
En algún punto de la carretera, aproximadamente a treinta kilómetros del Polifórum León, un espectacular rodeado por pradera desértica y fondo de nubes grises que advierten una tormenta que nunca llega, muestra a Bruce Dickinson, vocalista de Iron Maiden, vestido con un saco. Anuncia que, por primera vez, el legendario cantante visita la ciudad guanajuatense —próspera en productos hechos de cuero, como calzado y chamarras— para brindar la conferencia "De rockstar a hombre de negocios" en la séptima edición del Foro Go.
Imponente, impasible, el espectacular pasa frente a mis ojos. Lo veo tres segundos en su solitario esplendor: lo conozco, lo he visto antes, varias veces, pero en las redes sociales; pasa frente a mí y la cámara fotográfica que reposa en el guardaequipaje que está sobre mi cabeza reclama por salir, pero ahí permanece.
Para este momento Bruce Dickinson, speaker de la BBC, ya ha dado dicha conferencia. Hace cuatro horas.
Entre luces moradas y rosáceas, con pantallas que proyectan imágenes de él mismo en distintos escenarios (especialmente con aviones detrás suyo), luego de una breve introducción de su persona tras escucharse un fragmento de "The Number of the Beast" —quizá la canción más conocida de Maiden entre los fanáticos y los que no lo son—, Dickinson se dirigió a quienes llegaron a tiempo para verlo.
II.
Bruce Dickinson inicia su conferencia hablando de mosquitos. De cómo cada uno de los presentes en aquella sala donde caben mil espectadores podría acarrear con una enfermedad por picadura de uno de ellos y contagiar así a todos los demás. De cómo los mosquitos son tan vastos como las ideas, y de cómo las ideas se contagian y propagan de forma muy parecida.
Eso me cuenta Lázaro, quien vende su marca independiente de mezcal en el Foro. Me dice que por esa razón su amigo, un pintor al que vi momentos antes (y que lucía más como un vagabundo por sus ropajes harapientos), dibujó el rostro de Dickinson con un mosquito a un lado suyo. Un zancudo. Fue un dibujo que, pensaron ambos, podrían entregar en sus manos al cantante. Nunca salió a convivir con quienes estaban afuera de la sala de conferencias, en la otra zona de la expo, donde se encuentran los stands.
No al menos ese día. Porque la noche previa al inicio del Foro Go sí lo hizo en un cóctel realizado por los promotores del evento. Rodeado por stands de cinta oscura y flexible como los de las filas de los bancos, Dickinson convivió con el público conformado, principalmente, por los organizadores y otras personalidades. Se tomó algunas selfies y subió al escenario junto a La Revolución del Rock, una banda local que interpretó con él "The Trooper" (cuyo intro erraron y Bruce sonrió al notarlo) y "Fear of the Dark", temas emblema de La Doncella de Hierro.
Lázaro me muestra el video en su celular: él está situado en el costado izquierdo si se mira de frente al escenario; está detrás de la valla que protege el sillón donde permanece Dickinson y compañía, quienes a su vez están frente a los músicos, colocados en un escenario casi a ras del piso.
Paul Bruce Dickinson, "cantante, productor musical, esgrimista, empresario, escritor, historiador y piloto de aviación británico", a decir de la semblanza incluida en su libro biográfico ¿Para qué sirve este botón? (Libros Cúpula, 2018), usa el atril a medio tamaño, a modo de bastón, viste chaqueta de cuero y botas taconudas propias de la región. Pide una lata de cerveza Modelo, que destapa al instante y bebe. Luego sonríe. Se le nota cómodo en aquel semi improvisado espectáculo del que es centro de atención.
“Ya no me pude acercar más”, lamenta Lázaro, cuyo mezcal, como él, también es originario de Guanajuato. El arte en la etiqueta fue hecho por su colega pintor. El mezcal está bien, es un cupreata que bebo con el agradecimiento de quien debe ingerir un líquido sagrado: brinda paz y consuelo en momentos de desmoronamiento.
III.
Alrededor de las siete de la mañana el autobús ya ha avanzado dos de las cinco horas que supone el viaje en carretera de la Ciudad de México hasta León. En la quieta oscuridad de la aurora me reclino sobre el asiento y cierro los ojos mientras escucho, una y otra vez, el más reciente álbum de Slowdive, Everything Is Alive (2023). Ni así concilio el sueño. Intento dormitar mientras repaso lo que habré de preguntarle a Dickinson si logro abordarlo. Ya mi editor, B.T. Mendoza, me advirtió que no otorgará entrevistas. Debo prepararme para un abordaje no solo fortuito, sino efímero, peligroso. Un disparo letal que debe dar en el blanco. Que propicie otros dos, tres tiros.
Entretanto, del otro lado de la carretera, en contrasentido a este, otro autobús está detenido sobre el acotamiento con las intermitentes puestas; el chofer hace señas con un trapo unos metros adelante (o atrás) sobre la pista. Ignoro cuánto tiempo llevará ahí, pero pienso: qué terrible debe ser que tu autobús se descomponga.
IV.
Hunter Thompson también empieza hablando de mosquitos en su libro La gran caza del tiburón (Anagrama, 2012), que incluye el reportaje que da título al volumen, donde el periodista gonzo es enviado por Playboy a Cozumel para cubrir una competición pesquera; narra una de sus noches en un cuarto de hotel infestado. En la habitación están abiertas, del todo, las ventanas y las puertas. Por el calor. Aquellos insectos sobrevuelan el techo mientras el Doctor Thompson, como se llama a sí mismo, reposa crudísimo de alcohol, drogas e insomnio, y embarrado con un repelente tan poderoso que los bichos no se acercan. Solo los escucha zumbar, aproximarse, sin que puedan chuparle una sola gota de su dulce sangre.
“Como le dijo su editor a Hunter Thompson”, me escribe B.T. Mendoza cuando le doy el parte de mi cobertura sobre la conferencia de Dickinson: “¡Aunque sea una crónica de tu viaje lisérgico, pero trae una pinche historia!”.
Luego me advierte que no me drogue demasiado. Desconoce que en mi mochila llevo, acaso, una gelatina de mosaico y un suero revitalizante (aunque no estoy crudo). Y, justamente, a modo de amuleto (y quizá de premonición) un libro de Thompson, novedad editorial en inglés: Screwjack (Simon & Schuster, 2023), delgado ejemplar que contiene tres relatos, prologado por mi ídolo metalero número uno: Lars Ulrich, el baterista de Metallica, descubro que además es buen narrador.
V.
Con la soltura de un tipo que ha estado frente a miles de personas, con la energía que desprende en cada en vivo y en cada videoclip o en cada entrevista, el histriónico y aún ágil Bruce Dickinson, uno de los vocalistas de heavy metal más importantes de la historia, se desplaza a lo largo y ancho del escenario del Foro Go. Se adueña de él:
“Me he caído del caballo. Duele. Pero me di cuenta que tengo dos opciones en la vida: una, nunca volver a subirme a un caballo, o subirme de nuevo al caballo y averiguar por qué me caí y hacerlo de nuevo. Escogí la última opción. Los negocios son así. ¡Vas a fallar! Pero no es una pérdida, es un curso de aprendizaje. Es parte del proceso del negocio. ¡Es fallar, aprender de ello! Es montarse de nuevo en el caballo, y para ello necesitas determinación, y para ello necesitas emoción y necesitas pasión. No subestimen esas cualidades.”
A diferencia de la noche anterior —y de la imagen del espectacular—, Dickinson lleva puesta una sudadera de algodón y una playera de un azul oscuro, también de algodón, con una M impresa en medio y que ignoro de qué sea. Bien podría ser de Mosquito. La busco en Google Images y me arroja algunos resultados que, aunque parecen certeros, son todos incorrectos. Es en un video de YouTube que me encuentro con que se trata de uno de los íconos de su álbum de grandes hits en solitario, y probablemente sea lo que hay detrás de la portada de Mandrake Project, nuevo material con el cual visitará México en abril de 2024.
He visto a Maiden un par de veces. Una de ellas, la última, con Ghost y Slayer diez años atrás. No han sido los conciertos más memorables de mi vida, pero su incansable energía me resulta inolvidable. Lo mismo me pasó al escucharlos, por primera vez, con el disco No prayer for the dying (1990). Poco a poco les agarré cariño y pronto compré el disco de éxitos The Best of The Beast (1996). Me perdí de la ida, pero no del regreso de Dickinson a las filas de La Doncella a principios del nuevo milenio, y sus tres primeros álbumes de esa etapa son mis favoritos: Brave New World (2000), Dance of Death (2003) y A Matter of Life and Death (2006). Discos potentes, progresivos, maduros.
Contrario a mí, quienes sí son fanáticos son los hermanos Verazaluce. Toco con uno de ellos en Asedio, con Andrés, el frontman y la segunda guitarra. El otro, Vini, ha diseñado las portadas de nuestros discos. El domingo previo a mi partida a León, le pedí a Andrés que me llevara algo que Dickinson pudiera firmar. Olvidó llevarlo, pero se trataba del disco The chemical wedding (1998), su favorito de la etapa en solitario. Un álbum crudo, pesado, parecido a la época de Rob Halford con la banda Fight.
“La mayor parte del álbum se vio fuertemente influenciada por William Blake, no solo en un sentido literal, sino espiritual. Blake era casi con seguridad un alquimista o miembro de un grupo relacionado con la filosofía oculta o la magia. Al mismo tiempo, me llamaron la atención sus dos personajes ‘Los’ y ‘Urizen’. Los —o Sol al revés— era creativo y estaba condenado para siempre a tener la cabeza enterrada en un cubo de fuego, simbolizando la tortura del alma infinitamente creadora. Urizen era el frío depositario de la lógica, encadenado a una roca, taciturno y pensativo”, escribe Dickinson al respecto de ese disco en su autobiografía. “Me parecía que eran personajes del subconsciente de Blake, que representaban el drama de su alma, expresado como arte y poesía. Tenía una vaga idea de lo que era amar la creatividad, pero me detenía la sombría realidad del aspecto comercial y el miedo al cambio”.
VI.
“¿Nos vamos a quedar aquí para siempre?”, le pregunta un niño a su madre. Me sorprende la paciencia de ella. Han pasado un par de horas después de que nuestro autobús se detuvo y el chofer aseguró que el problema se resolvería en media hora con la llegada de otro camión. El conductor charla con sus compañeros de la misma línea que se estacionan a un lado nuestro, luego de intercambiar algunas palabras los otros conductores se van sin llevarse ningún pasajero más.
El niño corre hacia mi lugar, me mira y sonríe. Su madre le pide que vuelva con ella levantando un poco la voz. El niño así lo hace. Viajan ellos dos y el abuelo, quien lleva consigo un bastón —lo he visto bajar un par de veces al baño— con la punta redonda chapada en oro. Para entonces ya he leído el libro de Thompson, aunque lento, porque está en inglés, y me duele el trasero de estar ahí sentado. También me duelen los oídos por los audífonos. Ya me he comido la gelatina, cuyo recipiente plástico se aplastó, y me he bebido el Electrolit.
Bajo al baño y luego salgo del autobús. Ahí está el chofer, con su respectivo trapo haciendo señales. Le ayuda otro hombre, al parecer su copiloto. Nos encontramos, en algún punto de Querétaro. Uno de los pasajeros ya ha sacado todo su equipaje y habla por teléfono. En ese momento le aviso por mensaje a B.T. Mendoza que no voy a lograrlo. Entonces el del equipaje saca un paquete de cigarrillos. Lo veo un momento, luego me aproximo y apenado le pido uno. Sonríe y me extiende la cajetilla. Enciende el cigarro con un encendedor cuya flama apenas logra verse.
“¿Vendrán por ti?”, le pregunto tras expulsar el humo. El hombre asiente manteniendo la sonrisa. “¿Vas a León?”, disparo de nuevo. Afirma con un acento de algún punto del norte del país. Luego mira su reloj y, anticipándose a mi siguiente pregunta, dice en tono resignado: “Ya habían llegado por mí, pero del otro lado —y levanta la barbilla señalando—. Ya está dando la vuelta en el retorno, pero seguro llegará al mismo tiempo que el otro camión que vendrá por nosotros”.
Pienso que tiene razón. Que no tardan. Quince minutos después arriba el automóvil. Los otros que estamos ahí parados vemos al norteño subirse sin mirar atrás. El auto arranca tan pronto se cierra la puerta del copiloto. En ese momento veo mi reloj: han pasado tres horas desde la descompostura del autobús.
VII.
—¿Y qué tal estuvo Bruce? —pregunto.
Lázaro sonríe. Hace un gesto levantando ambas cejas. Arquea la boca formando una “u” inversa. Deja ver un poco los dientes.
—Estuvo muy bueno.
—¿De qué habló? ¿De emprendimiento? —conforme degusto la prueba de mezcal en el pequeñísimo vaso de plástico, noto que Lázaro lleva la cabellera larga atada a una coleta. Playera negra y arracadas.
—No. Fue más una charla de superación personal. De no darse por vencido, de llevar a cabo los proyectos que uno se proponga... sea lo que sea. De no rendirse. ¿No estuviste?
Doy un traguito más y se prolonga lo suficiente para que un par de sujetos se acerquen en ese instante. Van vestidos con camisas tipo polo de colores pastel, pantalones ajustados y mocasines sin usar calcetín. Uno de ellos pregunta, a un par de metros de donde estamos:
—¿De qué hablan, de Iron Maiden?
Lázaro dirige su atención a ellos. Yo asiento, con el vaso vacío pegado a mis labios. Lo muerdo un poco y luego pregunto:
—Sí, ¿qué tal estuvo?
—Chingón, eh. Qué bárbaro. No soy ultra fan de Maiden, pero sí que me laten sus clásicos.
—¿Y de qué habló?
—Pues estuvo muy interesante, eh. Es un tipo que ha hecho un montón de cosas: no solo es músico, sino que también fue de todo… le dio cáncer y se recuperó. En general te dice que tienes que hacer las cosas, que no hay que abandonar los sueños. Que la vida se trata de una lucha constante.
Luego aquel hombre me cuenta que es músico frustrado, guitarrista, y que alguna vez tuvo una banda de rock que abandonó en pos de una estabilidad económica y por un noviazgo. Ahora es empresario full time, aunque espera volver a los escenarios locales un día de estos. Aquel hombre se dedica a hacer empaques de cartón. Conversa con Lázaro sobre nuevas posibilidades para su negocio. Yo les indico que vuelvo en un momento, pues me daré un rol por la feria. Ambos me ignoran.
VIII.
Tenemos un par de cosas en común, Bruce. En realidad tres. Una: ambos estamos por primera vez en esta ciudad fundada hace doscientos años; dos: ambos tenemos una banda, una más exitosa que la otra, es cierto, pero ese es quizá nuestro lazo más fuerte. Y tres: ambos escribimos. Tú, primero, una novela inmensa y extraña, según narras en la autobiografía que también escribiste; yo, el texto que escribiré sobre ti, sobre este viaje, y una novela que honra nuestros quehaceres y que tuvieron a bien los editores en llamar Metal (FCE, 2018). Bruce sonríe cuando le entrego un ejemplar. Sus guardaespaldas vigilan cualquier movimiento errático de mi parte, especialmente cuando extraigo de mi chaqueta de cuero un bolígrafo dorado con el que escribo: Para Bruce Dickinson, colega al que admiro. Espero que disfrute la lectura de este material, lamentablemente escrito en español.
“¡Ya llegó el otro camión!”, grita el chofer. Lo primero que siento al despertar es un dolor de cuello como si hubiese hecho headbanging durante todo un concierto de Iron Maiden. Me incorporo despacio del asiento individual en el que estaba roncando y miro mi reloj: han pasado cuatro horas y media desde que el autobús se descompuso.
Bajamos el abuelo, la madre, el niño y yo. Un par más. ¿A dónde se fueron los otros? Abordamos el nuevo camión que es idéntico al viejo. Tomamos los mismos asientos. Llegamos a la terminal de León, luego de ver el espectacular de la conferencia de Dickinson, luego de buscar, en vano, retratarlo en alguna otra parte, luego de ver desde lejos el Polifórum León. Luego…
En la zona de atención a clientes, como buen millennial, me quejo. La mujer que me atiende, muy amable, me extiende un formato impreso que lleno tan rápido como puedo con un bolígrafo azul. Tan rápido como me lo permiten el hambre y la sed.
“Su camión salió a las... cinco de la mañana”, dice una vez que le entrego el papel, a lo que respondo: “Y son casi las cuatro de la tarde”. La mujer abre mucho los ojos y se retira a la parte trasera del cubículo. Detrás de una cortina solo alcanzo a ver los pies de alguien más. No los escucho. Entonces ella vuelve acompañada por una disculpa y 50% de descuento en el próximo viaje. Ya quiero aprovecharlo y largarme. Pregunto por los horarios de las corridas. Me recomienda tres donde aplica la promoción. Apenas llevo dinero, así que elijo el horario de las nueve de la noche. Pago en efectivo. La mujer me entrega el boleto y vuelve a disculparse. Le sonrío, doy media vuelta y me digo: cinco horas son suficientes.
XIX.
Polifórum León. Aquello es prácticamente igual a otra feria de emprendimiento a la que acabo de acudir en Santa Fe, Ciudad de México. Pareciera ser la misma gente: individuos de camisa y traje; bien vestidos, los zapatos boleados, los peinados relucientes, las tarjetas de presentación a la mano. Salidos de alguna novela de Breat Easton Ellis. Empresarios y emprendedores. Ricos y quienes quieren serlo. Algunos que ninguna de las dos.
Además de Dickinson, se presentaron Randi Zuckerberg, Katya Echazarreta y Sergio Nava y supongo que por eso el costo tan alto —la de Santa Fe era gratis—, aunque de ninguno he escuchado antes su nombre.
Reconozco a Dulce cuando veo a una mujer texteando y el mensaje llega a mi teléfono al momento. Me presento y le narro mi periplo. Hace una mueca de condolencia. La encargada de prensa me cuenta que querían realizar la conferencia varias ediciones atrás, pero que hasta ahora pudo ser. Tres años en la distancia, cuando la pandemia de covid-19 azotó al mundo, Dickinson ofreció en línea una versión más breve y en formato TED Talk.
Esta ocasión la sala estuvo casi a reventar de seguidores de Iron Maiden, pero ninguno pudo acercarse, aunque llevaban playeras y discos listos para ser firmados. Ni siquiera la gente de la organización pudo. Todo estaba muy restringido. Entonces le pregunto si acaso podrían compartirme el video o el audio de la charla. No es posible por temas de derechos de autor. “¿No podría escucharla, en privado, con solo mi lápiz y mi libreta —y se los muestro— para rescatar algo de lo que dijo?”, pregunto. No es posible. Coloco las manos juntas, implorantes. Nada.
Es inútil insistir, y mucho menos intentar un soborno, por lo que le agradezco y le pido que por lo menos me comparta las fotos que hayan tomado. Dulce me envía todas las imágenes que han subido a sus redes sociales hasta ese momento. Luego me coloco en una de las entradas al escenario, en la parte trasera, desde donde se ve todo. Y me acerco a uno de los camarógrafos. “Oye, ¿grabaron lo de Bruce?”, intento explicar que soy reportero y mis complicaciones. Su respuesta afirmativa irradia una pequeñísima luz. “¿Será que pueda verlo?”, insito. El joven titubea. “No creo que se pueda… es circuito cerrado. A lo mejor si les preguntas ahí en la cabina”.
A unos metros logro ver la cabina. Me aproximo y ahí hay una señora mayor. Habla inglés con otro sujeto, uno muy alto, un gringo de manual. Luego me entero que él es otro de los ponentes, un individuo de nombre Mick Ebeling, cuya charla me quedo a ver —de buenas a primeras me parece que tiene el síndrome del salvador blanco, luego me provoca genuino interés por su proyecto, llamado Not Impossible—. Luego me entero de que la señora mayor es la traductora a la cual todos escuchan con unos pequeños audífonos.
Busco entonces en la red. Ya algunos medios locales han subido sus notas. De lo que dijo Bruce, rescata El Heraldo León: “Tanto metaleros vestidos con playeras negras como empresarios de traje prestaron atención al conferencista quien es, además de uno de los grandes rockeros de su tiempo, profesor de historia, filántropo, experto en esgrima a nivel olímpico, piloto aviador y empresario en el ramo de la aeronáutica. ‘El rock es una forma muy buena de hacer que la gente se reúna’”, dijo.
En su canal de YouTube, un aficionado también ha subido algo de material. Fragmentos de video, un especial previo a la conferencia. Por lo que salgo de la sala y camino entre los stands. Antes de detenerme donde está Lázaro vendiendo mezcales, me percato de otro joven matudo con una cámara de fotos. Lo intercepto y me presento. Noto incomodidad en su gesto. Mi desesperación es evidente. Le pido primero sus fotos, acepta sin problema. Luego, pregunto si grabaron algo de la presentación. “Te lo ruego, por favor, prométeme que en cuanto sepas algo vas a avisarme”, insisto. Unos minutos después vuelve, pero lamentablemente no cuenta con ningún video.
X.
Una noche antes observo un mosquito aplastado en la pared de mi habitación. Lleva ahí algunos días. No recuerdo si he sido yo quien lo ha matado; su cuerpo parece en espera de fosilización.
Quizá deba irme en avión, pienso en ese momento, para no errarle, pero no soy un viajante asiduo y me preocupa la huella de carbono que quede tras de mí. Como le preocupa a Bruce Dickinson, quien ha puesto énfasis en abonar recursos para la investigación que erradique este problema. Por lo cual prefiero el autobús. Así podré leer. Incluso podré escribir. Iré bien, iré con buen tiempo. Buscaré a Bruce en su hotel. Le haré una entrevista.
“Siempre lamenté los plazos en las entrevistas. Odiaba la presión del tiempo”, dice Bruce en alguna parte de su libro autobiográfico, refiriéndose a un programa de radio que tuvo donde entrevistaba a otros artistas. “La gente necesita espacio para respirar y relajarse. Ahí es cuando se habla de verdad, y uno descubre que no es el personaje recortable de cartulina que espera la gente”.
Salgo del Foro Go. Le doy el parte a B.T. Mendoza y su consejo de periodista serio llega tarde: “¡No digas mamadas, cabrón, siempre debes llegar un día antes!”. No soy un periodista, no soy un fotógrafo, no soy un músico, no soy un escritor. Soy un fracaso.
Camino de regreso hacia la terminal, que está a quince minutos a pie. Un hombre reposa en el suelo junto a un árbol. Lleva gafas de aumento, bermudas, botas. De pronto se tapa con una enorme cobija. La imagen pareciera salida de la mente de Caravaggio. Llevo la cámara a mi lado. No he fotografiado nada más que el rostro de Dickinson con el mosquito realizado por el indigente-pintor.
Este otro indigente posa. Cierra los ojos. Imposible conciliar el sueño cuando hay tanta gente alrededor: una fila de jóvenes esperando a que se llene la combi, una fila de taxis esperando pasaje. Transeúntes que jamás volveré a ver, pero que he visto siempre: esa parte de México es igual o muy parecida a la parte de donde vengo.
Espero un momento a que se despeje la zona. Estoy fuera de ritmo. ¿Le pediré permiso? No, eso arruinaría el encuadre. Preparo la cámara. Me agacho fingiendo que me amarro las agujetas. Cuento las monedas que llevo en el bolsillo trasero, por si se percata y me pide algo. Cuando la zona está libre y el hombre ha vuelto a cerrar los ojos, una joven se acerca. “Señor, ¿no me compra una estampa?”, ella debe tener no más de quince años. Es güera, me recuerda a la nieta de un amigo, vocalista de una banda de hardcore. Veo las estampas: son de grupos de k-pop. No conozco ninguno. Le extiendo algunas de las monedas del bolsillo trasero. La joven se va un tanto consternada y yo miro la escena: aún puedo tomar la foto para una serie que me ha tomado años. Entonces un hombre se cruza y, sin siquiera dirigirle la mirada, le extiende al sujeto de mi deseo fotográfico un billete de cien. “¡Se rayó, cien varotes!”, exclama un taxista a un lado mío.
De entre sus harapos, el indigente extrae una cartera alargada, que brilla a la luz del poste. Ahí mete el billete que acaba de recibir y cuenta unos más, con las gafas puestas, como si fuera un contador. Lo miro, resignado, y guardo la cámara. Avanzo hacia la terminal. Tomo asiento en la sala de espera. Ruego porque esta vez el camión no se descomponga. La carretera de vuelta estará todo el tiempo a oscuras.
Además de ser frontman de Iron Maiden, Bruce Dickinson es esgrimista, empresario, escritor y piloto de aviación británico. Suele viajar por el mundo para charlar de superación y ofrecer recomendaciones de negocio a diversos empresarios. Esta accidentada crónica explora el periplo de un distraído escritor por hallar al cantante de metal.
"Todo crecimiento es un salto en la oscuridad, un acto espontáneo no premeditado que carece del beneficio de la experiencia". - Henry Miller
I.
En algún punto de la carretera, aproximadamente a treinta kilómetros del Polifórum León, un espectacular rodeado por pradera desértica y fondo de nubes grises que advierten una tormenta que nunca llega, muestra a Bruce Dickinson, vocalista de Iron Maiden, vestido con un saco. Anuncia que, por primera vez, el legendario cantante visita la ciudad guanajuatense —próspera en productos hechos de cuero, como calzado y chamarras— para brindar la conferencia "De rockstar a hombre de negocios" en la séptima edición del Foro Go.
Imponente, impasible, el espectacular pasa frente a mis ojos. Lo veo tres segundos en su solitario esplendor: lo conozco, lo he visto antes, varias veces, pero en las redes sociales; pasa frente a mí y la cámara fotográfica que reposa en el guardaequipaje que está sobre mi cabeza reclama por salir, pero ahí permanece.
Para este momento Bruce Dickinson, speaker de la BBC, ya ha dado dicha conferencia. Hace cuatro horas.
Entre luces moradas y rosáceas, con pantallas que proyectan imágenes de él mismo en distintos escenarios (especialmente con aviones detrás suyo), luego de una breve introducción de su persona tras escucharse un fragmento de "The Number of the Beast" —quizá la canción más conocida de Maiden entre los fanáticos y los que no lo son—, Dickinson se dirigió a quienes llegaron a tiempo para verlo.
II.
Bruce Dickinson inicia su conferencia hablando de mosquitos. De cómo cada uno de los presentes en aquella sala donde caben mil espectadores podría acarrear con una enfermedad por picadura de uno de ellos y contagiar así a todos los demás. De cómo los mosquitos son tan vastos como las ideas, y de cómo las ideas se contagian y propagan de forma muy parecida.
Eso me cuenta Lázaro, quien vende su marca independiente de mezcal en el Foro. Me dice que por esa razón su amigo, un pintor al que vi momentos antes (y que lucía más como un vagabundo por sus ropajes harapientos), dibujó el rostro de Dickinson con un mosquito a un lado suyo. Un zancudo. Fue un dibujo que, pensaron ambos, podrían entregar en sus manos al cantante. Nunca salió a convivir con quienes estaban afuera de la sala de conferencias, en la otra zona de la expo, donde se encuentran los stands.
No al menos ese día. Porque la noche previa al inicio del Foro Go sí lo hizo en un cóctel realizado por los promotores del evento. Rodeado por stands de cinta oscura y flexible como los de las filas de los bancos, Dickinson convivió con el público conformado, principalmente, por los organizadores y otras personalidades. Se tomó algunas selfies y subió al escenario junto a La Revolución del Rock, una banda local que interpretó con él "The Trooper" (cuyo intro erraron y Bruce sonrió al notarlo) y "Fear of the Dark", temas emblema de La Doncella de Hierro.
Lázaro me muestra el video en su celular: él está situado en el costado izquierdo si se mira de frente al escenario; está detrás de la valla que protege el sillón donde permanece Dickinson y compañía, quienes a su vez están frente a los músicos, colocados en un escenario casi a ras del piso.
Paul Bruce Dickinson, "cantante, productor musical, esgrimista, empresario, escritor, historiador y piloto de aviación británico", a decir de la semblanza incluida en su libro biográfico ¿Para qué sirve este botón? (Libros Cúpula, 2018), usa el atril a medio tamaño, a modo de bastón, viste chaqueta de cuero y botas taconudas propias de la región. Pide una lata de cerveza Modelo, que destapa al instante y bebe. Luego sonríe. Se le nota cómodo en aquel semi improvisado espectáculo del que es centro de atención.
“Ya no me pude acercar más”, lamenta Lázaro, cuyo mezcal, como él, también es originario de Guanajuato. El arte en la etiqueta fue hecho por su colega pintor. El mezcal está bien, es un cupreata que bebo con el agradecimiento de quien debe ingerir un líquido sagrado: brinda paz y consuelo en momentos de desmoronamiento.
III.
Alrededor de las siete de la mañana el autobús ya ha avanzado dos de las cinco horas que supone el viaje en carretera de la Ciudad de México hasta León. En la quieta oscuridad de la aurora me reclino sobre el asiento y cierro los ojos mientras escucho, una y otra vez, el más reciente álbum de Slowdive, Everything Is Alive (2023). Ni así concilio el sueño. Intento dormitar mientras repaso lo que habré de preguntarle a Dickinson si logro abordarlo. Ya mi editor, B.T. Mendoza, me advirtió que no otorgará entrevistas. Debo prepararme para un abordaje no solo fortuito, sino efímero, peligroso. Un disparo letal que debe dar en el blanco. Que propicie otros dos, tres tiros.
Entretanto, del otro lado de la carretera, en contrasentido a este, otro autobús está detenido sobre el acotamiento con las intermitentes puestas; el chofer hace señas con un trapo unos metros adelante (o atrás) sobre la pista. Ignoro cuánto tiempo llevará ahí, pero pienso: qué terrible debe ser que tu autobús se descomponga.
IV.
Hunter Thompson también empieza hablando de mosquitos en su libro La gran caza del tiburón (Anagrama, 2012), que incluye el reportaje que da título al volumen, donde el periodista gonzo es enviado por Playboy a Cozumel para cubrir una competición pesquera; narra una de sus noches en un cuarto de hotel infestado. En la habitación están abiertas, del todo, las ventanas y las puertas. Por el calor. Aquellos insectos sobrevuelan el techo mientras el Doctor Thompson, como se llama a sí mismo, reposa crudísimo de alcohol, drogas e insomnio, y embarrado con un repelente tan poderoso que los bichos no se acercan. Solo los escucha zumbar, aproximarse, sin que puedan chuparle una sola gota de su dulce sangre.
“Como le dijo su editor a Hunter Thompson”, me escribe B.T. Mendoza cuando le doy el parte de mi cobertura sobre la conferencia de Dickinson: “¡Aunque sea una crónica de tu viaje lisérgico, pero trae una pinche historia!”.
Luego me advierte que no me drogue demasiado. Desconoce que en mi mochila llevo, acaso, una gelatina de mosaico y un suero revitalizante (aunque no estoy crudo). Y, justamente, a modo de amuleto (y quizá de premonición) un libro de Thompson, novedad editorial en inglés: Screwjack (Simon & Schuster, 2023), delgado ejemplar que contiene tres relatos, prologado por mi ídolo metalero número uno: Lars Ulrich, el baterista de Metallica, descubro que además es buen narrador.
V.
Con la soltura de un tipo que ha estado frente a miles de personas, con la energía que desprende en cada en vivo y en cada videoclip o en cada entrevista, el histriónico y aún ágil Bruce Dickinson, uno de los vocalistas de heavy metal más importantes de la historia, se desplaza a lo largo y ancho del escenario del Foro Go. Se adueña de él:
“Me he caído del caballo. Duele. Pero me di cuenta que tengo dos opciones en la vida: una, nunca volver a subirme a un caballo, o subirme de nuevo al caballo y averiguar por qué me caí y hacerlo de nuevo. Escogí la última opción. Los negocios son así. ¡Vas a fallar! Pero no es una pérdida, es un curso de aprendizaje. Es parte del proceso del negocio. ¡Es fallar, aprender de ello! Es montarse de nuevo en el caballo, y para ello necesitas determinación, y para ello necesitas emoción y necesitas pasión. No subestimen esas cualidades.”
A diferencia de la noche anterior —y de la imagen del espectacular—, Dickinson lleva puesta una sudadera de algodón y una playera de un azul oscuro, también de algodón, con una M impresa en medio y que ignoro de qué sea. Bien podría ser de Mosquito. La busco en Google Images y me arroja algunos resultados que, aunque parecen certeros, son todos incorrectos. Es en un video de YouTube que me encuentro con que se trata de uno de los íconos de su álbum de grandes hits en solitario, y probablemente sea lo que hay detrás de la portada de Mandrake Project, nuevo material con el cual visitará México en abril de 2024.
He visto a Maiden un par de veces. Una de ellas, la última, con Ghost y Slayer diez años atrás. No han sido los conciertos más memorables de mi vida, pero su incansable energía me resulta inolvidable. Lo mismo me pasó al escucharlos, por primera vez, con el disco No prayer for the dying (1990). Poco a poco les agarré cariño y pronto compré el disco de éxitos The Best of The Beast (1996). Me perdí de la ida, pero no del regreso de Dickinson a las filas de La Doncella a principios del nuevo milenio, y sus tres primeros álbumes de esa etapa son mis favoritos: Brave New World (2000), Dance of Death (2003) y A Matter of Life and Death (2006). Discos potentes, progresivos, maduros.
Contrario a mí, quienes sí son fanáticos son los hermanos Verazaluce. Toco con uno de ellos en Asedio, con Andrés, el frontman y la segunda guitarra. El otro, Vini, ha diseñado las portadas de nuestros discos. El domingo previo a mi partida a León, le pedí a Andrés que me llevara algo que Dickinson pudiera firmar. Olvidó llevarlo, pero se trataba del disco The chemical wedding (1998), su favorito de la etapa en solitario. Un álbum crudo, pesado, parecido a la época de Rob Halford con la banda Fight.
“La mayor parte del álbum se vio fuertemente influenciada por William Blake, no solo en un sentido literal, sino espiritual. Blake era casi con seguridad un alquimista o miembro de un grupo relacionado con la filosofía oculta o la magia. Al mismo tiempo, me llamaron la atención sus dos personajes ‘Los’ y ‘Urizen’. Los —o Sol al revés— era creativo y estaba condenado para siempre a tener la cabeza enterrada en un cubo de fuego, simbolizando la tortura del alma infinitamente creadora. Urizen era el frío depositario de la lógica, encadenado a una roca, taciturno y pensativo”, escribe Dickinson al respecto de ese disco en su autobiografía. “Me parecía que eran personajes del subconsciente de Blake, que representaban el drama de su alma, expresado como arte y poesía. Tenía una vaga idea de lo que era amar la creatividad, pero me detenía la sombría realidad del aspecto comercial y el miedo al cambio”.
VI.
“¿Nos vamos a quedar aquí para siempre?”, le pregunta un niño a su madre. Me sorprende la paciencia de ella. Han pasado un par de horas después de que nuestro autobús se detuvo y el chofer aseguró que el problema se resolvería en media hora con la llegada de otro camión. El conductor charla con sus compañeros de la misma línea que se estacionan a un lado nuestro, luego de intercambiar algunas palabras los otros conductores se van sin llevarse ningún pasajero más.
El niño corre hacia mi lugar, me mira y sonríe. Su madre le pide que vuelva con ella levantando un poco la voz. El niño así lo hace. Viajan ellos dos y el abuelo, quien lleva consigo un bastón —lo he visto bajar un par de veces al baño— con la punta redonda chapada en oro. Para entonces ya he leído el libro de Thompson, aunque lento, porque está en inglés, y me duele el trasero de estar ahí sentado. También me duelen los oídos por los audífonos. Ya me he comido la gelatina, cuyo recipiente plástico se aplastó, y me he bebido el Electrolit.
Bajo al baño y luego salgo del autobús. Ahí está el chofer, con su respectivo trapo haciendo señales. Le ayuda otro hombre, al parecer su copiloto. Nos encontramos, en algún punto de Querétaro. Uno de los pasajeros ya ha sacado todo su equipaje y habla por teléfono. En ese momento le aviso por mensaje a B.T. Mendoza que no voy a lograrlo. Entonces el del equipaje saca un paquete de cigarrillos. Lo veo un momento, luego me aproximo y apenado le pido uno. Sonríe y me extiende la cajetilla. Enciende el cigarro con un encendedor cuya flama apenas logra verse.
“¿Vendrán por ti?”, le pregunto tras expulsar el humo. El hombre asiente manteniendo la sonrisa. “¿Vas a León?”, disparo de nuevo. Afirma con un acento de algún punto del norte del país. Luego mira su reloj y, anticipándose a mi siguiente pregunta, dice en tono resignado: “Ya habían llegado por mí, pero del otro lado —y levanta la barbilla señalando—. Ya está dando la vuelta en el retorno, pero seguro llegará al mismo tiempo que el otro camión que vendrá por nosotros”.
Pienso que tiene razón. Que no tardan. Quince minutos después arriba el automóvil. Los otros que estamos ahí parados vemos al norteño subirse sin mirar atrás. El auto arranca tan pronto se cierra la puerta del copiloto. En ese momento veo mi reloj: han pasado tres horas desde la descompostura del autobús.
VII.
—¿Y qué tal estuvo Bruce? —pregunto.
Lázaro sonríe. Hace un gesto levantando ambas cejas. Arquea la boca formando una “u” inversa. Deja ver un poco los dientes.
—Estuvo muy bueno.
—¿De qué habló? ¿De emprendimiento? —conforme degusto la prueba de mezcal en el pequeñísimo vaso de plástico, noto que Lázaro lleva la cabellera larga atada a una coleta. Playera negra y arracadas.
—No. Fue más una charla de superación personal. De no darse por vencido, de llevar a cabo los proyectos que uno se proponga... sea lo que sea. De no rendirse. ¿No estuviste?
Doy un traguito más y se prolonga lo suficiente para que un par de sujetos se acerquen en ese instante. Van vestidos con camisas tipo polo de colores pastel, pantalones ajustados y mocasines sin usar calcetín. Uno de ellos pregunta, a un par de metros de donde estamos:
—¿De qué hablan, de Iron Maiden?
Lázaro dirige su atención a ellos. Yo asiento, con el vaso vacío pegado a mis labios. Lo muerdo un poco y luego pregunto:
—Sí, ¿qué tal estuvo?
—Chingón, eh. Qué bárbaro. No soy ultra fan de Maiden, pero sí que me laten sus clásicos.
—¿Y de qué habló?
—Pues estuvo muy interesante, eh. Es un tipo que ha hecho un montón de cosas: no solo es músico, sino que también fue de todo… le dio cáncer y se recuperó. En general te dice que tienes que hacer las cosas, que no hay que abandonar los sueños. Que la vida se trata de una lucha constante.
Luego aquel hombre me cuenta que es músico frustrado, guitarrista, y que alguna vez tuvo una banda de rock que abandonó en pos de una estabilidad económica y por un noviazgo. Ahora es empresario full time, aunque espera volver a los escenarios locales un día de estos. Aquel hombre se dedica a hacer empaques de cartón. Conversa con Lázaro sobre nuevas posibilidades para su negocio. Yo les indico que vuelvo en un momento, pues me daré un rol por la feria. Ambos me ignoran.
VIII.
Tenemos un par de cosas en común, Bruce. En realidad tres. Una: ambos estamos por primera vez en esta ciudad fundada hace doscientos años; dos: ambos tenemos una banda, una más exitosa que la otra, es cierto, pero ese es quizá nuestro lazo más fuerte. Y tres: ambos escribimos. Tú, primero, una novela inmensa y extraña, según narras en la autobiografía que también escribiste; yo, el texto que escribiré sobre ti, sobre este viaje, y una novela que honra nuestros quehaceres y que tuvieron a bien los editores en llamar Metal (FCE, 2018). Bruce sonríe cuando le entrego un ejemplar. Sus guardaespaldas vigilan cualquier movimiento errático de mi parte, especialmente cuando extraigo de mi chaqueta de cuero un bolígrafo dorado con el que escribo: Para Bruce Dickinson, colega al que admiro. Espero que disfrute la lectura de este material, lamentablemente escrito en español.
“¡Ya llegó el otro camión!”, grita el chofer. Lo primero que siento al despertar es un dolor de cuello como si hubiese hecho headbanging durante todo un concierto de Iron Maiden. Me incorporo despacio del asiento individual en el que estaba roncando y miro mi reloj: han pasado cuatro horas y media desde que el autobús se descompuso.
Bajamos el abuelo, la madre, el niño y yo. Un par más. ¿A dónde se fueron los otros? Abordamos el nuevo camión que es idéntico al viejo. Tomamos los mismos asientos. Llegamos a la terminal de León, luego de ver el espectacular de la conferencia de Dickinson, luego de buscar, en vano, retratarlo en alguna otra parte, luego de ver desde lejos el Polifórum León. Luego…
En la zona de atención a clientes, como buen millennial, me quejo. La mujer que me atiende, muy amable, me extiende un formato impreso que lleno tan rápido como puedo con un bolígrafo azul. Tan rápido como me lo permiten el hambre y la sed.
“Su camión salió a las... cinco de la mañana”, dice una vez que le entrego el papel, a lo que respondo: “Y son casi las cuatro de la tarde”. La mujer abre mucho los ojos y se retira a la parte trasera del cubículo. Detrás de una cortina solo alcanzo a ver los pies de alguien más. No los escucho. Entonces ella vuelve acompañada por una disculpa y 50% de descuento en el próximo viaje. Ya quiero aprovecharlo y largarme. Pregunto por los horarios de las corridas. Me recomienda tres donde aplica la promoción. Apenas llevo dinero, así que elijo el horario de las nueve de la noche. Pago en efectivo. La mujer me entrega el boleto y vuelve a disculparse. Le sonrío, doy media vuelta y me digo: cinco horas son suficientes.
XIX.
Polifórum León. Aquello es prácticamente igual a otra feria de emprendimiento a la que acabo de acudir en Santa Fe, Ciudad de México. Pareciera ser la misma gente: individuos de camisa y traje; bien vestidos, los zapatos boleados, los peinados relucientes, las tarjetas de presentación a la mano. Salidos de alguna novela de Breat Easton Ellis. Empresarios y emprendedores. Ricos y quienes quieren serlo. Algunos que ninguna de las dos.
Además de Dickinson, se presentaron Randi Zuckerberg, Katya Echazarreta y Sergio Nava y supongo que por eso el costo tan alto —la de Santa Fe era gratis—, aunque de ninguno he escuchado antes su nombre.
Reconozco a Dulce cuando veo a una mujer texteando y el mensaje llega a mi teléfono al momento. Me presento y le narro mi periplo. Hace una mueca de condolencia. La encargada de prensa me cuenta que querían realizar la conferencia varias ediciones atrás, pero que hasta ahora pudo ser. Tres años en la distancia, cuando la pandemia de covid-19 azotó al mundo, Dickinson ofreció en línea una versión más breve y en formato TED Talk.
Esta ocasión la sala estuvo casi a reventar de seguidores de Iron Maiden, pero ninguno pudo acercarse, aunque llevaban playeras y discos listos para ser firmados. Ni siquiera la gente de la organización pudo. Todo estaba muy restringido. Entonces le pregunto si acaso podrían compartirme el video o el audio de la charla. No es posible por temas de derechos de autor. “¿No podría escucharla, en privado, con solo mi lápiz y mi libreta —y se los muestro— para rescatar algo de lo que dijo?”, pregunto. No es posible. Coloco las manos juntas, implorantes. Nada.
Es inútil insistir, y mucho menos intentar un soborno, por lo que le agradezco y le pido que por lo menos me comparta las fotos que hayan tomado. Dulce me envía todas las imágenes que han subido a sus redes sociales hasta ese momento. Luego me coloco en una de las entradas al escenario, en la parte trasera, desde donde se ve todo. Y me acerco a uno de los camarógrafos. “Oye, ¿grabaron lo de Bruce?”, intento explicar que soy reportero y mis complicaciones. Su respuesta afirmativa irradia una pequeñísima luz. “¿Será que pueda verlo?”, insito. El joven titubea. “No creo que se pueda… es circuito cerrado. A lo mejor si les preguntas ahí en la cabina”.
A unos metros logro ver la cabina. Me aproximo y ahí hay una señora mayor. Habla inglés con otro sujeto, uno muy alto, un gringo de manual. Luego me entero que él es otro de los ponentes, un individuo de nombre Mick Ebeling, cuya charla me quedo a ver —de buenas a primeras me parece que tiene el síndrome del salvador blanco, luego me provoca genuino interés por su proyecto, llamado Not Impossible—. Luego me entero de que la señora mayor es la traductora a la cual todos escuchan con unos pequeños audífonos.
Busco entonces en la red. Ya algunos medios locales han subido sus notas. De lo que dijo Bruce, rescata El Heraldo León: “Tanto metaleros vestidos con playeras negras como empresarios de traje prestaron atención al conferencista quien es, además de uno de los grandes rockeros de su tiempo, profesor de historia, filántropo, experto en esgrima a nivel olímpico, piloto aviador y empresario en el ramo de la aeronáutica. ‘El rock es una forma muy buena de hacer que la gente se reúna’”, dijo.
En su canal de YouTube, un aficionado también ha subido algo de material. Fragmentos de video, un especial previo a la conferencia. Por lo que salgo de la sala y camino entre los stands. Antes de detenerme donde está Lázaro vendiendo mezcales, me percato de otro joven matudo con una cámara de fotos. Lo intercepto y me presento. Noto incomodidad en su gesto. Mi desesperación es evidente. Le pido primero sus fotos, acepta sin problema. Luego, pregunto si grabaron algo de la presentación. “Te lo ruego, por favor, prométeme que en cuanto sepas algo vas a avisarme”, insisto. Unos minutos después vuelve, pero lamentablemente no cuenta con ningún video.
X.
Una noche antes observo un mosquito aplastado en la pared de mi habitación. Lleva ahí algunos días. No recuerdo si he sido yo quien lo ha matado; su cuerpo parece en espera de fosilización.
Quizá deba irme en avión, pienso en ese momento, para no errarle, pero no soy un viajante asiduo y me preocupa la huella de carbono que quede tras de mí. Como le preocupa a Bruce Dickinson, quien ha puesto énfasis en abonar recursos para la investigación que erradique este problema. Por lo cual prefiero el autobús. Así podré leer. Incluso podré escribir. Iré bien, iré con buen tiempo. Buscaré a Bruce en su hotel. Le haré una entrevista.
“Siempre lamenté los plazos en las entrevistas. Odiaba la presión del tiempo”, dice Bruce en alguna parte de su libro autobiográfico, refiriéndose a un programa de radio que tuvo donde entrevistaba a otros artistas. “La gente necesita espacio para respirar y relajarse. Ahí es cuando se habla de verdad, y uno descubre que no es el personaje recortable de cartulina que espera la gente”.
Salgo del Foro Go. Le doy el parte a B.T. Mendoza y su consejo de periodista serio llega tarde: “¡No digas mamadas, cabrón, siempre debes llegar un día antes!”. No soy un periodista, no soy un fotógrafo, no soy un músico, no soy un escritor. Soy un fracaso.
Camino de regreso hacia la terminal, que está a quince minutos a pie. Un hombre reposa en el suelo junto a un árbol. Lleva gafas de aumento, bermudas, botas. De pronto se tapa con una enorme cobija. La imagen pareciera salida de la mente de Caravaggio. Llevo la cámara a mi lado. No he fotografiado nada más que el rostro de Dickinson con el mosquito realizado por el indigente-pintor.
Este otro indigente posa. Cierra los ojos. Imposible conciliar el sueño cuando hay tanta gente alrededor: una fila de jóvenes esperando a que se llene la combi, una fila de taxis esperando pasaje. Transeúntes que jamás volveré a ver, pero que he visto siempre: esa parte de México es igual o muy parecida a la parte de donde vengo.
Espero un momento a que se despeje la zona. Estoy fuera de ritmo. ¿Le pediré permiso? No, eso arruinaría el encuadre. Preparo la cámara. Me agacho fingiendo que me amarro las agujetas. Cuento las monedas que llevo en el bolsillo trasero, por si se percata y me pide algo. Cuando la zona está libre y el hombre ha vuelto a cerrar los ojos, una joven se acerca. “Señor, ¿no me compra una estampa?”, ella debe tener no más de quince años. Es güera, me recuerda a la nieta de un amigo, vocalista de una banda de hardcore. Veo las estampas: son de grupos de k-pop. No conozco ninguno. Le extiendo algunas de las monedas del bolsillo trasero. La joven se va un tanto consternada y yo miro la escena: aún puedo tomar la foto para una serie que me ha tomado años. Entonces un hombre se cruza y, sin siquiera dirigirle la mirada, le extiende al sujeto de mi deseo fotográfico un billete de cien. “¡Se rayó, cien varotes!”, exclama un taxista a un lado mío.
De entre sus harapos, el indigente extrae una cartera alargada, que brilla a la luz del poste. Ahí mete el billete que acaba de recibir y cuenta unos más, con las gafas puestas, como si fuera un contador. Lo miro, resignado, y guardo la cámara. Avanzo hacia la terminal. Tomo asiento en la sala de espera. Ruego porque esta vez el camión no se descomponga. La carretera de vuelta estará todo el tiempo a oscuras.
Además de ser frontman de Iron Maiden, Bruce Dickinson es esgrimista, empresario, escritor y piloto de aviación británico. Suele viajar por el mundo para charlar de superación y ofrecer recomendaciones de negocio a diversos empresarios. Esta accidentada crónica explora el periplo de un distraído escritor por hallar al cantante de metal.
"Todo crecimiento es un salto en la oscuridad, un acto espontáneo no premeditado que carece del beneficio de la experiencia". - Henry Miller
I.
En algún punto de la carretera, aproximadamente a treinta kilómetros del Polifórum León, un espectacular rodeado por pradera desértica y fondo de nubes grises que advierten una tormenta que nunca llega, muestra a Bruce Dickinson, vocalista de Iron Maiden, vestido con un saco. Anuncia que, por primera vez, el legendario cantante visita la ciudad guanajuatense —próspera en productos hechos de cuero, como calzado y chamarras— para brindar la conferencia "De rockstar a hombre de negocios" en la séptima edición del Foro Go.
Imponente, impasible, el espectacular pasa frente a mis ojos. Lo veo tres segundos en su solitario esplendor: lo conozco, lo he visto antes, varias veces, pero en las redes sociales; pasa frente a mí y la cámara fotográfica que reposa en el guardaequipaje que está sobre mi cabeza reclama por salir, pero ahí permanece.
Para este momento Bruce Dickinson, speaker de la BBC, ya ha dado dicha conferencia. Hace cuatro horas.
Entre luces moradas y rosáceas, con pantallas que proyectan imágenes de él mismo en distintos escenarios (especialmente con aviones detrás suyo), luego de una breve introducción de su persona tras escucharse un fragmento de "The Number of the Beast" —quizá la canción más conocida de Maiden entre los fanáticos y los que no lo son—, Dickinson se dirigió a quienes llegaron a tiempo para verlo.
II.
Bruce Dickinson inicia su conferencia hablando de mosquitos. De cómo cada uno de los presentes en aquella sala donde caben mil espectadores podría acarrear con una enfermedad por picadura de uno de ellos y contagiar así a todos los demás. De cómo los mosquitos son tan vastos como las ideas, y de cómo las ideas se contagian y propagan de forma muy parecida.
Eso me cuenta Lázaro, quien vende su marca independiente de mezcal en el Foro. Me dice que por esa razón su amigo, un pintor al que vi momentos antes (y que lucía más como un vagabundo por sus ropajes harapientos), dibujó el rostro de Dickinson con un mosquito a un lado suyo. Un zancudo. Fue un dibujo que, pensaron ambos, podrían entregar en sus manos al cantante. Nunca salió a convivir con quienes estaban afuera de la sala de conferencias, en la otra zona de la expo, donde se encuentran los stands.
No al menos ese día. Porque la noche previa al inicio del Foro Go sí lo hizo en un cóctel realizado por los promotores del evento. Rodeado por stands de cinta oscura y flexible como los de las filas de los bancos, Dickinson convivió con el público conformado, principalmente, por los organizadores y otras personalidades. Se tomó algunas selfies y subió al escenario junto a La Revolución del Rock, una banda local que interpretó con él "The Trooper" (cuyo intro erraron y Bruce sonrió al notarlo) y "Fear of the Dark", temas emblema de La Doncella de Hierro.
Lázaro me muestra el video en su celular: él está situado en el costado izquierdo si se mira de frente al escenario; está detrás de la valla que protege el sillón donde permanece Dickinson y compañía, quienes a su vez están frente a los músicos, colocados en un escenario casi a ras del piso.
Paul Bruce Dickinson, "cantante, productor musical, esgrimista, empresario, escritor, historiador y piloto de aviación británico", a decir de la semblanza incluida en su libro biográfico ¿Para qué sirve este botón? (Libros Cúpula, 2018), usa el atril a medio tamaño, a modo de bastón, viste chaqueta de cuero y botas taconudas propias de la región. Pide una lata de cerveza Modelo, que destapa al instante y bebe. Luego sonríe. Se le nota cómodo en aquel semi improvisado espectáculo del que es centro de atención.
“Ya no me pude acercar más”, lamenta Lázaro, cuyo mezcal, como él, también es originario de Guanajuato. El arte en la etiqueta fue hecho por su colega pintor. El mezcal está bien, es un cupreata que bebo con el agradecimiento de quien debe ingerir un líquido sagrado: brinda paz y consuelo en momentos de desmoronamiento.
III.
Alrededor de las siete de la mañana el autobús ya ha avanzado dos de las cinco horas que supone el viaje en carretera de la Ciudad de México hasta León. En la quieta oscuridad de la aurora me reclino sobre el asiento y cierro los ojos mientras escucho, una y otra vez, el más reciente álbum de Slowdive, Everything Is Alive (2023). Ni así concilio el sueño. Intento dormitar mientras repaso lo que habré de preguntarle a Dickinson si logro abordarlo. Ya mi editor, B.T. Mendoza, me advirtió que no otorgará entrevistas. Debo prepararme para un abordaje no solo fortuito, sino efímero, peligroso. Un disparo letal que debe dar en el blanco. Que propicie otros dos, tres tiros.
Entretanto, del otro lado de la carretera, en contrasentido a este, otro autobús está detenido sobre el acotamiento con las intermitentes puestas; el chofer hace señas con un trapo unos metros adelante (o atrás) sobre la pista. Ignoro cuánto tiempo llevará ahí, pero pienso: qué terrible debe ser que tu autobús se descomponga.
IV.
Hunter Thompson también empieza hablando de mosquitos en su libro La gran caza del tiburón (Anagrama, 2012), que incluye el reportaje que da título al volumen, donde el periodista gonzo es enviado por Playboy a Cozumel para cubrir una competición pesquera; narra una de sus noches en un cuarto de hotel infestado. En la habitación están abiertas, del todo, las ventanas y las puertas. Por el calor. Aquellos insectos sobrevuelan el techo mientras el Doctor Thompson, como se llama a sí mismo, reposa crudísimo de alcohol, drogas e insomnio, y embarrado con un repelente tan poderoso que los bichos no se acercan. Solo los escucha zumbar, aproximarse, sin que puedan chuparle una sola gota de su dulce sangre.
“Como le dijo su editor a Hunter Thompson”, me escribe B.T. Mendoza cuando le doy el parte de mi cobertura sobre la conferencia de Dickinson: “¡Aunque sea una crónica de tu viaje lisérgico, pero trae una pinche historia!”.
Luego me advierte que no me drogue demasiado. Desconoce que en mi mochila llevo, acaso, una gelatina de mosaico y un suero revitalizante (aunque no estoy crudo). Y, justamente, a modo de amuleto (y quizá de premonición) un libro de Thompson, novedad editorial en inglés: Screwjack (Simon & Schuster, 2023), delgado ejemplar que contiene tres relatos, prologado por mi ídolo metalero número uno: Lars Ulrich, el baterista de Metallica, descubro que además es buen narrador.
V.
Con la soltura de un tipo que ha estado frente a miles de personas, con la energía que desprende en cada en vivo y en cada videoclip o en cada entrevista, el histriónico y aún ágil Bruce Dickinson, uno de los vocalistas de heavy metal más importantes de la historia, se desplaza a lo largo y ancho del escenario del Foro Go. Se adueña de él:
“Me he caído del caballo. Duele. Pero me di cuenta que tengo dos opciones en la vida: una, nunca volver a subirme a un caballo, o subirme de nuevo al caballo y averiguar por qué me caí y hacerlo de nuevo. Escogí la última opción. Los negocios son así. ¡Vas a fallar! Pero no es una pérdida, es un curso de aprendizaje. Es parte del proceso del negocio. ¡Es fallar, aprender de ello! Es montarse de nuevo en el caballo, y para ello necesitas determinación, y para ello necesitas emoción y necesitas pasión. No subestimen esas cualidades.”
A diferencia de la noche anterior —y de la imagen del espectacular—, Dickinson lleva puesta una sudadera de algodón y una playera de un azul oscuro, también de algodón, con una M impresa en medio y que ignoro de qué sea. Bien podría ser de Mosquito. La busco en Google Images y me arroja algunos resultados que, aunque parecen certeros, son todos incorrectos. Es en un video de YouTube que me encuentro con que se trata de uno de los íconos de su álbum de grandes hits en solitario, y probablemente sea lo que hay detrás de la portada de Mandrake Project, nuevo material con el cual visitará México en abril de 2024.
He visto a Maiden un par de veces. Una de ellas, la última, con Ghost y Slayer diez años atrás. No han sido los conciertos más memorables de mi vida, pero su incansable energía me resulta inolvidable. Lo mismo me pasó al escucharlos, por primera vez, con el disco No prayer for the dying (1990). Poco a poco les agarré cariño y pronto compré el disco de éxitos The Best of The Beast (1996). Me perdí de la ida, pero no del regreso de Dickinson a las filas de La Doncella a principios del nuevo milenio, y sus tres primeros álbumes de esa etapa son mis favoritos: Brave New World (2000), Dance of Death (2003) y A Matter of Life and Death (2006). Discos potentes, progresivos, maduros.
Contrario a mí, quienes sí son fanáticos son los hermanos Verazaluce. Toco con uno de ellos en Asedio, con Andrés, el frontman y la segunda guitarra. El otro, Vini, ha diseñado las portadas de nuestros discos. El domingo previo a mi partida a León, le pedí a Andrés que me llevara algo que Dickinson pudiera firmar. Olvidó llevarlo, pero se trataba del disco The chemical wedding (1998), su favorito de la etapa en solitario. Un álbum crudo, pesado, parecido a la época de Rob Halford con la banda Fight.
“La mayor parte del álbum se vio fuertemente influenciada por William Blake, no solo en un sentido literal, sino espiritual. Blake era casi con seguridad un alquimista o miembro de un grupo relacionado con la filosofía oculta o la magia. Al mismo tiempo, me llamaron la atención sus dos personajes ‘Los’ y ‘Urizen’. Los —o Sol al revés— era creativo y estaba condenado para siempre a tener la cabeza enterrada en un cubo de fuego, simbolizando la tortura del alma infinitamente creadora. Urizen era el frío depositario de la lógica, encadenado a una roca, taciturno y pensativo”, escribe Dickinson al respecto de ese disco en su autobiografía. “Me parecía que eran personajes del subconsciente de Blake, que representaban el drama de su alma, expresado como arte y poesía. Tenía una vaga idea de lo que era amar la creatividad, pero me detenía la sombría realidad del aspecto comercial y el miedo al cambio”.
VI.
“¿Nos vamos a quedar aquí para siempre?”, le pregunta un niño a su madre. Me sorprende la paciencia de ella. Han pasado un par de horas después de que nuestro autobús se detuvo y el chofer aseguró que el problema se resolvería en media hora con la llegada de otro camión. El conductor charla con sus compañeros de la misma línea que se estacionan a un lado nuestro, luego de intercambiar algunas palabras los otros conductores se van sin llevarse ningún pasajero más.
El niño corre hacia mi lugar, me mira y sonríe. Su madre le pide que vuelva con ella levantando un poco la voz. El niño así lo hace. Viajan ellos dos y el abuelo, quien lleva consigo un bastón —lo he visto bajar un par de veces al baño— con la punta redonda chapada en oro. Para entonces ya he leído el libro de Thompson, aunque lento, porque está en inglés, y me duele el trasero de estar ahí sentado. También me duelen los oídos por los audífonos. Ya me he comido la gelatina, cuyo recipiente plástico se aplastó, y me he bebido el Electrolit.
Bajo al baño y luego salgo del autobús. Ahí está el chofer, con su respectivo trapo haciendo señales. Le ayuda otro hombre, al parecer su copiloto. Nos encontramos, en algún punto de Querétaro. Uno de los pasajeros ya ha sacado todo su equipaje y habla por teléfono. En ese momento le aviso por mensaje a B.T. Mendoza que no voy a lograrlo. Entonces el del equipaje saca un paquete de cigarrillos. Lo veo un momento, luego me aproximo y apenado le pido uno. Sonríe y me extiende la cajetilla. Enciende el cigarro con un encendedor cuya flama apenas logra verse.
“¿Vendrán por ti?”, le pregunto tras expulsar el humo. El hombre asiente manteniendo la sonrisa. “¿Vas a León?”, disparo de nuevo. Afirma con un acento de algún punto del norte del país. Luego mira su reloj y, anticipándose a mi siguiente pregunta, dice en tono resignado: “Ya habían llegado por mí, pero del otro lado —y levanta la barbilla señalando—. Ya está dando la vuelta en el retorno, pero seguro llegará al mismo tiempo que el otro camión que vendrá por nosotros”.
Pienso que tiene razón. Que no tardan. Quince minutos después arriba el automóvil. Los otros que estamos ahí parados vemos al norteño subirse sin mirar atrás. El auto arranca tan pronto se cierra la puerta del copiloto. En ese momento veo mi reloj: han pasado tres horas desde la descompostura del autobús.
VII.
—¿Y qué tal estuvo Bruce? —pregunto.
Lázaro sonríe. Hace un gesto levantando ambas cejas. Arquea la boca formando una “u” inversa. Deja ver un poco los dientes.
—Estuvo muy bueno.
—¿De qué habló? ¿De emprendimiento? —conforme degusto la prueba de mezcal en el pequeñísimo vaso de plástico, noto que Lázaro lleva la cabellera larga atada a una coleta. Playera negra y arracadas.
—No. Fue más una charla de superación personal. De no darse por vencido, de llevar a cabo los proyectos que uno se proponga... sea lo que sea. De no rendirse. ¿No estuviste?
Doy un traguito más y se prolonga lo suficiente para que un par de sujetos se acerquen en ese instante. Van vestidos con camisas tipo polo de colores pastel, pantalones ajustados y mocasines sin usar calcetín. Uno de ellos pregunta, a un par de metros de donde estamos:
—¿De qué hablan, de Iron Maiden?
Lázaro dirige su atención a ellos. Yo asiento, con el vaso vacío pegado a mis labios. Lo muerdo un poco y luego pregunto:
—Sí, ¿qué tal estuvo?
—Chingón, eh. Qué bárbaro. No soy ultra fan de Maiden, pero sí que me laten sus clásicos.
—¿Y de qué habló?
—Pues estuvo muy interesante, eh. Es un tipo que ha hecho un montón de cosas: no solo es músico, sino que también fue de todo… le dio cáncer y se recuperó. En general te dice que tienes que hacer las cosas, que no hay que abandonar los sueños. Que la vida se trata de una lucha constante.
Luego aquel hombre me cuenta que es músico frustrado, guitarrista, y que alguna vez tuvo una banda de rock que abandonó en pos de una estabilidad económica y por un noviazgo. Ahora es empresario full time, aunque espera volver a los escenarios locales un día de estos. Aquel hombre se dedica a hacer empaques de cartón. Conversa con Lázaro sobre nuevas posibilidades para su negocio. Yo les indico que vuelvo en un momento, pues me daré un rol por la feria. Ambos me ignoran.
VIII.
Tenemos un par de cosas en común, Bruce. En realidad tres. Una: ambos estamos por primera vez en esta ciudad fundada hace doscientos años; dos: ambos tenemos una banda, una más exitosa que la otra, es cierto, pero ese es quizá nuestro lazo más fuerte. Y tres: ambos escribimos. Tú, primero, una novela inmensa y extraña, según narras en la autobiografía que también escribiste; yo, el texto que escribiré sobre ti, sobre este viaje, y una novela que honra nuestros quehaceres y que tuvieron a bien los editores en llamar Metal (FCE, 2018). Bruce sonríe cuando le entrego un ejemplar. Sus guardaespaldas vigilan cualquier movimiento errático de mi parte, especialmente cuando extraigo de mi chaqueta de cuero un bolígrafo dorado con el que escribo: Para Bruce Dickinson, colega al que admiro. Espero que disfrute la lectura de este material, lamentablemente escrito en español.
“¡Ya llegó el otro camión!”, grita el chofer. Lo primero que siento al despertar es un dolor de cuello como si hubiese hecho headbanging durante todo un concierto de Iron Maiden. Me incorporo despacio del asiento individual en el que estaba roncando y miro mi reloj: han pasado cuatro horas y media desde que el autobús se descompuso.
Bajamos el abuelo, la madre, el niño y yo. Un par más. ¿A dónde se fueron los otros? Abordamos el nuevo camión que es idéntico al viejo. Tomamos los mismos asientos. Llegamos a la terminal de León, luego de ver el espectacular de la conferencia de Dickinson, luego de buscar, en vano, retratarlo en alguna otra parte, luego de ver desde lejos el Polifórum León. Luego…
En la zona de atención a clientes, como buen millennial, me quejo. La mujer que me atiende, muy amable, me extiende un formato impreso que lleno tan rápido como puedo con un bolígrafo azul. Tan rápido como me lo permiten el hambre y la sed.
“Su camión salió a las... cinco de la mañana”, dice una vez que le entrego el papel, a lo que respondo: “Y son casi las cuatro de la tarde”. La mujer abre mucho los ojos y se retira a la parte trasera del cubículo. Detrás de una cortina solo alcanzo a ver los pies de alguien más. No los escucho. Entonces ella vuelve acompañada por una disculpa y 50% de descuento en el próximo viaje. Ya quiero aprovecharlo y largarme. Pregunto por los horarios de las corridas. Me recomienda tres donde aplica la promoción. Apenas llevo dinero, así que elijo el horario de las nueve de la noche. Pago en efectivo. La mujer me entrega el boleto y vuelve a disculparse. Le sonrío, doy media vuelta y me digo: cinco horas son suficientes.
XIX.
Polifórum León. Aquello es prácticamente igual a otra feria de emprendimiento a la que acabo de acudir en Santa Fe, Ciudad de México. Pareciera ser la misma gente: individuos de camisa y traje; bien vestidos, los zapatos boleados, los peinados relucientes, las tarjetas de presentación a la mano. Salidos de alguna novela de Breat Easton Ellis. Empresarios y emprendedores. Ricos y quienes quieren serlo. Algunos que ninguna de las dos.
Además de Dickinson, se presentaron Randi Zuckerberg, Katya Echazarreta y Sergio Nava y supongo que por eso el costo tan alto —la de Santa Fe era gratis—, aunque de ninguno he escuchado antes su nombre.
Reconozco a Dulce cuando veo a una mujer texteando y el mensaje llega a mi teléfono al momento. Me presento y le narro mi periplo. Hace una mueca de condolencia. La encargada de prensa me cuenta que querían realizar la conferencia varias ediciones atrás, pero que hasta ahora pudo ser. Tres años en la distancia, cuando la pandemia de covid-19 azotó al mundo, Dickinson ofreció en línea una versión más breve y en formato TED Talk.
Esta ocasión la sala estuvo casi a reventar de seguidores de Iron Maiden, pero ninguno pudo acercarse, aunque llevaban playeras y discos listos para ser firmados. Ni siquiera la gente de la organización pudo. Todo estaba muy restringido. Entonces le pregunto si acaso podrían compartirme el video o el audio de la charla. No es posible por temas de derechos de autor. “¿No podría escucharla, en privado, con solo mi lápiz y mi libreta —y se los muestro— para rescatar algo de lo que dijo?”, pregunto. No es posible. Coloco las manos juntas, implorantes. Nada.
Es inútil insistir, y mucho menos intentar un soborno, por lo que le agradezco y le pido que por lo menos me comparta las fotos que hayan tomado. Dulce me envía todas las imágenes que han subido a sus redes sociales hasta ese momento. Luego me coloco en una de las entradas al escenario, en la parte trasera, desde donde se ve todo. Y me acerco a uno de los camarógrafos. “Oye, ¿grabaron lo de Bruce?”, intento explicar que soy reportero y mis complicaciones. Su respuesta afirmativa irradia una pequeñísima luz. “¿Será que pueda verlo?”, insito. El joven titubea. “No creo que se pueda… es circuito cerrado. A lo mejor si les preguntas ahí en la cabina”.
A unos metros logro ver la cabina. Me aproximo y ahí hay una señora mayor. Habla inglés con otro sujeto, uno muy alto, un gringo de manual. Luego me entero que él es otro de los ponentes, un individuo de nombre Mick Ebeling, cuya charla me quedo a ver —de buenas a primeras me parece que tiene el síndrome del salvador blanco, luego me provoca genuino interés por su proyecto, llamado Not Impossible—. Luego me entero de que la señora mayor es la traductora a la cual todos escuchan con unos pequeños audífonos.
Busco entonces en la red. Ya algunos medios locales han subido sus notas. De lo que dijo Bruce, rescata El Heraldo León: “Tanto metaleros vestidos con playeras negras como empresarios de traje prestaron atención al conferencista quien es, además de uno de los grandes rockeros de su tiempo, profesor de historia, filántropo, experto en esgrima a nivel olímpico, piloto aviador y empresario en el ramo de la aeronáutica. ‘El rock es una forma muy buena de hacer que la gente se reúna’”, dijo.
En su canal de YouTube, un aficionado también ha subido algo de material. Fragmentos de video, un especial previo a la conferencia. Por lo que salgo de la sala y camino entre los stands. Antes de detenerme donde está Lázaro vendiendo mezcales, me percato de otro joven matudo con una cámara de fotos. Lo intercepto y me presento. Noto incomodidad en su gesto. Mi desesperación es evidente. Le pido primero sus fotos, acepta sin problema. Luego, pregunto si grabaron algo de la presentación. “Te lo ruego, por favor, prométeme que en cuanto sepas algo vas a avisarme”, insisto. Unos minutos después vuelve, pero lamentablemente no cuenta con ningún video.
X.
Una noche antes observo un mosquito aplastado en la pared de mi habitación. Lleva ahí algunos días. No recuerdo si he sido yo quien lo ha matado; su cuerpo parece en espera de fosilización.
Quizá deba irme en avión, pienso en ese momento, para no errarle, pero no soy un viajante asiduo y me preocupa la huella de carbono que quede tras de mí. Como le preocupa a Bruce Dickinson, quien ha puesto énfasis en abonar recursos para la investigación que erradique este problema. Por lo cual prefiero el autobús. Así podré leer. Incluso podré escribir. Iré bien, iré con buen tiempo. Buscaré a Bruce en su hotel. Le haré una entrevista.
“Siempre lamenté los plazos en las entrevistas. Odiaba la presión del tiempo”, dice Bruce en alguna parte de su libro autobiográfico, refiriéndose a un programa de radio que tuvo donde entrevistaba a otros artistas. “La gente necesita espacio para respirar y relajarse. Ahí es cuando se habla de verdad, y uno descubre que no es el personaje recortable de cartulina que espera la gente”.
Salgo del Foro Go. Le doy el parte a B.T. Mendoza y su consejo de periodista serio llega tarde: “¡No digas mamadas, cabrón, siempre debes llegar un día antes!”. No soy un periodista, no soy un fotógrafo, no soy un músico, no soy un escritor. Soy un fracaso.
Camino de regreso hacia la terminal, que está a quince minutos a pie. Un hombre reposa en el suelo junto a un árbol. Lleva gafas de aumento, bermudas, botas. De pronto se tapa con una enorme cobija. La imagen pareciera salida de la mente de Caravaggio. Llevo la cámara a mi lado. No he fotografiado nada más que el rostro de Dickinson con el mosquito realizado por el indigente-pintor.
Este otro indigente posa. Cierra los ojos. Imposible conciliar el sueño cuando hay tanta gente alrededor: una fila de jóvenes esperando a que se llene la combi, una fila de taxis esperando pasaje. Transeúntes que jamás volveré a ver, pero que he visto siempre: esa parte de México es igual o muy parecida a la parte de donde vengo.
Espero un momento a que se despeje la zona. Estoy fuera de ritmo. ¿Le pediré permiso? No, eso arruinaría el encuadre. Preparo la cámara. Me agacho fingiendo que me amarro las agujetas. Cuento las monedas que llevo en el bolsillo trasero, por si se percata y me pide algo. Cuando la zona está libre y el hombre ha vuelto a cerrar los ojos, una joven se acerca. “Señor, ¿no me compra una estampa?”, ella debe tener no más de quince años. Es güera, me recuerda a la nieta de un amigo, vocalista de una banda de hardcore. Veo las estampas: son de grupos de k-pop. No conozco ninguno. Le extiendo algunas de las monedas del bolsillo trasero. La joven se va un tanto consternada y yo miro la escena: aún puedo tomar la foto para una serie que me ha tomado años. Entonces un hombre se cruza y, sin siquiera dirigirle la mirada, le extiende al sujeto de mi deseo fotográfico un billete de cien. “¡Se rayó, cien varotes!”, exclama un taxista a un lado mío.
De entre sus harapos, el indigente extrae una cartera alargada, que brilla a la luz del poste. Ahí mete el billete que acaba de recibir y cuenta unos más, con las gafas puestas, como si fuera un contador. Lo miro, resignado, y guardo la cámara. Avanzo hacia la terminal. Tomo asiento en la sala de espera. Ruego porque esta vez el camión no se descomponga. La carretera de vuelta estará todo el tiempo a oscuras.
Además de ser frontman de Iron Maiden, Bruce Dickinson es esgrimista, empresario, escritor y piloto de aviación británico. Suele viajar por el mundo para charlar de superación y ofrecer recomendaciones de negocio a diversos empresarios. Esta accidentada crónica explora el periplo de un distraído escritor por hallar al cantante de metal.
"Todo crecimiento es un salto en la oscuridad, un acto espontáneo no premeditado que carece del beneficio de la experiencia". - Henry Miller
I.
En algún punto de la carretera, aproximadamente a treinta kilómetros del Polifórum León, un espectacular rodeado por pradera desértica y fondo de nubes grises que advierten una tormenta que nunca llega, muestra a Bruce Dickinson, vocalista de Iron Maiden, vestido con un saco. Anuncia que, por primera vez, el legendario cantante visita la ciudad guanajuatense —próspera en productos hechos de cuero, como calzado y chamarras— para brindar la conferencia "De rockstar a hombre de negocios" en la séptima edición del Foro Go.
Imponente, impasible, el espectacular pasa frente a mis ojos. Lo veo tres segundos en su solitario esplendor: lo conozco, lo he visto antes, varias veces, pero en las redes sociales; pasa frente a mí y la cámara fotográfica que reposa en el guardaequipaje que está sobre mi cabeza reclama por salir, pero ahí permanece.
Para este momento Bruce Dickinson, speaker de la BBC, ya ha dado dicha conferencia. Hace cuatro horas.
Entre luces moradas y rosáceas, con pantallas que proyectan imágenes de él mismo en distintos escenarios (especialmente con aviones detrás suyo), luego de una breve introducción de su persona tras escucharse un fragmento de "The Number of the Beast" —quizá la canción más conocida de Maiden entre los fanáticos y los que no lo son—, Dickinson se dirigió a quienes llegaron a tiempo para verlo.
II.
Bruce Dickinson inicia su conferencia hablando de mosquitos. De cómo cada uno de los presentes en aquella sala donde caben mil espectadores podría acarrear con una enfermedad por picadura de uno de ellos y contagiar así a todos los demás. De cómo los mosquitos son tan vastos como las ideas, y de cómo las ideas se contagian y propagan de forma muy parecida.
Eso me cuenta Lázaro, quien vende su marca independiente de mezcal en el Foro. Me dice que por esa razón su amigo, un pintor al que vi momentos antes (y que lucía más como un vagabundo por sus ropajes harapientos), dibujó el rostro de Dickinson con un mosquito a un lado suyo. Un zancudo. Fue un dibujo que, pensaron ambos, podrían entregar en sus manos al cantante. Nunca salió a convivir con quienes estaban afuera de la sala de conferencias, en la otra zona de la expo, donde se encuentran los stands.
No al menos ese día. Porque la noche previa al inicio del Foro Go sí lo hizo en un cóctel realizado por los promotores del evento. Rodeado por stands de cinta oscura y flexible como los de las filas de los bancos, Dickinson convivió con el público conformado, principalmente, por los organizadores y otras personalidades. Se tomó algunas selfies y subió al escenario junto a La Revolución del Rock, una banda local que interpretó con él "The Trooper" (cuyo intro erraron y Bruce sonrió al notarlo) y "Fear of the Dark", temas emblema de La Doncella de Hierro.
Lázaro me muestra el video en su celular: él está situado en el costado izquierdo si se mira de frente al escenario; está detrás de la valla que protege el sillón donde permanece Dickinson y compañía, quienes a su vez están frente a los músicos, colocados en un escenario casi a ras del piso.
Paul Bruce Dickinson, "cantante, productor musical, esgrimista, empresario, escritor, historiador y piloto de aviación británico", a decir de la semblanza incluida en su libro biográfico ¿Para qué sirve este botón? (Libros Cúpula, 2018), usa el atril a medio tamaño, a modo de bastón, viste chaqueta de cuero y botas taconudas propias de la región. Pide una lata de cerveza Modelo, que destapa al instante y bebe. Luego sonríe. Se le nota cómodo en aquel semi improvisado espectáculo del que es centro de atención.
“Ya no me pude acercar más”, lamenta Lázaro, cuyo mezcal, como él, también es originario de Guanajuato. El arte en la etiqueta fue hecho por su colega pintor. El mezcal está bien, es un cupreata que bebo con el agradecimiento de quien debe ingerir un líquido sagrado: brinda paz y consuelo en momentos de desmoronamiento.
III.
Alrededor de las siete de la mañana el autobús ya ha avanzado dos de las cinco horas que supone el viaje en carretera de la Ciudad de México hasta León. En la quieta oscuridad de la aurora me reclino sobre el asiento y cierro los ojos mientras escucho, una y otra vez, el más reciente álbum de Slowdive, Everything Is Alive (2023). Ni así concilio el sueño. Intento dormitar mientras repaso lo que habré de preguntarle a Dickinson si logro abordarlo. Ya mi editor, B.T. Mendoza, me advirtió que no otorgará entrevistas. Debo prepararme para un abordaje no solo fortuito, sino efímero, peligroso. Un disparo letal que debe dar en el blanco. Que propicie otros dos, tres tiros.
Entretanto, del otro lado de la carretera, en contrasentido a este, otro autobús está detenido sobre el acotamiento con las intermitentes puestas; el chofer hace señas con un trapo unos metros adelante (o atrás) sobre la pista. Ignoro cuánto tiempo llevará ahí, pero pienso: qué terrible debe ser que tu autobús se descomponga.
IV.
Hunter Thompson también empieza hablando de mosquitos en su libro La gran caza del tiburón (Anagrama, 2012), que incluye el reportaje que da título al volumen, donde el periodista gonzo es enviado por Playboy a Cozumel para cubrir una competición pesquera; narra una de sus noches en un cuarto de hotel infestado. En la habitación están abiertas, del todo, las ventanas y las puertas. Por el calor. Aquellos insectos sobrevuelan el techo mientras el Doctor Thompson, como se llama a sí mismo, reposa crudísimo de alcohol, drogas e insomnio, y embarrado con un repelente tan poderoso que los bichos no se acercan. Solo los escucha zumbar, aproximarse, sin que puedan chuparle una sola gota de su dulce sangre.
“Como le dijo su editor a Hunter Thompson”, me escribe B.T. Mendoza cuando le doy el parte de mi cobertura sobre la conferencia de Dickinson: “¡Aunque sea una crónica de tu viaje lisérgico, pero trae una pinche historia!”.
Luego me advierte que no me drogue demasiado. Desconoce que en mi mochila llevo, acaso, una gelatina de mosaico y un suero revitalizante (aunque no estoy crudo). Y, justamente, a modo de amuleto (y quizá de premonición) un libro de Thompson, novedad editorial en inglés: Screwjack (Simon & Schuster, 2023), delgado ejemplar que contiene tres relatos, prologado por mi ídolo metalero número uno: Lars Ulrich, el baterista de Metallica, descubro que además es buen narrador.
V.
Con la soltura de un tipo que ha estado frente a miles de personas, con la energía que desprende en cada en vivo y en cada videoclip o en cada entrevista, el histriónico y aún ágil Bruce Dickinson, uno de los vocalistas de heavy metal más importantes de la historia, se desplaza a lo largo y ancho del escenario del Foro Go. Se adueña de él:
“Me he caído del caballo. Duele. Pero me di cuenta que tengo dos opciones en la vida: una, nunca volver a subirme a un caballo, o subirme de nuevo al caballo y averiguar por qué me caí y hacerlo de nuevo. Escogí la última opción. Los negocios son así. ¡Vas a fallar! Pero no es una pérdida, es un curso de aprendizaje. Es parte del proceso del negocio. ¡Es fallar, aprender de ello! Es montarse de nuevo en el caballo, y para ello necesitas determinación, y para ello necesitas emoción y necesitas pasión. No subestimen esas cualidades.”
A diferencia de la noche anterior —y de la imagen del espectacular—, Dickinson lleva puesta una sudadera de algodón y una playera de un azul oscuro, también de algodón, con una M impresa en medio y que ignoro de qué sea. Bien podría ser de Mosquito. La busco en Google Images y me arroja algunos resultados que, aunque parecen certeros, son todos incorrectos. Es en un video de YouTube que me encuentro con que se trata de uno de los íconos de su álbum de grandes hits en solitario, y probablemente sea lo que hay detrás de la portada de Mandrake Project, nuevo material con el cual visitará México en abril de 2024.
He visto a Maiden un par de veces. Una de ellas, la última, con Ghost y Slayer diez años atrás. No han sido los conciertos más memorables de mi vida, pero su incansable energía me resulta inolvidable. Lo mismo me pasó al escucharlos, por primera vez, con el disco No prayer for the dying (1990). Poco a poco les agarré cariño y pronto compré el disco de éxitos The Best of The Beast (1996). Me perdí de la ida, pero no del regreso de Dickinson a las filas de La Doncella a principios del nuevo milenio, y sus tres primeros álbumes de esa etapa son mis favoritos: Brave New World (2000), Dance of Death (2003) y A Matter of Life and Death (2006). Discos potentes, progresivos, maduros.
Contrario a mí, quienes sí son fanáticos son los hermanos Verazaluce. Toco con uno de ellos en Asedio, con Andrés, el frontman y la segunda guitarra. El otro, Vini, ha diseñado las portadas de nuestros discos. El domingo previo a mi partida a León, le pedí a Andrés que me llevara algo que Dickinson pudiera firmar. Olvidó llevarlo, pero se trataba del disco The chemical wedding (1998), su favorito de la etapa en solitario. Un álbum crudo, pesado, parecido a la época de Rob Halford con la banda Fight.
“La mayor parte del álbum se vio fuertemente influenciada por William Blake, no solo en un sentido literal, sino espiritual. Blake era casi con seguridad un alquimista o miembro de un grupo relacionado con la filosofía oculta o la magia. Al mismo tiempo, me llamaron la atención sus dos personajes ‘Los’ y ‘Urizen’. Los —o Sol al revés— era creativo y estaba condenado para siempre a tener la cabeza enterrada en un cubo de fuego, simbolizando la tortura del alma infinitamente creadora. Urizen era el frío depositario de la lógica, encadenado a una roca, taciturno y pensativo”, escribe Dickinson al respecto de ese disco en su autobiografía. “Me parecía que eran personajes del subconsciente de Blake, que representaban el drama de su alma, expresado como arte y poesía. Tenía una vaga idea de lo que era amar la creatividad, pero me detenía la sombría realidad del aspecto comercial y el miedo al cambio”.
VI.
“¿Nos vamos a quedar aquí para siempre?”, le pregunta un niño a su madre. Me sorprende la paciencia de ella. Han pasado un par de horas después de que nuestro autobús se detuvo y el chofer aseguró que el problema se resolvería en media hora con la llegada de otro camión. El conductor charla con sus compañeros de la misma línea que se estacionan a un lado nuestro, luego de intercambiar algunas palabras los otros conductores se van sin llevarse ningún pasajero más.
El niño corre hacia mi lugar, me mira y sonríe. Su madre le pide que vuelva con ella levantando un poco la voz. El niño así lo hace. Viajan ellos dos y el abuelo, quien lleva consigo un bastón —lo he visto bajar un par de veces al baño— con la punta redonda chapada en oro. Para entonces ya he leído el libro de Thompson, aunque lento, porque está en inglés, y me duele el trasero de estar ahí sentado. También me duelen los oídos por los audífonos. Ya me he comido la gelatina, cuyo recipiente plástico se aplastó, y me he bebido el Electrolit.
Bajo al baño y luego salgo del autobús. Ahí está el chofer, con su respectivo trapo haciendo señales. Le ayuda otro hombre, al parecer su copiloto. Nos encontramos, en algún punto de Querétaro. Uno de los pasajeros ya ha sacado todo su equipaje y habla por teléfono. En ese momento le aviso por mensaje a B.T. Mendoza que no voy a lograrlo. Entonces el del equipaje saca un paquete de cigarrillos. Lo veo un momento, luego me aproximo y apenado le pido uno. Sonríe y me extiende la cajetilla. Enciende el cigarro con un encendedor cuya flama apenas logra verse.
“¿Vendrán por ti?”, le pregunto tras expulsar el humo. El hombre asiente manteniendo la sonrisa. “¿Vas a León?”, disparo de nuevo. Afirma con un acento de algún punto del norte del país. Luego mira su reloj y, anticipándose a mi siguiente pregunta, dice en tono resignado: “Ya habían llegado por mí, pero del otro lado —y levanta la barbilla señalando—. Ya está dando la vuelta en el retorno, pero seguro llegará al mismo tiempo que el otro camión que vendrá por nosotros”.
Pienso que tiene razón. Que no tardan. Quince minutos después arriba el automóvil. Los otros que estamos ahí parados vemos al norteño subirse sin mirar atrás. El auto arranca tan pronto se cierra la puerta del copiloto. En ese momento veo mi reloj: han pasado tres horas desde la descompostura del autobús.
VII.
—¿Y qué tal estuvo Bruce? —pregunto.
Lázaro sonríe. Hace un gesto levantando ambas cejas. Arquea la boca formando una “u” inversa. Deja ver un poco los dientes.
—Estuvo muy bueno.
—¿De qué habló? ¿De emprendimiento? —conforme degusto la prueba de mezcal en el pequeñísimo vaso de plástico, noto que Lázaro lleva la cabellera larga atada a una coleta. Playera negra y arracadas.
—No. Fue más una charla de superación personal. De no darse por vencido, de llevar a cabo los proyectos que uno se proponga... sea lo que sea. De no rendirse. ¿No estuviste?
Doy un traguito más y se prolonga lo suficiente para que un par de sujetos se acerquen en ese instante. Van vestidos con camisas tipo polo de colores pastel, pantalones ajustados y mocasines sin usar calcetín. Uno de ellos pregunta, a un par de metros de donde estamos:
—¿De qué hablan, de Iron Maiden?
Lázaro dirige su atención a ellos. Yo asiento, con el vaso vacío pegado a mis labios. Lo muerdo un poco y luego pregunto:
—Sí, ¿qué tal estuvo?
—Chingón, eh. Qué bárbaro. No soy ultra fan de Maiden, pero sí que me laten sus clásicos.
—¿Y de qué habló?
—Pues estuvo muy interesante, eh. Es un tipo que ha hecho un montón de cosas: no solo es músico, sino que también fue de todo… le dio cáncer y se recuperó. En general te dice que tienes que hacer las cosas, que no hay que abandonar los sueños. Que la vida se trata de una lucha constante.
Luego aquel hombre me cuenta que es músico frustrado, guitarrista, y que alguna vez tuvo una banda de rock que abandonó en pos de una estabilidad económica y por un noviazgo. Ahora es empresario full time, aunque espera volver a los escenarios locales un día de estos. Aquel hombre se dedica a hacer empaques de cartón. Conversa con Lázaro sobre nuevas posibilidades para su negocio. Yo les indico que vuelvo en un momento, pues me daré un rol por la feria. Ambos me ignoran.
VIII.
Tenemos un par de cosas en común, Bruce. En realidad tres. Una: ambos estamos por primera vez en esta ciudad fundada hace doscientos años; dos: ambos tenemos una banda, una más exitosa que la otra, es cierto, pero ese es quizá nuestro lazo más fuerte. Y tres: ambos escribimos. Tú, primero, una novela inmensa y extraña, según narras en la autobiografía que también escribiste; yo, el texto que escribiré sobre ti, sobre este viaje, y una novela que honra nuestros quehaceres y que tuvieron a bien los editores en llamar Metal (FCE, 2018). Bruce sonríe cuando le entrego un ejemplar. Sus guardaespaldas vigilan cualquier movimiento errático de mi parte, especialmente cuando extraigo de mi chaqueta de cuero un bolígrafo dorado con el que escribo: Para Bruce Dickinson, colega al que admiro. Espero que disfrute la lectura de este material, lamentablemente escrito en español.
“¡Ya llegó el otro camión!”, grita el chofer. Lo primero que siento al despertar es un dolor de cuello como si hubiese hecho headbanging durante todo un concierto de Iron Maiden. Me incorporo despacio del asiento individual en el que estaba roncando y miro mi reloj: han pasado cuatro horas y media desde que el autobús se descompuso.
Bajamos el abuelo, la madre, el niño y yo. Un par más. ¿A dónde se fueron los otros? Abordamos el nuevo camión que es idéntico al viejo. Tomamos los mismos asientos. Llegamos a la terminal de León, luego de ver el espectacular de la conferencia de Dickinson, luego de buscar, en vano, retratarlo en alguna otra parte, luego de ver desde lejos el Polifórum León. Luego…
En la zona de atención a clientes, como buen millennial, me quejo. La mujer que me atiende, muy amable, me extiende un formato impreso que lleno tan rápido como puedo con un bolígrafo azul. Tan rápido como me lo permiten el hambre y la sed.
“Su camión salió a las... cinco de la mañana”, dice una vez que le entrego el papel, a lo que respondo: “Y son casi las cuatro de la tarde”. La mujer abre mucho los ojos y se retira a la parte trasera del cubículo. Detrás de una cortina solo alcanzo a ver los pies de alguien más. No los escucho. Entonces ella vuelve acompañada por una disculpa y 50% de descuento en el próximo viaje. Ya quiero aprovecharlo y largarme. Pregunto por los horarios de las corridas. Me recomienda tres donde aplica la promoción. Apenas llevo dinero, así que elijo el horario de las nueve de la noche. Pago en efectivo. La mujer me entrega el boleto y vuelve a disculparse. Le sonrío, doy media vuelta y me digo: cinco horas son suficientes.
XIX.
Polifórum León. Aquello es prácticamente igual a otra feria de emprendimiento a la que acabo de acudir en Santa Fe, Ciudad de México. Pareciera ser la misma gente: individuos de camisa y traje; bien vestidos, los zapatos boleados, los peinados relucientes, las tarjetas de presentación a la mano. Salidos de alguna novela de Breat Easton Ellis. Empresarios y emprendedores. Ricos y quienes quieren serlo. Algunos que ninguna de las dos.
Además de Dickinson, se presentaron Randi Zuckerberg, Katya Echazarreta y Sergio Nava y supongo que por eso el costo tan alto —la de Santa Fe era gratis—, aunque de ninguno he escuchado antes su nombre.
Reconozco a Dulce cuando veo a una mujer texteando y el mensaje llega a mi teléfono al momento. Me presento y le narro mi periplo. Hace una mueca de condolencia. La encargada de prensa me cuenta que querían realizar la conferencia varias ediciones atrás, pero que hasta ahora pudo ser. Tres años en la distancia, cuando la pandemia de covid-19 azotó al mundo, Dickinson ofreció en línea una versión más breve y en formato TED Talk.
Esta ocasión la sala estuvo casi a reventar de seguidores de Iron Maiden, pero ninguno pudo acercarse, aunque llevaban playeras y discos listos para ser firmados. Ni siquiera la gente de la organización pudo. Todo estaba muy restringido. Entonces le pregunto si acaso podrían compartirme el video o el audio de la charla. No es posible por temas de derechos de autor. “¿No podría escucharla, en privado, con solo mi lápiz y mi libreta —y se los muestro— para rescatar algo de lo que dijo?”, pregunto. No es posible. Coloco las manos juntas, implorantes. Nada.
Es inútil insistir, y mucho menos intentar un soborno, por lo que le agradezco y le pido que por lo menos me comparta las fotos que hayan tomado. Dulce me envía todas las imágenes que han subido a sus redes sociales hasta ese momento. Luego me coloco en una de las entradas al escenario, en la parte trasera, desde donde se ve todo. Y me acerco a uno de los camarógrafos. “Oye, ¿grabaron lo de Bruce?”, intento explicar que soy reportero y mis complicaciones. Su respuesta afirmativa irradia una pequeñísima luz. “¿Será que pueda verlo?”, insito. El joven titubea. “No creo que se pueda… es circuito cerrado. A lo mejor si les preguntas ahí en la cabina”.
A unos metros logro ver la cabina. Me aproximo y ahí hay una señora mayor. Habla inglés con otro sujeto, uno muy alto, un gringo de manual. Luego me entero que él es otro de los ponentes, un individuo de nombre Mick Ebeling, cuya charla me quedo a ver —de buenas a primeras me parece que tiene el síndrome del salvador blanco, luego me provoca genuino interés por su proyecto, llamado Not Impossible—. Luego me entero de que la señora mayor es la traductora a la cual todos escuchan con unos pequeños audífonos.
Busco entonces en la red. Ya algunos medios locales han subido sus notas. De lo que dijo Bruce, rescata El Heraldo León: “Tanto metaleros vestidos con playeras negras como empresarios de traje prestaron atención al conferencista quien es, además de uno de los grandes rockeros de su tiempo, profesor de historia, filántropo, experto en esgrima a nivel olímpico, piloto aviador y empresario en el ramo de la aeronáutica. ‘El rock es una forma muy buena de hacer que la gente se reúna’”, dijo.
En su canal de YouTube, un aficionado también ha subido algo de material. Fragmentos de video, un especial previo a la conferencia. Por lo que salgo de la sala y camino entre los stands. Antes de detenerme donde está Lázaro vendiendo mezcales, me percato de otro joven matudo con una cámara de fotos. Lo intercepto y me presento. Noto incomodidad en su gesto. Mi desesperación es evidente. Le pido primero sus fotos, acepta sin problema. Luego, pregunto si grabaron algo de la presentación. “Te lo ruego, por favor, prométeme que en cuanto sepas algo vas a avisarme”, insisto. Unos minutos después vuelve, pero lamentablemente no cuenta con ningún video.
X.
Una noche antes observo un mosquito aplastado en la pared de mi habitación. Lleva ahí algunos días. No recuerdo si he sido yo quien lo ha matado; su cuerpo parece en espera de fosilización.
Quizá deba irme en avión, pienso en ese momento, para no errarle, pero no soy un viajante asiduo y me preocupa la huella de carbono que quede tras de mí. Como le preocupa a Bruce Dickinson, quien ha puesto énfasis en abonar recursos para la investigación que erradique este problema. Por lo cual prefiero el autobús. Así podré leer. Incluso podré escribir. Iré bien, iré con buen tiempo. Buscaré a Bruce en su hotel. Le haré una entrevista.
“Siempre lamenté los plazos en las entrevistas. Odiaba la presión del tiempo”, dice Bruce en alguna parte de su libro autobiográfico, refiriéndose a un programa de radio que tuvo donde entrevistaba a otros artistas. “La gente necesita espacio para respirar y relajarse. Ahí es cuando se habla de verdad, y uno descubre que no es el personaje recortable de cartulina que espera la gente”.
Salgo del Foro Go. Le doy el parte a B.T. Mendoza y su consejo de periodista serio llega tarde: “¡No digas mamadas, cabrón, siempre debes llegar un día antes!”. No soy un periodista, no soy un fotógrafo, no soy un músico, no soy un escritor. Soy un fracaso.
Camino de regreso hacia la terminal, que está a quince minutos a pie. Un hombre reposa en el suelo junto a un árbol. Lleva gafas de aumento, bermudas, botas. De pronto se tapa con una enorme cobija. La imagen pareciera salida de la mente de Caravaggio. Llevo la cámara a mi lado. No he fotografiado nada más que el rostro de Dickinson con el mosquito realizado por el indigente-pintor.
Este otro indigente posa. Cierra los ojos. Imposible conciliar el sueño cuando hay tanta gente alrededor: una fila de jóvenes esperando a que se llene la combi, una fila de taxis esperando pasaje. Transeúntes que jamás volveré a ver, pero que he visto siempre: esa parte de México es igual o muy parecida a la parte de donde vengo.
Espero un momento a que se despeje la zona. Estoy fuera de ritmo. ¿Le pediré permiso? No, eso arruinaría el encuadre. Preparo la cámara. Me agacho fingiendo que me amarro las agujetas. Cuento las monedas que llevo en el bolsillo trasero, por si se percata y me pide algo. Cuando la zona está libre y el hombre ha vuelto a cerrar los ojos, una joven se acerca. “Señor, ¿no me compra una estampa?”, ella debe tener no más de quince años. Es güera, me recuerda a la nieta de un amigo, vocalista de una banda de hardcore. Veo las estampas: son de grupos de k-pop. No conozco ninguno. Le extiendo algunas de las monedas del bolsillo trasero. La joven se va un tanto consternada y yo miro la escena: aún puedo tomar la foto para una serie que me ha tomado años. Entonces un hombre se cruza y, sin siquiera dirigirle la mirada, le extiende al sujeto de mi deseo fotográfico un billete de cien. “¡Se rayó, cien varotes!”, exclama un taxista a un lado mío.
De entre sus harapos, el indigente extrae una cartera alargada, que brilla a la luz del poste. Ahí mete el billete que acaba de recibir y cuenta unos más, con las gafas puestas, como si fuera un contador. Lo miro, resignado, y guardo la cámara. Avanzo hacia la terminal. Tomo asiento en la sala de espera. Ruego porque esta vez el camión no se descomponga. La carretera de vuelta estará todo el tiempo a oscuras.
Además de ser frontman de Iron Maiden, Bruce Dickinson es esgrimista, empresario, escritor y piloto de aviación británico. Suele viajar por el mundo para charlar de superación y ofrecer recomendaciones de negocio a diversos empresarios. Esta accidentada crónica explora el periplo de un distraído escritor por hallar al cantante de metal.
"Todo crecimiento es un salto en la oscuridad, un acto espontáneo no premeditado que carece del beneficio de la experiencia". - Henry Miller
I.
En algún punto de la carretera, aproximadamente a treinta kilómetros del Polifórum León, un espectacular rodeado por pradera desértica y fondo de nubes grises que advierten una tormenta que nunca llega, muestra a Bruce Dickinson, vocalista de Iron Maiden, vestido con un saco. Anuncia que, por primera vez, el legendario cantante visita la ciudad guanajuatense —próspera en productos hechos de cuero, como calzado y chamarras— para brindar la conferencia "De rockstar a hombre de negocios" en la séptima edición del Foro Go.
Imponente, impasible, el espectacular pasa frente a mis ojos. Lo veo tres segundos en su solitario esplendor: lo conozco, lo he visto antes, varias veces, pero en las redes sociales; pasa frente a mí y la cámara fotográfica que reposa en el guardaequipaje que está sobre mi cabeza reclama por salir, pero ahí permanece.
Para este momento Bruce Dickinson, speaker de la BBC, ya ha dado dicha conferencia. Hace cuatro horas.
Entre luces moradas y rosáceas, con pantallas que proyectan imágenes de él mismo en distintos escenarios (especialmente con aviones detrás suyo), luego de una breve introducción de su persona tras escucharse un fragmento de "The Number of the Beast" —quizá la canción más conocida de Maiden entre los fanáticos y los que no lo son—, Dickinson se dirigió a quienes llegaron a tiempo para verlo.
II.
Bruce Dickinson inicia su conferencia hablando de mosquitos. De cómo cada uno de los presentes en aquella sala donde caben mil espectadores podría acarrear con una enfermedad por picadura de uno de ellos y contagiar así a todos los demás. De cómo los mosquitos son tan vastos como las ideas, y de cómo las ideas se contagian y propagan de forma muy parecida.
Eso me cuenta Lázaro, quien vende su marca independiente de mezcal en el Foro. Me dice que por esa razón su amigo, un pintor al que vi momentos antes (y que lucía más como un vagabundo por sus ropajes harapientos), dibujó el rostro de Dickinson con un mosquito a un lado suyo. Un zancudo. Fue un dibujo que, pensaron ambos, podrían entregar en sus manos al cantante. Nunca salió a convivir con quienes estaban afuera de la sala de conferencias, en la otra zona de la expo, donde se encuentran los stands.
No al menos ese día. Porque la noche previa al inicio del Foro Go sí lo hizo en un cóctel realizado por los promotores del evento. Rodeado por stands de cinta oscura y flexible como los de las filas de los bancos, Dickinson convivió con el público conformado, principalmente, por los organizadores y otras personalidades. Se tomó algunas selfies y subió al escenario junto a La Revolución del Rock, una banda local que interpretó con él "The Trooper" (cuyo intro erraron y Bruce sonrió al notarlo) y "Fear of the Dark", temas emblema de La Doncella de Hierro.
Lázaro me muestra el video en su celular: él está situado en el costado izquierdo si se mira de frente al escenario; está detrás de la valla que protege el sillón donde permanece Dickinson y compañía, quienes a su vez están frente a los músicos, colocados en un escenario casi a ras del piso.
Paul Bruce Dickinson, "cantante, productor musical, esgrimista, empresario, escritor, historiador y piloto de aviación británico", a decir de la semblanza incluida en su libro biográfico ¿Para qué sirve este botón? (Libros Cúpula, 2018), usa el atril a medio tamaño, a modo de bastón, viste chaqueta de cuero y botas taconudas propias de la región. Pide una lata de cerveza Modelo, que destapa al instante y bebe. Luego sonríe. Se le nota cómodo en aquel semi improvisado espectáculo del que es centro de atención.
“Ya no me pude acercar más”, lamenta Lázaro, cuyo mezcal, como él, también es originario de Guanajuato. El arte en la etiqueta fue hecho por su colega pintor. El mezcal está bien, es un cupreata que bebo con el agradecimiento de quien debe ingerir un líquido sagrado: brinda paz y consuelo en momentos de desmoronamiento.
III.
Alrededor de las siete de la mañana el autobús ya ha avanzado dos de las cinco horas que supone el viaje en carretera de la Ciudad de México hasta León. En la quieta oscuridad de la aurora me reclino sobre el asiento y cierro los ojos mientras escucho, una y otra vez, el más reciente álbum de Slowdive, Everything Is Alive (2023). Ni así concilio el sueño. Intento dormitar mientras repaso lo que habré de preguntarle a Dickinson si logro abordarlo. Ya mi editor, B.T. Mendoza, me advirtió que no otorgará entrevistas. Debo prepararme para un abordaje no solo fortuito, sino efímero, peligroso. Un disparo letal que debe dar en el blanco. Que propicie otros dos, tres tiros.
Entretanto, del otro lado de la carretera, en contrasentido a este, otro autobús está detenido sobre el acotamiento con las intermitentes puestas; el chofer hace señas con un trapo unos metros adelante (o atrás) sobre la pista. Ignoro cuánto tiempo llevará ahí, pero pienso: qué terrible debe ser que tu autobús se descomponga.
IV.
Hunter Thompson también empieza hablando de mosquitos en su libro La gran caza del tiburón (Anagrama, 2012), que incluye el reportaje que da título al volumen, donde el periodista gonzo es enviado por Playboy a Cozumel para cubrir una competición pesquera; narra una de sus noches en un cuarto de hotel infestado. En la habitación están abiertas, del todo, las ventanas y las puertas. Por el calor. Aquellos insectos sobrevuelan el techo mientras el Doctor Thompson, como se llama a sí mismo, reposa crudísimo de alcohol, drogas e insomnio, y embarrado con un repelente tan poderoso que los bichos no se acercan. Solo los escucha zumbar, aproximarse, sin que puedan chuparle una sola gota de su dulce sangre.
“Como le dijo su editor a Hunter Thompson”, me escribe B.T. Mendoza cuando le doy el parte de mi cobertura sobre la conferencia de Dickinson: “¡Aunque sea una crónica de tu viaje lisérgico, pero trae una pinche historia!”.
Luego me advierte que no me drogue demasiado. Desconoce que en mi mochila llevo, acaso, una gelatina de mosaico y un suero revitalizante (aunque no estoy crudo). Y, justamente, a modo de amuleto (y quizá de premonición) un libro de Thompson, novedad editorial en inglés: Screwjack (Simon & Schuster, 2023), delgado ejemplar que contiene tres relatos, prologado por mi ídolo metalero número uno: Lars Ulrich, el baterista de Metallica, descubro que además es buen narrador.
V.
Con la soltura de un tipo que ha estado frente a miles de personas, con la energía que desprende en cada en vivo y en cada videoclip o en cada entrevista, el histriónico y aún ágil Bruce Dickinson, uno de los vocalistas de heavy metal más importantes de la historia, se desplaza a lo largo y ancho del escenario del Foro Go. Se adueña de él:
“Me he caído del caballo. Duele. Pero me di cuenta que tengo dos opciones en la vida: una, nunca volver a subirme a un caballo, o subirme de nuevo al caballo y averiguar por qué me caí y hacerlo de nuevo. Escogí la última opción. Los negocios son así. ¡Vas a fallar! Pero no es una pérdida, es un curso de aprendizaje. Es parte del proceso del negocio. ¡Es fallar, aprender de ello! Es montarse de nuevo en el caballo, y para ello necesitas determinación, y para ello necesitas emoción y necesitas pasión. No subestimen esas cualidades.”
A diferencia de la noche anterior —y de la imagen del espectacular—, Dickinson lleva puesta una sudadera de algodón y una playera de un azul oscuro, también de algodón, con una M impresa en medio y que ignoro de qué sea. Bien podría ser de Mosquito. La busco en Google Images y me arroja algunos resultados que, aunque parecen certeros, son todos incorrectos. Es en un video de YouTube que me encuentro con que se trata de uno de los íconos de su álbum de grandes hits en solitario, y probablemente sea lo que hay detrás de la portada de Mandrake Project, nuevo material con el cual visitará México en abril de 2024.
He visto a Maiden un par de veces. Una de ellas, la última, con Ghost y Slayer diez años atrás. No han sido los conciertos más memorables de mi vida, pero su incansable energía me resulta inolvidable. Lo mismo me pasó al escucharlos, por primera vez, con el disco No prayer for the dying (1990). Poco a poco les agarré cariño y pronto compré el disco de éxitos The Best of The Beast (1996). Me perdí de la ida, pero no del regreso de Dickinson a las filas de La Doncella a principios del nuevo milenio, y sus tres primeros álbumes de esa etapa son mis favoritos: Brave New World (2000), Dance of Death (2003) y A Matter of Life and Death (2006). Discos potentes, progresivos, maduros.
Contrario a mí, quienes sí son fanáticos son los hermanos Verazaluce. Toco con uno de ellos en Asedio, con Andrés, el frontman y la segunda guitarra. El otro, Vini, ha diseñado las portadas de nuestros discos. El domingo previo a mi partida a León, le pedí a Andrés que me llevara algo que Dickinson pudiera firmar. Olvidó llevarlo, pero se trataba del disco The chemical wedding (1998), su favorito de la etapa en solitario. Un álbum crudo, pesado, parecido a la época de Rob Halford con la banda Fight.
“La mayor parte del álbum se vio fuertemente influenciada por William Blake, no solo en un sentido literal, sino espiritual. Blake era casi con seguridad un alquimista o miembro de un grupo relacionado con la filosofía oculta o la magia. Al mismo tiempo, me llamaron la atención sus dos personajes ‘Los’ y ‘Urizen’. Los —o Sol al revés— era creativo y estaba condenado para siempre a tener la cabeza enterrada en un cubo de fuego, simbolizando la tortura del alma infinitamente creadora. Urizen era el frío depositario de la lógica, encadenado a una roca, taciturno y pensativo”, escribe Dickinson al respecto de ese disco en su autobiografía. “Me parecía que eran personajes del subconsciente de Blake, que representaban el drama de su alma, expresado como arte y poesía. Tenía una vaga idea de lo que era amar la creatividad, pero me detenía la sombría realidad del aspecto comercial y el miedo al cambio”.
VI.
“¿Nos vamos a quedar aquí para siempre?”, le pregunta un niño a su madre. Me sorprende la paciencia de ella. Han pasado un par de horas después de que nuestro autobús se detuvo y el chofer aseguró que el problema se resolvería en media hora con la llegada de otro camión. El conductor charla con sus compañeros de la misma línea que se estacionan a un lado nuestro, luego de intercambiar algunas palabras los otros conductores se van sin llevarse ningún pasajero más.
El niño corre hacia mi lugar, me mira y sonríe. Su madre le pide que vuelva con ella levantando un poco la voz. El niño así lo hace. Viajan ellos dos y el abuelo, quien lleva consigo un bastón —lo he visto bajar un par de veces al baño— con la punta redonda chapada en oro. Para entonces ya he leído el libro de Thompson, aunque lento, porque está en inglés, y me duele el trasero de estar ahí sentado. También me duelen los oídos por los audífonos. Ya me he comido la gelatina, cuyo recipiente plástico se aplastó, y me he bebido el Electrolit.
Bajo al baño y luego salgo del autobús. Ahí está el chofer, con su respectivo trapo haciendo señales. Le ayuda otro hombre, al parecer su copiloto. Nos encontramos, en algún punto de Querétaro. Uno de los pasajeros ya ha sacado todo su equipaje y habla por teléfono. En ese momento le aviso por mensaje a B.T. Mendoza que no voy a lograrlo. Entonces el del equipaje saca un paquete de cigarrillos. Lo veo un momento, luego me aproximo y apenado le pido uno. Sonríe y me extiende la cajetilla. Enciende el cigarro con un encendedor cuya flama apenas logra verse.
“¿Vendrán por ti?”, le pregunto tras expulsar el humo. El hombre asiente manteniendo la sonrisa. “¿Vas a León?”, disparo de nuevo. Afirma con un acento de algún punto del norte del país. Luego mira su reloj y, anticipándose a mi siguiente pregunta, dice en tono resignado: “Ya habían llegado por mí, pero del otro lado —y levanta la barbilla señalando—. Ya está dando la vuelta en el retorno, pero seguro llegará al mismo tiempo que el otro camión que vendrá por nosotros”.
Pienso que tiene razón. Que no tardan. Quince minutos después arriba el automóvil. Los otros que estamos ahí parados vemos al norteño subirse sin mirar atrás. El auto arranca tan pronto se cierra la puerta del copiloto. En ese momento veo mi reloj: han pasado tres horas desde la descompostura del autobús.
VII.
—¿Y qué tal estuvo Bruce? —pregunto.
Lázaro sonríe. Hace un gesto levantando ambas cejas. Arquea la boca formando una “u” inversa. Deja ver un poco los dientes.
—Estuvo muy bueno.
—¿De qué habló? ¿De emprendimiento? —conforme degusto la prueba de mezcal en el pequeñísimo vaso de plástico, noto que Lázaro lleva la cabellera larga atada a una coleta. Playera negra y arracadas.
—No. Fue más una charla de superación personal. De no darse por vencido, de llevar a cabo los proyectos que uno se proponga... sea lo que sea. De no rendirse. ¿No estuviste?
Doy un traguito más y se prolonga lo suficiente para que un par de sujetos se acerquen en ese instante. Van vestidos con camisas tipo polo de colores pastel, pantalones ajustados y mocasines sin usar calcetín. Uno de ellos pregunta, a un par de metros de donde estamos:
—¿De qué hablan, de Iron Maiden?
Lázaro dirige su atención a ellos. Yo asiento, con el vaso vacío pegado a mis labios. Lo muerdo un poco y luego pregunto:
—Sí, ¿qué tal estuvo?
—Chingón, eh. Qué bárbaro. No soy ultra fan de Maiden, pero sí que me laten sus clásicos.
—¿Y de qué habló?
—Pues estuvo muy interesante, eh. Es un tipo que ha hecho un montón de cosas: no solo es músico, sino que también fue de todo… le dio cáncer y se recuperó. En general te dice que tienes que hacer las cosas, que no hay que abandonar los sueños. Que la vida se trata de una lucha constante.
Luego aquel hombre me cuenta que es músico frustrado, guitarrista, y que alguna vez tuvo una banda de rock que abandonó en pos de una estabilidad económica y por un noviazgo. Ahora es empresario full time, aunque espera volver a los escenarios locales un día de estos. Aquel hombre se dedica a hacer empaques de cartón. Conversa con Lázaro sobre nuevas posibilidades para su negocio. Yo les indico que vuelvo en un momento, pues me daré un rol por la feria. Ambos me ignoran.
VIII.
Tenemos un par de cosas en común, Bruce. En realidad tres. Una: ambos estamos por primera vez en esta ciudad fundada hace doscientos años; dos: ambos tenemos una banda, una más exitosa que la otra, es cierto, pero ese es quizá nuestro lazo más fuerte. Y tres: ambos escribimos. Tú, primero, una novela inmensa y extraña, según narras en la autobiografía que también escribiste; yo, el texto que escribiré sobre ti, sobre este viaje, y una novela que honra nuestros quehaceres y que tuvieron a bien los editores en llamar Metal (FCE, 2018). Bruce sonríe cuando le entrego un ejemplar. Sus guardaespaldas vigilan cualquier movimiento errático de mi parte, especialmente cuando extraigo de mi chaqueta de cuero un bolígrafo dorado con el que escribo: Para Bruce Dickinson, colega al que admiro. Espero que disfrute la lectura de este material, lamentablemente escrito en español.
“¡Ya llegó el otro camión!”, grita el chofer. Lo primero que siento al despertar es un dolor de cuello como si hubiese hecho headbanging durante todo un concierto de Iron Maiden. Me incorporo despacio del asiento individual en el que estaba roncando y miro mi reloj: han pasado cuatro horas y media desde que el autobús se descompuso.
Bajamos el abuelo, la madre, el niño y yo. Un par más. ¿A dónde se fueron los otros? Abordamos el nuevo camión que es idéntico al viejo. Tomamos los mismos asientos. Llegamos a la terminal de León, luego de ver el espectacular de la conferencia de Dickinson, luego de buscar, en vano, retratarlo en alguna otra parte, luego de ver desde lejos el Polifórum León. Luego…
En la zona de atención a clientes, como buen millennial, me quejo. La mujer que me atiende, muy amable, me extiende un formato impreso que lleno tan rápido como puedo con un bolígrafo azul. Tan rápido como me lo permiten el hambre y la sed.
“Su camión salió a las... cinco de la mañana”, dice una vez que le entrego el papel, a lo que respondo: “Y son casi las cuatro de la tarde”. La mujer abre mucho los ojos y se retira a la parte trasera del cubículo. Detrás de una cortina solo alcanzo a ver los pies de alguien más. No los escucho. Entonces ella vuelve acompañada por una disculpa y 50% de descuento en el próximo viaje. Ya quiero aprovecharlo y largarme. Pregunto por los horarios de las corridas. Me recomienda tres donde aplica la promoción. Apenas llevo dinero, así que elijo el horario de las nueve de la noche. Pago en efectivo. La mujer me entrega el boleto y vuelve a disculparse. Le sonrío, doy media vuelta y me digo: cinco horas son suficientes.
XIX.
Polifórum León. Aquello es prácticamente igual a otra feria de emprendimiento a la que acabo de acudir en Santa Fe, Ciudad de México. Pareciera ser la misma gente: individuos de camisa y traje; bien vestidos, los zapatos boleados, los peinados relucientes, las tarjetas de presentación a la mano. Salidos de alguna novela de Breat Easton Ellis. Empresarios y emprendedores. Ricos y quienes quieren serlo. Algunos que ninguna de las dos.
Además de Dickinson, se presentaron Randi Zuckerberg, Katya Echazarreta y Sergio Nava y supongo que por eso el costo tan alto —la de Santa Fe era gratis—, aunque de ninguno he escuchado antes su nombre.
Reconozco a Dulce cuando veo a una mujer texteando y el mensaje llega a mi teléfono al momento. Me presento y le narro mi periplo. Hace una mueca de condolencia. La encargada de prensa me cuenta que querían realizar la conferencia varias ediciones atrás, pero que hasta ahora pudo ser. Tres años en la distancia, cuando la pandemia de covid-19 azotó al mundo, Dickinson ofreció en línea una versión más breve y en formato TED Talk.
Esta ocasión la sala estuvo casi a reventar de seguidores de Iron Maiden, pero ninguno pudo acercarse, aunque llevaban playeras y discos listos para ser firmados. Ni siquiera la gente de la organización pudo. Todo estaba muy restringido. Entonces le pregunto si acaso podrían compartirme el video o el audio de la charla. No es posible por temas de derechos de autor. “¿No podría escucharla, en privado, con solo mi lápiz y mi libreta —y se los muestro— para rescatar algo de lo que dijo?”, pregunto. No es posible. Coloco las manos juntas, implorantes. Nada.
Es inútil insistir, y mucho menos intentar un soborno, por lo que le agradezco y le pido que por lo menos me comparta las fotos que hayan tomado. Dulce me envía todas las imágenes que han subido a sus redes sociales hasta ese momento. Luego me coloco en una de las entradas al escenario, en la parte trasera, desde donde se ve todo. Y me acerco a uno de los camarógrafos. “Oye, ¿grabaron lo de Bruce?”, intento explicar que soy reportero y mis complicaciones. Su respuesta afirmativa irradia una pequeñísima luz. “¿Será que pueda verlo?”, insito. El joven titubea. “No creo que se pueda… es circuito cerrado. A lo mejor si les preguntas ahí en la cabina”.
A unos metros logro ver la cabina. Me aproximo y ahí hay una señora mayor. Habla inglés con otro sujeto, uno muy alto, un gringo de manual. Luego me entero que él es otro de los ponentes, un individuo de nombre Mick Ebeling, cuya charla me quedo a ver —de buenas a primeras me parece que tiene el síndrome del salvador blanco, luego me provoca genuino interés por su proyecto, llamado Not Impossible—. Luego me entero de que la señora mayor es la traductora a la cual todos escuchan con unos pequeños audífonos.
Busco entonces en la red. Ya algunos medios locales han subido sus notas. De lo que dijo Bruce, rescata El Heraldo León: “Tanto metaleros vestidos con playeras negras como empresarios de traje prestaron atención al conferencista quien es, además de uno de los grandes rockeros de su tiempo, profesor de historia, filántropo, experto en esgrima a nivel olímpico, piloto aviador y empresario en el ramo de la aeronáutica. ‘El rock es una forma muy buena de hacer que la gente se reúna’”, dijo.
En su canal de YouTube, un aficionado también ha subido algo de material. Fragmentos de video, un especial previo a la conferencia. Por lo que salgo de la sala y camino entre los stands. Antes de detenerme donde está Lázaro vendiendo mezcales, me percato de otro joven matudo con una cámara de fotos. Lo intercepto y me presento. Noto incomodidad en su gesto. Mi desesperación es evidente. Le pido primero sus fotos, acepta sin problema. Luego, pregunto si grabaron algo de la presentación. “Te lo ruego, por favor, prométeme que en cuanto sepas algo vas a avisarme”, insisto. Unos minutos después vuelve, pero lamentablemente no cuenta con ningún video.
X.
Una noche antes observo un mosquito aplastado en la pared de mi habitación. Lleva ahí algunos días. No recuerdo si he sido yo quien lo ha matado; su cuerpo parece en espera de fosilización.
Quizá deba irme en avión, pienso en ese momento, para no errarle, pero no soy un viajante asiduo y me preocupa la huella de carbono que quede tras de mí. Como le preocupa a Bruce Dickinson, quien ha puesto énfasis en abonar recursos para la investigación que erradique este problema. Por lo cual prefiero el autobús. Así podré leer. Incluso podré escribir. Iré bien, iré con buen tiempo. Buscaré a Bruce en su hotel. Le haré una entrevista.
“Siempre lamenté los plazos en las entrevistas. Odiaba la presión del tiempo”, dice Bruce en alguna parte de su libro autobiográfico, refiriéndose a un programa de radio que tuvo donde entrevistaba a otros artistas. “La gente necesita espacio para respirar y relajarse. Ahí es cuando se habla de verdad, y uno descubre que no es el personaje recortable de cartulina que espera la gente”.
Salgo del Foro Go. Le doy el parte a B.T. Mendoza y su consejo de periodista serio llega tarde: “¡No digas mamadas, cabrón, siempre debes llegar un día antes!”. No soy un periodista, no soy un fotógrafo, no soy un músico, no soy un escritor. Soy un fracaso.
Camino de regreso hacia la terminal, que está a quince minutos a pie. Un hombre reposa en el suelo junto a un árbol. Lleva gafas de aumento, bermudas, botas. De pronto se tapa con una enorme cobija. La imagen pareciera salida de la mente de Caravaggio. Llevo la cámara a mi lado. No he fotografiado nada más que el rostro de Dickinson con el mosquito realizado por el indigente-pintor.
Este otro indigente posa. Cierra los ojos. Imposible conciliar el sueño cuando hay tanta gente alrededor: una fila de jóvenes esperando a que se llene la combi, una fila de taxis esperando pasaje. Transeúntes que jamás volveré a ver, pero que he visto siempre: esa parte de México es igual o muy parecida a la parte de donde vengo.
Espero un momento a que se despeje la zona. Estoy fuera de ritmo. ¿Le pediré permiso? No, eso arruinaría el encuadre. Preparo la cámara. Me agacho fingiendo que me amarro las agujetas. Cuento las monedas que llevo en el bolsillo trasero, por si se percata y me pide algo. Cuando la zona está libre y el hombre ha vuelto a cerrar los ojos, una joven se acerca. “Señor, ¿no me compra una estampa?”, ella debe tener no más de quince años. Es güera, me recuerda a la nieta de un amigo, vocalista de una banda de hardcore. Veo las estampas: son de grupos de k-pop. No conozco ninguno. Le extiendo algunas de las monedas del bolsillo trasero. La joven se va un tanto consternada y yo miro la escena: aún puedo tomar la foto para una serie que me ha tomado años. Entonces un hombre se cruza y, sin siquiera dirigirle la mirada, le extiende al sujeto de mi deseo fotográfico un billete de cien. “¡Se rayó, cien varotes!”, exclama un taxista a un lado mío.
De entre sus harapos, el indigente extrae una cartera alargada, que brilla a la luz del poste. Ahí mete el billete que acaba de recibir y cuenta unos más, con las gafas puestas, como si fuera un contador. Lo miro, resignado, y guardo la cámara. Avanzo hacia la terminal. Tomo asiento en la sala de espera. Ruego porque esta vez el camión no se descomponga. La carretera de vuelta estará todo el tiempo a oscuras.
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