La pandemia frenó la llegada de miles de visitantes a Cartagena, cerrando hoteles, playas y restaurantes. En uno de los puertos más importantes de América Latina, unas 200 mil personas viven del turismo y hoy intentan sobrevivir. Los barrios más pobres de la ciudad, sin los servicios básicos más elementales, luchan para que no falte un plátano y un pescado.
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Apenas aterrizó el avión, sentí alivio. En Cartagena nadie mostraba la intranquilidad que había visto horas antes en algunas personas con quienes me había cruzado en Nueva York. En la caseta de la aduana, el oficial del DAS me recibió el pasaporte sin guantes de látex; frente a la cinta de equipajes, un mulato entrado en años se ofreció a cargarme las maletas y en ningún momento mostró inquietud porque habláramos sin tapabocas. Walter, el taxista, no solo me recibió las maletas con la misma despreocupación, sino que en el tránsito hasta Castillo Grande ni reparó en que mis gotas de saliva pudieran contagiarlo. Ese día pensé que la Covid-19 nunca tocaría Cartagena.
Una semana más tarde, ya era evidente que estaba equivocada: en vez de escapar del coronavirus lo que había hecho era ir a encontrarlo. Después de estudiar dos años en Nueva York, regresaba a Colombia por una promesa de trabajo con la Cinemateca Distrital de Bogotá. Antes de llegar a la capital, quería pasar por el Festival de Cine de Cartagena donde, por casualidad, me encontré con cuatro amigos que tenían el mismo plan que yo: ver cine. Pero el 12 de marzo, horas después de su apertura, el Festival tuvo que ser cancelado. Ese día se supo que cinco pasajeros del crucero Braemar estaban en el hospital de Bocagrande y que, al parecer, ya había más de cien casos en la ciudad. El alcalde William Dau decretó el toque de queda.
El lunes siguiente, el toque de queda se convirtió en cuarentena y no tuve más remedio que acomodarme con mis cuatro amigos en un apartamento de mi familia y ver cómo mi supuesto empleo en Bogotá quedaba en suspenso. El apartamento se convirtió en nuestra nueva dirección postal de manera indefinida.
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Cartagena empezó a aparecer en las revistas del jet set internacional hace cuarenta años. Vanity Fair escribiría en mayo de 1988: “dentro de los muros de la Cartagena colonial, Sam Green ha creado un mundo exótico y privado. Su gran palacio reacondicionado está habitado por animales tropicales y visitado por todos, desde Yoko Ono hasta Greta Garbo”. La casa del empresario neoyorquino Sam Green se había vuelto un icono y popularizado las fiestas a puerta cerrada.
Pero antes que Green, otros más bohemios ya habían empezado a colonizar casonas en un centro histórico todavía en ruinas. El maestro Alejandro Obregón vivió durante tres décadas en la esquina de la calle de La Factoría, en una casa marcada por las balas de cañón del pirata Francis Drake; el escritor Peter Thompkins abrió las puertas del que sería el primer hotel del centro, un sitio pionero en preparaciones hechas con frutas tropicales y mariscos: el hotel sigue abierto con el nombre de Casa Peter. Por esa época, a finales de los años sesenta, se inició la reactivación del casco antiguo; se construyó la Avenida Santander que comunica el barrio Crespo con el sector de Bocagrande para que los turistas cruzaran desde el aeropuerto hasta los hoteles sin pasar por los barrios populares; se desalojó la ciénaga de Chambacú, un inmenso palafito habitado por familias afrodescendientes que llegó a ser el barrio más grande alrededor de un centro histórico; y se restauraron dos emblemas de la ciudad: La Catedral y la antigua Aduana que hoy aloja a la Alcaldía.
"Horas después de su apertura, el festival de cine se canceló. Ese día cinco pasajeros de un crucero estaban en el hospital de Bocagrande y, al parecer, ya había más de cien casos en la ciudad. El alcalde William Dau decretó el toque de queda".
Dos décadas después, detrás de las aldabas de cobre, ya se remodelaban una cantidad de mansiones que cambiaron las dinámicas económicas del centro y avisaron del mestizaje cultural que ocurriría después. Gracias a estas construcciones, las murallas se convirtieron en la fachada de Cartagena mientras el sector de Bocagrande atendía a los turistas de playa; las marinas se llenaron de yates y catamaranes y las islas del Rosario se transformaron en balnearios con música electrónica y reggaetón.
Mientras esa Cartagena se movía al ritmo de sus inversionistas, el resto de Colombia se desplomaba. La lucha contra el narcotráfico había desatado la matanza en manos de las guerrillas; la cocaína se aseguraba como la columna vertebral de la guerra; y los narcos moldeaban el carácter de una generación sin futuro. Pero Cartagena seguía de fiesta.
Durante los últimos 20 años, La Heroica ha sido la ciudad elegida para recibir a los reyes de España y al presidente Barack Obama, sólo por nombrar algunos. La belleza de sus murallas y el glamur que se respira en esas casonas antiguas, hoy en manos forasteras, son el principal atractivo que tiene Cartagena para los turistas. Pero es también el sitio en el que una sociedad donde la población negra, mayoritaria, continúa en desventaja frente a una minoría mestiza que concentra la riqueza en pocos de sus miembros.
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Desde el principio me di cuenta de las dificultades de estar todo el día encerrados. No es sólo que en una ciudad tan calurosa el clima empuje a buscar alivio en las calles, sino que, en una ciudad turística, para muchos la única forma de ganarse la vida es ofrecer servicios o bienes a los visitantes. Cada vez que iba al supermercado me encontraba con una legión de vendedores empeñados en la doble tarea de pregonar sus aguacates y evitar los comparendos de la Policía. En la madrugada, a eso de las cuatro o cinco, me despertaba el cuchicheo de los pescadores preparando sus redes en la ensenada. Todos ellos eran, al parecer, ejemplos acabados del presunto mal comportamiento que la pandemia había detonado entre los más pobres. El alcalde Dau habló de “indisciplina social”, una tesis que fue rápidamente secundada por la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez: según ella, todos los colombianos éramos unos “atenidos” al esperar ayudas económicas del gobierno pues “ningún estado estaba en capacidad de sostener a tanta gente en medio de esta crisis”.
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Luego de ocho semanas en el mismo sitio, viendo día tras día las mismas caras, necesitaba un respiro. Así que, cuando me propusieron hacer un reportaje sobre la repartición de mercados en la zona industrial de Mamonal, acepté sin pensarlo mucho. Por fin podría salir del apartamento. Por fin podría ver algo distinto al paso de los barcos que entran y salen de la Sociedad Portuaria.
Apenas mi taxi cruzó el puente que une el barrio colonial de Getsemaní con la marina de Manga, advertí que mis cortos paseos para comprar comida sólo me habían mostrado un fragmento de lo que sucedía en el resto de la ciudad. La aglomeración de gente a las afueras del mercado público de Bazurto era la misma que la de cualquier día; sobre la Avenida Pedro de Heredia una multitud de vendedores informales ofrecía pañitos húmedos, guantes y tapabocas en los semáforos, y el afán por conseguir unas monedas hacía que varios se apiñaran en los parabrisas de los carros. El último retén de la policía que recuerdo fue al final de la Calle Larga, uno de los límites de la ciudad amurallada.
En mi ingenuidad pensaba que la cuarentena estaba siendo más o menos respetada. Aunque conocía las múltiples inequidades de Cartagena, me di cuenta del grado que alcanzaban. Por fuera de la burbuja de progreso que encerraban los 11 kilómetros de las murallas, veía con claridad que la “indisciplina social”, antes que el fruto siniestro de la despreocupación de los costeños, era una consecuencia de las carencias de la ciudad. Sólo la mitad del millón 28 mil cartageneros tiene empleos formales; el 60% se mantiene con trabajos informales (lancheros, vendedores de playa, masajistas); y un tercio del total vive sin acceso a servicios públicos básicos, sin alcantarillado y en casas construidas con restos de chatarra.
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La noche anterior a mi viaje a Mamonal llamé a Manuel Medina, un pescador de Tierra Bomba al que conozco desde hace años y al que siempre le compro cuando voy de vacaciones. Esperaba que pudiera tenerme uno de los pargos que siempre me anuncia como “fresquísimos, niña Isa”; de paso también confiaba en hacer unas fotos de la reunión de pescadores de su isla, quienes usan una red de mil metros para atrapar peces de talla media.
—Aquí sólo sacamos la carnada y uno que otro pargo pa’ la casa —me dijo—. La pesca buena es en alta mar.
Ni Manuel ni ninguno de sus compañeros de faena usaba tapabocas. Ponerse una mascarilla tan cerca del mar les parecía, además de sospechoso, ridículo. Como lo llamé tan tarde, quedamos en que pasaría a la mañana siguiente por el apartamento a llevarme la encomienda.
El papá de Manuel fue uno de los primeros en recibir en 1967 un terreno en la isla que se alcanza a ver desde los balcones del hotel Hilton, ubicado en el barrio El Laguito, y que la gente bautizó como Tierra Bomba por el olor que subía del suelo cada vez que llovía.
—A nosotros nos trasladaron cuando empezaron a construir los edificios. A varias familias del Laguito nos dieron casa en Tierra Bomba —me contó cuando llegó con sus pargos sin congelar.
Los inversionistas que le apuntaron al sector del Laguito y Bocagrande por el beneficio de las playas, aprovecharon su geografía peninsular para proyectar construcciones que gradualmente fueron diseñando un skyline que parecía inspirado en la serie de televisión Miami Vice. Ese perfil de torres blancas poco tenía que ver con los balcones corridos y las fachadas mezcladas del casco viejo, pero respondía a las pretensiones de sus promotores. Según el diario El Espectador, en 2017 Cartagena ya tenía 14,000 camas de hoteles disponibles y muchos edificios adaptados como apartahoteles y Airbnb, un negocio que representa el 13% de la capacidad hotelera según Cotelco.
Por fuera de la burbuja de progreso que encierran las murallas, veía con claridad las carencias de la ciudad. Sólo el 60% de los cartageneros se mantiene con trabajos informales; y un tercio del total vive sin acceso a servicios públicos básicos.
—Con el tiempo, cuando empezaron a llegar los turistas, vimos que había negocio. Unos llegamos a vender paquetes para las Islas del Rosario y otros a rebuscársela en las playas. Las mujeres salieron a vender bandejas de pescado con arroz, frutas, cebiches. Pero en Tierra Bomba, gracias a Dios, nunca nos faltó la comida porque siempre hay para conseguir un plátano y un pescado.
Según los registros de la Sociedad Portuaria, el año pasado Cartagena recibió más de 200 cruceros que, en total, dejaron en las arcas de la ciudad unos 60 millones de dólares. La cifra es mayor si se añaden los 280 mil pasajeros que llegaron en vuelos internacionales —en su mayoría, desde Europa y Estados Unidos— y los dos millones de colombianos que pasaron sus vacaciones allí.
Pero estas cifras de prosperidad sólo benefician a algunos. En 2018, Cartagena fue considerada la ciudad más pobre de las siete principales de Colombia, pues el 26% de la población no alcanzaba a tener ingresos mensuales de 70 dólares, y 35 mil personas vivían en indigencia.
Este año, la pandemia frenó la llegada de 76 mil visitantes en cruceros que le hubieran dejado a la ciudad 11 millones de dólares. Hoy no hay turistas alojados en hoteles y los mil 500 que quedaban se han ido en vuelos humanitarios.
Si Manuel puede asegurar la alimentación de su familia con la pesca y algunos cultivos domésticos, su única forma de conseguir efectivo es a través de los turistas.
—La plata —me dijo con un gesto inapelable— sólo nos entra por la gente de afuera.
En ese momento en Tierra Bomba no había casos de Covid-19 y sus habitantes se encargaron de proteger la isla. A principios de marzo, cerraron la entrada a los forasteros y empezaron a controlar el tránsito de las lanchas, incluso de las que iban a entregar ayuda humanitaria. Eso les permitió mantenerse un tiempo inmunes, pero sus viajes a la ciudad acabaron por pasarles una cuenta de cobro: el 20 de junio se detectó el primer contagio. Actualmente la situación es incierta.
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Desde los primeros días, nuestra rutina en el apartamento era la misma. Felipe, Camila o cualquiera de nosotros entraba a internet, leía artículos sobre el coronavirus y le contaba a los demás lo último que había descubierto, o lo último que se sospechaba, o los síntomas a los que uno debería estar atento. Con semejante intoxicación informativa, bastó que María Paula sintiera un ligero malestar en el pecho para que entráramos en pánico. Llamé a una amiga que, apenas supo de las pruebas rápidas, empezó a importarlas desde Alemania y le pedí que nos hiciera un test de emergencia.
La cita era a las diez de la mañana en un laboratorio clínico en Pie de la Popa. Era la primera vez que mis compañeros de apartamento salían a la calle.
A Walter, el taxista, se le había esfumado la despreocupación de tres meses atrás, cuando me recogió en el aeropuerto. Ahora su taxi tenía un grueso separador de plástico entre los asientos delanteros y traseros.
—Las que están más fregadas por estos días son las niñas que trabajan en El Bosque —dijo mientras pasábamos frente el Muelle de los Pegasos.
Supuse que con “las niñas” se refería a las prostitutas que frecuentan esa zona aledaña a la Plaza de los Coches —la entrada principal al centro histórico—, donde las tarifas no sobrepasan los 30 dólares, pero en realidad hablaba de las mujeres que trabajan en los prostíbulos del barrio El Bosque y que gozan de inmensa fama entre los capitanes asiáticos de los barcos navieros: Los Ángeles, el Club del Marino, el Play Club.
Por eso, lo que está de moda entre las putas es la videollamada. Por ahí se conocen con el cliente y luego arreglan para encontrarse en algún lado. Hay otras que no han tenido la misma suerte. Les toca rebuscarse la vida como sea.
—Como los barcos llegan temprano, ellas están listas desde las nueve para atender al personal —nos dijo con un gesto cómplice—. En promedio, los barcos duran cinco horas en el puerto; eso les da tiempo a los capitanes para tomarse una botella de whisky y pasar un rato. En dos horitas, las muchachas se pueden hacer entre 500 y 600 dólares, más la propina.
Walter llegó de Santa Rosa de Cabal, un pueblo de clima templado y famoso por sus chorizos de cerdo, hace más de treinta años. En Cartagena compró la casa en la que vive con su exesposa y los tres hijos que crio con ella. Sus facciones son notablemente distintas a las de los cartageneros. Es rubio, habla con un marcado acento paisa y su piel no se ha oscurecido a pesar de los años que lleva en la costa. Por la confianza que nos tenemos, nunca se corta con nada. Él simplemente cuenta.
Antes, en sus rondas por los prostíbulos, conseguía con facilidad treinta carreras en una noche; ahora, si mucho, le salen cinco o seis en el día, patrullando la ciudad. Una chica a la que conoce le contó que la situación está tan jodida que muchas de ellas están viviendo en los burdeles, pues no tienen con qué pagar un arriendo.
—Por eso, lo que está de moda entre las putas es la videollamada. Por ahí se conocen con el cliente y luego arreglan para encontrarse en algún lado. Hay otras que no han tenido la misma suerte, sobre todo las que llegan de los pueblos. Yo las veo por la zona industrial limpiando los vidrios de los camiones o haciendo mandados: conseguir cigarrillos, comprar una gaseosa. Les toca rebuscarse la vida como sea.
Mientras Walter toma la calle 30, me doy cuenta de que, para él, como para tantos otros, una ciudad sin puteaderos es una ciudad sin alegría y eso me hace pensar en todas esas mujeres que se ganan la vida entregando su sexo o bailando en los tubos de pole dance y a las que la emergencia ha condenado a un desempleo forzoso. ¿Cuántas familias dependen de ellas? ¿Qué pasará cuando se acabe la paciencia de los dueños de los prostíbulos y ellas tengan que irse a la calle?
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Ese mismo día llamé a Julián Tinoco, un muchacho al que conocí por mi amiga Gladys Niño, la dueña de un minimercado en el sector de las Bóvedas.
Julián nació en La Dorada, un municipio ganadero a doce horas de Cartagena, y empezó a prostituirse en la adolescencia, luego de que un amigo lo llevara a una cita en la que les ofrecieron 100 mil pesos (30 dólares) por hacer un trío. Fue una mujer, según recuerda, de unos 50 años.
—Así perdí la virginidad en esto. A los pocos días un hombre me tentó con el triple de plata y de ahí en adelante ya me gustó hacerlo más con hombres.
Julián decidió dejar los estudios y Gladys, que es su madrina, lo invitó a probar suerte en Cartagena. Al principio trabajó en el minimercado, pero la poca plata que ganaba a cambio de la disciplina que le exigía Gladys, lo impulsó a tirarse a la guerra.
—No es difícil. Uno abre un perfil de Grindr con tres fotos, sin que se vea la cara, y por ahí lo contactan a uno. Eso es todo.
Luego encontró al grupo que le mostró el negocio y se encargó de brindarle seguridad durante los primeros servicios.
—La mayoría somos de Medellín, Bogotá y Venezuela. Yo lo hago por pura calentura; en una semana me puedo hacer hasta un millón y medio de pesos. Una vez necesitaba plata para viajar a Medellín y fui tan de buenas que me salió un gringo. El tipo me dijo que llegara al Hotel Caribe y después de que hicimos de todo me propuso que lo acompañara a una isla. Estuvimos una semana completa. Me tocó trabajar duro, pero lo bueno fue que me llevó en un yate y al final me pagó 550 mil pesos (150 dólares), más el pasaje en avión hasta Medellín.
También hay mujeres “prepago”, como se llama en Colombia a las prostitutas, que en su mayoría llegaron de Cali, Medellín y Pereira cuando fue el apogeo de Ultramar, un festival de música electrónica que extendía las celebraciones de fin de año hasta el 10 de enero. Desde 2004 y hasta 2013, en la playa que está detrás del aeropuerto Rafael Núñez, se presentaron artistas internacionales como David Guetta, Tiesto, y Paul Van Dyk.
Como en el caso de las mujeres, no existen cifras aproximadas acerca de cuántos hombres ejercen la prostitución en Cartagena. ¿Dos mil? ¿Seis mil? ¿Once mil? Por la risa de Julián cuando se lo pregunto, asumo que deben ser los que él me señala: “¡Muchísimos!”.
Pero, a diferencia de Manuel, de Walter o de casi todas las personas para quienes quedarse en la casa no es una alternativa, Julián optó por pasar la cuarenta en la casa de su novio en La Dorada.
—Todavía quedan algunos viejos que no han podido irse, pero yo prefiero no arriesgarme. ¿Qué tal, Isabella, que me gane el virus en un momentico?
8
A finales de junio había más gente en la calle. Frente al parque de La Caracucha se reunían los ciclistas que tienen como rutina ir hasta la carretera al mar, a las cinco en punto. Luego aparecían los vecinos, que con tal de salir de sus casas hacían ejercicio en las horas autorizadas de cinco a siete. Era tal la cantidad de gente que casi se alcanzaban a rozar los hombros. A las diez, pasaban los vendedores de limones y un hombre que anunciaba su venta de mazamorra con una corneta.
Una mañana, Candelaria, la esposa de Manuel, le pidió al portero que me llamara por el citófono. Según me explicó, ya no la dejaban subir a los apartamentos y quería mostrarme la pesca de la noche anterior. Su hijo cargaba una nevera de icopor donde relucían siete pargos enteros.
—Te dejo todo en 120 (33 dólares), para no seguir caminando.
En enero, antes de que la emergencia cerrara la ciudad, las mujeres de Tierra Bomba salían a ofrecer sus preparados en las carpas de playa. Otras, se paseaban con una butaca y un bote de aceite buscando clientes para masajes de cuerpo entero. Los hombres alquilaban las sillas y los parasoles a los huéspedes de los hoteles y les vendían collares hechos con conchas de mar. Todos esos trabajadores quedaron en el aire, sin ingresos. En mayo, la Federación Nacional de Comerciantes calculó que había cincuenta mil personas sin empleo en Cartagena pues el 95% de los hoteles y restaurantes ya estaban cerrados.
Antes de que la emergencia, las mujeres de Tierra Bomba salían a ofrecer sus preparados en las carpas de playa. Los hombres alquilaban las sillas y los parasoles a los huéspedes de los hoteles. Todos ellos quedaron en el aire, sin ingresos.
—En el barrio nadie la pasa mal porque allá todos nos ayudamos —me dijo Candelaria, mientras desescamaba los pargos con una habilidad que solo da la práctica—. Las muchachas de los masajes sí están quietas; no hay nadie en las playas. Y hasta mejor, porque tú sabes que ahora no es bueno estar tocando a nadie.
Ella cree que los salmos que rezan todas las mañanas en la catequesis los mantienen alejados del virus. Sin embargo, el nivel de contagio en la isla es un misterio: hasta ahora nadie se ha realizado una sola prueba de coronavirus en Tierra Bomba.
—Allá no va a llegar eso, nosotros nos cuidamos bien. Y que ni llegue, porque tampoco hay quien nos atienda.
Antes de la Covid-19, Cartagena tenía diez camas de cuidados intensivos y varios hospitales públicos en quiebra. A la fecha, hay 304 camas para adultos y 150 para niños, aunque ninguna en Tierra Bomba. El hospital más cercano les queda a veinticinco minutos en lancha.
9
Cuando el 13 de marzo se canceló el Festival de Cine, nadie imaginó que el centro histórico estaría desierto por más de tres meses.
Ese día, las palenqueras guardaron sus faldones y las bancas del parque Simón Bolívar se empezaron a cubrir con el guano de las palomas; la multitud dejó de aplaudir a los bailarines de cumbia y el puesto de fritos frente a la universidad de Bellas Artes cerró su sombrilla. Muchos negocios decidieron dar vacaciones temporales a sus empleados sin saber que el confinamiento se extendería y forzaría a los dueños de las tiendas a descolgar las guayaberas de los escaparates y a los propietarios de algunos bares y restaurantes a bajar del todo la persiana.
El chef Juan Felipe Camacho le puso fin a su restaurante Don Juan cuando el gobierno restringió la ocupación de estos sitios al treinta por ciento. Para un local de 50 puestos como el suyo, atender a 16 personas en cada servicio no era rentable. El arriendo del local alcanza los 6 mil dólares; si se le suman los sueldos del personal, el valor de los servicios públicos, el pago de proveedores, se comprende la imposibilidad de mantener a un equipo de 55 personas a punta de envíos a domicilio.
—El 85% de mis clientes eran extranjeros. Gracias a ellos lograba facturar 400 millones de pesos mensuales (ciento veinte mil dólares). Ahora, sin turistas y con la mitad de los edificios de Bocagrande desocupados, no hay suficiente gente que pida domicilios a un restaurante como el mío. Pedirán hamburguesas, pero no un pulpo a la brasa.
Además de sus restaurantes Don Juan y María, Camacho tiene un servicio de catering que tampoco marcha bien: desde que empezó la pandemia le han cancelado 16 bodas.
—Yo lo entiendo. En una ciudad sin hospitales, ¿quién se arriesga a dar un cebiche para que de pronto los invitados se le intoxiquen?
El 13 de julio, cuatro meses después del inesperado anuncio que nos dejó con las boletas para el festival de cine compradas, quise saber cómo se veía la Plaza San Pedro Claver sin las mesas del bar El Barón, el sitio de remate de las funciones vespertinas, al que ahora imaginaba en una situación aún peor que la de los restaurantes. Para sorpresa mía, Juan David Barón me contestó que seguían abiertos.
—Estamos funcionando con nueve personas, aunque con el 50% del salario, porque un coctel que antes costaba 34 mil pesos (9 dólares) ahora está en 20 (5 dólares). Es la única manera de competir, aunque sólo nos dé para pagar la nómina. El centro parece una ciudad fantasma, ya no hay vendedores ambulantes, muchas casas con letreros de “se arrienda”. La soledad es total. Uno trata de creer que pronto se va a abrir, pero nada.
No hay datos oficiales, pero se cree que hay 150 negocios cerrados, de los cuales 38 son restaurantes que ya han desmontado sus cocinas.
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Una mañana de mayo de 2015, Elvira Moreno me invitó a conocer su barrio, El Pozón, el más poblado de Cartagena. La conocí cuando realizaba entrevistas para el proyecto multimedia Sanar Narrando. Mientras fritaba unos patacones, me relató el día en que salió de Puerto Badelo con su esposo y juntos llegaron a Cartagena sólo con un colchón.
—En el pueblo, mi marido pescaba. Se iba de noche, amanecía en la ciénaga y volvía por la mañana. Luego, él mismo salía a vender las mojarras.
—Elvira cogió miedo cuando le mataron a unos primos. Ahí fue cuando nos tocó venirnos para acá—la interrumpió Absalón, su esposo.
—La verdad yo no sé si eran los paramilitares o era la guerrilla, no sé. Uno sólo veía cuando mataban a las personas. Yo tenía unos animalitos y los vendí para comprar este rancho. Dejé mi cama, mis gallinas, mis cerdos, mi pato y mi pavo. Todo lo dejé botado…
El Pozón registra 384 contagios de Covid-19. El 27 de mayo la policía cerró el acceso para intentar frenar el virus. Este barrio, como el Nelson Mandela (el barrio con más pandillas de Cartagena), o la Ciénaga de la Virgen (el ecosistema más biodiverso de la ciudad que se ha convertido en un relleno sanitario), expandió los límites de la ciudad durante los primeros años del siglo XX para recibir a los 160 mil campesinos desplazados por la guerra en la costa Caribe.
Cuando el pasado 24 de junio ocurrió uno de los acostumbrados apagones que se dan de manera repentina en esta zona, en estos barrios la luz volvió sólo el día siguiente. En Castillo Grande, donde estaba yo, volvió a las tres horas. Lo mismo pasó el mes siguiente, cuando el daño de un tubo de conducción dejó al 50% de la ciudad sin agua potable. Yo ni siquiera me enteré. Sin embargo, los mensajes a la población siguen insistiendo en que la gente debe lavarse las manos cada tres horas.
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La última semana de junio nos invitaron a una cabaña en construcción en Arroyo Piedras, un caserío a media hora del apartamento donde nos quedábamos. Lo seductor de la invitación era la posibilidad de bañarnos en el mar. Aunque atrás del apartamento hay una playa, los policías mantenían las sirenas listas para cualquiera que intentara acercarse a la arena.
Llegamos a un bosque de mangles donde Camayá cepillaba una tabla de cedro para la puerta de la cabaña. Además de ser carpintero, Camayá es dueño del picó Jimmy en Concierto, el más grande del pueblo. Los picós (la palabra viene del carro Pickup) son grandes equipos de sonido que empezaron a promover la champeta por los pueblos de la costa, una música que nació en los barrios populares de Cartagena, que fue el género que escogió Shakira para su presentación en el Super Bowl. Camayá está tan orgulloso del suyo que en los últimos quince años le ha invertido 28 millones de pesos (casi 8 mil dólares).
—Ahora tengo el picó guardado. Cada quince días le pego una calentada para que no se peguen las arañas de los parlantes, pero no más. Ahora no se puede porque la Policía no deja hacer fiestas.
"Ahora tengo el picó guardado. Cada quince días le pego una calentada para que no se peguen las arañas de los parlantes, pero no más. Ahora no se puede porque la Policía no deja hacer fiestas".
El 26 de febrero fue el último día en que Camayá puso a tronar su máquina. Esa noche, el dueño de la caseta en la que tocó recogió 7 millones de pesos (2 mil dólares) en taquilla y bebidas. Desde entonces, los picós grandes como el Rey de Rocha y El Imperio transmiten por emisoras, pero eso no ha evitado una sorda guerra entre las autoridades y los lugareños. Los primeros cortan cualquier asomo de fiesta en los barrios; los segundos, aunque conscientes del riesgo, están convencidos de que el baile es un indicador de buena vida.
Hace poco, el cantante de champeta Zaider aplaudió por redes sociales a sus seguidores por armar un rumbón callejero durante un fin de semana con toque de queda en Cartagena. En mayo, la policía cerró 600 fiestas clandestinas. Desde el comienzo de la cuarentena, se ha detenido a 900 personas por violar las medidas sanitarias en los barrios donde no ha parado la fiesta; los mismos en los que los muertos se acumulan en casas cuyos habitantes no son testeados con pruebas de coronavirus. Una situación a la que el Departamento de Salud ha respondido con la promesa de un contrato por 500 millones de pesos (unos 140,000 dólares), según ellos "para resolver el inconveniente de los cadáveres".
—La gente se toma unas cervezas de vez en cuando para estar con la familia, pero sólo con un bafle, suave, porque gracias a los picós es que la gente no ha sentido tanto la cuarentena –dice Camayá.
12
El 15 de julio, salió un decreto que anunció las condiciones para la apertura de hoteles, gimnasios e iglesias. Ya se completaban 120 días desde el comienzo del confinamiento, y Jhon Jairo Ortíz, gerente del Hotel El Márquez, se escuchaba desesperado.
—De nada sirve que nos digan que podemos abrir si los transportes siguen cerrados; primero, no hay quien consuma nuestros servicios; segundo, no tenemos cómo autoabastecernos porque todo el alimento de Cartagena toca traerlo de afuera. La gente piensa que el turismo es para llenarse los bolsillos, pero nosotros también vivimos del día a día. No somos el Hilton ni el Estelar, que tienen unos fondos muy grandes. Nosotros somos independientes.
El 17 de marzo, Jhon Jairo cerró su hotel frente a la Plaza de la Aduana; ese día, sus ingresos frenaron. El Marquéz tiene capacidad para 24 huéspedes, lo que en un mes da un promedio de 135 mil millones de pesos (38 mil dólares); hoy la cifra está en cero.
—El Presidente dice que vamos bien, pero la economía está muriendo. La gente está dejando locales llenos de mercancía porque no tiene como pagar los arriendos. No hay futuro sin créditos, pero los bancos ofrecen tasas de interés tan altas que de tomarlas sería como venderle el alma al diablo. Además, la gente no tiene confianza en los próximos seis meses. A mí me han cambiado las reservas para el segundo semestre del 2021 y el primero del 2022, pero ahora dicen que la curva del Covid empieza en septiembre. ¿Tú crees que vamos a aguantar?
Después de hablar con Jhon Jairo, conversé con Irvin Pérez, Presidente Ejecutivo de la Corporación de Turismo de Cartagena. Sólo me habló de obstáculos.
—La urgencia del gobierno es poder atender a las empresas, pero para nadie es un secreto que a las que sobrevivan les va a costar mucho levantarse. Estamos esperando a que la curva epidemiológica baje para abrir la ciudad, pero con el aeropuerto cerrado no vamos a poder reactivarla nunca. La pandemia frenó todo.
Al final, como no queriendo terminar esa conversación con una sensación desoladora, me dijo:
—El próximo semestre esperamos inaugurar El Hospital Serena del Mar. Ya con eso podremos garantizar la salud de quienes nos visiten.
En este momento, Cartagena tiene más de 16 mil contagios por coronavirus.
Unas 200 mil personas dependen del turismo. Walter, Manuel, Julián, Candelaria, Juan Felipe, Elvira, Absalón, Camayá, Juan David, Jhon Jairo son apenas algunas, pero demuestran lo frágil que es una ciudad turística cuando cambia eso que, tal vez de modo arbitrario, llamamos “el flujo normal de la vida”.
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