El niño que flotó en Navidad, cuento de Roberto Abad

La noche que mi hermano comenzó a flotar

Roberto Abad
Ilustraciones de Fernanda Jiménez

En exclusiva para Gatopardo, el escritor Roberto Abad nos ofrece un cuento de Navidad tan oscuro y tan real como suele ser esta temporada.

Tiempo de lectura: 8 minutos

Que Santa Clos no existe, lo sabíamos desde hacía mucho. Papá insistía en preguntar de todas formas qué íbamos a pedir de regalo. Y Samuel contestó que una bicicleta con diablitos y yo un carro de control remoto. Con la mano en la barba, papá se quedó pensando un rato y le dijo a mamá que había visto uno de esos en la casa de los Iturriaga. No podemos volver, ni se te ocurra. A que sí. Que no, gordo, nos pueden cachar. Mira, los patrones pasarán Nochebuena en la playa, ni siquiera se han enterado de lo que nos llevamos ayer. Mamá alzó las cejas como si dijera: Eso que ni qué, y comenzó a ordenar las cosas que habían traído.

Mis papás se hacían amigos de viejos con piel de iguana a los que ya nadie visitaba, que tenían más de un coche y les sobraban muchos muebles. Luego se volvían sus trabajadores, les arreglaban el jardín, hacían su comida o limpiaban los cuartos. Y en las primeras vacaciones, plop, adiós, dinero. Era divertido vaciar las bolsas negras junto a ellos en la cama en que dormíamos los cuatro; ver cómo caía el montón de joyas, billetes y recuerditos de otros países. Por ejemplo, una vajilla miniatura que se pegaba en el refrigerador y decía Made in China. A Samuel se le ocurrió preguntar si habían ido a China por ella. No seas pendejo, le contestó papá.

Entonces cayó la ouija sobre el colchón. A papá le salieron chispas por los ojos. Vio el marco dorado, las piedras brillantes clavadas en las orillas, los dibujos medio satánicos que venían en ese pedazo de madera que parecía hecho para picar verduras: una estrella, un sol, una luna. La puso en el armario, debajo de los pantalones, entre retazos y playeras viejas, muy escondida, según él. No había otro lugar donde guardarla; el cuarto era una madriguera, una casa de hormigas. Sin moverte, podías estar en la cocina, en la sala y en el lavadero. Después, papá nos ordenó a los dos: No quiero que toquen la tabla. Si lo hacen, me los chingo.

Yo lo obedecí porque esas cosas me dan miedo: atraer monstruos, darles permiso a los fantasmas de entrar y hacer travesuras; y porque la última vez que agarré un celular de las bolsas y salí, sin permiso de nadie, a enseñárselo al niño de la tienda, papá me dejó la espalda ardiendo de lo fuerte que me dio con el cable de la plancha. Ni siquiera mamá me defendió. Pero a Samuel le importaba poco que le pegaran (supongo que así son todos los hermanos mayores).

No comíamos pavo en Navidad; esa noche, las casas de los ricos se quedaban más solas que nunca, y desaprovechar la ocasión nada más para cenar, según mamá, sería ridículo. Así que no debíamos emocionarnos por la fecha ni esperar algo más que arrumacos de nuestra amorosa nana, la televisión, que era gorda y solo agarraba tres canales. Mis papás decidieron volver a la residencia de los Iturriaga; estaban convencidos de que la ouija era la punta de una montaña de objetos lujosos que no vieron, pero que los ancianos debían esconder en algún baúl o detrás de una puerta secreta. Total, aún tenían las llaves y, si era cierto que existía un tesoro escondido, venderlo a buen precio en el tianguis iba a ser fácil. Prometieron traer el carro de control remoto y la bicicleta si dormíamos temprano. Y así lo hicimos después de ver Los Simpson.

Como a las dos, me despertaron unos cuchicheos. Otra vez Samuel hablando dormido, pensé. Entre bostezos, le pregunté si ya había llegado Santa Clos. Abrí los ojos. Había una vela encendida cerca de la almohada y él, en voz baja, platicaba con la tabla entre las piernas y movía una copa sobre las letras. Supe que eso era malo. En una película que pasaban cada Halloween en el Canal 5, a una muchacha se le metía el demonio por andar jugando con la ouija, llenaba su cuarto de vómito verde y hasta la cabeza le daba vueltas.

Papá dijo que…

Si abres la boca, te parto la madre.

Quise llorar, pero la copa comenzó a moverse solita y los dos pusimos esa cara que aparece cuando te encuentras en la calle un perro grande decidido a morderte.

Aprendí a jugarla en un video de YouTube, dijo, ya le hice varias preguntas.

Samuel se rio y me contó que en la ouija vivía el espíritu de un hombre llamado Peterson, un señor que se murió en un río en 1885; lo descubrieron haciendo magia y lo echaron amarrado a la corriente. Mi hermano decía que contestaba, siempre, con la verdad. Ya había adivinado su cumpleaños y el segundo apellido de mamá; tenía las respuestas anotadas.

Pero ¿en serio vive en la tabla?, le pregunté, debe ser muy incómodo.

Samuel dijo que sí. Le pedí entonces, para ver si era cierto, que le preguntara a dónde se había ido la abuela cuando la enterraron en el panteón de La Soledad. Torció la boca, pero preguntó, y la copa empezó a moverse, hasta que formó la palabra “infierno”.

A veces le gusta hacer bromas, dijo Samuel nervioso.

¿Entonces no siempre dice la verdad?

Se quedó callado. Aunque me asustó al principio, pensé que, si solo se trataba de hacer preguntas y esperar un ratote a que se formara la respuesta, en la vida real era un juego aburrido. Me dieron ganas de hacer pipí. El baño estaba en el patio, junto al tendedero, y fui hacia allá. Afuera, sentí frío en los cachetes. Pude llegar a oscuras a la taza, me tardé unos minutos en hacer. Después salí, miré el cielo solo por si las dudas; no encontré ningún trineo ni renos felices.

Cuando regresé al cuarto, Samuel flotaba sobre el colchón.

Eso también pasaba en la película. Grité, grité mucho, como un gato al que le tiran una cubeta de agua. Mi hermano tenía los ojos abiertos, estaba acostado sobre el aire, a un metro de las cobijas, y miraba las láminas como si hubiera algo detrás de ellas, algo horrible del tamaño de Dios (la abuela le decía “el Altísimo”, debía ser en serio muy grande). La flama de la veladora se movió preocupada, una lombriz que se zangolotea; creo que quería decirme algo. Samuel no decía ni pío. Le hablé antes de acercarme y ni siquiera parpadeó.

No te pases, menso, ya bájate.

Le jalé la pierna izquierda y, sí, bajó un poco, pero al soltarla volvió a la misma altura. Le dije otra vez que no me estuviera asustando, que lo iba a acusar con mamá, y es que papá podía ser malo con nosotros, pero mamá enojada, nos mata. No hubo cambio, y ahí fue que sentí las manos entumidas y el pecho apretado.

Samuel, ándale, ya van a venir mis papás, nos van a pegar.

Hubiera preferido mil veces que le cambiara la voz o se le pusieran los ojos amarillos o que aprendiera a bajar las escaleras de cabeza, pero flotar era lo peor. Intenté ponerle encima los zapatos de mamá, los de papá y mis chanclas. Después le puse los pantalones y playeras que encontré a la mano. Quizá con el peso podría hacer que tocara la cama. Al ver que no, que solo hacía un monte de ropa en su pecho, probé con los platos y los vasos: los acomodé, como en una cena, a lo largo de las piernas. Samuel se ladeó un poco y fueron a dar al piso, se rompieron. No teníamos más trastes; esto, por lo menos, me iba a costar un mes de castigo.

Quité lo que le quedaba encima y, como si escalara un tronco, me subí en mi hermano. Sentado en su panza, le hice cosquillas, le jalé las orejas y también le metí el dedo a la nariz. Eso lo habría hecho enojar mucho. ¿Cómo podía aguantarse la risa? Además, se quejaría de mi peso. No era tan flaco como él y casi siempre me dejaba su comida.

Me dolió la panza. Tenerlo ahí, flotando, sin contestarme nada, era feo. Lloré, luego se me ocurrió lo del lazo. Lo saqué de la tina de las herramientas de papá. Amarré un pie, jalé desde una esquina, y el cuerpo de Samuel se puso duro, aunque a los segundos, con más fuerza, pude pasearlo por el cuarto. Me imaginé yendo al zócalo con él para ver cómo los otros niños soltaban sus cartas en globos, o llevarlo al parque a pasear, un día cualquiera, igual que a un papalote.

Me asomé por la ventana que daba al patio de la vecina, sabía que se la pasaba tomando de noche y que se callaba a la mañana. Pedí ayuda y salió, agarrándose de las paredes, despeinada, con una playera larga que le llegaba a las rodillas y una cerveza en la mano.

¿Quién grita?

Me vio en la ventana.

¿Qué quieres, chamaco?, preguntó y dio un trago.

Le dije que mi hermano había jugado a la ouija y ahora yo no sabía qué hacer. Pero, en vez de acercarse, le habló a su esposo, un don al que le faltaban dientes. Cuando le contó lo que yo le había dicho a ella, los dos se rieron de mí.

Eso les pasa por mecos, dijo la vecina, pero sigan oliendo Resistol.

Mejor me metí. Recordé que mamá tenía una Biblia debajo del colchón y leer algunas páginas hacía enojar al demonio. Agarré el libro; le dije a Samuel que no se desesperara, que ya sabía qué hacer. Lo abrí en cualquier página y leí. No supe qué querían decir esas palabras. Revolví las hojas, probé con otras. Samuel seguía flotando. Recé el padrenuestro unas cinco veces, hasta que me di por vencido y azoté la única puerta del ropero. Para colmo, se zafó.

Ni siquiera podía pensar en lo que nos esperaba si nos descubrían mis papás. ¿Serían capaces de matarnos? ¿Y si descompusimos la ouija? ¡La ouija! La copa se movía entre el “sí” y el “no”. Le pedí al señor Peterson que por favor regresara a mi hermano al suelo; lo amenacé con romper la tabla. Nada. Me senté en el colchón, frente a la ouija, y agarré la copa, decidido.

Señor Peterson, se lo ruego…

La tabla: quieta, silenciosa, una estatua vieja. Maldita. Apreté la copa. El diablo siempre quiere algo a cambio. Un alma, una vida la mayoría de las veces, y eso pasa con el padre que salva a la muchacha poseída de la película, hace que se le meta el demonio y se avienta por las escaleras; pero nosotros ni escaleras teníamos. El señor Peterson debía ser un fantasma medio lento. Como sea, le pregunté qué quería a cambio de que me regresara a mi hermano.

La copa comenzó a formar palabras al fin.

 

***

 

¿Lucas? ¿Eres tú?

Samuel se oía tranquilo, casi normal. Todo era oscuro, menos él y yo, como si hubiéramos caído a un pozo. Ya no veía la tabla ni la cama, solo a mi hermano sobre una sábana negra.

¿Qué pasó?, dijo, oí que me hablabas. De hecho, oí lo que hiciste.

Te encontré flotando encima de la cama.

¿Cómo? ¿Mientras estaba aquí también estaba en el cuarto?

Sí, ahora creo que yo también estoy flotando.

Ah, jugaste con Peterson. Estás bien pendejo.

Pero antes de eso intenté otras cosas para ver si podía despertarte, quién sabe qué falló. Si no podía hacer que bajaras, lo mejor era que estuviera contigo. Así mis papás nos castigan igual.

¿Sientes eso en la lengua, Lucas? Ese sabor a hígado encebollado.

Ajá, es cierto, qué asco…

Es el sabor del infierno.

¿La abuela está aquí?

No, te dije que Peterson a veces bromea. No es tan malo como parece, quizás solo un poco aburrido. Debe aparecerse en cualquier momento. Tiene historias chidas.

De pronto, escuchamos que quitaban el seguro de la puerta del cuarto, la llave que daba vueltas, los pasos que entraban y la voz de papá al prender la luz: Despiértense, escuincles, ya llegó su Navidad, y luego el grito de mamá cuando nos vio: Ay, estos hijos de la chingada. Miré a Samuel.

¿Crees que manden llamar al padre?, le dije.

No, no creo, ya ves que no quiso bautizarnos.

¿Entonces?

No sé. Que se las arreglen.

 

 

 


ROBERTO ABAD es escritor y músico. Egresado de la Licenciatura en Ciencias de la Educación (UAEM). Ha publicado en diversas antologías y medios nacionales e internacionales; varios de sus microrrelatos fueron traducidos al francés y al portugués. Su libro de cuento brevísimo Orquesta primitiva fue publicado en 2015 por el Fondo Editorial Tierra Adentro. En 2018, ganó el XI Premio Nacional de Narrativa «Ramón López Velarde» por su libro Cuando las luces aparezcan. En 2019, fue becario de la f.l.m., en el área de narrativa. Coordinó el proyecto Breve manual del libro fantástico (UAM Cuajimalpa, 2020).


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