Mi tío y el tigre, un cuento de Martín Solares

Mi tío y el tigre

En este cuento el escritor Martín Solares ofrece una historia de mitología familiar, donde solo la literatura puede encontrar la verdad.

Tiempo de lectura: 6 minutos

A Víctor del Árbol

 

De la cabeza a la punta de la cola medía más de dos metros. Cuando íbamos a visitarlo, mis hermanas, mis primos y yo nos recostábamos sobre el monstruo enorme, saltábamos y rodábamos sobre él, para que, de inmediato, mis hermanas se metieran bajo su piel, lo alzaran y persiguieran al resto de los presentes. Cuando la calma volvía, le preguntábamos a mi tío cómo fue que llegaron a la espalda del animal esos orificios tan grandes y con los bordes quemados, y mi tío nos contaba el mejor cuento de su vida.

El tigre lo mató mi tío, en defensa propia, la noche en que el animal lo atacó. Mi tío quería vivir en el campo, y para cumplir ese sueño arrastró a su esposa e hijos a un sitio muy alejado de cualquier carretera principal. Vivieron allí entre dos ciclones, tantas tormentas tropicales como puede recibir el golfo de México y cierto nivel de sorpresas que solo pueden visitar a quien vive en las faldas de un cerro.

Una de ellas fue el tigre. Al poco tiempo de instalarse, y contra toda recomendación, mi tío compró tres vacas muy caras, de una raza extranjera, en las que puso todas sus esperanzas, vacas que nunca se habían visto en esa zona. Al verlas, los viejos del rancho llegaron a la misma conclusión: “Aquí nunca hemos tenido este tipo de animales, no sabemos qué va a pasar”. Al poco tiempo, una de las vacas desapareció y mi tío y el capataz la buscaron sin suerte durante dos días, hasta que vieron una decena de zopilotes girar en el cielo. Se internaron en esa dirección por la falda del cerro y, cuando desesperaban por no encontrarla, el ranchero señaló gruesas manchas de sangre en la hojarasca. Un zumbido de moscas les llamó la atención y, al alzar la vista, encontraron los restos de la vaca colgados de una rama muy alta, en la más grande de todas las ceibas que había por ahí. Cuando mi tío preguntó cómo carajos se trepó ahí esa vaca, el ranchero meneó la cabeza y le explicó que a veces, cuando no hay comida en el monte, los animales más grandes suelen bajar a las rancherías, que el único capaz de tomar a una vaca entre sus fauces y subirse de un salto con ella hasta la copa de un árbol era ese animal de uña y garra que la gente de por ahí llama tigres, pero en realidad son jaguares, porque tigres no hay en esa región. El animal que se comió a la vaca no tenía la piel cruzada por rayas, sino por manchas ovaladas y oscuras, formas “incorruptibles y eternas”, como las llamó Borges en “La escritura del dios”.

Un mes después encontraron los huesos de una vaca más grande, bajo la ominosa parvada de zopilotes. El mismo hallazgo se repitió varias semanas más tarde, con la tercera vaca. Para entonces, los rancheros ya le habían advertido a mi tío que el animal se había enviciado con el ganado del rancho y nada le impediría atacar a los propios rancheros después, cuando regresaran a sus casas por la noche, atravesando la selva a machetazos, o, Dios no lo quiera, a sus hijos, cuando salieran a jugar: la única manera de impedir una tragedia consistía en salir a cazarlo. A partir de ese momento, mi tío prohibió a mis primos alejarse de la casa y organizó a los pocos rancheros que tenían escopeta de manera que siempre hubiera dos personas montando guardia para vigilar el ganado y el rancho. Contra su costumbre inicial de dejar a las reses a su libre albedrío, las concentró en el establo. El peligro se conjuró durante una temporada, pero todos sabían que el animal seguía allí, acechando en lo oscuro.

Llegó el fin de mes, y la obligación de pagar a los rancheros. Mi tío viajó muy temprano a la ciudad para sacar el dinero del banco, y, por lo sinuoso de las veredas y lo difícil que era transportarse en la sierra, la noche lo sorprendió en los alrededores del establo cuando intentaba volver. Al llegar a una parte en que el camino se confundía con la maleza, su caballo se encabritó y trató de dar media vuelta con tanta vehemencia que mi tío a duras penas logró controlarlo. La piel de la nuca se le erizó al comprender que el caballo no estaba loco, solo asustado. Como mi tío no soltaba las riendas, el caballo giró dos o tres veces alrededor de sí mismo; gracias a que llevaba la linterna encendida, advirtió que dos ojos enormes, de color esmeralda, relumbraron a pocos pasos del caballo. Como pudo sacó la escopeta y disparó hasta que se acabaron las balas. Los rancheros que corrieron en su ayuda no se detuvieron hasta encontrar, no lejos de allí, el cadáver de un animal grande y pesado, como esos que en las novelas de Traven toman un burro entre sus fauces y saltan a la copa de un árbol para mejor devorarlo. Al día siguiente, mi tío fue a buscar un fotógrafo al diario más próximo. Se requirieron dos mulas para izar al tigre, atado del torso con cuerdas trenzadas, y que mi tío, entonces delgado y joven, posara a un costado del animal con sus anteojos para la miopía y su pequeña escopeta. El retrato agradó tanto al fotógrafo que envió una copia a los diarios locales.

Mi abuela, que vivía en la Ciudad de México, se enteró de todo cuando sintonizó un noticiero de alcance nacional y el locutor más popular de la televisión concluyó su emisión con un caso de la vida real: “Algunos se van a África a cazar tigres por placer. El señor Jesús Heredia los caza para defenderse, en el patio de su casa”. Y mostraron la foto en que mi tío posaba junto a un monstruo mucho más grande y ancho que él. Mi abuela, que patrocinaba los proyectos ganaderos de mi tío, convencida de que vivía en un lugar idílico, donde no corría riesgo alguno, tomó el primer avión a Tampico y de allí viajó en carretera solo para regañar a su primogénito y exigirle que regresara a la ciudad. Antes de hacerlo, mi tío mandó la piel del tigre a disecar, y el artesano reconstruyó tan bien como le fue posible la parte superior del cráneo, a la cual agregó los colmillos originales. Fue así que la piel y la foto del tigre llegaron a la sala de su casa.

Muchos años después de que mi tío Jesús muriera, platiqué con mi tía Carmen y le pedí que me contara el cuento del tigre. Luego de oír mi versión, mi tía suspiró: “Ay, mijito, con mucho cariño, pero la cosa no sucedió así, aunque así la contaba tu tío”. Y me hizo tres precisiones:

Primera: que el primero en disparar al tigre no fue mi tío Jesús, sino el capataz. Mi tío apenas alcanzó a controlar al caballo enloquecido de horror durante el instante del ataque. Fue el capataz, que viajaba junto a él y tenía toda la vida domando caballos, quien logró desenfundar y, antes de que su caballo posara las patas delanteras en el suelo, disparó tantas veces como pudo, con mucho mejor puntería que mi tío, cuando el tigre se acercaba a atacar.

Segunda: que el tigre no murió al recibir esos balazos, sino que logró escapar. La verdadera aventura fue mucho más complicada: consistió en convencer a un grupo de rancheros asustados de que era indispensable rastrear a un animal herido esa misma noche, bajo la luz de las estrellas del golfo, a fin de hallarlo y matarlo. De lo contrario, como advertían los viejos, peligraban hombres y animales de todas las rancherías a la redonda, pues un tigre herido se convierte en un furioso asesino. Lo encontraron en un acantilado, en la base del cerro, agonizante pero capaz de grandes proezas. El tigre intentó escapar en cuanto percibió a los hombres, y saltó de un rincón a otro del acantilado, pero los tiradores acabaron con él. Y como su pecho se seguía moviendo mientras se arrastraba, fue necesario darle el último tiro, por eso que los rancheros llamaron “piedad”.

Tercera: fue mi tío quien le dio el último tiro, pero no por valor, sino porque sus vecinos lo obligaron a hacerlo. Le dijeron: “Usted tiene la culpa de esto, usted empezó todo cuando trajo sus vacas raras, usted lo debe terminar”. Y así fue que un joven muy miope y lector de novelas se ajustó las gafas y tuvo que dominar el miedo más grande que tuvo en toda su vida.

Salté a ver la fotografía que mis primos atesoraban en la pared de la sala. Porque yo quería saberlo todo la sacamos del marco, y por primera vez en mi vida aprecié que la foto tenía un doblez, porque las historias cortas y los cuentos más asombrosos necesitan condensarse para funcionar. La imagen ya desplegada no solo mostraba la imponente ceiba, el monstruoso tigre, colgado de ella por gruesas cuerdas, y al cazador de anteojos, posando junto a los restos del animal. También estaba un tercer personaje, a unos pasos de ahí, que aparecía al desdoblar el papel: un indígena bajito y fornido, de apenas un metro cincuenta, camisa de cuadros y botas vaqueras, conteniendo a las mulas que izaron al depredador.

Para contar un cuento sobre la vida y la muerte basta con un hombre y un tigre. Pero si lo que queremos es una novela, hay que sacar la foto del cuadro, deshacer el doblez, preguntarnos dónde está la verdad, quién mató al tigre y quién jala las cuerdas que sostienen al mundo.

 

 


MARTÍN SOLARES es escritor mexicano autor de los libros Los minutos negros (2006), Cómo dibujar una novela (2014), No manden flores (2015). Nació en Tampico, Tamaulipas, el 29 de agosto de 1970. Doctor en Estudios Ibéricos y Latinoamericanos en La Sorbona. Se ha desempeñado como editor en Almadía, Océano y Tusquets y ha colaborado como articulista en La Jornada, Milenio, Proceso, Reforma.


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